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Dinámicas culturales de configuración sexo-genérica - Silvia Elizalde

1. Introducción
El vínculo entre educación y diferencias de género y sexualidad nos remite al origen y a la
constitución misma de las más diversas modalidades de intervención social en los procesos de
enseñanza/aprendizaje (formales e informales). Sin embargo, en las últimas décadas la discusión
académica sobre estos temas se ha tornado innegablemente central, tanto por los cambios
culturales y políticos ocurridos en las condiciones más amplias de formulación de las identidades
y prácticas de orden sexual y genérica, como por los debates públicos suscitados por la sanción
de numerosas normativas sobre estas materias. Algunas de ellas involucran directamente al
campo educativo (como la ley de Educación Sexual Integral en Argentina) mientras que otras lo
interpelan fuertemente en términos de su compromiso con las transformaciones democráticas y
con los desafíos de la interculturalidad en las sociedades contemporáneas.
En este marco, la autora nos invita a problematizar la relación entre géneros, sexualidades y
formas de regulación cultural e institucional de estas diferencias, desde un conjunto múltiple y
articulado de perspectivas de análisis -provenientes de los estudios culturales, la teoría de género
y feminista y los aportes de la pedagogía crítica- a fin de proponer una relectura actualizada de
algunas conceptualizaciones claves sobre genero y sexualidad para abordar luego sus
entrecruzamientos con el campo educativo.

