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La ciencia de Cristo

Uno de los temas monográficos más difíciles de la cristología, es el de la Ciencia de Cristo


(entiéndase ciencia en el sentido del conocimiento). El enunciado clásico de este tema está
en dos cuestiones: la primera, ¿qué era lo que Cristo sabía de sí mismo, del Padre, del mundo,
la Iglesia o el futuro? Y la segunda, ¿de qué modo sabía lo que sabía? El presente apartado
se va a concentrar, sobretodo, en la primera de estas cuestiones, que fue objeto de mucho
estudio por la Comisión Teológica Internacional, que presenta un documento del año 1985
llamado La Conciencia que Jesús tenía sobre sí mismo y su Misión. De manera que se va a
tomar como fuente principal de esta reflexión, las conclusiones que se presentan en este
documento.

¿Quid scitur a Christo? ¿Qué era sabido por Cristo?


Es necesario preguntarse por las herramientas que se pueden poseer para resolver esta
cuestión. Calcedonia (451) puso una ruta de solución, pero que no abandona problemas,
porque allí se dice que Cristo es una sola persona que subsiste en dos naturalezas, en las que
no hay ni mezcla ni división, evitando el monofisismo y el nestorianismo, respectivamente.
Este enunciado pone a la teología en un problema grave, porque al afirmar una sola persona,
también debe afirmarse un solo sujeto, es decir, un solo hypokeimenon, y si esto es cierto,
quiere decir que hay un solo yo, es decir que quien pronuncia la expresión yo soy en los
evangelios, es uno solo, pero el verbo saber es muy diferente si se le mira desde la humanidad
o desde la divinidad.

En efecto, hay tres diferencias con referencia al saber desde la naturaleza humana y el saber
desde la naturaleza divina: primero, el saber humano es progresivo, se va dando poco a poco,
mientras que el saber divino es completo, instantáneo e intuitivo. En segundo lugar, el saber
humano está sujeto a la ignorancia y al error. Por supuesto, el saber divino no tiene estas
características, porque no hay nada que Dios ignore o en lo que pueda equivocarse
potencialmente. En tercer lugar, el saber humano inicia a través de los sentidos, mientras que
el saber divino no requiere de este recurso inmediato sensitivo. Por esto cuando surge la
pregunta sobre lo que sabía Cristo, es necesario afrontar estos grandes contrastes.

El hecho de que se den estas diferencias, es ocasión de una especie de herejías larvadas. Por
ejemplo, se puede llegar a afirmar un monofisismo larvado, en donde se da una acentuación
tal de la divinidad de Cristo, que se puede llegar a la negación del aporte de la naturaleza
divina al misterio de salvación. También se presenta un problema con referencia al tema de
la voluntad de Cristo. En efecto, el concilio III de Constantinopla (681), trata de solucionar
controversias relacionadas con la voluntad y con la libertad humana de Cristo. Se resalta aquí
que Cristo tiene, efectivamente, una libertad humana, porque, de lo contrario, entonces dicha
voluntad no se parece en nada a la del ser humano, y se volvería a caer en el monofisismo, y
se negaría un mérito en el sacrificio de Cristo, porque el mérito supone un acto voluntario
que tiene como característica el ser arduo, difícil, complejo, exigente. Este concilio aborda
esta controversia y se opone al monotelismo (afirmar una sola voluntad en Cristo). Entonces
se afirma que en Cristo hay una verdadera voluntad humana, es decir, que en Cristo no se
puede decir que sólo hay una voluntad divina.

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Hay que abordar el tema de la realidad lingüística del verbo saber: entonces, el verbo saber
(propio de la inteligencia) es distinto en Dios y en el hombre, y el verbo querer (propio de la
voluntad), también se distingue entre Dios y el hombre. Las diferencias en el verbo saber,
descritas anteriormente, también se pueden aplicar a la voluntad en el verbo querer, de hecho,
en el hombre el querer está profundamente marcado por la ignorancia, no se sabe con certeza
lo que se quiere, también se puede dar la concupiscencia, fallas, incoherencias y pecados.
Entonces, sabiendo que tanto el saber, como el querer son tan distintos en la naturaleza
humana y divina, hay que resaltar que el ser del hombre es en proceso, es decir, es, y a la vez,
está siendo. Entonces, por ejemplo, cuando se dice que alguien es un ser humano, ahí hay
una afirmación que es válida en el presente, pero la plenitud de la humanidad en dicho ser,
no está plena aún. Entonces, el verbo ser tiene un doble sentido cuando se habla de seres
temporales.

