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By Juan Calvino
El pan y el vino signos de una realidad espiritual. Ante todo, los signos
son el pan y el vino; los cuales representan el mantenimiento espiritual
que recibimos del cuerpo y sangre de Cristo. Porque como en el
Bautismo, al regeneramos Dios, nos incorpora a su Iglesia y nos hace
suyos por adopción, así también hemos dicho que con esto desempeña el
oficio de un próvido padre de familia, proporcionándonos de continuo el
alimento con el que conservamos y mantenemos en aquella vida a la que
nos engendró con su Palabra; Ahora bien, el único sustento de nuestras
almas es Cristo; y por eso nuestro Padre celestial nos convida a que
vayamos a Él, para que alimentados con este sustento, cobremos de día
en día mayor vigor, hasta llegar por fin a la inmortalidad del cielo. Y como
este misterio de comunicar con Cristo es por su naturaleza
incomprensible, nos muestra Él la figura e imagen con signos visibles
muy propios de nuestra débil condición. Más aún; como si nos diera una
prenda, nos da tal seguridad de ello, como si lo viéramos con nuestros
propios ojos; porque esta semejanza tan familiar: que nuestras almas son
alimentadas con Cristo exactamente igual que el pan y el vino natural
alimentan nuestros cuerpos, penetra en los entendimientos; por más
rudos que sean.
Vemos, pues, a qué fin se ha instituido este sacramento; a saber, para
aseguramos que el cuerpo del Señor ha sido una vez sacrificado por
nosotros, de tal manera que ahora lo recibimos, y recibiéndolo sentimos
en nosotros la eficacia de este único sacrificio. Y asimismo, que su
sangre de tal manera ha sido derramada por nosotros, que nos pueda
servir de bebida perpetuamente. Esto es lo que dicen las palabras de la
promesa, que allí se añade: "Tomad, comed; esto es mi cuerpo, que por
vosotros es dado" (Mt. 26, 26; Mc. 14,22; Lc. 22,19; 1 Coro 11,24). Así que
se nos manda que tomemos y comamos el cuerpo que a la vez fue
ofrecido por nuestra salvación, a fin de que viéndonos partícipes de él,
tengamos plena confianza de que la virtud de este sacrificio se mostrará
en nosotros. Y por eso llama al cáliz, pacto en su sangre; porque en cierta
manera renueva el pacto que una vez hizo con su sangre; o mejor dicho,
lo continúa en lo que se refiere a la confirmación de nuestra fe, siempre
que nos da su preciosa sangre para que la bebamos.
Todas estas cosas nos las ha prometido Dios tan plenamente en este
sacramento, que debemos estar ciertos y seguros que nos son figuradas
en él, ni más ni menos que si Cristo estuviese presente y lo viésemos con
nuestros propios ojos, y lo tocásemos con nuestras manos. Porque no
puede fallar su palabra, ni mentir: Tomad, comed, y bebed; esto es mi
cuerpo que es entregado por vosotros; esto es mi sangre que es
derramada para remisión de vuestros pecados. Al mandar que lo tomen,
da a entender que es nuestro; al ordenar que lo coman y que beban,
muestra que se hace una misma sustancia con nosotros. Cuando dice:
Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; esto es mi sangre, que es
derramada por vosotros, nos declara y enseña que ellos no son tanto
suyos como nuestros, pues los ha tomado y dejado, no para comodidad
suya, sino por amor a nosotros y para nuestro provecho.
Debemos notar diligentemente, que casi toda la virtud y fuerza del
sacramento consiste en estas palabras: que por vosotros se entrega; que
por vosotros se derrama; porque de otra manera no nos serviría de gran
cosa que el cuerpo y la sangre del Señor se nos distribuyesen ahora, si
no hubieran sido ya entregados una vez por nuestra salvación y
redención. Y así nos son representados bajo el pan y el vino, para que
sepamos que no solamente son nuestros, sino que también nos da la vida
y el sustento espiritual. Ya hemos advertido que por las cosas corporales
que se nos proponen en los sacramentos debemos dirigimos según una
cierta proporción y semejanza, a las cosas espirituales. Y así cuando
vemos que el pan nos es presentado como signo y sacramento del
cuerpo de Cristo, debemos recordar en seguida la semejanza de que
como el pan sustenta y mantiene el cuerpo, de la misma manera el cuerpo
de Jesucristo es el único mantenimiento para alimentar y vivificar el alma.
