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Javier Alvarez, compositor: La inefable certeza de lo sonoro

AURELIO TELLO

No creo equivocarme cuando digo que una de las tareas de la musicología en México, en Latinoamérica, o en cualquier
otro sitio del tercer mundo consiste en contribuir a establecer el canon de la creación musical. La eclosión de corrientes
musicales a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI ha sido tan poderosa y los creadores han intentado todo tipo de
propuestas creativas que resulta difícil establecer un solo parámetro para construir, por ejemplo, el canon de la música
en México. Tengo la convicción de que, a pesar de una cada vez más sostenida producción musical –en cantidad y
calidad– nuestros pueblos siguen ausentes en la Historia de la Música –así, con mayúsculas– y que aún quedan
muchísimas paginas en blanco por escribirse.

Nuestro canon musical –uno que todavía no podemos llamar “el canon”– ha ido construyéndose de facto. No hay
consenso para determinar por qué, unos sí y otros no, ocupan un sitial en el parnaso de la creación musical. Decimos
que los grandes músicos mexicanos son Manuel M. Ponce, Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, Blas Galindo y José
Pablo Moncayo. Lo que los ha consagrado es que todos se adscriben –quien más, quien menos– a la ideología
nacionalista de la primera mitad del siglo XX. No es la valoración de su obra global y tampoco de sus capacidades
técnicas lo que ha determinado que ellos lleven la representatividad de la música de México. Más allá de las anécdotas,
de las posiciones ideológicas o de los sentimientos que algunas de sus obras puedan despertar en los escuchas, tenemos
muy pocos acercamientos al fondo de sus partituras, a su know how personal, al meollo de sus propuestas sonoras1.

Creo que entre los músicos nacidos en las décadas del 50 y 60 del siglo pasado ya hay algunas voces que merecen
estar en ese canon –aún incompleto, aún incoherente– al que me refiero líneas arriba. Son compositores que andan
entre los 50 y los 60 años de edad, con una obra que merece ya el estudio, la reflexión y la valoración. También con
una dedicación que refleja un alto grado de compromiso con el arte y con la música. Entre esos compositores se
encuentra Javier Alvarez, uno de los más relevantes creadores musicales de la ultima época del siglo XX (de los años
80 para acá) y de lo que llevamos del siglo XXI.

Quisiera recoger algunas de las ideas que establece Harold Bloom en su discutible y discutido –pero a la vez
entrañable– libro El canon occidental. El critico literario plantea algunas de las consideraciones esenciales para
establecer un canon e incluir a determinados autores en él. Y haciendo una comparación trataré de establecer por qué,
en la construcción del canon de la música contemporánea –de los años 90 hasta el momento presente– Javier Alvarez
y su obra forman parte ineludible de ese canon.

Bloom, siguiendo a Alastair Fowler, recoge la idea de que cada época posee un repertorio de géneros bastante escaso
al que los lectores y críticos reaccionan con entusiasmo, y el repertorio del que pueden disponer sus escritores es
también más pequeño: el canon provisional queda fijado, en su casi totalidad por los escritores más importantes, de
mayor personalidad o más arcanos. Cada época elimina nuevos nombres del repertorio. En un sentido amplio, quizá
existan todos los géneros en todas las edades [...] Haremos mejor en tratar los vaivenes de los géneros en términos de
elección estética2.

Si el canon –dice Bloom– es una palabra religiosa en su origen, es la elección estética la que ha guiado siempre
cualquier aspecto laico de la formación del canon. Los autores y las obras canónicas –inciden– superan la tradición y

1 Salvo los ya conocidos –por los musicólogos; por los melómanos en general – trabajos de Otto Mayer-Serra, Yolanda Moreno Rivas, Ricardo
Miranda y algunos más, las miradas que determinen el qué y el cómo de nuestra música son todavía muy escasas.

2 Harold Bloom, El canon occidental, sexta edición, Barcelona, Anagrama, 2011, pp. 31-32.
la subsumen. El único movimiento que define el canon por fuerza estética –concluye– se compone de la siguiente
amalgama: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción.