Esto hay que aplicarlo al ser de Jesucristo: cuando se habla de su ser y de su naturaleza
humana, hay que hacer referencia a este doble sentido. Es decir, que Cristo feto, embrión,
recién nacido, etc., se puede decir que es un ser humano, en estos casos. Pero ¿qué tipo de
ser humano es Cristo? esto sólo tiene una respuesta definitiva, cuando ha terminado todo el
arco de su existencia temporal. Con esto se quiere decir que, en su naturaleza humana, ver a
Cristo mientras se está haciendo (como ejercicio imaginario), Él todavía no es todo lo que
Cristo es en su naturaleza humana. Por supuesto, en su naturaleza divina no hay un cambio
temporal. Entonces, cuando se dice que Cristo es y está siendo, esto vale para el ser y para
todo verbo que brota del ser. Entonces eso quiere decir que, cualquier pregunta sobre el saber
de Cristo, es necesario hacerle este mismo tratamiento: una cosa es lo que se pueda decir del
ser de Cristo a los tres años y otra lo que se pueda decir a los 30 años y otra diferente lo que
se pueda decir cuando ha completado su existencia temporal. Esto es importante porque una
pregunta sobre el saber de Cristo, cuando se limita a una rendija estrecha en el tiempo, se usa
el verbo saber de una forma incompleta, porque el saber de Cristo que depende del ser,
también ha tenido su propia dinámica. De manera que solo se puede preguntar sobre el saber
de Cristo, a la luz del arco de su existencia total.

¿Quomodo scit Christus id quod sit? ¿De qué modo Cristo sabía lo que sabía?
Lo inmediatamente anterior es la introducción a la respuesta de esta pregunta, sin embargo,
no se puede abordar más profundamente. Sólo se puede decir que el verbo scide se debe
interpretar como una realidad que se cumple a la vez en el tiempo, y como una realidad que
solo es plena cuando Cristo termina toda su existencia. Entonces, de algún modo, la
humanidad de Cristo está incompleta hasta que resucita, porque la humanidad de Cristo es la
humanidad resucitada. Entonces, la pregunta que el ser humano se hace con respecto a lo que
Cristo sabía debe hacerse desde su resurrección, es decir, ¿qué es lo que sabe el resucitado?
Esta es la pregunta que se pudiera responder, porque, cualquier otro uso del verbo saber, tiene
un uso incompleto (en efecto, no es posible conocer lo que Jesús sabía exactamente en un día
hora y momento determinado durante su vida en la tierra). Entonces, el ser humano sólo
puede dar respuesta de su ser, cuando termina todo el arco de su existencia espacio-temporal.
Eso es lo único que se puede afirmar sobre esta pregunta. Entonces, Cristo fue sabiendo cada
vez más de Dios y de él mismo, cuando vivió su experiencia histórica en el mundo.

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Documento de la CTI: La conciencia que Jesús tenía de Sí mismo y su Misión.
Este documento hace referencia a lo que se dijo anteriormente sobre la historicidad de los
evangelios, en donde hay que recordar que la transmisión del mensaje evangélico se da en
tres fases: apostólica, comunitaria y textual. También se dijo que las condiciones en las que
se da el paso de la fase uno a la fase dos y de la fase dos y la fase tres, obliga a reconocer la
verdad sustancial que permanece, es decir, negar dicha verdad, produce muchas más
preguntas. Sobre la base de esta historicidad del texto, la CTI afirma:

Nuestro estudio se limita a algunas grandes afirmaciones sobre aquello de que Jesús tenía
conciencia con respecto a su propia persona y su misión. Las cuatro proposiciones que siguen
se sitúan en el plano de lo que la fe ha creído siempre con respecto a Cristo. Deliberadamente
no entran en las elaboraciones teológicas que intentan explicar este dato de fe. Por tanto, no
se trata aquí de intentar formular teológicamente cómo esta conciencia ha podido articularse
en la humanidad de Cristo. (CTI, 1985, introducción)

En efecto, el documento tiene cuatro proposiciones, que responden a la pregunta sobre ¿qué
era sabido por Cristo? a través de los comentarios. Lo que indica la cita anterior, es que los
aportes del documento no se centran en el quomodo, sino que lo que sabía Jesús, ya que el
cómo es casi imposible de resolver. Los autores, entonces, se pueden basar en los evangelios
porque realmente tienen una historicidad cierta. Pues bien, hay que mirar la proposición
primera:

La vida de Jesús testifica la conciencia de su relación filial al Padre. Su comportamiento y


sus palabras, que son las del «servidor» perfecto, implican una autoridad que supera la de los
antiguos profetas y que corresponde sólo a Dios. Jesús tomaba esta autoridad incomparable
de su relación singular a Dios, a quien él llama «mi Padre». Tenía conciencia de ser el Hijo
único de Dios y, en este sentido, de ser, él mismo, Dios. (CTI, 1985, introducción)

Esta es la más audaz del documento, porque va directo al ser de Cristo. Es decir, Cristo
asume, desde sus acciones, el ser divino. Es decir, Cristo tenía conciencia de su ser divino,
pero desde la perspectiva del Dios de Jesucristo, que manifiesta su poder curando y
perdonando. Ahora bien, la conciencia del poder divino en Cristo, no es la de un Dios que
hace lo que quiere, porque esto sería un dios pagano. Cristo tenía conciencia que era Dios,
pero también sólo se sabe cómo es Dios, a través de Jesús. Se puede decir que este es el
resumen de toda la paradoja de la cristología.

La predicación apostólica pos pascual que proclama a Jesús como Hijo y como Hijo de Dios,
no es el resultado de un desarrollo tardío en la Iglesia primitiva; está ya en el corazón de las
más antiguas formulaciones del kerigma, confesiones de fe o himnos (cf. Rom 1, 3s; Flp 2,
6ss). San Pablo llega a resumir el conjunto de su predicación en la expresión «el evangelio
de Dios acerca de su Hijo» (Rom 1, 3. 9; cf. 2 Cor 1, 19; Gál 1, 16). A este respecto son
particularmente significativas también las «fórmulas de misión»: «Dios ha enviado a su Hijo»
(Gál 4, 4; Rom 8, 3). La filiación divina de Jesús está, por tanto, en el centro de la predicación
apostólica. Ésta puede ser comprendida como una explicitación, a la luz de la cruz y de la
resurrección, de la relación de Jesús a su Abbá. (CTI, 1985, 1.1)

Cuando un grupo grande ha tenido acceso a una información, cambiar dicha información no
es nada fácil, eso pasó con el testimonio de las personas que transmitieron el mensaje de

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Cristo en las primeras comunidades cristianas, por lo cual, es difícil pensar en una
elaboración demasiado tardía de los evangelios, apelando a que su contenido es solo fruto de
la piedad de los cristianos posteriores a las primeras generaciones de apóstoles.

