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Ponencia para el seminario de ética

“Autonomía moral frente a legalidad jurídica: problematizando el concepto de ética ciudadana”

Escrito por Daniel José Chalela - Universidad Surcolombiana

Hablar de ética ciudadana nos sitúa ya en un escenario, cuando menos, complejo. Ser ciudadano
implica un sentido de pertenencia a una comunidad política (llámese estado, llámese sociedad,
llámese país), que acarrea tras de sí un conjunto de deberes y derechos inherentes a esa condición
de pertenencia. De este modo, el sentido ético del actuar ciudadano estará dado por el conjunto de
acciones que propendan por el cumplimiento tanto de los derechos, como de los deberes
ciudadanos.

Por norma general, estos deberes y derechos se encuentran consignados en marcos normativos,
como lo es el caso de la constitución política colombiana. No obstante, lo ético no es igual, ni mucho
menos reductible, a las normas jurídicas. Pensar a la ética como un ejercicio filosófico y reflexivo
acerca de lo que consideramos bueno y lo que consideramos malo, es deshacernos ya de la visión
de que la ética es simplemente un conjunto de normas que dirigen el comportamiento de las
personas.

En este sentido, aparece el concepto de autonomía moral y se contrapone al concepto de legalidad


jurídica. La etimología del término autonomía nos lleva a los conceptos griegos autos = Propio y
nomos = norma o ley. Así, entendemos por autonomía a la capacidad de gobernarse a sí mismo bajo
sus propias normas y leyes. Ser autónomo moralmente (darse a sí mismo las propias leyes),
entonces, no significa hacer lo que a uno le dé la gana, sino hacer lo que uno cree que debe hacer
porque es lo más conveniente para sí y para los demás. Respecto a este apartado, proponía Kant:
“Obra siempre de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda valer como principio de
legislación universal”. Frente al concepto de autonomía aparece en contraposición el de
heteronomía, que revela por tradición, servidumbre, sumisión y, por tanto, falta de libertad de
acción y decisión y que se relaciona estrechamente con la obediencia ciega a las normas.

Algunos autores como Kant y posteriormente Kohlberg en su teoría del desarrollo moral, proponen
a la autonomía como el criterio de máxima perfección en la actividad ética y moral. Pero al proponer
a la autonomía como criterio de perfección de la actividad ética y moral nos asalta la pregunta: ¿No
se contradice el principio de la autonomía con el deber que tenemos como ciudadanos de dar
cumplimiento a las leyes? ¿Debe primar el principio de autonomía frente al de legalidad?

Para responder a estas preguntas, hemos de distinguir entre el ámbito de lo jurídico y el ámbito de
lo ético. Si nos movemos en el primero, tenemos la obligación de dar cumplimiento a las leyes, ya
que estas obligan a todos los ciudadanos por igual. La autonomía llega a ejercerse cuando decidimos
voluntariamente, en uso de nuestras facultades racionales y de nuestra libertad, someternos al
cumplimiento de las legislaciones en tanto que la legitimidad de las leyes radica en el principio de
que han sido creadas mediante un proceso democrático que propende por el bienestar de las
mayorías (por lo menos en un estado social de derecho, como en teoría lo es Colombia). Sin
embargo, por experiencia como país, sabemos que en la práctica esto no es así.

De tal modo, la ética ciudadana se convierte en un criterio ordenador del tejido social, que supone
la igualdad ante las leyes entre individuos independientemente de sus diferencias económicas,
culturales y políticas. Es decir, se convierte en un mecanismo hegemónico de control en tanto que
intenta ocultar o suspender la estructura social inequitativa a partir de un estatus adquirido jurídica
e institucionalmente (es decir, el de ciudadano con deberes y derechos) y que no modifica las lógicas
de dominio y explotación de las relaciones sociales predominantes en las sociedades capitalistas. El
concepto de ciudadanía, como proyecto ético y político, implica asumir el escenario social capitalista
como el único escenario posible, pues al negar las diferencias sociales producidas por el propio
sistema e intentar instalar la igualdad entre individuos, excluye a los ciudadanos del quehacer ético
y político real, es decir, del juego de fuerzas por mantener o transformar la sociedad. La
fantasmagoría de la “ciudadanía” permite (en apariencia) la diferencia de opiniones y el debate,
permite la aparición de demandas ciudadanas y reivindicaciones sociales, incluso se fundamenta la
existencia de diferentes partidos y agrupaciones gremiales o sociales que presionan sobre
determinados temas o demandas específicas, pero ninguna de estas “alternativas” supone
realmente pensar y construir (o reconstruir) la realidad más allá de las instituciones y los marcos
normativos ya dados, inscribiéndonos así nuevamente en un ejercicio ético heterónomo, es decir,
una contradicción en sí mismo.

