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Trata y víctima. Doble producto cultural.

Martín Campero (Estudiante de la Universidad de Buenos Aires, Facultad de Psicología)

Contacto: martingcampero@gmail.com

Según el diccionario de la Real Academia Española visibilizar significa


“hacer visible artificialmente lo que no puede verse a simple vista, como los rayos
X los cuerpos ocultos, o con el microscopio los microbios”.

Aquello que en esta ocasión queremos hacer visible es el universo conocido


como “trata de personas”. Para ello prefiero tomar una línea de pensamiento
propuesta por la Dra. en Psicología Ana María Fernández, quien hace un
interesante desarrollo acerca de la violencia a la que el género femenino está
sometido a partir del contrato conyugal.

Entendemos como contrato conyugal a aquel acuerdo cultural que se da


como cimiento mismo de la familia entre hombre y mujer. No está de más aclarar
que se trata de un contrato producido y reproducido tanto por hombres como por
mujeres. Mencionaba también el trabajo de Fernández respecto a la relación que
establece entre violencia y conyugalidad. La autora aclara desde un comienzo que
no se trata de la violencia física o psíquica, sino de aquellos procesos, muy
diversos, que exceden el objetivo de este trabajo, que no son invisibles, sino que
son invisibilizados, es decir, naturalizados. Un complejo proceso sociohistórico
determinó que muchas formas de violencia, respecto del género femenino, hayan
pasado a ser considerados partes naturales de la cultura. Es lo que todos los días
escuchamos como “Los hombres son/somos así…”, “¿Y qué querés que haga? El
hombre es el que manda…”, “la mujer en la casa y el hombre en el trabajo”, o el
famoso “andá a lavar los platos”. Frases todas con un peso cultural muy fuerte y
que condensan siglos de transmisión de una cultura en la que la mujer ha sido
destinada a la órbita de la vida privada, en tanto que el hombre pareciera ser el
único que puede gozar y hacer ejercicio de la vida pública.
Tomo esto último para mencionar lo que atañe al ejercicio de la feminidad.
¿Qué lugar habitará la mujer a partir de las condiciones que fija el contrato
conyugal? Por lo pronto podemos decir que quedará ceñida a la esfera de lo
privado, lo cual significa también ser y estar privada. Privada del ejercicio
económico, simbólico, erótico y subjetivo. Ésta es la verdadera violencia a la que
la mujer está sometida y a la que se somete. A esta altura considero pertinente
aclarar que no ignoro los cambios que han tenido lugar a partir del siglo XX, sin
embargo todavía hay muchas producciones machistas que aún se sostienen. La
cultura en la que estamos insertos sigue reproduciendo esta modalidad. Muy difícil
es romperla, ya que bajo ella se configura nuestra subjetividad. Somos estos
hombres y mujeres hechos por y para el modelo de contrato conyugal vigente.
Este es el escenario en el que el hombre encuentra el lugar de apropiación y
control del erotismo de la esposa, dice Fernández. Y podemos generalizarlo y
afirmar que el hombre en esta cultura se apropia de la mujer.

En este marco es donde se desarrolla el mal llamado “negocio” de la trata


de personas. Las atrocidades que se cometen para sostener este terrible
mecanismo de esclavización, apropiación de identidad, de la sexualidad y
subjetividad de las víctimas son también expresión y reproducción de las
condiciones que impone el contrato conyugal en su versión más perversa y
dañina, si se quiere.

En este punto quisiera arribar a la primera consideración de la trata como


producto de la cultura. Este es el primer punto en el que debemos poner los pies
sobre el barro e interpelar nuestra propia responsabilidad. Nuestra intención es
hoy visibilizar esta cuestión. No se trata de hacer visible lo invisible. Aquí no hay
nada invisible, hay algo que permanece oculto por el acuerdo de una amplia
mayoría. La cuestión de la trata nos interpela a todos como sujetos responsables y
exige de nuestra parte un movimiento que vaya más allá de la palabra vacía.
Exige nuestra implicación.

La otra cuestión a tratar es el lugar de la víctima. Es importante tener en


cuenta que este concepto encierra distintas modalidades o dimensiones.
Podríamos ocuparnos de las víctimas potenciales que, en líneas generales son
todas las mujeres, niñas, niños y adolescentes. Por otro lado podríamos ceñir la
cuestión a aquellas víctimas que son actualmente sometidas a la trata de
personas; a quienes han logrado escapar de esas redes y, por último a las familias
de las víctimas, afectadas también por este flagelo. Nos ocuparemos, en este
caso, de aquellas personas que están en tránsito o que han logrado escapar de
las redes de trata para pensar en los efectos producidos en la subjetividad y el
trabajo que es posible realizar cuando hay posibilidad de hablar de un después.

Los efectos para la salud física y psíquica de las víctimas son devastadores.
Detengámonos a pensar en los pasos que conocemos a partir de lo que los
medios de comunicación nos muestran. Muchas mujeres son captadas por las
redes por medio del engaño, con promesas de trabajo, otras son directamente
secuestradas o entregadas. Podemos decir que de una manera u otra, estas
personas son arrancadas de su medio. Por malo u hostil que sea ese medio del
que provienen, es su medio familiar.

El paso siguiente en este proceso es el sometimiento a un sistema en el


que se convierten en propiedad de aquellos que van a explotarlas sexualmente.
Se acentúan las condiciones culturales de las que hablábamos, en su peor
versión. Estas personas pasan a pertenecer a su apropiador.