Cuando vemos que se nos da el vino como signo y sacramento de la
sangre, debemos considerar para qué sirve el vino al cuerpo y qué bien le
hace, para que entendamos que lo mismo hace espiritualmente la sangre
de, Cristo en nosotros; nos confirma, conforta, recrea y alegra. Porque si
consideramos atentamente qué provecho obtenemos de que el cuerpo
sacrosanto de Cristo haya sido entregado, y su sangre preciosa
derramada por nosotros, veremos claramente, que lo que se atribuye al
pan y al vino les conviene perfectamente según la analogía y semejanza a
que aludimos.
Y cuando san Agustín, a quien ellos citan como defensor, escribió que
comemos el cuerpo de Cristo creyendo en El,1 lo único que decía es que
tal comer se hace con la fe, y no con la boca; yo no lo niego, pero a la vez
añado, que nosotros con la fe abrazamos a Cristo, no mostrándosenos de
lejos, sino uniéndose y haciéndose uno con nosotros; de tal manera que
El es nuestra cabeza y nosotros sus miembros. No repruebo del todo esa
manera de hablar, pero afirmo que no es una interpretación sana y
perfecta, si se trata de definir qué cosa es comer la carne de Cristo.
Porque come modo de expresarse, san Agustín lo usa muchas veces. Así
cuando dice en el libro tercero de la Doctrina Cristiana: “‘Si no coméis la
carne del Hijo del Hombre no tenéis vida en vosotros2 (Jn. 6,53), es una
figura: manda que comuniquemos con la pasión del Señor y que
imprimamos bien en la memoria que su carne ha sido crucificada por
nosotros.” Y lo mismo cuando dice que aquellas tres mil personas, que se
convirtieron por la predicación de san Pedro (Hch. 2,41), creyendo
bebieron la sangre de Cristo, la cual habían cruelmente derramado
persiguiéndolo. 2 Pero en muchos otros lugares enaltece cuanto puede
esta comunión con Jesucristo por la fe; a saber, que nuestra alma no es
mantenida con su carne, menos que nuestro cuerpo lo es con el pan que
comemos.3
Así lo entendió también el Crisóstomo al decir que Cristo no solamente
nos hace su cuerpo por la fe, sino realmente.4 Porque él no entiende que
un bien tan grande proviene únicamente de la fe, sino que sólo quiere
excluir que cuando se dice por la fe, que comuniquemos por una mera
imaginación.
No expongo la opinión de los que tienen la Cena por un cierto signo con
el cual proclamamos ante los hombres nuestra profesión de cristianos;
porque me parece que ya he refutado suficientemente tal error al tratar de
los sacramentos en general. Baste ahora advertir a los lectores, que
cuando la copa es llamada pacto en la sangre de Cristo (Lc. 22,20), es
necesario que haya promesa que sirva para confirmar la fe. De lo cual se
sigue que no usamos bien de la Cena, si no ponemos los ojos en Dios y
no aceptamos lo que Él nos ofrece.
Por esto dijo el Apóstol: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es
la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no s la
comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Cor. 10, 16). Y no hay razón para
replicar que se trata de una expresión metafórica, en la que el nombre de
la cosa significada se da al signo de la misma. Admito que partir el pan es
un signo y no la cosa misma; sin embargo, de aquí podemos concluir
que, puesto que se nos da el signo, también se nos dará realmente la
sustancia, que es lo significado por el signo. Porque nadie, a no ser que
quiera llamar a Dios engañador, se atreverá jamás a decir que el Señor
propone un signo vano. Por tanto, si el Señor por “partir el pan”
verdaderamente representa la participación de su cuerpo, no hay duda de
que lo da realmente. Por ello ésta es la regla que deben tener todos los
fieles: siempre que vean el signo instituido por el Señor, convénzanse y
tengan por cierto que la verdad de la cosa significada está presente.
Porque, ¿con qué fin el Señor te pondría en la mano el signo de su
cuerpo, sino para asegurarte que verdaderamente participas de él? Y si es
verdad que se nos da la señal visible para sellar la donación invisible,
tengamos por cierto que al recibir el signo de su cuerpo recibimos
juntamente el mismo cuerpo.
11. Conclusiones
En verdad, jamás hubiesen sido tan torpemente engañados con las artes
y astucia de Satanás, de no haberse dejado embaucar por el error de que
el cuerpo de Cristo oculto bajo el pan se toma con la boca para pasarlo al
estómago. La causa de esta crasa fantasía ha sido la palabra
consagración, que les ha servido a modo de encantamiento o conjuro
mágico. No han comprendido el principio de que el pan no es sacramento,
sino respecto a los hombres, a los cuales se dirige la Palabra. El agua del
Bautismo no cambia en si misma; mas cuando se la aplica a la promesa
comienza a ser lo que antes no era.
Esto quedará más claro con el ejemplo de otro sacramento semejante. El
agua que fluía de la roca en el desierto servia a los judíos de señal y
marca de la misma cosa que a nosotros hoy nos figura el vino en la Cena.
