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Temas para Ejercicios

Espirituales

Michel Ledrus, S. J.
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ÍNDICE

Presentación 6

PRIMERA SEMANA

1. El Proyecto 8
2. El título de los Ejercicios 10
3. Principio y fin de los Ejercicios 13
4. El respeto al Señor 15
5. Retiro 17
6. "Creado para el hombre" 20
7. La Morada celestial 23
8. Desconocimiento del Amor Divino 27
9. Pecado contra el Espíritu 30
10. ¡Ay de mí si no evangelizara! 33
11. El Señor ama la verdad 35
12. La gracia de una impresión sensible
del castigo infernal 38
13. Remisión, Redención, Reconciliación 42
14. El retorno del amor penitente 45
15. En el corazón de la vida de fe 48

SEGUNDA SEMANA

16. La verdad de las narraciones evangélicas 53


17. El llamamiento del Rey Eterno 55
18. Jesús concebido en la humillación 58
19. Jesús nace en la experiencia
de la indigencia 61
20. Jesús, el esperado 63
21. Jesús en la vida común 66

3
22. Jesús entra en estado
de obediencia evangélica 68
23. Jesús quiere ser bautizado
por Juan Bautista 70
24. Jesús en oración solitaria 72
25. El desafío de las "Dos banderas" 76
26. Una jornada de Jesús:
Jesús todo para todos 79
27. Espíritu de elección 84
28. Ascesis de la elección perfecta 89
29. Los tres grados de humildad 94
30. Amor tibio, amor ferviente,
amor perfecto del Rey Eternal 98

TERCERA SEMANA

31. La unción de Betania 100


32. La triunfal entrada del Rey Eterno 102
33. Últimos días del ministerio de Jesús 106
34. La nueva Pascua 108
35. La Oración de la Agonía 111
36. Jesús entregado por judas 113
37. Jesús ante el Sanedrín 115
38. Pedro pasa por la criba 117
39. La hermosa confesión ante Poncio Pilato .. 119
40. "Dio testimonio bajo Poncio Pilato" 121
41. Del Pretorio al Calvario 123
42. Ante el Crucifijo 126
43. La muerte del Hijo del Hombre 128
44. La sepultura del Crucificado 131

CUARTA SEMANA

45. El Señor Resucitado visita


a su Santísima Madre 134

4
46. La aparición a las almas
abnegadas y dóciles 137
47. Jesús se manifiesta a Juan,
a Simón Pedro y a María Magdalena 139
48. Persiguiendo a los desertores 141
49. Apariciones - fuera de programa 144
50. El desayuno preparado en la playa 146
51. La rehabilitación de Simón Pedro 149
52. La Iglesia mandataria de Cristo
en los Apóstoles 151
53. La elevación a. la vida celestial 154
54. El don del Espíritu Vivificador 156
55. Haz trabajo de evangelizador 158
56. Hacia la Asunción 160
57. Buscar a Dios en todas las cosas 164

5
PRESENTACIÓN:

Ofrecemos ahora la traducción de estos Temas para


los Ejercicios espirituales que, publicados primero en
francés y después en italiano, ya han alcanzado en
poco tiempo varias ediciones en los dos idiomas. Esto
nos habla del valor y profundidad espiritual que en
ellos se encuentran.

El autor -hombre eximio en el conocimiento de la


espiritualidad de San Ignacio de Loyola y en otras
espiritualidades; y encargado de dar en Roma los
Ejercicios de mes a los Jesuitas que ya han terminado
el período de formación-, dedica especialmente estos
Temas a los hijos de San Ignacio, que hacen la Tercera
Probación, antes de su incorporación definitiva en la
Compañía de Jesús.

Pero aquí también encontrarán materia muy fecunda


para la reflexión y la oración las personas -no jesuitas-,
que quieran hacer con seriedad los Ejercicios de San
Ignacio. Esto, sobre todo, es lo que nos anima para
hacer ahora la presente publicación en castellano.

Sobra decir que estos Temas no sólo son de gran


utilidad para el tiempo de Ejercicios propiamente
dicho, sino también para orar con ayuda de ellos
durante el año.

"Estos Temas no están terminados -nos dice su autor-,


como pinturas al fresco, sino que son como ventanas
abiertas sobre el horizonte evangélico. Para los
Ejercicios de ocho días, el ideal sería el lograr llegar a
contentarse con dos temas por día, como en el
recogimiento más profundo del mes de Ejercicios. Sin

6
embargo de ordinario será prácticamente aconsejable
escoger cuatro o cinco temas para evitar la
desocupación".

Los temas para los Ejercicios de ocho días -sugeridos


por el mismo P. Michel Ledrus-, podrían ser los
siguientes:

Primer día: Temas: 2; 3; 4; 5


Segundo día: Temas: 6; 8; 9; 10
Tercer día: Temas: 11; 12; 14; 15
Cuarto día: Temas: 17; 19; 20; 24
Quinto día: Temas: 25; 26; 27; 28
Sexto día: Temas: 30; 34; 35; 37
Séptimo día: Temas: 39; 42; 43; 44
Octavo día: Temas: 50; 52; 53; 54

Esperamos que este trabajo cumpla con su fin; no es


otro sino ayudar a hacer los Ejercicios de San Ignacio,
o en otras palabras, ayudar a disponer a la persona
para que "el mismo Criador y Señor se comunique ...
abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola
por la vía que mejor podrá servirle" (Ejercicios, n. 15),
y "para que el Criador y Señor obre más ciertamente
en la su criatura" (Ejercicios, n. 16).

Finalmente damos las gracias a las Religiosas de Jesús


María y especialmente a la Rev. M. María del Rosario
Arañó, R. J. M. (Roma), por la ayuda que nos prestó
para la publicación de estos Temas.

Gabriel Ochoa Gómez, S.J.

7
1

EL PROYECTO

El ejercicio ignaciano de la oración señala una


elevación gradual del corazón humano (Sal. 84, 6; Ej.
n. 75), humildemente victorioso de su corrupción
carnal, hacia la comprensión cristiana de la inefable
felicidad divina prometida a nuestra fe (2 Cor. 4, 17
ss.; Ej. nn. 21; 23) : hacia esta claridad de la Ley
interior de caridad que mantiene al hombre ocupado
en la contemplación del Señor y lo dirige en su misión
de ayudar a las almas, a la mayor gloria de Dios
(Fórmula Instituti, n. 1; Proem. Constitutionum S. J.;
Ej. nn. 15; 180; J. Nadal: claritas occupans ac dirigens
in Orationis Observationes, pág. 41).

El mes de Ejercicios practicado en el umbral de la vida


religiosa (Examen General, 4, 10), ha marcado el
primer paso decisivo en esta conversión espiritual: el
desasimiento de la mundanidad, es decir de la
instalación del corazón a distancia de Dios. El nuevo
mes de retiro (Const. VI, 2, 5: "...y se recogen para
insistir en las cosas espirituales, algún lugar apartado
de la común habitación. ."), propuesto a mi liberalidad
en los linderos de mi incorporación definitiva al
trabajo evangélico en la Compañía, debe marcar un
perfeccionamiento en la abnegación de mi mismo y
establecerme sólidamente en la humildad y en la
obediencia (Const. III, 1, 27; V, 2, 1; Mt. 18, 3).

Estoy invitado a renovar y conformar mi voluntad


primera, fundamental, carismática, de pertenecer a la
Compañía de Jesús, para militar en ella bajo el
estandarte de la Cruz vida religiosa: 2 Tim. 2, 4) en el
solo servicio del Señor y de la Iglesia su esposa, bajo
la autoridad de su Vicario en la tierra (= vida

8
apostólica : Gal. 1, 10) ; voluntad declarada al
comienzo de la Fórmula de mi Instituto.

En la medida en que los años de probación religiosa no


hubieran formado todavía en mí al "hombre espiritual
solícito en el seguimiento de Nuestro Señor" (Const.
VI, 3, 1) ésta habría fallado. (Const. X, 2). Pero nada es
imposible para Dios. El es fiel y me sigue ofreciendo
sus gracias de elección con una profusión de la que el
ritmo de la irradiación solar no es más que una figura.
(2 Cor. 4, 6; Polanco, Directorio de los Ejercicios
Espirituales cap. 1). El Señor reserva misteriosas
preferencias para los obreros de la hora undécima, que
tienen fe en "su justicia" y no dudan de su liberalidad
redentora (Lc. 23, 42 s.)

El meollo de los Ejercicios es la íntima penetración del


Evangelio, de la Palabra viva y operante de Dios (de la
cual la palabra externa no es más que el sacramento),
Palabra portadora de la verdadera justicia, Palabra
destinada a cortar toda componenda entre el hombre
espiritual y el hombre animal, a proyectar su luz sobre
toda la conducta, a criticar la sinceridad de las
disposiciones y motivaciones del corazón (lib. 4, 12).

Cuántas vidas religiosas han permanecido estériles,


mediocres, insípidas, porque la Palabra de Dios no ha
sido nunca acogida por ellas, ponderada, asimilada,
integrada en su naturaleza. La fuerza ardiente del
Espíritu Santo no ha podido investirlas, y estos
religiosos no lograron salir de su morada, de sí
mismos, de su propia voluntad.

Los ternas que siguen han sido elaborados para abrir


al espíritu de fe y a la industria personal del
ejercitante, campos de reflexión y de oración,
susceptibles de ser cultivados respectivamente a lo

9
largo de una media jornada; si le parece oportuno,
podrá platicar diariamente con su director espiritual
(Ejercicios nn. 2; 11; 12; 62; 118 s.).

"Dar" los Ejercicios, no es propiamente un ministerio


de la Palabra, sino una cooperación al ministerio del
Espíritu Santo que asiste (paraklésis) al fiel para que
produzca los frutos de la Palabra, respondiendo al
cultivo del Padre y aceptando la colaboración humana
de los miembros de Cristo (Le. 8, 8; 1 Cor. 3, 9).

EL TITULO DE LOS EJERCICIOS


(Ejercicios, n. 21)

El espíritu de San Ignacio es un espíritu de trabajo, de


colaboración cristiana (1 Cor. 3, 9; 1 Tes. 3, 2;
Ejercicios n. 95) : es el espíritu de San Pablo que
reconoce que la gracia de Dios lo ha llevado a trabajar
más que todos los demás apóstoles; (1 Cor. 15, 9 s.), es
el Espíritu del Señor Jesús que trabaja sin descanso, a
semejanza de la actividad de su Padre (Jn. 5, 17; Ej. n.
236).

En esta dialéctica "obrera", el sentido de los Ejercicios


espirituales que emprendo se precisa con exactitud.
Los Ejercicios espirituales utilizan la Sagrada
Escritura memorizada (tornada en serio), para formar
al hombre de Dios integral, (artios) equipado para
toda obra buena (2 Tim 3, 17), educado religiosamente
con vistas a su ministerio eclesial (Efes. 4, 12; Const.
X, 2 s.). Entiendo por esto poner mi vida en orden, en
orden de marcha, en orden estable de buen
funcionamiento, (katartismos) con el fin de elegir y

10
realizar la tarea santificadora, divinamente asignada a
mi "jornada" en este mundo (2 Cor. 13, 11).

En este trabajo (intrínsecamente individual) de


preparación espiritual del "obrero cualificado", lo que
me incumbe es actuar de tal manera que ya no elija
equivocadamente, que ya no me deje determinar por
ninguna afección, desordenada, que ya no me
distraiga de mí tarea providencial.

Estas afecciones desordenadas tienen su origen en la


depravación (nativa y adquirida, consciente e
inconsciente) de mi naturaleza pecadora. Mi "alma" —
mi vida espiritual— está encarcelada en este "cuerpo"
corruptible; me encuentro "desterrado" en medio de
los animales guiados por sus instintos (Me. 1, 13; Rom.
7, 18-25; Ej. 47). En este "hombre viejo", el hombre
terreno, el hombre desviado, los Ejercicios
contribuirán a la regeneración completa

del "hombre nuevo", del hombre "santificado en la


verdad", del hombre espiritual, imitador del Adán
Celeste (1 Cor. 15, 45-49; Efes. 4, 22-24).

Se impone en primer lugar una victoria sobre mí


mismo, sobre el rebelde y el esclavo que subsisten en
mí. Para tomar parte en "la gran batalla" empeñada en
el cielo (Ap. 12, 7; Lc. 11, 21 s.), es preciso haber
"conquistado mi alma" (Mt. 16, 26) ; está en juego mi
salvación, solidaria de la de mi prójimo; el uso de mi
libertad señala el momento crítico del Reino de los
Cielos. La victoria sobre mí mismo es la de Cristo en
mí. (Le. 11, 21-26).

11
Todo trabajo compromete para vencer una resistencia:
la resistencia hace que la energía sea luminosa (Mt. 5,
15 s.). Es necesario haber superado la afección
desordenada para restituir al corazón la auténtica
espontaneidad humana y "ajustarla" (como dice San
Agustín), a la espontaneidad divina, para dedicarme
sinceramente, sencillamente, enteramente, a buscar, a
encontrar y a cumplir lo que Dios espera de mí, a fin
de colmar de El mismo la verdadera expectación de
todo mi ser, en su gloria y en mi salvación.

El adiestramiento para esta victoria, para esta


búsqueda, para esta acogida, para esta respuesta
efectiva, se lleva a cabo ante todo en la oración misma
(Ej. n. 16), en la oración ascética (Le. 11, 13; 1 Tim. 4,
7; Hb. 5, 14), intermedia entre la oración cósmica que
se ocupa de las cosas temporales (Mt. 8, 2; 1 Tim. 2, 2)
y la oración apostólica (Fil. 1, 1-11; Efes. 6, 18 s.).

He de comenzar, pues, por extender a todo el conjunto


de este retiro la "oración preparatoria" sugerida para
entrar en la oración, (Ej. n. 46) y la repetiré a menudo.
Me detendré a reflexionar en que "el orden" que aquí
se pide es más que el resultado de mi esfuerzo: este
orden está expresado de modo pasivo: "sean
puramente ordenadas ..."; se trata de dar libre curso a
la gracia operante, al cumplimiento espiritual de mi
ordenación sacramental. El orden que deseo y suplico,
el ordenamiento integral de toda mi vida "en servicio y
alabanza de su Divina Majestad", sobre el cual me
preparo a concentrar durante este retiro toda mi
actividad, todo mi esfuerzo, es ni más ni menos mi
inserción efectiva en el Reino de la Verdad y del
Espíritu de Cristo (Jn. 4, 23; Col. 3, 15), la

12
incorporación de la rectitud de corazón en todo mi
proceder, gracias a los siete dones del Espíritu Santo.
Dios se da como recompensa a aquellos que le buscan
(lib. 11, 6).

¡Señor, qué pocos son vuestros obreros...!

PRINCIPIO Y FIN DE LOS EJERCICIOS


(Ejercicios, nn. 5; 234)

La eminente Realidad expresada en toda realidad


creada (lúgubremente olvidada en nuestros días y
neciamente despreciada hasta en el seno de algunos
grupos religiosos) es la eterna Propensión de Dios
hacia cada uno de nosotros (Sal. 13, 1-3; Rom.1, 21):
Amor íntimamente presente, universalmente
operante, luminosamente transparente (Ej. mi. 235-
237). Que El me ama y se ha entregado por mi (Gal. 2,
20), permanece, desgraciadamente tal vez también
para mí, en el trasfondo habitual, más bien que en el
primer plano actual de mis pensamientos.

El amor de mi Creador debería hacerme


generosamente indiferente al goce de las cosas de aquí
abajo. Pero acaso ¿ no ha sido mi interés por este goce
de las cosas terrenas el que me ha hecho a veces
indiferente a. los intereses y a la posesión de Dios? (Ej.
n. 47: "...mi alma como encarcelada...").

El secreto de nuestra creación y nuestra vocación ¡si es


que tengo oídos para escuchar! es, sin embargo, que el
Señor, modelo de caridad, ha comenzado por amarnos
como El se ama a Sí mismo, y hasta el olvido efectivo
de Si mismo (Efes. 2, 4). Dios nos llama a glorificarle;

13
pero glorificarle es entrar en participación de su Vida
eterna. En la alabanza, en la reverencia, y en el servicio
de Dios, se reflejan en el alma cristiana, la Voz del
Padre, la. Sabiduría del Verbo y la Comunión del
Espíritu Santo.

El universo y la historia, encuadrando mi existencia y


todo el curso de mi vida, hasta en sus momentos de
prueba, están puestos para abrir, y para mantener
abiertos los ojos del hijo de Dios (Mt. 6, 26-30; Const.
III, 1, 26).

El primer ejercicio que se ofrece permanentemente a


mi buena voluntad, ha de ser, pues, una atenta y
piadosa revisión de los beneficios divinos (Sal. 102; Ej.
n. 43), a fin de reavivar el sentimiento de que soy
amado Por el Señor (1 Jn. 4, 19) y hacer de este
sentimiento de fe la "roca" de mi vida interior y de mi
actividad exterior —para comenzar a reparar lo que en
mi vida religiosa personal pudo haber de "ateísmo"
afectivo y de negligencia, por medio de una entrega del
corazón, en la que el recogimiento de estos días va a
hacer brotar la verdad espiritual de mi existencia
terrena, transformada en bendición de Dios en la
alegría apacible del Señor— (Flp. 4, 4-7; Le. 1, 45).

La "sensación" religiosa —humilde contacto inmediato


y familiar de admiración ante las obras y las
operaciones divinas (Rom. 1, 20) proporcionado en
cada alma a la cultura individual y a la clarividencia
del corazón—, es tan importante (si no más, en
función de la fe que en ella se aplica) como la elevación
de la inteligencia a la abstracción infinita de la
Sublimidad divina. Nuestra fe sería tal vez menos
fácilmente zarandeada (Ef. 11, 1) si conservara "los

14
pies en el suelo" en sus impulsos espirituales. La
prudencia y sabiduría de la "Contemplación para
alcanzar amor" acompaña y vivifica todos los
Ejercicios, incluidos también los de la Primera Semana
(Ej. n. 60) ; y dispone a recibir la noción directa de la
experiencia eterna, que misteriosamente se filtra en el
alma desde sus primeros progresos en la fe, como la
lluvia del cielo se filtra en las raíces de la planta (Ac.
14, 17).4

EL RESPETO AL SEÑOR
"Que se doble toda rodilla al nombre de Jesús"
(Flp. 2, 10)

El respeto a Dios y a las cosas de Dios y a toda cosa en


Dios, es el rasgo predominante y característico de la
vida religiosa auténtica, cuidadosa de ser fiel a la
gracia. Este respeto preside el movimiento de la fe. La
afección espiritual, encuentra su más alta y más
delicada expresión en la humilde deferencia del amor
reverencial y obediente, sal de la oración (Lev. 2, 13),
incienso del sacrificio (Sal. 140, 2).

La primera recomendación que hace San Ignacio al


ejercitante es que redoble la reverencia cuando habla
vocal o mentalmente con el Señor y con sus santos (Ej.
nn. 3; 75; 114). Y entre las gracias de oración, aprecia
en el más alto grado este sentimiento de reverencia
(Diario espiritual, nn. 83s, 160s).

En caso de aridez prolongada en la oración, antes de


pensar en pruebas unitivas, veamos si no la causa
nuestra negligencia (Ej. n. 322).

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La unión religiosa del amor se ejercita
alternativamente en la exaltación adoradora del
Creador, majestuosamente distante en la noche de su
trascendente Bondad (Eclesiástico 43, 27-33; Me. 1, 7)
y en la atención contemplativa, llena de deferencia,
que en el día divino de la fe viva, ya no deja perder de
vista al Padre, íntimamente presente a la conciencia de
su hijo; atención que se complace en escucharlo,
tratando de entender lo que El prefiere (Rom. 12, 1 s.),
ingeniándose, en un silencio de recogimiento, para
reconocerle, encontrarle y admirarle en sus imágenes,
aun cuando estén desfiguradas, desteñidas,
irreconocibles (Const. III, 1, 4, 26).

El corazón respetuoso armoniza la actitud del


publicano que se mantiene a distancia sin atreverse a
levantar los ojos al cielo (Le. 18, 13; 5, 8; Ej. n. 74) y la
actitud de María de Betania sentada a los pies del
Señor, absorta en escucharle, pronta corno una flecha
a lanzarse cuando El la llame (Jn. 11, 20. 28 s.), y a.
derramar a sus pies, a imitación de la pecadora, su
más costoso perfume (Jn. 12, 3).

El primer punto de nuestra Regla es que procuremos


tener sin cesar a Dios ante nuestros ojos en la
prosecución enérgica del fin que El ha señalado a la
Compañía (Form. Inst. n. 1), dóciles al gobierno
exterior providencial y a la ley interior de la caridad
del Espíritu Santo (Const. Prooem.).

¡Oh Virgen Prudente, tú que conoces mejor que


nosotros la gran elevación que separa a tu inmaculada
benevolencia de la malicia venenosa, permaneces

16
humilde en tu gloria, la gloria de tu eterna humildad.
Sabes también que la diferencia que te separa de la
serpiente infernal es insignificante comparada con la
que te tiene en feliz adoración ante la Divina
Grandeza.

La renuncia es lo que dio al amor de tu "Fiat", a tu


compasión, a los años que sobreviviste a Cristo en la
tierra, el carácter sagrado de respeto adorador (Jn. 3,
23s.). Enséñame que no hay otro camino para la
consumación del amor (Hb. 12, 28s; San Juan de la
Cruz, Subida, II, 7). Nosotros no amaremos nunca sino
a la medida de nuestro amor, pero ojalá pudiéramos
respetuosamente, en toda la medida de este amor,
renunciarnos sin medida y sin reserva.

RETIRO
(Ejercicios n. 20)

Los Ejercicios señalan un tiempo de cultivo espiritual


intenso, de cultivo "en invernadero". Suponen el
recogimiento que se aplica interiormente y del modo
más completo y total que sea posible a las cosas de
Dios. Así, pues, se comprende la importancia capital
que tiene el ejercicio de la separación, de la
segregación, querida y mantenida religiosamente
(Const. VI, 2, 5); esta es la razón por la que a los
Ejercicios se les designa ordinariamente con el
nombre de "Retiro".

No se trata de que el alma busque la soledad en sí


misma; la separación es aquí una diligencia espiritual;
el ejercitante busca el "estar a solas" con el Señor, con
un sentimiento de soberana preferencia, desterrando

17
del campo de la conciencia, fantasías y distracciones.
Cuanto más completa es esta reclusión del alma, tanto
mejor dispuesta se halla a las gracias de acercamiento
familiar de Dios. A esta facilidad de "encontrarle" en
toda circunstancia, San Ignacio llama "devoción"
(Autobiografía n. 99).

La unión del Cristo total a su Padre y de la Iglesia al


Señor crucificado, la formación interior de esta
comunión salvadora, pasa por el individuo (1 Cor. 3,
10); no abstrae de ello; cada individuo está llamado
para que se afirme en él la unión a la Iglesia entera
(Flp. 2, 4), la unidad personal de la Iglesia (2 Cor. 11,
2). El fervor del "a solas con El solo" es de un alcance
social inconmensurable. (Const. VIII, 1, 8).

Para entrar sinceramente en "vida común", para lograr


"comunicarse" al prójimo en los ministerios (Const. 4,
10, 10), es necesario haberse "vencido a sí mismo", o
por lo menos, haber aprendido a vencerse: y ¿dónde se
puede conseguir el combatirse a sí mismo, sino "en sí
mismo"? (1 Cor. 9, 25-27).

Durante estos días me he separado del curso ordinario


de mis ocupaciones para verificar, restablecer y
afianzar en mi existencia el orden divino de mi
contribución personal a la salvación universal, bajo la
mirada personal de la Sabiduría Eterna, bajo la unción
del Espíritu Santo apoyado en la intercesión de
Nuestra Señora, Madre de la Iglesia.

Semejante separación puede representar naturalmente


o por un efecto de la gracia, una prueba "desértica" de
las más meritorias, preludio de una familiaridad
divina más sustancial, un entrenamiento a la

18
experiencia de soledad que a menudo sentirá el alma
religiosa, entregada al servicio de las almas en pureza
de corazón. Ella apoya y comprende... pero para sí
misma no encuentra sino en solo Dios el apoyo y la
comprensión de que está sedienta, en Dios que la
acoge misteriosamente en este vacío que produce la fe
(Efes. 2, 18; 3, 12).

Puede ser que en el cenit de la vida espiritual, la luz de


la fe produzca la impresión angustiosa de un
alejamiento del mismo Dios, por efecto de una
sustracción correlativa del conocimiento "terrestre"
(antropomórfico) del Señor, pero cuanto más se oculta
El, más próximo está, más íntimo, más penetramos en
El: la fe no puede dudarlo.

Seguir a Cristo hasta en sus soledades anacoréticas de


la oración es seguirle hasta el fin, a ejemplo de San
Ignacio, en el cumplimiento de su Misión.

El contacto con el Señor en la soledad hace al cristiano


"todopoderoso" (Mt. 21, 21); esto explica las grandes
cosas obtenidas por la Santísima Virgen y por los
santos en el curso de su vida terrena y, en su actual
bienaventuranza, también por aquellos que los
invocan.

El primer rasgo de la fisonomía del General de la


Compañía de Jesús, según el Instituto, es una intensa
unión, una familiaridad continua con el Señor "para
que tanto mejor de El, como de fuente de todo bien,
impetre a todo el cuerpo de la Compañía mucha
participación de sus dones y gracias, y mucho valor y
eficacia a todos los medios que se usaren para la ayuda
de las almas" (Const. IX, 2, 1). El General de la

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Compañía es ante todo un mediador sacerdotal de las
gracias divinas sobre nuestro campo de apostolado.

"CREADO PARA EL HOMBRE"


(Ejercicios n. 23)

El hombre es creado y gobernado divinamente para el


culto de Dios, cumbre del universo. El género humano
ha sido elevado desde su origen al orden de una
existencia sacerdotal, dedicada completamente a la
manifestación de su Señor.

El culto de Dios, sacrificio santificador, introduce al


alma en la salvación. El culto es salvador porque, de
un modo o de otro nos incorpora a Cristo en la caridad
y pone en movimiento la actuación meritoria y
preparatoria de la vida eterna. El hombre que
intencionadamente se distrae del culto de Dios hace
una marcha atrás que le conduce hacia la muerte
eterna; en la medida en que permanece imperfecto en
el reconocimiento de su Creador y Salvador, está
"enfermo", penosamente alejado del bienestar
auténticamente humano.

De ordinario comienza el asceta por aplicarse


individualmente esta verdad fundamental de los
Ejercicios. Por "el hombre", se considera a sí mismo,
como en el preámbulo de la elección (Ej. n. 169). Pero
esta verdad no se limita al horizonte individual: "el
hombre" es aquí todo hombre; y con relación a toda
persona humana, a todos los demás, en la intención y
en el orden divino, yo soy al nivel común de todas las
"criaturas" un subsidio; mi destino es ayudar a mi
prójimo a santificarse, mirando a su salvación.

20
Por tanto, en el plan universal yo existo también, en
mi sitio, para mi prójimo; la ayuda al prójimo forma
parte para mi del culto que debo a Dios (1 Tim. 2, 1).
La voluntad del Señor es que yo me dedique lo mejor
que pueda al adelantamiento espiritual de mis
hermanos. Jesús, como "Jefe de fila", "por nosotros,
los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo".
Vivió su vida humana para gloria de su Padre; pero la
gloria, "la mayor gloria" de su Padre, consistió en que
directamente se consagrara a procurar nuestra
salvación. El no descuidó nada de lo que podía
contribuir a. la adquisición de nuestra vida eterna, a
nuestra participación viva en la naturaleza divina (2
Pet. 1, 3 s.).

Los dones de la gracia que Cristo derrama desde el


cielo sobre los hombres santificados por los
sacramentos, están destinados a madurarlos en la
Eucaristía con miras al trabajo ministerial que les ha
sido asignado por disposición divina, en la edificación
de la Iglesia (Efes. 4, 12). Grandes o pequeños, todos
somos "diáconos" en la intención del Señor.

En estas consideraciones se halla el germen de la


Compañía de Jesús. Mi vocación especial es trabajar
con el Salvador de los hombres en la evangelización,
perfecta de aquellos que han sido rescatados por El. El
Instituto S. J. está "derechamente ordenado para
ayudar y disponer a las almas a conseguir su último fin
de la mano de Dios nuestro Creador y Señor" (Const. I,
2, 8). Según el Examen General se entra en la
Compañía "para bien y fielmente sembrar en el campo
del Señor y evangelizar su divina palabra" (Examen
General 2, 6; 5, 6).

21
El jesuita ejercita la alabanza de Dios en la predicación
evangélica, la reverencia de Dios en la obediencia
evangélica, el servicio de Dios en la ayuda evangélica.

Esta humilde vocación evangélica que me entrega en


persona, inmediatamente a la salvación de las almas,
(dicho de otra manera, del hombre religioso),
responde con toda sencillez, con toda prudencia, pero
en el más alto grado, a mi deber como criatura; me
constituye "esclavo" generoso de la salvación del
prójimo. Aunque obrara en este mundo con la mayor
liberalidad, jamás podré sobrepasar el límite que mis
obligaciones espirituales de criatura evangélica me
señalan (Le. 17, 10; 1 Cor. 9, 16. 19).

Mi perfección espiritual consiste en llegar a ser en la


mano de Dios Salvador, y ocupando el lugar que me
corresponde en el cuerpo del universo, en el cuerpo de
la Iglesia y en el cuerpo de la Compañía, un
instrumento inteligente de sus pensamientos y
manejable a su gusto (Const. X, 2), a fin de llevar a las
almas por el camino de salvación trazado por El,
muriendo a mis preferencias naturales y siguiendo la
unción de su Espíritu.

A mi vez conviene igualmente que yo me deje y me


haga ayudar por los hombres y por toda criatura para
cumplir con perfección la voluntad divina en espíritu
de obediencia y de discreta docilidad.

Señor, dígnate poner en mi existencia lo que Tú


estimes útil para la salvación de las almas, y quítame
aquello que Tú sabes habría de ser un estorbo.

San. Ignacio declara que no conoce nada mejor, aquí


abajo, que los Ejercicios de treinta días, tanto para el
aprovechamiento personal del que se ejercita en ellos

22
como para "poder fructificar, ayudar y aprovechar a
otros muchos" (Carta al P. Manuel Miona). Aun si para
sí mismo ya no experimentara la necesidad de estos
Ejercicios, podrían aprovecharle considerablemente
para ayudar al prójimo. (Mon. Ign. Ep. I, 10, p. 113).

Al salir de Manresa, San Ignacio se puso a la obra


incansablemente; durante varios años fue modelo
acabado de la acción del laico en sus libres iniciativas
de asistencia espiritual.

Donde el trabajo evangélico está purificado de toda


afección desordenada, se renuevan las obras de Cristo
"y aun mayores" (Jn. 14, 12).

LA MORADA CELESTIAL
(Ejercicios n. 23)

A aquellos que le aman hasta el punto de no desear


otra cosa en este mundo sino procurar su gloria y el
universal cumplimiento de su Voluntad, porque el
espíritu de pobreza y de caridad desinteresada, los ha
hecho santamente indiferentes a la consideración de
las ganancias y pérdidas de orden temporal, Dios les
prepara la salvación. Esta salvación no es solamente el
drama de su liberación del mal; es el gozo final de
todos los bienes del Reino Mesiánico.

Actualmente, estos bienes no pueden contemplarlos


con sus ojos humanos; el entendimiento no puede
comprenderlos, ni el deseo concebirlos (Mt. 5, 3; 6, 9
s.; 1 Cor. 2, 9; 2 Cor. 4, 18; Flp. 3, 8). Pero a medida
que por la meditación evangélica van adquiriendo la
mentalidad de Cristo en la humilde sabiduría de los

23
hijos de Dios, el Espíritu del Señor que penetra hasta
las profundidades divinas, puede comenzar a darles a
conocer esos bienes, a hacérselos palpar
espiritualmente en los términos de la revelación
cristiana. (Bilt. 11, 25s.; Jn. 14, 15-17; 1 Cor. 2, 10-16;
Flp. 2, 5-8).

La palabra "Cielo" corno símbolo teológico, designa en


general la familiaridad, la habitación viva, la
propiedad personal, el "hogar" del Ser trascendente,
cuya radiante generosidad tiene en suspenso al
universo mientras exista y a nuestra persona en su
subsistencia indestructible. La "morada" la "casa
solariega" del Altísimo, no puede proyectarse más que
en un Allá Arriba, en una adoración desasida de la
subjetividad espacial y temporal con que nosotros nos
representamos su existencia (Jn. 3, 31). El Cielo es "el
seno del Padre" donde reposa el Hijo Único en la
plenitud de su conocimiento unitivo (Jn. 1, 18; 1 Tim.
6, 16) y en el que la vocación cristiana da cita personal
a todos los hombres (Le. 14, 22s., 1 Tim. 2, 1-7) y
derecho de entrada a todos los fieles (Efes. 2, 17-22).

La "morada" añade a. la noción de presencia, el matiz


de intimidad, de inmanencia ínter personal (Jn. 6,
56s.; 14, 2s.; 17, 24). La gracia santificante en la que
está infusa la caridad divina, es la primera realización,
la siembra de la intimidad Paternal del Trascendente
(1 Cor. 15, 35-49; 1 Jn. 3, 1. 9). Ella lleva en sí la
correlación de una morada de Dios en el hombre y del
hombre en Dios. Esta inhabitación mutua es en
substancia objeto de fe y de esperanza, pero no deja de
manifestarse a proporción de la incandescencia de la
caridad como una aurora del día eterno (1 Jn. 4, 11-
16). No es todavía el "torrente de las delicias divinas"
(Sal. 35, 9); es ya "el rocío sobre el césped" (Sal. 71, 6).

