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�?NDICE
I. INTRODUCCIÓN.
II. JUSTIFICACIÓN DE LA INTERVENCIÓN PÚBLICA EN EL MEDIO
AMBIENTE.
1. Justificación económica.
2. Fundamento jurídico-constitucional de la intervención en el sector ambiental.
III. TRIBUTOS ECOLÓGICOS
1. Caracterización y naturaleza del tributo ambiental.
2. Tipología de los tributos ambientales.
IV. CONDICIONANTES DE LOS TRATADOS DE LA UE ANTE LA
TRIBUTACIÓN AMBIENTAL.
1. Principios de la política de medio ambiente en los Tratados.
2. Eventuales límites comunitarios a las propuestas de fiscalidad ambiental
I. INTRODUCCIÓN.
Preocupación por el medio ambiente en la sociedad.
Así se ha desarrollado durante la segunda mitad del siglo XX una preocupación por el
medio ambiente, ante el deterioro creciente de éste que se producía en los países
industrializados como contrapartida al crecimiento económico. Un Estado de Bienestar,
sustentado (o sustentador, todavía no está claro) en una Sociedad de Bienestar no podía
permitir la degradación total del entorno vital del ser humano, pues es a su vez una
degradación de la propia persona.
Medio ambiente se vincula por tanto a calidad de vida. Pero también se tiene en cuenta
la repercusión de las conductas actuales en las generaciones futuras, que no deben ser
víctimas de los errores presentes. Se asume una conciencia de la irreparabilidad, a muy
largo plazo, de las agresiones medioambientales.
La fiscalidad ambiental puede ser un instrumento muy poderoso en mano de los poderes
públicos para la consecución de los fines ambientales. Esta materia ha sido tratada con
interés por la Teoría Económica, en cuanto sea una opción que se concilia con el
mercado y con los objetivos de eficiencia económica; y por el Derecho, en cuanto la
fiscalidad ambiental sea conciliable con los principios y conceptos jurídico- tributarios,
con la articulación competencial de los Estados, y con las exigencias derivadas de
Acuerdos Internacionales.
Parece claro que el crecimiento económico trae causa en la producción, que no es más
que un proceso de transformación de recursos, esto es, un proceso de contaminación.
Por tanto a mayor crecimiento económico mayor degradación de la calidad del medio
ambiente; podríamos decir que es un crecimiento hipotecado, que no contempla la
realidad del empobrecimiento del entorno. Este empobrecimiento del entorno es un
verdadero coste dentro del proceso de producción. Coste que no es apreciado ni
valorado por los agentes económicos, produciéndose una externalización de los precios,
ya que la degradación del entorno se convierte en un coste asumido por el conjunto de
la sociedad.
Esta situación supone la pérdida de eficacia del sistema, al quebrarse los presupuestos
de plena información de los agentes económicos y de valoración real de los procesos
productivos; productos muy baratos en el mercado (a priori más eficientes) no lo serían
si tuviéramos en cuenta que realmente su elaboración supone un coste añadido de
carácter medioambiental. Nos encontramos con la tarea de conciliar los objetivos de
crecimiento económico, eficiencia del sistema productivo y protección del medio
ambiente. Nace así la idea de desarrollo sostenible que se inserta en los más modernos
textos internacionales.
Existen dos propuestas teóricas diferentes sobre la más adecuada para realizar la
internalización del coste medioambiental en el proceso productivo. Desde los
postulados de la Economía del Bienestar, PIGOU, en los años 20, es el primero en
formular la utilidad de los tributos con finalidad ambiental. Dado que se manifiestan
unas economías externas negativas cuyo efecto puede evaluarse, y cuyo agente
responsable se conoce, el sector público puede interiorizar el coste social
medioambiental interviniendo principalmente mediante impuestos. Quien contamina
paga, y de este modo se incentiva la reducción de la producción hasta el límite más
adecuado desde el punto de vista social.
Será COASE quien desde los años 60 realizará un planteamiento radicalmente contrario
al de PIGOU. Para este miembro de la Escuela de Chicago es precisa realizar una
evaluación previa de los interese contrapuestos para ver cuales son más importantes.
