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Jesús de Nazaret (I): El Jesús histórico

Publicado por E. J. Rodríguez

La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.

No podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos instrumentos


médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo tiempo, creer en el mundo
maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)

Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de Cesárea de Filipo. En el camino, Jesús les
preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le respondieron: «Algunos dicen que
eres Juan el Bautista. Otros dicen que eres Elías. Y otros dicen que eres uno de los
profetas». Jesús preguntó de nuevo: «Pero, y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?». Pedro respondió: «Tú eres el Mesías». Y Jesús les advirtió con severidad de que no
debían decirle esto a nadie. (Evangelio de Marcos)

Cuenta el historiador Tito Livio que Rómulo, fundador y primer rey de la ciudad de Roma,
pasaba revista a las tropas que desfilaban ante su palco cuando se desató una pavorosa
tempestad y fue rodeado por una espesa nube que ocultó su figura a la vista de todos,
mientras un enorme torbellino se alzaba hacia el cielo. Cuando se despejó la atmósfera y
volvió a brillar el sol, la silla de Rómulo estaba vacía: «No se lo volvió a ver sobre la faz de
la Tierra», escribe el cronista. Los soldados, aterrados y desconsolados al principio, se
tranquilizaron pensando que Rómulo se había convertido en «un dios, hijo de un dios, rey y
padre de la ciudad de Roma». Un ser celestial a quien ahora podían implorar favor y
protección.

Tito Livio también dice que no todos los habitantes de Roma quedaron convencidos y
algunos hicieron correr la voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña.
Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese capturado por
orden de un grupo de opositores del Senado; tras ajusticiarlo habrían desmembrado su
cuerpo. Al oír sobre la posibilidad de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan
terrible, la plebe empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. Y
también, lo más preocupante para el orden, en el ejército volvía a cundir el nerviosismo.
Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio tomó la
palabra ante la multitud: «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el alba, el padre de nuestra ciudad
bajó del cielo y se apareció ante mí. [Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo
es que Roma gobierne el mundo”». El pueblo y el ejército escucharon el discurso con
asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la creencia de que su amado
rey no había sido descuartizado como un animal, sino que había alcanzado la inmortalidad
que merecía. Livio, no sin cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso
el crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».

No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver
un problema imprevisto.

La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII
a.C. Mucho después, a mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de
boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del imperio. El
protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja que había pasado casi toda su
vida ejerciendo como carpintero en una insignificante población galilea llamada Nazaret.
Este carpintero, llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar para recorrer
Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas profecías recogidas en las
escrituras sagradas del judaísmo. Después se había trasladado a Jerusalén, capital de
Judea, donde tuvo un encontronazo con las autoridades romanas que por entonces
ocupaban el país. Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios lo
habían detenido bajo el cargo de sedición. Yeshúa fue ejecutado mediante el procedimiento
más humillante y brutal empleado por el imperio: la crucifixión.

Algunos seguidores de Yeshúa, sin embargo, aseguraban que su tumba había sido
encontrada vacía. Había resucitado y ascendido a los cielos y, mediante apariciones a sus
discípulos, había prometido volver para cumplir las promesas mesiánicas que no había
podido llevar a cabo durante su ministerio. Aunque Yeshúa había sido judío y también lo
eran sus primeros seguidores, la creencia en su resurrección empezó a diseminarse entre
pequeñas comunidades de gentiles. Tras unas pocas décadas algunos nuevos seguidores
del culto a Yeshúa, que vivían en otros rincones del imperio, empezaron a escribir, en griego,
las historias que habían oído sobre él. Estas nuevas comunidades aguardaban
la παρουσία, «parusía» o «advenimiento», es decir, la segunda venida de Yeshúa.
Bautizaron el anuncio de su resurrección e inmediato regreso o como εὐαγγέλιον,
«evangelio», término que significa «buena noticia».

El Jesús real frente al Jesús histórico

Si usted sale a la calle y pregunta por Jesús de Nazaret casi cualquier persona, aunque no
sea creyente, recitará un pequeño puñado de datos sueltos que tras casi dos mil años de
tradición están impresos en la memoria colectiva de los occidentales. Cualquiera sabe algo
sobre Jesús, porque el personaje ha estado en todas partes: la pintura, la escultura, la
literatura, la filosofía, el cine. Todos tenemos una imagen mental prototípica sobre cómo era
su carácter, sobre el tipo de cosas que hacía y decía. Todos podemos recordar algunas de
sus frases: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra», «Ama a tu prójimo como
a ti mismo», «Al césar lo que es del césar». Este es el Jesús de la tradición cultural y
religiosa. Es el Jesús de Velázquez o el de Jesus Christ Superstar. Es el Jesús de casi todos
los cristianos actuales. Pero no es el Jesús real. Tampoco es el Jesús histórico. Que no son,
por cierto, la misma cosa.

El Jesús tradicional dominó la cultura occidental durante tantos siglos que a nadie se le
ocurría pensar que no se pareciese al verdadero Yeshúa que vivió en la Palestina del siglo
I. Hoy, los historiadores e incluso algunos teólogos contemplan esos otros dos conceptos:
el Jesús histórico y el Jesús real. El Jesús real no dejó rastro material alguno, y de él no
sabemos casi nada con absoluta certeza; más bien suponemos o deducimos cosas. No hay
un sepulcro, ni un esqueleto, ni un mechón de cabello. Tampoco hay escritos firmados por
él; ni siquiera textos escritos por otros, pero atribuidos a su nombre, ni testimonios
contemporáneos, nada sobre él que fuese escrito por alguien que lo hubiese conocido en
persona, ni siquiera alguien que viviese en su época y hubiese tenido noticia de sus
andanzas.

Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su
muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso, san Pablo, que no conoció a Jesús y revela
muy poco, o casi nada, sobre su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún
otro detalle). Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en realidad eran textos de
carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo después de su muerte. Fueron redactados en
griego, un idioma distinto al que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones
alejadas de su tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas autores
que manejaban información que había viajado de boca en boca durante décadas, con la
distorsión de información que eso conlleva. Aun así, los historiadores actuales suelen
coincidir en que existió un Jesús y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto
se parecía o se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.

El Jesús histórico es el campo de trabajo de esos historiadores, que admiten que nunca
podremos recuperar al Jesús real, como tampoco podemos recuperar al Sócrates real.
Como dice el estudioso Dale B. Martin, «para mucha gente supone un descubrimiento
revolucionario el concepto de que el pasado ya no existe». La única manera de averiguar
cómo era el Jesús real sería viajar en el tiempo. El Jesús histórico es, pues, un retrato
imperfecto e incompleto que los historiadores tratan de componer mediante el análisis crítico
de la única información más o menos cercana a su época de la que disponen: el Nuevo
Testamento (y, en menor medida, algún que otro texto que no está en la Biblia cristiana).
¿Por qué usar el Nuevo Testamento como herramienta, si los propios historiadores son los
primeros en afirmar que no es históricamente fiable?

Primero, porque otros textos son más tardíos y, cuanto más tardíos, más improbable
encontrar en ellos un rastro de información fiable. En segundo lugar, porque creen que
ciertas informaciones sobre Jesús eran inconvenientes, pero conocidas por todos los
cristianos de entonces, y no podían ser omitidas en unos textos cuyos autores las recogieron
precisamente con el fin de adaptarlas a su propia visión de cómo debía retratarse a Jesús.
Las informaciones molestas están presentes en sus escritos de manera parecida a como los
argumentos de un político están presentes en el discurso de sus opositores, que citan esos
argumentos no para reforzarlos sino para intentar retorcerlos y conferirles un nuevo sentido.
De hecho, el cristianismo nació como la justificación de la más molesta de todas las
informaciones sobre Jesús: que había muerto colgado en una cruz de madera. Desde
cualquier perspectiva de la tradición judía tal cosa era impensable cuando se hablaba de un
supuesto Mesías. Había que explicar por qué el Mesías había sido ejecutado y por qué había
hecho ciertas cosas que no gustaban a los creyentes de la segunda generación, los que
escribieron el Nuevo Testamento.

El hoy llamado «Antiguo Testamento», la Biblia hebrea, era un conjunto de libros que
durante siglos habían formado parte de la tradición del judaísmo previo a Jesús, pero de los
que provienen muchas de las características que se atribuyen a su figura, como el
mencionado título de Mesías. El Antiguo Testamento no gira en torno a ninguna figura en
particular, exceptuando al propio Dios padre y creador del universo, y es una mezcolanza
de libros muy diferentes entre sí. En el Nuevo Testamento, sin embargo, Jesús es la figura
central. Ambos conjuntos de libros forman lo que hoy es la Biblia cristiana. Hasta aquí, nada
nuevo. Pero no siempre fue así. Los veintisiete libros que hoy contiene el Nuevo Testamento
eran solo una parte de los muchos textos cristianos que circularon por el Imperio romano
durante cientos de años, hasta que en el siglo IV, después de mucho debate, las autoridades
eclesiásticas seleccionaron esos veintisiete como parte del canon, esto es, del conjunto de
textos inspirados por Dios en los que los creyentes debían centrar su atención. El resto de
textos circulantes, incluyendo algunos que eran muy populares, empezaron a ser tachados
como herejías o, con suerte, como errores bienintencionados, por una Iglesia cada vez más
centralizada. Por suerte, unos cuantos de esos textos descartados han sobrevivido hasta
hoy y copias antiguas han sido descubiertas por arqueólogos, o de manera accidental por
otras personas, hasta tiempos muy recientes. Es posible que en el futuro aparezca alguno
más.

En cualquier caso, los cuatro evangelios canónicos no fueron seleccionados de manera


caprichosa. Están entre los textos cristianos más antiguos, ya que fueron escritos en el siglo
I, entre cuarenta y setenta años después de la muerte de Jesús. Habían sido conservados
con mimo por las diversas comunidades de creyentes y eran considerados piezas de
autoridad. Uno de esos textos, el Evangelio de Marcos, es la narración biográfica más
antigua de la que se tiene noticia: los expertos suelen datarlo en torno al año 70. No existe
ningún otro texto anterior que narre la vida de Jesús, o no ha sido descubierto. Los dos
siguientes, el Evangelio de Lucas y el Evangelio de Mateo, fueron escritos muy poco
después, en torno al año 80, y son adaptaciones modificadas de Marcos que copian casi
toda su estructura hasta el punto de que esos tres son conocidos como «Evangelios
sinópticos» («sinopsis» significa que los tres textos pueden ser vistos el uno al lado del otro
y parecen iguales). En el Nuevo Testamento está también el Evangelio de Juan, datado en
torno al año 95, aunque los estudiosos actuales no se ponen de acuerdo sobre si su autor
conocía alguno de los anteriores tres evangelios o si se basó en otras fuentes.

No sabemos quiénes fueron los autores de los cuatro evangelios canónicos. El Evangelio
de Juan fue escrito por alguien que afirmaba llamarse así («Este es el testimonio de Juan»),
pero sin aclarar con exactitud quién era. Había muchos Juanes en la época. La tradición
atribuyó este texto a Juan el apóstol, uno de los doce discípulos de Jesús. Sin embargo,
por varios motivos, los estudiosos actuales descartan esa atribución. Los otros tres
evangelios canónicos ni siquiera están firmados, aunque la tradición los atribuyó a diversas
personalidades bien conocidas entre los cristianos de entonces: Mateo (otro de los doce
discípulos de Jesús), Marcos (intérprete y secretario de otro discípulo, Pedro) y Lucas
(ayudante de Pablo de Tarso). Aunque hoy deben ser considerados textos anónimos, por
cuestión de comodidad nos referiremos a sus autores como Marcos, Mateo y Lucas, siempre
teniendo en cuenta que no fueron ellos quienes de verdad escribieron esos textos o que, en
el caso de Juan, fue simplemente alguien que se llamaba así. El primero que mencionó esos
cuatro libros asociados a esos cuatro nombres juntos fue el obispo Ireneo de Lyon, en el
año 180.