24
Aun en el tiempo de la prueba el Señor puede
manifestar a sus elegidos que El mora en ellos y les
hace compañía, no solamente por la prudencia,
energía y fecundidad sobrenaturales que El confiere a
su acción (Gal. 2, 8; 5, 22s.; Flp. 4, 8s.), sino por una
pacífica posesión espiritual de sí mismos y de las
cosas, un gozo que está por encima de todas las
vicisitudes cotidianas, una conversación interior de
una familiaridad sosegada y sorprendente (Rom. 14,
17;Flp. 4, 4-7). Existen fieles tan completamente
unidos a la Voluntad del Padre, de tal modo
santificados y transformados en Cristo (Jn. 6, 57; 15, 5;
1 Jn. 3, 3), que gozan ordinariamente del contacto
afectivo de Dios, distinguible aunque indefinido y de
una anticipada hartura de su Bondad.

Pero de este morar en Dios no experimentan de


ordinario en este mundo más que una sombra de
manifestación en el afectuoso sentimiento de su
destierro y en la tranquila o vehemente aspiración a
estar con El (Flp. 1, 21. 23). No es todavía la visión que
vendrá cuando la semejanza filial sea completa; pero
es ya la garantía consoladora que se vislumbra a través
del velo sutil de la carne mortificada (2 Cor. 5, 6 s.).
Un acercamiento del que tan pronto siente la certeza
como la ansiedad, según que la irradiación divina
clarifique (Sal. 49, 2 s.; 117, 24; 2 Cor. 4, 6 s.) o
entenebrezca (Sal. 17, 12; Mt. 27, 45 s.), según que
comunique la ternura o la majestad como cuando la
mirada del alma se desliza desde el gozoso centelleo de
las estrellas a la oscura profundidad de la noche.

El fiel puede ya en este mundo mantenerse a cubierto


en la tienda del Señor; la casa de la visión eterna no
puede sino desearla con deseo sobrenatural (Sal. 26, 4
ss.; Kempis III, 49).

25
Cuando la vida presente llegue a su término, esta
felicidad se desplegará directamente en la compañía
con Cristo glorificado (Flp. 1, 23). La muerte
permanecerá siendo el desgarramiento de la
naturaleza y de las relaciones de aquí abajo, pero este
desgarramiento será el nacimiento eterno del hijo de
la Iglesia, la apertura universal al pleno día del
misterio divino (2 Cor. 5, 1-8), contemplación de Dios
cara a cara y pura alabanza de la Bondad divina.
Conoceremos al Padre en su Imagen como El en Ella
nos conoce (Jn. 20, 17; 1 Cor. 13, 12; Col. 3, 10). Esto
será para nosotros el Paraíso, ese Paraíso que le fue
garantizado al buen ladrón para el mismo día de su
muerte.

No será sin embargo todavía la Tierra Nueva (Ap. 21,


1-4). Hasta que nuestro cuerpo nos sea restituido
glorificado, nos sentiremos inmersos en la beatitud
como el poeta o el músico en el encanto de su
inspiración, pero no podremos traducirla ni
comunicarla humanamente como nuestra naturaleza
querría. Tendremos une esperar todavía; pero la
espera, en la eternidad, será sin sentir su longitud,
como ocurre con un reconfortante sueño (1 Cor. 15,
20).

Al despertar en la Resurrección, nuestras voces


podrán armonizarse con la voz del Señor (Flp. 3, 20 s.;
1 Tes. 4, 16 s.). Cuerpo y alma traducirán el júbilo del
espíritu en el Espíritu. Dios nos será todo en todos (1
Cor. 15, 28); y en el universo emancipado (Rom. 8, 19-
21; 2 Pet. 3, 13; Ap. 21, 1-4) las criaturas, en lugar de
distraernos, orquestarán el coro de los elegidos (Ap. 5,
6-14). Todos y cada uno se prestarán con gozo a la
voluntad santa de todos y de cada uno; nos

26
visitaremos, nos hablaremos, nos escucharemos, nos
veremos en profundidad y recordaremos sin fin, para
alabanza del Salvador y de su Madre, la historia de
nuestra salvación (Ap. 1.9, 5-9).

¡Ah, si el gusanito pudiese imaginar su destino de


mariposa!

DESCONOCIMIENTO DEL AMOR DIVINO


(Ejercicios, n. 63)

Voy a reflexionar sobre el pecado, no a la pálida luz de


la tímida conciencia humana, que hace retroceder ante
la verdad, sino a la claridad de la luz divina,
contemplando la Cruz, en donde Jesús "se entregó por
nuestros pecados" (Gal. 1, 4), en plena apertura de
inteligente piedad, por amor a mi Salvador, y para
amarle todavía, más, voy a meditar la ofensa de Dios
(es decir, pensar en ello como hijo de Dios) con toda la
energía afectiva desarrollada a través de mis años de
preparación, y también con la que el Salvador, en estos
días de bendición, tendrá a bien suscitar en mi alma.

Este tiempo de retiro se abrió con la ofrenda


indefinida de mí mismo a la gracia y al proyecto de
Dios. La realización primera de este sacrificio se opera
precisamente en el despertar —el nuevo despertar—,
de una contrición ferviente y duradera. En la vida
cristiana todo comienza y progresa al ritmo del
espíritu de compunción (Ac. 2, 37; 1 Tim. 1, 15). Lo que
Dios aprecia más en la devoción es la humilde aflicción
filial de quien no puede olvidar que ha ofendido a su
Padre (Sal. 50, 19).

27
Para hacerse una idea del Amor que perdona., es
preciso conocer primero las proporciones de la falta
perdonada. (Le. 7, 43. 47). Las proporciones del
castigo llevan a conocer la verdad de la malicia
intrínseca de la desemejanza voluntaria de Dios.

En este tiempo pentecostal de mi vocación quiero,


pues, reflexionar sobre el pecado, reconsiderando,
adaptadas al cuadro de mi vida actual, las sugerencias
bíblicas señaladas por San Ignacio en la meditación de
"los tres pecados" y "los pecados propios", a fin de que
me iluminen sobre lo que es una ofensa hecha a Dios y
sobre el desorden de mi vida, para cultivar en mi alma
un amor penitente y al mismo tiempo hacerme experto
para suscitarlo en mi prójimo.

Las relaciones espirituales de "fundamentación"


("cimentación"), tienen su importancia en la economía
ignaciana y evangélica (Lc. 6, 48; 1 Cor. 3, 10 s.; Efes.
3, 17-19; Col. 1, 23; Hb. 6, 1 s.). Las diversas Semanas
de los Ejercicios —empezando por la Primera— son
fundamentales con relación a las siguientes. No se
"superan" las disposiciones de la Primera Semana: se
las perfecciona, se las reafirma en proporción al
progreso espiritual.

Los dos ejercicios sobre el pecado están destinados a


fundamentarme en humildad: la humildad de un
corazón en que la abundancia y delicadeza de las
misericordias divinas para conmigo endulza, pero no
atenúa, una vergüenza y confusión habitual de haber
ofendido a Dios, un dolor espiritualmente despertado
a la vista de tantas faltas (Ej. nn. 48; 56). El
sentimiento de que Jesús quiere decir "Dios Salvador"
me impedirá para siempre presumir de sus
misericordias para permitirme desagradarle

28
deliberadamente y descuidar el buen uso de sus
gracias.

En el religioso, en el servidor del Evangelio, el pecado


—pequeño o grande—, es tanto más grave cuanto que
es una traición a un Amor conocido; es un
desconocimiento para con el Amor divino. No es a
ciegas que tantas veces me he preferido a mí mismo
antes que a Dios. Pero el Señor, en el santuario de su
Bondad, nunca ha dejado de considerarme como suyo
y de esperar mi retorno.

Aquí renovaré y ahondaré conscientemente el


ofrecimiento inicial de mi libertad (Ej. n. 5); Dios me
confió con ella la posesión, el gobierno, el rendimiento
de mi existencia; y ¡he abusado a tal grado de mi
libertad! Ella es la que ha determinado todo el mal que
yo he esparcido en la creación. Renovaré el
ofrecimiento de la misma para que el Señor me
purifique y me haga instrumento digno de las gracias
de penitencia en el prójimo, por una total rectitud de
integridad de corazón en la observancia de mi
Instituto.

Grandes son las obras de la gracia; pero no se operan


si no es en los corazones pobres, en aquéllos que se
humillan interior y exteriormente (Lc. 18, 8-14; Const.
III, 1, 14). La voluntad de humillarse es la obra
primera y fundamental de la gracia, ella excava el
vacío de toda vana complacencia; abre el corazón a la
pura complacencia en Dios. El Salvador aparta los ojos
de nuestra iniquidad cuando la encuentra reconocida
hasta el punto de prevenir en nuestro corazón todo
menosprecio del prójimo digno de reprensión (Gal. 6,
1).

29
¡Oh divino Timonel de mi vida, yo propongo como una
sincera y constante penitencia, el renunciamiento a mi
propia voluntad. Haz que de grado o por fuerza escoja
puramente aquello que Tú hayas elegido y dispuesto
en mi existencia para la salvación de todas las almas,
comenzando por la más indigente de todas!

PECADO CONTRA EL ESPÍRITU


(Ejercicios, n. 50)

Las consideraciones que siguen no están escogidas


para sumergirnos en la ansiedad, ni directamente para
alimentar el temor de Dios o para obtener el perdón de
los pecados. Dirigiéndose a un alma que se supone
fervorosa, arrepentida y perdonada, querrían
ayudarme a comprender que nunca seré
suficientemente humilde en mi vocación; querrían
también prevenirme contra toda presunción,
inspirarme la lucha evangélica contra el pecado y la
elocuencia espiritual que logra exaltar las
misericordias divinas en vista de la conversión de los
pecadores.

La deserción del propósito de vida evangélica, la


infidelidad religiosa, es, en su especie, la ofensa más
grave que puede hacerse a Dios (Hb. 6, 4. 8); puede
encontrarse ahí propiamente el pecado contra el
Espíritu Santo, el pecado "imperdonable" en el sentido
de que no puede ser borrado por simple remisión,
como la deuda de los diez mil talentos: reclama la
expiación efectiva, una digna reparación de luminosa
humildad y de indulgente caridad.

30
La corrupción del religioso es la peor de todas: la de la
"mejor vía"; la que al revés de "los tres escalones" (Ej.
n. 146), suscita la codicia del Saduceo —del sacerdote
fríamente avaro—, la vanidad del escriba —del teólogo
presuntuoso—, el orgullo del fariseo —del espiritual
hipócrita—. Para salvarlos de su ceguera Jesús puso en
evidencia su malicia más que la de la gente de mala
vida (Mt. 23, 27).

Estas tres categorías de corrupción no han


desaparecido de la historia religiosa; pueden
encontrarse y fundirse en una misma persona.

Pero más aún que todas las miserias morales, lo que,


en estos hombres religiosos, adversarios de Jesús,
constituyó la ofensa a Dios, la filiación diabólica, el
pecado teologal, fue su cerrazón obstinada a la palabra
y a la luz presentes en el Evangelio, una oposición
ciega, pero moralmente consciente, a la acción
salvadora y a la verdadera justicia (Mt. 23, 23) un odio
sordo que con tal de eliminar al Taumaturgo
ignoraban y despreciaban la Bondad del Padre
profusamente puesta de manifiesto en las obras de su
Hijo (Jn. 15, 22-25; 1 Jn. 2, 22 s.).

¿Puede decirse que este desprecio hipócrita y


escandaloso de la verdad evangélica no se lleve a cabo
algunas veces bajo apariencias de corrección religiosa
formal?

No se trata aquí, en lo que a mí se refiere, de


abandonarme a un fácil desprecio, altanero y amargo
del medio en el que la Divina Providencia me ha
llamado a dar y a recibir testimonio —aunque en todos
los tiempos, hasta cierto punto, sea una dolorosa

31
verdad que en el ministerio evangélico "todos buscan
su interés antes que el de Cristo" (Flp. 2, 21). Pero sí
debo examinar franca y cuidadosamente (Efes. 5, 10-
18) mi conducta, hasta en los motivos que la impulsan;
debo ver si mi alma está exenta de la "levadura de los
fariseos y saduceos" (Mt. 16, 6; 1 Cor. 5, 6-8).

El despliegue exterior de las obras evangélicas (y qué


diremos de las demás), no constituye por sí mismo
una garantía contra la reprobación (1 Cor. 9, 27; Mt. 7,
22 s.; 1 Cor. 13, 1-3).

El alma elevada al estado religioso, vecino del estado


angélico, corre siempre el peligro de verse invadida
insensiblemente por la negligencia con respecto a las
cosas divinas, y a Dios.

El pecado de los ángeles, el pecado espiritual, se


reduce al desprecio de Dios, desprecio que se
desarrolla por medio de la complacencia consciente y
concentrada en sí mismo y por el deseo de ser
valorado por todos. Este desprecio soberbio proyecta
su sombra sobre la evidencia íntima de la acción
creadora de Dios.

El Creador, con una modestia indecible, confiere a sus


hijos el poder de dar los últimos toques a las obras
maestras de sus manos. Y los hijos de los hombres no
piensan sino en olvidarle, prescindir de El y
suplantarle.

Nuestro espíritu, lo mismo que nuestra carne, es


portador de concupiscencias naturales; experimenta
sus mismos deseos de exaltación vital. Si renuncia a
rechazarlos, puede suceder que el Señor "abandone a

32
los deseos de su corazón" a aquél que se abandona a
ellos hasta despreciar la oración. (Rom. 1, 24).

El ateísmo afectivo, en sus grados encubiertos (Tit. 1,


6) ¿no será el "camino corto" para llegar a
despreocuparse de su propia malicia., para escapar
ilusoriamente al sentimiento personal de
responsabilidad (Sal. 93, 5-11), para liberarse del
"libera nos a malo"?

¡Para el que cesa de amarlo, Dios llega a ser un


estorbo... !

10

¡AY DE MI SI NO EVANGELIZARA!
(1 Cor. 9, 16)

Si no se tratara aquí más que de reavivar un temor


saludable, podría uno detenerse a observar que si unas
criaturas espirituales pudieron perderse en una
condición de vida supraterrestre, en un cielo de gracia,
también los religiosos en su estado de elección pueden
fallar en su destino. Un simple rechazo de la gracia
puede marcar el primer paso de una fatal caída, si la
Misericordia divina del Señor no entra en juego
gratuitamente para renovar la orientación del corazón.
Es cierto que los ángeles pecaron en plena luz de
gracia y en plena libertad de naturaleza; pero esta luz
no era todavía la emanada de la Cruz, que nosotros
profesamos seguir, y esta libertad no era todavía la del
Nuevo Testamento (Hb. 10, 14-16).

Al que se enreda o persevera en la apostasía, aun


relativa, de la vida religiosa, se le aplican
proporcionalmente las severas advertencias de la

33
Epístola a los Hebreos (Hb. 6, 4-7; 10, 23-31), que
están en la genuina línea del Nuevo Testamento.

Ya el Eclesiástico (Eccl. 10, 12 s.) daba a entender que


el punto de partida del orgullo y de las abominaciones
que engendra, su malicia sustancial, su pecaminosidad
radical, no reside, propiamente hablando, en la
exaltación de sí mismo sino en la apostasía, en el
alejamiento de Dios (Mt. 15, 7-9).

Los que han nacido en el alejamiento de Dios, no han


cometido este mal; más bien lo han sufrido; su orgullo
es digno de lástima. Pero ¿quién tendrá compasión de
aquél que introducido en la unión divina de la
profesión evangélica, por propia iniciativa se aleja de
Dios y le trata como un samaritano? (Jer. 2, 1-13).

Así como los personajes del Antiguo Testamento


(Abraham, Moisés) son prototipos de los del Nuevo
(María, Jesús), la caída de los ángeles que estaban
destinados a comunicarnos las luces divinas, puede
servir de prototipo a la caída del evangelizador,
aquélla que un San Pablo en su humildad no dejaba de
temer y de prevenir (1. Cor. 9, 27). El había asistido,
impotente, a tristes secularizaciones (2 Tim. 4, 9).

La meditación de la Epístola a los Hebreos nos hace


comprender también que si los ángeles nos aventajan
en la nobleza de su naturaleza (Hb. 2, 9), la misión
evangélica formalmente destinada a la santificación es
más sublime que las misiones angélicas (Hb. 1, 4, a 2,
13), ya que está incorporada y vitalmente
comprometida en las Misiones divinas personales del
Hijo y del Espíritu Santo. Los elegidos juzgarán a los
ángeles (1 Cor. 6, 3).

34
Negarse a la vocación evangélica es más grave que
rehusar un servicio cualquiera u otra misión.

¿ Puede imaginarse peor ofensa a la divina Majestad


que la del religioso comprometido en la profesión
evangélica, que a pesar de la advertencia del Señor se
imagina poder servir a dos amos (Mat. 6, 24); que
busca este mundo en lugar de distinguirse en el asalto
del Reino de los Cielos (Mt. 11, 12); que se valora a sí
mismo en lugar de valorar la Sangre del Redentor (1
Pedro 1, 16-21; 1 Cor. 6, 20; 7, 23); que "contesta" (en
el sentido de poner en discusión la verdad de un
hecho), la observancia evangélica (Mt. 5, 17-20),
escandaliza de buena gana a sus jóvenes hermanos
(Mt. 18, 6), y para quien Dios es el último en ser
servido?

Sin ir tan lejos, detengámonos en una de las lecciones


espirituales que emergen del relato de la caída del
género humano (Ej. N. 51), la perversidad de la
transgresión formal de una orden divina: cosa que
desgraciadamente ocurre cada día dentro del ambiente
religioso.

11

EL SEÑOR AMA LA VERDAD


(Sal. 50, 8; Ej. nn. 55-61)

Sentido de la bondad, reflejo espiritual del ser


presente, la conciencia es el cristal del encuentro
divino (1 Pet. 3, 21). Quiera el Señor disipar la neblina
de insinceridad que al mismo tiempo que esconde la
miseria de mi corazón, oculta la gloria del Padre de las

35
misericordias, que tanto mi conducta como mi palabra
están llamadas a promover (Mt. 15, 19; 5, 8; 2 Cor. 1,
12; 2, 17).

Por el momento no tengo que preocuparme tanto por


encontrar pecados ya olvidados, cuanto moverme a
contrición perfecta de los pecados conocidos y poco
llorados. Puede ser suficiente reavivar la impresión de
haber ofendido a mi Dios de muchas maneras y haber
abusado de todos sus beneficios. (Ej. n. 56)

¿Existe un alma que haya derrochado tanto como yo


las gracias recibidas, tan abundantes y copiosas?
Hasta cierto punto puedo delimitar lo que he
cometido; pero el alcance y la energía santificadora de
la acción divina desperdiciada en el transcurso de mis
años, ¿cómo puedo calcularla?

La meditación espiritual de mis ofensas tiene la fuerza


de producir en mí un sentimiento saludable, vivo y
verdadero de mi debilidad y de mi fragilidad; la fuerza
se perfecciona en la debilidad (2 Cor. 12, 9): cuando
me reconozco débil soy más fuerte, no simplemente
con el vigor que me ha sido conferido en propiedad,
sino con aquél que gracias a la fe, poseo en Dios (Rom.
1, 16 s.; 2 Cor. 12, 9 s.).

No será fructuoso mi trabajo en el campo del Señor si


no camino en la verdad que impide preferirse a
quienquiera que sea en razón del bien realizado, si yo
me precio de "no ser como ese publicano", (1 Cor. 15, 9
s.).

El soportar humildemente la íntima corrupción que


habré de continuar combatiendo durante toda mi vida,
obra como el estiércol que ha de abonar la higuera
infructuosa (Lc. 13, 8 s.).

36
Con mucho afecto suplicaré al Padre celestial que
continúe "librando del mal" al hijo creado y "recreado"
a su semejanza.

Ponderaré muy despacio el contraste de su


benevolencia y de mis malevolencias, de su diligencia
y de mis negligencias, de su liberalidad y de mis
codicias, de su generosidad y de mis mezquindades, de
su acogida y de mis distanciamientos, de su afabilidad
y de mis rudezas, de su cordialidad y de mis
insensibilidades, de su dulzura y de mis durezas, de su
indulgencia y de mis severidades, de su rectitud y de
mis manejos, de su clemencia y de mis exigencias, de
su constancia y de mis versatilidades, de su
longanimidad y de mis intolerancias, de su paciencia y
de mis exasperaciones, de su jovialidad y de mis
amarguras, de su comprensión y de mis prevenciones,
de su fidelidad y de mis dobleces, de su confianza y de
mis desconfianzas, de su serenidad y de mis
impulsividades. Resumiendo: de su espiritualidad y de
mi carnalidad, de su fecundidad y de mi esterilidad.
(Ej. n. 59).

Si tengo el corazón pacíficamente abierto a la luz de la


fe, me daré cuenta de que, a pesar de la acción
santificadora de Dios y de los auténticos progresos
espirituales, queda en mí una tendencia polimorfa
hacia el mal, que sólo la gracia divina puede
impedirme poner en acción, y que me haría caer hasta
el pecado grave si no interviniera el acto redentor. El
fermento de corrupción no está todavía eliminado
(Rom. 7, 14-25).

Este sentimiento de mi "bajeza" me mantendrá sin


esfuerzo en "oración continua" (1 Tes. 5, 17); Dios
escuchará en mi corazón el gemido del deseo

37
existencial de liberación y de entrar en su eterno
reposo (Sal. 37, 10; Rom. 8, 26; Ilb. 4, 9).

Vivir las tres fases del Miserere: (Sal. 50) compunción


(3-7), confianza (8-13), consolación (14-20).

12

LA GRACIA DE UNA IMPRESIÓN SENSIBLE


DEL CASTIGO INFERNAL
(Ejercicios nn. 65-71)

La caridad ferviente es inseparable de un recatado


temor filial de ofender a Aquél a quien se ama. Para
quien se arrepiente por amor a Dios, la verdadera pena
es el pecado mismo, la separación de Dios (Is. 38, 15),
la destrucción de su morada. El temor espiritual, don
del Espíritu Santo, es el que verdaderamente "crucifica
la carne" (Sal. 18, 10), mortifica el amor propio (Rom.
8, 13), y al mismo tiempo "echa fuera el temor" servil
el que hace retroceder ante la saludable perspectiva
del castigo carnal del pecado (1 Jn. 4, 18).

Este temor inicial, fruto de la fe en las advertencias


evangélicas (Mt. 8, 12; 25, 41; Lc. 16, 24; Jn. 15, 1-7;
Sab. •5, 1-15), se basa —como le ocurrió al Buen
Ladrón, compañero de Cristo en la Cruz—, en la
sanción divina y ultra terrena del pecado (Mt. 10, 28;
Lc. 23, 40). Aunque sea imperfecto este temor, es
sabio, santo y saludable (Ej. n. 370); porque, si el
espíritu está pronto, la carne es flaca. El sentimiento
religioso aterrador, de la "cólera" divina, da su pleno
sentido a la palabra "salvación", proporción a los
sufrimientos del Redentor, impulso a la mortificación,
fervor al celo de las almas, gravedad a la vida presente,

38
humildad a la oración, realismo adecuado a las
imágenes que la Escritura multiplica con sabiduría.

La oración sugerida en el segundo preludio de la


meditación del infierno, expresa, con sabia humildad,
el más puro fervor de caridad cuando al contemplar la
eventualidad de que "por mis faltas llegue a olvidarme
del amor del Señor eterno", pido la gracia de
experimentar un vivo sentimiento del castigo sensible
de la carne pecadora, atormentada por la justa
rebelión de la. Creación profana (Ej. n. 60), un
sentimiento que me despierte y me detenga cuando
esté al borde de una recaída en el pecado.

Lo que importa, a toda costa, es que Dios ya no sea


ofendido. Así habla el puro amor de Dios.

En el infierno no hay lugar a la "contestación"; la


conciencia dará testimonio a la justicia y también a la
clemencia del castigo. La pena del pecado no proviene
inmediatamente de Dios, sino del pecado mismo; y el
pecado de ninguna manera procede de Dios. De Dios
viene la ordenación de la pena para manifestación del
bien y el restablecimiento de la Verdad.

El mismo "día", la misma irradiación de Dios, es luz


beatificante para los buenos, y fuego tenebroso para la
fotofobia de los malvados: "fuego", es decir, pena.,
contrariedad, dolor "abrasador". La misma revelación
es comunicación de Dios para los que la acogen, y
alejamiento de Dios para los que la odian (Rom. 1, 18).
No es que Dios esté ausente del infierno; pero el
condenado experimenta ahí su propio alejamiento de
Dios, el hecho de encontrarse fuera de Dios en Dios
por una loca concentración en su propia nada. Las
"tinieblas exteriores" son inmanentes al condenado (3-
n. 3, 17-19).

39
La aversión definitiva frente a Dios comporta
necesariamente a todo el ser creado una violencia, un
desgarramiento, una oposición, perfectamente
contenidas en la imagen del fuego. El condenado es
malo, obstinadamente vuelto de espaldas al Bien
divino e infinito, replegado en su amor propio (Rom.
8, 7); así que no cabe en él mayor desdicha, mayor
insatisfacción, mayor desesperación. Es malo, se ha
desposado con la maldad; se da cuenta de ello, se
encuentra insoportable a sí mismo; conscientemente,
como Judas, siente una absoluta repugnancia de sí
mismo en su corazón vacío de amor; su orgullo se
subleva sin cesar, vanamente, contra el sentimiento de
su devaluación igualmente estúpida y responsable
(Heb. 10, 26-31).

Todo lo que le rodea de las cosas creadas,


forzosamente ha de estar en consonancia con esta
malicia, para lograr que se realice la verdad; el
contacto de la criatura, de toda criatura, ha llegado a
ser, también él, "quemante", porque la criatura
conduce a Dios y no puede menos que contrariar,
atormentar, al que se mantiene alejado de Dios en un
odio consumado.

No conviene, pues, concebir los tormentos del infierno


como emanados directamente del Dios de Bondad,
como si El los infligiera; emanan del pecado y del
pecador impenitente, desesperadamente identificado
con su estado de orgullo. El tormento es el del hombre
rebelde a la rectitud humana y divina. La desviación
humana tendrá su castigo humano, sensible, físico; la
desviación divina tendrá su castigo espiritual; una y
otra sanción son inmanentes a la manifestación de la
malicia del pecado. La malicia determina hacia la
desdicha.

40
La misericordia divina ha "ignorado" el pecado
mientras le fue posible; 1 ha puesto en acción la
Omnipotencia para prevenir el fallo existencial del hijo
del Amor divino; pero no sin respetar la libertad
creada. Un cielo que no se mereciera perdería todo su
sentido.

El sentimiento de la condenación y perdición eterna


que amenaza a los pecadores, mis hermanos (Luc. 16,
27- 31), debería, como al apóstol, no dejarme un
momento de reposo (1 Cor. 3, 15; 9, 22; 2 Cor. 7, 5; 11,
29) ; debería bastar para lanzarme al encuentro de los
sufrimientos, para llevarles mi ayuda.

Es este sentimiento o "sabiduría" el que inspiró la


Encarnación redentora en el consejo de la Santísima
Trinidad (Ej. nn. 106-108). Es este sentimiento
espiritual el que se afirma implícitamente en el voto
heroico de "ejecutar al momento, sin tergiversación ni
excusa, tanto como sea posible, en cualquier parte del
mundo, todo lo que el Pontífice Romano nos ordene
para el provecho de las almas y la propagación de la fe,
ya sea que él estime deber enviarnos a los Turcos o a
cualesquiera otros infieles, herejes o cismáticos, o bien
entre los fieles" (Fórm. Inst. n. 3; Const. VII, 1).

¡ Meditar efectivamente sobre el infierno es obra de


amor, superior a las palabras de amor ! (Ej. n. 230).

1 Muchos paganos escaparán del infierno por haber obedecido a


una inspiración de pura benevolencia, por haber compartido su
pan con un hambriento. No es que un acto tal sea suficiente por él
solo para compensar en justicia una vida de pecado, pero ha
merecido misericordia. Nosotros no sabríamos estar
suficientemente atentos para suscitar la beneficencia e implorar
la gracia.

41
13

REMISIÓN, REDENCIÓN, RECONCILIACIÓN


(Ej. n. 53 s.; Rom. 5, 5-11; 2 Cor. 5, 18, a 6, 1;
Col. 1, 19-23)

Al fin de las tres lecciones sobre la gravedad de la


ofensa de Dios, propone San Ignacio que me coloque
imaginativamente delante de Cristo crucificado.
Dócilmente unido a la fe triunfante de María, la Mujer
fuerte, del Discípulo filial y del Ladrón canonizado,
contemplo y saboreo la sed misteriosa que sufre el
Salvador y de la que ha querido hacernos confidentes.
Yo le voy preguntando dentro de mi alma, a fin de que
El me dé a comprender, según mi capacidad "cómo es
venido de Creador a creatura, de vida eterna a muerte
temporal y a morir por mis pecados".

Mi Padre hubiera podido ratificar la enemistad mortal


que por soberbio espíritu de emulación contrajo
respecto a El la primera pareja humana. Hubiera
podido abandonarla en cuerpo y alma a las tinieblas
exteriores, al eterno alejamiento del Bien, a la
maldición y al dolor correspondiente. Y lo mismo
ocurre en toda ofensa personal consumada a la faz de
su Bondad infinita (Ej. n. 52). Pero a mi Padre le
repugna castigar con rigor (1 Tes. 5, 9); su Amor es
indefectible (1 Cor. 13, 8). Se limitó al castigo
correctivo de la mortalidad física que daba tiempo al
arrepentimiento y ofrecía posibilidades de expiación
saludable y de reparación amorosa en la sumisa
aceptación filial de una destrucción temporal
transformada en remedio sacrificial.

Sin embargo, el hombre pecador, abandonado a sí


mismo, no era capaz moralmente de abrazar una justa
muerte; su existencia, impulsada por la sed de vida

42
temporal, no hubiera sido más que una constante
rebelión ante la perspectiva de la muerte... No nos
quedaba, pues, a mi Padre y a mí mismo, más que dar
a la humanidad un JUSTO por la acción espontánea
del Espíritu Santo (Ej. n. 102), un Justo que aceptara
esta muerte en nombre de los hombres por amor al
Padre, y que por amor ofreciera a los hombres
participar en su justicia.

Pero ¿no podría tu Padre contentarse con tu


aceptación interior del sacrificio, como se contentó
con la pronta obediencia de Abraham? ¿Acaso no es
todo posible a tu Padre? (Mc. 14, 36).

Hermano, Yo tomé sobre mí el pecado del mundo —


incluyendo tus faltas personales—. Era preciso obtener
una REMISIÓN efectiva de él (Jn. 1, 29). Mi sangre
vertida era indispensable para la renovación de la
Alianza (Hb. 10, 19), para el perdón, para restituir a la
humanidad la gracia perdida.

Pero, Señor, ¿no proclama el título de tu Cruz, a la faz


del universo, que eres el Rey eterno anunciado por los
profetas?, y ¿no es prerrogativa real el poder agraciar
el perdón público, la remisión indulgente? El rey de la
parábola ¿no condona con una palabra la deuda de
diez mil talentos? (Mt. 18, 23-27). ¿No podrías
también Tú, con una palabra, perdonar los pecados de
la humanidad penitente, como silenciosamente
perdonaste los pecados de la pecadora desconsolada
(Le. 7, 48)?

Hermano, perdonar no es bastante ni para mi Padre ni


para Mí. Remitir las deudas de un hombre insolvente,
todavía no es restituirle el honor; el perdón no basta
para devolver la dignidad comprometida. ¿Podía
contentarse el Padre del Pródigo con reintegrar a su

43
hijo arrepentido entre los criados de su casa? (Le. 15,
19).

Era preciso rescatar a la humanidad; se necesitaba


merecerle una justicia de corazón, una santidad filial
que le permitiera RESCATARSE a su vez por medio de
las obras de misericordia y merecer que Yo le sirviera
en el banquete celestial (Le. 12, 37). Este rescate de la
nobleza de los hijos de mi Padre, Yo lo consumo ante
su Faz por medio de mi inmolación obediente (Jn. 19,
30). No contento con llamar a la oveja perdida para
que vuelva al aprisco, la llevo sobre mis hombros y la
introduzco entre mis elegidos.

Pero, permíteme que insista, Jesús, mi Salvador,


¿acaso no bastaba un simple ofrecimiento interior, el
que hiciste al entrar en el mundo, para que fuésemos
rescatados? (Hb. 10, 5-10). El Padre, que siempre te
escucha (Jn. 11, 42), ¿podría rehusar a una simple
oración tuya la revalorización de la humanidad, cuya
carne compartes? ¿No bastaba tu palabra para
devolver la salud al siervo del centurión? (Mt. 8, 8).

El ladrón reconocía haber merecido su propio suplicio,


pero, ¿no tenía acaso razón al preguntarse por qué Tú,
"que no habías hecho ningún mal", querías
compartirlo?