Traslado estas afirmaciones al campo de la música. La tarea no es fácil. Son dos maneras de hacer. Dos modos de
plasmar. Pero ni la literatura, ni la música pueden, en principio, ser leídas/escuchadas, abusivamente, más allá de sus
genuinas razones estéticas. Y me siento tentado de asumir cada una de las palabras del párrafo anterior que, en tres o
cuatro trazos, fijan una manera de establecer un canon: nuestros más emblemáticos creadores musicales –de José
Mariano Elízaga a Javier Alvarez– han partido de una tradición, entroncada con las preceptivas de composición
afincadas en la cultura occidental y las han considerado como parte de un conjunto de conocimientos, reglas, normas
y maneras con las cuales abordar la aventura de la creación musical. Un acercamiento a sus partituras nos deja ver eso
que Bloom considera esencial: dominio del lenguaje (del código musical, de los signos de tiempo y altura, de las
combinaciones tímbricas, de la elaboración de texturas), originalidad (eso que se suele llamar “voz propia”), poder
cognitivo (comprobable cuando tras cada repetida audición hay algo nuevo que escuchar), sabiduría (mezcla de
conocimiento, invención e imaginación, de inteligencia y experiencia) y exuberancia en la dicción (que en música se
traduciría cuando un compositor consigue hacer escuchar todo lo que ha escrito en la partitura).

Escucho –un acto tendenciosamente voluntario– la música de Javier Álvarez y encuentro en ella todo eso que señala
Bloom para convertirse en canónica. Pero apunto una idea más: En las obras de Javier se impone una poética que yo
llamaría una “certeza de lo sonoro”. Cuando Alvarez incursionó en la composición, su música venía nutrida de una
seguridad de que la interpretación traduciría las intenciones musicales que el compositor había plasmado en la
partitura. La audición de una obra temprana como Trirreme (1982), por ejemplo, planteó en su momento, de manera
contundente, una discursividad y organización seccional de los materiales, cosidos con un sesudo e inteligente trabajo
textural. Situada en las antípodas del tiempo, Ceiba de luz y sombra (2012-2013), recoge la experiencia de tres décadas
de orquestador. La fraseología de ambas piezas tiene su fundamento en la cuidada elaboración tímbrica. Cada célula,
cada idea, cada pequeño grupo de sonidos va íntimamente unido a un color orquestal especifico. Pero este entramado
de células no responde al concepto ortodoxo de desarrollo, es decir de expansión de las ideas transitando por diversos
centros tonales, sino que extiende el discurso por otros procedimientos. El rechazo a desarrollar y la voluntad de
ahogar la elocuencia se manifiestan en el gusto por las frases cortas que se engarzan como pequeños mosaicos
revestidos de diversos timbres.