Retrato de San Marcos en Los cuatro evangelios, 1495. Imagen: Wellcome Library.
Aparte de las fechas, otro de los motivos para descartar que los evangelios hubiesen sido
escritos por discípulos de Jesús es que, pese a la creencia informal sostenida hoy por mucha
gente, estos libros no fueron redactados en hebreo, sino en griego. Como el resto del Nuevo
Testamento no son un producto de la Palestina judía, sino de comunidades cristianas mixtas
formadas por judíos y gentiles, situadas en diversos puntos del imperio, que usaban el griego
como lengua vehicular. El Antiguo Testamento sí había sido escrito en lenguas semíticas
como el hebreo y el arameo, pero hacía mucho tiempo que no era un texto exclusivo de los
palestinos. Los judíos de la diáspora, dispersos por el Mediterráneo y por lo general muy
helenizados, habían traducido el Antiguo Testamento al griego mucho antes de que Jesús
naciera (la traducción más famosa de la Biblia hebrea al griego es la llamada Septuaginta y
data del siglo III antes de nuestra era). En una futura entrega hablaremos del judaísmo en
el Imperio romano, algo que explica muchas cosas en cuanto a la temprana expansión
geográfica del culto a Jesús.

Lo razonable es suponer que ni Jesús ni sus discípulos hablaban griego. Provenían de


Galilea, una región pobre de campesinos y pescadores, donde se ha estimado que el
analfabetismo afectaba a más del 95% de la población. Como en el resto del Imperio romano
y del mundo antiguo en general, la educación (en la que era básico el conocimiento del
griego, lengua del mundo intelectual) era un privilegio exclusivo de las clases altas; los
pobres tenían que empezar a trabajar en la infancia y no disponían ni del tiempo ni del dinero
para educarse. Más allá de las regiones donde se hablaba de manera autóctona solo
hablaban griego los aristócratas y algunos individuos formados de manera especial para
ejercer determinados trabajos. Si Jesús era un obrero y sus discípulos eran pescadores y
gente humilde, es muy improbable que supiesen hablar griego, no digamos escribirlo. El
único idioma que debían de conocer era su lengua materna, el arameo.

¿Por qué decimos que Jesús era galileo de clase baja si decimos que los evangelios no son
fiables como documento histórico y es de allí de donde obtenemos ese dato? Porque
suponemos que hay informaciones que no debieron de ser manipuladas durante la
transmisión oral de las primeras décadas de cristianismo, puesto que no tenían implicación
religiosa positiva ni negativa, y a nadie le habría interesado inventarlas o cambiarlas. El
nombre «Jesús» carecía de significación especial; si alguien se hubiese inventado un profeta
y hubiese querido rodearlo de un aura mesiánica, quizá hubiera usado un nombre con mayor
peso en la tradición, como David, Daniel o Isaías.

El pasado laboral de Jesús es otra de las informaciones que la tradición oral pudo haber
conservado de manera fiable, puesto que no hay motivos religiosos o simbólicos para que
los primeros cristianos le asignaran el oficio de carpintero en vez otro más «idóneo» como
el de pescador o pastor, que fueron oficios simbólicos con los que se lo representaría en el
futuro. En el Nuevo Testamento Jesús es descrito como τέκτων, «tekton», que indica un
trabajo relacionado con la construcción y que podríamos traducir como «obrero» o
«artesano». El motivo por el que la tradición dice que fue carpintero es que otros trabajos
que podrían ser incluidos en el término τέκτων, como herrero, albañil o cantero, solían ser
mencionados con términos más específicos en los textos judíos traducidos al griegos (por
ejemplo, en la Septuaginta), mientras que era más habitual emplear τέκτων por defecto para
los carpinteros. En realidad, es indiferente que desempeñara cualquiera de esos trabajos,
ya que el estatus social de Jesús no cambiaría fuese carpintero o albañil. Digamos que, por
las mencionadas cuestiones lingüísticas, la carpintería es la que tiene más papeletas de
haber sido su verdadera profesión.

El oficio de τέκτων sugiere que Jesús no recibió educación formal, así que es muy probable
que fuese analfabeto. Algunos autores especulan con la posibilidad de que supiese leer el
hebreo, dado que debió tener un buen conocimiento de las profecías judías de las escrituras,
aunque también es razonable la posibilidad de que fuese iletrado, pero inteligente y dotado
de buena memoria; si, como parece obvio, era un judío muy piadoso, podía haber aprendido
mucho de las escrituras por las enseñanzas orales de los rabís. En cualquier caso, es casi
seguro que, siendo un trabajador manual de familia pobre, no tuvo oportunidad de aprender
el griego. Por ejemplo, en el Evangelio de Marcos, sus últimas palabras son recogidas en
arameo, lo que indica que los cristianos grecorromanos eran muy conscientes de cuál había
sido la lengua materna de su Señor. Todo esto puede aplicarse a sus discípulos, también
galileos humildes, y, además de la datación de los textos, ayuda a descartarlos como
posibles autores.

El problema de los manuscritos

Dice el consenso académico que los evangelios canónicos fueron escritos durante el último
tercio del siglo I y se basaron en la tradición oral que habían iniciado los seguidores
palestinos de Jesús, pero que pronto había empezado a ser transmitida en griego por
creyentes no palestinos. También se habla de hipotéticas fuentes que quizá fueron escritas
(como las llamadas Q, M o L, de las que ya hablaremos). En cualquier caso, aquellos textos
empezaron a ser copiados a mano una y otra vez, puesto que los materiales de escritura
tendían a deteriorarse con el uso. Durante siglos fueron sometidos a sucesivos proceso de
reproducción artesanal con los errores, omisiones y manipulaciones que eso conlleva. En la
Edad Media había miles de manuscritos del Nuevo Testamento en Europa, algunos en las
manos de altos cargos eclesiásticos y de reyes o nobles, pero sobre todo en los monasterios,
donde se ejercía el trabajo de copia en sí. Dada la dificultad para viajar y transmitir
información nadie se preocupaba de comparar unos manuscritos con otros, así que las
discrepancias producto de esta proliferación de copias se multiplicaban. Esto no era una
preocupación para los creyentes, por varios motivos. El pueblo llano ni sabía leer ni tenía
acceso a los evangelios más allá de lo que los eclesiásticos quisieran enseñarles de palabra
o de lo que pudieran aprender de la tradición oral y artística. Hacía siglos que el latín había
sustituido al griego como lengua franca del cristianismo y del mundo intelectual en general.
Como en tiempos del propio Jesús, solo las clases altas podían permitirse el lujo de aprender
la lengua en la que se escribía todo lo importante.

No fue hasta 1455 cuando Johannes Gutenberg editó la primera Biblia salida de una
imprenta. Este invento y la Reforma luterana permitieron que la gente común pudiese
empezar a acceder al texto. Era mucho más fácil producir copias y, al menos en algunas
regiones europeas, empezaba a ser aceptada la traducción desde el latín al idioma local del
pueblo. Mucha gente continuaba siendo analfabeta, pero, sobre todo en el ámbito
protestante, ahora al menos podían entender lo que otros leían en las congregaciones. El
texto bíblico ya no era un secreto reservado a los poderosos. Eso sí, desde la aparición de
la imprenta los editores se encontraron con un problema inesperado, al descubrir que las
Biblias que imprimían eran diferentes de las versiones impresas por otros. Diferencias
textuales que no solo se debían a sutilezas de la traducción o errores fortuitos; en muchos
casos había párrafos enteros que aparecían y desaparecían o frases que cambiaban de
sentido. Esto resultaba particularmente incómodo en el caso de los evangelios. ¿Por qué no
consultar los originales para asegurarse de imprimir la versión correcta? Porque ya no
existían. No quedaba ni rastro de los originales de los evangelios. Ni siquiera quedaban
copias tempranas completas o casi completas. Con la explosión arqueológica de los siglos
XIX y XX se descubrieron más copias de los evangelios. Hoy se conocen casi seis mil
manuscritos en griego, diez mil en latín y otros diez mil en otras lenguas antiguas europeas,
africanas o de Oriente Medio, pero la mayoría son medievales, posteriores al siglo IX. Del
siglo en que se escribieron los evangelios canónicos no queda nada, ni un mísero fragmento.
De los siglos II o III solo se han encontrado trozos sueltos. El más antiguo es el llamado
«Papiro 52», un pedazo triangular de papiro, del tamaño de un DNI, que contiene algunas
líneas del Evangelio de Juan. Pertenece a una copia datada a mediados del siglo II, pero el
resto de esa copia se ha perdido. La primera copia que sí se conserva completa data del
siglo IV.

Con la llegada del racionalismo en el siglo XVII, la inquietud de los impresores empezó a
trasladarse a los estudiosos y teólogos que poseían más de un volumen de la Biblia y
encontraban también esas inquietantes discordancias entre distintas versiones de la vida de
Jesús. Algunos quisieron comprobar hasta qué punto llegaba el problema. El trabajo más
impresionante lo llevó a cabo el teólogo inglés John Mill, quien estuvo durante treinta años
comparando los manuscritos antiguos a los que tuvo acceso (un centenar). Escribió un libro
en el que contabilizaba todas las discrepancias dignas de mención que pudo encontrar. El
título del libro, por cierto, era tan impresionante como el esfuerzo que había detrás: Novum
testamentum græcum, cum lectionibus variantibus MSS. exemplarium, versionum,
editionum SS. patrum et scriptorum ecclesiasticorum, et in easdem nolis. En total, John Mill
encontró más de treinta mil discrepancias entre todos los manuscritos. Hoy se conocen miles
de manuscritos y, aunque nadie ha contado todas las diferencias, lo que sería una tarea
ingente, se calcula que podría haber más discrepancias que palabras contiene el Nuevo
Testamento, en torno al medio millón.

Algunas de las discrepancias más importantes entre unas versiones y otras son explicadas
como evidentes manipulaciones. Por ejemplo, en las biblias actuales el Evangelio de
Marcos tiene un final que, hoy se sabe, no estaba en el original. De hecho muchas Biblias
incluyen el final añadido porque forma parte de siglos de tradición, pero indican que se trata
de una falsificación. En el desenlace original, tres mujeres (citadas como «María
Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé») acuden a la tumba de Jesús para ungir
su cadáver con hierbas aromáticas. Encuentran el sepulcro abierto y ven a un hombre
vestido de blanco, cabe pensar que un ángel, quien les dice que Jesús ha resucitado y les
ordena que vayan a avisar a los discípulos. Sin embargo las tres mujeres se asustan al ver
al hombre de blanco y se marchan: «No le dijeron nada a nadie porque tenían miedo». Así
acaba el evangelio más antiguo conocido. Es, desde luego, un desenlace difícil de entender:
si las mujeres no dijeron nada, ¿cómo supieron los demás, incluido el autor de ese evangelio,
que la resurrección se había producido? Para arreglar este extraño final, en algún momento
alguien decidió añadir varios versículos, similares a los de evangelios posteriores, en los
que Jesús resucitado se aparece a María Magdalena y a los discípulos. Esta nueva versión
del final de Marcos es la que se generalizó, pero hay copias antiguas en las que no existe y
por lo tanto sabemos que el final original era el otro, el más extraño (que quizá fue escrito
así como apelación a la fe de quien leyese este evangelio).

Otro ejemplo es el famoso momento en que Jesús cura a un leproso. Al final del primer
capítulo de Marcos un leproso se acerca a Jesús y le ruega que lo cure, diciendo: «Si
quieres, puedes sanarme». En las Biblias modernas, el relato sigue así: «Jesús, conmovido,
extendió la mano y tocó al leproso diciendo: “Así lo quiero. Queda sanado”». Nada llamativo
aquí, puesto que un Jesús conmovido encaja bien con la imagen mental que tenemos de un
hombre bondadoso hasta la mansedumbre. Sin embargo en algunos manuscritos antiguos
la frase tiene un matiz inesperado y sorprendente: «Jesús, indignado, extendió la mano y
tocó al leproso, diciendo: “Así lo quiero. Queda curado”». ¿Jesús indignado ante la petición
de un leproso? ¿Qué clase de afirmación es esa? Quizá es incomprensible desde la
concepción de Jesús que dos mil años de tradición ha creado en nosotros, pero en el
cristianismo primitivo pudo tener mucho sentido. Algunos autores defienden que esta fue la
frase original y que Jesús se mostró enfadado porque, para algunos judíos, la lepra era un
castigo impuesto por Dios a quienes habían transgredido gravemente sus leyes. O quizá
porque los leprosos tenían prohibido, según la ley mosaica, dejar sus lugares de
confinamiento. Estos y otros pasajes que aparecen en distintas versiones requieren un
cuidadoso análisis de la mentalidad que había detrás de quien las escribió, y también de la
mentalidad de quien, en algún momento de la historia, decidió modificarlos.