Porque san Pablo enseña que ellos “bebieron la misma bebida espiritual”
(1 Cor. 10,4). Y sin embargo, la misma agua servia para abrevar el ganado.
De donde fácilmente se deduce que cuando los elementos terrenos se
aplican a un uso espiritual de fa fe, no se hace en ellos conversión
alguna, sino solamente respecto a los hombres, en cuanto que les sirven
de sello de las promesas de Dios.
Asimismo, que cómo el propósito de Dios es elevarnos hasta El por los
medios que Él sabe convenientes, atentan contra el intento de Dios los
que al llamarnos a Cristo quieren que lo busquemos estando
invisiblemente encerrado en el pan. Para ellos no se trata de subir a
Cristo, por estar separado de nosotros por una tan infinita distancia. Por
eso han procurado enmendar con un remedio mucho más pernicioso lo
que la naturaleza les había negado; a saber, que permaneciendo nosotros
en la tierra no tengamos necesidad alguna de acercarnos celestialmente a
Cristo. He aquí la necesidad que los forzó a transfigurar el cuerpo de
Cristo. En tiempo de san Bernardo es cierto que se empleaba un lenguaje
más tosco y duro; pero sin embargo, nunca se oyó el nombre de
transustanciación. Y antes de él, el lenguaje común que todos empleaban
era que el cuerpo y sangre de Cristo están unidos en la Cena con el pan y
con el vino.
Les parece que tienen buenos subterfugios para rehuir el texto citado de
la Escritura en el que expresamente las dos partes del sacramento se
llaman pan y vino. Porque replican que la vara de Moisés, ya convertida
en serpiente (Éx. 4,3; 7,10), aunque tenía el nombre de serpiente, sin
embargo retenía su primer nombre, y se le llama van. De donde concluyen
que no hay inconveniente alguno en que el pan, aunque esté cambiado en
otra sustancia, en virtud de que a los ojos sigue pareciendo pan, retenga
su nombre y así se le llame. Mas, ¿qué ven de semejante entre el milagro
de Moisés, del todo claro, y su diabólica ilusión, que no hay ojo humano
capaz de atestiguada? Los magos hacían sus encantamientos para
engañar a los egipcios y convencerlos de que ellos poseían virtud divina
para transformar las criaturas. Se enfrenta a ellos Moisés, que poniendo
de manifiesto sus engaños demuestra que la invencible potencia de Dios
está de parte de él, y no de la de ellos; y así solamente su van se traga
todas las varas de los otros (Éx. 7, 12). Mas como la conversión de la vara
se hizo en presencia de todos, no tiene nada que ver con ésta de que
hablamos. Y así, la vara poco después volvió a ser lo que antes era (Ex. 7,
15). Además no se sabe si tal conversión fue de la sustancia realmente.
Hay que notar también que Moisés opuso su vara a la de los magos; y por
esta causa le dejó su nombre natural, para que no pareciese que admitía
la conversión de aquellos embaucadores, que era nula, puesto que habían
hecho que una cosa pareciera otra, engañando así con sus
encantamientos los ojos de quienes los contemplaban.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver con esto las sentencias que dicen que el
pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo (1 Cor. 10,16); y:
todas las veces que comiereis esta pan, la muerte del Señor anunciáis (1
Cor. 11,26); y: perseveraban en el partimiento del pan (Hch. 2,42); y otras
semejantes? Es del todo cierto que los magos con sus encantamientos
no hacían sino engañar a los ojos. En cuanto a Moisés, hay mucha mayor
duda, pues a Dios no le fue más difícil hacer por su mano una varo
serpiente, o viceversa, una serpiente vara, que vestir a los ángeles con
cuerpos de carne y luego privarles de ellos. Si el misterio de la Cena
tuviera algo que ver con esto, o se le pareciera en algo, esta gente tendría
algún pretexto para justificar su solución. Mas como no lo hay, estemos
seguros de que no habría razón ni fundamento alguno para figurarnos en
la Cena que la carne de Jesucristo nos es verdaderamente alimento, si la
verdadera sustancia del signo entero no correspondiese a ello.
Y como un error causa otro, tan desatinadamente han traído por los
cabellos un texto de Jeremías para probar su transustanciación, que me
da vergüenza citarlo. Se queja Jeremías de que le han echado leña en su
pan, queriendo con ello decir que sus enemigos le han quitado
cruelmente el gusto de lo que come. Así también David con una figura
parecida se queja de que le han echado a perder el pan con hiel, y le han
avinagrado la bebida (Sal. 69,21). Estos sutiles doctores exponen
alegóricamente que el cuerpo de Cristo fue colgado del madero. Podrán
alegar que así lo entendieron algunos Padres. A lo cual respondo que se
les debe perdonar tal ignorancia y encubrirla en vez de añadir a ello la
desvergüenza de tomarlos como defensores contra el sentido propio y
natural del Profeta.
