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Lc 1, 26-38
Alégrate, favorecida, el Señor está contigo.
Esto supone que no nos conformemos con mirar a María para quedarnos
extasiados ante tanta belleza. Sino que nos atrevamos a pensar, que si
hemos puesto en ella toda esa sublime belleza, es porque hemos podido
imaginarla gracias a la revelación de lo que Dios es para nosotros. Y esa
revelación nos ha llegado a través de Jesús.
Pablo (Ef 1,3-12) nos dice: “Él nos eligió, en la persona de Cristo, antes de
la creación del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él
por el amor”. Esta sería la traducción exacta, y no “irreprochables”. La
Vulgata dice: “inmaculati”. Nada parecido se dice de María en todo el NT, y
sin embargo la llamamos Inmaculada.
Me habéis oído muchas veces decir que Dios no puede darnos nada, porque
ya nos lo ha dado todo. Todo lo que tenemos de Dios, lo tenemos desde
siempre. Nuestra plenitud en Dios, es de nacimiento, es la genuina
denominación de origen, no una laboriosa elaboración añadida a través de
nuestra existencia. Lo que hay en nosotros de divino, no es consecuencia de
un esfuerzo personal, sino la causa de todo lo que puedo llegar a ser.
María no necesita ningún adorno. Necio sería quien pintara un diamante, por
muy vivos que fueran los colores con los que le adornase; estúpido, si
cubriera de purpurina una perla; fatuo, si pretendiera adornar una rosa, que
acabara de abrirse en la mañana; insensato, si intentara acariciar la
mariposa, que acaba de salir de su capullo.
Pero no es sólo ella. Seis mil son los millones de diamantes, que habitan junto
a mí en esta nuestra tierra. No me debo asustar, pues hablamos de Dios.
Dios encarnado, que es lo mismo que hablar de lo divino, aunque cubierto de
polvo, tierra y barro.
Fray Marcos