2. Repasar la identidad en contextos plurales


Existe un generalizado consenso en la opinión pública por caracterizar a las sociedades actuales
como “multiculturales”, “pluriétnicas” o, “hibridas”, en alusión a la heterogeneidad cultural e
identitaria que las transversalizaría como resultado de distintos procesos históricos de
descolonización de cada país, de la internalización de la producción y el consumo, el
debilitamiento de los marcos tradicionales de pertenencia individual y colectiva, etc. que, hasta
hace algunas décadas atrás, parecían funcionar como: una sociedad = una cultura.
Desde la Segunda Guerra Mundial, la cuestión de lo multicultural en los países occidentales se ha
incrementado, se ha vuelto más notoria.
En América Latina, Néstor Garcia Canclini planteaba ya hace unos años, la dilución de la clásica
conceptualización socioespacial de identidad, y la necesidad de trabajar con una definición
sociocomunicacional de la misma.
Porque, finalmente, ¿qué significa afirmar que vivimos en sociedades multi y/o interculturales?
Stuart Hall propone reservar el término “multicultural” a su función de adjetivo calificativo, en tanto
“describe las características sociales y los problemas de gobernabilidad que confronta toda
sociedad en la que coexisten comunidades culturales diferentes intentando desarrollar una vida
en común a la vez conservar algo de su identidad original”. Distingue, así, este concepto del de
“multiculturalismo”, el cual supone que así como existen diferentes sociedades multiculturales,
también existen diferentes “multiculturalismos” o “políticas de identidad”.
Para bien o para mal estamos inevitablemente implicados en este nuevo perfil social “posglobal”
en el que las identidades resultan de configuraciones históricas contingentes y no remiten a
ninguna esencia fundacional ni a ningún legado o continuidad inexorable como por ejemplo, el
origen biológico, es evidente que el campo de la educación no puede postergar la reflexión sobre
sus implicancias epistemológicas, cognoscitivas y prácticas.
Del mismo modo, es claro que alumnos/as y educadores debemos examinar críticamente los
retos que el conjunto de las diferencias culturales instalan en las aulas.
De aquí, pues, que el desafío teórico pase por advertir que “la heterogeneidad (identitaria) remite
a la posibilidad de articular el carácter productivo de las diferencias culturales (en términos de los
saberes, experiencias, modos de organización, etc.) con la dimensión clasista de la desigualdad
y la opresión, que se refuerza y/o profundiza en su nombre.”
Para la perspectiva de los estudios culturales que estamos presentando esto requiere del
despliegue de una doble teórica y política:
 Por un lado, desarticular la noción misma de identidad como “lugar sustantivo de
autentificación” o como entidad primordial o pre-constituida por un atributo distintivo que
reflejaría una diferencia en un mapa de posicionamientos jerárquica y priorísticamente
organizados.
 Por el otro, analizar críticamente, en simultáneo, el vínculo de las distinciones culturales con la
desigualdad, la pobreza, la exclusión y los obstáculos puestos a distintos grupos en el acceso
a los circuitos de la decisión que afectan sus condiciones de existencia.
En este marco, las identidades son entendidas como espacios de lucha ideológica que articulan
las experiencias de los sujetos con sus posibilidades históricas de percepción de esa experiencia
a través del lenguaje. Constituyen puntos inestables de identificación, de posicionamiento, y de
articulación de diferencias a partir de diversos antagonismos, por lo que a) tienen efectos reales,
materiales y simbólicos en la experiencia concreta de los sujetos, b) operan como arena de
disputa por la fijación del significado, c) son espacios de respuesta o cuestionamiento de modo de
dominio político y de regulación ideológica de las distinciones en juego. Esto las vuelve
necesariamente procesuales, políticas, relacionales, históricas, y no “meramente culturales” sino
en tensa y permanente conexión con lo social y lo político.
Es esta consideración del contexto más amplio proporcionado por todos los “otros”, en relación
con los cuales la “particularidad” adquiere un valor relativo, la que nos permite afirmar que todas
las identidades son constitutivamente inconclusas y que se construyen dentro de relaciones de
poder. “Cada identidad se cimenta en una exclusión y, en ese sentido, es un ‘efecto del poder’”
Ahora bien, el abordaje crítico de la diferencia y la identidad que estamos presentando reclama
para sí un proceso reflexivo y de intervención que avance en la construcción de “una diversidad
de nuevas esferas publicas en las que todas las particularidades se transformarán al verse
obligadas a negocia en un horizonte mayor” (Hall, 2010)
Esto es crucial para la exploración de las diferencias de género y sexualidad en las dinámicas
institucionales del campo educativo. Es decir, mantenga el carácter relacional de si significado y
alcance respecto del de todos los demás elementos en juego, de forma tal que las preguntas
claves no sean tanto “¿Quién soy?” o “¿Cuál es mi identidad?” sino aquellas que eviten la
reificación atributiva (“soy gay”, “soy mama adolescente”, “es el trolo de la clase” etc.) Y, más
importante aún, que dichas diferencias de género y sexualidad sean las que nos pongan a los/as
educadores, a los/as padres y a los/as estudiantes a revisar nuestros propios sistemas de
referencia, normas y valores. Por ejemplo: “¿Cómo, dónde y cuándo soy?” (Raspisardi)
Se trata, claro, de un segerente desafío al cual muy probablemente adhieramos de modo abierto
quienes estamos ocupados/as y compretidos en la reflexión sobre el impacto de los cambios
culturales.

3. Género y sexualidades: Conceptos con historia


Como todo concepto, los de género y sexualidad tienen una historia específica de significados,
valores, prácticas a las que han sido asociados en cada época y lugar, de acuerdo con
condiciones sociales e institucionales concretas, intereses en juego, etc.
No hay una única ni univoca definición de género y sexualidad, aunque el sentido común, por un
lado, y el discurso de las ciencias sociales, por el otro, ocupen lugares “fuertes” en los procesos
más amplios de significación en estas materias. Por supuesto que muchos otros discursos
científicos (la biología, la medicina y la genética) disputan también la hegemonía categorial de
estas nociones, como así mismo lo hacen los discursos jurídicos y religiosos, entre varios más.
Todos ellos operan, fundamentalmente, sobre “lo no dicho” en su entorno.
Precisamente eso “no dicho” remite con frecuencia a lo dado por supuesto, a lo implícito. En esta
línea, el sexo (y la sexualidad) siguen siendo tácitamente presupuestos en el discurso social más
amplio como una práctica fundamentalmente heterosexual y reproductora, entramada con la
genitalidad y nomenclada por el discurso médico hegemónico.