La falacia de que acatar a plenitud las leyes que nos son impuestas al interior de los ordenamientos
jurídicos es en sí mismo el ejercicio ético ciudadano (es decir, actuar en cumplimiento de nuestros
deberes y derechos como ciudadanos en un marco normativo legal), encuentra su origen en la
transformación de las sociedades feudales a las capitalistas, donde la democracia representativa
constituyó el reflejo de estas transformaciones. Sin embargo, se olvida que las transformaciones de
estas sociedades y el surgimiento de los estados modernos implicaron la consolidación de la
burguesía como clase dominante y de sus valores. Lo anterior nos lleva a concluir que la apertura
del poder político a los ciudadanos mediante la democracia, en realidad nunca ha existido, salvo
cada cuatro años cuando se nos convoca al ejercicio del sufragio. Todo lo anterior, desmonta la tesis
antes mencionada y que revestía de legitimidad a los ordenamientos jurídicos en tanto que estos
eran una expresión de las voces populares y la ciudadanía y, por lo tanto, la ética ciudadana que
aboga por el cumplimiento estricto a la norma, transmuta en un ejercicio heterónomo y deja de ser
ética.

A este respecto, el autor Henry David Thoreau, en su conferencia titulada “Desobediencia Civil” que
data del año 1849, inicia sentenciando: “Creo de todo corazón en el lema “el mejor gobierno es el
que tiene que gobernar menos” y me gustaría verlo hacerse efectivo más rápida y sistemáticamente.
Bien llevado, finalmente resulta en algo en lo que también creo: el mejor gobierno es el que no tiene
que gobernar en absoluto”. En este escrito Thoreau explica los principios básicos de la
desobediencia civil, principios que él mismo puso en práctica cuando se negó a continuar pagando
impuestos por lo que fue detenido y encarcelado posteriormente. Él se justificó explicando que se
negaba a colaborar con un estado que mantenía un régimen de esclavitud y emprendía guerras
injustificadas, confrontando así el ejercicio heterónomo de la obediencia ciega a la norma frente al
ejercicio ético autónomo del ciudadano. Este escrito serviría de guía para posteriores movilizaciones
históricas, como lo es el caso de la liderada por Gandhi en su campaña de resistencia contra la
ocupación británica de la India.

Actualmente vemos alrededor de todo el mundo, pero especialmente en América Latina (Colombia
no es la excepción), una serie de movimientos civiles que abogan por la reivindicación de los
derechos de los ciudadanos. Estos movimientos se han caracterizado por un volcamiento a las calles
de una cantidad considerable de población civil que encuentra muchas veces en las vías de hecho
el mecanismo más efectivo de presión y que obliga a quienes ostentan el poder a escuchar y a tener
en cuenta las exigencias de la ciudadanía. Apelando a la ética ciudadana, desde los medios de
comunicación (los hegemónicos como noticieros y la radio y la prensa) se ha intentado cuestionar y
deslegitimar el accionar de la población civil, recurriendo a apelativos como “vándalos” o
“desadaptados” para denominar a quienes cansados de ser excluidos de las tomas de decisiones y
de ver vulnerados todos sus derechos, deciden desobedecer al ordenamiento jurídico que
consideran, según el ejercicio de su autonomía moral, como tiránico e ilegítimo.

Se produce entonces un choque, por así decirlo, por una parte, entre el concepto de autonomía
moral ciudadana y por otra, entre el concepto de ética ciudadana reducida, por el estado de cosas
que impera en las sociedades y estados modernos, al cumplimiento a rajatabla de las leyes y que
busca mantener y perpetuar ese estado de cosas.

La invitación entonces, es a que nos repensemos el ejercicio de la ética ciudadana, no sólo como el
cumplimiento de una serie de códigos y normas, sino como un ejercicio de construcción de sociedad
a partir de la reflexión sobre los actos que en la cotidianidad realizamos, poniendo en
funcionamiento la autonomía moral. Debemos pensar, que si bien el hecho de ser ciudadanos, trae
consigo una serie de deberes, se encuentra inmerso entre esos deberes el de pensar críticamente
las normas que ilegítimamente nos son impuestas (aunque legalmente tengan el amparo del
ordenamiento jurídico). En ese orden de días, ser ciudadanos críticos, propositivos y desobedientes
(cuando lo sintamos necesario) hace parte del ejercicio mismo de la ética cívica.

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