La designación de Dios como «Padre» que ha llegado a ser pura y simplemente la manera
cristiana de nombrar a Dios, se remonta a Jesús mismo: es éste uno de los datos más seguros
de la investigación histórica sobre Jesús. Pero Jesús no sólo ha llamado a Dios «Padre» o «mi
Padre» en general, sino que, dirigiéndose a él en la oración, lo invoca con la designación de
Abbá (Mc 14, 36; cf. Rom 8, 15; Gál 4, 6). Hay allí algo nuevo. La manera de orar de Jesús
(cf. Mt 11, 25) y la manera de orar que enseña a sus discípulos (cf. Lc 11, 2) sugieren la
distinción (que será explícita después de Pascua; cf. Jn 20, 17) entre «mi Padre» y «vuestro
Padre», y el carácter único e intransferible de la relación que une a Jesús con Dios.
Anteriormente a la manifestación de su misterio a los hombres había en la percepción humana
de la conciencia de Jesús una percepción singular muy profunda, la de su relación al Padre.
La invocación de Dios como «Padre» implica consecuentemente la conciencia que Jesús tenía
de su autoridad divina y de su misión. No sin razón se encuentra en este contexto el término
«revelar» (Mt 11, 27 par.; cf. Mt 16, 17). Consciente de ser aquel que conoce a Dios
perfectamente, Jesús sabe, por tanto, que es, al mismo tiempo, el mensajero de la revelación
definitiva de Dios a los hombres. Es y tiene conciencia de ser «el» Hijo (cf. Mc 12, 6; 13,
32). A causa de esta conciencia, Jesús habla y actúa con una autoridad que corresponde
propiamente sólo a Dios. La actitud de los hombres con respecto a él, a Jesús, es lo que decide
su salvación eterna (Lc 12, 8; cf. Mc 8, 38; Mt 10, 32). Por ello, Jesús puede llamar a su
seguimiento (Mc 1, 17); para seguirle es necesario amarle más que a los padres (Mt 16, 37),
ponerle por encima de todos los bienes terrestres (Mc 16, 29), estar dispuesto hasta a perder
la vida «por mí» (Mc 8, 35). Habla como legislador soberano (Mt 5, 22. 28, etc.) que se coloca
por encima de los profetas y reyes (Mt 12, 41s). No hay otro maestro más que él (Mt 23, 8);
todo pasará salvo su palabra (Mc 13, 31). (CTI, 1985, 1.2)

En Marcos 12, 6, hace referencia a la peculiaridad y al carácter único del su Hijo que es
enviado en último término, el verdadero, el más importante. De manera que Jesús tenía
conciencia de tener realmente un carácter único como Hijo y como enviado del Padre.
Cuando pide lo que pide, se nota una conciencia plena de lo que pide y desde la posición en
que lo pide, según los evangelios. Además, el hecho de autoproclamarse como Señor del
Sábado, es un indicio absolutamente claro de que Cristo, realmente, tenía conciencia de su
procedencia, de su naturaleza y de su relación filial directa con el Padre. En conclusión, a
esta parte, incluso desde el punto de vista histórico, está confirmado que la predicación
apostólica de Jesús, como Hijo de Dios, esta afirmada sobre su consciencia misma de ser
enviado por el Padre. La proposición segunda, que habla de la misión básica de Cristo, dice
lo siguiente:

Jesús conocía el fin de su misión: anunciar el Reino de Dios y hacerlo presente en su persona,
sus actos y sus palabras, para que el mundo sea reconciliado con Dios y renovado. Ha
aceptado libremente la voluntad del Padre: dar su vida para la salvación de todos los hombres;
se sabía enviado por el Padre para servir y para dar su vida «por la muchedumbre» (Mc 14,
24). (CTI, 1985, 2)

Esto indica que lo fundamental de la misión de Cristo era conocida por Él, no es algo que lo
toma por sorpresa, no se le impone por las circunstancias del pueblo, por la situación social

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o por cualquier acción extrínseca a Él. Por el contrario, su misión proviene de su íntima,
profunda y única relación con el Padre, y Cristo tiene consciencia de esto.

La predicación apostólica de la filiación divina de Cristo implica igual e inseparablemente


una significación soteriológica. En efecto, el envío, la venida de Jesús en la carne (Rom 8,
3), bajo la ley (Gál 4, 4), su abajamiento (Flp 2, 7) apuntan a nuestro levantamiento: hacernos
justos (2 Cor 5, 21) y enriquecernos (2 Cor 8, 9), hacer de nosotros hijos por el Espíritu (Rom
8, 15s; Gál 4, 5s; Heb 2, 10). Tal participación en la filiación divina de Jesús, que se realiza
en la fe viva y se expresa particularmente en la oración de los cristianos al Padre, supone la
conciencia que Jesús mismo tiene de ser Hijo. Toda la predicación apostólica reposa sobre la
persuasión de que Jesús sabía que él era el Hijo, el Enviado del Padre. Sin tal conciencia de
Jesús, no sólo la cristología, sino también toda la soteriología carecería de fundamento. (CTI,
1985, 2.1)

Aparece una expresión nueva: enviado, lo cual quiere decir que Jesús no obra por cuenta
propia, por lo tanto, se da en Él una obediencia filial de amor al Padre.