Hermano, la Redención no es todo en el misterio de la


Cruz. La Cruz va a la cabeza del Misterio evangélico
(Hb. 10, 6 s.), es decir, de la iniciación al conocimiento
íntimo y salvador de la Paternidad divina por la
contemplación de mi vida temporal.
Además de la remisión de los pecados, además del
rescate de la humanidad, la obra culminante de la
Cruz es la RECONCILIACIÓN DE LOS PECADORES.
De parte del Padre, invita a los ingratos a volver de

44
nuevo a la amistad divina bajo la impresión del amor
que Dios les tiene aun cuando están alejados de El;
amor demostrado en el Calvario de un modo tan
patente que habla a todos los sentidos (Gal. 3, 1).
Crucificado, atraigo a Mí a todos los corazones (Jn. 12,
32) por el invisible atractivo que les inspira mi Padre
(Jn. 6, 44).

Mi cruz PREDICA la reconciliación, y esta predicación


yo la he escogido para trasmitirla a los pecadores de
hoy(2 Cor. 5, 18). "Tengo un pueblo numeroso en esta
ciudad" (Act. 18, 10).

Remisión, redención y reconciliación son funciones


sacramentales que se ejercen respectivamente en el
tribunal de la Penitencia, en el altar del santo
Sacrificio y en la Cena Eucarística.

14

EL RETORNO DE AMOR PENITENTE


(Le. 7, 36-50; Ejercicios n. 282)

El sentimiento de la pecadora al entrar en la sala del


festín del fariseo, era mucho más profundo que el de
los convertidos por Juan Bautista al sumergirse en las
aguas del Jordán. Para éstos el Profeta no era más que
el portavoz de la advertencia celeste del Juicio
próximo. La confesión pública de sus pecados y el
propósito de enmendar su conducta bastaban para
ponerlos a cubierto de la cólera que les amenazaba y a
restituirles la tranquilidad de conciencia. Estaban
dando los primeros pasos en el retorno a Dios y en la
justificación cristiana (Le. 3, 1-14).

45
La pecadora se llega a Jesús, al "Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo" (Jn. 1, 29). Cediendo al
atractivo primordial del Padre de las misericordias
(Jn. 6, 44) avanza, no ya para escapar al castigo de su
vida de pecado o para obtener el perdón, sino porque
se sabe perdonada (v. 42); quiere agradecer al
mediador de su reconciliación (Rom. 5, 10) la gracia
sobreabundante de la vida eterna (Rom. 5, 19-21), de
la que experimenta las primicias (v. 47; Rom. 8, 23).
Su paz es más que tranquilidad de conciencia (1 Cor. 4,
4); es seguridad del Amor divino (Rom. 8, 35).

El sentimiento que la conduce es análogo a aquél que,


a gloria de Dios, hacía volver al leproso samaritano al
Autor de su curación (Le. 17, 15-19). La pecadora viene
a confesar la fe que la ha introducido en la justicia del
Reino (Rom. 10, 10), el humilde afecto de su corazón
transformado, trofeo de la compasión divina.

Sobre los antecedentes de esta conversión nada señala


San Lucas. Mezclada entre la muchedumbre de los
humildes, había escuchado los temas ordinarios de la
predicación evangélica; pero a ella el Señor le "abrió el
corazón" y la volvió atenta a las palabras del Rabí de
Galilea —como a Lidia, más tarde, a las palabras de
Pablo (Ac. 16, 14)—. Esta alma elegida dejó que el
Espíritu Santo iluminara sus extravíos; y su miseria se
trocó en límpido espejo de la Caridad divina (1 Jn. 4,
16) difundida en su corazón (Rom. 5, 5). Un
irresistible amor del bien se despertó en ella, y todas
sus energías afectivas fueron a converger en Aquél que
la había librado del peso (le la esclavitud que la
oprimía.

Más aún que el gozo de la renovación espiritual, es el


indecible dolor de sus faltas perdonadas lo que la
conduce a los pies del Mensajero de la Buena Nueva, y

46
hace que los riegue con sus lágrimas y los enjugue con
sus cabellos, y los perfume y los abrace (v. 38).
Pecadora pública, quiere ofrecer una pública
reparación de amor a Aquél que la bautizó en la
omnipotencia del Espíritu Santo (Le. 3, 16).

La prostituta precede al fariseo en su entrada al Reino


de Dios (Mt. 21, 31). El desprecio del pueblo la había
relegado a los bajos fondos de la vida social; la
elección divina la lleva a la vanguardia de aquéllos que
reconocen los rasgos celestes del Mesías (2 Cor. 4, 6),
y "violentamente" ella se apresura a responder a la luz
(Mt. 11, 12; 19, 30). Sus pecados, sus numerosos y
graves pecados (v. 47), eran en un sentido "veniales",
exentos de malicia espiritual endurecida (1 Jn. 5, 16);
eran susceptibles de remisión directa en virtud de la fe
mesiánica, la fe que inspira al publicano el recurso
confiado a la compasión divina (Le. 18, 13). Pero estos
pecados ahora los deplora, tanto más cuanto que en la
generosidad del perdón y en el soplo de la vida nueva,
conoce mejor y más de cerca a Aquél que ella ha
ofendido.

Un silencio de recogimiento se cierne sobre la sala del


festín. Silencio de la pecadora: sus palabras son las
lágrimas. Silencio de los convidados: estas muestras
de humilde afecto, por tiernas que sean, son
evidentemente un acto religioso. Silencio de Jesús: El
no mira, pero en su Corazón acepta, aprueba y
bendice. Las breves palabras que dirige a la penitente
después del amigable reproche a. Simón, no son
superfluas: "Tus pecados te son perdonados".

Ciertamente estaba bien convencida de ello la


pecadora; el corazón filial creado por el Espíritu Santo
rendía testimonio al amor del Padre (Rom. 8, 15; Gal.
4, 6). Pero la absolución sacramental —la intervención

47
formal del Salvador—, no es superflua para el alma en
estado de contrición perfecta: "Purifícame
enteramente de mi iniquidad" (Sal. 50, 4.).

"Tu fe te ha salvado". Estas palabras dan a entender a


los convidados que el perdón no es aquí la obra de un
hombre, sino la respuesta del Todopoderoso-Hecho-
Hombre, al clamor de la miseria humana.

"Vete en paz", Esta orden, esta misión, es la


culminación del gozo en la penitente y le sugiere la
elección divina de su vocación. Obediente a ella, esta
mujer se marcha. No la veremos formar parte del
grupo de las que asistían a Jesús ( Le. 8, 1-3).
Desaparece a las miradas de la tierra y se mantiene
con Cristo ante la faz del Padre (Mt. 18, 10; Le. 1, 19).
El Evangelio no vuelve a mencionarla. ¿Podía ella
elegir algo mejor, siguiendo el llamamiento divino,
que continuar en la soledad la vida celeste, inaugurada
a los pies del Maestro, por la salvación de sus
hermanos? En adelante vivirá en la pura luz de la fe, la
fe que la ha salvado.

Nada obliga a identificar este modelo del amor


penitente con María de Magdala, la exorcizada (Le. 8,
2), o con María de Betania, persona de perfecta
reputación (Jn. 11, 31). La lección forma un todo
completo, distinto, de capital importancia evangélica.
¡Ah, si el fervor de mis comuniones pudiera ser una
renovación espiritual del gesto eucarístico de la
pecadora!

15

EN EL CORAZON DE LA VIDA DE FE
(Ej. nn. 43; 238-248)

48
El gradual abandono del examen de conciencia, tiene a
menudo su origen en una confusión entre lo que es
examen legal y examen espiritual. El examen legal o
de obligación es aquél que San Pablo recomienda a los
Corintios en varias ocasiones: es el examen
preparatorio a la digna recepción de los sacramentos,
a la conservación de la contrición necesaria, etc. (1
Cor_ 11, 28; 2 Cor. 5, 9-11; 13, 5). En sí este examen de
conciencia, simple deber de honrada verificación, deja
al hombre frente a si mismo (Mt. 7, 3-5; Jn. 8, 7-9).

El examen espiritual de la conciencia, por el contrario,


es una oración eminentemente unitiva el más
transparente ejercicio de la fe cristiana, la
prolongación de lo que San Pedro considera como el
acto interior del bautizado que "pide a Dios la gracia
de una buena conciencia" (1 Pedro 3, 21). El examen
de conciencia así considerado, en el desarrollo normal
de sus cinco "puntos", es el ejercicio espiritual de
capital importancia, un acto perfecto de conversión,
una renovación explícita del espíritu de fe en cuanto
mira a la salvación. Nos coloca en el corazón de la
verdad cristiana y de la adhesión a la gracia, frente al
Señor crucificado (Hb. 9, 14). Nos prepara a la práctica
espiritual de la confesión sacramental y a la
experiencia interior de la comunión eucarística (Ej. n.
44, 29 y 3). San Ignacio lo considera como el modo de
oración que puede recomendarse a mayor número de
fieles: basta para ello la buena voluntad (Const.. VII 4,
F).

El cristiano, proyectado en el mundo por la vida


cotidiana, comienza por volver su atención sobre sí
mismo (Luc. 15, 17); entra en su intimidad secreta no
para detenerse y complacerse en ella, sino para
encontrarse en Cristo (Gal. 6, 14) bajo la invisible
mirada del Padre (Mt. 6, 6), y recordar la acción

49
santificadora de la que se ha beneficiado
constantemente en aquella etapa de su vida sobre la
que hace el examen.

Sin detenerse en la satisfacción natural, reconoce la


mano de la Providencia en todo aquello de lo que él ha
gozado y en lo que se ha alegrado. En teoría sabemos
que Dios colabora en todo a nuestro bien (Rom. 8, 28),
pero es muy distinto reconocerle en lo concreto y en
los detalles de cada día a su mayor gloria. Llevado más
lejos este sentimiento de gratitud debe extenderse
también a todo lo que nos ha dejado una huella
dolorosa; el hijo de Dios, en estas pruebas reconoce y
abraza la corrección saludable (1 Cor. 11, 32; 12, 5-7) y
su parte privilegiada en la Cruz del Redentor (Col. 1,
24). La devoción filial eucarística gusta este beneficio
divino y hace de él su alimento. "Todo se convierte en
bien . . .", ¡hasta las faltas que desaprueba y deplora,
pero que están permitidas por el inmenso provecho
que de ellas podemos sacar!

Esta mirada confiada y tranquila sobre el misterio de


nuestro existir, produce una paz que no depende
simplemente de la buena conciencia, sino de la
comprensión del Señor (1 Cor. 4, 4), y a esta
conciencia la vuelve transparente la caricia de la
claridad divina (Fil. 4, 4-7).

El hombre culpable siente el impulso de ocultarse a los


demás hombres y a sí mismo, y de huir como rebelde
de la verdad divina que lo condena y aplasta, porque
ignora el misterio de la divina filantropía (Jn. 3, 19 s.;
Tit. 3, 4).

La fe sincera tiene un movimiento opuesto: el segundo


punto del examen espiritual; es el sincero
llamamiento al Cristo-Verdad, que seguramente

50
pondrá en evidencia las tortuosidades —las fallas—, de
nuestro corazón (1 Cor. 2, 15), pero para enderezarlas
y sostenernos en la rectitud soberana de su luminosa
comprensión (Jn. 3, 18; Sal. 25, 2 s. y 12). La palabra
divina obra en el alma abierta y confiada el análisis
profundo incisivo, que "discierne entre lo espiritual y
lo sensible", entre los movimientos de la naturaleza y
los movimientos de la gracia (Kempis III, 54); penetra
"hasta las junturas y la médula" de las afecciones y
juzga con conocimiento de causa los sentimientos y los
pensamientos del corazón (lib. 4, 13).

El examen de conciencia propiamente dicho, no es un


pasatiempo de coleccionista o una superficial cepillada
delante del espejo, sino que responde a la voluntad
espiritual de proseguir en sí mismo el "juicio del
mundo" iniciado en el Calvario, de tomar parte en la
"expulsión del Príncipe de este mundo" (.in. 12, 31)
arrojándolo de sus dominios en los que él se mantiene,
agazapado en los escondrijos de la propia voluntad.

¡Dichoso el que no contento con un "mea culpa" de


ceremonia, logra hacer la crítica de sí mismo (Mat. 7,
1-5), sin descanso y sin énfasis, sin excusa y sin
ansiedad, a la luz universal del Crucificado y para
irradiarlo!

Lo que puede hacer pesada y fastidiosa esta revisión


de nuestra jornada, es la falta de fe. No necesitamos
escarbar demasiado en la tierra de nuestra conducta
para recoger la gavilla cotidiana de nuestros defectos
más salientes, o mejor todavía, de las ocasiones que
hemos dado a la misericordia divina para que se
ejercite en nosotros.
El examen así considerado es el canto perpetuo de los
perdones divinos (Sal. 88, 2).

51
Es verdad que las buenas obras bastan para perdonar
los pecados veniales. Pero ¿querrá esto decir que no
hay por qué deplorarlos con paz, al menos en su
conjunto (conocidos, olvidados, inadvertidos), en
presencia de nuestro Reconciliador y escuchándolo?
¿No es un cierto fariseísmo lo que hace "difícil" y árido
el pesar cotidiano de nuestras faltas cotidianas? El
sentimiento de haber "pecado poco" ¿no será la causa
de la tibieza y negligencia de nuestra amistad interior?
(Le. 7, 44-47).

Pueden decirnos, y en parte es cierto, que estas faltas


son insignificantes. San Agustín dice que las gotas de
agua no lo son menos; pero cuando se acumulan hacen
desbordar tos ríos.

Verdad es también que en una vida fervorosa, al


pecado, apenas cometido, acompaña inmediatamente
el arrepentimiento que solicita el perdón. Pero es
dudoso que esta práctica se mantenga despierta, si no
dedicamos un tiempo conveniente a glorificar a Dios,
en un recogimiento contrito, por estas faltas
multiplicadas.

Finalmente ¿puede concebirse una más viva


inteligencia de la "justicia de Dios", un acto de fe más
hermoso en la fortaleza divina infaliblemente
concedida al creyente (Rom. 1, 16), que el "buen
propósito, un propósito resuelto, completo,
magnánimo, renovado sin vacilación, en un ambiente
de paz espiritual, a despecho de la experiencia humana
que cada día nos pone de manifiesto nuestras
imperfecciones, nuestras incoherencias, lo inacabado
de nuestra redención (Rom. 8, 23), y nos hace prever
nuevas fallas? "Señor, en tu palabra echaré la red" (Le.
5, 5).

52
La conclusión principal de una "Primera Semana"
fructuosa, ¿no será acaso el propósito de renovarnos
diligentemente en la práctica del examen de
conciencia espiritual? Muchas generaciones han sido
necesarias para disponer al género humano a la
"venida de la fe" (Gal. 3, 23-26). El niño necesita
varios años para llegar a la "edad de la razón".
También la piedad cristiana conoce su período
"pedagógico" (Mb. 5, 1214), y llega por fin en la
madurez del fervor (a veces después de una "buena
crisis") a la edad de la fe (1 Cor. 13, 11).

16

LA VERDAD DE LAS NARRACIONES


EVANGELICAS
(Ej. nn. 3; 22)

Como "todo buen cristiano" el ejercitante se siente


inclinado a "salvar lo que le ha sido propuesto, más
que a condenarlo". Sin embargo no parece superfluo
precisar como vamos a considerar la "narración fiel de
la historia" evangélica propuesta a la contemplación
del obrero de Cristo.

Los Evangelios están destinados a la instrucción


espiritual del creyente, invitado a meditar una
selección de episodios del "Evangelio de Jesucristo,
Hijo de Dios" (Mc. 1, 1). Tanto los catecúmenos en San
Marcos, como los discípulos en San Lucas, como los
doctores en San Mateo y los ancianos en San Juan,
están llamados a rehacer, según el grado de gracia y de
cultura religiosa de cada uno, el camino religioso
recorrido por los Doce en compañía del Maestro al
encuentro del Espíritu Santo. Una colección de hechos
escogidos se ofrece al cristiano con orden pero sin

53
artificio, para ayudarle a crecer en esta luz de
inteligencia divina que lleva a descubrir la realización
inicial de las promesas del Señor ( Hb. 6, 4 s.); lo que
con ello se persigue no es satisfacer la curiosidad
sentimental o fanática y menos todavía el procurar
una objetividad ilusoria de televisión, sino el hacerle
entrar en posesión de los bienes mesiánicos.

Lo que nosotros poseemos en los Evangelios es algo


más y mejor que el reflejo inmediato de los hechos y la
repercusión original de las palabras de Cristo
experimentada con admiración, con indiferencia o con
envidia, por los primeros testigos de su vida pública.
Podríamos comparar los primeros recuerdos de los
Apóstoles a aquellas doce canastas repletas
desordenadamente de los trozos recogidos por orden
del Maestro en la tarde de la multiplicación de los
panes (Mt. 14, 20; Jn. 6, 12 s.). Este conglomerado de
"memorias de los Apóstoles" (San Justino) no podía
ser servido de un modo indiscriminado en la mesa
Eucarística de los fieles. Para integrar en la Tradición
apostólica la Manifestación mesiánica (Epifanía) era
preciso, ante todo, discernir los elementos, reconocer
su significado y ordenar su exposición. Los Evangelios
ofrecen a la consideración del creyente, no el mineral
bruto, sino el metal elaborado del Misterio de Jesús.
Elaborar no es falsificar. Dar forma no es deformar. El
pan no es trigo adulterado.

La narración evangélica es, pues, un trabajo realizado


por quienes habían llegado a comprender los gestos y
las palabras del Hijo de Dios, pensados nuevamente a
la luz de Pentecostés y a una distancia equilibrada
entre la proximidad y la lejanía, a lo que les permitía
apreciar sus relieves y proporciones y encuadrarlos en
la Perspectiva histórica del Antiguo y del Nuevo Israel
de Dios, a fin de trasmitirlos, con inerrancia

54
carismática, como comentario del Sacramento Pascual
(Cfr. Dei Verbum).

Téngase en cuenta la afinidad evangélica producida


por la frecuencia de los sacramentos y por la
proximidad sobrenatural de la mirada iluminada por
la luz de la fe y se comprenderá que el cristiano que en
el sentimiento de su fe medita el "gran misterio de la
piedad" (1 Tim. 3, 16), se encuentra, por concordancia
de mentalidades, en la justa posición crítica general
que le permite captar el pensamiento auténtico del
autor sagrado, y , dentro de este pensamiento, la
objetividad histórica de los hechos, portadora de
significación mística, en una sana atmósfera de
credibilidad adecuadamente razonable.

Un cierto juego —discreto o no— de fantasía creadora


del hecho y del texto, puede ser abonado al género
literario de la búsqueda histórica y exegética, pero no a
la trasmisión sagrada del testimonio evangélico.
Autores y lectores primitivos estaban de acuerdo sobre
la necesidad absoluta de trasmitir "remontándose a las
fuentes" un conocimiento "exacto" de los "hechos",
derivado con "seguridad" de la "observación directa
original" (Cfr. Le. 1, 1-4).

Ningún relato histórico puede resistir a una


desconfianza perentoria de la tradición humana.

17

EL LLAMAMIENTO DEL REY ETERNO


(Ej. nn. 91-98; 278)

La contemplación del llamamiento del Rey Eterno no


es una fantasía ascética; ha sido vivido históricamente

55
por los Apóstoles, ya que ellos comenzaron por
concebir a Jesús como Mesías temporal y necesitaron
varios años para entrar de lleno en la economía del
Reino de los Cielos y para llegar a regocijarse de haber
sido considerados dignos de sufrir ultrajes por la
gloria de Jesús (Ac. 5, 41).

Desde el comienzo de su adhesión a Cristo, los Doce,


instruidos por el Bautista, fueron dotados de fe
carismática en la mesianidad de Aquél que
misteriosamente les había sido designado como
"Cordero de Dios" (Jn. 1, .41 y 45 y 49); pero,
compartiendo las esperanzas de la muchedumbre de
los judíos, en su mente todavía carnal, ellos
consideraban su realeza al modo humano, como una
teocracia temporal, universal y perpetua. Su
renunciamiento estaba mezclado con miras
interesadas (Mt. 19, 27 s.) y ambiciones humanas (Me.
9, 34; Le. 22, 24). No obstante las advertencias de su
Maestro, difícilmente comprendían la austera verdad
de un reino celestial, inaugurado tras la muerte cruel e
ignominiosa del Mesías (Le. 18, 31-34). Ante los
fracasos crecientes de la obra del Hijo del Hombre, se
encuentran desamparados y temerosos (Jn. 11, 7-16).
En el momento de la Ascensión hay quienes esperan
todavía una restauración política del reino de Israel
(Ac. 1, 6). La preparación de sus almas para recibir la
luz de Pentecostés, ha sido para Jesús un trabajo de
larga duración (Mt. 15, 16; Le. 13, 6-9).

La respuesta positiva al llamamiento del Rey que "no


es de este mundo" (Jn. 18, 36) se elabora en la
contemplación asidua del relato evangélico, y
particularmente en los misterios de la Infancia, que
ponen en contacto con personajes típicamente
santificados. Para que esta respuesta sea realmente
sincera, es necesaria una preparación espiritual de la

56
que la "insigne oblación del Reino", no es más que el
primer movimiento, un injerto de los sentimientos de
Cristo en nuestro modo humano de sentir.

Persiste de generación en generación una concepción


horizontal, ampliamente terrena, del fervor religioso y
del desarrollo de la acción apostólica (Mt. 23). Sucede
también que el progreso espiritual se ha concebido
durante muchos años como un éxito interior del orden
humano y temporal sutilmente satisfactorio para el
amor propio. Se necesita ordinariamente mucho
tiempo, y de parte de la gracia mucha longanimidad,
para convertirnos a la perfección vertical de la fe,
anclada en lo que es inexperimentable en el ejercicio
presente de nuestra vida eterna, cuyo progreso está
oculto a nuestros ojos en este período de prueba de
nuestra vida mortal; y también para habituarnos a
concebir la vida perfecta de aquí abajo como un
combatir nuestra miseria y un morir íntimamente a
nosotros mismos para dar gloria a Dios y vida a
nuestros hermanos (1 Cor. 9, 24-27; 2 Cor. 4, 7-15; Flp.
3, 744).

¿No es acaso necesario que la flor se marchite para que


el fruto se forme absorbiendo todas las energías vitales
de la plantación del Señor?

En resumen, el trabajo evangélico es la iniciación


penosa, ejercitante, combativa (Lc. 10, 21; Jn. 3, 4), a
la participación del eterno gozo de la. Santísima
Trinidad (Jn. 17, 3; 2 Cor. 13, 13), misteriosa y
justamente comunicada en el reino celestial de
Jesucristo (Le. 23, 42): en la fe, la esperanza, la
caridad, la paciente piedad de los discípulos que lo
acogen dócilmente (Jn. 6, 63), y de los mensajeros que
lo trasmiten laboriosamente bajo la dirección del
Espíritu de Jesús (1 Cor. 15, 10).

57
Obra de eternidad, confiere desde acá abajo una paz
que el mundo no puede dar, pero reclama el
desasimiento cotidiano de la satisfacción terrena; las
obras propias de nuestra vocación son de ordinario
mortificantes y humillantes; la tentación de
abandonarlas nos acecha siempre; nunca faltan
pretextos a los emboscados.

Las Constituciones consagran un capítulo entero (VI,


4) a tratar de la muerte como culminación de nuestra
vida apostólica.

18

JESUS CONCEBIDO EN LA IIUMILLACION


El Señor "ha mirado la humillación de su Esclava"
(Ej. nn. 101-109; 262; 263)

El Texto sagrado deja comprender discretamente al


cristiano atento, que María, de ascendencia sacerdotal
(Le. 1, 5 y 36), muy conocida en el Templo, (Le. 2, 28 y
38), estaba alejada de su familia y refugiada en Galilea
en virtud de su propósito de virginidad, juzgado
entonces infamante (Le. 1, 34).

José heredero legítimo directo de David (Mt. 1, 1-16),


ciudadano de Belén (Le. 2, 5), también estaba relegado
en Galilea donde no se conocía más que su
ascendencia colateral, políticamente insignificante
(Le. 3, 23-38).

Una mutua confianza religiosa unió a los dos


desterrados en un propósito de integridad perfecta y
de renunciamiento en el espíritu interior de la Nueva
Alianza (11b. 10, 16; Jer. 31, 33; Ez. 11, 19; 36, 26).
Después de Tamar, después de Rahab, después de
Ruth, después de Betsabé (Mt. 1, 3-6), María se

58
encuentra humildemente acogida e incorporada al
linaje del Mesías y a la familia de David (Mt. 1, 20; Jn.
1, 13; Rom. 1, 5).

La prudencia sugería que María informara enseguida a


su prometido que ella "se hallaba encinta" por obra del
Espíritu Santo (Mt. 1, 18; Is. 7, 14; Mt. 1, 22 s.). José,
en la sencillez de su justicia, no vacila en creer en la
justicia de María y compartir su fe (Le. 1, 45). Pero
humildemente temía delante de Dios ser presuntuoso
si introducía en su pobre casa el Arca viva de la Nueva
Alianza y al "Hijo del Altísimo". Su sentimiento se
anticipa al de Pedro: "Apártate de mi, Señor, que soy
hombre pecador" (Le. 5, 8). Además, la comunidad de
vida, ¿no quitará crédito a la verdad del Misterio? Por
otra parte ¿qué será de María en caso de una pública
separación?

El episodio del Arca, depositada por orden de David en


casa del sacerdote Obededom (2 Sam. 6, 10-12),
sugirió posiblemente la idea de una estancia de María
junto a su prima en casa del sacerdote Zacarías. La
alusión del Ángel (Le. 1, 36) era una sugerencia. María
obedece sin protesta a la decisión de José, aunque la
eventualidad de la separación amenaza la Mesianidad
del Niño, ligada a la ascendencia davídica de José.

El texto de San Lucas deja transparentar en María una


angustia y una fe análogas a la de Abraham subiendo
al monte para sacrificar a Isaac (Le. 1, 39; Gén. 22, 3).
Le. 1, 39: anastasa de Mariám en tais hemérais
taútais eporeúthe eis tén oreinén meta spoudes
Gen. 22, 3: anastás dé Abraam to proi . . .
eporeúthe kai elthen epi ton tópon (= tén gen
tén hupselén . . ., én ton oréon: v. 2) . . .

59
Una intervención angélica pone fin a la prueba de
José, como a la de Abraham (Cfr. Mt. 1, 20 s.; Gén. 22,
11 s.). El humilde José ha de recordar que es hijo de
David y que no debe pedir cuenta de sus obras al
Espíritu Santo (Jn. 3, 8; Eclesiastés 11, 5; Is. 11, 1 s.;
Zac. 12, 10). No ha de temer introducir a su esposa en
su casa ni ejercer normalmente sus derechos y deberes
de paternidad legal sobre el "fruto del seno de David"
(Sal. 132 (131) 11; Le. 1, 31-33 y 42).

María se apresuró a ponerse al servicio de Isabel, y


Jesús a santificar a su Precursor. Al cordial saludo de
María responde la exaltación de su humildad (Le. 1,
41-45 y 52). Después de tres meses regresa
discretamente a Nazareth (Cfr. Le. 1, 56 y Gén. 38, 24;
2 Sarn. 6, 11: "tres meses").

La vista de la carne teomorfa de Jesús (Flp. 2, 6)


producirá entre María y José una intimidad de Gracia
-un "conocimiento"- que compensará la intimidad
natural de la que generosamente habían contenido el
brote (Mt. 1, 25).

¿Soy yo de estos religiosos "humildes y prudentes en


Cristo" que exige realmente el Instituto de la
Compañía de Jesús? (Form. Inst. n. 9).

El nervio de los Ejercicios es el cultivo de la humildad


evangélica.

La comprobación del pecado en la Primera Semana ha


desarrollado valientemente el humilde conocimiento
de mí mismo, una familiaridad con mi miseria actual,
exenta de depresión., una aceptación del juicio
misericordioso con que el Señor ha querido
favorecerme y que yo quiero mantener en su luz,

60
dándole gloria fielmente por todo el bien que hay en
mí, sin ya nunca jamás apropiármelo.

En la Segunda Semana, en la compañía espiritual del


Redentor, se irá avivando en mí la pasión cristiana de
la modestia social, de la "pobreza de espíritu" que da
acogida a la disminución y a la inanición, a la
humildad imitadora del Verbo Encarnado, donde
maduran los frutos de salvación en la plena Verdad del
Espíritu de Dios.

19

JESUS NACE EN LA EXPERIENCIA DE LA


INDIGENCIA
(Ej. nn. 110-116; 264; 265)

"Amen todos la pobreza como madre, y según la


medida de la santa discreción, a sus tiempos sientan
algunos efectos de ella" (Const. III, 1, 25).

Jesús acoge con el mismo agrado la indigencia del


pesebre que los cuidados maternales (Le. 2, 7).

En nombre de la humanidad caída con la cual se ha


identificado, el Salvador hace suyo el sentimiento de
desnudez, el despojo que ante Dios experimentaba
Adán y Eva a consecuencia de su pecado, sentimiento
que les llevó a ocultarse de los ojos del Señor, al verse
privados de la vestidura de la inocencia y de la
semejanza con El (Gén. 3, 7-10; 2 Cor. 5, 2-5). El
Señor, misericordiosamente, les hizo una túnica y los
revistió con ella (Gén. 3, 21). María envuelve en
pañales al Recién Nacido "lleno de gracia y de
verdad"(Jn. 1, 14) que se presenta en la pobreza de un

61
niño cualquiera (Flp. 2, 7) a los ojos de su Padre, de los
Ángeles y de los hombres sus hermanos.

En su conciencia humana divinamente iluminada, el


Señor experimenta el vacío mental inicial absoluto del
ser humano al salir del seno materno, su indigencia y
su dependencia total. "Se anonadó" (Flp. 2, 7).

A esta indigencia personal se añade la indigencia


comunitaria que Jesús comparte; José y María
acampan en los alrededores de Belén, Sin techo, sin
ajuar, desprovistos de toda recomendación. Las
provisiones del viaje tocan también a su fin.

Por herencia divina este ser humano es igual en


autoridad al Señor. Le sería lícito imitar a los
poderosos del mundo y utilizar su soberanía como
"medio de rapiña" (harpagmos) , como derecho de
tributo universal (Cfr. 1 Sam. 8, 9-17). ¡Si hubiera
enviado al Ángel anunciador, llevando una vigorosa
requisitoria a los barrios burgueses de Belén . . . !
El prefiere no exigir nada, darse a conocer por su
"modestia" (Flp. 4, 5). Los pobres, los trabajadores
nocturnos, son evangelizados (Le. 2, 8; Mt. 11, 4 s.).
Los pastores no encontraron en el pesebre un ángel
pequeño con aureola, sino un amable niño (Ex. 2, 2)
gimiendo en la noche fría (Le. 2, 12; Flp. 2, 7). Así
termina el anuncio del "gran gozo de la salvación" (Le.
2, 10 s.).

Esta experiencia humana ha sido decidida en el


Consejo Eterno. La Palabra del amor divino balbucea a
nuestro corazón hablándole de una realidad (rhemata:
Le. 2, 19), Silenciosos, María y José entran también en
el cuadro. San Ignacio me sugiere acompañarlos como
"un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos,
contemplándolos, y sirviéndoles en sus necesidades,

62
como si presente me hallase, con todo acatamiento y
reverencia posible; y después reflectir en mí mismo
para sacar algún provecho" (Ejercicios n. 114).

"El Señor... nacido en suma pobreza, y al cabo de


tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío,
de injurias y afrentas, para morir en la cruz, y todo
esto por mí. Después reflictiendo sacar algún provecho
espiritual" (Ejercicios n. 116).

Esta es la escuela del celo apostólico.

La Compañía, desde su nacimiento "ha aprendido por


experiencia que una vida alejada cuanto sea posible de
todo contagio de avaricia y lo más cerca posible de la
pobreza evangélica, es más alegre, más pura y más
apta para la edificación del prójimo" (Form. Inst. n. 7).

20

JESUS, EL ESPERADO
(Ej. nn. 132; 267; 268)

Como preludio de la narración del ministerio


evangélico de Jesús, Lucas y Mateo relatan la
iniciación mesiánica de algunos modelos insignes de
fidelidad espiritual, nacidos a la sombra de la Antigua
Alianza. Esta iniciación es elemental, pero
singularmente profunda. Lo que Cristo descubre de sí
mismo a la mirada exterior y al oído de Zacarías, de
Isabel, de Simeón, de Ana la Profetisa, y de los Magos,
es algo en sí muy tenue, un primer germen de
manifestación mesiánica; pero la penetración interior
de la percepción sensible de los hechos divinos, se
presenta de repente con una plenitud que sumerge a
María y a José en la admiración (Le. 2, 33). Los

63
Apóstoles, que habían sido testigos de los milagros y
de las apariciones, tuvieron que esperar la venida del
Espíritu Santo en Pentecostés para que su sentido de
las realidades celestiales se iluminara con semejantes
resplandores.

El cristiano espiritual comprende aquí que en la


revelación del misterio evangélico lo importante es la
piedad interior, el abrir libre y progresivamente el
corazón a la luz del Amor divino.

Las lecciones de vida cristiana que afloran en el


misterio de la Presentación de Jesús en el Templo, son
numerosas, profundas y sutiles. Detengámonos a
considerar la espera de Cristo.