Las nuevas maneras de leer los evangelios

Estas manipulaciones o añadiduras para encajar el texto a la visión personal de quien lo


transcribía (o de sus jefes) no son escasas, aunque la mayor parte de las discrepancias
entre manuscritos son simples errores de traducción o descuidos comprensibles en una
fatigosa tarea de copia a mano: omisiones, cambios de orden, nombres equivocados, etc.
En cualquier caso, el trabajo de John Mill ayudó a impulsar una nueva disciplina, el análisis
crítico del Nuevo Testamento, que iba a terminar con más de mil quinientos años de estudio
exclusivamente teológico o doctrinal. Algunos teólogos empezaron un análisis crítico de los
textos aplicando los mismos criterios que usaban para analizar otras crónicas históricas y
no pudieron hacerlo sin socavar los cimientos de esa tradición. En 1835, el teólogo
alemán David Friechmann Strauss publicó un libro titulado Das Leben Jesu, kritisch
bearbeitet («La vida de Jesús, examinada críticamente»), donde afirmaba que los
evangelios estaban repletos de sucesos mitológicos, como los milagros, que no podían ser
considerados como elementos fiables en una narración histórica. Das Leben Jesu fue algo
así como un best seller, traducido a varios idiomas, que provocó un gran escándalo en
diversos países; un aristócrata inglés, el conde de Shaftesbury, ganó sin duda el premio a
la indignación más florida cuando escribió que la obra de Strauss era «el más pestilente libro
jamás vomitado por las fauces del infierno».

Pese a la furia de sus detractores, Strauss, como había hecho John Mill, marcó un antes y
un después en el análisis del Nuevo Testamento. A su estela la teología alemana tomó la
delantera en este campo. Ya en el siglo XX Martin Dibelius fue uno de los creadores de
la Formgeschichte o «crítica formal», corriente hermenéutica que defendía un análisis de los
textos cristianos no de acuerdo a las necesidades teológicas, sino de acuerdo a sus
características literarias e históricas. Su discípulo Rudolf Bultmann llegó a ser considerado
el principal experto sobre la figura histórica de Cristo en el ámbito protestante y en 1926
publicó un libro con el sencillo título de Jesús, en el que reconocía la imposibilidad de
conocer con fidelidad los detalles concretos de la biografía del personaje central del
cristianismo. Bultmann, pese a ser creyente, calificaba los evangelios como un relato
mitológico repleto de afirmaciones que no podían ser demostradas ni siquiera bajo los
criterios historiográficos poco exigentes que se empleaban para estudiar otros textos y
sucesos de la antigüedad. Estos teólogos críticos concluyeron que los cristianos debían
centrarse no en el relato biográfico de Jesús tal como era narrado en los evangelios, sino en
el kerygma o «proclamación», en el contenido espiritual de dicho relato. En pocas palabras,
admitían que les era más fácil creer en la resurrección de Jesús como verdad mística que
intentar reconstruir los episodios de su figura humana. Lo importante para ellos no era la
supuesta descripción «periodística» de Jesús, sino la aceptación de su mensaje de
salvación tras la muerte física. Daban por buenos algunos elementos biográficos muy
básicos de los evangelios: que Jesús predicó, que tuvo seguidores y que fue crucificado,
pero poco más.

Biblia de Gutenberg, 1390-1468. Fotografía: NYC Wanderer (Kevin Eng) (CC).

Los historiadores actuales que se especializan en el análisis del Nuevo Testamento


continúan usando la crítica textual como principal herramienta, pero son algo menos
pesimistas que los teólogos de la «crítica formal» y opinan, en su mayoría, que sí es posible
obtener información histórica de los evangelios; algo irónico, porque entre los estudiosos
actuales hay varios que se declaran ateos o agnósticos, pero son menos escépticos sobre
este aspecto que los teólogos arriba citados. La tesis básica de los historiadores actuales
es que el Nuevo Testamento es muy poco fiable como relato histórico, sí, pero pudo recoger
más información verídica de la que suponía Bultmann. Esa información puede ser empleada
para recomponer una breve cronología del desarrollo inicial del cristianismo. En una futura
entrega veremos cómo se ha llegado a algunas de estas conclusiones, pero esto nos servirá
como guía:

Años 23-36: El prefecto Poncio Pilato gobierna la provincia de Judea. Jesús empieza a
predicar la inminente llegada del «reino de Dios», esto es, la restauración del trono de Israel
y la salvación de los judíos que crean en su mensaje, que se librarán de la muerte y vivirán
sin padecimientos para siempre. Dado que el encargado de establecer este reino en la
mitología judía de la época era el Mesías, Jesús se presenta como el Mesías o sus
seguidores lo toman como tal. Esto constituye una provocación para los romanos que
ocupaban Judea. Si el Mesías era el futuro «rey de los judíos», eso puede significar que
Jesús ha estado pregonando una rebelión contra el imperio. También es posible que
influyese en su detención algún desorden público en el templo de Jerusalén. Los romanos
detienen a Jesús y lo cuelgan de una cruz para que muera por una lenta asfixia, el más
terrible castigo impuesto por el imperio. De cara a los judíos, esta ejecución desacredita a
Jesús como posible Mesías.

Años 33-36 (aprox.): Tras la ejecución, sin embargo, un grupo de seguidores de Jesús
continúa creyendo en su naturaleza mesiánica. Para justificar la inexplicable ejecución de
alguien que se suponía iba a vencer a Roma y restaurar la antigua dinastía de David, afirman
que Jesús se ha entregado al martirio de manera voluntaria y que ha resucitado para
anunciar que regresará en breve. Este grupo, que se estima no contaba más de unas pocas
decenas de personas, inventa así una nueva vertiente de judaísmo. El grupo es conocido
como la «Iglesia de Jerusalén» o la «Asamblea de Jerusalén», aunque también podría ser
llamada «Sinagoga de Jerusalén», pues todavía es un grupo netamente judío que defiende
el cumplimiento de las leyes mosaicas (circuncisión, descanso sabático, restricciones
alimentarias, sacrificio en el templo, etc.) y se opone a que los no judíos, los gentiles, puedan
optar a la salvación. Este es el cristianismo original, que no tiene todavía un nombre, puesto
que sus miembros se ven como practicantes de un judaísmo bastante tradicional. El grupo
está comandado por uno de los hermanos de Jesús, Santiago, y por Simón Pedro, quien
había ejercido como su mano derecha. Ambos aparecerán nombrados unos veinte años
después en las Epístolas de san Pablo, y medio siglo después en los evangelios.

Año 36-40 (aprox.): Entra en escena Pablo de Tarso. Es judío, pero no es palestino, sino
que procede el ámbito helenístico. Al principio cree que puede ser considerada blasfemia la
afirmación de que un presunto criminal crucificado por los romanos sea calificado como
Mesías. Sin embargo cambia de idea. Aunque nunca ha conocido a Jesús en persona,
afirma haber experimentado una visión en la que se le ha aparecido, resucitado, para
convertirlo en su «apóstol», su mensajero. Aunque Pablo no deja de ser judío, empieza a
defender la idea de que los gentiles no necesitan convertirse al judaísmo para optar a la
salvación prometida por Jesús. Cree que es la fe en Jesús, no las «obras», el seguimiento
de la ley mosaica, lo que garantiza la salvación. Su postura le hace entrar en conflicto
doctrinal con el grupo cristiano original de Jerusalén, pero él continúa con sus planes.
Empieza a fundar comunidades cristianas en diversas ciudades del Imperio romano,
aceptando a gentiles, y decide situarse a sí mismo en el mismo nivel de autoridad que los
líderes de Jerusalén. Afirma que, si Santiago y Simón Pedro son los «apóstoles de los
judíos», él mismo es «el apóstol de los gentiles».

Años 50-60 (aprox.): Pablo escribe cartas a las diversas comunidades cristianas fundadas
por él. En esas cartas, escritas en griego, responde a dudas teológicas y problemas
doctrinales concretos. De este modo se convertirá en el principal impulsor del culto a Jesús
fuera de Palestina y más allá del ámbito judío. De hecho, en la segunda figura más
importante del cristianismo. Baste decir que el Nuevo Testamento contiene catorce epístolas
paulinas que suponen la mitad del total de los libros y un tercio del total del texto (aunque
en la actualidad se considera que solo siete de esas cartas fueron escritas por él, mientras
que las otras siete son falsificaciones posteriores escritas por sus seguidores pero firmadas
en su nombre para darles relevancia). A medio y largo plazo será el cristianismo paulino el
que se imponga sobre el cristianismo judío original, que empezará a quedar arrinconado. En
sus cartas Pablo no dice nada sobre la vida de Jesús, aunque sí narra algunas de sus
propias interacciones con los miembros del grupo original de Jerusalén y habla a menudo
de Pedro o Santiago.

Año 66: Los habitantes de la provincia de Judea se rebelan contra la ocupación romana y
estalla la guerra en Palestina.

Año 70: Las legiones romanas, que están ganando la guerra, sitian Jerusalén y crucifican a
cualquiera que intente escapar de la ciudad (algunos cronistas dicen que pudieron llegar a
ser cientos de personas en un día). Tras varios meses de asedio en los que la capital de
Judea estaba rodeada por campamentos militares y la tétrica visión de centenares de
cruces, los legionarios consiguen irrumpir en la ciudad, sometiéndola a la destrucción y el
pillaje. El templo de Jerusalén, el edificio sagrado de la fe judía, es destruido, lo cual tendrá
un efecto decisivo en la evolución de las dos religiones bíblicas. Por un lado, el judaísmo
sacerdotal centrado en el templo empezará a declinar en favor del judaísmo rabínico más
similar al que conocemos hoy. Dentro del cristianismo, donde ha aumentado el número de
creyentes gentiles, empieza a tomar forma la idea de que la destrucción del templo es un
castigo divino por la supuesta (e indemostrada) colaboración de los judíos en la ejecución
de Jesús. Pese a que Jesús había sido judío, pese a que su mensaje era judío, pese a que
toda la mitología mesiánica y escatológica en torno a su figura tiene raíces judías, y pese a
que los cristianos de segunda mitad del siglo I siguen considerando que buena parte de las
escrituras judías son sagradas, empieza a crecer esta nueva vertiente cristiana de tintes
antijudíos, aunque no se mostrará con auténtica fuerza hasta el siglo II.

Año 70 (aprox.): Se escribe el Evangelio de Marcos. Describe a Jesús como el Mesías


humano de la tradición judía y como un personaje vivaz y elocuente. Sin embargo la Pasión,
el relato de su detención, juicio y ejecución, tiene un tono deprimente que muestra a un
Jesús hundido, sumido en un estado anímico de estupor y total abatimiento. Ya en la cruz,
justo antes de morir, Jesús pronuncia un lamento que el texto, curiosamente, no reproduce
en griego, sino en la lengua materna de Jesús: «¿Eloi, Eloi, lema sebactani?» («Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Siguiendo con esa imagen humana, Marcos no
menciona un nacimiento milagroso de Jesús ni la virginidad de su madre; de hecho no dice
nada sobre su infancia. En el texto Jesús es humano por completo y no será elevado a un
estatus superior hasta después de su muerte, cuando se supone que Dios lo resucita. Y digo
se supone, porque recordemos que en el final original de Marcos, antes de ser retocado, la
tumba de Jesús aparece vacía pero él no vuelve a manifestarse.

Años 80-90: Se escribe el Evangelio de Mateo y El evangelio de Lucas. Ambos copian la


estructura de Marcos, aunque modifican ciertas cosas y añaden otras, como la narración del
nacimiento milagroso de Jesús y su genealogía, para justificar que era el Mesías. El relato
de Mateo insiste en el carácter judío de Jesús, quizá preocupado porque la tradición judía
se pierda con el creciente número de creyentes gentiles, aunque, irónicamente, su Evangelio
también contiene pasajes que han sido usados como arma contra los judíos en diferentes
épocas de la historia. Mateo narra cómo los habitantes de Jerusalén habían sido partidarios
de la ejecución de Jesús («Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos»). Lucas
contiene también un elemento antijudío y su Jesús, a diferencia del de Marcos, se enfrenta
a la muerte con la confianza plena de quien sabe que en breve estará junto a Dios. En esta
misma década se escribe el libro Hechos de los Apóstoles, donde se narra la actividad
apostólica posterior a la muerte de Jesús, en especial las actividades de Simón Pedro y
Pablo de Tarso, aunque su fiabilidad como relato histórico es tan dudosa como la de los
evangelios, o acaso más dudosa, pese a estar escrito más cerca de los supuestos hechos
verídicos que cuenta.