El siglo XIX es reconocido por la historiografía como el momento en el que sexo heterosexual
dentro del matrimonio se consagra como la vía “normal”. Lo cual hace que todo los demás modos
posibles de expresión de los placeres sexuales resulten estigmatizados y convertidos en objeto
permanente de vigilancia, control y/o condena. (Elizalde, Pastori, Melo, 2007)
En efecto, en el siglo XX, adquirieron otra dimensión tanto el fenómeno de la diferencia sexual
como el de la diversidad en el campo de las sexualidades. “En su transcurso de desarrolló la
resistencia al estereotipo y a los imperativos del `lado de afuera`” (Ibídem). Si bien a fines del
siglo XIX ya se había impulsado por el primer feminismo “la contribución de las personas
afectadas, la lucha de mujeres, de los homosexuales y de la gama de agencias que representan a
los sujetos transgéneros, transexuales e intersexuales” (Barrancos) como parte de las
transformaciones sociales y culturales que se precipitaron en el XX y que cambiaron
profundamente las estructuras de configuración sexo-genética en nuestras sociedades.
Pero ¿cómo fue posible esta conmoción en los modos de concebir, experimentar y expandir las
fronteras de lo que las identidades y las actuaciones de género y sexualidad significan en el
campo de la subjetividad, la política, la vida en común y el ejercicio ciudadano? Barrancos
reconoce 4 grandes rupturas para la emergencia de una “nueva era de reconocimientos”:
 La disolución del vinculo entre sexualidad y reproducción
 La extinción del código de la heterosexualidad obligatoria.
 La posibilidad de reproducción sin acto sexual.
 El goce sexual como un derecho humano.
La llamada “segunda ola del feminismo” encarnó la demanda de un amplio colectivo de mujeres
respecto de vivir y expresar la sexualidad sin la prescripción obligatoria de la reproducción, los
juzgamientos androcéntricos y los mandatos morales que pesaban sobre ellas.
Lo llamativo es que, junto con el aflojamiento de ciertas prescripciones sobre la “normalidad”
sexual y los mandatos de género, o la erosión del dogmatismo religioso en las interpretaciones
privadas de la moral construida en torno a las prácticas del deseo, persisten también actualizados
núcleos de sexismo, doble moral y homo/lesbo/trans fobias que hablan de un sustrato
reaccionario en vigot de la importancia de un trabajo inter e intrageneracional en clave de género,
sexualidad y derechos (Elizalde, 2011, 2012)
Es claro, entonces, que se impone hacerse nuevas preguntas sobre las condiciones de
producción, reinterpretación y experimentación del genero y sexualidad fundamentalmente de
cara al compromiso del trabajo formativo que nos pone en relación.