Toda vida humana se despliega y desarrolla en este


mundo bajo el signo de la espera. Dichosa la vida cuya
espera dominante, suplicante, operante, paciente,
radiante y contagiosa ha sido la del advenimiento del
Reino de Cristo. El Templo de Jerusalén es figura de la
Iglesia y en sus piedras vivas, en el grupo de Simeón,
de Ana y de sus piadosos amigos, está ya la Iglesia, el
pueblo misterioso de los creyentes que, a lo largo de
todos los siglos, aspira a ver con sus ojos la Salvación
que el Señor ha preparado en favor de todas las
naciones (Lc. 2, 30 s.; Mt. 2, 1 s.; 13, 16 s.).

El Niño Jesús, llevado por María y José, a quienes guía


el Espíritu Santo, corre al encuentro de los ancianos
con el apresuramiento de uno que viene a desposarse.
Ellos viven en la espera de la Manifestación salvadora,
que culminará en el drama glorioso del Calvario; (Le_
2, 34 s.) y en esta espera se consuelan, se nutren y
afianzan con su manifestación profética y evangélica:
Luz para iluminación de los gentiles.

64
Simeón esperaba la consolación de Israel (Lc. 2, 25).
Su alegría no se limita al hecho de haber tenido a
Jesús en sus brazos por breves instantes, sino que se
extiende al universal horizonte de salvación que se
entreabre a sus ojos al contemplar a este Niño.

Ana "se pone a hablar del Niño a todos los que


esperaban la Redención de Jerusalén" (Le. 2, 38). La
propagación del Evangelio será la propagación de esta
espera y tendrá su comienzo en la confesión del Buen
Ladrón: "Señor, acuérdate de mí cuando vengas a
inaugurar tu Reino" (Le. 23, 42).

"A nosotros nos mueve el Espíritu a aguardar por la fe


la justicia esperada" (Gal. 5, 5). "Nosotros que
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en
nuestro interior aguardando... el rescate de nuestro
cuerpo... Aguardamos con paciencia" (Rom, 8, 23-25).
"Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde
esperamos ardientemente como Salvador al Señor
Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso COMo el suyo" (Flp. 3,
20 s.). "No me resta más que recibir la corona de
justicia que aquel día me entregará el Señor... y a
todos los que hayan esperado con amor su
manifestación" (2 Tim. 4, 8). "Sed modelos de la grey,
y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la
corona de gloria que no se marchita" (1 Pedro 5, 3 s.).
"El Señor no se retrasa en el cumplimiento de su
promesa ... ; sino que usa de paciencia con vosotros,
no queriendo que algunos perezcan .. . Nosotros
esperamos, según lo tiene prometido, nuevos cielos y
tierra nueva en los que habite la justicia" (2 Pedro 3, 9-
13).

El que verdaderamente espera, espera sin cansarse.

65
María tenía a Jesús familiarmente presente; sin
embargo, vivió siempre en la espera del Reino "que no
tendrá fin" (Lo. 1, 33).

Su papel evangélico y el de San José en los misterios


de la Infancia, no es hablar de Jesús, sino presentarlo,
mostrarlo, comunicarlo, como hace el sacerdote en el
Altar, sin apresuramiento, en permanente adoración.
Su papel se continúa espiritualmente en aquéllos que
imitan al Señor, que se dejan transfigurar
interiormente en la fe, y, revestidos de Cristo, le hacen
invisiblemente presente en su acción exterior por una
caridad irradiante. En esto consiste el trabajo
evangélico fundamental (1 Cor. 3, 9-11; 11, 1; Mt. 7, 24
s.; Const. VII, 4, 2), la "preevangelización" auténtica.
Simeón, lo mismo que los Magos, reconoció al Niño
Mesías en los rasgos de su Madre, como en un espejo
(Le. 2, 27 s.; Mt. 2, 11; 1 Cor. 13, 12).

21

JESÚS EN LA VIDA COMÚN


(Lumen Gentium, n. 46; Ejercicios nn. 269; 270)

"...la vida es común en lo exterior, por justos


respectos, mirando siempre al mayor servicio
divino..." (Examen Gen. 1, 6). "... se haya miramiento a
la bajeza, pobreza y espiritual edificación., que
siempre debemos tener ante los ojos en el Señor
nuestro" (Const. VI, 2, 16; Cfr. Mt. 11, 18 s.).

La miseria del establo era una prueba, no representa el


régimen normal de vida de la Sagrada Familia. Los
Magos la encontraron ya instalada en una "casa" (Mt.
2, 11). A pesar de la indiferencia con que fueron
acogidos por el pueblo, es muy verosímil que San José,

66
sencillo y prudente, pensara que la manifestación y el
renombre del Mesías debían tener su comienzo en la
patria de sus antecesores. ¿No estaba escrito que de
Belén saldría el Pastor que había de conducir a Israel?
(Miqueas 5, 1; Mt. 2, 6).

Pero no es en la publicidad, sino en la vida común


donde se opera normalmente el aprendizaje
evangélico de la condición humana y madura la
verdadera adoración espiritual. Una orden expresa del
cielo transfiere a Jesús y a su familia a un barrio Judío
de Egipto (Mt 2, 13-15). El Tesoro, apenas descubierto,
ha tenido que volverse a ocultar (Mt. 13, 44).

La semilla cae en la tierra (Jn. 12, 24).

Naturalmente, de nuevo, al regresar de Egipto, José se


hubiera instalado en Judea, pero otra vez una orden
divina detiene este proyecto y lo conduce a Galilea;
José vuelve a la insignificante aldea de Nazareth (Mt.
2, 19-23).

Jesús no busca jamás la celebridad humana ni la


emplea como medio de evangelización (Mt. 8, 4; 16,
20; 19, 17), aunque algunas veces acepte
modestamente sus ondas caprichosas y fugaces.
Prefiere obrar por contacto individual y en
conversación personal bajo la dirección del Espíritu
que infunde su conocimiento en las almas y sugiere la
Palabra a sus mensajeros.

En el umbral de su adolescencia, Jesús hubiera podido


ser el teólogo más seguido entre los doctores de Israel.
Desde el primer día sus preguntas y respuestas los
maravillaron; le ceden el lugar preferente (Le. 2, 46
s.); revela ya una inteligencia sublime (Sal. 119 (118),
99). Se hubiera hablado de El en todas las sinagogas

67
de la Palestina y de la Dispersión. Los tratados
rabínicos hubieran consignado sus decisiones.
Hubiera conquistado a Saulo, el discípulo de
Gamaliel…. Pero Jesús regresa con sus padres y se
sepulta en Nazareth.

"Las casas que el Señor nos dé, deberán destinarse a


obrar en su viña y no a ejercitar estudios de escuela"
(Form. Inst. 8). Jesús sacrifica completamente el
renombre académico. No exige a todos el sacrificio
"actual" del mismo, pero si existe el sacrificio
"espiritual" (Ej. n. 155), a todos aquellos que El destina
para que hablen en su nombre. La doctrina en si no la
ha despreciado (Jn. 3, 10). El era la TEOLOGÍA en
persona (Jn. 1, 18) y lo demostró siempre que nuestra
salvación estuvo en juego (Mt. 7, 28 s.; 13, 54; Jn. 7,
46) su conocimiento de las Escrituras era
sorprendente y se las apropiaba de un modo
maravilloso.

"Como sea el fin de la Compañía y de los estudios


ayudar a los prójimos al conocimiento y amor divino y
salvación de sus ánimas; siendo para esto el medio
más propio la Facultad de Teología, en ésta se debe
insistir principalmente en las Universidades de la
Compañía" (Const. IV, 12, 1). Jesús nos invita a su
escuela de mansedumbre y de humildad (Mt. 11, 29).

22

JESÚS ENTRA EN ESTADO DE OBEDIENCIA


EVANGÉLICA
(Perfectae Caritatis, n. 14; Ej. 271; 272)

"Entonces bajó con ellos y vino a Nazareth y les estaba


sujeto" (Le. 2, 51).

68
El preámbulo a la consideración de los estados de vida
(Ej. n. 135) en el texto de la versión Vulgata de los
Ejercicios, redactado por Andrés de Freux (Frusius) en
1547, para ser presentado a la aprobación pontificia,
presenta un retoque importante que no deja de crear
una dificultad a los editores. En efecto, señala un
desenvolvimiento del pensamiento de San Ignacio,
posterior a la institución de la Compañía.

Este pasaje define la distinción entre el estado común


de la vida cristiana y el estado de perfección
evangélica.

En el texto de Frusius la atención se siente atraída por


el hecho de que el Evangelio (Le. 2, 51) habla de la
obediencia de Jesús a sus padres, no con relación a los
doce primeros años, sino con relación a la obediencia
que ejercitó consecutivamente al "abandono de su
padre adoptivo y de su madre natural, para dedicarse
puramente al servicio de su Padre Eterno".

En las redacciones precedentes, la perfección


evangélica se definía simplemente como
renunciamiento a la familia; en la redacción final de
Frusius se define como estado de dependencia y
obediencia, como sujeción (el término tradicional es
mancipatio).

La sumisión de Jesús a sus padres en el curso de su


adolescencia, es decir, después de su emancipación
legal, no es ya, como en su infancia., "observancia de
los mandamientos", sino libre de sujeción del hombre
adulto dedicado completamente "al servicio del Eterno
Padre". La sumisión de Jesús a sus padres fue en
adelante propiamente religiosa, como lo será más
tarde la de los Doce a Jesús (más estrecha que la del

69
común de los discípulos) (Mc 3, 14; Jn. 6, 66 s.), la de
los evangelistas a los Apóstoles (2 Tim. 3, 10; 4, 5 y 9),
la del Salvador a Pilato (Jn. 19, 11; Flp. 2, 8).

Ha llegado el momento de meditar en nuestras


Constituciones (VI, 1) las expresiones más importantes
del capítulo sobre la obediencia del jesuita formado (la
obediencia de orden teológico del obrero evangélico), y
notar especialmente cuando describe el celo por la
observancia, la insistencia más que superlativa acerca
de la dependencia personal en relación con el
representante de Cristo, la imitación de Cristo
obediente, el abandono absoluto a la dirección
providencial y el afecto filial que nimba gloriosamente
al espíritu de sumisión religiosa.

La humillación, sin comentarios, de la obediencia de


juicio practicada por docilidad a la ley interior, llevará
normalmente al religioso hasta el "tercero" y capital
grado de la perfección: la "humildad diametralmente
opuesta al orgullo" (Ej. n. 146).

"Considerad a los demás como superiores, con toda


humildad" (Flp. 2, 3; Const. 1, 4). Tal es el precio de la
participación en la exaltación de Cristo (Flp. 2, 9), en
la obra evangélica (2 Cor. 2, 14).

23

JESÚS QUIERE SER BAUTIZADO POR JUAN


BAUTISTA
(Ej. n. 273)

Juan Bautista era el encargado de preparar los


caminos del Señor, (Le. 1, 76), es decir, la obra
evangélica salvadora del Mesías (Le. 1, 76-79).

70
Santificado en el seno de su madre (Le. 1, 41) había
dado también ejemplo de austeridad personal y de
desasimiento penitente (Le. 1, 80; Mt. 3, 4).

El bautismo que él administra es una simple


manifestación ritual, como un sello de autenticidad
para aquéllos que acuden a recibirlo con una voluntad
sincera de purificar su conducta y su corazón (Jn. 13,
10). Jesús, la Santidad misma, se somete a este rito
como preámbulo de su ministerio público; y pluraliza
diciendo: "Así NOS conviene cumplir toda justicia"
(Mt. 3, 15). De este modo forma cuerpo con Juan
Bautista y con todos aquéllos que colaborarán en su
ministerio personal.

Esta colaboración evangélica presupone un humilde


entrenamiento en la pureza (Ex. Gen. 4, 41): pureza de
alma (Const. IV, 6, 1), pureza de vida, cristiana (Form.
Inst. n. 9), pureza de apertura de conciencia (Ex. Gen.
4, 36), pureza en la observancia de la pobreza (Const.
VI, 2, 1. 12) y de la obediencia (Ex. Gen. 4, 32), pureza
conquistadora (Const. IV, 16, 3)... en resumen, una
lucha valiente y diligente contra nuestras deficiencias
morales, a fin de no ser de aquéllos que predican sin
pureza de intención (Flp. 1, 17), procurando sus
propios intereses y no el interés de Jesucristo (Flp. 2,
21).

Esta economía penitencial explica las


recomendaciones del Instituto en materia de examen
de conciencia y de confesión; y se encuentra en la
lógica de una seria preparación a las responsabilidades
del ministerio evangélico.

En cuanto a la castidad perfecta, esto es, a la pureza


del afecto de caridad que ha de ejercitarse en el
desasimiento de la vida de familia (Mt. 19, 29; Ex.

71
Gen. 4, 7) se da por sabido que los mensajeros de la
vida eterna, portadores de Cristo en su persona, han
de emular a los mensajeros celestiales (Mt. 22, 30;
Const. VI, 1, 1). Ellos poseen este carisma de
continencia; les basta ser fieles a él (Mt. 19, 12; 1 Con.
7, 25 y 40; 1 Tim. 1, 12; 4, 12; 5, 2).

En este marco evangélico como en los escritos


ignacianos, la probidad en materia de continencia es
cosa que discretamente se entiende de suyo para
quienes están llamados a ocuparse indiferentemente
de las almas femeninas y masculinas, y no podrán,
normalmente, prescindir de la ayuda femenina (Le. 8,
2 s.; Ac. 16, 14 s.). La experiencia enseña que nuestro
género de vida lleva consigo "numerosas y grandes
dificultades" y no debe abrazarse sino "después de
largas y muy diligentes probaciones" (Form. Inst. n.
9).

Mientras los discípulos estuvieron bajo la autoridad de


Nuestro Señor, jamás hallaron las miradas malévolas,
materia de crítica contra ellos en materia de castidad;
y Jesús, personalmente, nos ha dejado ejemplos que
meditar sobre la manera de dirigir a las mujeres la
palabra evangélica.

24

JESÚS EN ORACIÓN SOLITARIA


(Ej. mi. 20, 274, 19; 284)

Apenas hubo remontado las aguas del Jordán, Jesús,


indiferente al ir y venir de la muchedumbre, se
concentra en oración ante los ojos de Juan Bautista, a
quien se revela en visión simbólica el sentido de esta
oración principal en la que habrá de insertarse y

72
formarse toda oración cristiana: 1) el cielo es accesible;
2) la respuesta es dada a la invocación del Espíritu
Santo; 3) el Padre en persona glorifica a su Hijo, que
ha tomado la forma de siervo (Lc. 3, 21; 11, 943). El
Espíritu Santo, cuya comunicación determina desde el
interior la acción evangélica, se obtiene en la oración
(Ac. 13, 2 s.), una oración que el Espíritu mismo se
complace en inspirar (Rom. 8, 26), una oración que
analiza el Pater y que interpreta la secuencia Veni
Sancte Spiritus.

Los Evangelios nos describen algunos ejemplos típicos


de oración aislada. Podemos por ellos entender que
para Jesús esta oración era el pan cotidiano (Mt. 14,
23; Mc. 1, 35; Le. 6, 12; 9, 18; Jn. 6, 15).

La oración anacorética es capital en la acción


evangélica. Puede decirse que San Ignacio jamás
renunció a Manresa, ni para él mismo ni para sus hijos
fieles, cuyas jornadas llevan en sí varias horas de
oración solitaria, limitadas solamente por los deberes
que aconseja una discreta caridad, (Const. II, 2, 1; IV,
10, 5; VI, 3, 1; VII, 4, 3; IX, 6, 1A; X, 1; X, 2).

Las austeridades secretas de la Cuarentena eremítica


del Señor, posteriores al bautismo penitencial, y
anteriores a la vocación de los discípulos, realizan un
programa ascético personal de preparación inmediata
formativa. En tiempo oportuno, el Maestro explicará
confidencialmente esta experiencia típica de
entrenamiento al sacrificio evangélico de los goces
terrenos, para inculcar los desasimientos efectivos
indispensables al ministerio del Reino de los Cielos.
De momento se abstuvo de pedir a los discípulos que
le imitaran en este camino penitencial; era importante
graduar los renunciamientos. El ayuno hubiera
detenido la expansión de la alegría terrena que podían

73
gozar mientras el Esposo estaba con ellos. Cuando el
Esposo les haya sido arrebatado, el ayuno llegará a ser
una institución en la economía evangélica inaugurada
el día de Pentecostés (Mt. 9, 15). Jesús era demasiado
prudente para invitar enseguida a sus novicios a
seguirle en la frecuencia de su oración solitaria; pero
multiplica a sus ojos unos ejemplos tan atrayentes (Le.
11, 1) que acabaron al fin por imitarle (Ac. 1, 14; 6, 4;
10, 9).

No fue ciertamente la naturaleza —nuestra naturaleza


adámica— la que indujo a Jesús a retirarse del trato
con los hombres para entregarse a la oración. Observa
San Marcos que el Espíritu "lo expulsó al desierto"
(Mc. 1, 12: "Expulit" —ekbállei) : expresión extraña
usada en los exorcismos, que nos manifiesta las
repugnancias sensibles de las que el Salvador no quiso
librarse, aunque sin cederles terreno, a fin de que estas
mismas repugnancias no desconcertaran la
pusilanimidad humana a la que el fervor, aunque sea
verdadero, no siempre suprime. Se comprende que a
la consoladora comunicación del Espíritu Santo
siguiera una desolación prolongada (Mc. 1, 13).

El recuerdo del Salvador "en vacaciones" en el


desierto, me sostendrá en la tarea que Dios me asigna
en esta etapa de la "Tercera Probación": la de
ejercitarme asiduamente en la "Escuela del afecto" "en
las cosas espirituales y corporales que contribuyen al
progreso de la humildad y de la abnegación de todo
amor sensual y de la voluntad y juicio propio, y a
profundizar en el conocimiento y el amor de Dios",
para hacer divinamente sincera mi consagración a la
salvación de las almas (Const. V, 2, 1; Polanco, quinta
industria; en MHSI, Polanci Complementa, vol. 2, pp.
744748 ; 2 Cor. 1, 12-14; 2, 15-17).

74
Este tiempo de anacoretismo acentuado, será el
noviciado para la configuración con Cristo Crucificado
que constituye la "gloria" del ministerio apostólico.

Durante este ejercicio de soledad, el Salvador tuvo que


precaverse contra las sugestiones diabólicas y
rechazarlas en Sí mismo antes de rechazarlas en
aquéllos que le seguirían por este camino. Ahí conoció
igualmente la consolación angélica.

El apartamiento del mundo, iniciativa ascética del


hombre espiritual, se encuadra normalmente en una
doble interferencia angélica: una tentadora, otra
diaconal. Este contraste no hará sino acentuarse y
concretizarse en el ministerio sinceramente
evangélico.

La conducta del tentador en sus insinuaciones, y la de


Cristo en sus agudas réplicas, examinadas según las
"Reglas de discreción de espíritus" propias de la
Segunda Semana, arrojan mucha luz sobre la revisión
de las experiencias de la vida interior (Ej. n. 77).

Las tres tentaciones, consideradas en sí mismas,


corresponden a los escollos afectivos ordinarios del
ministerio evangélico, que reclama desasimiento de
las satisfacciones físicas, de la admiración de los
hombres y del dominio espiritual. El siervo, como el
Señor, deberá compartir honestamente las alegrías y
los sinsabores que encontrará en su paso (Jn. 2, 1-8);
comer y beber con los fariseos y publicanos (Mt. 11, 19;
Le. 7, 36-50; 19, 1-10); suscitar interés, atención y
respeto (Le. 7, 16; Jn. 7, 40), asumir responsabilidades
y soportar entusiasmos (Jn. 6, 15; Mt. 21, 9). El gusto
de semejantes situaciones constituye una piedra de
tropiezo para nuestra naturaleza egoísta.

75
Añadamos que en la aplicación interior a las cosas
divinas y en la probidad del ministerio evangélico es
donde la discreta asistencia angélica se hace asidua, a
veces sorprendente, siempre reconfortante. ¿Por qué
desdeñar el invocar esta ayuda natural superior,
contar con ella en el curso de la Providencia,
reconocerla con sencillez, para la gloria de Dios,
cuando el logro del bien sobrepasa nuestras modestas
esperanzas? Los ángeles gozan tomando de la mano a
los hijos de Dios para ayudarles a realizar obras
realmente bellas, perfectas, duraderas, fructuosas, en
las que el hombre se siente "superado".

25

EL DESAFIO DE LAS "DOS BANDERAS"


(Ej. nn. 136-148)

La meditación de las Dos Banderas es una imagen del


conflicto absolutamente universal y actual que en todo
ambiente, aun en el religioso, y en toda alma oponen a
la obra luminosa del Espíritu Santo las fuerzas
tenebrosas de la seducción mundana y del engaño
diabólico, atentas a suscitar contra Dios la rebeldía de
la criatura espiritual, drogada por el orgullo y
precipitada en su corrupción.

El Señor permite, para probar gloriosamente a sus


escogidos, que la cizaña se encuentre sembrada por
todo el campo de la Palabra evangélica (Mt. 13, 24-30
y 36-42). He de prepararme a superar con tolerancia y
a desdeñar santamente los desprecios que el mundo
reserva a la observancia de los consejos evangélicos.
Jesús en persona ha comenzado por plegarse a esta
"ley" de tentación antimesiánica y ha iluminado las

76
etapas de la misma para instrucción de sus discípulos
(DR, 4, 1-11).

"El diablo lo dejó", pero para ponerse a la obra con


redoblado encarnizamiento, no sólo en el alma de los
adversarios declarados de Jesús, sino lo que es más
triste, en el grupo mismo de los discípulos, en el que
llegaría a lograr la instigación del "mayor pecado"
perpetrado en el curso de la Pasión (Jn. 19, 11). Sin
tardanza había formado Satanás un agente suyo entre
los Doce: "...uno de vosotros es un demonio" (Jn. 6,
70). No hay duda de que en los comienzos, Jesús había
conquistado el corazón de Judas; pero con
insinuaciones y estímulos libremente aceptados,
Satanás lo pervirtió hasta el odio, la traición, la
desesperación, la condenación, a pesar de la
incansable solicitud del Maestro.

Jesús le había confiado la modesta bolsa común y el


cuidado de las limosnas (Jn. 12, 6; 13, 29). Cediendo a
las sugestiones del Maligno más que a los ejemplos y
lecciones de vida religiosa, Judas se entregó a la
avaricia y se enredó en un juego astuto de malicia
hipócrita que al fin engaña a sus compañeros, pero no
al Señor, para quien debió ser un tormento la
comunidad de vida con él. La avaricia fomenta en
Judas una antipatía personal que estalló en la unción
de Betania (Jn. 12, 4 s.), donde se comprueba que llegó
a ser líder de "contestación" (Mt. 26, 8 s.; Mc. 14, 4 s.).
También se puede pensar que Judas tuvo mucha parte
en las discusiones frecuentes sobre la primacía (Mc. 9,
33 s.; Lc. 22, 24). Pero los evangelistas se cuidan de
"oscurecer" su recuerdo.

En Judas se realizó la advertencia del Salvador sobre


la recuperación del dominio del mal espíritu (Mt. 12,
43-45; Lc. 11, 21-26).

77
La traición de Judas puede llegar a ser la de una
comunidad religiosa. El Instituto considera
expresamente como satánica la alteración de las
ordenanzas primitivas por interpretaciones e
innovaciones contrarias a su espíritu (Const. VI, 2, 1;
X, 5) y concede suma importancia a la exclusión severa
de la ambición, "madre de todos los males en
cualquier comunidad" (Const. X, 6).

El campo atrincherado de Jerusalén es para nosotros,


por elección divina, la Compañía de Jesús. La muralla
defensora del campo es la observancia de la pobreza
comunitaria, a la que los profesos se han
comprometido con Voto solemne (Form. Inst. n. 7).
Una brecha en la trinchera bastaría para que los
Babilonios ocuparan el campo y Lucifer se
enseñoreara de él.

Pero lo que nunca meditaré bastante en la lección de


las Dos Banderas es la alocución que hace el Capitán
divino a sus "siervos y amigos" a quienes envía por
todo el universo para propagar su doctrina a todos los
estados de vida, a los hombres de toda condición. El
"objeto formal" de nuestras enseñanzas, de nuestros
ejemplos, de nuestra ayuda es de orden espiritual;
conducir al prójimo a abrazar personalmente la
humillación social, que lo colocará "en pobreza de
espíritu" bajo el estandarte de la Cruz; esto es,
alcanzar en si mismo la victoria escatológica de Cristo
sobre las potencias infernales, desenmascaradas a la
Luz evangélica y aplastadas por la humilde paz del
corazón (Gén. 3, 15; Rom. 16, 20; Const. III, 1, 4).

No hay que hacerse ilusiones: buscar otra cosa es para


nosotros desviarnos del único Camino de Salvación.

78
26
UNA JORNADA DE JESUS - JESUS TODO
PARA TODOS
(Ej. nn. 280; 281; 283)

Mc. 6, 30 La jornada se abre en una atmósfera de


entusiasmo. Los Doce regresan de su
Lc. 9, 10 primera experiencia apostólica.
¡Evidentemente han obrado maravillas!
Jn. 6, 66 El Maestro les escucha, feliz de
compartir su alegría. El se abstiene de
Mc. 6, 31 poner de relieve lo que ha podido haber
de defectuoso y alienta estos
comienzos: El conocerá mañana el
fracaso.
Ve a sus discípulos fatigados y
nerviosos; tienen necesidad de una
Mt. 14, 13 jornada de descanso. Aquí no puede
escucharles a su sabor; el continuo ir y
venir de las gentes exaltadas no les deja
Mc. 6, 32 ni el tiempo necesario para comer.
Jesús propone entonces atravesar el
Lc. 9, 11 lago. Sin duda podrán encontrar un
lugar solitario en los alrededores de
Mt. 14, 14 Betsaida.
Se embarcan. Pero las gentes han
Mc. 6, 34 captado su intención y después de
verles partir se ponen de acuerdo:
corriendo van a rodear el lago y a
esperarles. La multitud crece de aldea
en aldea y cuando la barca atraca en la
otra orilla, se encuentran con que su
prudencia y sus planes han fracasado:
una gran muchedumbre confusa les

79
aguarda. Los Doce atisban la expresión
del rostro del Maestro ante aquella
baraúnda y no ven reflejada sino una
emoción de piedad ante aquellas ovejas
sin pastor. Jesús las acoge
amorosamente; les habla con voz suave
el silencio se va extendiendo; la
muchedumbre escucha y se calma. El
Maestro toma a su cargo el cansancio y
en un flanco de colina conversa
largamente con aquella multitud sobre
el Reino de los Cielos. Más tarde, llegan
los enfermos y los lisiados: a ellos les
toca, y a uno por uno el Señor los sana
a todos.

Mt. 14, 15 Va declinando el día lentamente. Los


Doce, a distancia, entregados al
Mc. 6, 35 y descanso, se dan cuenta de ello. Se
sig. dirigen entonces a su incansable
Maestro y familiarmente (sin llamarle
Lc. 9, 12 "Rabí"), le dicen: "El lugar es desierto y
la hora avanzada; despide a la gente
Mt. 14, 16 para que vayan a las aldeas del
Mc. 6, 37 contorno y compren qué comer y
provean a su alojamiento".
Lc. 9, 13 Jesús alza los ojos, contempla aquella
Jn. 6, 5 muchedumbre y responde: "No es
necesario que se vayan. Dadles
vosotros de comer. Felipe ¿dónde
compraremos los panes?". Felipe tiene
Jn. 6, 9 el sentido de la evidencia: "¡No sueñes
Sal. 23 (22), en eso, Señor! ¡Doscientos denarios no
2 bastarían para dar a cada uno un

80
bocado de pan!".
Mc. 6,39 "¿ Cuántos panes tenéis? ... ¡Id a ver !".
Mt. 14,18 Y van a verlo. Andrés vuelve en
seguida: "Aquí hay un muchacho que
Lc. 9, 14 tiene cinco panes de cebada y dos
peces ; pero ¿qué es esto para tantos?".
Mt. 14,19 Jesús pide que le traigan aquellas
Mc. 6, 41 mínimas provisiones: manda que se
Lc. 9,16 acomoden todos sobre la yerba. Los
Doce los distribuyen por grupos de
Jn. 6,11 cien y de cincuenta (figura de la
Iglesia) : eran alrededor de cinco mil
sin contar las mujeres y los niños.
Todas las miradas se concentran en la
persona de Jesús.
Toma El en sus manos los cinco panes
y los dos peces; levanta los ojos al
cielo, bendice los alimentos y comienza
a dividirlos en porciones; los entrega a
los discípulos y éstos los reparten a la
muchedumbre (figura de la
predicación).
El Señor les ha obsequiado con una
comida en regla: todos han comido
hasta saciarse. Después, por mandato
de Jesús, recogen cuidadosamente los
restos y con ellos llenan doce grandes
canastos.

Jn. 6, 14 Se desatan entonces las lenguas. Los


Doce escuchan lo que corre por los
grupos, cada vez con mayor
Mt. 14, 22 y entusiasmo: "¡Este es sin duda el

81
sig. Profeta que debe venir al mundo!".
¡Magnífica jornada! Con unánime
Mc. 6, 45 entusiasmo la muchedumbre quiere
apoderarse de Jesús y proclamarlo
Rey. Pero El ordena prontamente a los
Mt. 14,24 Doce que se embarquen en seguida y
Mc. 6, 47 atraviesen diagonalmente el lago. No
Jn. 6, 16 hay posibilidad de discutir. La orden es
categórica. Obedecen confusos y con
Mt. 14, 26 tristeza en el corazón.
Mc. 6, 49 Jesús despide a la muchedumbre,
parte solo hacia la altura y se pone en
oración para prepararse a la
Jn. 6, 19 humillación que se avecina. Entrada ya
la noche vuelve a la orilla del lago;
todavía se divisa la barca sacudida por
la tempestad, imagen de la agitación de
Mt. 14, 28 y los corazones de los que van en ella.
sig. Apenas pueden avanzar. Hacia las tres
de la mañana, Jesús comienza a
caminar sobre las aguas, se acerca a la
barca casi inmovilizada por la
tormenta y parece que quiere
adelantarse a ella.
El sobresalto de los Doce cuando
advierten su presencia es enorme. Un
grito de angustia se escapa de sus
pechos: "Es un fantasma". Les invade
el terror.
Mc. 6, 52 "¡ Soy yo! No temáis".
"¡ Señor, si eres Tú, mándame ir a Ti
Jn. 6, 21 sobre las aguas !" También Pedro ha
perdido la cabeza. Hubiera sido tan
sencillo invitarle a que entrara El en la
barca. El Señor le toma la palabra:
"Ven".
Pedro salta y se dirige hacia Jesús. El

82
agua resiste su peso, pero las ráfagas
de viento van aumentando. Pedro se
llena de temor. Y comienza a
hundirse... "¡Señor, sálvame!".
Jesús extiende su mano, y asiéndole de
ella le dice: "Hombre de poca fe, ¿por
qué has dudado?".
Repuestos de su temor, los discípulos
le hacen subir a la barca. Amaina el
viento, retorna la calma; ellos se
postran ante Jesús y dicen:
"Verdaderamente, Tú eres el Hijo de
Dios",
En el fondo permanecían estupefactos;
el milagro de los panes, llevado a cabo
con tanta sencillez, no les había abierto
los ojos.
Y de pronto, al levantar la cabeza, se
dan cuenta de que han llegado a la
orilla.
Así es Jesús, saliendo al paso de las
dificultades humanas que se presentan
en la obra divina de nuestra salvación.
No se señala un plan trazado en su
proceder, sino la respuesta apropiada,
uniformemente luminosa, a las
circunstancias providenciales; a las
necesidades personales de cada uno, y
el valor de hacer frente a la deserción
casi total para explicarnos el misterio
eucarístico, ¡tan duro de entender y
aceptar, tanto como la doctrina de la
abnegación!

83
27

ESPÍRITU DE ELECCIÓN
(Sabiduría 9, 9-11; E j. nn. 169-189)

El coronamiento de los Ejercicios no es sólo llevar a


término una o varias elecciones perfectas con miras a
una seria reforma de vida, sino entrar definitivamente
en el espíritu de elección (Const. III, 1, 26). A la
aceptación pasiva de las disposiciones providenciales
se añadirá la búsqueda habitual, el discernimiento y la
elección de aquello que complace a Dios (Rom. 12, 2;
Ej. n. 151) para glorificación de la gracia de Cristo (Ef.
1, 6).

El trabajo evangélico reclama expresamente este


espíritu de elección, puesto que es cooperación
humana a la obra santificadora del Espíritu Santo (Le.
4, 18), vicario 'espiritual de Cristo glorificado (Jn. 14,
26; 2 Cor. 3, 17). El análisis de sus operaciones (...lava,
riega, sana, doblega, calienta, dirige,...) hace entrever
que la caridad humilde es la preparación
indispensable para la elección iluminada de los
ministerios de nuestra vocación. La colaboración al
Espíritu Santo supone que por la asidua
contemplación evangélica hemos adquirido ya la
mentalidad humana de Cristo, que nos familiariza con
su manera de ver y obrar (Ej. n. 104). Esta
colaboración supone además la docilidad que sometía
el espíritu de Cristo a la dirección actual del Espíritu
Santo (Le. 3, 22). Esta docilidad responde al
despertarse de los dones de este mismo Espíritu y
manifiesta la madurez de la vida de la gracia (Const. I,
2, 1; IX, 2, 1; X, 2-3).