Aquí una pregunta: ¿Traduce la música el “sentido” que pudieran expresar sustexto Mario títulos? ¿Es “lo sonoro”
identitario con Trireme, Jardines con palmera, ¿De aquí a la veleta y Ceiba de luz y sombra? No concibo esta música
como descriptiva, sino como unas metáforas sonoras de las realidades que tocan a la vida y a las experiencias del
compositor. Metáforas traducidas a giros que provienen de las fuentes populares de la música mexicana,
latinoamericana, del Caribe, pero exentos de anecdotismo o de cualquier matiz de tourist music. Exuberante síntesis
de tradición y contemporaneidad, lúcido afán de borrar fronteras entre lo culto y lo popular, exigente compromiso con
lo heredado, lo aprendido y lo creado, el sonido orquestal en las obras de Javier reclama ser una síntesis de diversos
estilos orquestales de la música del siglo XX: huellas varias, del Stravinski de La Consagración de la Primavera al
Ligeti de Atmósferas; del Bartok del Concierto para Orquesta al Lutoslawski de los Juegos Venecianos o al
Stockhausen de Gruppen, pero asimismo al Revueltas de Sensemayá y al Amadeo Roldán de La rebambaramba.
Modelismos, pentafonismos, tropicalismos, ecos de la Huasteca o veracruzanos, de tango o de jazz – sólo por citar
algunos signos evidentes– son pasados por el tamiz de un cuidadoso trabajo de elaboración textural derivada de la
amalgama de timbres y por recurrentes procedimientos de construcción: las clásicas explosiones orquestales
precedidas de un impulso ascendente; las reiteraciones motívicas que generan frases de breve duración que impulsan
la actividad composicional hacia delante, la expansión y contracción de células rítmico-melódicas, los contrastes
liricos en los cuales las sonoridades “aireadas” –tipo armónicos en las cuerdas, motivos en arpa, celesta, triángulos o
marimbas, multifónicos, o resonancias armónicas en octavas superiores– que tienen un peso expresivo característico,
los volúmenes orquestales que están reforzados de manera constante por trémolos en los platillos. En resumen, Javier
afirma un universo sonoro personal que es a la vez reflexión y afirmación, herencia y sucesión, experiencia y
renovación. Eso que él imagina hacer sonar de alguna manera –un movimiento de remeros en Trireme, la ingeniería
de un objeto en De aquí a la veleta, la invención de un folclor imaginario en Geometría foliada, el cotidiano paseo
que aviva la imaginación creadora del compositor en Jardines con palmera–, encuentra en el magistral trabajo de
orquestación –suma de hallazgos tímbricos que sería difícil enumerar en esta apretada síntesis– una certeza sonora
que afirma la música de Javier como una de las más distinguidas, personales y originales de la creación
contemporánea. Como diría Jankélévich: “El creador coloca la esencia junto a la existencia, la posibilidad al mismo
tiempo que la realidad”3.

Un territorio particularmente fértil para la experimentación y al mismo tiempo para “encontrar” una voz personal ha
sido el universo de la percusión. No hay compositor importante del siglo XX que no haya manifestado un vivo interés
por encontrar en los instrumentos que sólo servían para golpear, para dar fuerza o color, vertientes liricas. Tras las
huellas de obras pioneras como Ionización de Varese o la Tocata de Chávez, muchos creadores han buscado en las
percusiones el mismo margen de hallazgos musicales que en las voces en el Renacimiento, en las cuerdas en el XVIII,
en la orquesta ampliada con alientos o en el piano en el XIX. Descontando los sonidos electrónicos, las percusiones
han dejado en el ultimo siglo una imborrable presencia y contribuyeron a definir una “contemporaneidad” que no
conoció́ ninguna época anterior. En la segunda mitad del siglo y en lo que va del XXI, percusiones y sonidos
electrónicos son dos mundos que los compositores han maridado con lucidez. Ambos recursos han contribuido al
nacimiento de la acusmática y de la música mixta. El compositor ha debido desarrollar nuevas habilidades, una
renovada técnica de creación, adaptar conceptos musicales tradicionales –armonía, contrapunto, textura, timbre,
tensión, dinámica, forma, estructura– y replantear conceptos estéticos convencionales para adentrarse en el mundo de
la acusmática y de la música mixta. Pero entre la generación que se inició en los años 50 y la que
llegó tres décadas después había notorias diferencias. Javier Alvarez pertenece a esta última. Su punto de partida
fueron los logros de los anteriores; su técnica se cimentó sobre la experimentación de los pioneros de la música
electrónica; él pudo plantearse una nueva estética que expresara la visión del mundo que tienen los individuos en
Latinoamérica.