Los otros,1 al ver que no se puede destruir la relación que existe entre el
signo o figura y lo figurado sin que caiga por tierra la verdad del misterio,
confiesan que es Verdad que el pan de la Cena es verdaderamente
sustancia del elemento terreno y corruptible, y que no sufre cambio
alguno; pero dicen que el cuerpo de Cristo está encerrado en él. Si
afirmasen que cuando el pan nos es presentado en la Cena, también se
nos da verdaderamente el cuerpo, porque la verdad no se puede separar
de su signo, no les contradiría. Mas como al encerrar el cuerpo en el pan,
se imaginan que el cuerpo está en todo lugar, lo cual es totalmente
contrario a su naturaleza, y al añadir que está debajo de él, lo encierran
como si estuviese escondido allí, es necesario tratar expresamente esta
materia; mas únicamente para echar el fundamento de la materia que a su
tiempo se expondrá.
Quieren ellos que el cuerpo de Cristo sea invisible e infinito para que esté
oculto bajo el pan; pues piensan que de ningún modo pueden recibirlo, si
no desciende al pan. Mas no comprenden el modo de descender con el
que nos eleva hasta sí. Es verdad que exponen muchos pretextos y
paliativos; pero después de haberlo declarado todo, se ve que insisten en
la presencia local de Cristo. ¿De dónde procede esto, sino de que no
pueden concebir ninguna otra forma de participación del cuerpo y la
sangre de Jesucristo, si no lo tienen aquí abajo, y lo tocan y manejan a su
gusto?
Queda, pues, que por la afinidad que existe entre la figura y lo figurado
confesamos que el nombre de cuerpo se atribuye al pan, no simplemente
como suenan las palabras, sino por una semejanza muy apropiada. No
introduciré nuevas figuras ni parábolas, para que no me reprochen que
busco subterfugios y modos de escaparme, apartándome del texto.
`Sostengo que esta manera de hablar es muy usada en la Escritura,
cuando se trata de sacramentos. Porque no se puede entender de otra
manera que la circuncisión es pacto de Dios (Gn. 17, 13); que el cordero
es la salida de Egipto (tic. 12,11); los sacrificios de la Ley, las
satisfacciones por los pecados (Lv. 17,11; Heb. 9,22); y, en fin, que la roca
de la que brotó agua en el destierro era Jesucristo, sino en sentido
figurado. Y no sólo se da a la cosa inferior el nombre de otra más
excelente, sino también al revés, el de la cosa visible se atribuye a la cosa
significada; como cuando se dice que Dios apareció a Moisés en la zarza
(6.3, 2), que el asca de la alianza se llama Dios, y rostro de Dios (Sal. 84,7;
42,2), y a la paloma se la llama Espíritu Santo (Mt. 3,16). Porque aunque la
señal difiere sustancialmente de la verdad figurada, en cuanto es
corporal, visible y terrena, y lo figurado, espiritual e invisible; sin
embargo, como no sólo figura la cosa a que está dedicada, como si fuese
una simple y mera representación, sino que verdadera y realmente la
representa, ¿cómo no le va a convenir el nombre? Porque si los signos
inventados por los hombres, que más son imágenes de cosas ausentes
que señales de las presentes, y en las que muchas veces no hay más que
una vasta representación, sin embargo toman el nombre de las cosas que
significan; con mayor razón las que Dios ha instituido podrán tomar los
nombres de las cosas que significan sin engaño alguno, y cuya Verdad
llevan consigo mismas para comunicárnosla.
En resumen: es tanta la semejanza y afinidad entre lo uno y lo otro, que
no debe parecer extraño esta acomodación. Dejen, pues, nuestros
adversarios de llamarnos neciamente “tropistas”, ya que exponemos las
cosas de acuerdo con el uso de la Escritura cuando se refiere a los
sacramentos. Porque como los sacramentos guardan entre sí gran
semejanza, se parecen especialmente en la aplicación de los nombres.