La dirección del Espíritu Santo se ejerce de ordinario


con la cooperación espiritual del alma que se beneficia

84
de ella, dentro de "la prudencia que Dios nuestro
Señor comunica a los que en su divina Majestad
confían". (Const. IV, 8, 8). El ejercicio de esta
prudencia celestial (Const. IX, 3, 8; VIII, 7, 1) se
encuentra analizado esquemáticamente en el "primer
modo" de hacer una buena elección (Ej. nn. 178-183),
—modo apropiado al "tercer tiempo", llamado también
"tiempo tranquilo" (Ej. n. 177) —.

Aquí nuestras consideraciones espontáneas están en


cierta manera acompañadas por la gracia, de modo
que nos conducen a lograr lo que el Señor esperaba de
nosotros (Ej. n. 180).

La segunda, tercera y cuarta reglas del "segundo modo


de elección" (Ej. nn. 185-88) proponen ejercicios
suplementarios de sana prudencia cristiana, un
control de lo bien fundado de nuestras preferencias.
En las decisiones de la vida ordinaria, el ejercicio de
elección se reducirá a invocar en la oración las luces
divinas, y después de reflexionar, seguir con docilidad
la moción que sentimos es mayor servicio de Dios, no
sin pedir también consejo fraterno, siempre que haya
lugar (Cfr. Const. III, 2, 1; IX, 4, 4; IX, 6, 10 ; II, 2 A ;
Ex. Gen. 3, 14; etc.).

Sin embargo, el desarrollo de la acción evangélica no


es un simple problema de prudencia aun celeste de
decisiones humanas elaboradas a la luz de la gracia. El
Espíritu Santo interviene en ello directamente, a sus
horas y a su modo, guiando nuestros pasos de manera
imprevista. Esta intervención añade dirección (Rom.
8, 14) a la inspiración. El Espíritu Santo, que conoce
las almas hasta en sus más íntimos repliegues, es el
único que puede adaptar el ministerio evangélico por
encima de nuestras miopías (Ac. 8, 26-40). La unción
sacramental nos ha conferido con la unción espiritual

85
una permanente gracia interior de participación
efectiva en el sacerdocio de Cristo en la oración, y en
su realeza en la acción.

La conducción directa del Espíritu Santo a menudo


está mediatizada por los hombres que actúan sobre
nuestros sentidos exteriores o por los ángeles que
actúan sobre nuestros sentidos interiores. Puede
decirse que la criatura "no produce tanto la operación
espiritual inmanente, cuanto que la pone en marcha".
El hombre puede promover o ayudar a su prójimo a
que haga una elección perfecta; pero cuando se dan los
Ejercicios, o cuando se ayuda a un alma abandonada a
la voluntad divina (Ej. n. 5), es conveniente dejar al
Señor que la dirija con su palabra (Ej. n. 15).

La mediación del ángel bueno puede intervenir en el


segundo tiempo de elección (Ej. n. 176) cuando las
opciones se encuentran solicitadas por la consolación,
asociada distinta y constantemente a un proyecto de
índole religiosa (Ej. nn. 315; 331). El discernimiento de
esta influencia ejercida sobre el terreno sensible
(psíquico), por el "buen espíritu" asociado al proyecto
que se armoniza con la voluntad divina, se ve
confirmado de ordinario por las inquietudes que
produce el "mal espíritu", asociado al proyecto
contrario. Este juego de "agitaciones" es propio de los
tiempos de intensa aplicación al progreso espiritual
(Ej. n. 315).

El Espíritu Santo obra de una manera inmediata sobre


el espíritu del hombre (Rom. 8, 14-16; 2 Cor. 1, 21 s.;
Cal. 4, 6) e ilumina nuestras elecciones (1 Jn. 2, 20 y
27) de tres formas distintas.

1º Por una asistencia a nivel espiritual (pneumático),


que se reconoce en la "consolación sin causa

86
precedente" en orden de consecución extraordinaria
(Ej. n. 330).

2º Por una acción ejercida en la esencia de nuestro ser,


como queda explicado en el primer modo de elección
(Ej. n. 175) ; una dirección instintiva que se traduce
por un impulso que quita a la voluntad la libertad de
especificación; el alma no puede dudar sobre la
conveniencia de elegir aquello que le ha sido
propuesto.

Los ejemplos de este primer modo de elección


demuestran que se trata en este caso, de una
determinación preternatural, pero no de un modo más
sublime de elección; los que de ella se benefician están
todavía en el punto de partida de la espiritualidad:
Saulo persigue a los fieles; Mateo está absorbido por
las finanzas (Ej. n. 175; Cfr. Autobiografía n. 27; Const.
VIII, 6, 5). La pasividad psíquica frente a la gracia es
más notable, pero no hay que confundirla con la
pasividad teologal, con la docilidad al Espíritu Santo
que caracteriza a la madurez cristiana.

3º Por una acción inmediata sobre la afectividad


espiritual, que responde estrictamente a lo dictado por
la unción del Espíritu Santo; esta dirección nos parece
que está descrita en la "primera regla" del segundo
modo de elección (Ej. n. 184). El alma fiel siente que el
amor más o menos intenso que experimenta por la
cosa ofrecida a su elección expresa únicamente el
amor que tiene a su Señor, un amor infuso "que
desciende de arriba", derivado del amor de Dios (2
Cor. 5, 14). San Ignacio frecuentemente habla de esta
conducta de la unción espiritual al final de sus cartas:
la gracia "completa" de "sentir y cumplir la Voluntad
divina" (Cfr. 2 Cor. 6, 6; Cant. 1, 3).

87
En el alma que se abandona a ella, la unción espiritual
diviniza la operación humana en una plenitud de
caridad (Rom. 5, 5), en una pacífica y límpida
ordenación cristiana, a la gloria de Dios (Rom. 14, 17;
Flp. 4, 7). Suavemente, como la brisa, el Espíritu Santo
sopla donde quiere (1 Reyes 19, 12 s.).

Las Constituciones suponen que esta dirección de la


unción divina ha llegado a ser familiar al hombre
espiritual (Const. IV, 8, 8; VI, 3, 1). La unción le hará
elegir efectivamente en todas las cosas aquello que sea
lo mejor (Const. VII, 2 F). La unción santa de la
Sabiduría divina enseña la medida que hay que tener
en todas las cosas (Const. I, 2, 13); ella comporta el
sentimiento objetivo de que la decisión es la puesta en
obra de la ley interior de la caridad (Cfr. Const.
Prooem.; Kempis III, 54).

El gobierno interior es de orden subsidiario con


respecto al gobierno exterior, principal, universal y
trascendente de la Providencia (Cfr. Const. Prooem.).
La opción espiritual, capital y permanente del religioso
es, pues, la de su libre sujeción a quien le hace
presente a Cristo en su autoridad gloriosa (Le. 10, 16;
Jn. 14, 23-28).

Cristo, ante todo, desde el instante de su concepción


hasta el momento de su muerte, se sujetó libremente
en espíritu al gobierno de su Padre. La obediencia
perfecta del religioso, el holocausto de la obediencia,
es la continuación y perpetuación salvadora de esta
obediencia personal de Cristo: "en su lugar y por su
amor y reverencia la hacemos" (Const. VI, 1, 1) .

88
28

ASCESIS DE LA ELECCIÓN PERFECTA


(Ej. nn. 149-157; 164-168)

El espíritu de elección está en actividad cuando el


servicio de Dios es lo único que motiva nuestras
operaciones personales y determina lo que debemos
tomar o dejar (Ej. n. 152).

El espíritu de elección es la prontitud para "abrazar lo


mejor" (Ej. n. 149) —lo "mejor", entrevisto en la
conciencia como lo que más agrada al Señor—, la
voluntad predominante de "seguir a Cristo" con toda
clarividencia y con todo el corazón; de continuar en
este mundo su obediencia al Padre.

Al hombre espiritual se le presentan normalmente dos


modos distintos de elegir "en el Señor": un modo
"humano", la elección de aquello que en la oración y
en la reflexión le parece que está más ordenado a su
salvación y a la gloria divina (Ej. nn. 178-183; Const.
VII, 3); y un modo "divino", la elección directamente
indicada por la inspiración interior del amor celestial
(Ej. n. 184), como queda ya explicado en el tema
precedente.

De ordinario este modo divino se presentará como


simple confirmación de lo que prudentemente se ha
elegido (Ej. n: 183). En su Diario Espiritual vemos que
San Ignacio esperó esta confirmación afectiva, esta
moción personal del Espíritu Santo para determinar la
pobreza comunitaria integral de los Profesos de la
Compañía, que hacía largo tiempo gozaba de su
prudente preferencia (Cfr. n. 14-18; 36). En este
segundo modo de elección es Dios quien se supone
manifiesta formalmente lo que le es más agradable

89
dirigiendo esta elección por una comunicación de su
caridad.

Para ejercitar el primer modo de elección basta


hacerse indiferente con relación al objeto particular
que se debe aceptar o rechazar. El segundo modo de
elección supone una indiferencia que ha llegado a ser
familiar y que se extiende a todo relativamente.

El deseo de elegir bien no basta: hay que hacer


efectivas las condiciones espirituales que aseguran una
buena elección, que permiten al Señor dirigir
eficazmente nuestra existencia y nuestra actividad,
realizar sus opciones eternas con nuestro libre arbitrio
(Ej. n. 5).

La consideración fundamental nos ha hecho


comprender que para ser verdaderamente religioso,
para cooperar formalmente a la obra salvadora del
Creador, es de todo punto necesario hacerse
indiferente con respecto a "todas las cosas creadas"
dejadas a nuestra discreción (Ej. nn. 23; 179). Esta
indiferencia de voluntad ante los atractivos y
repugnancias de orden natural responde al grado de
incandescencia y resplandecimiento del amor del
Creador, al fervor que nos lleva a "buscar en todas las
cosas a Dios nuestro Señor, apartando, cuanto es
posible, de sí el amor de todas las criaturas, por
ponerle en el Creador de ellas, a El en todas amando y
a todas en El, conforme a la su santísima y .divina
voluntad" (Const. III, 1, 26).

La consideración de los TRES BINARIOS indica el


ejercicio espiritual de desasimiento indispensable a
quien quiere hacerse indiferente de una manera total,
sincera y positiva. La consideración está destinada "a
hacernos abrazar lo mejor". Se trata de suscitar la

90
predisposición afectiva general y permanente
sugerida por el símbolo del abrazo amistoso. Lo
"mejor" que se ha de abrazar es el seguimiento de
Cristo en la preferencia afectiva por la pobreza y la
humildad social, — en la "pobreza de espíritu", secreto
de la perfección espiritual y del gozo de "encontrar a
Dios en la paz" de una comunión de voluntad y de
acción salvífica —. La consideración de los TRES
BINARIOS pone en acto la recomendación que hace
"el Señor del universo" a sus enviados en la
meditación de las DOS BANDERAS (Ej. n. 146).

El segundo preludio (Ej. n. 151) sitúa al hombre


"delante de Dios Nuestro Señor y de todos sus Santos":
pero todavía no ha llegado el momento de determinar
el objeto específico de la Voluntad divina; los ejercicios
para la elección serán propuestos más adelante (Ej. n.
169 s.). Se trata aquí de afeccionarse a la Voluntad del
Rey Eterno contemplado en su Fuente: en Dios
mismo.

En este preludio se notará que la petición no es ya


llegar al amor por el conocimiento (Ej. n. 104), sino
para desear y conocer (Ej. n. 151). La disposición
fundamental para discernir "lo mejor", "lo que sea más
grato a su divina Bondad", es el deseo sobrenatural de
encontrarlo y de cumplirlo.

Lo que puede impedir que Dios dirija nuestras


elecciones es "la afección desordenada": no sólo
porque el apego a ella frustrará eventualmente, como
en el caso del joven rico, una llamada divina, sino
porque Dios acostumbra comunicar sus deseos
personales al corazón puro en el que el fervor del amor
divino ha extinguido toda voluntad detenida en las
criaturas.

91
Explicamos brevemente la palabra "Binario".

"Binario" es la realidad compuesta de dos elementos


concretamente distintos. San Ignacio invita a meditar
sobre el comportamiento respectivo de "tres hombres
binarios": tres hombres cuyo corazón está dividido
entre la afección espiritual y la afección carnal (Cfr. 1
Cor 7, 32- 34; Ej. n. 157: —"aunque sea contra la
carne"--).

El punto de partida de este ejercicio es la constatación


íntima de la división actual, más o menos estridente y
profunda del corazón dividido entre cielo y tierra,
entre lo eterno y lo temporal, del alma "encarcelada"
en el cuerpo y desterrada en la animalidad moral (Ej.
n. 47).

Lo que hace al hombre "binario" no es su composición


de espíritu y materia, de alma y cuerpo: este
compuesto natural no es una yuxtaposición de dos
elementos, sino que constituye en sí una unidad
integrada, que la perfección cristiana está llamada a
restablecer en la sencillez evangélica (Mt. 6, 22).

El cultivo de esta simplificación afectiva —nadie lo


ignora—, es el desasimiento del corazón, frente a los
goces terrenos (Ej. n. 153). Pero el desasimiento del
corazón no puede ser realizado sinceramente sin la
tendencia del corazón a la renuncia efectiva, sujeta al
beneplácito divino. (Ej. n. 154-5). La inclinación
desordenada no podrá rectificarse mientras la
voluntad persista en mantener la propiedad concreta
de aquello que codicia.

Algunos, del tipo del primer binario, querrían


encontrar a Dios conservando intactas sus aficiones

92
terrenas: no tienen más que una veleidad de unión
perfecta (. . querría: Ej. n. 153).

Otros, del tipo del segundo binario, quieren realmente


emanciparse de las ligaduras terrestres (… quiere: Ej.
n. 154), pero sin sacrificar la libre disposición de los
objetos que los atan.

Otros, en fin, del tipo del tercer binario, combaten


espiritualmente para llegar al desasimiento; lo piden
al Señor a. cualquier precio y procuran tener en su
corazón la preferencia por la privación de la cosa si
está dentro del orden de la Providencia (Ej. n. 155).

El segundo binario, que por nada quiere renunciar a


sus diez mil ducados, queda "configurado a la imagen
del mundo transitorio del siglo presente" (Cfr. Rom.
12, 2; 1 Cor. 7, 31) y por lo tanto, es un cristiano
imperfecto. No llegará a "dejarse transformar en la
renovación espiritual que le permitiría discernir,
reconocer y comprender lo que Dios quiere de él, lo
que es bueno, agradable a Dios y perfecto" (Cfr. Rom.
12, 2; Efes. 5, 10 y 17; Col. 1, 9).

Al terminar la consideración de los Tres binarios, si


alguno no se siente indiferente a la riqueza o a la
pobreza, y quiere vencer su repugnancia desordenada
a la pobreza actual, San Ignacio le aconseja que
multiplique los coloquios para pedir al Señor (a pesar
de la resistencia de su amor propio) que lo elija en
pobreza actual, protestando que él quiere, pide y
suplica, sólo que esta pobreza sea en servicio y
alabanza de su divina Bondad (Ej. n. 157; 16).

Esta oración heroica realiza en el corazón, tal como el


Maestro la entendía, aquella misteriosa advertencia:
"Si tu mano te escandaliza, córtala; si tu ojo te

93
escandaliza, arráncatelo..." (Mt. 18, 8 s.). Si tú te
encuentras atado a lo que tienes, hasta el punto de
obstaculizar el camino de Dios, hazte violencia, cueste
lo que cueste, para desligarte.

Si el joven rico, candidato a ser discípulo de Jesús,


desconcertado por la petición de sacrificar su fortuna
(Mt. 19, 22), aun haciéndose violencia hubiese
recurrido al Señor, a quien todo es posible (Mt. 19,
26), al Señor que le miró con amor (Mc. 10, 21),
suplicándole que enderezara su corazón y abriera sus
ojos, hubiera sido escuchado; habría vendido sus
bienes, habría seguido a. Jesús, y superando la
mediocridad de la fidelidad legal, se habría entregado
en El a la Ley interior del Espíritu de caridad, y una
felicidad celeste habría colmado el vacío de su alma
(Mt. 19, 20 s.). Habría encontrado "contentamiento en
su vocación".

29

LOS TRES GRADOS DE HUMILDAD


(Ej. nn. 164-168; Ex. Gen. IV, 44-46)

Suponemos que el ejercitante tiene ante los ojos, o


mejor todavía, guarda fresca en su memoria, la página
del libro de los Ejercicios en la que San Ignacio
recomienda consagrar un día entero a la "atenta
consideración" entremezclada de fervorosos coloquios,
en el umbral de la "entrada en las elecciones o
deliberaciones" que pueden quizá llevarle a reconocer
y abrazar una vocación personal del Señor al estado de
vida evangélica.

En el marco espiritual de la Tercera Probación, no se


trata simplemente de llegar a. una elección correcta,

94
sino de prepararse a la realización auténtica y
cotidiana de la profesión evangélica. La fiel
observancia del Instituto S. J. presupone la intensa
"adhesión a la verdadera doctrina de Nuestro Señor",
la imitación inteligente de sus ejemplos, cultivada en
esta reflexión sobre el Tercer grado de humildad que
lealmente nos fue ya propuesto en el examen para la
admisión en la Compañía.

Fijando la atención primeramente sobre el Segundo


grado de humildad (humildad "más perfecta")
comprobamos que lleva en sí dos elementos distintos y
correlativos; una disposición afectiva de orden
ascético —la indiferencia espiritual—, complementada
por una resolución de obediencia al querer divino que
excluye el pecado venial deliberado (resolución
característica del fervor).

Pasando ahora a considerar el Primer grado de


humildad (humildad simplemente perfecta, es decir,
no reprensible), no encontrarnos indicada en él más
que la resolución de obedecer al querer divino
excluyendo la deliberación ("no sea en deliberar") de
cometer un pecado mortal. Efectivamente, la fidelidad
esencial a la ley divina no exige la disposición ascética
de la indiferencia. Dios no se ofende por alguna
preferencia moderada del goce terreno. Santo Tomás
relaciona la humildad con la templanza y la
moderación (Summ. Theol. II-II, 161, 4).

Inversamente, si consideramos el Tercer grado de


humildad (la humildad superlativa, "la más perfecta")
constatamos que no se señala en él más que la
disposición ascética: la preferencia espiritual por la
indigencia y la infamia abrazadas por Jesucristo.

95
Uno esperaría encontrar aquí el enunciado de una
resolución correspondiente, más elevada, de
obediencia a la Voluntad divina. Si San Ignacio no la
menciona, pienso que es porque él la deja aflorar, a la
luz interior de la contemplación de los misterios, en el
corazón del ejercitante que el Señor llama a
consagrarse a El libremente en el estado de perfección
evangélica. Se trata de la resolución de abrazarse
generosamente con la voluntad divina, aunque ésta se
presente como un simple deseo, exento de la
obligación de conciencia, como simple objeto de la ley
interior del amor divino, nervio de la Compañía de
Jesús (Const. Prooem. 1). En ninguna parte se impone
al jesuita la observancia de la Regla bajo pena de
pecado (Const. VI, 5). El célebre "Disrumpar potius. .."
de San Juan Berchmans, expresa adecuadamente esta
resolución de suprema humildad que es el alma de la
observancia ignaciana.

Pero ¿no será arbitrario considerar este espíritu


absoluto de obediencia divina como excelencia de la
humildad?

Trasladémonos al segundo capítulo de la epístola a los


Filipenses. San Pablo propone allí la imitación de la
modestia de Cristo como el secreto de la caridad
comunitaria perfecta. La modestia de Cristo se
compone del empobrecimiento personal voluntario
(Exinanivit semetipsum) y de la humillación
voluntaria (humiliavit semetipsum) practicada en una
libre obediencia (factus obediens) que lleva hasta la
aceptación de la muerte (usque ad mortem), de la
muerte más infamante, la reservada a los criminales
(mortem autem crucis).

El Tercer grado de humildad, como disposición de


modestia y como resolución de obediencia, nos lleva al

96
corazón mismo de la doctrina evangélica salvadora, a
la realización misma de la pobreza de espíritu,
misterio de las Bienaventuranzas.

Sólo queda por reflexionar sobre la relación que esta


consideración de los tres grados de humildad tiene con
los diversos tipos de elección espiritual.

El Primer grado de humildad puede bastar para hacer


la elección de "primer tiempo" y de "segundo tiempo",
en el que la intervención divina, apremiante o
consoladora, puede suplir la falta de indiferencia.

El Segundo grado de humildad prepara a la elección


prudente, la del primer modo de elección en "tiempo
tranquilo"; a esta elección la determina una
percepción dialéctica de lo que ha de ser más (magis)
conducente al servicio divino (Ej. n. 23; 169).

En cuanto al Tercer grado de humildad, diríamos que


prepara a la elección inspirada, según el segundo
modo de elección en "tiempo tranquilo", a captar la
dirección del amor divino, de la unción comunicativa
del Espíritu Santo. Semejante percepción supone la
familiaridad con los sentimientos personales de Cristo
conducido en todo por el Espíritu de la complacencia
de su Padre.

Y ¿por qué, finalmente, hay que entrecortar esta


consideración de los tres grados de humildad con
reiterados coloquios (Ej. núm. 168) ?

Es que la humildad no puede madurar sino en


proporción del progreso espiritual de la abnegación y
de la mortificación, es decir, de la prontitud con que
uno procura el desprendimiento efectivo (Tercer

97
binario), la muerte espiritual indispensable al
desarrollo de la vida de fe (Ex. Gen. IV, 46).

El verdadero y prudente amor a sí mismo lleva al


sacrificio de la propia vida, a la mortificación del amor
propio y de la propia voluntad, para encontrar en la
operación del amor de Dios, la plenitud de la vida, de
la felicidad, de la posesión universal y eterna, a la que
el Creador nos destina en la comunión transformante
de su Imagen: Cristo glorificado.

30

AMOR TIBIO, AMOR FERVIENTE,


AMOR PERFECTO DEL REY ETERNAL
(En la resurrección de Lázaro: Jn 10, 40, a 11, 53;
Ej. 285)

La adhesión de los Apóstoles al Mesías Hijo de Dios es


sincera, convencida, pero todavía rudimentaria,
apoyada sobre el consuelo de los milagros y del éxito
temporal. "La gloria" que ellos han "visto" (Jn. 1, 14)
hasta ahora, no es todavía aquélla del corazón humano
de Jesús, espejo del amor que la Eterna Caridad tiene
por cada uno de ellos (2 Cor. 3, 18).

Esta adhesión se ha entibiado al ver que Jesús cede


terreno a sus adversarios (Jn. 10, 39); esta debilidad
les escandaliza, los vuelve vacilantes. Tiemblan por su
vida, y, en el fondo, también por la de ellos. El misterio
pascual les está velado todavía (Le. 18, 31-34). La
llamada al heroísmo que hace Tomás, exhala una crisis
de desaliento. . . . (Jn. 11, 16).

98
Felizmente, Jesús puede contar con la fe de los amigos
de Betania para afianzar la de sus Apóstoles. En
Betania Jesús es conocido y adorado en su divina
amistad. La fe de Lázaro, de Marta y de María es
suficientemente clara y fundada para no desfallecer
ante la decepción de una plegaria perfecta que no fue
escuchada del modo que ellos habían esperado. Si
Jesús, siguiendo el impulso de su voluntad humana,
no ha corrido a la cabecera de Lázaro, es porque El se
adhiere a la voluntad de su Padre, indefectiblemente
identificada con la plenitud del bien, que en este caso
era la glorificación de la Resurrección y la vida.

La adhesión de Marta al Mesías Hijo de Dios es


admirablemente fervorosa, inquebrantable aun en
medio de la prueba, generosa en sus iniciativas; pero
apegada, sin malicia, a su manera de ver. Su fe todavía
no ha realizado aquello que sus palabras expresan; la.
Divinidad personal del Señor. Continúa tratando a
Jesús como una persona humana; le interpela como a
un simple profeta; no está segura de su intención de
obrar el milagro, porque El no ha prometido invocar a
su Padre; sin cumplidos interrumpe el diálogo (Jn. 11,
28), le dirige sus reparos (Jn. 11, 39). Su fe todavía no
llega al nivel de la del centurión (Mt. 8, 8).

Con benignidad Jesús se adapta a esta alma excelente,


que se estaciona demasiado tiempo en el estadio de la
piedad sensible, y multiplica las palabras externas
para formarla en la perfección interior.

Podríamos decir que María es la primera consoladora


de Jesús en su ministerio. Para ella, Jesús es con toda
verdad DIOS hecho Hombre. Su actitud ante El,
aunque adopte diversas formas, es únicamente la de la
adoración recogida. Jesús no tiene necesidad de
dirigirse a ella directamente para que comprenda

99
María que cada una de las palabras de Jesús va
dirigida hacia ella. El le habla desde el interior. La
ausencia o la presencia espacial de Jesús la dejan
indiferente, ¿no está siempre con ella? Pero su
prontitud en responder al llamamiento no conoce
vacilación y logra arrastrar al encuentro del Señor a
los judíos que estaban acompañándola. Porque esta
alma "pasiva" es, en efecto, la más espontánea y la más
evangélica de las dos hermanas.

La interpretación de Marta (v. 21) contenía un discreto


reproche; ella quería decir que si Jesús hubiese estado
allí, si hubiese llegado a tiempo, hubiese podido obrar
la curación de su hermano. Por el contrario, lo que
María expresa (v. 32), si se tiene en cuenta la inversión
del pronombre mío "meas", es una delicada
condolencia en la que recuerda al Señor lo mucho que
Lázaro le amaba. Si El se hubiese encontrado al lado
de SU hermano, —Jesús bien sabía que era así—, no
hubiera languidecido y muerto...

Esta palabra, como un tiro de flecha, conmueve a


Jesús y decide el milagro.

María de Betania ha contribuido a la educación del


alma de San Juan Evangelista.

31

LA UNCION DE BETANIA
(Mt. 26, 6-13; Mc. 14, 3-9; Jn. 12, 1-8; Ej. n. 286)

Al subir a Jerusalén, Jesús, por tercera vez y más


explícitamente, había anunciado el próximo
cumplimiento de las profecías: su pasión, su muerte,
su resurrección. Sería entregado a los pontífices y a los

100
escribas que lo condena-rían y le entregarían a los
gentiles. Bajo el poder de éstos seria escarnecido,
ultrajado, escupido, flagelado, crucificado; pero al
tercer día resucitaría.

Los Doce no habían entendido nada, ni siquiera el


sentido real de las palabras (Mt. 20, 17-19; Mc. 10, 32-
34; Le. 18, 31-34).

Estas palabras llegaron a los oídos de María de


Betania. Una fe acorde con la mentalidad de Jesús
(Flp. 2, 5) las acoge como una espada en su alma
estremecida (Le. 2, 35); las tiene siempre presentes y
en ellas contempla profundamente la revelación del
amor divino y el precio de su salvación. Y he aquí que
en su corazón va tomando forma un proyecto: puesto
que Jesús ha de resucitar, puesto que su cuerpo
muerto no ha de conocer la corrupción (Ac. 2, 27) ella
se dará —y le dará—, el consuelo de embalsamarle en
vida, como ofrenda anticipada de reparación.

Su participación en el misterio de la Reconciliación del


género humano no será seguir a Jesús paso a paso por
el camino ensangrentado de la Cruz, sino asimilar
piadosamente la insondable Verdad que encierra este
misterio, al calor de la íntima Presencia que ha
transformado su vida (Efes. 3, 17). La Pasión será su
"hacecillo de mirra" (Cant. 1, 12).

En un fresco de Fra Angélico que se conserva en el


convento de San Marcos en Florencia, Marta y María
contemplan desde lejos la oración agonizante de
Getsemaní, mientras en un primer plano duermen los
discípulos escogidos.

101
Marta servía a la mesa; esto era, sin más, "razonable"
(Ej. n. 96); es posible que ella se preguntara a dónde
habría ido su hermana.

Pero a María le pertenece el gesto "insigne" (Ej. 97), la


parte "escogida" en el servicio del Rey. Entra sin ruido,
llevando un vaso de alabastro, lo quiebra y vierte su
precioso contenido sobre la cabeza de Jesús. Después,
renovando el gesto de la pecadora (ya que no olvida
que también ella ha sido salvada por la fe), unge y,
enjuga con sus cabellos los pies del Maestro. "Y la casa
se llenó del olor del perfume" (Jn. 12, 3).

Al instante estalla la crítica amarga, solapada,


contagiosa, ultrajante para el Señor, a quien se dirigía
principalmente aunque de un modo indirecto. ¡La vida
de comunidad también tiene cosas que descorazonan
!.
La ocasión parecía muy oportuna para desenmascarar
al discípulo traidor, al campeón de la "iglesia de los
pobres". Jesús, herido en lo más vivo, se contenta una
vez más con defender la acción de María y atestiguar y
valorar su íntimo significado. Este gesto ha quedado
inserto para siempre entre los temas de la predicación
evangélica para edificación del mundo entero.

Ojalá me prepare esta Semana de contemplación, a los


quebrantos que la mortificación exige, para esparcir
por todas partes, en mi acción evangélica, a ejemplo
del Apóstol, el perfume de Cristo crucificado! (2 Cor.
2, 14-16; 4, 7-12; Const. IX, 2, 3; X, 12).

32

LA TRIUNFAL ENTRADA DEL REY ETERNO


(Mt. 21, 1-17; Me. 11, 1-11; Le. 19, 28-46;

102
Jn. 12, 12-36) (Ej. n. 287)

Para formarse una idea de la solemnidad de este


modesto acontecimiento en el alma del Hijo de David,
hay que tener presente que si su Reino no es de este
mundo, no deja de estar concreta y geográficamente
incorporado en este mundo, y que Jerusalén es el
centro definitivo de la cristiandad (Jn. 17, 11 y 14s. y
18) . En Jerusalén es donde Jesús va a conquistar en el
misterio pascual y a establecer el día de Pentecostés,
su realeza espiritual; y desde Jerusalén el Evangelio
está llamado a irradiar su luz de Oriente a Occidente
(Is. 2, 2-5; Le. 24, 47).

A pesar de la situación histórica de la Iglesia y en su


siglo, el pensamiento de San Ignacio se mueve,
siguiendo a San Lucas, en la perspectiva bíblica. La
bandera del campo de Cristo ondea sobre Jerusalén; y
en Jerusalén hubiera iniciado Iñigo espontáneamente
su acción evangélica y la de sus compañeros, si la
Providencia no les hubiera hecho comprender que la
idea era prematura y si, después, el Vicario de Cristo
no hubiera tomado en sus manos la dirección de la
Pequeña Compañía de Jesús.

Jerusalén fue castigada, materialmente destruida, con


ese templo del que Jesús, en un transporte de santa
indignación, se apresta a defender una vez más el
carácter sagrado. La Nación elegida será arrojada de la
Tierra de Promisión, y dispersada por todo el mundo
(no porque la muerte del Mesías le sea imputable más
que al resto de los pecadores, sino por haber
rechazado obstinadamente y contrarrestado su
salvación mesiánica "en la ignorancia de su
incredulidad" (1 Tim. 1, 13). Pero los castigos divinos
de aquí abajo suelen preparar una superabundancia de
misericordia (Rom. 11). Podemos pensar que

103
Jerusalén no ha sido rechazada para siempre; que
vendrá un tiempo en que la descendencia de Israel,
reunida a la gentilidad creyente, injertada en su propio
olivo (Rom. 11, 24), bendecirá dentro de las murallas
de. Jerusalén, reedificada sobre la Piedra angular, a
Aquél que volverá de nuevo "en nombre del Señor"
(Mt. 23, 38 s.).

Perdido entre la muchedumbre de los peregrinos de la


Pascua, que han oído hablar de la resurrección de
Lázaro y de la llegada de Jesús, yo saldré a su
encuentro y, meditando la profecía, lo contemplaré
sentado sobre el pollino que ha pedido prestado y que
los discípulos han engalanado con sus mantos; me
dejaré arrebatar por el entusiasmo de estas gentes que
extienden sus vestidos y esparcen ramajes sobre el
camino que ha de recorrer el Rey de Israel, a quien
ellos aclaman con gran escándalo y vana
desesperación de los fariseos.

Pero he aquí que a la vista de los muros de Jerusalén,


Jesús se ha detenido: llora. .. ¡Oh, si Jerusalén, como
estos buenos israelitas, hubiera reconocido en este día
la paz y la prosperidad que esta visita podría
proporcionarle! ¡Ay, bien pronto será completamente
destruida! Jesús ama a su patria con un amor santo.

Detrás del cortejo (los niños marchan a la cabeza), yo


penetro en la Ciudad Santa y contemplo a distancia un
grupo de gentiles tímidos, respetuosos, que "quieren
ver a Jesús", y Jesús ve en ellos las primicias de su
próxima glorificación. Su muerte, como la de la
semilla caída en tierra, llevará abundante fruto. La
naturaleza se estremece al acercarse la Hora, pero la
alegría lo supera: "Cuando yo sea levantado en la
tierra, atraeré a todos hacia Mi". ¡Oh Jesús

104
Crucificado! ojalá pueda yo abandonarme a tu
atractivo y comunicarlo en toda mi acción.
La triunfal entrada del Mesías en Jerusalén afirma la
libre resolución que le lleva a la muerte —resolución
tanto más libre cuanto que la muerte no le era debida
por ningún título, y que mejor que ningún hombre
sabía lo que es el desgarramiento de la muerte y la
sofocación del propio yo en el seol.

Los hosannas de la muchedumbre exaltan, sin


comprenderlo, el amor redentor que le lleva a la
consumación del sacrificio iniciado en la Encarnación
(Heb. 10, 4-10), y que hace de Cristo la fuente
misteriosa y el glorioso inspirador de nuestra vida
cristiana.