Vuelvo a la teoría de la “certeza de lo sonoro”, es decir al hecho de que un compositor como Javier Alvarez, al hacer
uso tanto de las percusiones como de los recursos electrónicos, partiera al encuentro de una tipología sonora de la que
no tenía ninguna duda de su proyección a la hora de la escucha y cuyas fuentes primarias son instrumentos de origen
americano (maracas, arpas, steelpans, tambores diversos, marimbas) tocados en vivo o previamente grabados y luego
procesados electrónicamente haciendo uso de los procedimientos que ahora son habituales mediante el uso de
sintetizadores y computadoras con software y aplicaciones para uso musical. Reverberaciones, retrogradaciones,
envolvencias, oscilaciones, filtrajes, regularidades o irregularidades rítmicas, modos de ataque y caída del sonido,
transposiciones, coloraciones, modulación de anillos, etcétera, sirven a claros propósitos musicales que hicieron
posible la creación de un corpus de obras de exquisito pulimento, de cuidadísimo trabajo textural y tímbrico e inscrito
en una vertiente musical inédita, ajena a cualquier cliché –a la música electrónica histórica, a la música electrónica
vinculada a la contracultura, a la música electrónica pop, a la música electrónica comercial, a la que sirve para efectos
especiales en la industria del cine– y que aporta nuevos conceptos estéticos a la música de Latinoamérica. O a la del
mundo en los tiempos de la globalización.

Lo remarcable es que en la obra de Javier Alvarez asistimos a la plasmación de un “lenguaje electrónico”. O sea, de
un modo de sonar que tiene vida propia, que no nos remite al mundo de los instrumentos acústicos porque no quiere
recrear calcos de ellos, que procede estructuralmente a partir de una suerte de taleas y de continuos sonoros que
sostienen la discursividad, apartado por completo de ese viejo y gastado principio que era engarzar un rosario de
efectos electrónicos. En la música de Javier, los principios de la composición escolástica no están ausentes y problemas
específicos de inicio y fin, de cuerpo de la obra, de tensiones, densidades, equilibrios, simetrías, texturas, timbres,
frases, periodos y secciones, están claramente resueltos. La elaboración de una obra electrónica o mixta sigue siendo,
tecnologías aparte, la resolución de un problema musical, no uno de ingeniería. Además, Alvarez sale airoso del reto
que le plantea esa relación dialéctica que hay entre lo expresivo y lo inexpresivo de la música. Ya decía Stravinski
que “la expresión nunca ha sido la propiedad inmanente de la música”4.

La voluntad de no expresar nada – en un abierto anti-romanticismo – ha sido la gran coquetería del siglo XX. Pero
una vez superadas las posturas decodificantes y contestatarias de las vanguardias de la posguerra, el uso de los
instrumentos menos “expresivos” –aquellos con los cuales no se podía cantar, las percusiones– y esos otros, hijos de
la era tecnológica, los instrumentos electrónicos, se pusieron al servicio de una música “otra-vez-expresiva”. O, por

3 Vladimir Jankélevich, La música y lo inefable, Barcelona, Alpha Decay, 2005, p. 58.

4 Igor Stravinsky, Chroniques de ma vie, I, pp. 116, citado en Jankélevich, op. cit, p.80.
lo menos, el uso que en los países del Tercer Mundo tuvieron estos instrumentos reveló una perseverante voluntad de
reflejar una sensibilidad diferente a la europea.

Si Temazcal es la afirmación de un universo donde la imaginación se entronca con el dominio instrumental y el


compositor saca partido de la capacidad de improvisación del maraquero para integrar sus módulos rítmicos a los
sonidos de la cinta electrónica; si en Offrande el sonido de los steelpans se funde con los de origen electrónico y
ambos rebasan los limites de sus posibilidades físicas; si en Así el acero lo caribeño se trasmuta en un folclor
cibernético y clangoroso – Álvarez dixit –; si en Días como Sombra el persistente golpeteo en las placas de madera
trasciende la idea común de recursividad y la percepción es que estamos ante unas marimbas cantarinas; si en Nocturno
y toque la fusión de marimbas y los steeldrums crean un color sumamente original –de madera metalizada o metal
amaderado, si es que son posibles estos neologismos–, entonces la música se ha vuelto otra vez una manera inefable
de “decir”. Cada una de estas propuestas sonoras alcanza esa condición de musicalidad que la hace ser música con
origen, con identidad, con sentido propio. Si se había creído que el mundo de los sonidos electrónicos no tenía que
ver con la condición humana y generaba una música inexpresiva, las obras de Javier rescatan lo musical de estos
recursos –las percusiones, los sonidos electrónicos– y reflejan la mirada de un creador de este lado del mundo, donde
la música es todavía una forma de sentir, de vivir y de creer.