Desde su punto de vista, podría llegar a ser aceptable la degradación medioambiental de
una zona si dicha degradación sirve para sustentar la vida económica de las
comunidades de la zona. Por eso, la mejor forma para ponderar estos intereses es la
creación de un mercado entre los agentes económicos contaminantes y contaminados de
derechos de contaminación, que conducirá a las situaciones más eficientes.
La presión social que hemos citado antes, junto a la explicación económica del apartado
anterior ha tenido un reflejo definitivo en el ámbito jurídico. Así, las Constituciones
modernas tienen referencias en sus textos al medio ambiente. De hecho, en el plano
dogmático se discute si el medio ambiente debe ser considerado como uno de los
derechos humanos, objeto de una protección especial. Hablamos entonces de los
denominados derechos humanos de tercera generación, derechos que son de carácter
colectivo, con una titularidad difusa que se proyecta hacia las generaciones futuras.
El tenor de la Constitución Española de 1978 es distinto, aunque eso no quiere decir que
brinde una protección deficiente al medio ambiente. El artículo 45, dentro del Capítulo
III (“De los principios rectores de la política social y económica”) del Título I de la
Constitución Española, establece en su apartado 1º que “todos tienen el derecho a
disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el
deber de conservarlo”. Continúa estableciendo en el apartado 2º que los poderes
públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de
proteger y mejorar la calidad de vida y defender y restaurar el medio ambiente,
apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva. Finalmente, el apartado 3º ordena
que para “quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior, en los términos que la ley
fije, se establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas, así como la
obligación de reparar el daño causado”.
Por otra parte, se legitima la intervención de los poderes públicos para ordenar y vigilar
las actividades de los particulares que puedan perjudicar al medio ambiente, así como la
garantía de su disfrute colectivo. Podemos decir entonces que nos encontramos, además
de ante un derecho-deber de los particulares, ante una tarea constitucional encomendada
a los poderes públicos. El medio ambiente, entendido como entorno saludable se
vincula, a la calidad de vida, esto es, a la dignidad de la persona a la que se refiere el art.
10 CE; y a la solidaridad colectiva, que debemos entender como inter e
intrageneracional.
El artículo 45 indica la vía en la que se desarrollará esta tarea constitucional dentro del
sector de la legislación disciplinaria medio ambiental. Por un lado se establece en el
nivel constitucional la obligación de reparación del daño causado al medio ambiente.
Esta afirmación constitucional está muy cerca, aunque no es lo mismo, del principio
contaminador-pagador; en todo caso obliga a establecer un régimen para la imputación
de la responsabilidad ambiental. Por otro lado, se legitima en el nivel constitucional la
protección penal del bien jurídico medio ambiental, y la potestad sancionadora de las
Administraciones Públicas.
Notemos que la mención de este precepto al medio ambiente y al régimen jurídico que
se prevé no implica la asunción en el nivel constitucional de la titularidad del mismo,
sino la posibilidad de desarrollar una trama normativa para asegurar el disfrute colectivo
del medio ambiente, el uso racional de los recursos (léase desarrollo sostenible), la
conservación y defensa del medio, así como su restauración y, finalmente las posibles
atribuciones de responsabilidad civil, administrativa o penal. Será una opción del
legislador el desarrollar estos principios, así como la posible demanialización de los
recursos, según establece el artículo 132 [3] . Démonos también cuenta del reverso a la
afirmación que inicia este párrafo, y es que las potestades públicas para la defensa,
protección y restauración del medio ambiente aparecen con independencia de la
titularidad de los bienes medioambientales.
Para calificar un tributo como ecológico debe atenderse a su estructura, de modo que en
ella se refleje la finalidad de incentivar la protección del medio ambiente. En la
configuración de los tributos ecológicos o ambientales debemos reflexionar, desde esta
perspectiva, sobre cual es la posibilidad, de entre las que ofrece nuestro sistema
tributario, más conveniente para la consecución de los fines medioambientales. Un
primer punto de análisis sería el de determinar el índice económico más adecuado para
ser gravado. Renta, patrimonio y consumo (tráfico de bienes) son los índices
económicos objeto de tributación, el llamado objeto- material del tributo. De ellos, sólo
el tráfico de bienes parece ser un índice adecuado para la tributación ambiental, ya que
es el único a través del que se puede encontrar relación directa entre una actividad
contaminante y una manifestación de capacidad económica, fundamentando así el
establecimiento de un tributo. Los otros dos índices pueden ser tenidos en cuenta,
ocasionalmente, dentro de algunos de los elementos del tributo, originando
desgravaciones o recargos, o teniendo incidencia en el hecho imponible o en la base,
etc., pero no fundando una figura tributaria [4] .