La conciencia que Jesús posee de su relación filial singular a «su Padre» es el fundamento y
el presupuesto de su misión. A la inversa, se puede de su misión inferir su conciencia. Según
los evangelios sinópticos, Jesús se sabía enviado para anunciar la buena nueva del Reino de
Dios (Lc 4, 43; cf. Mt 15, 24). Para esto ha salido (Mc 1, 38 griego) y venido (cf. Mc 2, 17).

A través de su misión a favor de los hombres se puede, al mismo tiempo, descubrir a aquel,
del que él es el enviado (cf. Lc 10, 16). En gestos y en palabras, Jesús ha manifestado el fin
de su «venida»: llamar a los pecadores (Mc 2, 17), «buscar y salvar lo que está perdido» (Lc
19, 10), no abolir la Ley, sino llevarla a cumplimiento (Mt 5, 17), traer la espada de la decisión
(Mt 10, 34), echar fuego sobre la tierra (Lc 12, 49). Jesús se sabe «venido» no para ser servido,
sino para servir «y para dar su vida en rescate por la muchedumbre» (Mc 10, 45). (CTI, 1985,
2.1)

Entonces, la muerte de Cristo no es un accidente que sucede al final, sino que es algo de lo
que Él tiene consciencia y de dar la vida de forma voluntaria.

La misión, recibida del Padre, no se le impone exteriormente, le es propia hasta el punto de


coincidir con todo su ser: ella es toda su vida (6, 57), su alimento (4, 34); él no busca más
que ella (5, 30), porque la voluntad de aquel que lo ha enviado, es toda su voluntad (6, 38),
sus palabras son las palabras de su Padre (3, 34; 12, 49), sus obras las obras del Padre (9, 4),
de manera que puede decir de sí mismo: «Quien me ha visto, ha visto al Padre» (14, 9). (CTI,
1985, 2.3)

Se puede ver cómo la misión de Cristo implica dos cosas grandes: primera, su misión, que
viene del Padre, no de las circunstancias. Y segundo, que en esa misión se revela quién es el
Padre, en otras palabras, sin Cristo el hombre no sabría quién es el Padre. Ahora bien, si
Cristo se sabe enviado, entonces quiere decir que tenía consciencia de su pre-existencia. Esto
lo expresa el siguiente numeral:

La conciencia que Jesús tiene de su misión implica, por tanto, la conciencia de su


«preexistencia». En efecto, la misión (temporal) no es esencialmente separable de la
procesión (eterna), ella es su «prolongación». La conciencia humana de su misión «traduce»,

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por así decirlo, en el lenguaje de una vida humana, la relación eterna al Padre. (CTI, 1985,
2.4)

La manera como Cristo es en el mundo y entre los hombres, es el lente que la criatura tiene
para saber cómo es Él en la Trinidad. Por eso, algunos teólogos van a decir que la Trinidad
económica es la misma Trinidad inmanente, porque la forma como Cristo se comporta con
el Padre, permite inferir el modo eterno como Él procede del Padre.