Por ello, así como el Apóstol enseña que la roca de la que brotó la bebida
espiritual para los israelitas era Cristo (1 Cor. 10,4), en cuanto que era una
señal bajo la cual verdaderamente, aunque no a simple vista, estaba
aquella bebida espiritual; igualmente en el día de hoy se llama al pan
cuerpo de Cristo, en cuanto es símbolo y señal bajo el cual nuestro Señor
nos presenta la verdadera comida de su cuerpo. Y para que ninguno
tenga por una novedad mis afirmaciones, y por ello lo condene, vea que
san Agustín no lo ha entendido, ni hablado de otra manera. “Si los
sacramentos”, dice, “no tuviesen una cierta semejanza con las cosas de
que son sacramentos, ciertamente no serían sacramentos. En Virtud de
esta semejanza muchas veces toman los nombres de las cosas que
figuran. Por eso, como el sacramento del cuerpo de Cristo es en cierta
manera el cuerpo de Cristo, y el sacramento de la sangre de Cristo es la
sangre de Cristo, así también el sacramento de la fe es llamado fe.”1
Muchas otras sentencias hay en sus obras a este propósito; reunirlas y
exponerlas aquí sería superfluo; baste, pues, el lugar alegado. Solamente
advertiré a los lectores que este santo doctor repite lo mismo en la Carta
a Evodio
(169).
Lo que los adversarios replican a esto es bien fútil. Dicen que san Agustín
al hablar de esta manera de los sacramentos no hace mención de la Cena.
De ser esto así no valdría el argumento de) género a la especie o del todo
a la parte. Si no quieren suprimir la razón, no se puede decir algo de los
sacramentos en general, que no convenga por lo mismo a la Cena.
Aunque el mismo doctor soluciona claramente la cuestión en otro lugar,
diciendo que Jesucristo no tuvo dificultad en llamarlo su cuerpo cuando
daba el signo del mismo.2 Y en otro lugar: “Admirable paciencia ha sido
la de Jesucristo al admitir a Judas al banquete, en el cual instituyó y dio a
sus discípulos la figura de su cuerpo y de su sangre”.3
1 Carta 98, 9.
2 Contra Adimanto, cap. XII, 3.
3 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 3, 1.
1 Carta 187.
Mas como no puede haber cosa más apta para confirmar la fe de los hijos
de Dios, que demostrarles que la doctrina que hemos expuesto está
plenamente sacada de la Escritura, y se funda en su autoridad, trataré
brevemente esta materia.
No es Aristóteles, sino el Espíritu Santo, el que enseña que el cuerpo de
Jesucristo, después de haber resucitado de entre los muertos, permanece
con su extensión y medida, y es recibido en el cielo donde permanecerá
hasta que venga a juzgar a los vivos y a los muertos. No ignoro que
nuestros adversarios se burlan de todos los pasajes que nosotros
alegamos en confirmación de esto. Siempre que Jesucristo dice que
partirá de este mundo (Jn. 14,3.28; 16,7.28), replican que este su irse no
es otra cosa que un cambio de su estado mortal. Mas si esto se hubiera
de entender como ellos dicen, Jesucristo no enviaría al Espíritu Santo,
para suplir la falta de su ausencia, puesto que no le sucede. Como
tampoco Jesucristo descendió otra vez de su gloria celestial para tomar
una condición terrena y mortal. Ciertamente la venida del Espíritu Santo a
este mundo y la ascensión de Jesucristo son cosas diversas; por tanto es
imposible que El habite en nosotros, según la carne, del modo como
envía su Espíritu.
Además, claramente dice que no estará siempre con sus discípulos en
este mundo (Mt. 26. 11). Les parece que se escapan de este texto diciendo
que Jesucristo ha entendido simplemente, que no será siempre pobre y
miserable, ni ha de tener necesidad de ser socorrido en esta vida. Pero se
opone a ello la circunstancia del lugar; porque no se trata allí de pobreza,
de necesidad, ni de otras miserias de esta vida temporal, sino de
honrarlo. La unción con la que la mujer lo había ungido, no agradó a los
discípulos; la razón era que aquel dispendio les parecía superfluo e inútil,
e incluso una pompa excesiva y censurable. Mas Jesucristo dice que no
siempre estará presente para recibir tal servicio. No de otra manera
comenta el pasaje san Agustín, cuyas palabras no dejan lugar a duda:
“Cuando Jesucristo decía: no me tendréis siempre con vosotros, hablaba
de la presencia de su cuerpo. Porque según su majestad, según su
providencia, según su gracia invisible se cumplió lo que en otra parte
había prometido: Yo estaré con vosotros hasta la consumación del
mundo: mas según la carne que había tomado, según que nació de la
Virgen, según que fue apresado por los judíos, según que fue crucificado,
bajado de la cruz, amortajado, colocado en el sepulcro y resucitado, se
cumplió esta sentencia: no siempre me tendréis con vosotros. ¿Por qué
esto? Porque según el cuerpo vivió cuarenta días con sus discípulos y
siguiéndolo ellos con la vista, pero sin ir en su seguimiento, subió al
cielo. No está aquí, porque está sentado allí a la diestra del Padre. Y, sin
embargo, está aquí en cuanto no se ha retirado de nosotros según la
presencia de su majestad; según la presencia de su carne dijo: no
siempre me tendréis. Porque la Iglesia lo tuvo presente por unos pocos
días según el cuerpo; ahora lo tiene por la fe, mas no lo ve con los
ojos.”1
Vemos cómo este santo doctor hace consistir la presencia de Jesucristo
con nosotros en tres cosas: en su majestad, en su providencia y en su
gracia inefable; y bajo esta gracia comprendo yo esta admirable
comunión de su cuerpo y de su sangre; con tal que entendamos que se
verifica por virtud del Espíritu Santo, y no por aquella imaginaria inclusión
del cuerpo debajo del elemento o signo. Porque el mismo Señor certificó
de sí mismo que tenía carne y huesos, que podían ser tocados, palpados
y vistos (Jn. 20,27). E irse y subir no significan aparentar irse o subir, sino
que verdaderamente se fue y subió, como lo indican las mismas palabras.