4. Género y sexualidad: articulación compleja


La diferencia más extendida de “género” plantea que este concepto corresponde a la construcción
cultural de la diferencia sexual (Lamas, 1997). Ésta definición, así planteada, implicaría un
contrapunto explicito respecto de “sexo”, ya que este último, conlleva o se refiere a algo del orden
de la naturaleza, de la distinción biológica de lo “no culturalmente construido”.
En sus esfuerzos por deconstruir críticamente esta dicotomía asentada en la yuxtaposición
genero/cultura versus sexo/naturaleza, la teoría feminista y el llamado campo de “estudios de
género” basado en un enfoque histórico, no taxonómico de las diferencias culturales, lucharon
temporalmente por romper con la distinción tajante y absoluta entre estas categorías (sexo y
género).
Sin dudas los trabajos de Simone de Beauvoir, Gayle Rubin y Joan Scott sirven como ejemplos
de des-naturalización del concepto. Ésta última, plantea que genero debía entenderse como un
sistema complejo de producción, simbolización e interpretación cultural de las diferencias
sexuales, organizadas en dos universos que atraviesan la totalidad de prácticas y relaciones
colectivas: el universo que nombra lo “masculino” y el que refiere a lo “femenino”. Ambos ordenes
articulan de modo diferencial los elementos distintivos entre los sexos y los traducen en múltiples
desigualdades que van desde las representaciones sociales sobre el significado de “mujer” y
“varón”, pasando por los discursos normativos (religioso, político, educativo, etc.) que indican
como leer y producir identidades de género en cada contexto, hasta las instituciones abiertamente
creadas a partir de la división sexual, como el mercado laboral, la familia.
La autora Judith Butler, entre otras, han criticado con agudeza las definiciones que, como la
propuesta de Joan Scott, no ponen nunca en cuestión la existencia de dos formas de
organización de las prácticas sexuales, a las que se hacen coincidir con dos identidades
igualmente excluyentes como las de “varón” y “mujer”. Para Butler este modo de conceptualizar
binariamente el vinculo entre “genero” y “sexo” parte de pensar a la heterosexualidad como un
priori no problemático.
Su propuesta consiste, en cambio, en desestabilizar la estructura heterosexual hegemónica y
establecer una conceptualización más flexible del género y pensarlo como “una complejidad cuya
totalidad se pospone permanentemente” y que, por lo tanto, “nunca aparece completa una
determinada coyuntura en el tiempo”
Más allá de las sugerentes discusiones, existe un acuerdo general en los planteos feministas en
sostener que “género” y “sexo” no son dos dimensiones excluyentes entre sí. Del mismo modo,
tampoco son producto de la determinación unívoca de la cultura y de la naturaleza
respectivamente, ni de la total libertad de elección de los/as sujetos. Tanto el sexo como el
género pertenecen al orden de las diferencias críticas sobre las que la cultura, la ideología y el
lenguaje operan construyendo jerarquías y organizando arbitrariamente el poder, aunque sin
hegemonizarlo nunca por completo (Elizalde, 2013)
De hecho, la jerarquía impuesta por el sistema de género no es nunca sólo una construcción
social que utiliza la diferencia “real” biológica como excusa, del mismo modo que la creencia de la
existencia de solo dos sexos no es un hecho que pueda ser afirmado con fundamento en la
realidad (Butler 1990; Clough 1994; Simons 1999)
En este marco, el hecho de que una travesti sea discriminada socialmente no responde de forma
mecánica al sexo con el que ha nacido, o a su eventual transformación quirúrgica u hormonal,
sino a la trasgresión (actuar en contra de una ley, norma, pacto o costumbre) que su orientación
sexual y genérica supone para el modelo dominante de heteronormatividad y binaridad
hombre/mujer.
Ahora bien, ¿cómo construyen los discursos sociales más amplios, significados fijos y
frecuentemente estereotipados sobre la diferencia de género y sexualidad?
En principio, buena parte de las regulaciones producidas alrededor de estas diferencias
descansan en la efectividad y ubicuidad de binarismo como matriz de construcción e
interpretación de la sociedad.
Desde esta perspectiva, el proceso ideológico de “biologización” de la mujer y de la condición
femenina ha servido históricamente como argumento para la consolidación de un orden opresivo
basado en la disyunción binaria y jerarquizante de los sexos como principio organizador del
patriarcado” (Rowbothan, 1979) y de la dominación masculina (bourdieu, 1998).
En este marco, la naturalización de qué “es” un hombre y qué “es” una mujer, que se espera de
cada una de estas configuraciones identitarias, qué tareas deben o están capacitados para
desempeñar unos y otros, etc. estabilizan los significados de masculinidad y feminidad en
representaciones sociales diferencias y desiguales entre sí.
Para concluir, afirmamos que la visión dominante de la masculinidad parte de la lectura de los
cuerpos, continúa en las relaciones sexuales, y se amplía a todos y cada uno de los campos de lo
social: el espacio, el trabajo, la familia, las relaciones sociales, y por supuesto, la escuela
(Ibídem).

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