Años 90-100: Se escribe el Evangelio de Juan, donde el personaje de Jesús es muy distinto
al de los tres evangelios sinópticos (que ya hacen retratos diferentes entre sí), como también
es diferente el tono del libro, mucho más teológico y metafísico. Jesús ya no es un Mesías
humano, ni siquiera un humano con toques divinos nacido de manera milagrosa de una
madre virgen, sino la encarnación del propio Dios. Así, el Jesús de Marcos es humano; el
de Lucas y Mateo es humano pero tiene una parte divina, aunque solo empieza a existir
cuando María, su madre, da a luz. En cambio, el Jesús de Juan ha existido desde el principio
de los tiempos y se presenta con una forma verbal que en la Biblia hebrea se usa para Yahvé
(«Antes de que hubiera un Abraham, yo soy»). Su nacimiento en forma humana, pues, ya
no es un comenzar a existir, sino un simple rito de paso, porque ya existía desde siempre.
Dicho de otro modo, Jesús es Dios.

Año 93: Aparece por primera vez el nombre de Jesús en un texto no cristiano, Las
antigüedades judíasdel historiador fariseo Flavio Josefo. El texto menciona a Jesús
solamente dos veces. Aunque los historiadores modernos discuten si esas menciones (en
especial la conocida como Testimonium Flavianum) pudieron ser retocadas en tiempos
posteriores por los cristianos, hay consenso en que Josefo sí habló de Jesús, aunque fuese
de manera anecdótica. Lo cual no es extraño, pues por entonces ya había comunidades
cristianas, si bien minoritarias, en unas cuantas ciudades del Imperio.

De toda esta cronología, en cuyos fundamentos ya nos extenderemos más, se extraen dos
conclusiones: el culto a Jesús trasciende el ámbito de Palestina para extenderse por otras
zonas del imperio de manera muy, muy temprana. La transmisión oral de su vida y mensaje
pasa con mucha rapidez de un idioma local (el arameo) al idioma «internacional» (el griego).
Entre los años 36 y 70, más o menos, los detalles de la vida de Jesús van de boca en boca
sin que haya plasmación escrita de la que haya quedado constancia, pero conservando
algunos elementos biográficos intactos (nombre, procedencia, profesión, muerte en la cruz,
y el núcleo de su mensaje). La segunda conclusión es que, de manera paralela, el
cristianismo pasó de ser una creencia judía a otra que se alejaba progresivamente del
judaísmo, manteniendo los textos y terminología judíos, pero renunciando a casi todas sus
normas y costumbres. Dicho de otro modo, el cristianismo empezó siendo una variante de
la religión que había practicado el propio Jesús, pero terminaría siendo una religión distinta
a la suya, aunque, cosa paradójica, lo tenía a él como elemento central.

El efecto de todo esto fue una atomización del cristianismo. Las primeras disensiones entre
cristianos que conocemos —los debates entre la Iglesia de Jerusalén y Pablo de Tarso—
datan, como mucho, de unos veinte años después de la muerte de Jesús. En apenas unas
décadas, incluso antes de la escritura de los evangelios, ya habían surgido corrientes de
todo tipo: judías, projudías, antijudías y otras ambivalentes. Los creyentes romanos se
preocupaban de eximir al imperio de la responsabilidad de la crucifixión, como ejemplifica la
muy improbable escena de Pilatos lavándose las manos, pese a que la crucifixión era un
castigo imperial. Además, algunos pensaban que Jesús había sido humano, otros que había
tenido carácter divino pero no comparable al de Dios padre, y otros que era la encarnación
del propio Dios padre. Había, quizá, decenas de cristianismos diferentes y las pugnas
ideológicas entre unos y otros se prolongarían durante siglos.

El cristianismo nunca fue uniforme, salvo quizá en su primera década de existencia, cuando
todavía era un judaísmo típicamente palestino. Así pues se explica que los cuatro evangelios
canónicos, considerados en su conjunto e incluso con independencia de las distorsiones en
los manuscritos que citábamos antes, pincelen retratos de Jesús que no son compatibles
entre sí. En una próxima entrega intentaremos explicar por qué la incompatibilidad de estos
retratos casi nunca pareció incomodar a los cristianos, que se limitaron a fundir esos cuatro
retratos en uno, conformando así el Jesús tradicional, y por qué los estudiosos actuales
coinciden en que, pese a todo este galimatías, es posible extraer algo de verdad histórica
sobre su figura de aquellos textos. También veremos algunos mitos generalizados pero
erróneos sobre su personaje y sobre la propia evolución temprana del cristianismo, o sobre
la relación entre el judaísmo y el mundo romano, sin la que el Jesús hubiese caído en el
olvido.
Jesús de Nazaret (II): La profecía de los
mil años
Publicado por E. J. Rodríguez

La
pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.

¡Cuán solitaria yace Jerusalén, antaño tan repleta de gente! Ella, que fue grande entre las
naciones, es ahora como una viuda. (…) Recuerda, ¡Oh, Señor!, lo que nos ha sucedido.
¡Míranos y contempla nuestra desgracia! Nuestras herencias han sido entregadas a
extraños, nuestras casas a los extranjeros. (…) Debemos comprar el agua que bebemos;
hasta la madera tiene un precio. (…) Nos marchamos a Egipto y Asiria para tener algo que
comer. (…) Tú, ¡Oh, Señor!, que reinas por siempre, ¿por qué nos has olvidado? ¿Por qué
nos has abandonado durante tanto tiempo? Vuelve a nosotros, ¡Oh, Señor! Para que
podamos retornar a casa. Devuélvenos a los buenos tiempos. Salvo que tu rechazo sea
definitivo y que permanezcas enojado con nosotros más allá de toda medida. (Libro de las
Lamentaciones, Antiguo Testamento)

Y en mis visiones nocturnas vi a uno como el Hijo del Hombre, que vino de entre las nubes
del cielo. Se acercó al venerable anciano y fue llevado ante él. Y se le dio autoridad, gloria
y un reino. Todas las gentes de todas las naciones y todas las lenguas deberán servirle: su
autoridad es eterna, porque no tendrá fin, y su reino nunca será destruido. (Libro de Daniel,
Antiguo Testamento)

Jesús decía ser el Mesías. En el cristianismo actual se traduce esta afirmación según lo que
dictan casi dos mil años de tradición y elaboraciones teológicas. El Mesías cristiano es un
intermediario que se entregó al martirio para que el género humano pueda acceder a la
salvación espiritual después de la muerte: «Mi reino no es de este mundo».

En términos de fe, esto puede tener sentido para un creyente actual. En términos históricos,
sin embargo, el concepto de Mesías que se manejaba en tiempo de Jesús era muy distinto.
No existía tal cosa como una tradición cristiana, sino unos mil quinientos años de tradición
israelita-judía. Jesús era un devoto judío y lo que pretendía decir cuando se presentaba
como el Mesías era lo mismo que interpretaban sus contemporáneos: un rey cuyo reino sí
iba a estar en este mundo. El hombre destinado a vencer a los enemigos de Israel para
ocupar el trono donde se habían sentado Saúl, Davidy Salomón.

Para entender quién era ese «Rey Mesías» y de dónde había emergido su figura tenemos
que narrar esa tradición judía anterior a Jesús. Cuando Jesús nació, el Israel unido, fuerte e
independiente del que se hablaba en la Biblia era poco más que el recuerdo de un remoto
pasado. Habían transcurrido novecientos años desde su caída. Los libros de la Biblia hebrea
habían sido escritos y recopilados en épocas y circunstancias muy diversas (entre los siglos
X y II a.C.); su mera lectura demuestra que el judaísmo no fue uniforme a lo largo del tiempo.
No contienen una definición única de «Mesías», ni mucho menos una definición concreta
que encaje con la mentalidad judía del siglo de Jesús. Pensemos que transcurrieron
doscientos años entre la redacción del último texto del Antiguo Testamento (~160 a.C.) y el
ministerio público de Jesús (~30 d.C.). En esos dos siglos habían seguido produciéndose
cambios políticos y sociales. Y, por lo tanto, también cambios religiosos.

Pero el Mesías del que hablaba Jesús no hubiese existido sin aquellos mil años de nostalgia.

La milenaria religión de los israelitas

En las postrimerías de la Edad de Bronce la tierra de Canaán era el patio trasero de dos
imperios, que dominaban sus dos mitades. Los hititas habían subyugado el norte de Canaán;
los egipcios, el sur. La región había caído en decadencia. Permanecían muy activas las
ciudades-Estado cercanas a la costa que vivían del comercio, pero el interior había sufrido
un desplome demográfico. Los cananeos habían perdido parte de su identidad, absorbiendo
la enorme influencia cultural y económica de los egipcios.

Otros grupos étnicos subsistían en la región, como los filisteos y los israelitas, que usaban
el término «Israel» para referirse a su propio pueblo, pero que carecían de un territorio
propio. Los israelitas habían sido esclavos de los egipcios hasta no mucho tiempo atrás.
Según la tradición, Moisés los había liberado y conducido hacia la «tierra prometida»,
Canaán. Allí ya no eran esclavos, pero tampoco disponían de un Estado propio. Se
preocupaban mucho, eso sí, por mantener su propia identidad. Cuidaban la genealogía,
evitaban el mestizaje en lo posible, y hacían de sus mecanismos de transmisión cultural un
elemento central de la vida cotidiana.

El statu quo de todo el Mediterráneo cambió de golpe en torno al año 1200 a.C. Fue un
repentino caos conocido como «Colapso de la Edad del Bronce Final», provocado por
sequías, epidemias y las invasiones de los hoy ignotos «Pueblos del Mar» que arrasaron las
ciudades litorales en el Mediterráneo oriental. Es muy posible que el colapso fuese
provocado por un cambio climático que, después de arruinar varias cosechas seguidas,
provocase el desplazamiento violento de poblaciones enteras y agitase a los pueblos
navegantes del avispero mediterráneo, empujándolos a la invasión y el saqueo. Las
consecuencias del colapso fueron dramáticas para casi todas las grandes potencias.
Babilonia y Micenas quedaron sumidas en un periodo de retroceso económico, social y
cultural. Lo mismo les sucedió a egipcios e hititas, que perdieron la capacidad de seguir
controlando Canaán. Las ciudades-Estado cananeas sucumbieron a la crisis generalizada,
mientras filisteos e israelitas tomaban el relevo por separado. Hacia mediados del siglo XI
a.C., los israelitas tuvieron por fin vía libre para crear su propio Estado en Canaán, el Reino
de Israel. Por situarnos, por entonces apenas había en las colinas de la futura ciudad de
Roma un puñado de villorrios sin nombre habitados por pastores.

El rey Saúl fue el fundador del reino. Le siguió David, el más grande los monarcas israelitas.
Después reinó Salomón, el constructor del primer Templo de Jerusalén, donde la casta
sacerdotal custodiaba objetos de gran importancia religiosa como el Arca de la Alianza y la
antigua Menorá, un candelabro de siete brazos (el candelabro de la Janucá, creado siglos
más tarde, tendría nueve brazos). El Arca simbolizaba el pacto entre el pueblo de Israel y
su dios. Contenía las tablas de la ley que, según la tradición, el propio Dios había entregado
a Moisés. El pueblo israelita debía cumplir esas leyes a cambio de gozar de los bienes de
su «tierra prometida», ya convertida en su propio reino, y la protección divina frente a los
enemigos exteriores.

Es posible que posteriores generaciones de israelitas exagerasen en el recuerdo el


esplendor de aquel reino, pero debió de alcanzar ciertas cotas, a juzgar por el efecto que
tuvo en el desarrollo de su religión. La tradición recordaría este reino como una estructura
política y religiosa monolítica, algo así como un único reino para un único pueblo bajo la
tutela de un único dios al que se adoraba en un único templo. La realidad era distinta. En
aquel reino, ni la religión israelita era un monoteísmo ni se adoraba a Dios en un único
santuario. La cohesión política y social entre el norte y el sur era frágil. Pero algo hizo que
los israelitas adoptaran una nueva cosmovisión, hasta entonces inédita, que daría forma a
un milenio de evolución en su religión y mentalidad.