Retomo la idea ya planteada de que en la obra de Javier Alvarez hay una certidumbre de que lo proyectado o planeado
tiene una indudable trascendencia sonora cuando escucho las obras electroacústicas en las que se funden sonidos en
vivo, sonidos de instrumentos acústicos pregrabados y sonidos generados electrónicamente. Para un compositor como
Alvarez, lo electrónico no tiene por qué ceñirse a clichés o estereotipos que la definan como electrónica –sonidos
ululantes, gimientes, terroríficos, siderales, cósmicos, psicodélicos y todos aquellos con los que la cinematografía
hollywoodense y otras han proveído a cintos de películas -, si no que trata a este recurso con la misma naturalidad con
la que escribe para un arpa, un grupo de alientos o cuerdas, o emplea la voz, es decir, como un recurso musical. No lo
gobierna una “poética de lo concreto” –el sonido en bruto–, sino una “poética de lo acústico” –el sonido de nido
siempre como musical–, una certeza de la que careció la temprana musique concrete y los electronic sounds de la
posguerra y aun de la era de Vietnam.

Javier Alvarez no es un vanguardista, sino un posmoderno. No experimenta por experimentar, experimenta para
encontrar lo que ya sabe que está buscando. Unas veces, elementos sencillos como un pulso, un set de notas que rotan
como en un caleidoscopio –incluso con sentido tonal o modal– o patrones rítmicos sobre notas repetidas –el aire
flamenco de Almagre y Azul es un buena referencia–; en otras ocasiones, sonoridades de densidad orquestal como
producto de complejos procesos de montaje, “acordes” que se quiebran como cristales, clústers cuyo papel es el de un
tapiz armónico que sostiene una línea que canta –como en De tus manos brotan pájaros, por ejemplo–. La audición
de obras como Acuerdos por diferencia, Negro fuego cruzado, Sonoroson, De tus manos brotan pájaros, Almagre y
azul o Calacas imaginarias, para diversos recursos acústicos –fagot, guitarras, arpa, clarinetes o coro, obras en las que
el eje central reside en la interacción entre sonidos en vivo y sonidos grabados revelan a un tipo de compositor: el que
controla no sólo la idea musical, la generación de ideas matrices que dan vida a la composición, la inspiración –ese
fugaz soplo que desencadena un acto creador– que se hace metáfora al volverse sonido, sino, y de manera definitoria,
la interacción: La confluencia entre lo que hacen los músicos en vivo, siempre sujeto al azar, a la causalidad, al rubato,
al percance psicológico, y lo que proviene de un material que actúa en un soporte fijo, inalterable, que no cede en el
tiempo ni en el carácter. Las obras de Javier dejan ver cómo esa interacción propone un discurso –en el más barroco
de los sentidos, un texto cuya unívoca lectura sólo puede ser musical– uno de cuyos ejes rectores es el intercambio de
identidades, un no saber a veces si el sonido proviene de los interpretes o de la fuente electrónica. El quid del trabajo
composicional de Javier Alvarez –esa es, pues, la más genuina esencia de la composición en la cultura occidental–
reside en fundir los elementos y recursos en uso, en cohesionar las ideas y los medios en los cuales sonarán esas ideas,
en componer la interacción, en hallar una suerte de fundidos tímbricos, de híbridos sonoros procediendo en el tiempo
–retomo aquí un poco al socaire el concepto de hibridación cultural de García Canclini que explica la esencialidad de
las culturas del siglo XX– que constituyen esa certeza sonora, el grano de ese discurso al que aludí líneas arriba y que
convierten a Javier Alvarez en un creador canónico5.