Quizás pregunte alguno si hay que asignar alguna parte del cielo a Cristo.
A esto respondo con san Agustín, que esta cuestión es demasiado
superflua y curiosa; creamos que está en él, y es suficiente.2
Es del todo falso lo que nos echan en cara; que todo cuanto
enseñamos sobre el comer del cuerpo de Cristo es contrario a la
verdadera y real manducación, como ellos la llaman. Porque no se trata
más que del modo, el cual para ellos es carnal, ya que encierran a Cristo
en el pan; en cambio para nosotros es una comida espiritual, porque la
arcana virtud del Espíritu Santo es el vínculo de nuestra unión con Cristo.
No encierra mayor verdad la otra objeción: que nosotros solamente,
como de paso, tocamos el fruto y efecto que los fieles reciben de comer la
carne de Cristo. Ya hemos dicho que Jesucristo es la materia o sustancia
de la Cena, y que de aquí procede el efecto de ser absueltos de nuestros
pecados por el sacrificio de su muerte; de ser lavados con su sangre, y
elevados por su resurrección a la esperanza de la vida celestial. Mas el
loco desenfreno con que los ha abrevado el Maestro de las Sentencias ha
pervertido su entendimiento. He aquí sus palabras textuales: “El
sacramento sin la cosa son las especies del pan y del vino; el sacramento
y la cosa son la carne y la sangre de Cristo; la cesa sin sacramento es su
carne mística”. Y poco después: “La cosa significada y contenida es la
propia carne de Cristo; la significada y no contenida es su cuerpo
místico”.1 En cuanto a distinguir entre la carne y la virtud que tiene de
sustentar, estoy de acuerdo con él; pero sus fantasías de que la carne es
el sacramento en cuanto está encerrada debajo del pan, es un error
intolerable.
Para mejor quitar esta dificultad, san Agustín, después de haber dicho
que este pan requiere un apetito y gusto del hombre interior, añade que
Moisés, Aarón y otros muchos comieron del maná, y agradaron a Dios. ¿Y
por qué? Porque tomaban espiritualmente el alimento visible,
espiritualmente lo apetecían, espiritualmente lo gustaban, para quedar
espiritualmente hartos y satisfechos. Porque también nosotros recibimos
hoy el alimento visible; pero una cosa es el sacramento, y otra la virtud
del sacramento.2 Y poco más abajo añade: “Por tanto, el que no
permanece en Cristo, y aquel en quien Cristo no permanece, no come su
cuerpo ni bebe su sangre espiritualmente, aunque carnal y visiblemente
rompa con los dientes el signe del cuerpo y de la sangre.”3 Otra vez
oímos aquí cómo el signo visible se opone al comer espiritual; con lo cual
se refuta el error de que el cuerpo de Jesucristo, siendo invisible, se
come realmente y de hecho, aunque no espiritualmente. Y asimismo
vemos que él no deja nada a los impíos y profanos, sino la recepción del
signo visible. Y por eso aquella su notable sentencia, que los otros
discípulos comieron el pan que era Jesucristo, mas que Judas comió el
pan de Jesucristo.4 Con lo cual excluye claramente a los incrédulos de la
participación del cuerpo y de la sangre. Y a lo mismo viene a parar lo que
dice en otro lugar: “,Por qué te maravillas de que el pan de Cristo se diera
a Judas, por el cual fue sometido al Diablo, viendo que por el contrario, el
ángel del Diablo fue dado a san Pablo, para que fuese perfeccionado en
Cristo (2 Cor. 12,7)?”5 Y en otro lugar: “Es verdad que el pan de la Cena
no dejó de ser el cuerpo de Jesucristo para aquellos que lo comían
indignamente para su condenación; y que no dejaron de recibirlo, por
haberlo recibido mal”. Pero en otro lugar declara su intención; porque al
exponer por extenso de qué modo los malvados e impíos que con la boca
hacen profesión de vida cristiana, y la niegan con la vida, comen el
cuerpo de Cristo, y disputando contra algunos que pensaban que no
solamente recibían el sacramento, sino también su realidad, que es el
cuerpo, dice: “No es preciso pensar que estos tales coman el cuerpo de
Cristo, pues no deben ser contados entre los miembros de Cristo. Porque
dejando a un lado muchas otras razones, no pueden ser miembros de
Cristo y una ramera (1 Cor. 6,15). Además, al decir el Señor: El que come
mi cuerpo y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él; muestra qué
cosa es comer verdaderamente su cuerpo, y no sólo sacramentalmente; a
saber, permanecer en Cristo, a fin de que El permanezca en nosotros.