La Alianza, cuyas promesas habían sido todas satisfechas, formaba parte de un nuevo
modelo de religión que iba a probarse revolucionario. En principio, la religión de los israelitas
había sido muy parecida a las de pueblos vecinos, como demuestra el hecho de que incluso
en el Antiguo Testamento, redactado más adelante, encontramos relatos que están
inspirados por mitos foráneos. ¿Cuándo dejó de ser la religión israelita igual a las de su
entorno? Se suele decir que el punto de corte fue la adopción del modelo monoteísta.
Existen, sin embargo, muchos indicios de que la religión israelita mantuvo durante mucho
tiempo un modelo de henoteísmo o monolatría, en el que, sí, había un dios supremo, pero
se reconocía la existencia de muchas divinidades inferiores.

El verdadero cambio revolucionario llegó con una nueva concepción del universo.

Los diez mandamientos (1956). Imagen: Paramount Pictures.

El bien y el mal

El celo que los israelitas habían demostrado a la hora de conservar su identidad en mitad
de periodos de esclavitud, servidumbre o desarraigo, así como el empeño en la
conservación de sus valores, habían sido premiados con la ansiada consecución de un reino
propio.

Aquello demostraba que al dios supremo le agradaba la fidelidad y el cumplimiento de unas


normas morales. En la Antigüedad se juzgaba a los dioses por lo que hacían. El dios de los
israelitas, que aún no era único pero sí superior, había demostrado ser muy poderoso. Había
cuidado de sus fieles. Los había liberado de la esclavitud. Les había dado una patria. Era un
dios bueno. Era un dios omnipotente. Y era un dios fiable, cosa extraña en los vodevilescos
sistemas politeístas.

Autores como el estudioso israelí Yehezkel Kaufmann han desarrollado una explicación
profunda acerca de dónde radicó la diferencia entre el monoteísmo/henoteísmo israelita y el
politeísmo de los demás pueblos de la época. Una diferencia que no estribó en el número
de dioses, sino en la naturaleza de los mismos.

En las antiguas religiones politeístas los dioses no eran la esencia primordial del universo.
La verdadera esencia primordial del universo era el ámbito de lo metadivino, algo, una
sustancia o concepto, que estaba más allá de los propios dioses. La esencia primordial podía
cambiar su presentación de una cultura a otra: podía estar hecha de agua, luz, oscuridad,
éter, o de conceptos más abstractos como destino y tiempo. Pero, en todas ellas, era la
materia prima de la existencia. Lo metadivino era el bosón de Higgs del politeísmo, la
partícula elemental: todo lo que existe ha nacido de la esencia primordial metadivina.

Esa esencia no es buena ni mala, es moralmente neutra. Por ello, las religiones politeístas
describen un universo amoral donde el bien y el mal combaten desde el principio de los
tiempos, ya que la esencia primordial no se encarga de propiciar un equilibrio. Así, en el
politeísmo, el ser humano es el testigo indefenso y la víctima sufridora de la eterna lucha
que protagonizan dioses, demonios y otras criaturas que viven en esferas superiores, pero
cuyas acciones tienen demoledores efectos sobre el ámbito terrenal habitado por los
humanos. ¿Cómo puede el hombre protegerse de estas guerras que están más allá de su
alcance? Por un lado, puede intentar deducir qué dioses (o demonios) están en auge,
quiénes están «ganando la guerra» en cada momento, para ofrecerles un sacrificio y rogar
por su favor. La otra alternativa es intentar acceder a la esencia primordial mediante
procedimientos rituales, por lo general envueltos en el secretismo; cuando un ser humano
ha accedido a la esencia primordial y ha obtenido algún tipo de poder de ella, puede imponer
su voluntad sobre la naturaleza sorteando la necesidad de hacer la pelota a los dioses para
que sean ellos quienes actúen en su favor. En tal caso, el ser humano está usando la magia.
La magia es el mecanismo que permite, aunque sea de manera limitada y momentánea, que
un humano tenga poderes propios de un dios, recurriendo a la única sustancia superior a
los propios dioses, la esencia primordial del ámbito metadivino.

Si la esencia primordial no parece tener voluntad propia ni preferir el mal o el bien, ¿por qué
crea, por qué de ella surgen cosas? La respuesta politeísta es que toda creación es un acto
de reproducción sexual. La única manera conocida de crear vida es la unión de elementos
masculinos y femeninos: hombre y mujer, agua y tierra, etc. En la esencia primordial, de
alguna manera, siempre están presentes ambos elementos, que pueden llegar a
interaccionar de manera automática como en la reacción de dos elementos químicos. De la
unión espontánea (o, más adelante, dirigida) entre ambos principios, masculino y femenino,
emergía el universo y todo lo contenido en él. Los dioses, nacidos de la esencia primordial,
habían obtenido sus poderes de ella. Los humanos, creados por los dioses, tendrían solo
aquellas capacidades que los dioses hubieran querido darles, salvo que consiguieran
recurrir a la magia.

La revolución de la religión de los antiguos israelitas consistió en sustituir esa esencia


primordial neutra por una nueva esencia primordial que ya no era neutra, sino consciente,
dotada de voluntad propia. Tampoco era moralmente neutra, sino equivalente al bien
absoluto. Esta nueva esencia primordial era el dios ‫יהוה‬, «YHWH». Un nombre, el
tetagrámaton, compuesto de cuatro consonantes; como el hebreo arcaico se escribía sin
vocales, nadie sabe con exactitud cómo debe pronunciarse (por eso lo decimos de varias
maneras: Yahvé, Jehová, Yah). El dios de los israelitas no había sido creado, puesto que no
había un ámbito metadivino superior a Yahvé y del que Yahvé pudiese haber surgido. La
religión israelita carecía por tanto de teogonía, de un relato biográfico de su dios.
Si Dios representa el bien absoluto y él es el origen de todo, existe una moral absoluta. La
moral ya no es el producto de una guerra caprichosa entre fuerzas del bien y del mal.
Contradecir o sortear la voluntad de la divinidad deja de ser un mecanismo de defensa
legítimo y se convierte en un acto perverso, una desobediencia hacia el bien absoluto. El
ser humano ya no puede, ni debe, recurrir a la magia. No hay forma de obtener poder
legítimo que no provenga de Dios. Tampoco se debe rendir culto a deidades inferiores, las
cuales también deberían evitar contradecir a Dios. Lo que el ser humano debe hacer es
respetar la naturaleza moral del universo cumpliendo las leyes que su creador ha dictado.

Una idea derivada de este nuevo modelo de esencia primordial divina era que la creación
del universo había sido un acto puro de la voluntad de Dios sin la necesidad de unir principios
contrapuestos. En otras palabras: un verbo. Dios actúa mediante el verbo decir: «Y dijo Dios,
hágase la luz, y la luz se hizo». Cuando Dios dice algo, esto se hace realidad, no necesita
más. Como Dios carece de género y no hay en él componentes masculinos ni femeninos, la
contraposición de principios es innecesaria. En religiones anteriores, como la egipcia,
existían antecedentes del verbo como acto creador, pero siempre estaban complementados
por la sexualidad. La cosmogonía israelita eliminó casi por completo la conjunción de lo
masculino y lo femenino como complemento al verbo (no del todo, pues quedaron rastros
mitológicos de la creación sexual en la mitología). Tomemos por ejemplo el caso de Adán y
Eva: cuando el Dios de la Biblia crea a la primera mujer, lo hace extrayendo una costilla del
primer hombre. En ese acto no hay oposición entre lo masculino y lo femenino; tampoco
subordinación, como indica el que Dios tome una muestra del costado del cuerpo del hombre
y no de la parte inferior. Adán y Eva han sido creados horizontalmente porque lo masculino
y lo femenino son, en el universo ideal de la cosmogonía israelita, dos muestras de la misma
sustancia, no dos sustancias complementarias. Esto refuerza la idea de unión, de unidad y
de mismidad a la que, al menos sobre el papel, aspiraba aquella religión.

Como sucede en todas las religiones cuyo esqueleto mitológico contiene gran elaboración
intelectual o complejidad esquemática, estos principios cosmogónicos eran distorsionados
en las creencias populares cotidianas. Yahvé no tenía rostro ni género, pues no era humano.
En la tradición, sin embargo, podía aparecer con forma humana. Podía crear solo con el
verbo, pero a veces lo hacía uniendo principios masculino y femenino (como en el acto de
crear mediante el modelado del barro). Y aunque no debía haber otras deidades dignas de
adoración, la religión israelita aún tardaría en ser monoteísta. La Biblia hebrea también
carecía de opuestos significativos a Dios y la figura de Satán, tan importante en el
cristianismo, no cumple el mismo papel en el Antiguo Testamento (la serpiente del Edén
descrito en el Libro del Génesis no es una representación satánica, por ejemplo). Aun así,
en los textos aparecen demonios y los israelitas podían seguir creyendo en viejas ideas
como las posesiones diabólicas y las luchas eternas entre el bien y el mal.

Los israelitas, pues, tardaron en adoptar de lleno todas las novedades revolucionarias de su
nueva cosmogonía. ¿Qué sentido tenía a la aparición de este nuevo concepto de un Dios
omnipotente y bondadoso, cuando los caóticos sistemas bélicos de los revoltosos dioses de
los politeísmos parecen encajar mejor con las turbulencias del mundo antiguo y las
inseguridades de sus habitantes? Parece que los israelitas se sentían recompensados, que
el Reino Unido de Israel debió de ser un periodo de gran bonanza, al menos en comparación
con el resto de un mundo mediterráneo que trataba de reponerse del caos reciente. Los
israelitas, que habían vagado sin tierra durante siglos, se sintieron lo bastante privilegiados
como para imaginar que habían sido elegidos por un dios más poderoso que los dioses de
sus esclavizadores. Un dios que había decidido que los israelitas tuviesen su propio reino y
que ese reino perdurase en el tiempo como demostración empírica de su propio poder
superior. Siempre, claro, que sus creyentes se hiciesen merecedores de su protección.
Caída y helenización del reino de Israel (siglos X-IV a.C.)

Mapa mostrando los reinos de Israel (azul) y de Judá (naranja), antiguas fronteras
levantinas y ciudades como Damasco y Gerasa en torno al siglo IX a. C. Imagen:
Richardprins / Kordas (CC).

El Reino Unido duró apenas ciento veinte años. Como decía más arriba, su cohesión era
frágil. En el año 931 a.C. murió Salomón y las tribus del norte del país se negaron a aceptar
a su hijo Roboam como nuevo monarca. Israel quedó dividido en dos nuevos reinos:
Samaria en el norte y Judá en el sur.

Samaria fue independiente durante otros doscientos años, hasta que fue anexionada por el
imperio asirio en el 720 a.C. Muchos de sus habitantes fueron deportados y esclavizados
mientras llegaban colonos asirios ansiosos por establecerse. Los samaritanos originales
quedaron diluidos en una mezcla étnica y cultural entre israelitas y asirios. No queda mucho
rastro de lo que había sido Samaria antes de aquellas invasiones y repoblaciones, aunque
se cree que algunos de sus textos sagrados llegaron a Judá junto con los refugiados que
huían de las invasiones; algunos de aquellos textos de Samaria pudieron entrar, aunque de
manera indirecta, en la Biblia hebrea.

En cuanto al reino de Judá, fue más longevo y duró cuatrocientos años. En él empezó a
tomar forma el judaísmo de los siguientes siglos cuando, en el año 622 a.C., el
rey Josías decidió centralizar la religión israelita, prohibiendo realizar sacrificios a Dios en
santuarios locales o itinerantes, así como la exposición de ídolos (cualquier deidad
extranjera) en el Templo de Salomón. Bajo Josías, Israel empezaba por fin a parecerse al
reino de una sola fe, un solo dios y un solo templo que generaciones posteriores
confundirían, erróneamente, con el Reino Unido de David y Salomón.