Pero esta misma relación del Hijo encarnado al Padre se expresa, al mismo tiempo, de manera
«kenótica». Para poder realizar la obediencia perfecta, Jesús renuncia libremente (Flp 2, 6-9)
a todo lo que podría entorpecer esta actitud. No quiere, por ejemplo, servirse de las legiones
de ángeles que podría tener (Mt 26, 53), quiere crecer, como un hombre, «en sabiduría, en
edad y en gracia» (Lc 2, 52), aprender la obediencia (Heb 5, 8), afrontar las tentaciones (Mt
4, 1-11 par.), sufrir. Esto no es incompatible con las afirmaciones de que Jesús «sabe todo»
(Jn 16, 30), que «el Padre le ha mostrado todo lo que hace» (Jn 5, 20; cf. 13, 3; Mt 11, 27), si
estas afirmaciones se comprenden en el sentido de que Jesús recibe de su Padre todo lo que
le permite cumplir su obra de revelación y de redención universal (cf. Jn 3, 11. 32; 8, 38. 40;
15, 15; 17, 8). (CTI, 1985, 4.4)

Esto tiene que ver con lo que se decía del ser temporal de Cristo, que se completa cuando
termina el tiempo. Entonces, cómo se puede decir que Cristo lo sabía todo y que el Padre le
ha mostrado todo lo que hace. La respuesta es la siguiente: el Padre le permite saber a Cristo
todo lo que necesita para realizar su obra de redención universal, de modo que efectivamente
hay un crecimiento en Cristo, pero su pleno saber sólo se puede encontrar en la resurrección,
desde el punto de vista de la naturaleza humana. En síntesis, la novedad de esta segunda
afirmación es: Cristo es el enviado, las circunstancias externas no son las que imponen el fin
de su vida, y que, por ende, se sabe enviado y esto garantiza la conciencia de su pre-
existencia. La tercera dice:

Para realizar su misión salvífica, Jesús ha querido reunir a los hombres en orden al Reino y
convocarlos en torno a sí. En orden a este designio, Jesús ha realizado actos concretos, cuya
única interpretación posible, tomados en su conjunto, es la preparación de la Iglesia que será
definitivamente constituida en los acontecimientos de Pascua y Pentecostés. Es, por tanto,
necesario decir que Jesús ha querido fundar la Iglesia. (CTI, 1985, 3)

Este es un tema muy discutido en cristologías actuales, porque constantemente se afirma que
Cristo quería un reino de paz y de justicia, pero el resultado consecuente a la mera acción
humana fue la Iglesia, que no encarna los ideales de Cristo. Pero esta afirmación se presenta
que, por medio de la historicidad de las escrituras, se puede afirmar que Cristo
verdaderamente quería y fue su voluntad fundar la Iglesia. En efecto, se presentan actos
concretos con los que se puede afirmar esta voluntad: la elección de los doce, la instrucción,
el poder, la misión dada a ellos. Ahora bien, esto no descarta que, efectivamente, la Iglesia
caiga en situaciones egocéntricas, en eclesio-centrismo, cuya expresión más dañina y nociva
es el clericalismo, buscando privilegios propios. Pero el hecho de que algunas estructuras
eclesiales se corrompan no quiere decir que toda ella se tenga que corromper. Más bien hay
que pensar que a todos los bautizados corresponde ser cuidadosos para no caer en estos
vicios. En síntesis, ¿ha querido Cristo fundar la Iglesia? el documento responde: “Sí, pero
esta Iglesia es el pueblo de Dios que él reúne a partir de Israel, a través del cual busca la

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salvación de todos los pueblos. Pues Jesús se sabe enviado y envía a sus discípulos, en primer
lugar, «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6; 15, 24)” (CTI, 1985, 3.2)

La proposición cuarta dice lo siguiente:

La conciencia que tiene Cristo de ser enviado por el Padre para la salvación del mundo y para
la convocación de todos los hombres en el pueblo de Dios implica, misteriosamente, el amor
de todos los hombres, de manera que todos podemos decir que «el Hijo de Dios me ha amado
y se ha entregado por mí» (Gál 2, 20). (CTI, 1985, 4)

Es decir, el amor de Cristo no es genérico, sino que, de alguna manera, dicho amor se hace
personal en cada hombre.