A partir de aquí el arrasamiento psíquico que padecen las víctimas es


catastrófico. En ese sentido es muy interesante tomar algunas diferenciaciones
que hace el historiador Ignacio Lewkowicz (2004) entre trauma y catástrofe. El
trauma es algo extranjero al aparato psíquico que suspende los procesos
normales y exige un trabajo para restaurar sus funciones. En cambio la catástrofe
“…induce una resta pura de ser; una especie de disolución en el no ser. (…) La
catástrofe es una dinámica que produce desmantelamiento sin armar otra lógica
equivalente en su función articuladora” (Lewkowicz, 2004, p. 154). En este sentido
diferencia también dos fórmulas para pensar la catástrofe: una que piensa desde
lo que queda, la otra desde lo que hay. Sin embargo, dice, “en catástrofe, lo que
cambia tiene más peso, más intensidad, más sentido que lo que permanece; y
esto es de manera duradera.” (Op. Cit, p. 161)

¿Qué sucede con quienes pueden escapar de las redes de trata? ¿Qué
lugar tienen en la sociedad, de la que muchas veces se han sentido excluidas?

Retomo el diccionario de la Real Academia española del que tomo las dos
primeras definiciones de la palabra víctima:

1. Persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio


2. Persona que se expone u ofrece a un grave riesgo en obsequio de otra.

Decíamos que los efectos de la catástrofe de la trata son deletéreos y


empezamos a pensar en el lugar al que han de advenir las víctimas en la
sociedad. Se les brinda entonces el cómodo rótulo de víctima: un conjunto de
características y experiencias compartidas que ofrecen un lugar donde habitar. “Si
alguien está destinado al sacrificio, el sujeto se agota en esa marca que el otro le
asigna. (…) El diagnóstico empuja al sujeto a la creencia acerca de que hay otros
que sufren de lo mismo que él. Tal discurso se asegura un enorme éxito al
asignarle ser a quien se dirige. Se le dice al sujeto que él es aquello que muestra.
(…) Allí reside en gran medida la vasta aceptación de este discurso y su sólida
ubicación en el mercado. Le permite al sujeto un refugio (“contención”, suele
llamárselo) en donde puede desentenderse de su posición de sujeto deseante”.
(Lewkowicz, I. & Gutiérrez, 2005, pp. 13 y 17). La tarea es entonces disponer de la
dinámica entre aquello que queda y lo que hay tras la catástrofe. Sabemos que
ésta no va a dejar de estar. La catástrofe llega para quedarse, por lo tanto se
tratará de escribir en adelante; de armar experiencia con lo que sigue, sin olvidar
lo que hay y lo que quedó, teniendo mucho cuidado al manejar aquellos restos
secretos que han quedado. Ese material con el que se puede construir pero
también destruir. Es un trabajo arduo pero no imposible y, desde esta perspectiva,
es posible ofrecer alojamiento a un sujeto por advenir y no una cómoda etiqueta a
una subjetividad arrasada.
Por último, y brevemente, dedico los últimos párrafos de este trabajo a la
posición del colectivo social, donde encontramos la comodidad de la “denuncia”
y el “repudio” que realiza sobre estos actos. Nuevamente ubicamos aquello que
desde la cultura resulta estético. La denuncia y el auxilio a las víctimas desde
estos lugares se tornan banales. Entiendo que este movimiento que hoy nos
interpela, requiere de nosotros ir más allá de lo que la moral nos dicta, de lo que
es estéticamente correcto. Porque en definitiva, de eso se trata la cultura en algún
aspecto: hacer lo que se entiende por correcto. No son más que códigos
compartidos que no siempre preservan al sujeto y su deseo.

Es fundamental poner el acento en el sujeto. Esas mujeres que son


arrasadas por estos productos de la cultura. Producto del contrato conyugal que
ubica a la mujer en lugar de mercancía y propiedad del hombre, quien cercena su
posibilidad de ejercicio de sí misma. Y reitero que no se trata de una lucha de la
mujer contra del hombre. Es una exigencia que se impone a ambos géneros, ya
que tanto hombre como mujer suscriben el contrato conyugal que determina los
modos de subjetivación en nuestra cultura.

La ética exige un movimiento más allá de nuestros propios límites


narcisistas. Es muy simple. Entiendo que se trata nada más, ni nada menos, que
de ponerse en lugar del otro, en lugar de “las otras” en este caso, para saber que
esto sucede y que no debe suceder con ninguna más.
Bibliografía

Benjamin, J. (1993) Capítulo 2. En Sujetos iguales, objetos de amor. Buenos


Aires. Paidós.
Fernández, A.M. y Giberti, E. (1989) La mujer y la violencia invisible. Buenos
Aires: Sudamericana.
Lewkowicz, I. (2004) Catástrofe, experiencia de una nominación. En Pensar sin
Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, Paidós, Bs. As.
Lewkowicz, I. y Gutiérrez, C. (2005) Memoria, víctima y sujeto. En Índice,
publicación de la DAIA.

Ulloa, F. (1986) La ética del analista ante lo siniestro. En Territorios, número 2.


MSSM. Buenos Aires.

Viñar, M. (1986) La transmisión de un patrimonio mortífero: premisas éticas para la


rehabilitación de afectados. En Territorios, número 2. MSSM. Buenos Aires.

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