También nuestra vida cristiana es una entrada en


Jerusalén, en la Nueva Jerusalén, una penetración en
el universo llamado a ser un día la pacífica Ciudad de
Dios (Al). 21, 1 s.). Nosotros entramos a compartir el
Dominio mesiánico, a medida que participamos
personalmente en la obra de la Pasión, en la lucha
victoriosa del amor sobre el odio, en el triunfo de la
caridad reconciliadora, transfundida en nuestras
venas por la sangre de Cristo Eucarístico, a fin de que
sobreabunde la vida que no muere jamás.

Concédanos el Señor que nuestra breve existencia en


este mundo pueda, por la aceptación cotidiana de la
Cruz y de la Muerte reparadora, ir marcando el
progreso de nuestra formación como ciudadanos de la
Jerusalén celestial y suscitar el hosanna salvador en el
corazón del prójimo.

105
33

ÚLTIMOS DÍAS DEL MINISTERIO DE JESÚS


(Mt. 21, 17-25 y 46; Me. 11, 12-13 y 37;
Lc. 19, 47-21 y 38; Jn. 12, 37-50) (Ejercicios n. 288)

El Rey de Jerusalén no piensa vivir siendo gravoso.


Cada tarde, terminada la jornada y acompañado de los
Doce, el Obrero del Padre desciende y vuelve a subir
las pendientes del Cedrón, se retira al Monte de los
Olivos y al día siguiente, muy de mañana, toma de
nuevo el camino de la ciudad.

Lo necesario no puede faltar nunca a los siervos


"preocupados únicamente del Reino de Dios" (Form.
Inst. n. 7).

Estos días están ocupados sin descanso en enseñar al


pueblo que le escucha con gusto, aunque
distraídamente (Mt. 13, 20-22 y par). Jesús multiplica
las parábolas, las respuestas, las advertencias, las
profecías, las exhortaciones, los reproches (ya que por
conducir a los hombres a su Padre no teme
desagradarles).

Se siente hostigado por una oposición que concentra a


los escribas, fariseos, saduceos y herodianos.
Despliega todos sus recursos, toda su sabiduría, toda
su paciencia, por la salvación de los ingratos, en
vísperas de ser El mismo entregado por su Padre para
nuestra redención.

Ante esta "entrega" de Jesús, vuelvo a leer en el


Evangelio uno de los episodios de esta semana
dramática: el del Denario del César (Mt. 22, 15-22 y
par).

106
Comienzo mis reflexiones contemplando la rectitud de
la conducta del Maestro, rectitud que sus mismos
adversarios no pueden menos de reconocer y
proclamar, y que aprovecharon, lisonjeándole, para
tenderle una emboscada. Sigo con mis ojos su mirada
que los penetra, mientras denuncia a aquellas
conciencias pecadoras su hipócrita malicia. Y noto de
paso la cándida incompetencia financiera del Maestro,
y la respuesta "supersencilla" a la ficticia sencillez de la
pregunta.

Pero mientras le escucho, la mirada de Jesús se


detiene sobre mí en el momento en que pronuncia
aquellas palabras: "...y dad a Dios lo que es de Dios".

Yo soy de Dios (Cfr. Ac. 27, 23) y ¡por cuántos más


títulos le pertenezco yo a El que el denario al César!

El metal se extraía de las minas del César: y mi ser por


naturaleza y gracia es participación personal del Ser y
del Amor divinos. También yo soy denario de tributo.
Llevo en mí la efigie que ha trazado el carácter
sacramental, y la inscripción grabada en mi vocación
religiosa. Mi valor sobrepuja al del oro y la plata (1
Pedro 1, 18 s.). Pero soy capaz de extraviarme, de
derrocharme, de robarme, de falsearme... "Negociad
mientras vuelvo" se dice en la parábola (Lc. 19, 13; Cfr.
15, 8-10; 15, 13).

Señor, para mí no hay otra cosa que ganarte almas


aun a costa del sacrificio de la vida. Quiero en adelante
disponer de mi vida presente lo mejor que pueda, y día
tras día "calcular" contigo (Rom. 12, 1: logiké latreia;
14, 12; Le. 16, 2). Deposito mi denario en manos
seguras, en Tus Manos. ¿Quién sino Tú me podrá
restituir a tu Padre?

107
Muéstrame, Señor, tu completo perdón,
concediéndome la gracia de gastarme en la paciencia y
en la inmolación por tu obra Redentora. (2 Cor. 12, 15;
Flp. 2, 17).

34

LA PASCUA NUEVA
(Mt. 26, 26-29 ; Me. 14, 22-25; Le. 22, 15-20; Jn. 6,
22-70; 13, 1-20; 15, 1-8) (Ej. nn. 190-198; 289)

Después de haber celebrado la Pascua mosaica, Jesús


lava los pies a sus compañeros de Camino, antes de
hacerles comulgar con el Sacramento de su Cuerpo y
de su Sangre, ofrecidos a la próxima inmolación
redentora para la institución de la eterna comunidad
de la Nueva Alianza.

Por este acto "ejemplar", Jesús nos inculca la diligente


preparación de nuestras celebraciones y comuniones
eucarísticas por medio de una sincera y atenta
penitencia personal de las faltas veniales de cada día,
reparadas con servicios mutuos y humildes de caridad
(Const. VIII, 1, 8; X, 9; IV, 4, 3).

El primer punto de la preparación pastoral en la


Compañía de Jesús, es que todos los Nuestros se
instruyan en celebrar la Misa con inteligencia y
devoción interior y de una manera exterior propia
para la edificación de los asistentes (Const. IV, 8, 2).
En la ayuda que nuestras residencias están llamadas a
procurar al prójimo las Misas gratuitamente
celebradas por devoción o en respuesta a peticiones
particulares, figuran en primera línea con el buen

108
ejemplo y las oraciones apostólicas personales (Const.
VII, 4, 2-4).

Silencioso y recogido me asocio a la estupefacción de


los Apóstoles; y con el Discípulo Amado evoco de
nuevo la Promesa de la Eucaristía.

Adoro la disposición del Señor, quien llevando hasta


"el extremo" su caridad salvífica, provee para la vida
de su Iglesia, de todos los siglos, el medio de
"formarse" a Sí mismo en nuestros corazones (Rom. 8,
10; Gal. 4, 19). Esta inhabitación se operará por el
recuerdo contemplativo de su Pasión y de su Muerte
(Flp. 2, 2-8), en un misterio celestial de fusión
vegetativa del cuerpo y de la sangre de sus discípulos
con su Cuerpo y con su Sangre inmolados sobre el
Calvario, a fin de participar efectivamente en su
Resurrección por la fe de vivir en El la eternidad de su
Vida humana (Jn. 6, 48-58).

Con gran consuelo podemos comprobar cómo, por la


fe viva y unidos al Salvador crucificado, morimos a la
vida pecadora del alejamiento de Dios, y sacados de
nosotros mismos en el Señor resucitado, renacemos a
la vida santa de la amistad del Padre: pero el misterio
pascual no por eso deja de permanecer indeciblemente
delicado. La inteligencia o comprensión del mismo no
se puede reducir a nuestras consideraciones
teológicas. Cuanto más se nos conceda vivirlo en su
propia Luz, más comprenderemos que en este mundo
no podremos explicarnos, sino en parte, el
deslumbramiento de la mirada interior. Conviene, sin
embargo, para tener entrada en esta Luz, introducir
frecuentemente, en toda piedad, aun árida, nuestra
modesta parte de reflexión espontánea, siguiendo la
dirección luminosa de los que nos transmiten lo más
íntimo de la Revelación.

109
Si quiero merecer que la Eucaristía me nutra y se me
deje gustar, debo trabajar con esfuerzo para lograr esta
Vida Eterna en mí mismo y en el prójimo (Jn. 6, 27).
Este trabajo es el propio de la Compañía, el que la
unifica directamente en comunidad: la defensa, la
propagación y el fomento de la fe cristiana (Jn. 6, 29;
Form. Inst. n. 1), los múltiples cuidados
indispensables al cultivo fructuoso de la Viña (Jn. 15,
1-8; 1 Cor. 3, 6-9) y todas las formas del ministerio de
la Palabra y de la Caridad. "El que no quiere trabajar,
que no coma" (2 Tes. 3, 10).

En Cristo Eucaristía, Dios mismo es el alimento de su


pueblo y lo sacia con la Justicia que no deja hambre ni
sed (Jn. 6, 35; Mt. 5, 6). De aquí la importancia
eclesial que para la renovación del. Pueblo de Dios
tiene el ministerio de la Confesión y de la Comunión
tal como la Compañía lo ha practicado desde su
origen. La "industria" de los Ejercicios espirituales
tiende en primer lugar a preparar excelentes
confesiones y comuniones regulares. (Ejercicios n. 44).
El atractivo eucarístico es don del Padre (Jn. 6, 37 y 44
s.). Su primer fruto es la morada en Cristo, la unión
vital de la Cepa y los sarmientos (Jn. 6, 56; 15, 4 s.),
que hace vivir por el Hijo descendido del cielo, como el
Hijo vive eternamente por el Padre (Jn. 6, 57).

El ardiente deseo de comer la Pascua con los suyos


antes de padecer (Lc. 22, 15), Jesús lo experimenta
siempre; no se ha extinguido su deseo con la
institución histórica de la Eucaristía; porque la Pasión
continúa en la vida de la Iglesia.

Quiera Dios que nuestro fervor, alimentado


asiduamente, impida que la participación cotidiana de
la Eucaristía, llegue a ser una ceremonia fría y

110
rutinaria; que el gozo y el deseo de Jesús se
encuentren cada día con nuestro deseo y nuestro gozo
espiritual de renovar la Pascua con El, en unión de
inmolación y como preparación a los trabajos,
sufrimientos y humillaciones que lleva consigo el
ayudar a las almas rescatadas, en vista de la
reconciliación universal de la Eterna Alianza.

35

LA ORACIÓN DE LA AGONÍA
(Ej. nn. 200-204; 206; 290)

La oración de la "Prensa del aceite", no es menos


sacerdotal que la oración del Cenáculo. Suponiendo
que se ha leído y releído con atención el relato de la
Agonía que nos hacen los Sinópticos (Mt. 26, 36-46;
Mc. 14, 32-42; Lc. 22, 39-46) proponemos (sin
exclusividad) la interpretación siguiente del misterioso
episodio, como más estrictamente objetivo y mejor
armonizado con los pensamientos de la Epístola a los
Hebreos.

La oración de la Agonía fue escuchada (Hb. 5, 7:


exauditus est). La Agonía fue una experiencia de
carnalidad física (Hb. 5, 7: in diebus carnis suae: Mt.
26, 41: caro autem infirma) bajo el estímulo externo
diabólico (Ib.; Jn. 14, 30 s.; 2 Cor. 12, 7). Por tres veces
(Tvit. 26, 44) ofreció Jesús una hora de "oraciones y
súplicas, con poderoso clamor y lágrimas a Aquél que
podía salvarle de la muerte" (Hb. 5, 7). Su petición no
era librarse de la muerte (en tal caso no hubiera sido
escuchada), sino el alivio del sufrimiento mortal que
actualmente experimentaba (calix iste); porque la
angustia de su alma le producía una tristeza de muerte

111
(Mt. 26, 38), sumergiéndole en el pavor y en la
angustia (Mc. 14, 33).

Jesús fue escuchado "por su actitud reverente" (Hb. 5,


7) : "prosternado, cayó rostro en tierra" (Mt.; Mc.) y
repetía: "...sin embargo, que no se haga mi voluntad,
sino la tuya" (Le.). La gracia que obtuvo con su
plegaría fue la de saborear la muerte (Hb. 2, 9) en la
voluntad de su Padre, aceptar su amargura con
soberano dominio del espíritu sobre la carne. El cáliz
era el espanto natural del hombre ante la muerte
(passio mortis: lib. 2, 9). Esta gracia fue tal vez la
confortación que el ángel proporcionó a su humanidad
(Lc. 22, 43): no se trata de "consolación", pero, de
todos modos, la paciencia y la resistente entereza
lograron el triunfo (Ej. n. 320 s.). Jesús se presenta
sereno a los tres discípulos dormidos y se adelanta
intrépido a recibir el beso de Judas (Mt. 26, 45).

En una experiencia pasiva del sufrimiento interior,


Jesús ha alcanzado la perfección humana de su
Sacerdocio eterno (lib. 2, 10): la gracia de aceptar y
vencer esta debilidad de la carne que hace temblar a
sus hermanos ante la muerte corporal y los mantiene,
por ello, en la esclavitud del demonio (lib. 2, 11-16; Mt.
10, 28; 1 Cor. 15, 56). Tenemos un Gran Sacerdote
capaz de comprender nuestra flaqueza y experimentar
la compasión hacia nosotros (Hb. 2, 17 s.; 4, 15).
Apoyada en su mediación, nuestra plegaria puede
penetrar confiadamente en los cielos y llegar hasta el
trono de la gracia. (lib. 4, 16) ¿Mi sacerdocio
ministerial es perfecto? ¿Soy un representante digno
del Gran Sacerdote, cerca del Pueblo cristiano? ¿He
aprendido en la escuela de la humillación del Redentor
(Flp. 2, 8; Hb. 12, 2) lo que es obedecer? (lib. 5, 8; 2
Cor. 12, 8-10).

112
36

JESÚS ENTREGADO POR JUDAS


(Ej. n. 291, 19 y 2°)

La vecindad inmediata del Cenáculo y del Palacio de


los Pontífices, uniformemente atestiguada por la
topografía, explica por qué Jesús, al enviar a Pedro y a
Juan a preparar la Cena Pascual, evita indicar la
dirección del discípulo que va a hospedarle (Lc. 22, 7-
14); Judas está cerca, al acecho, atento a aprovechar la
ocasión de entregar al Maestro sin que se diera cuenta
la muchedumbre (Lc. 22, 6). Esta proximidad explica
también la prisa con que Judas deja la sala sin
despertar sospechas, para advertir en seguida a los
Pontífices la facilidad inesperada, que se les presenta
esa noche de apoderarse de Jesús (Jn. 13, 27-30).

Pero los Pontífices, dominados por el miedo, no


quieren hacerlo en plena ciudad, y menos que nunca
durante las fiestas. No entran en el plan de Judas:
ellos le pagarán si consigue que el arresto de. Jesús
provenga de una orden de Pilato; apoyarán su gestión
y le rodearán de una cuadrilla de criados provistos de
espadas y garrotes, a fin de dar cuerpo a la impresión
de que se trata de un peligro de orden público.

Judas acepta (Jn. 19, 11). Así se explica la presencia en


el Huerto de una cohorte puesta a su disposición (Jn.
18, 3) y también el que Jesús tuviera tiempo de
conversar familiarmente con los suyos después de la
Cena y de consagrar varias horas a la oración.

Pilato era demasiado precavido para asumir lo odioso


de un arresto que no le interesaba, para dejarse

113
manejar. Previniendo el tumulto, concede una cohorte
que asiste de un modo pasivo al prendimiento de
Jesús; pero después, ordenadamente y dirigida por el
tribuno, lo conduce, no a la "Torre Antonia, sino... al
Palacio de los Pontífices" (Jn. 18, 12). Pilato hace
entrega oficial de Jesús a la responsabilidad judicial de
sus adversarios (Jn. 18, 36).

La continuación del relato muestra que éstos no lo


esperaban en lo absoluto.

Judas recoge las treinta monedas; era todo lo que


deseaba su fatal pasión. El no quería quitar la vida a
Jesús; su fe muerta, pero no apagada del todo, contaba
con que el Maestro lograría, una vez más, sustraerse a
sus enemigos, y que a pesar de sus advertencias,
continuaría caritativamente cubriendo su hipocresía.
Sin embargo, la acción de Judas es considerada como
el "mayor pecado" de la Pasión (Jn. 19, 11). Lo que
pesa más a los ojos de la Verdad divina no es el
atentado a la vida corporal de Jesús, sino la hostilidad
directa, obstinada, fríamente calculadora que rechaza
las amistosas advertencias de la gracia, y que tortura
durante años el corazón de Aquél que le había elegido.
La próxima desesperación de Judas a pesar de conocer
tan de cerca la Misericordia divina, su lúgubre fin y su
condenación, no son una "revancha" del Señor, sino el
resultado penal nacido espontáneamente de su
pecado, de la avaricia maliciosa a la que se abandonó,
de su tenaz aversión a la liberalidad evangélica y la
generosidad divina que :Jesús, sin descanso, mostraba
con clemencia a plena luz.

Se podría leer en el Texto Sagrado y escuchar en el


alma de Jesús la historia de este hombre "para quien
hubiera sido mejor no haber nacido" (Mt. 26, 24). La
Sabiduría divina dispuso que fuera una lección clara y

114
eficaz en contra del amor al dinero, "raíz de todos los
males" (1 Tim. 6, 9 s.; Mt. 10, 1-4; Jn. 12, 1-8; Mt. 26,
21-25; 26, 47-50; 27, 1-10; y sus paralelos; Ac. 1, 16-
20).

37

JESUS ANTE EL SANEDRIN


(Ej. n. 291, 39; 292)

En plena noche, la cohorte llevó a Jesús, fuertemente


atado, al Palacio de los Pontífices. Si la consignación
del reo hubiera estado prevista, evidentemente se
hubiera encontrado reunido el Sanedrín. Por el
contrario, hay que convocarlo urgentemente (Mt. 26,
57; Mc. 14, 53), ya que no conviene que a primera hora
de la mañana comience a extenderse por la ciudad la
noticia de que los Pontífices se han apoderado del
"Hijo de David" y lo tienen encarcelado en su mismo
Palacio. En la solemnidad pascual el escándalo podría
suscitar una revuelta. Es forzoso que se llegue esa
misma noche, mediante un proceso legal, a una
sentencia capital religiosa cuya ejecución pueda
requerirse al Procurador Romano, al cual Jesús será
devuelto.

No se trata de aclarar si Jesús es o no el Mesías. Para


los sanedritas que participan en la sesión, Jesús es
indudablemente un impostor. Su ceguera es voluntaria
(J u. 3, 19), pero no por ello es menos efectiva y
convencida. No piensan condenar al verdadero Hijo de
Dios. Quieren simplemente encontrar un pretexto
teológico para su odio teológico, pretexto que les
permita condenar a muerte al que ellos consideran
como un falso pretendiente. Esta ceguera actual es ya
un castigo divino a la incredulidad plenamente

115
consciente y responsable, resultado de un fondo de
malicia inconsciente y que se resumen en odio al
verdadero Dios (Jn. 9, 39-41). Su corazón insensato se
ha entenebrecido (Rom. 1, 21)

Mientras los sanedritas se reúnen, Anás, suegro de


Caifás, se ingenia para instruir el proceso, fuere como
fuere. Toma a su cargo examinar esta doctrina que
nunca se ha tomado la molestia de escuchar.
Pertinentemente Jesús responde que El siempre habló
abiertamente ante todo el mundo; a los que le han
oído les toca atestiguar. Una primera brutalidad
interrumpe la respuesta; Jesús replica dignamente, y
se juzga más prudente no continuar... (Jn. 18, 13-24).
La sesión regular del tribunal se inicia con la
presentación de testigos de una pretendida blasfemia
contra el Templo. El silencio de Jesús es de una
elocuencia aplastante (Mt. 26, 59-63; Mc. 14, 55 y 61).
Jesús no comparece allí para defenderse, y el tiempo
de dar testimonio ha terminado. Caifás, entonces,
provoca solemnemente la confesión de la Mesianidad
y luego la declara blasfematoria. El proceso se clausura
rápidamente con la condenación a muerte (Mt 26, 63-
66; Mc. 14, 61-64; Le. 22, 67-71).

Durante el resto de la noche Jesús es entregado a las


más bajas burlas y villanías. Contemplo su rostro
velado. ¿No ha habido ocasiones en que yo también he
abofeteado a la Verdad? (Ej, n, 196). En el transcurso
de una nueva reunión a primera hora de la mañana,
deciden intentar ante Pilato un proceso político,
reservando en línea subsidiaria pedir al poder civil la
ejecución de la condenación religiosa. Voy
acompañando al Salvador mientras le trasladan al
Pretorio (Ej. n. 193; Mt. 27, 1 s.; Mc. 15, 1; Le. 23, 1: ¡El
Cordero entre los lobos! (Le. 10, 3). Notemos que el
móvil del temor (el temor de comprometer su propia

116
existencia, de "perder la vida") apunta en todos los
ángulos de los astutos artificios que desembocan en el
asesinato judicial del Hijo del Hombre.

38

PEDRO PASA POR LA CRIBA


(Le. 22, 31 s.; Ej. n. 292, 19)

Si Judas es el tipo de aquéllos que en la vida


evangélica "buscan sus propios intereses", Pedro es,
desde el primer momento, el tipo de aquéllos que
buscan "los intereses de Cristo" (Flp. 2, 21).

El carisma de Simón, la predisposición a la primacía


de elección eclesial (lo que muestra que él es "Piedra"
Jn. 1, 42), es una cierta primacía de afecto personal
hacia el Señor y de abnegada entrega hacia el grupo.
Una prontitud en sus generosas reacciones lo coloca
ordinariamente a la cabeza le los discípulos (Mt. 16,
16; 17, 4; Mc. 1, 35 s. ; Jn. 6, 67-69;...).

Pero el metal de este amor no está todavía purificado


de toda escoria; la paja está todavía adherida al trigo:
un horizonte de alma todavía temporal y demasiado
humano (Mt. 16, 22 s.); una complacencia demasiado
consciente de esta primacía de amor mantiene el deseo
de anteponerse; Pedro está ahora muy alejado del
sentimiento que ante la Pesca milagrosa le hizo
exclamar : "Señor, aléjate de mi que soy un pecador"
(Le. 5, S s).

Una presunción juvenil le impide tener en cuenta la


advertencia repetida de orar para no entrar en
tentación (Mt. 26, 33-35; Mc. 14, 28-32 y 87 s.; Le. 22,

117
40 y 46). Pedro no ha logrado todavía llegar a "esta
igualdad de alma" apostólica, a esta "pureza de
abnegación fraterna" que San Pablo reconocerá más
adelante en Timoteo, su hijo espiritual (Flp. 2, 20; Isit.
19, 27).

Pero la intención del Señor es la de conferir a Pedro


una primacía de caridad fraterna., de consumar en él
el tipo del Pastor. Y va a servirse de Satanás, del
tentador, para realizar la depuración de este corazón
magnánimo por medio de la experiencia de su
fragilidad y de su cobarde temor. Pedro comprenderá
que si no se ha sumergido en la apostasía., en la
incredulidad, en la malicia propiamente dicha, es
porque Jesús ha rogado por él personalmente (Le. 22,
32).

Notemos que Pedro no negó que Jesús fuera el Cristo;


lo que negó es que él, Simón, fuera su discípulo. Y
¿acaso no me ha ocurrido también a mí, a pesar de mis
convicciones religiosas, obrar y hablar como si no
fuera su discípulo, por temor o por respeto humano?

Pero bajo la ceniza se mantenía encendido el fuego del


amor: una mirada de Jesús bastó para avivarlo. Pedro
está inconsolable, más que por su caída, por el dolor
que ha causado al Maestro, añadido a las injurias y
afrentas de esta noche infernal.

Lejos de ocultar su caída, el "Príncipe de los


Apóstoles" hablará de ella tan a menudo y tan
minuciosamente, que las "tres" negaciones parecerán
indefinidamente multiplicadas (Mt. 26, 69-75; Mc. 14,
66-72; Le. 22, 54-62; Jn. 18, 15-27).

La confirmación de Pedro, su carisma de confirmación


fraterna (Le. 22, 32), procede de una gracia de insigne

118
humildad en el fervor de la caridad (Flp. 2, 12 s), que
no habrá de esperar al día de Pentecostés para llamar
la atención de Juan, su inseparable amigo en la
amistad del Salvador.

39

LA HERMOSA CONFESIÓN
ANTE PONCIO PILATO
(1 Tim. 6, 13 : " ... ten kalén homologían"; Ej. n. 293, 19
y 29)

Conducido al tribunal del procurador pagano, Jesús


nos da el ejemplo de lo que El ha recomendado a sus
discípulos: "cuando fueren llevados por su causa ante
los gobernadores y los reyes". Pilato se maravilla de
que "no se preocupe de defenderse" de las acusaciones
presentadas contra El (Mt. 27, 12 s.; Mc. 15, 4 s; Lc. 23,
4 s.). En esta "hora" solemne en que por primera vez
se enfrenta ante el mundo pagano, el Espíritu Santo
más que nunca dicta a Jesús lo que El ha de decir para
realizar su obra evangélica (Mt. 10, 18-20; Lc. 12, 11
s.).

En los Sinópticos la conversación privada del Señor y


de Pilato se limita al interrogatorio del gobernador:
"¿Eres Tú el Rey de los Judíos, es decir el Mesías?"
(Mt. 2, 2). La respuesta de Jesús "Tú lo has dicho"
rinde testimonio a la verdad percibida confusamente.
Pilato rehúye este testimonio y Jesús se calla (Mt. 27,
11-14; Mc. 15, 2-5; Le. 23, 3). San Juan pone de relieve
esta conversación que él considera como el corazón de
la Pasión y concentra la atención sobre la crisis de
conciencia del procurador, sobre el trabajo evangélico
de Cristo por la salvación de Pilato y sobre el rechazo

119
dramático de esta salvación. Pilato es de aquéllos que
"prefieren la gloria humana a la gloria de Dios", y por
temor a los hombres no se atreven a manifestarse (Jn.
12, 42 s).

Contra los sanedritas que hacen alarde de celo y


pretenden entregarle un "malhechor" nacionalista,
Pilato tomó completamente una posición defensiva
(Jn. 18, 29 s.). Pero cuando discretamente le pregunta
Jesús si la cuestión relativa a su mesianidad es
personal u oficial (v. 34), Pilato, molesto, niega todo
interés particular por esta realeza. No ha podido
menos que percibir que Jesús lee en su interior, y la
impresión se ha reforzado de encontrarse ante un ser
divino. Vuelve a tomar la actitud formal de un juez de
instrucción, como Anás la noche precedente, pero con
intención de libertar a Jesús, no de condenarle (v. 35).
Jesús parece no darse cuenta; se contenta con precisar
el carácter ultraterreno de su realeza. Se mantiene, en
lenguaje apropiado, sobre el terreno "dogmático": sus
soldados (las doce legiones de ángeles: Mt. 26, 53)
hubieran podido la noche anterior impedir a la
cohorte que fuera entregado a los judíos (v. 36). Pilato
comprende que la supermundanidad del reino no es
impotencia ni abstracción de la política, sino dominio
espiritual; y Jesús precisa que se trata de una
conquista de los hombres para la Verdad divina por
medio de la persuasión (v. 37; 1 Tim. 2, 4).

Una vez más, con ligereza, Pilato rehúsa escuchar la


Verdad. Pero dominado por un miedo religioso egoísta
y confuso respecto del hombre divino, busca en vano
componendas para zafarse de sus responsabilidades.
De estas estratagemas puestas en juego con brutal
insensibilidad —empezando por la extradición del
Galileo al tetrarca de Galilea— (Le. 23, 4, 12) Jesús
será dolorosamente la víctima.

120
La obra de la gracia tropieza con la oposición de la
mundanidad. (Santiago 4, 4; Rom. 8, 7).

40

"DIO TESTIMONIO BAJO PONCIO PILATO"


(1 Tim. 6, 13: " martyrésantos. .." Ej. nn. 293, 39;294-
296, 19)

Empezaré aquí por pedir luz al Discípulo


particularmente amado de Jesús, sobre su amor filial
hacia María y cómo encontró en este afecto el valor de
seguir con Ella, paso a paso, el itinerario de la Pasión.
Comenzaré, pues, por pedirle que me obtenga en esta
austera Semana, compartir con él la fortaleza de alma
de la nueva Eva, Madre de la Iglesia.

Jesús ha confirmado su testimonio de la Verdad,


aceptando en silencio los suplicios y la muerte
infamante, con espíritu de confiada obediencia al
Padre de las misericordias. Sufrir en su humanidad la
atroz consumación de la injusticia, como expiación de
nuestras injusticias, vale más, en apoyo de su
confesión, que todos los milagros. ¡Dichoso quien se
apoya en la voluntaria crucifixión de Cristo para creer
en El! (Jn. 17, 1-5).

Tironeado entre el temor del Cielo, el temor al César y


el temor a un pueblo al borde de la insurrección, Pilato
se mueve para eludir toda apariencia de culpa. Pero su
juicio está pronunciado para la eternidad: Jesús ha
padecido BAJO su responsabilidad. Su cobardía tal vez
es menos odiosa en sí que los ardides sectarios a los

121
que él ha accedido (Ac. 3, 13-15 y 17), pero el pecado
no se mide principalmente por el desorden material de
la acción, sino por el conocimiento de la divinidad
ultrajada. Pilato ciertamente no ha pisoteado las luces
de un Judas, pero, como él, volvió la espalda a la
presencia de la Verdad.

Entregar al JUSTO (Mt. 27, 19) a Herodes, cuya


perversidad conocía., era ya de parte de Pilato una
injusticia cruel. El silencio de Jesús ante el asesinato
de Juan Bautista es evangélico; es una gracia que
encierra en sí la última advertencia; es una suprema
invitación al arrepentimiento. Herodes siente como la
punta de un acero que penetra en su alma; pero se
rebela y trata de loco al Hombre-Dios. Jesús no sufre
mucho por esta comedia burlesca; se siente feliz de
estar alentando con su ejemplo a aquéllos que por su
amor despreciarían las burlas de los mundanos (Lib.
12, 2).

Una vez más vuelve Jesús a la jurisdicción de Pilato.


Entonces se comete la falla táctica fatal de aquel día,
cuando en el curso del proceso capital, Pilato pone a
Jesús en parangón con un malhechor público,
afirmando así de un modo implícito que también
Jesús lo es. Si al malhechor Barrabás se le concede la
libertad, ya no queda más que ejecutar al malhechor
Jesús. Esto es lo que la muchedumbre capta al
instante. Incitada por los líderes, comienza a gritar
con insistentes alaridos: "Crucifícale, crucifícale" (Mt.
27, 15-23; Mc. 15, 6-14; Le. 23, 13-25; Jn. 18, 38-40).

Aterrado, Pilato no encuentra otra salida a la agitación


que va aumentando, que imponer un castigo que sacie
o satisfaga en parte, el instinto sanguinario de la turba,
y ordena que Jesús sea flagelado.

122
Deja enseguida a la cohorte la libertad de hacer recaer
sobre el "Rey de los judíos" coronado de espinas, la
ferocidad de su odio antijudío (Jn. 19, 1-20; Mt. 27,
26-31; Mc. 15, 1.7-20). Y en este estado lastimoso,
Pilato presenta a Jesús a. la muchedumbre que,
efectivamente, se compadece y calla.

Pero los Pontífices y sus criados siguen reclamando la


crucifixión y ahora la exigen invocando su Ley: Jesús
debe morir porque ha pretendido ser "Hijo de Dios"
(Jn. 19, 6 s.). Estas palabras despiertan y redoblan en
Pilato el temor religioso, y Jesús, continuando su obra
de salvación, le hace comprender que, por permisión
divina, obra contra El presionado por el poder de las
tinieblas: su malicia es grande, pero menos que la de
aquél que ha entregado a Jesús a este imperio del mal
(Jn. 19, 8-11).

Pilato, desconcertado cada vez más, trata de nuevo de


salvar a Jesús; pero ante la amenaza de la denuncia al
César, capitula (.Jn. 19, 12-16)), y proclamando por
última vez la inocencia de la Víctima, entrega a Jesús a
la voluntad de sus enemigos.

41

DEL PRETORIO AL CALVARIO


(Ej. n. 296)

Pilato cede por fin a la presión de los jefes de la Nación


Santa, y les entrega a Aquél a. quien él en su fuero
interno presume es el Mesías esperado por los judíos.
Los soldados se lo llevan para crucificarlo.

Cargan a Jesús con su cruz (Jn. 19, 17). Al salir de la


ciudad los soldados "obligan, al pasar, a un cierto.

123
Simón Cireneo que vuelve del campo a llevar la cruz de
Jesús" (Mt. 27, 32; Mc. 15, 21; Lc. 23, 26). También
para mí sucederá que la cruz cargue de un modo
imprevisto sobre mis espaldas rendidas por el
cansancio y la fatiga. El rostro de Jesús, cuya paciencia
lo torna resplandeciente, me dará la fuerza y vigor
como a Simón (Hb. 13, 13).

¿Cómo he acogido hasta ahora la cruz, ligera o pesada?


Ha llegado el momento de dejar que se imprima en mi
alma el eterno Espíritu de oblación del Gran Sacerdote
inmaculado (Hb. 9, 14).

Otro Simón se creía ayer dispuesto a seguir a Jesús


hasta la muerte (Lc. 22, 33); en este momento, sus
lágrimas le unen al Maestro con mayor proximidad
que los pasos del Cireneo y le ayudan a llevar la cruz
en la transfiguración de la humildad.

El Cristo total, Cabeza y Cuerpo, está cargado con la


Cruz por la salvación de los hombres, en marcha hacia
una común muerte expiatoria. La Cruz era aplastante
para el Jefe extenuado. Nada me incorpora tanto a
Cristo como la participación en sus sufrimientos
(Rom. 8, 17), en proporción a la gracia que
personalmente me ha sido destinada y confiada (Rom.
12, 3) para el cumplimiento eclesial de la Pasión (Col.
1, 24).