La predicación apostólica implica, desde sus primeras formulaciones, la convicción de que


«Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (1 Cor 15, 3), que «se ha
entregado por nuestros pecados» (Gál 1, 4), y esto en concordancia con la voluntad de Dios
Padre que lo «ha entregado por nuestras faltas» (Rom 4, 25 en griego pasivo teológico; cf. Is
53, 6), «por todos nosotros» (Rom 8, 32), «para rescatarnos» (Gál 4, 5). Dios que «quiere que
todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4), no excluye a nadie de su designio de salvación
que Cristo abraza con todo su ser. Toda la vida de Cristo desde su «entrada en el mundo»
(Heb 10, 5) hasta el don de su vida es un único «por nosotros». Así lo ha predicado la Iglesia
desde el comienzo (cf. Rom 5, 8; 1 Tes 5, 10; 2 Cor 5, 15; 1 Pe 2, 21; 3, 18 y alibi).

Si ha muerto por nosotros, es que nos ha amado. «Cristo nos ha amado y se ha entregado por
nosotros como oblación» (Ef 5, 2). Este «nosotros» son todos los hombres que quiere reunir
en su Iglesia: «Cristo ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella» (Ef 5, 25). Ahora bien,
la Iglesia no ha comprendido este amor como una actitud general solamente, sino como un
amor tan concreto que mira a cada uno personalmente. Así ve la Iglesia las cosas cuando oye
a san Pablo recordar el respeto a los débiles: «No vayas por un alimento a causar la pérdida
de aquel por quien Cristo ha muerto» (Rom 14, 15; cf. 1 Cor 8, 11; 2 Cor 5, 14s). A los
Corintios, divididos en partidos, Pablo mismo plantea la pregunta: «¿Está dividido Cristo?
¿Ha sido Pablo crucificado por vosotros?» (1 Cor 1, 13). Y con respecto a sí mismo, Pablo
que, sin embargo, no ha conocido a Jesús «en los días de su carne» (Heb 5, 7), podrá afirmar:
«Vivo en la fe del Hijo de Dios que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2, 20).

En el corazón de nuestra fe se encuentra este misterio: la inclusión de todos los hombres en


este amor eterno con que Dios ha amado al mundo hasta dar a su propio Hijo (Jn 3, 16). «He
aquí en lo que hemos conocido el amor. Él [es decir, Cristo] ha dado su vida por nosotros»
(1 Jn 3, 16). En efecto, «el buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10, 11); él las conoce
(Jn 10, 14) y las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3).

Por haber conocido este amor personal de cada uno, tantos cristianos se han comprometido
en el amor por los más pobres, sin discriminación, y continúan dando testimonio de este amor
que sabe ver a Jesús en cada uno «de estos hermanos míos pequeñísimos» (Mt 25, 40). «Se
trata de cualquier hombre, ya que cada uno está comprendido en el misterio de la Redención
y por este misterio Cristo se ha unido con él para siempre». (CTI, 1985, 4.1,3,4)

Recapitulando se puede decir: Cristo sabía de su relación única con el Padre, además, muestra
con sus comportamientos y palabras, que está a un nivel superior de autoridad y que dicha
relación filial es la de quien se sabe Hijo único de Dios y verdadero Dios. También, Cristo

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sabe que hay una misión, por la cual ha sido enviado y no son las circunstancias las que
marcan el desenlace de su vida, sino el anhelo que corresponde a la voluntad del Padre. A la
vez, el saberse enviado, implica que Cristo sabe de su pre-existencia. Por último, Cristo sabe
que el designio de salvación se realiza en el anuncio del reino y por la constitución de la
Iglesia, es decir, que esta no es el resultado inesperado de lo que quedó en los apóstoles al no
estar físicamente Cristo. No obstante, ese querer de Cristo puede ser traicionado por la
vanidad y el deseo de poder humano. entonces, el aspecto institucional de la Iglesia también
es parte del saber y del querer del mismo Cristo e implica de parte del creyente una gran
responsabilidad para no caer en eclesio-centrismos ni en clericalismos. Por último, se dice
que el amor de Cristo implica una ofrenda que se hace concreta en cada creyente, al punto de
poder decir que “Me amó y se entregó por mí”.

Referencia
Medina, N. (2019). Tratado de Cristología: Estudio sobre la ciencia de Cristo. Bogotá:
USTA. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=ZAskQCXkT8s

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