5 Néstor García Canclini en Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, México, 1990
Cuando de obras puramente acústicas se trata, un acercamiento a su música de cámara me empuja a preguntarme qué
contienen estas obras de intensa escritura. Sabemos que la música significa algo en general sin querer decir nada en
particular. Es el mundo de la abstracción cualitativa. La música, como decía Schopenhauer, no expresa esa alegría
determinada o aquella tristeza en particular, sino que instila en nosotros la melancolía y la alegría en general, la
serenidad en sí y la esperanza sin causas. Y Nietzsche se aventura un poco más: la música no expresa el-dolor- en-
general ni la-alegría-en-general, sino la emoción indeterminada, la pura capacidad emocional del alma. La música
exalta la facultad de sentir, abstrae cualquier sentimiento cualificado, sea pesadumbre, amor o esperanza, y despierta
en nuestro corazón la afectividad en sí, no motivada ni especificada. Traigo a colación una frase dicha por el
compositor que se refiere a que pretende con su música “emocionar al auditor”. En otras palabras, decirle “algo”. Lo
que sea que sea ese algo. Ya me he referido en párrafos anteriores a una cualidad expresiva en la música de Javier
Alvarez y a la manera cómo en esos instrumentos que teníamos por “inexpresivos” él consigue una música que, en un
sentido, nos conmueve, o nos emociona, o despierta nuestro interés, o cuando menos nos entusiasma. La suya no es
una música que deje indiferente al publico.

La composición para Javier Alvarez es un ejercicio que nace de la escucha previa, de la decantación del material
sonoro que va a emplear en una obra. La concreciona en la partitura es sólo el acabado final de un proceso donde el
canto precede al signo, donde la imagen sonora ocurre antes que la prescripción, donde el juego puro encamina la
acción y sólo más tarde se anota. De allí que la lectura de sus obras tenga asegurada la certeza de lo que va
a sonar. Y como todo compositor que se precie de serlo, Alvarez ha acumulado a lo largo de muchos años un
vocabulario, un directorio de recursos, un tesauro de sonoridades, una sistematización de procedimientos, y con ellos
redacta sus obras tendiendo un puente con sus interpretes primero y sus auditores después. Hay en esto un signo que
diferencia a Alvarez de los compositores que le antecedieron. Por eso sostengo que él no es un vanguardista, sino un
posmoderno –sin que, por supuesto, me gusten estas etiquetas para definir a un compositor– ya que, como lo señala
Béatrice Ramaut-Chevassus, entre los signos que distinguen a la música de la posmodernidad está una nueva actitud
de vuelta al pasado, un gusto por el eclecticismo y una demanda de comunicabilidad6.

Las estrategias compositivas de Alvarez casan con esta visión de la música. Recuperar para su música fuentes de
procedencia popular (el mambo, el son jarocho, el son huasteco, el jazz, la música flamenca o la música tropical),
mezclar estos elementos con otros de su propia invención –Villalobos ya había dicho: el folclore soy yo– y lograr
cautivar al escucha definen una manera de componer que ya no pertenece a ese vanguardismo mexicano que se nutrió
de las experiencias del dodecafonismo de Schoenberg, Berg y Webern, del conceptualismo de Cage, del
experimentalismo de Berio o Stockhausen, del ultraserialismo de Babbit, del minimalismo de Reich y del puntillismo
de Xenakis, todos los compositores capaces de decirle a públicos convencionales ¿A quién le importa si usted
escucha? Obviamente, a Javier Alvarez sí le importa establecer un rapport con sus auditores7.

En Jardín de otoño están presentes esos ostinati –de frecuente uso en todas sus obras– que aparecen en primer plano
y ceden su lugar a ideas más amplias, fórmulas melódicas como taleas que ayudan a organizar el virtuoso discurso del
clarinete, formulas rítmicas sobre notas repetidas y, sobre todo en el movimiento final, líneas melódicas quebradas en
el instrumento cantante. Los movimientos lentos alcanzan un lirismo que, sin duda, traduce una intención expresiva
de orden emotivo. Modelo para armar se presenta como una caja de Pandora en la que conviven elementos disímbolos:
aires flamencos, giros de jazz latino, ritmos de cumbia, tropicalismos diversos. Cada instrumento se ocupa de un
elemento concreto, de uno que le es afín o idiomático –las guitaras, los rasgueos flamencos; los alientos madera, unos
giros de jazz latino; las percusiones, bases rítmicas de cariz tropical– que se superponen marcando desfases de
acentuación. La obra es una suerte de tinker toy, en el que los elementos que lo integran pueden entrar y salir sin que

6. Béatrice Ramaut-Chevassus, Musique et posmodernité, París: Presses Universitaires de France, 1998, pp. 7-18, citado en Esteban Hernández Castelló,
“El embrollo de lo posmoderno: Variaciones sobre el significado universal”, Música, lenguaje y significado, Margarita Vega Rodríguez y Carlos Villar-
Taboada, editores, Valladolid, SITEM-Glares, 2001, pp. 71-72.