Sin embargo, hemos de tener en cuenta las posibilidades que ofrece el Derecho dentro
del ordenamiento tributario para el uso de los tributos con finalidad extrafiscal. La
propia Ley General Tributaria establece que los impuestos. Podrán cumplir finalidades
más allá de la simplemente recaudatoria. Esta idea adopta carta de naturaleza
definitivamente con la STC 37/87 [5] , que entiende que la capacidad económica
presente en los tributos puede serlo de forma potencial, asumiendo la finalidad
extrafiscal primordial que puede darse en algunos tributos. La finalidad extrafiscal
consistirá en la consecución de alguno de los objetivos del ordenamiento jurídico
político; se justifican así indistintamente tributos de control o tributos incentivadores.
Sin entrar ahora en el debate dogmático sobre la extrafiscalidad o sobre este concepto
lato de capacidad económica, podemos afirmar la posibilidad de establecer una figura
tributaria cuya finalidad no sea recaudatoria, sino que responda a la finalidad de
incentivar conductas tendentes a la conservación, en sentido amplio, del medio
ambiente.
Debemos recalcar que es la finalidad incentivadora del respeto al medio ambiente lo que
caracteriza la tributo como ecológico o medio ambiental, y no la eventual afectación de
los recursos obtenidos a sufragar determinados gastos de carácter medio ambiental. La
Ciencia Económica no acepta la afectación de los tributos porque ocasiona distorsiones
en los mecanismos de toma de decisiones, perjudicando la eficiencia del mercado.
Desde la perspectiva del Derecho tributario sabemos que rige un principio general de no
afectación de los ingresos públicos, excepcionable únicamente por ley. Más aún, la
afectación de lo recaudado a una finalidad determinada es algo ajeno a la estructura del
tributo o a su naturaleza; incide en el Derecho del Gasto Público, pero no en el del
Ingreso Público o Tributario.
A. Impuestos.
La base imponible ha de ser la medida del daño ambiental que se pretende evitar; por
eso es criticable el Impuesto balear sobre Instalaciones que inciden en el medio
ambiente, que tiene una base monetaria que no se relaciona en absoluta con la actividad
gravada. Se debe tener en cuenta que la finalidad del impuesto es evitar la
contaminación, por lo que los sistemas de estimación objetiva han de basarse en
elementos que incentiven la reducción de la contaminación, como el tipo de
instalaciones o de materias primas utilizadas en los procesos productivos. En caso
contrario, el impuesto no superará el test de idoneidad. Además debe ofrecerse al sujeto
pasivo la posibilidad de tributar en el régimen de estimación directa.
El tipo de gravamen no ha de hacer prohibitivas las emisiones gravadas, pues en tal caso
debería establecerse una sanción, y no un impuesto. El sujeto sometido al impuesto
debería ser, en virtud del principio quien contamina paga, aquel sobre el que tenga
mayor incidencia el incentivo fiscal; en todo caso, esto no obliga al legislador a
establecer un sistema de repercusión legal del impuesto.
2. Tasas.
Desde la perspectiva de la fiscalidad ambiental, podemos distinguir entre las tasas por
prestación de servicios ambientales y las tasas por el aprovechamiento especial de los
bienes ambientales. Las tasas por prestación de servicios ambientales podrían tener
efectos incentivadores si se crean nuevos servicios de protección ambiental de elevado
coste o si se refleja en su importe el diferente coste del servicio en función de las
conductas más o menos contaminantes (v. gr. Distinta tasas por recogida de basuras en
función de su depósito en contenedores diferenciados). El precio de la tasa encontraría
su límite en el coste del servicio, lo que según la interpretación del Tribunal Supremos
se vincula a la recaudación total de la tasa y no a cada cuantía individual, por lo que
podría imponerse tarifas progresivas.