Al lado del Cireneo asistiré valerosamente a la


ejecución de la crucifixión (Mt. 27, 35 s; Mc. 15, 22 s;
Jn. 19, 18). Jesús rehúsa el vino, pero acepta el
estremecimiento doloroso de nuestra contemplación
porque El es admirable (1 Pedro 2, 9).

Llegada su Hora, se enfrenta a la muerte sin sombra


de temor. Sabe, sin embargo, mejor que ninguno de

124
sus hermanos, el valor de la vida terrena que El
sacrifica en la flor de su madurez. Esta intrepidez en
afrontar su propia muerte, es la victoria radical sobre
el pecado. El temor carnal de la muerte multiplicaba el
pecado entre los hombres: en adelante la fe cristiana
contendrá, siquiera en germen, la plena aceptación de
la muerte, condición humana de nuestra justificación
divina. Jesús abraza la muerte no sólo por nosotros,
sino también en nuestro nombre.

"Heriré al Pastor", había anunciado el Señor, "y se


dispersarán las ovejas" (Zc. 13, 7; Mt. 26, 31). En la
tarde anterior nadie preveía en Jerusalén la crucifixión
de Jesús. "Según el designio determinado y la
presciencia divina" 2, 23), esta crucifixión se realizó
con la rapidez de un rayo.

Judas con un beso entregó su Maestro a Pilato, es


decir, al Poder de las Tinieblas (Lc. 22, 48; Jn. 19, 11).
Pilato entregó a Jesús a los judíos para ser juzgado
según la Ley (Jn. 18, 36). Los judíos le entregaron a
Pilato para ser condenado (Mt. 20, 19). Pilato ahora
entrega a Jesús a los judíos para ser crucificado (Mt.
27, 26...).

Pero por medio de esta cadena de traiciones humanas


es realmente el Padre quien por todos nosotros ha
entregado a su Hijo amadísimo (Rom. 8, 32). Es Jesús
mismo quien se ha entregado al Justo Juez por
nosotros (Efes. 5, 2), por su Iglesia (Efes. 5, 25), por
mí (Gal. 2, 20), como lección de paciencia salvífica.
Porque nosotros éramos "cómo ovejas descarriadas;
pero ahora hemos vuelto al Pastor y Obispo de
nuestras almas" (1 Pedro 2, 18 -25).

125
42

ANTE EL CRUCIFIJO
(Ej. nn. 53; 297)

Los dos malhechores, exasperados porque se había


anticipado su suplicio para enmarcar de un modo
infamante la ejecución del "Rey de los judíos",
mezclaron sus burlas a las de la muchedumbre: "¿No
eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a Ti mismo y sálvanos
contigo!" (Mt. 27, 39-44; Mc. 15, 29-32; Le. 23, 35-39).
Jesús y su Madre desean efectivamente salvar a estos
dos hombres que tienen tan cerca y que están en el
umbral de la condenación eterna. El clamor íntimo de
su oración cubre ante el Padre la gritería de insultos
contra la misericordia y la bondad compasiva de
Jesús: "¡A otros ha salvado y a Sí no puede salvarse!".

Estos dos hombres están endurecidos por igual; son


bandoleros de caminos (Le. 10, 30). Una misma gracia
desciende sobre ambos y el sentimiento de su miseria
moral quita el obstáculo corriente de la afectada
justicia (Mt. 21, 31). ¿Por qué, pues, sólo responde a la
luz uno de ellos, aquél que pronto será conocido como
"el Buen Ladrón"? Este es el secreto del Padre (Jn. 6,
44 s.).

El hombre comienza por observar la calma augusta de


Jesús, que permanece silencioso bajo la avalancha de
los insultos (1 Pedro, 2, 23). Las crispaciones
provocadas por el dolor físico, no alteran ni un ápice
su recogimiento sacerdotal. Evidentemente este santo
hombre — ¿el Mesías tal vez?— es inocente. Pero no
protesta; da pleno asentimiento a su condenación.

Que los hombres lo confundan con los criminales,


llega el ladrón a comprenderlo; pero que Yahvéh, cuya

126
acción llega a captar, exija esta expiación, es cosa que
sobrepasa su entendimiento. Y comienza a. temblar
pensando en la Justicia divina: "Porque si en el leño
verde hacen esto, en el seco ¿que se hará?" (Le. 23, 27-
31).

Pero Jesús abre sus labios : "Padre, perdónalos,


porque no saben lo que hacen" (Le. 23, 34). Un rayo
del sol atraviesa las espantosas tinieblas. Jesús se
dirige a Dios en términos de igualdad filial. El
intercede. El excusa con toda autoridad.

Y el ladrón piensa que él también no sabía lo que hacía


en su vida de pillaje. El puede, pues, esperar el perdón.
Muy pronto la esperanza se abre a la confianza:
también por él personalmente sufre Jesús en nuestra
carne común el castigo de la carne para obtenernos la
remisión del pecado cometido en el espíritu.

La amistad hacia Jesús despunta en su alma y con ello


un sentimiento que jamás había sentido hasta
entonces por su compañero de latrocinios: "¡Si tú no
temes a Dios...!" Y lo invita a. entrar en el camino de
salvación que él mismo acaba de recorrer; ¡el ladrón se
ha convertido en portador del Evangelio!

La vida nueva que le inunda aparta de él el temor a la


muerte que se acerca. Es el primero entre los judíos
que dirige a Jesús una petición para el más allá y lo
llama familiarmente por su nombre: "Jesús, acuérdate
de mí cuando llegues a tu Reino" (Le. 23, 42). ¡Oh
humildad, oh confianza? Y Jesús le responde al
instante, pronunciando la primera, la más rápida, la
más afectuosa sentencia de canonización: "Yo te
aseguro: hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso"
(Le. 23, 43; Flp. 1, 23).

127
La Cruz, cuya perspectiva rechazan y desmoraliza a los
discípulos después de tres años de formación, remata
en tres horas la santificación del criminal.

¿Por qué reservar a los presos el culto del santo


ladrón?

43

LA MUERTE DEL HIJO DEL HOMBRE


(Const. VI, 4)

La perspectiva de la próxima resurrección no le quita


al alma de Jesús la fuerza del sentimiento de ser
arrancado definitivamente de esta existencia terrena.
Su Resurrección no va a ser, como la de su amigo
Lázaro, un regreso a. este inundo (Ja. 16, 28). El Hijo
del Hombre apreciaba el bien que encierra la vida
temporal, mucho más y mejor que ningún otro
hombre, y experimentaba como todo ser humano el
deseo natural de no pasar por el desgarramiento de la
muerte, de no tener que despojarse de la carne, y
también nuestro deseo sobrenatural de ataviarse
directamente con la vestidura de la glorificación (2
Cor. 5, 4).

"¡Mujer, he ahí a tu hijo!" (Jn. 19, 26). Jesús, con


plena voluntad, lleva a cabo la separación humana que
le cuesta más que la separación de su propio cuerpo.
La unión terrestre familiar de Jesús y María en este
mundo, largamente sacrificada durante su ministerio
público, está a punto de llegar a su fin. La espada no se
detiene en la carne: corta al vivo la más profunda, la
más santa fusión sensible que jamás haya unido dos
almas en este mundo (Lc. 2, 35).

128
Pero no ha llegado todavía la consumación del
sacrificio. Y entregar su Santa Madre a la Iglesia es
para El un consuelo (J/1. 19, 27).

En el Huerto de los Olivos soportó Jesús la debilidad


de la carne en ausencia de todo apoyo humano: a la
distancia de un tiro de piedra, oía roncar a los
compañeros que El se había elegido. Pero podía
invocar a su Padre con la íntima seguridad de ser
escuchado. Y efectivamente había obtenido consuelo
interior.

Sobre el madero del Calvario, la carne volvió a


encontrar la prontitud del espíritu: Jesús puede
rehusar beber el vino anestésico (Mt. 27, 34). Pero esta
carne unificada por naturaleza y por amor a la carne
de los pecadores alejados de Dios, sufre, hasta el límite
de la experiencia terrena, el justo alejamiento divino,
el lejano fragor de la sentencia eterna, que avanza
amenazadora por el horizonte de los tiempos:
"Apartaos de Mí..." (Mt. 25, 41; Is. 53, 4 s.). El Hijo del
Hombre se siente abandonado a los asaltos del
Príncipe de las Tinieblas, a quien se ha dado licencia
para excitar y desencadenar contra 'el Santo de Dios"
(Me. 1, 24) la rabia y el odio ciego de sus enemigos
(Mt. 27, 43), y la exhalación de sus propios
sentimientos (Sal. 21, 13).

En Jesús, la profundidad de su desolación se equilibra


con la de la consolación espiritual que de ordinario le
sostuvo desde su "salida del Padre" (Jn. 16, 28). El que
le había enviado, nunca le dejó solo (Jn. 8, 29). Este
sentimiento de compañía, prolongado hasta el fin,
hubiera aligerado el dolor de las otras separaciones.
Pero la suspensión, el sentimiento de abandono, le
llevan al extremo la amargura de la muerte (Hb. 2, 9).
La experiencia mortal de las separaciones ha llegado

129
también hasta la del abrazo del Padre: "¡Dios mío! í
Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?" (Mt. 27, 46;
Sal 21, 2-12).

Esta desolación terrible es verdaderamente las heces


del cáliz de la Pasión. Jesús las saborea en la debilidad
física, en el embotamiento de los centros nerviosos, en
la extinción interior (Sal. 21, 15 s.). Nosotros,
pecadores, podemos golpearnos el pecho y
comprender, aunque de lejos, por qué lo abandonó su
Padre (Le. 23, 48) ; pero El, Luz del mundo (Jn. 9, 5)
ya no lo comprende; no puede hacer otra cosa que
someterse sin vacilaciones a la oscuridad que interior
y exteriormente va aumentando (Mt. 27, 45). La
sangre está derramada; no resta sino inclinar la
cabeza: "Todo está consumado" (Jn. 19, 30).

La última y más íntima experiencia de Jesús


agonizante es sentirse sin aliento (Sal. 142, 7); está
próximo a exhalar el último suspiro (Mt. 27, 50).

El Hijo del Hombre no pide la prolongación de su


vida, de la vida temporal de su espíritu; este espíritu El
lo pone en las manos, es decir en el poder de su Padre,
(Le. 23, 46), con la plena seguridad de que al salir de
este mundo, su espíritu humano será investido del
Espíritu Santo en una plenitud de posesión que le hará
a su vez "vivificador" (1 Cor. 15, 45) y "santificador"
(Is. 53, 10-12). La Humanidad glorificada de Jesús,
desde su descenso al Limbo, será manantial de vida
eterna para los creyentes, y su compañía un paraíso
para todos aquéllos que, como el Buen Ladrón, se
dormirán en su muerte (Le. 32, 43; 1 Cor. 15, 20; Flp.
1, 23; Ap. 14, 13).

"Esta muerte ha sido la destructora de la muerte. La


muerte está muerta en El, más que El mismo en la

130
muerte" (San Agustín, Enarr. in Ps 51, n. 1, P. L. 36,
600).

44

LA SEPULTURA DEL CRUCIFICADO


(Mt. 27, 57-61 ; Mc. 15, 42-47; Le. 23, 50-56; Jn. 3, 14
s.;7, 50 s.; 19, 38-42; Rom. 6, 1-14; Col. 2, 12-15;1 Cor.
6, 11; Gal. 5, 16-26)

Hay que pesar todas las circunstancias de la acción de


José de Arimatea y de Nicodemo, para vislumbrar la
heroica y prudente audacia de la misma, y comprobar
que la virtud que emana de la contemplación de la
Cruz es un remedio contra la timidez y la cobardía.
Jesús, que tenía un "demonio" entre los Doce, tenía en
cambio discípulos entre los Sanedritas (Ej. un. 141,
145).

Con la Madre de Jesús me imagino el Cuerpo de Cristo


extendido en la oscuridad del sepulcro y me arrodillo
para adorarlo.

Acompaño en su visita al Limbo al Alma de Jesús, que


goza y lleva el gozo a los Justos que le esperaban.

Ante este cuadro rezo y medito el Anima Christi (Ej.


nn. 63; 147; 253, 258) (Ej. Nn. 63; 147; 253, 258).

Dos mujeres permanecían sentadas frente al sepulcro


(Mt. 27, 61; Mc. 15, 47). La Iglesia, después de ellas, se
detendrá en el curso de los siglos para meditar la
Sepultura histórica del Señor, intercalada entre su
Muerte y su resurrección. Diferenciará en el rito del
Bautismo una ablución, una inmersión y una
emersión, es decir, la asociación sacramental a la

131
muerte expiatoria, a la sepultura y a la Resurrección
del Salvador, que respectivamente simbolizan y
producen la remisión de nuestra deuda de
condenación, el renunciamiento ascético al "hombre
viejo", carnal, y a sus obras de muerte eterna, y al
resurgimiento místico del "hombre nuevo" espiritual y
de sus obras fructuosas de salvación y de vida eterna.
Respondiendo a los cristianos —y siempre habrá de
éstos—, que continúan multiplicando sus pecados
abusando de la confianza en los perdones divinos
(Rom. 6, 1), el Apóstol recuerda a los fieles lo que ellos
habían aprendido siendo catecúmenos: que "fuimos
con El sepultados por el Bautismo en su muerte"
(Rom. 6, 4). No se trata aquí (como en la ablución), de
la muerte DEL pecado (Col. 2, 13-15), sino de la
muerte AL pecado (Col. 2, 12): de esta muerte a la que,
se refería el Señor cuando dijo: "El que pierda su alma
por Mí la encontrará" (Mt. 10, 39; 19, 25 y par.).

El "alma" representa aquí la satisfacción humana: lo


que desde el punto de vista de la felicidad terrestre se
llama "vivir". Quien cesa de perseguir las
satisfacciones naturales y terrenas (como ha. hecho
hasta ahora, llevado por el amor propio, la carne —
"sarx"—, encontrará ya en este mundo (en el ejercicio
de la caridad) un céntuplo de satisfacción (espiritual),
y la vida eterna en el siglo venidero.

En vista de esta "muerte" a la satisfacción carnal (1


Cor. 7, 29-31), de este alejamiento definitivo de lo que
nos sumerge en el pecado, somos inmersos durante la
ceremonia bautismal, a semejanza del Salvador (Rom.
6, 3). La sepultura sacramental confiere al creyente (a
diferencia de la antigua circuncisión: Col. 2, 11) la
fuerza divina de entrar en la muerte ascética.

132
Este sepultarse espiritual del cristiano cuyos pecados
han sido perdonados, realiza una existencia de
"muerte", es decir, reducida al estado "cadavérico" en
cuanto a la búsqueda del placer egoísta.. Esta
existencia es, ni más ni menos, aquélla que, ya en la
"primera probación" nos fue clara y francamente
propuesta como el primer cuidado de nuestra
Profesión Religiosa: "buscar nuestra abnegación y una
continua mortificación" a fin de formar al hombre
espiritual de la Compañía de Jesús (Ex. Gen. 46;
Const. 3, 1, 27; Ej. n. 189).

Abnegación y mortificación personal han de estar


igualmente en el centro de nuestra acción evangélica,
si no contentos con mantener a los fieles en la
comodidad de un cristianismo mediocre, cultivamos
en las almas la santificación propiamente dicha (1
Cor. 6, 11), el progreso incesante de la perfección (Ex.
Gen. 1, 1, 2), y la indiferencia estimativa respecto a las
criaturas, con la mirada puesta en Aquél que crea
todas las cosas para recrearnos en su amor (Const. 3,
1, 26).

Pediré a modo de triple coloquio, comprender, en la


contemplación de la obediencia "cadavérica" de Jesús
en el Sepulcro y en el Altar, el misterio de la sepultura
espiritual, preludio de fecundidad cristiana (Jn. 12,
24), y la gracia de realizarla en mí y de iniciar en ella a
los fieles.

¡Que el trigo sembrado no tenga miedo de morir con el


Sembrador!

Oración del Oficio de completas para el viernes:

133
Concédenos, Dios Todopoderoso, permanecer tan
fielmente unidos a Tu Hijo único sepultado, que
merezcamos resucitar con El a una vida nueva.

45

EL SEÑOR RESUCITADO VISITA A SU


SANTÍSIMA MADRE
(Ejercicios nn. 218-225)

El dolor que María sobrellevó en el curso de su


asistencia maternal en la Pasión, en la Muerte y en la
Sepultura de Jesús, fue mucho mayor que si en sí
misma hubiera experimentado los sufrimientos de su
Hijo. La Madre de Cristo es verdaderamente la Reina
de los Mártires. Las llagas que rasgaran a Jesús desde
los pies a la cabeza, permanecen abiertas y sangrantes
en lo más vivo de su corazón maternal.

María va a la cabeza de las almas que en esta vida,


teniendo en nada sus sufrimientos personales unidos a
los del Calvario (Col. 1, 24), se duelen tan sólo de los
sufrimientos de Jesús perseguido en su Iglesia (Ac. 9,
4 s.; 22, 7 s.; 26, 14 s.), sin sombra de acritud contra el
impío, contemplando en espíritu de fe el valor salvífico
de estas tribulaciones, unidas desde esta mortalidad
presente a la intercesión celestial del Gran Sacerdote
Eterno.

María, sepulcro espiritual del cadáver de Jesús,


persevera en la opacidad tenebrosa de la desolación,
firmemente adherida a la voluntad salvadora.
Hospedada y filialmente respetada en su soledad,
recuerda continuamente las palabras que profetizaban
la Resurrección.

134
Al romper el alba, la espera anhelante esclarece las
tinieblas. ¿Cómo se llevará a cabo esta Resurrección?
María lo ignora de buena gana. Ella espera la
Resurrección sólo por Jesús; no duda que muy pronto
le llegará el anuncio de esta buena nueva. No piensa
en Ella...

Y he aquí que en el instante en que el sol asoma por el


horizonte se agrupan unas presencias invisibles y unas
voces etéreas modulan al unísono:

Reina del Cielo, ¡ alégrate!


¡ALELUYA !
¡Aquél que has merecido llevar ...!
¡Jesús está allí, vivo, en íntimo abrazo de glorioso
júbilo!

Para volver a tomar contacto con su Madre, la


Creyente, Jesús no necesita asumir los rasgos de su
existencia terrena. La manifestación es extática,
inmediata, indudable.

Jesús glorifica a su Madre con ternura, exulta en su


espíritu. La deja contemplar a su gusto la irradiación
beatífica de sus llagas. Sobre la herida de la espada se
derrama el bálsamo.

Durante un momento, momento de eternidad, la


plenitud de gracias se ha transformado en plenitud de
gozo. Terminados los años de alejamiento evangélico,
María se siente colmada de Jesús.

La manifestación del Señor glorificado no es más que


una visita, pero esta visita es más que un gesto de
amor filial, es la iniciación y la consagración de María
en su maternidad celeste, coronamiento de su
maternidad terrena. La vida eterna del Hijo de María

135
ya no es simplemente aquélla que necesariamente
estaba asociada a la Encarnación, sino una vida eterna
libremente merecida, merecida para nosotros.

La acogida hecha a María en el seno de la piadosa


familia del Discípulo filial, había significado e
inaugurado en el Cuerpo Místico de Cristo el misterio
y la función de la Maternidad eclesial. Esta
maternidad había sido proclamada por Jesús desde la
cima del Calvario; entonces nos legó a su Madre a
quien llamó ¡"Mujer"! como en las bodas
prefigurativas de Caná:

María comprende ahora en esta claridad vivificante de


Cristo, que en la Iglesia y por la Iglesia, con la cual se
encuentra. misteriosamente identificada, Ella
concebirá a los creyentes en la oración, los hará crecer
en los caminos de la gracia, los sostendrá en la lucha
cristiana, los reunirá en la Mesa Eucarística, los
animará en el apostolado, los consolará en el
sufrimiento y los presentará victoriosos en el día
eterno de la gloria (Cfr. Lumen, Gentium, nn. 60-64).

Lentamente, como en sordina, la paz de Jesús vuelve


de nuevo a la Virgen María al nivel de este mundo.
Una languidez amorosa la retiene en deseos en el
Corazón de Jesús. Madre de la Iglesia, habrá de
permanecer en esta tierra el tiempo necesario para
sostener y encaminar los primeros pasos de todos sus
hijos pequeñitos.

Llaman a la puerta discretamente...: es un grupo de


sus amigas, de aquéllas que asistían a Jesús y a los
suyos durante las peregrinaciones evangélicas.
Cuentan a María que han encontrado el sepulcro
vacío. Unos ángeles les han dirigido la palabra, ellas
tiemblan... : ¡ es demasiado hermoso!

136
En seguida, jadeante, llega corriendo María
Magdalena.

Después es Juan el que entra pensativo en la casa. Y


Pedro, por fin, con los ojos deslumbrados por la
admiración del encuentro.

Escucho lo que hablan; adivino piadosamente la


respuesta que María tiene para cada uno. Y a. mi vez,
le doy cuenta de mis Ejercicios.

46

LA APARICION A LAS ALMAS


ABNEGADAS Y DÓCILES

Notas preliminares:

1) Cuando un acontecimiento real se considera desde


diferentes puntos de vista y en diversos momentos, es
normal que las imágenes que de ello resultan ofrezcan
elementos de continuidad, pero que no se
superpongan adecuadamente.
2) El Evangelio llamado "de Mateo", no fue redactado
directamente para los fieles, sino para el uso de los
doctores; el texto debía asegurar la homogeneidad de
su enseñanza.
3) A las piadosas visitantes del sepulcro, también se
les ha dicho de la resurrección al tercer día (Lc. 24, 6-
8), pero ya no se acuerdan. En cambio, las fieles de
Betania., más atentas a las enseñanzas del Maestro, no
van al sepulcro.
4) Admirable es la humildad de los espíritus
celestiales, satisfechos de su papel subsidiario de
ayudar a los hombres incorporados al Hijo de Dios.

137
Las reacciones de las madrugadoras visitantes ante el
sepulcro abierto no fueron idénticas. El primer
evangelio sigue a aquéllas que, siendo las primeras en
llegar, encuentran sentado sobre la piedra ya corrida,
al Ángel que aterrorizó a los guardias, pero que acoge y
asegura a aquéllas que lloran a Jesús Crucificado. No,
ellas no tienen nada que temer: todo es muy sencillo;
Jesús ha resucitado como lo había predicho. El Ángel
las invita a acercarse al lugar donde yacía el cuerpo y a
ir sin tardanza a anunciar a sus discípulos que el
Maestro ha resucitado de entre los muertos y que los
precede en Galilea. Allí le verán.

Rápidamente sale el grupo del sepulcro y corre a llevar


noticia a los discípulos. Pero Jesús, que nada olvida de
lo que estos corazones generosos han hecho por El,
gozoso al ver su fe, llega en persona a su encuentro, las
saluda cordialmente como de costumbre, les deja
acercarse y prolongar su adoración. En seguida les
repite la invitación angélica de ir sin temor a anunciar
a sus hermanos que vaya a Galilea. Ahí le verán.

Jesús había anunciado a los discípulos directamente y


sin ambages su resurrección, y añadió que les
precedería en Galilea. (Mt. 26, 32).

Les había ofrecido, pues, la alegría de la fe pura en su


palabra, la felicidad de haber creído en su
Resurrección sin haberlo visto; pero a excepción de
Pedro y de Juan, los demás escandalizados por el
fracaso del Mesías, están muy lejos de creer en la
inversión triunfal de la situación que respondería a sus
sueños de gloria terrena.
Es posible también que su amor propio no dejara de
sentirse herido al ver que las primeras en recibir la
noticia de la Resurrección habían sido las mujeres.

138
También en nosotros la fe es una victoria sobre el
mundo, la fe en Aquél que ha venido en "el agua y la
sangre", en Aquél cuyo testimonio se ilumina por el
testimonio interior del Espíritu (1 Jn. 5, 4-8).

47

JESÚS SE MANIFIESTA A JUAN, A SIMON


PEDRO Y A MARÍA MAGDALENA
(Jn. 20, 1-18; Ej. nn. 300, 39, 302)

María Magdalena, al ver que estaba retirada la piedra


del sepulcro, corre a anunciar a Simón Pedro y a Juan
que se han llevado al Señor.

Los dos llegan a toda prisa. Ciertamente esperaban la


Resurrección tantas veces anunciada; su fe ha
resistido la prueba. Pero se puede pensar que,
naturalmente, se figuraban el triunfo del Mesías como
un hecho exterior espectacular.

Juan llega el primero. Mirando atentamente


comprueba que los vendajes y el sudario están
colocados ordenadamente. Así, pues, no se trata de un
hurto. El orden, el buen orden era una cualidad
inherente al modo de ser del Maestro. Juan había
tenido ocasión de observarlo en los años vividos con
El. No necesitó más para entender que la Resurrección
se había efectuado en un misterio de modestia.

Juan no ha visto a Jesús, pero está seguro de que se


halla vivo, de que su palabra se ha cumplido.

Simón Pedro le ha seguido de cerca y en silencio ha


visitado el sepulcro.

139
También él regresa convencido, aunque nada
comprenda, de que Jesús no pertenece al número de
los muertos.

Como el padre del pródigo, Jesús se adelanta a su


encuentro (1 Cor. 15, 4).

El relato de Simón despierta la fe de los discípulos (Lc.


24, 34). Pedro inicia su papel y su carisma de
confirmar a sus hermanos (Lc. 22, 32).

La manifestación de Jesús a María Magdalena aflora al


recuerdo siempre fresco del anciano San Juan, del
Discípulo que, más que ningún otro, estaba en la
posibilidad de apreciar la ternura divina encerrada en
el amor del Señor.

Jesús se adapta aquí a un alma a la que el


agradecimiento (Me. 16, 9; Le. 8, 2) ha puesto a la
cabeza de todas las abnegaciones y ha conducido hasta
el pie de la Cruz (Jn. 19, 25). El ardor impulsivo de una
sensibilidad inocente, pero todavía demasiado
humana, continúa haciendo sombra a la profundidad
de una fe que conmueve al Señor y que El dirige hacia
los deseos celestiales.

La Resurrección física realizada en la sagrada


Humanidad del Salvador y que esperamos para
nosotros mismos al fin de los tiempos, es símbolo e
instrumento de nuestra resurrección espiritual (1 Cor.
15, 17), de nuestra salida del estado de muerte teologal
que entró en nuestra existencia íntima por la pérdida
de la gracia divina. La vida de la gracia, con sus rasgos
de caridad soberana, de conocimiento divino y de
inmortalidad, no está en nosotros como estaba en

140
nuestros primeros padres, sino como la vida se
encontraba en Lázaro después del milagro de Betania.
Todos los bautizados son resucitados, "santos"; pero
en muchos de ellos la vida nueva permanece sepultada
en la mundanidad (1 Cor. 11, 30). Por el contrario, en
los fieles fervorosos la corrección continua de las
propias debilidades, renueva las maravillas dadas
como señal a los enviados de Juan Bautista: "Los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los
pobres son evangelizados" (Mt. 11, 5).

Cuando la justicia cristiana llega a ser evidente,


"luminosa", realiza delante de las conciencias la
primera exaltación de Jesús Crucificado, el
espectáculo de la resurrección cristiana (2 Cor. 4, 1-6;
Efes. 2, 1-10).

La Compañía de Jesús trabaja en el logro de esta


exaltación del Crucificado, cuando se ejercita "en
hacer progresar a las almas en la vida y doctrina
cristiana" (Form. Inst. 1).48

48

PERSIGUIENDO A LOS DESERTORES


(Le. 24, 13-35; Ej. n. 303)

Al día siguiente del Gran Sábado de la Pascua, dos


discípulos de Jesús regresan a su aldea. Tienen
dolorosamente dividida el alma entre una fe personal
calurosamente dada el Profeta de Nazareth, y el
derrumbamiento de la esperanza que ellos abrigaban
de que había de libertar a Israel. Los jefes de la nación
lo han hecho crucificar. Es verdad que esa mañana el

141
cuerpo ya no se encontraba en el sepulcro; y las
mujeres que fueron cuentan que unos ángeles les
aseguraron que Jesús estaba vivo. Pero a El no le
vieron.

La ardiente credulidad de estos dos hombres de buena


voluntad permanece prisionera de un horizonte
terreno de salvación y desconcertada por la trágica
experiencia de la tribulación cristiana.

Están en el camino de la apostasía, como lo estarán


más tarde los destinatarios de la Epístola a los
Hebreos, como lo estarán siempre y particularmente
en estos días, bajo formas diversas, gran número de
fieles sacudidos en su instalación religiosa.

La partida impulsiva de los dos amigos, tiene carácter


de deserción, se sienten confusamente inquietos; el
intercambio de confidencias sobre su decepción
espiritual es de aquéllos que parece no tener fin y que
deprimen los corazones con una amargura que
envenena.

Pero contemplemos a Jesús, Ministro de la


consolación cristiana.

Se les acerca como si fuera un desconocido. La


interferencia de la Crucifixión lo había vuelto
irreconocible.

Camino con ellos. ¿No es, acaso, el compañero de


camino de toda existencia humana? Les hace hablar y
les deja hablar.

La expansión de Cleofás comienza con una pregunta


dura al Señor. La respuesta de Jesús, reproche
amistoso, demuestra que ha entresacado lo mejor de

142
un deseo marchito por el desengaño. Se limita a
proyectar una luz apropiada sobre la economía de los
sufrimientos del Mesías. Como más tarde San Pablo en
su predicación. El Maestro no quiere ser aquí otra cosa
que un teólogo de la Pasión.

Mientras lo escuchaban en silencio, los dos discípulos


conciben por Jesús Crucificado un afecto tan ardiente
como jamás lo habían experimentado antes. La
atracción del Padre trabaja libremente en una fe que
se ha despertado en la revelación del Amor
misericordioso.

Entonces Jesús, para culminar su obra de consolación


en estos discípulos, se les da a conocer; no ya como en
el tiempo de su vida terrena, por sus rasgos exteriores
individuales corno cualquier otro hombre (Flp. 2, 7),
sino por el modo inolvidable de partir el pan y darlo a
sus discípulos —un modo que dejaba entrever un
abismo de amistad—.

Después de esto, se apresura a desaparecer, porque


quiere en adelante ser adorado en el misterio más que
nunca, su misterio de amor, donde El prefiere recibir
nuestra adoración.

Señor, haz que vuelvan los desertores a la comunión


de tu Iglesia; da aliento a los corazones
desconcertados; enséñame el arte de la conversación
evangélica, carisma de mi vocación (Const. VII, 4, 8;
Ex. Gen. 6, 4; Const. III, 1, 17).

143
49

APARICIONES FUERA DE PROGRAMA


(Lc. 24, 36-45; Jn. 20, 19-29; Mc. 16, 14; Ej. nn 304-
305)

Si la fe de los Once hubiera sido perfecta, si hubiera


sido la fe de los sencillos (Mt. 18, 3; Fil. 2, 14 s.),
hubieran ido sin tardanza a Galilea, dóciles a la
recomendación de Jesús. (Mt. 26, 32; Mc. 14, 28; Le.
24, 6 s.), reiterada por medio de unas humildes
mujeres cuyo testimonio no tenían ninguna razón de
poner en duda (Mt. 28, 7 y 10; Mc. 16, 7; Lc. 24, 9-11).

Pero los hombres de Iglesia ya eran entonces lo que


han seguido siendo en el curso de los siglos, para
gloria de la condescendencia divina, de la que no se
tendrá razón de escandalizarse. .. (Mt. 11, 6). El colegio
de los Once, paralizado por el temor a los judíos, no se
atreve a salir fuera del refugio que han asegurado con
cerrojos.

Jesús, pues, se presenta inesperadamente en medio de


ellos y los saluda. El miedo se convierte en estupor y
espanto; piensan (no todos probablemente) que se
encuentran delante de un espíritu (Le 24, 36), "un
demonio sin cuerpo", dirá San Ignacio de Antioquía
(ad Smyrn, 3, 1-3). Jesús les muestra las llagas de sus
manos, de sus pies, de su costado; les invita a palpar
su carne. El gozo y la sorpresa no les permiten volver
en si. Jesús come ante ellos algunos bocados de pez
asado. Después les hace comprender por medio de las
Escrituras, que su Pasión y su Resurrección estaban
claramente anunciadas, y les reprocha la dureza de
corazón que les ha impedido admitir el testimonio de
los que le habían visto resucitado.

144
Inmensa, desbordante fue entonces la alegría de los
discípulos, muy pronto contrariada por la incredulidad
y testarudez de Tomás. Parece que lo que él rehúsa
admitir no es tanto la Resurrección como la
Mesianidad de un Crucificado: un Mesías aplastado en
su derrota.

Pero el Señor, que en su Divinidad ve el fondo de los


corazones, y que no olvida que Tomás, también él, ha
permanecido fiel en las pruebas del ministerio
evangélico (Le. 22, 28), lleva su condescendencia hasta
el extremo y la iluminación hasta el esplendor interior;
aunque no sin advertir al Apóstol incrédulo (y
advertirnos) que la perfecta bienaventuranza está
prometida a la fe pura.