Como si dijera: El que no permanece en mí, y aquel en quien yo no
permanezco, no piense ni se gloríe de comer mi carne y beber mi
sangre.”6 Pesen bien los lectores estas palabras en que se opone comer
sacramentalmente y comer verdaderamente, y no les quedara duda
alguna.
1 Canon 20.
2 ¡Sursum corda!, Cipriano, Oración dominical, XXXI.
Por estas razones san Agustín, no sin razón, llama tantas veces a este
sacramento vínculo de caridad) Porque, ¿qué estimulo puede haber más
agudo y penetrante para incitarnos a la mutua caridad,1 que ver a
Jesucristo que al darse a si mismo a nosotros, no solamente nos invita y
con su ejemplo nos enseña que nos empleemos y demos los unos a los
otros, sino que al hacerse una cosa con todos nosotros, nos hace a todos
una misma cosa con Él.
Además, así como vemos que este sagrado pan de la Cena del Señor
es un alimento espiritual, dulce, sabroso y saludable para los verdaderos
siervos de Dios, con cuyo gusto sienten que Jesucristo es su vida, a los
cuales induce a darle gracias) y a quienes sirve de exhortación a amarse
los unos a los otros; así también se convierte en un tósigo mortal para
todos aquellos a quienes no alimenta y confirma la fe, y no les eleva a dar
gracias y a la mutua caridad. Porque igual que el alimento corporal,
cuando halla el estómago lleno de malos humores, se corrompe y hace
más daño que provecho, así también este alimento espiritual, si cae en un
alma cargada de malicia y perversidad, la precipita en mayor ruina y
desventura; no por culpa del alimento, sino porque nada es limpio para
los impuros e infieles, aunque sea santificado por la bendición del Señor.
Pues, como dice san Pablo, los que indignamente comen y beben, son
reos del cuerpo y la sangre de] Señor, y comen y beben su condenación
al no discernir el cuerpo de] Señor (1 Cor. 11,29). Porque esta clase de
gente, que sin rastro alguno de fe y sin ningún deseo ni afecto de caridad
se arroja como puercos a recibir la carne del Señor, no discierne su
cuerpo. Pues al no creer que aquel cuerpo sea su vida, lo afrentan con
todas las injurias que pueden, despojándolo de su dignidad. Y finalmente,
al recibirlo de esta manera lo profanan y contaminan. Y en cuanto
separados de sus hermanos, se atreven a mezclar el sagrado signo del
cuerpo de Cristo con sus diferencias y discordias, no queda por ellos que
el cuerpo de Cristo sea hecho pedazos miembro por miembro.
Por tanto, no sin causa son reos del cuerpo y la sangre de Cristo a
quien tan afrentosamente han manchado con su horrible impiedad.
Reciben, pues, la condenación con su indigno comer. Porque, aunque no
tengan fe alguna en Jesucristo, sin embargo al recibir el sacramento
protestan que en ninguna otra parte tienen la salvación sino en El, y
renuncian a confiar en nadie más. Con lo cual se acusan a sí mismos, dan
testimonio contra sí mismos, y firman su condenación. Además, estando
divididos y separados de sus hermanos — quiero decir, de los miembros
de Cristo — por su odio y malevolencia, no tienen parte alguna con
Cristo, y sin embargo, atestiguan que su única salvación consiste en
comunicar con Cristo y estar unidos con Él.