A continuación vamos a hacer una breve reseña de los principios de carácter medio
ambiental que se recogen en los Tratados, haciendo especial hincapié en el principio
quien contamina paga, para seguidamente analizar las normas relativas al mercado
interior que condicionarán las futuras medidas fiscales nacionales de carácter ambiental.
Estos principios, recogidos en el artículo 174.2 TCE, pretenden evitar los riesgos de
daños ambientales, así como impedir el futuro agotamiento de los recursos naturales. Su
aplicación es viable incluso en los casos en los que no exista una plena certeza científica
de los efectos en el medio ambiente de una determinada actividad. Esto puede
relacionarse con la fiscalidad ambiental; cuando no existe esa certeza sobre los efectos
medio ambientales es más apropiada la adopción de medidas desincentivadoras, en vez
de prohibiciones que deberían plantearse sólo ante daños reales y conocidos.
Este principio también se relaciona con un criterio de prevención, ya que busca evitar
que la lesión ambiental se produzca, como alternativa ventajosa a la reparación del daño
causado. También existe relación con el principio quien contamina paga: las medidas de
protección ambiental deben incidir sobre el agente contaminante para que éste
modifique su conducta.
El principio quien contamina paga es el principio que guarda una mayor relación con la
fiscalidad ambiental, tanto desde su perspectiva económica como desde la jurídica.
Antes hemos mencionado como el principio quien contamina paga nace el ámbito de las
ciencias económicas, pretendiendo reflejar en el precio de las actividades y productos
contaminantes las deseconomías externas causadas por el deterioro del medio ambiente.
El desarrollo del principio quien contamina paga se proyecta sobre instrumentos de
protección ambiental, como la responsabilidad civil por daños al medio ambiente; pero
especialmente sobre el ordenamiento jurídico-financiero y sobre las concretas categorías
jurídico tributarias preexistentes (hecho imponible, base imponible, incentivos fiscales,
subvenciones).
No obstante, los tributos ambientales no son una exigencia obligada de este principio.
Hay que tener además en cuenta que este principio debe de conciliarse con los
principios de justicia y solidaridad en el sostenimiento de los gastos públicos, que se
manifiesta en el criterio de la capacidad económica. Y más cuando comprobamos que el
principio quien contamina paga, no es un principio de carácter fiscal, sino un criterio de
imputación de las responsabilidades que atiende al daño causado en un supuesto
concreto, mientras que los tributos se refieren a la sostenibilidad de los gastos públicos
según la capacidad económica (criterio general y abstracto).
Debe quedar claro que nos encontramos ante un principio que obliga al resultado, esto
es, a que los costes de la contaminación recaigan en el agente causante con la finalidad
de evitar así la contaminación misma. Por eso aparece como el mejor medio para
introducir el interés ambiental en el ordenamiento jurídico y sobre todo en el tributario.
En cuanto al aspecto tributario, hay que señalar que las medidas fiscales que se
pretendan desarrollar han de ser respetuosas con los principios generales del mercado
interior comunitario.
El artículo 25 TCE prohibe entre los Estados miembros los derechos de aduana de
importación y exportación o exacciones de efecto equivalente. Esta prohibición de
aplicará también a los derechos de aduana de carácter fiscal. Según el TJCE las
exacciones de efecto equivalente son toda aquella carga pecuniaria, impuesta
unilateralmente, cualesquiera que sean su denominación y técnica, que grave las
mercancías nacionales o extranjeras debido a su paso por la frontera, cuando no sea un
derecho de aduana propiamente dicho [13] . No hay medida de efecto equivalente si el
tributo forma parte de un régimen general de gravámenes internos que abarque
categorías de productos según criterios objetivos desvinculados del origen de los
productos, salvo que el efecto equivalente a un derecho de aduana se hubiera encubierto
con una exención de la producción nacional.
El artículo 90 TCE establece que ningún Estado gravará directa o indirectamente los
productos de los demás Estados miembros con tributos internos, cualesquiera que sea su
naturaleza, superiores a los que graven directa o indirectamente los productos
nacionales similares. Asimismo, ningún Estado miembro gravará los productos de los
demás Estados miembros con tributos internos que puedan proteger indirectamente
otras producciones. Se prohibe así que un producto importado pague impuestos
superiores a los de un producto nacional similar; si no existieran productos similares, no
se podría tampoco proteger otra producción nacional.