El sueño del Judá unificado de Josías también fue breve. Terminó un siglo después de sus
reformas, por causa de otra invasión extranjera. El rey babilonio Nabucodonosor
II conquistó Judá, asaltó Jerusalén y destruyó el Templo de Salomón en el año 589. Como
había ocurrido en Samaria dos siglos antes, muchos israelitas fueron objeto de cautiverio,
forzados a abandonar su tierra como exiliados o esclavos. Todas estas deportaciones fueron
el inicio de la «diáspora», la diseminación de israelitas hacia otros territorios del
Mediterráneo. Todo resto político del antiguo reino de Israel había desaparecido. Por
entonces se empezó a conocer a los nativos del extinto Judá como Yehudim, «judíos». La
brutal llegada de Nabucodonosor fue incluso peor para los filisteos, que habían mantenido
su propia federación independiente con éxito, pero que ya no sobrevivieron al asalto
babilonio. Los filisteos vieron su identidad diluida entre los invasores, como les había
sucedido a cananeos y samaritanos antes que ellos. Su más visible legado sería darle a la
antigua región de Canaán un nuevo nombre: Palestina, la «tierra de los filisteos».

La destrucción del Templo constituyó un cataclismo para la religión de los antiguos israelitas,
quienes sintieron que su Alianza con Dios se había roto. Puesto que Dios no podía incumplir
su palabra de manera caprichosa, dedujeron que la ruptura era un castigo provocado por
sus propias transgresiones de la ley mosaica. En concreto, los israelitas se acusaron de
haber cometido tres pecados capitales: adulterio, paganismo y asesinato. El adulterio se
refería al relajamiento de la moral sexual, aunque era el menos grave de los tres y no
justificaba tan grande castigo por sí solo. El pecado de paganismo era peor, pues implicaba
la falta de sometimiento a la autoridad del único Dios, siendo uno de sus síntomas
la idolatría, el culto a otras deidades (por extensión, se terminaría llamando «pagano» a todo
aquel que no profesara la religión monoteísta judeocristiana). El pecado de asesinato era el
más imperdonable. Se refería a los actos de violencia y demostraba la falta de aprecio por
la vida humana. Según la tradición religiosa israelita, la vida humana era sagrada porque
era la creación cumbre de Dios. La historia bíblica de Caín y Abel contenía la enseñanza de
que, en la práctica, todo asesinato era un fratricidio. Incluso el que se producía entre
extraños.

El castigo divino en forma de invasiones y esclavitud reforzó entre los judíos la idea de que
necesitaban cumplir con mayor celo la ley de Moisés. Podían y debían mejorarse a sí
mismos para volver a ser dignos de la confianza de Dios. El Templo, que ya no existía como
edificio, adquirió un carácter espiritual: los santuarios locales no reaparecieron, pero no era
necesario. Cada individuo o cada comunidad podía convertirse en un templo metafórico en
el que demostrar fidelidad a Dios. Esto impulsó la aparición de congregaciones en las que
se estudiaba y se discutía la ley para ayudar a que los creyentes se convirtiesen en mejores
personas. Estas congregaciones terminarían siendo conocidas como «sinagogas», del
griego συναγωγή, «asambleas» o «lugares de reunión». Serían la base del judaísmo
rabínico en el que se formó Jesús medio milenio más tarde.

En el siglo IV, Alejando Magno conquistó la cuenca oriental del Mediterráneo,


emprendiendo un proceso de helenización que convertiría el griego en la lengua franca de
las ciudades conquistadas. En Palestina, como en muchas otras partes, el griego se convirtió
en la lengua en que estudiaban los ricos. Incluso en Jerusalén apareció un establecimiento
formativo típico de la cultura griega, el γυμνάσιον, «gimnasio». La helenización de las clases
altas continuaría hasta la época del Imperio romano, aunque la mayor parte de los judíos de
a pie seguirían sin hablar griego porque siendo pobres no tenían acceso a una educación
formal. Aun así, esa helenización fue un factor importante en el desarrollo de la religión judía
debido a la infiltración de nuevos elementos paganos, como la influencia de los filósofos
griegos. Esto era motivo de debates entre los judíos conservadores, opuestos a la
helenización, y los reformistas partidarios de modernizar Palestina, que eran progriegos. Los
reformistas, por lo general, se salieron con la suya. Baste decir que en el siglo II a.C. llegaría
a haber sumos sacerdotes de nombre griego, como Jasón o Menelao. Pero esa misma
influencia griega estaba a destinada a producir los primeros conatos de cisma en la religión
judía y una profunda línea divisoria entre el judaísmo de las clases altas urbanas y el de las
clases bajas rurales.

El judaísmo del Segundo Templo (siglos IV a.C.-I d.C.)

El empeño de Alejandro por conquistar el mundo quedó truncado por su temprana muerte a
los treinta y dos años, pero los efectos de sus conquistas serían ya imperecederos.
Su imperio fue dividido en cuatro partes. Palestina quedó en la línea divisoria entre dos de
aquellas nuevas potencias helenizadas, por lo que quedó transformada en escenario de
disputas y dominios extranjeros. Entre los siglos VI y IV Judá se convirtió en Yehud, reino
satélite del imperio persa aqueménida fundado por Ciro el Grande. Esto, se convirtió una
bendición. A diferencia del brutal Nabucodonosor, Ciro era muy tolerante en lo religioso y
gracias a él se impulsó la construcción del Segundo Templo de Jerusalén, lo devolvió a los
judíos su lugar sagrado y permitió a los sacerdotes recobrar su antigua importancia. Por todo
esto, Ciro se convirtió en un caso excepcional de extranjero a quien el Antiguo Testamento
reconoce como «Mesías». El título, como veremos, no tenía las connotaciones proféticas
que siglos después se atribuirían a Jesús, sino que era más bien una forma de
reconocimiento regio para personajes dignos de particular reverencia.

La helenización de las clases altas, entre las que se incluían los saduceos que conformaban
la cúpula sacerdotal de Jerusalén, generaba crecientes roces con los conservadores
rabínicos de las regiones rurales. Apareció una facción religiosa disidente cuyos miembros
eran conocidos como fariseos, «los que se han separado». Se oponían con fiereza a la
helenización del judaísmo. Las tensiones religiosas se unieron a las tensiones políticas y
nacionalistas, hasta que en el siglo II a.C. se produjo una revuelta contra la dominación
helenística. La revuelta, liderada por Judas Macabeo y hoy recordada en la celebración de
la Janucá, triunfó, consiguiendo el autogobierno de Judea frente a los griegos seléucidas
que habían estado dominando el país. La nueva monarquía de los Macabeos, conocida
como dinastía asmonea, impuso una visión del judaísmo oficial que encajaba mejor con las
ideas de los fariseos.

Roma estaba llamando ya a las puertas de Palestina. En el año 63 a.C., el


general Pompeyo conquistó Jerusalén, aunque permitió que la dinastía asmonea
continuara gobernando con distintos títulos administrativos y bajo la estrecha supervisión de
Roma. Julio César y Marco Antonio miraban de reojo a las cenizas de la rebelión
macabea, pero a los romanos les inquietaba poco el problema religioso de aquel territorio;
querían orden y, mientras lo obtuvieran, su pragmatismo los guiaba también a la tolerancia.
El respeto legal por el judaísmo, recordemos, era una política oficial de Roma desde finales
de la República.

En el año 37 a.C., toda Palestina entró de facto a formar parte del imperio. El senado romano
sancionó el nombramiento de Herodes el Grande como rey vasallo de Palestina. Herodes
murió en el año 4 d.C. (hacia la época en que nació Jesús) y Palestina quedó dividida de
nuevo. Su hijo Herodes Antipas se convirtió en rey de Galilea todavía como vasallo de
Roma, mientras que Judea fue convertida en una provincia imperial bajo el gobierno directo
de un prefecto romano (como sabemos, Poncio Pilatoocupó ese cargo entre los años 26 y
36 d.C.). Todo esto permitió que las élites locales helenizadas recobraran el poder
institucional religioso, dada su afinidad cultural con los romanos, cuyas élites también se
educaban en griego y con temarios muy parecidos a los que estudiaban los hijos de los
palestinos ricos.

Nueve siglos de ocupaciones extranjeras, incluidos periodos de esclavitud y exilio,


provocaron en los judíos palestinos una profunda añoranza de los tiempos dorados del
Reino Unido de Israel. Ese sentimiento, unido al relativo éxito de la revuelta macabea, tuvo
una enorme influencia en el desarrollo de su mitología religiosa. El Mesías, que en la Biblia
hebrea era un título honorífico de uso variable, fue tomando forma como un nuevo personaje
que respondía a aquellos anhelos nostálgicos. El enviado de Dios que llegaría en un futuro
indeterminado para restaurar el trono dinástico de David y devolver a Israel, después de casi
mil años, su antiguo esplendor perdido.
Jesús de Nazaret (III): El Mesías
Publicado por E. J. Rodríguez

La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.

Un asunto de considerable importancia práctica en la actualidad es que Jesús repudia


expresamente la idea de que las formas de religión, una vez arraigadas, puedan ser
arrancadas y replantadas con las semillas de una flor extranjera: «Si intentáis levantar las
cizañas, arrancaréis el trigo con ellas». Nuestras empresas de proselitismo misionario son,
por tanto, completamente contrarias al consejo de Jesús. (…) Un cristiano sería, en su
religión, un judío iniciado por el bautismo en vez de por la circuncisión, que aceptaría a Jesús
como el Mesías y las enseñanzas de Jesús como de mayor autoridad que las de Moisés.
(…) El que fue judío como Jesús y lo conoció, pudo seguirlo sin dejar de ser judío. (George
Bernard Shaw, prefacio de «Androcles y el león», 1912)

So, if you are the Christ, the great Jesus Christ, prove to me that you’re not fool… walk across
my swimming pool. If you do that for me, then I’ll let you go free. C`mon, King of the Jews!
(«Canción de Herodes», Jesucristo Superstar)

En tiempo de Jesús existían diversas formas de interpretar los conceptos de la religión judía
y el cumplimiento de la Torá, palabra de uso variable que solía referirse a la ley mosaica
escrita en la Biblia y también, para muchos, la trasmitida de manera oral.

La mayoría de los judíos de a pie, como ocurre en cualquier sociedad, mantenía un sencillo
respeto a las normas básicas de su religión, pero sin grandes elaboraciones ni compromisos
exagerados. Obviaban algunas de las normas más incómodas de la Torá o buscaban
maneras ingeniosas de sortearlas. Por ejemplo, la prohibición de abandonar el hogar en
sábado podía resultar muy inconveniente para la vida cotidiana, así que muchos
interpretaban que el «hogar» era el perímetro de su población.

Casi cualquier precepto, concepto o dogma podía variar de significado dependiendo de


quien lo definiera. La palabra «mesías» es el mejor ejemplo. Procedía del verbo mashah,
que significa «aplicar aceite»; mesías significa, por tanto, «el ungido». En la Biblia hebrea el
verbo mashah aparece en diversos contextos —por ejemplo, para designar el acto de
barnizar un escudo—, pero tiene verdadera significación religiosa o política cuando se refiere
a una persona a quien se ha aplicado un aceite aromático o consagrado durante algún tipo
de ceremonia. En el mundo antiguo, la unción era parte habitual de las coronaciones y los
nombramientos de sacerdotes; por extensión, referirse a alguien como «el ungido»
constituía una muestra de reconocimiento de su importancia incluso aunque no tuviese un
título o cargo oficial. Así, «Mesías» podía ser sinónimo de rey y sumo sacerdote, pero
también de gran profeta, o podía ser una manera simple de dignificar a un individuo de entre
los demás.

No había en la Biblia hebrea una definición concreta y unitaria de lo que es un Mesías, así
que el uso que la gente hacía de la expresión «el ungido» iba variando según los cambios
culturales y religiosos. Cuando Jesús afirmaba ser el Mesías, hablaba del concepto con el
que los judíos de su época asociaban ese término y, aunque no todos imaginaban al Mesías
con los mismos rasgos, sí estaban de acuerdo en una cosa: cuando el Mesías llegase, lo
haría para sentarse en el trono de Israel.

El judaísmo en la Palestina en que vivió Jesús: Saduceos, fariseos, esenios y zelotes

La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.