Por esta causa ordena san Pablo que cada uno se examine a si mismo
antes de comer de este pan y beber del cáliz. Con lo cual, a mi entender,
quiso decir que cada uno entre dentro de si mismo y considere si
confiadamente y de corazón reconoce a Jesucristo por Redentor, y lo
confiesa como tal con sus labios; y además, si aspira a imitar a Cristo en
inocencia y santidad de vida; si a ejemplo de Cristo está preparado a
darse a si mismo a sus hermanos, y a comunicarse a aquellos a quienes
ve que Jesucristo se comunica; si como Cristo los tiene por sus
miembros, igualmente él considera a todos como tales; si como a
miembros suyos desea recrearles, ampararles y ayudarles. No que estos
deberes de la fe y la caridad puedan ser en esta vida presente perfectos,
sino que debemos esforzarnos y animarnos a desear hacerlo así, para
que nuestra poca fe aumente de día en día y se fortalezca; y nuestra
caridad, aún imperfecta, se confirme.
Por lo que respecta a la materia que tenemos entre manos, afirmo que
estos remedios y consuelos son muy fríos y sin importancia alguna para
poder consolar las conciencias turbadas, abatidas, afligidas y aterradas
con el horror de su pecado. Porque si el Señor expresamente prohíbe que
sea admitido a la Cena sino quien fuere justo e inocente, no se requiere
poca seguridad para que la persona se asegure de que posee una justicia
e inocencia tal como Dios le exige. ¿Y dónde encontrará la seguridad de
que han cumplido con Dios los que han hecho lo que estaba de su mano?
Y aun cuando así fuese, ¿qué hombre se atreverá a decir que ha hecho
cuanto le era posible? De esta manera, sin seguridad y certeza de nuestra
dignidad, siempre quedará la puerta cerrada con aquella horrible
prohibición, según la cual comen y beben su condenación los que comen
y beben el sacramento indignamente.
1 III, iv, 1.
En cuanto al rito y ceremonia externa, que los fieles tomen el pan con
la mano, o no; que lo dividan entre sí, o que cada uno coma lo que le ha
sido dado; que devuelvan la copa al ministro, o que la den al que está
sentado a su lado; que el pan sea con levadura, o ácimo; que el vino sea
tinto o blanco; todo esto carece en absoluto de importancia. Se trata de
cosas indiferentes, que quedan al libre albedrío y discreción de la Iglesia.
Aunque está fuera de toda duda que la costumbre de la Iglesia primitiva
fue que todos la tomasen con la mano; y Jesucristo dijo: “Repartidlo
entre vosotros” (Lc. 22, 17).
1 Alejandro I (107-116).
1 Documento oficial.
2 Cánones Apostólicos, IX.
3 Primer Concilio de Antioquía (341), canon II; Concilio de Toledo (400),
canon XIII.
Concilio IV de Letrán (1215), canon XXI.
Mas la institución de Ceferino, que por otra parte era buena, los que
después vinieron la pervirtieron grandemente, estableciendo como ley
que comulgasen una vez al año1, de la cual ley se ha originado que casi
todos, después de comulgar una vez al año, como si hubiesen cumplido
perfectamente con su deber se echan a dormir en todo lo que queda del
mismo. Ahora bien, las cosas deberían ser muy distintas. Habría que
proponer la Cena del Señor a la congregación de los fieles por lo menos
una vez a la semana, exponiendo las promesas que en ella nos mantienen
y sustentan espiritualmente. Nadie debe ser obligado a tomarla, pero se
debe exhortar a que todos lo hagan; y a los negligentes se les debería
reprender y corregir. Entonces, todos a una, como hambrientos, se
unirían para saciarse de este alimento.
No sin razón, pues, desde el principio me he quejado de que esta
costumbre que, al señalarnos un día en el año, nos hace perezosos y nos
adormece para el resto del mismo, ha sido introducida por Satanás
astutamente. Es verdad que ya en tiempo de san Crisóstomo comenzó a
hacerse general este abuso; pero bien se ve con qué fuerza lo reprueba.
Pues se queja continuamente de que el pueblo no recibía el sacramento
en todo lo restante del año, aunque estuviese dispuesto, y en cambio en
Pascua lo recibía aun sin estarlo. Y contra esto alza su voz, diciendo:
“¡Oh maldita costumbre! ¡Oh presunción! Es inútil que estemos todos los
días ante el altar, pues no hay quien participe de lo que ofrecemos.”
Por tanto, aunque fuese verdad lo que ellos pretenden, que la sangre
está con el pan por concomitancia, como la llaman, e igualmente el
cuerpo con el cáliz; sin embargo es privar a las almas de los fieles de la
confirmación de la fe que Jesucristo les ha dado como cosa necesaria.
Así que, dejando a un lado las sutilezas, tengamos siempre cuidado
de que no nos priven del provecho que nos viene de las dobles arras que
Jesucristo nos ha ordenado.
48. Durante siglos el privilegio del sacerdote fue el de todos los creyentes
49. Mas, ¿a qué extenderse tanto en probar una cosa tan evidente y
manifiesta? Léanse todos los doctores, así griegos como latinos; no hay
uno solo que no hable de esto.