El artículo 28 TCE establece que quedarán prohibidas entre los Estados miembros las
restricciones cuantitativas a la importación así como todas las medidas de efecto
equivalente; lo mismo hace el art. 29 con respecto a las importaciones. Estas
prohibiciones pueden ser excepcionadas cuando existan “justificadas razones de orden
público, moralidad y seguridad públicas, protección de a salud y vida de las personas y
animales y seguridad públicas, preservación de los vegetales, protección del patrimonio
artístico, histórico o arqueológico nacional o protección de la propiedad industrial o
comercial, protección de la salud y vida de las personas. No obstante, tales
prohibiciones o restricciones no deberán constituir un medio de discriminación
arbitraria ni una restricción encubierta al comercio entre los Estado miembros”.
El artículo 71 TCE señala que hasta que se adopte la normativa comunitaria sobre el
transporte internacional, “ ningún Estado miembro podrá, sin el acuerdo unánime del
Consejo, hacer que las diferentes disposiciones que estuvieran regulando esta materia el
1 de enero de 1958 o, para los Estados que se hayan adherido, en la fecha de su
adhesión, produzcan efectos que, directa o indirectamente, desfavorezcan a los
transportistas de los demás Estados miembros con respecto a los transportistas
nacionales”.
Las Directrices distinguen tres tipos de ayudas: incentivos a la inversión para proteger el
medio ambiente, medidas horizontales de apoyo (investigación, información) y ayudas
al funcionamiento (subvenciones, desgravaciones de impuestos y exacciones medio
ambientales y ayudas a los consumidores de productos no contaminantes). Dentro de
estas últimas, que son las que nos interesan dentro de nuestro estudio, la Comisión sólo
admite dos supuestos: financiación pública de los costes adicionales de recogida,
recuperación y tratamiento de residuos en el ámbito local a favor de empresas y
consumidores; y beneficios fiscales temporales en impuestos ecológicos. Las
exenciones en impuestos ecológicos podrán autorizarse siempre que sea necesario para
compensar una pérdida de competitividad, especialmente a escala internacional.
También deberá tenerse en cuenta la contribución de la empresa a las medidas para
reducir la contaminación. En la práctica sólo parece posible reducir las exenciones
relativas a tributos sobre las emisiones (y no sobre el tráfico de bienes), que son las que
recaerían sobre empresas radicadas en el territorio de un Estado.
BIBLIOGRAF�?A Y DOCUMENTACIÓN
AA. VV. (ed. Y�?BAR STERLING) Fiscalidad ambiental; Ed. Cedecs, Barcelona,
1998.
BORRERO MORO, C. J., Límites del Derecho comunitario a los tributos ambientales;
NUE nº 193, febrero de 2001.
HERRERA MOLINA, P. M., Derecho tributario ambiental, Ed. Marcial Pons, Madrid,
2000.
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[2] Este concepto amplio se usa en la legislación sobre impacto ambiental. Al respecto,
ver HERRERA MOLINA, P. M., Derecho tributario ambiental, Ed. Marcial Pons,
Madrid, 2000, páginas 23 y ss.
[3] El art. 132 CE señala que son bienes de dominio público estatal los que determine la
ley, y en todo caso, la zona marítimo terrestre, las playas, el mar territorial y los
recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental.
[4] Ver VAQUERA GARC�?A,A., Fiscalidad y medio ambiente, Ed. Lex Nova,
Valladolid, 1999, página 122 y ss.
[9] El artículo 175.5 TCE señala algunas excepciones que pueden darse a este criterio
en atención a la producción de costes que se consideren desproporcionados para las
autoridades públicas.
[10] Ver AEMA op. cit., y HERRERA MOLINA, op. cit., pag. 45.
[12] Su única base podría encontrarse en las competencias subsidiarias (ant. Art. 235
TCEE) en relación con la referencia a la mejora del nivel de vida (ant. Art. 2 TCEE), así
como en las potestades de aproximación de los ordenamientos nacionales en orden al
establecimiento del mercado común (ant. Art. 100 TCEE).
[14] De todos modos, la prohibición de beneficios fiscales derivada del principio quien
contamina paga no es una prohibición absoluta, sino susceptible de ponderación jurídica
con relación a otros objetivos comunitarios.