Ya vimos cómo la helenización de Palestina provocó un agrio enfrentamiento entre el


judaísmo sacerdotal de los saduceos progriegos y el judaísmo rabínico de los fariseos
antigriegos. El enfrentamiento había tomado dimensiones bélicas con la revuelta de los
macabeos, pero durante la dominación romana los judíos ya no chocaban las espadas entre
sí por estas cuestiones. Los romanos practicaban un estricto laissez faire en lo tocante al
judaísmo de la Palestina ocupada y se abstenían de inmiscuirse en los asuntos religiosos
locales, asuntos que no les importaban o ante los que sentían, incluso, cierto respeto.

Los judíos palestinos, con todo, entendían muy bien que los ocupantes romanos podían ser
muy tolerantes cuando todo estaba tranquilo, pero también que eran ocupantes
obsesionados con el orden público y que podían responder con una brutalidad extrema ante
cualquier conato de disturbio religioso. Todo el Mediterráneo podía contar historias sobre
cómo los romanos, llegado el caso, podían en plantar decenas o centenares de cruces a las
puertas de una ciudad o a las veras de los caminos, dejando que los cadáveres de los
crucificados fuesen devorados por aves rapaces y se pudriesen al sol como tétrica
demostración de su intransigencia ante las revueltas.

En el primer tercio del siglo I d.C., pues, las disputas religiosas se mantenían en el terreno
de lo doctrinal. Por descontado, seguían existiendo varias facciones convencidas de que su
visión religiosa era la única correcta. Los saduceos y los fariseos, en particular, seguían
personificando la división entre el judaísmo helenizado, que bajo gobierno romano había
recuperado su poder institucional, y el judaísmo conservador de las clases populares. Había
otros grupos minoritarios, como los esenios y los zelotes, quienes también se caracterizaban
por interpretaciones casi opuestas de lo que suponía ser un buen judío.
Los saduceos, aristócratas helenizados que componían la clase sacerdotal de Jerusalén,
eran un equivalente aproximado de la actual cúpula de la Iglesia católica, con la diferencia
de que los saduceos sí podían casarse y tener hijos. De hecho existían enteras líneas
familiares de sacerdotes: los kohanim, término del que procede el actual apellido «Cohen».
Además, la palabra «saduceo» daba a entender el carácter genealógico del sacerdocio,
puesto que indicaba que descendían del sumo sacerdote Sadoc, personaje del antiguo
Israel bíblico y asistente de los reyes David y Salomón. Se ocupaban de los asuntos
administrativos del Templo como ejecutores de la ley mosaica y recaudadores del impuesto
religioso. En el Templo, además, se realizaba el acto piadoso más relevante del judaísmo:
el sacrificio pascual. Cada fiesta de la Pascua los creyentes acudían al Templo, el único
lugar donde estaba permitido matar un cordero como ofrenda a Dios. Después, cada
creyente se llevaba su cordero a casa (o a su campamento, en caso de haber venido de otro
lugar) y lo cocinaba para celebrar una cena ritual junto a sus allegados. Por este motivo,
cada Pascua se producía una gran afluencia de gente hacia Jerusalén y los Evangelios
cuentan que Jesús murió en Jerusalén porque había acudido allí para celebrar la Pascua.

Los romanos no deseaban interferir en estas festividades y solo querían prevenir


desórdenes, por lo que trataban de llevarse bien con la casta sacerdotal, que era la
encargada de organizar el evento. Los saduceos, a su vez, también intentaban llevarse lo
mejor posible con los romanos. Primero por afinidad cultural, pues ya comentábamos en
partes anteriores que las élites romanas estudiaban en griego temarios muy parecidos a los
que estudiaban las élites palestinas. Y segundo, por conveniencia: los saduceos habían visto
disminuido su poder institucional durante el periodo macabeo-asmoneo, pero lo habían
recuperado gracias a Roma.

Lo que los saduceos no habían recobrado era la influencia directa sobre las clases
populares. El Templo era reverenciado por todos los judíos y la institución del sacerdocio no
era puesta en duda, pero eso no significaba que los saduceos fuesen vistos con buenos ojos
por el judío común. Para los más conservadores o piadosos, los saduceos conformaban una
cúpula impura, colaboracionista, corrupta y avariciosa. Su amistad con los ocupantes
romanos, su presunto uso ilegítimo de las donaciones al Templo para engrosar sus fortunas
personales o su indecorosa vida conyugal y social eran algunos de los motivos de
desaprobación por parte de otras facciones. Las diferencias eran también doctrinales: los
saduceos insistían en que la Torá escrita era la única guía de conducta de inspiración divina
que los judíos debían seguir. Por supuesto, pretendían reforzar la idea de que ellos, como
custodios de las escrituras, constituían la única autoridad moral. Sin embargo, también esta
era una idea muy discutida.

Las sinagogas no habían dejado de canalizar la religiosidad cotidiana del pueblo.


Continuaban sin tener carácter sagrado y, por trazar otra analogía, se parecían más a
escuelas parroquiales desprovistas de santuario que a parroquias propiamente dichas, pero
sus líderes, los maestros de la Torá o «rabís», eran figuras cruciales en las comunidades
locales, sobre todo en el ámbito rural. Dado que la Biblia hebrea solía hablar en términos de
narraciones o metáforas que apenas contenían guías de creencias concretas
o catecismos (del griego κατηχισμός, «adoctrinamiento»), los rabís ayudaban a que el
ciudadano pobre y sin educación formal pudiese navegar en la inconcreta complejidad de
su antigua religión. Los rabís tampoco negaban la importancia del Templo como centro
ceremonial y admitían que las guerras religiosas entre judíos eran cosa del pasado. Si los
saduceos se sentían cómodos y protegidos por el amor que sus amigos romanos
demostraban por el orden, los fariseos, alejados del poder, habían hecho lo único que podían
hacer: volverse mucho más espirituales y pacifistas. Aun así, la diferenciación entre el
judaísmo rabínico y el sacerdotal era muy profunda, resultado inevitable de siglos de
evolución paralela.

Los fariseos no eran la única vertiente del judaísmo rabínico, pero sí lo dominaban y su
visión conservadora era la imperante. No eran un grupo uniforme, no había una «iglesia
farisea» como tal, pero compartían un núcleo de creencias y las diferencias entre fariseos
eran menos que las cosas que tenían en común. Pese a la mala fama que los posteriores
textos cristianos crearon en torno a los fariseos (causa de que el término haya sido usado
como sinónimo de hipócrita o malvado), en su tiempo eran vistos como una alternativa de
mayor estatura moral frente al establishment saduceo. No solo eran partidarios de una
observación más estricta de las leyes, sino que habían aprendido a convencer antes que
imponer. Pensaban que las leyes no se limitaban a los antiguos y no siempre útiles preceptos
de las escrituras. Para ellos, la tradición oral era también una fuente de doctrina y también
formaba parte de la Torá. Dado que había que saber interpretar esa tradición oral, los
fariseos favorecían el debate y veneraban la razón como herramienta para alcanzar la
sabiduría, más allá de la lectura pasiva de los textos sagrados.

Todavía rechazaban la helenización de las élites. Su pensamiento tenía una pátina


nacionalista, ya que rechazar el uso del griego era como hoy rechazar el uso del inglés, una
forma de darle la espalda a lo que sucede en la esfera intelectual internacional. Esto tenía
sentido; para el palestino medio, la «esfera internacional» no existía más que como una
ignota máquina de fabricar invasores.

Otra diferencia clave era que los fariseos creían en la vida después de la muerte y afirmaban
que los hombres serían recompensados o castigados por sus actos en el más allá,
posibilidad desdeñada por el dogma oficial de los saduceos (quienes, por ejemplo, tampoco
creían en la existencia de ángeles). Debido a esto, los fariseos concedían especial
importancia al libre albedrío, a la capacidad humana para decidir entre el bien y el mal, por
lo que predicaban la caridad, la humildad, la mansedumbre y otras virtudes personales que
ayudasen a que cada individuo pudiese salir indemne del juicio divino al que sería sometido
cuando muriese.

Si los saduceos eran un equivalente aproximado de la jerarquía católica y los fariseos eran
antecedentes del judaísmo rabínico posterior o de los primeros grupúsculos cristianos, los
esenios eran un antecedente de las órdenes monacales. Todavía más obsesionados por la
pureza moral que los fariseos, los esenios se alejaban de la sociedad, retirándose a
pequeñas comunidades en las que compartían sus bienes y hacían voto de pobreza o
castidad. Su aislamiento los hacía irrelevantes desde el punto de vista político, aunque
tienen gran importancia en el estudio histórico debido a los textos que dejaron atrás, como
los famosos «pergaminos del Mar Muerto».

En cuanto a los zelotes, eran la facción más nacionalista del judaísmo palestino. Les
disgustaba que los saduceos hicieran migas con los ocupantes romanos. También es de
suponer que el pacifismo de los fariseos debía de parecerles insuficiente. Los zelotes, de
hecho, se alzaron en armas contra los romanos al poco de nacer Jesús. Su líder, Judas de
Galilea, lideró una rebelión fallida contra los nuevos impuestos imperiales. Sesenta años
después, en el año 66 d.C., los zelotes volvieron a impulsar una revolución que terminaría
degenerando en una desastrosa guerra (durante la cual, para variar, los romanos
demostraron una implacable dureza). Se identifica a los zelotes por su extremismo político
hasta el punto de que uno de sus subgrupos más agresivos es conocido como «los hombres
del puñal» o sicarios (del término sica, un arma a medio camino entre el puñal y la espada
corta). La tradición dice que uno de los discípulos de Jesús era zelote, aunque es difícil
imaginar a un zelote convencido siguiendo a un pacifista como Jesús.

Estas cuatro perspectivas ni siquiera eran las únicas, lo cual muestra que el judaísmo
palestino del siglo I no puede ser considerado una religión homogénea. Era tal su antigüedad
y había atravesado por tantos procesos de cambio que no existían dos maneras iguales de
interpretar las escrituras o la tradición. Eso sí, algunos conceptos estaban muy extendidos
entre casi todos los creyentes. Uno de ellos era la relativamente nueva figura del Rey
Mesías, que personificaba la necesidad de recuperar la autonomía y unidad del reino de
Israel.
El Mesías del primer tercio del siglo I

Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI.

Las escrituras contenían diversas profecías que anunciaban la futura llegada de varios tipos
de enviados de Dios. Los judíos palestinos habían ido incorporando esas profecías al nuevo
concepto de Mesías. En la religiosidad colectiva, los Mesías como grandes figuras del
pasado fueron desplazados por un Mesías que pertenecía al futuro. Bajo esta nueva
acepción se escondía una mezcolanza desordenada de mitos antiguos y referencias a
personajes bíblicos. La manera concreta de imaginar esa figura dependía, pues, de la visión
particular de cada corriente religiosa, incluso de cada individuo concreto.

Muchos judíos de la época imaginaban al Mesías como un líder político y militar que estaría
al mando de un ejército. Otros lo imaginaban como un sumo sacerdote dotado de grandes
poderes. Había incluso quienes esperaban una figura celestial que descendería de entre las
nubes rodeado de ángeles, en cuyo caso podían asimilarlo al enviado de Dios que vendría
a la Tierra para juzgar a los creyentes en el fin del mundo (el uso que se le da al título «Hijo
del Hombre» en el Nuevo Testamento deriva de esta visión). Mesías diferentes con un
objetivo común: reimplantar la dinastía de David. El establecimiento del nuevo reino de Israel
podía estar asociado también a fenómenos sobrenaturales. Por ejemplo, podría haber una
serie de desastres en los que se purgarían los pecados de la humanidad, antes de que se
produjese la resurrección física de los muertos y los creyentes gozasen de una vida eterna
(también física) en un Israel convertido en paraíso terrenal desprovisto de enfermedades,
hambre, guerras y, por supuesto, de romanos. Así pues, el Mesías necesitaba vencer a los
enemigos de Israel, ya fuese por la espada o mediante milagros al estilo de Moisés. ¿Y
quiénes eran los enemigos de Israel en el siglo I? Los susodichos romanos. Por descontado,
a una mayoría de judíos les parecía insensata la sugerencia de enfrentarse a las poderosas
legiones imperiales. Los zelotes lo ansiaban, pero muchos otros palestinos tenían bastante
con intentar cumplir los preceptos religiosos más básicos en mitad de una vida pobre y sin
expectativas como para además ganarse la ira de los romanos.