7. En 1958, Milton Babbit escribió́ un famoso artículo titulado The Composer as Specialist (El compositor como especialista), que, al ser publicado en la
revista High Fidelity, se cambió, sin su conocimiento o consentimiento, por: Who Cares if You Listen? (¿A quién le importa si usted escucha?) que reflejaba
la percepción de mucha gente respecto de la música contemporánea.
se altere la estructura. En Metal de corazones son notorias las evocaciones del mambo a la Bernstein, –“un poema,
una obra de teatro o una novela, dice Harold Bloom, se ve necesariamente obligada a nacer a través de obras
precursoras”– y el ensamblaje de elementos de diversa procedencia cultural. Las características oscilaciones de tercera
menor – que aparecen en muchas de las obras de Javier – sirven de puente para enlazar secciones y mientras duran, se
le superponen pulsaciones metálicas seguidas de rasgueos. Es una música fuertemente ecléctica: una metáfora de la
diversidad, de la pluriculturalidad del México contemporáneo y del mundo donde coexisten sincrónicamente músicas
de diverso alcance y proyección.

En la serie de cuartetos dedicado a las estaciones de metro de la ciudad de México, Metro Chabacano, Metro Nativitas
y Metro Chabacano– la estructura cuasi minimalista y el trabajo de marquetería de las células que dan vida a cada
cuarteto derivan en la creación de un folclore urbano very clangorous que roza en la abstracción, en el mismo sentido
que las Torres de Ciudad Satélite del escultor Mathias Goeritz representan la variopinta diversidad humana que puebla
una de las ciudades más contrastantes del planeta por la extensa gama étnica, social y cultural que la habita.

No creo, pues, equivocarme cuando digo que una de las tareas de la musicología en México, en Latinoamérica, o en
cualquier otro sitio del tercer mundo consiste –en un plazo cada vez más perentorio– en contribuir a establecer el
canon de la creación musical, el de nuestra creación musical. Tampoco creo equivocarme cuando la audición de las
obras de Javier Alvarez me hace evidente que ellas poseen esa amalgama de cualidades que, según Harold Bloom,
son la condición sine qua non para estar en el corazón del canon: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder
cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción. La de Javier Alvarez es una obra que posee agudeza de conocimiento
y solidez técnica, energía musical y poder de invención, la capacidad de mantener el interés, la atención, el asombro
y la admiración de cualquier escucha. En esta música las llamas de esa invención arrasan todo contexto y nos ofrecen
lo que podríamos denominar un valor estético primigenio, al acceso de cualquiera que posea la suficiente cultura y
sensibilidad para escucharla y comprenderla. Y como todas las obras canónicas, destruye la distinción entre lo sagrado
y lo laico, entre lo culto y lo popular, entre lo tradicional y lo novedoso.

Me queda la intima convicción de que los compositores y obras que forman parte del canon lo son por su singularidad,
por su inteligencia, por su sensibilidad, por su destreza técnica y por la certidumbre que dejan en nosotros de que los
sonidos que nos ofrendan son una metáfora del tiempo vivido, del tiempo soñado y del tiempo recordado, pero
transformado en música. El tiempo –ese juez implacable que pone todas las cosas en su sitio– le reservará a la música
de Javier Alvarez un lugar preferente a la hora que llenemos las páginas en blanco de la Historia de la Música de estos
años, cuando declinaba el siglo XX y entraba el que vivimos y en el que este notable compositor es un actor
principalísimo.

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