Efectivamente, la fe meritoria y salvadora en la


Resurrección de Cristo, no es la fe simplemente
histórica, la convicción fundada sobre lo que se ha
podido ver y tocar directamente, o sobre el testimonio
humano, críticamente irrecusable, de quien ha podido
constatar, sino la fe teológica, fundada en la palabra
divina de los Profetas y del Hijo de Dios, la fe que
profesamos en el Credo: "Resucitó al tercer día según
las Escrituras", o en el Regina Coeli : "Resucitó como
lo dijo" ... (Mt. 28, 6; Le. 24, 6), la fe que presupone
admitida la mesianidad de Jesús y la apostolicidad de
la Santa Iglesia.

La demostrabilidad racional de la Resurrección


(aquélla por ejemplo que no permite imaginar
seriamente que las apariciones enumeradas por San
Pablo a los Corintios sean fantasmagóricas: 1 Cor. 15,
1-8), interviene providencial-mente para sacudir las
conciencias incrédulas y para sostener las debilidades
de nuestra fe (Me. 9, 23).

145
50

EL DESAYUNO PREPARADO EN LA PLAYA


Jn. 21, 1-14; Ej. n. 306

Versículo 1
Trataré de "sentir y gustar interiormente" (Ej, n. 2), en
esta tercera aparición, que Jesús, aunque físicamente
invisible en la tierra, permanece siendo el "Jesús" que
los Evangelistas me han hecho amar: sensible a la
fraternal concordia de los suyos, familiarmente atento
a las vicisitudes cotidianas de su existencia.

Versículo 2
¡Por fin son dóciles a la orden del Maestro! Por fin se
han convertido al pensamiento evangélico.
Etapa de reunión en el viaje hacia la Montaña.
Tomás ha dejado de ser disidente; es inseparable de
Pedro.
Conversación tranquila a la caída de la tarde.
El seguimiento de Jesús no los ha hecho ricos.

Versículo 3
Pedro piensa en preparar la cena. El mismo se encarga
de hacerla.
El "pescador de hombres" regresa a su barca. La barca
ha permanecido anclada en la playa, pero él, Pedro,
está desasido de ella por amor a Jesús.
Con un impulso común, los seis se disponen a
acompañarlo. Incluido Natanael.
Cooperar es un gusto para los hermanos de Jesús.

Y acuella noche ¡no pescaron NADA!


Sin duda, Juan estaba pensando como las hermanas
de Lázaro: "¡Ah, si el Maestro estuviera aquí...!"

146
Versículo 4
En la orilla se perfila inmóvil la silueta de un "cliente"
madrugador.
Jesús contempla su lago. Y sigue cordial y
afectuosamente el cansancio de los suyos.
Esta vez ya no caminará sobre las aguas. Lo que hoy
quiere "mostrarles" es su humanidad.

Versículo 5
"¡Eh! muchachos ¿tenéis algo qué comer?". Lo
pregunta por ellos, no por El.
La respuesta es monosilábica, tajante, reflejo de un
humor sombrío.

Versículo 6
El forastero, piensan los discípulos, sin duda habrá
divisado un banco de peces a la derecha de la barca.
Y a despecho de la contrariedad y del agotamiento,
acogen buenamente la sugerencia .y ejecutan la
maniobra.
En la escuela de Cristo sus corazones se han tornado
sencillos, dóciles, sin altanería ni orgullo.
El peso de la red se resiste a los esfuerzos aunados de
todos.

Versículos 7 y 8
La intuición es de Juan; la iniciativa de Pedro.
Respetuosamente el "hombre pescador" (Le. 5, 8) se
viste la túnica y se lanza al agua sin vacilaciones (Cfr.
Mt. 14, 28; Le. 5, 7).
En adelante, el primado de amor estará desprovisto de
toda pretensión personal.
Imaginemos la acogida sonriente, emocionada,
cordial, de Jesús.

Versículo 9

147
El Señor ha pensado en el apetito acrecentado por una
noche de trabajo agotador, después de un día de viaje
terminado sin cenar.
Con sus propias manos les prepara un desayuno
caliente.
Probablemente no lo hacía por primera vez.
Jesús es el espejo de la Providencia que su Padre tiene
para los que buscan únicamente el Reino de los Cielos
(Mt. 6, 28; Form. Inst. n. 7).
¿No es El quien trabaja para los suyos en los humildes
servicios de una comunidad religiosa?

Versículo 10
La delicadeza pide que se ofrezca a los trabajadores
contribuir con lo suyo a la comida.

Versículo 11
Pedro conserva el primado de la obediencia y de la
abnegación.
¡Qué alegría poder contar, bajo la mirada amorosa del
Salvador, el gran número de peces apresados en la red!
Los gastos de su estancia en Galilea quedan cubiertos.

Versículo 12
Jesús tiene que volverles a la realidad.
Pero ¿de verdad es El? También a mí me ha ocurrido
esta pregunta ante ciertos favores evidentes.

Versículo 13
El modo de distribuir el alimento resuelve las dudas.

51

LA REHABILITACION DE SIMON PEDRO


(Ja. 21, 15-19)

148
Por la triple pregunta dirigida a Simón Pedro ante sus
condiscípulos en la familiaridad llena de recogimiento
del coloquio que sigue al desayuno, y por la triple
confirmación de su oficio de Pastor universal, el Señor
quiere restablecer el honor personal del Príncipe de
los Apóstoles y evidenciar su posición social en la
Iglesia.

Resultaba patente para los discípulos, —no para


Simón—, que este interrogatorio no expresaba
ninguna duda sobre el insigne amor del Apóstol hacia
el Señor; acababa de demostrarlo en la pesca
milagrosa. El triple interrogatorio le impelía a.
confesar este amor y a demostrar que había cesado de
jactarse. También le animaba, por la triple protesta de
amor humilde, a superar la timidez consiguiente a la
triple negación.

Para captar mejor el sentido y el movimiento de este


pasaje evangélico (que suponemos ha sido releído con
atención, en griego si fuera posible), notemos que el
amor (agapan) siguiendo los contextos, tiene un
sentido amplio de simple benevolencia y un sentido
fuerte de afección cordial.

La amistad (philein), en el sentido de buen,


entendimiento recíproco, es más que el amor en el
sentido amplio de benevolencia, y menos que el amor
en el sentido fuerte de afecto cordial. (El Señor ordena
amar a los propios enemigos, "agapate" : Mt. 5, 44),
pero no de ser su amigo: en ausencia de reciprocidad
afectiva, la amistad sería actualmente imposible.
Dicho esto, es fácil observar que las preguntas del
Señor marcan un diminuendo.

149
— ¿Me amas tú más que éstos? (agapás me pléon
toúton)
— ¿Me amas tú? (agapás me)
A una y otra pregunta (agapán en sentido fuerte)
responde Pedro con humildad:
—Señor, Tú sabes que soy tu amigo (philó se).
Y vuelve a preguntar el Señor:
— ¿Eres mi amigo? (phileís me)
Pedro cree que Jesús pone en duda su amistad misma,
y esta vez protesta:
— Señor, Tú lo sabes todo: ¡Tú sabes bien que soy tu
amigo!

Pedro no tuvo el valor de seguir al Gran Pastor (Hb.


13, 20) hasta el Calvario, como había presumido
jactanciosamente; pero llegará el momento en que
dará su vida por las ovejas (v. 18; Jn. 10, 11; 13, 36).

Terminada esta escena, el Señor, de un modo


ostensible, le invita a una conversación confidencial.

"Simón, hijo de Juan" es reintegrado a la sana estima


de si mismo; y "Simón-Pedro" es vuelto a poner como
fundamento del edificio eclesial de los fieles en la
caridad.

En resumen, la función pastoral se ejerce en el


ministerio de la Palabra, en el alimento de las almas
(Pasce. . .). Y precisamente en esta función evangélica
del ministerio de la Palabra somos llamados nosotros
por vocación a servir a los pastores de la Santa Iglesia,
bajo el cayado del Pastor universal, por amor al Pastor
de los pastores, que se ha entregado por nuestra
salvación.

150
52

LA IGLESIA MANDATARIA DE CRISTO EN


LOS APÓSTOLES
(Mt. 28, 16-20; Mc. 16, 15-18; Ac. 10, 40-43; Ejercicios
n. 307)

En lo alto de un monte, después de una noche de


oración (Le. 6, 12s.), Jesús había convocado a aquéllos
que El elegía ante todo "para estar con El" (Mc. 3, 14),
a aquéllos a quienes agradeció en la última tarde de su
vida terrena "haber permanecido con El en sus
tribulaciones" (Lc. 22, 28). Ahora, ya resucitado, les
espera también en la montaña.

La elevación de la montaña es para nosotros el


símbolo terrestre de la intimidad del Padre. En la
altura, en la soledad, en el tranquilo alejamiento de los
ruidos del mundo, va a realizarse el mandato solemne
que da impulso universal a la Iglesia de todos los
siglos, que le trasmitirá los plenos poderes de la
caridad divina y la responsabilidad de la salvación de
los hombres.

El auténtico apostolado será siempre un descenso


desde cerca del Padre, y el primer deber profesional de
los ministros evangélicos es el de la oración (Ac. 6, 4).
Pedro toma la decisión de evangelizar directamente a
los gentiles, mientras está en oración solitaria en la
terraza del curtidor (Ac. 10). El exilio constitutivo de la
vida misionera no es tanto la renuncia a la patria
terrena cuanto el sacrificio de la intimidad del Padre
(Ja. 16, 28), que harta y satisface, y que sólo el hombre
de oración puede experimentar en el despliegue
exterior del servicio de las almas (Const. IV, 8, 8; X,
3): "Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío"
(Jn. 20, 21).

151
Los Once divisan al Maestro, que les espera al término
del camino. "Unos se postran, otros vuelven a dudar"
(Mt. 28, 17: el verbo distazein es aquél mismo que
describe la turbación de Pedro, cuando caminaba en la
noche sobre las olas agitadas del lago al encuentro del
Salvador y fue golpeado por las ráfagas del viento: Mt.
14, 29-31). No se puede atenuar el alcance del texto. El
que se admire de estas dudas no ha experimentado
todavía que la fe cristiana lleva en sí, mientras se vive
en este mundo, un riesgo existencial (Mt. 16, 25; 1 Cor.
15, 19). La intrepidez es señal de la perfección del
compromiso de fe (Mt. 6, 30; 8, 26; Fil. 1, 14); no se
alcanza de repente, y es materia de carisma (1 Cor. 12,
9). El relato del primer evangelio (ceñido como suele a
lo esencial), es singularmente realista.

Jesús no desdeña a los vacilantes: los comprende y se


adelanta hacia ellos (Mt. 28, 18).

En el desierto el diablo usurpador había hecho


contemplar en espejismo al Asceta todo lo que un día
sería permitido al mismo diablo ofrecer al Anticristo:
una dominación terrestre universal.

La omnipotencia (celeste y terrestre) del Hijo del


Hombre anunciado en Daniel (7, 13 s.), es una
potencia de perdón y de gracia (Jn. 20, 23), un poder
espiritual (Jn. 20, 22) en vista del cual han sido
santificados los Once en la verdad (Jn. 17, 17 s.), es
decir, sacados espiritualmente de este mundo al cual
son ellos enviados (Jn. 17, 15s).

El pozo artesiano de la gracia ha sido excavado; el


agua brota en abundancia; ya no resta sino irrigar el
campo.

152
"¡Id ...!". Se ha intimado a la Iglesia la orden de
marcha (Lumen Gentium n. 17). La solidez del
"edificio" no dependerá de un equilibrio estático, sino
del ritmo "explosivo" de su movimiento (Rom. 10, 18).
La altura de la montaña formada por la "piedra
desprendida" (Dan. 2, 35) dependerá de su extensión
ecuménica.

En esta economía dinámica de la Iglesia apostólica se


inserta la movilidad que caracteriza a la Compañía de
Jesús."...enseñad a todas las naciones" por el atractivo
de la dulzura persuasiva y de la humildad amable.
Evangelizadlas, iniciadlas en el Reino de Dios, en la
fuerza del Espíritu; sin sobrecargarlas (Mt. 11, 28-30;
12, 17-21; 13, 52; 28, 19 s.; Ac 14, 21 s.).

La iniciación llevará consigo la conversión a la fe


salvadora sancionada en el bautismo, y la enseñanza
de la Doctrina cristiana de la divina comunión (Mt. 16,
15-18; 1 Jn. 1, 1-4).

A medida que nos comprometamos más y más en su


obra personal, el Señor "estará con nosotros" (Mt. 28,
20), como desde el principio estuvo El personalmente
con su Santa Madre (Lc. 1, 28; Ac. 18, 9 s.; 23, 11; 27,
23 s.).

53

LA ELEVACION A LA VIDA CELESTIAL


(Lc. 24, 49-53; Ac. 1, 4-11; Ej. n. 312)

La glorificación del Crucificado no termina en la


reanimación de su cuerpo; Jesús advierte a María
Magdalena que todavía no "ha subido al Padre" (Jn.

153
20, 17). Lo mismo ocurre con nuestro espíritu
reanimado por la inhabitación del Espíritu Santo. La
vida eterna recobrada y que opera en la gracia
santificante, no es tampoco el todo de la glorificación
de Dios en nuestro cuerpo (1 Cor. 6, 19 s.).

Cuando Jesús anunció a raíz de su entrada mesiánica


en Jerusalén que "cuando fuera levantado de la tierra
atraería a todos hacia Sí" (Jn. 12, 32), hacía alusión a
la vida celestial en la que entraría personalmente e
introduciría a todos los que, por vivir para Dios, se
glorían de estar crucificados con El a la vida mundana
(Gal. 2, 19 s.; 6, 14).

Esta elevación celestial de la existencia, nuevo


elemento de la glorificación divina del Crucificado,
tiene como signo la Ascensión y está vigorizada por la
contemplación del misterio. La nube que sustrae a
Jesús a las miradas de los discípulos (único rasgo
descriptivo) sugiere adecuadamente en el marco del
pensamiento hebráico (Sal. 68, 34; 104, 3; Dan. 7, 13)
la eminencia de esta vida celestial en la que Jesús se
introduce para siempre. Esta vida a semejanza de la
naturaleza Divina trasciende toda experiencia terrena.
Esta "espiritualización", este régimen celeste de vida
(Flp. 3, 20), también lo realizan los fieles,
progresivamente, a medida que su vida sobre la tierra
se actúa en Cristo por la fe (Gal. 5, 24 s.): no es una
espiritualización tipo platónico en la que el cuerpo
quedaría abandonado a su suerte, como perdido o sin
dueño conocido, sin una espiritualización teológica de
todo el ser, cuerpo y alma, con la capacidad de
dedicarse sinceramente a Dios (Gal. 2, 19). Todo en
ellos, poco a poco, se va conformando a la bondad de
Dios, obra a imitación de Dios, llega a ser existencia
filial, en un conocimiento indefinido, pero límpido, de
la comunicación divina.

154
Hubo un tiempo en que la intolerancia, la hostilidad,
la sensualidad y otros impulsos malignos brotaban sin
control y difícilmente se dejaban frenar; nuestra pobre
naturaleza adámica se encontraba de tal modo sujeta
al pecado que espontáneamente se dejaba llevar y se
dirigía hacia él. Llega, por el contrario, el tiempo de la
fe viva, en el que nuestro organismo físico, bajo la
energía divina, coopera a la resistencia al mal,
reteniendo aun los primeros movimientos
desordenados del alma inferior, hasta el punto de
hacer casi irrealizable su brote (Roan. 6, 18-20). La
impaciencia no logra ya expansionarse, no por efecto
de timidez, sino porque resulta inconcebible este
sentimiento en un corazón pacificado por la
proximidad de Dios.

Se puede reconocer a un alma elevada a la unión


pasiva, por la ausencia en ella de todo matiz de
malevolencia, de toda transparencia de amor propio.

Al terminar el combate interior empezado en los


Ejercicios (Ej. n. 21), la vida eterna ha triunfado, no
precisamente de la naturaleza, sino en la naturaleza.
El Espíritu Santo, por medio de su Unción y de su Luz,
gobierna por completo la afectividad humana, y por
ella dirige toda la actividad. El hombre se ha
transformado en dócil instrumento de acción
salvadora en manos de Cristo (Const. X, 2). Sólo las
exigencias de la caridad hacia el prójimo marcarán un
límite al reposo actual de complacencia en Dios
(Const. VI, 3, 1).

A juzgar por las reacciones manifestadas por los


Apóstoles hasta este momento, debían haberse
entristecido ante la "evasión" del Salvador (Jn. 14, 27
s.; 16, 5-7): y sin embargo vemos que regresan a

155
Jerusalén dócilmente, "colmados de gozo" y
bendiciendo a Dios sin cesar. Su vida celestial empieza
a manifestarse.

54

EL DON DEL ESPÍRITU VIVIFICADOR


(Ac. 2; Const. X, 2)

La acción espiritual de Jesús en el día de Pentecostés


no es una simple "insuflación" como en la tarde de la
Resurrección (Jn. 20, 21-23), sino potente ocupación
de todo el ser, una toma de posesión inmanente de la
Iglesia, simbolizada por la repercusión del soplo
celestial en toda la casa.

La aparición de las lenguas de fuego anuncia la acción


vivificante que el Espíritu Santo se dispone a ejercer
mediante la palabra evangélica. Pedro inaugura este
ministerio de la palabra con una fuerza y un poder
sobrehumanos de santificación.

Pentecostés, corno los otros misterios, se perpetúa en


la vida de la Iglesia. Una actividad nueva entra en
juego en la Historia: unos hombres son consagrados
por medio de la unción divina a la propagación directa
de la caridad en la que han sido inflamados (1 Cor. 13,
1-3). El Espíritu no solamente los vivifica (Gal. 3, 2),
sino que les confiere una fecundidad vivificante
portadora de la vida celestial (1 Cor. 15, 49). La
oposición de los hombres no obtendrá otro resultado
que avivar la llama (Ac. 5, 41).
Pentecostés era en sus orígenes una fiesta de la
cosecha; en ella se celebraba religiosamente el término
abundante del trabajo, de la siembra y del cultivo. La
Iglesia celebra en esta fiesta la culminación de la obra

156
de la salvación: de la obra capital del Maestro y de la
colaboración evangélica de los discípulos.

Siembra y cultivo longánimes han desarrollado en los


discípulos un espíritu de sacrificio, una devoción que
llega hasta perseverar en los nueve días de retiro
pasados en la compañía de la Madre de Jesús.

La devoción es el aceite que alimenta la lámpara de la


oración donde se mantiene el ardor inflamado de la
caridad deiforme. Los discípulos están ya en
disposición de mantener esta llama celestial que debe
animar su ministerio.

La caridad incandescente, comunicativa, contagiosa,


secreto de la palabra santificadora, es el fruto de la
acogida. al Espíritu Vivificador, y, en la Iglesia, la
glorificación principal del Crucificado. Si el Pastor ha
dado su vida por sus ovejas no es tan sólo para que
ellas tengan la vida, sino para que la tengan de un
modo abundante. La gracia de Pentecostés es la
abundancia mesiánica preparada para los discípulos
durante tres años de formación ascética. Esta gracia
no se limita a calmar la sed del alma sedienta de Dios:
es en ella manantial que salta hasta la vida eterna (Jn.
4, 14).

El primer mes de Ejercicios Espirituales marcó en mi


vocación el tiempo de la sementera; en él me puse en
contacto con el Señor, como los discípulos en la ribera
del Jordán. Las probaciones han sido el tiempo del
cultivo: el divino Agricultor ha labrado y fertilizado su
campo, ha podado su viña con tribulaciones que han
llegado a escandalizarme porque olvidé el misterio de
la Cruz. Ahora me preparo directamente para el
trabajo de la cosecha; el Señor lo anuncia como una

157
fiesta perpetua (Sal. 126, 5 s.; Jn. 4, 35-38), porque la
consolación sobreabunda en las tribulaciones.

.El Señor resucitado no se encuentra solo en la


prosecución y en la tarea de la vivificación espiritual;
sus discípulos fieles lo son como El, a proporción del
vigor de su espíritu de fe. "El Espíritu vivifica" (2 Cor.
3, 6). La gracia perfecta se hace fecunda en frutos para
el prójimo.

El hombre espiritual es el hábil secretario del Espíritu


Santo para trazar en los corazones el contenido de la
ley divina. No solamente está vivo él mismo, sino que
es vivificador, es padre, espiritual (1 Cor. 4, 15; 15, 45),
en la medida en que él se une por la mortificación de
Cristo (2 Cor. 4, 10-12; Gal. 6, 17) a la vida que está en
Cristo.

55

HAZ TRABAJO DE EVANGELIZADOR


(2 Tim. 4, 5)

Hemos meditado anteriormente (tema 6) que se entra


en la Compañía "para ser bueno y fiel evangelizador".
Entre los Apóstoles y los profetas por una parte, y los
pastores y los doctores por otra, San Pablo reconoce la
categoría de los evangelistas como un don inmediato
de Cristo a su Iglesia (Efes. 4, 11). Su tarea espiritual
supone vocación divina y calificación carismática.

Sin tratar de internarnos en una "búsqueda", vamos a


sugerir algunas indicaciones del Nuevo Testamento
sobre esta vocación, flor de Pentecostés, que San
Ignacio instinctu Spiritus (por impulso del Espíritu),

158
parece haber renovado en la Iglesia tras una
decadencia prolongada.

Siete fieles designados por la Asamblea son investidos


por los Apóstoles para la administración y servicio de
las comidas comunitarias (Ac. 6, 1-6); y he aquí que
sin otra designación, el diácono Esteban "lleno de
fuerza y de gracia" y acreditado por prodigios, toma
parte de lleno en los rápidos progresos de la palabra
de Dios. Los adversarios no pueden resistir a la
sabiduría y al Espíritu que dan fuerza a sus discursos.
Su acción evangélica termina muy pronto por un
martirio que recuerda "el espléndido testimonio" del
Señor.

Como ayuda subsidiaria a la acción espiritual de los


Apóstoles viene también señalada la acción evangélica
de otro diácono, Felipe: su acción es también, como la
de Esteban, espontánea e inspirada. Su improvisada
predicación en Samaria recoge frutos abundantes y se
ve encuadrada en la acción sacramental de los
Apóstoles Pedro y Juan (Ac. 8, 4-8 y 14-17).

Por iniciativa del ángel y dirección del Espíritu, Felipe


corre a evangelizar al funcionario etíope, y después a
las ciudades que se encuentra en el trayecto de Azoto a
Cesarea (Ac. 8, 26-40), donde este "evangelizador"
ofrecerá más tarde hospitalidad a San Pablo (Ac. 21,
8).

Pero el que merece, entre otros, una particular y


religiosa atención es Timoteo, a quien el Apóstol
recomienda "hacer obra de evangelizador". Educado
piadosamente en su familia (2 Tim. 1, 5), testigo de las
fatigas y de las tribulaciones del Apóstol, se entrega
desde joven asiduamente a su dirección (2 Tim. 3, 10
s.). Le ayuda con abnegación filial en la fundación de

159
las Iglesias. San Pablo le llama con urgencia desde
Berea a Atenas (Ac. 17, 14 s.) y le lleva consigo a
Corinto, donde la cosecha se anuncia copiosa (Ac. 18,
5-10). Timoteo es su principal colaborador (Rom. 16,
21), "su hermano" a título especial, dando a esta
palabra el matiz con que San Pablo se llama a sí
mismo "hermano" en el servicio de Jesucristo (2 Cor.
1, 1; Flp. 1, 1; etc.).

No consta en ningún sitio que Timoteo hubiera


aceptado una dignidad eclesial ordinaria o una tarea
territorial delimitada. Sus cargos vicariales los ejercitó
con mucha modestia. Frecuentemente le confía el
Apóstol misiones temporales de orden espiritual: en
Tesalónica (1 Tes. 3, 1-6); en Corinto (1 Cor. 4, 17; 16,
10 s.); en Filipos (Flp. 2, 19-23); en Efeso (1 Tim. 1, 3).
En resumen: Timoteo es el "soldado de Cristo" (1 Tim.
1, 18) en el combate de la fe (1 Tim. 6, 11-16).

La lista y el ideal de nuestros ministerios puede


reconstruirse siguiendo las recomendaciones y
enseñanzas de San Pablo a su colaboradores.

56

HACIA LA ASUNCIÓN

María experimentó en la "Hora de la Pasión" el


tormento de la muerte, ruptura del ser humano.
Inseparable de Jesús, su espíritu se había sentido
cortado de su alma por la espada de la muerte
redentora. La carne del Verbo hecho Hombre —"su"
carne— había sido separada de la vida y depositada en
el sepulcro. En Jesús Crucificado, María había sufrido

160
la muerte con más dolor y más fortaleza que si hubiera
podido sufrirla en sí misma.

En Jesús y con Jesús, María había recorrido el


tenebroso sendero de la agonía y vencido el miedo
natural de la muerte física. Pero en adelante ya no
pensaba en la muerte. Ningún cristiano ha participado
en este mundo tanto como ella del gozo del Mesías
Resucitado. Nada escapaba en María al dominio de la
vida sobrenatural de la fe.

Como los santos patriarcas, María gustaba, pues, una


"buena vejez". Conservar indefinidamente la frescura
de la adolescencia hubiera sido una discordancia; pero
el paso de los años no le había dejado otra huella que
afiliar en su rostro la encantadora expansión de la
caridad. La carne de la Hija de Eva era corruptible,
pero la Inmaculada estaba exenta de todo fermento de
corrupción, de todo germen de decrepitud. Jamás
había turbado una pasión desordenada el equilibrio
fisiológico de esta flor de la humanidad que, sin
marchitarse, nos ofreció su fruto.

Ante la mirada pensativa de San Juan, María se iba


encaminando en subida hacia la gloriosa
"transformación" (Mt. 17, 2; 2 Cor. 3, 18). Su partida
de este mundo consagraría en Ella la derrota del
demonio. El "modo" como iba a efectuarse permanecía
en el secreto del Padre.

En el intervalo, tanto y más que toda criatura sometida


al flujo del mundo presente que —sufre los dolores del
parto --- María gemía en la espera (Rom. 8, 22
s.). Antes que San Juan de la Cruz, Ella modulaba la
queja:

161
"Mas, ¿ cómo perseveras, ¡oh vida!, no viviendo donde
vives... ?" (Cántico espiritual. Canción 8)

Con ardor seráfico aspiraba al Apocalipsis de su


amado: "y véante mis ojos, pues eres lumbre delios, y
sólo para ti quiero tenellos..." (Ibidem. Canción 10).

Desde la Resurrección de Jesús, no era sólo el espíritu


el que exultaba en María como en la Visitación. La
sensibilidad maternal ardía en deseos de contemplar
con los ojos glorificados de su propia carne, la carne
glorificada de su Hijo.

En María no era la carne la que se sustraía al alma,


como en los ancianos, ni el alma la que se sustraía a la
carne, como en los santos: alma y carne, en su
corazón, se sustraían como querían a las condiciones
de la vida presente, a la oscuridad que les velaba
todavía la eternidad luminosa del Huésped y del Fruto
de su fe.

"Descubre tu presencia" (San Juan de la Cruz, Cántico


espiritual, Canción 11).

Mucho más que en el tiempo en que gozosamente le


llevaba en sus entrañas, María aspiraba cada vez con
mayor gozo a ver a su Jesús, pero no a la luz pálida e
intermitente de este mundo, sino a la luz esplendorosa
del día eterno del Reino de los Cielos, que no conoce
ocaso. Ya no será Jesús quien saldrá de la sombra, sino
María, y este paso de la oscuridad a la luz será sin
ruptura, sin daño, sin vestigio del castigo de la raza
humana. Su cuerpo pasará directamente de la
condición carnal y terrena a la condición espiritual y
celestial (1 Cor. 15, 44- 49). María podía revestirse
inmediatamente con la vestidura celestial (2 Cor. 5, 2),
ya que había revestido al Hijo de Dios de la Carne

162
destinada al triunfo del Calvario. Aquélla que
permaneció en pie junto a la Cruz, sería entronizada a
la derecha del Rey (Sal. 44, 10).

Ejemplar perfecto de la Iglesia, María no podía


sucumbir a las maquinaciones del infierno, pero
tampoco podía escapar al fuego de las tribulaciones.
Además de las tribulaciones externas, compartía la
solicitud de todos los pastores y su compasión se
extendía a todos los miembros pacientes del cuerpo
eclesial (2 Cor. 11, 28 s.). Su deseo de estar con Jesús
sólo tenía por contrapeso su entrega a la Iglesia
peregrinante (Flp. 1, 21-24), que estaba entonces
recién nacida. ¿A quién sino a María imitaba San
Pablo en su ternura maternal por los neófitos? (1
Tes.2, 7).

Pero el cuerpo eclesial de Cristo estaba en crecimiento;


la leche debía ser substituida por el alimento sólido de
la fe madura (1 Cor. 3, 2; 13, 13). La presencia visible
de la Madre de Jesús había sido para la Iglesia el más
precioso de esos carismas que no estaban destinados a
permanecer (1 Cor. 13, 8). Nos convenía perder la
presencia corporal de María para que nos fuera
enviada de nuevo en el espíritu de la maternidad de
Cristo (Le. 1, 35; Jn. 16, 7; Tit. 3, 5-6). Alejada de toda
pretensión personal, María deseba desaparecer de la
tierra sin llamar la atención. Aquélla que dejó a la
gente pensar que Jesús era "hijo de José" (Le. 3, 23; 4,
22; Jn. 6, 42), podía dejar que pensaran que su último
suspiro era el de "toda carne". Los discípulos,
instruidos por el Espíritu, tuvieron esta vez la alegría
de creer sin ver, que el cuerpo inerte de la difunta no
era un cadáver, una humanidad descompuesta. El
término de la vida terrestre (teleuté) en el orden
sobrenatural, no implica por sí mismo separación del
alma y del cuerpo (thánatos).

163
Su Madre, la Madre de los vivientes, no estaba muerta;
dormía el último sueño. Sus dulces pupilas no
tardarían en abrirse al día de la eternidad. Y ellos no
despertarían a la Amada hasta que Ella misma lo
quisiera (Sant. 2, 7).

57

BUSCAR A DIOS EN TODAS LAS COSAS


(Const. III, 1, 26)

La Palabra, que es Dios y se dirige al Padre en eterna


intimidad (Jn. 1, 1), se ha expatriado para venir a este
mundo (Jn. 16, 28) en el misterio apostólico de la
Encarnación. Su existencia terrena fue una
"narración", una "exégesis", un Evangelio de la Verdad
contemplada en el seno del Padre (Jn. 1, 18). Para ser
comprendida y salvífica, la Palabra se ha expresado en
lenguaje humano interior y exterior. Siguiendo un
llamamiento divino, yo me he consagrado a ser un eco
personal de esta Palabra en el martirio de mi profesión
evangélica.

Este mes de Ejercicios Espirituales ha reanimado en


mi corazón la devoción (Const. 1., 20); la devoción que
procura la facilidad de encontrar a Dios, de captar su
manifestación en todas las cosas mediante un
desasimiento valiente de toda apropiación (Ej. nn.
149-157) ; la devoción que sin descanso tiene al Señor
y al camino del Señor ante los ojos del corazón, y que
abandona todo el ser y ante todo la libertad misma a la
acción del Espíritu de Jesús y al gobierno de su
Sabiduría y de sus representantes. Este mes ha
reavivado el carisma evangélico que está en mí por
efecto de la confirmación (2 Tim. 1, 6).

164
¡Oh, si mi salida de Ejercicios pudiera en verdad tener,
a la medida de la gracia que poseo, el sentido de la
Encarnación! El Hijo del Hombre se introdujo en el
horizonte de este mundo dotado de mi sensibilidad,
comprometido por nuestra salvación en el trato social;
sobresalía en orientar a los hombres hacia la luz de la
penitencia, de la conversión, de la reconciliación.

Yo soy enviado como El fue enviado.

¡Oh, si pudiera admirar las creaturas con el


desasimiento universal de su mirada de sabiduría y el
afecto de su mirada creadora, leer en ellas la
beneficencia, el contacto, el trabajo, la comunicación
del Padre (Ej. nn. 230-7), servirme de ellas como de
un reflector de su gloria invisible (Jn. 17, 5).

¡Oh, si pudiera mantener ordinaria y actualmente,


cada día más, la familiaridad de la Santísima Trinidad,
de la Bienaventurada. Virgen María, de los Ángeles y
de los Santos, renovada día tras día en el tiempo de
recogimiento anacorético, y extenderla a todas mis
ocupaciones, ya sea que camine, coma, hable, sufra,
me recree, ayude al prójimo y asista a la acogida o
rechazo de Cristo en las almas!

¡Oh, si mi fe viva pudiera repetir al Divino Salvador en


mis obras concretas, mejor todavía que en mis
palabras interiores, que el fuego que El vino a traer a
la tierra es mi vida, mi vida toda; si mi humanidad
pudiera llegar a ser la mecha de una llama comunicada
de cirio en cirio en el Templo universal!

San Pablo, enséñame, como lo hiciste con Timoteo,


cuál ha de ser mi comportamiento en la Casa de Dios
(1 Tim. 3, 15).

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San Ignacio, obtenme ser contado en el número de los
sucesores del grupo inicial que se preguntaba si, con la
ayuda de Dios, encontraría imitadores de su género de
vida (Forro. Inst. n. 9). Ojalá puedan mis ejemplos
multiplicar estos discípulos y no desedificar ni
escandalizar jamás a los jóvenes que creen en la
perfección.

Virgen bendita, obtenme que comparta siempre y cada


vez mejor los sentimientos de tu Hijo, para sentir en
todo la voluntad divina y cumplirla íntegramente.

A.M.D.G. et B.V.M.

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