Entre los saduceos y las clases altas la aparición de un Mesías era desdeñada como una
superstición. Entre las clases populares había posturas variadas. Para algunos, la llegada
del Mesías era una esperanza abstracta más que una certeza sobre un hecho inminente
que iba a suceder en el mundo real. Para otros sí era una esperanza concreta y, así, surgía
de vez en cuando algún aspirante a Mesías que podía reunir un pequeño grupo de
seguidores. También se encontraría con detractores, aunque anunciarse como Mesías
constituía más una extravagancia que una grave ofensa religiosa.

Si se hablaba de un futuro Rey Mesías era, desde luego, porque alguien lo había estado
anunciando. Desde unos ciento cincuenta años antes del nacimiento de Jesús abundaban
ciertos personajes que anunciaban la inmediatez del cumplimiento de las profecías bíblicas
mediante la pronta llegada del Rey Mesías. Eran los llamados «profetas apocalípticos». Hoy
asociamos la palabra «apocalipsis» con el fin del mundo, pero su significado literal es
«revelación»; la confusión proviene del hecho de que estos profetas solían anunciar el fin
del mundo o, más bien, el fin del mundo como lo conocían. En realidad sus anuncios eran
apocalípticos porque procedían de una revelación y el término preciso para definir sus
visiones sobre el fin del mundo es «escatológico», que significa «lo que trata sobre lo
último». Como curiosidad, en español también se usa «escatológico» para lo relacionado
con la materia fecal por una simple casualidad, ya que hay dos palabras
griegas, éskatos y skatós, que suenan casi igual y han tenido la misma transcripción fonética
en nuestro idioma.

Los profetas apocalípticos judíos podían anunciar la llegada de un Mesías o podían


presentarse como Mesías ellos mismos. Jesús fue un profeta apocalíptico porque predicaba
un mensaje que le había sido revelado directamente por Dios, y escatológico porque trataba
sobre el inminente fin del mundo conocido. En esto, Jesús no era una figura anómala ni
inusual. Una divertida escena de La vida de Brianparodia esta proliferación de profetas
apocalípticos y, pese a la obvia exageración cómica, la secuencia tiene base histórica.
Jesús también anunciaba el cumplimiento casi inmediato de las profecías bíblicas y hablaba
de algo que debía ocurrir en años o, como mucho, en décadas. En los propios Evangelios
se lo retrata insistiendo sobre esa inmediatez, como cuando dice a sus discípulos: «No
conoceréis la muerte antes de que estas cosas sucedan». La inminencia del cumplimiento
de las profecías mesiánicas también está recogida en los textos cristianos más antiguos
conocidos, las epístolas de Pablo de Tarso, quien también parecía pensar que todo lo
anunciado por Jesús iba a suceder en aquella misma generación.

La famosa frase «Mi reino no es de este mundo» es una evidente adición posterior al
mensaje original de Jesús. El reino del que hablaba Jesús solo tenía sentido para sus
seguidores si era el reino de Israel de un milenio atrás, el de David. Cambiado y repleto de
prodigios, pero terrenal. Porque ese era el reino del que hablaría cualquier aspirante a
Mesías en el primer tercio del siglo I. No en vano, incluso la tradición cristiana recuerda que
los romanos ejecutaron a Jesús bajo la acusación de presentarse como un rey (con el
famoso letrero de la cruz que exponía con sorna el nombre del reo y la causa de su
ejecución: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, «Jesús de Nazaret, rey de los judíos»). Esto
demuestra que a ojos de los romanos no había otra manera de interpretar lo que era un
Mesías sino un aspirante a rey, aunque se puede discutir si la sola mención del título «rey
de los judíos» bastaba para provocar a los romanos si no venía acompañada de algún otro
incidente.

El judaísmo de Jesús

Michael York como Juan el Bautista en Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI.
Recordar que Jesús practicaba la religión judía puede parecer insistir sobre lo obvio, pero
aún subsiste la idea errónea de que Jesús se separó del judaísmo para fundar una nueva
religión. No hay ningún indicio de que lo hiciera. En el Evangelio de Marcos, el más
temprano, escrito décadas después de su muerte por un autor que no era palestino, Jesús
aparece retratado como un judío piadoso desde casi cualquier punto de vista. Muestra
respeto a las leyes mosaicas. Predica en sinagogas y cita la Biblia hebrea. No intenta
convertir a romanos ni a los griegos, sino a sus compatriotas de Galilea y a sus congéneres
de Judea. Su mensaje original parece haberse conservado bien en las décadas de tradición
oral, puesto que en los escritos del ámbito grecorromano que conocemos hoy Jesús tiene
poco de grecorromano. El núcleo mollar de su prédica en esos textos es muy característico
de lo que cabría esperar de un profeta apocalíptico palestino del siglo I. Su mensaje es un
mensaje judío.

Tampoco existen motivos de peso para creer que Jesús pensó que ese mensaje fuese
aplicable a los gentiles. Le hubiese sorprendido, y quizá incluso escandalizado, saber que
terminaría convirtiéndose en el centro de la religión oficial del Imperio romano. Gracias a las
cartas de Pablo de Tarso sabemos que los primeros seguidores judíos de Jesús —liderados
por su discípulo Simón Pedro y su propio hermano Santiago— ni siquiera querían admitir
a gentiles en su grupo. De la actitud de los discípulos de Jesús, que hoy calificaríamos de
xenófoba y que era criticada con tanta acritud por Pablo, cabe deducir que el propio Jesús
había hablado de cosas que concernían solo a los judíos y que, o bien se había opuesto a
la salvación de los gentiles, o bien ni siquiera se había molestado en aclarar si los gentiles
eran dignos de formar parte del futuro reino de Israel. Hay episodios de los Evangelios muy
ilustrativos al respecto, porque parecen estar ahí para justificar que los gentiles sí pueden
merecer la salvación. Un gran ejemplo es el episodio de la mujer fenicia a la que Jesús niega
su ayuda por ser una extranjera (al menos hasta que ella le hace cambiar de idea, ¡el único
momento del Evangelio de Marcos en que Jesús está equivocado y termina reconociendo
su error!). La escena parece una rectificación del evangelista a la mentalidad original de los
cristianos de Jerusalén, pero ya hablaremos de ello más detalle.

Lo que sí se ha debatido mucho es la corriente concreta de judaísmo que Jesús practicaba.


Algunos han llegado a especular con la idea de que fuese un zelote, recordando que, según
la tradición, uno de sus discípulos pertenecía a ese partido. También recuerdan que en la
vida de Jesús debió de haberse producido algún incidente turbulento que fue recogido por
la tradición oral y que podía haber justificado su crucifixión, como su arrebato agresivo en el
Templo. También señalan el hecho, aceptado por los historiadores, de que los romanos lo
ejecutaron bajo la acusación de sedición, cosa que quizá requería algo más que una simple
declaración religiosa sobre su identidad mesiánica. Sin embargo, aunque sí pudo haber
alguna trifulca provocada por él (el incidente del Templo parece verosímil), no hay indicios
de que Jesús defendiera una revolución. Su tono debió de ser el de alguien que habla
también de paz, humildad y mansedumbre, pues en la tradición temprana no hay rastro
alguno de mensaje combativo. Además, si él se consideraba el Mesías, no podía pretender
expulsar a los romanos por medios violentos, cosa que de todos modos hubiese sonado
extraña en boca un carpintero galileo que no estaba precisamente al frente de un ejército y
cuyo número de seguidores nunca debió de ser muy grande, no lo bastante como para que
sus contemporáneos escribiesen sobre él como sí hicieron sobre otro profeta
apocalíptico, Juan el Bautista.

Es tal el pacifismo que impregna casi todo el mensaje de Jesús que otros han defendido la
posibilidad opuesta de que Jesús fuese un esenio o perteneciese a un grupo cuasi
monástico. Citan sus periodos de retiro, el hecho de que no estuviese casado o el que dijese
a sus seguidores que pusieran sus bienes en común. Sin embargo, según la tradición
temprana, Jesús no huía de una posible contaminación moral, sino que gustaba de juntarse
con el pueblo y parece ser que ni siquiera rechazaba a reconocidos pecadores en su
entorno. No se le conoce pareja —tampoco se afirma que fuese célibe—, pero admitía a
mujeres entre sus discípulos y no parecía muy preocupado por la moral sexual. En sus
dichos no hay casi nada sobre sexualidad, algo que contrasta mucho con la doctrina de
algunos de los primeros patriarcas cristianos (como Pablo de Tarso, quien sí parecía
obsesionado con los temas carnales). Los Evangelios, aunque escritos en comunidades
influidas por el legado de Pablo, no retratan a un Jesús puritano, sino a un Jesús preocupado
por cuestiones de justicia social y económica. El Jesús del Nuevo Testamento, recordemos,
condena con énfasis a los ricos, pero no a prostitutas, adúlteros u homosexuales. De hecho,
por ejemplo, su mención al divorcio y el adulterio contrasta tanto con el resto de su mensaje
que algunos estudiosos sostienen que se trata de una interpolación. El asunto es complejo,
porque otro pasaje del que sí se sabe con seguridad que fue inventado con posterioridad (el
momento en que Jesús detiene la lapidación de una mujer adúltera), aun siendo falso,
demuestra que en la tradición cristiana primitiva no se veía a Jesús como alguien que
considerase el sexo un problema relevante. El puritanismo sexual de muchos cristianos
siempre ha tenido que basarse en otros textos, porque es casi imposible deducir una moral
sexual estructurada de los dichos atribuidos a Jesús.

El Jesús de los primeros textos cristianos, que habla mediante parábolas y pretende
convencer antes que imponer, pero que defiende la necesidad de cumplir la Torá, encaja
mucho mejor con otro grupo religioso. Esto, dadas las ideas inculcadas en el imaginario por
la tradición cristiana, puede sonar muy sorprendente, pero hoy se sugiere que Jesús fue un
fariseo. O, al menos, un fariseo sui generis. Muchas de sus ideas concretas son ideas
farisaicas. Como mínimo es innegable que el judaísmo de Jesús es el judaísmo rabínico de
las sinagogas, lo cual encaja con un hombre de clase humilde que había crecido en una
pequeña población galilea, y ya hemos visto que el rabinismo estaba dominado por el
pensamiento fariseo.

Los historiadores también suelen coincidir en una idea recogida en los Evangelios, pero muy
incómoda para los propios autores de aquellos textos: que Jesús fue discípulo de Juan el
Bautista, quien predicaba el arrepentimiento porque esperaba algún acontecimiento
inminente, que muy bien podía ser la llegada del Mesías. Es dudoso que Juan llegase a
creer que Jesús era el Mesías como cuentan los Evangelios (y mucho más dudoso que
fuese su primo), pero el hecho de que Jesús fuese bautizado por Juan —esto es, admitido
entre sus seguidores— es algo que los historiadores consideran muy probable, por motivos
que ya explicaremos.

En todo caso, Jesús no fue una figura revolucionaria, ni siquiera inusual, dentro del judaísmo
palestino del siglo I. Se formó en las sinagogas. Se convirtió, como otros, en creyente del
anuncio apocalíptico de Juan. En algún momento decidió que él mismo era el protagonista
de ese anuncio. Todo esto encaja en el judaísmo de su generación. Incluso en la tradición
temprana de los cristianos alejados de Palestina, Jesús es tan característicamente judío que
resulta difícil encontrar elementos paganos en su mensaje (aunque sí los hubo luego en su
biografía, cada vez más adornada por los distintos autores de los Evangelios conforme
transcurrían las décadas).

Fueron más bien los seguidores de Jesús quienes, después de su ejecución, dieron una
vuelta de tuerca a su figura para crear un nuevo concepto: el Mesías crucificado y penitente,
el «cordero de Dios». Esto sí constituía una novedad porque, por primera vez, algo
relacionado con Jesús chocaba de manera frontal con la visión religiosa de la mayoría. Un
Mesías derrotado por los romanos sonaba tan absurdo que pudo haber sido olvidado, pero
su crucifixión inspiró un sorprendente proceso religioso: el Mesías ya no estaba aquí para
restaurar el reino de Israel, sino para cumplir unas promesas que empezaron a volverse
cada vez más abstractas y que se fueron retrasando en el tiempo hasta terminar en el único
lugar donde todavía podían ser sostenidas: la eternidad.

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