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GÉNERO Y EDUCACIÓN EN EL FRANKENSTEIN DE MARY W.

SHELLEY

Mercedes Rivero Obra

Universidad Carlos III de Getafe

«Escucha mi historia; cuando la hayas oído, abandóname


o compadécete de mí, según lo que creas que merezco.
Pero óyeme. A los culpables, aunque lo sean por delitos
de sangre, las leyes humanas les permiten hablar en su
propia defensa antes de ser condenados. Escúchame,
Frankenstein.»1

Un organismo literalmente construido a partir de los mejores fragmentos escogidos


con especial cuidado entre otros muchos cuerpos. Una identidad predestinada a la desgracia al
estar situada fuera de los márgenes señalados. La búsqueda fallida de la perfección. Este es el
monstruo al que se va a referir este ensayo. Esta es la criatura que Mary W. Shelley describe y
sitúa fuera de lo humano. Un ser al que su creador abandona nada más nacer por no cumplir
con sus expectativas, y que aquellos con los que se encuentra rechazan por no encajar en los
parámetros preestablecidos por la sociedad. En ese espacio limítrofe en el que se ve obligado
a morar el monstruo de Victor Frankenstein se origina el conflicto entre la identidad que la
criatura posee y la que debe tener (lo que se espera de ella por ser como es). La negativa a
aceptar el rol que supuestamente le corresponde junto con su deseo por integrarse en la
sociedad para ser una más, le hace ser incapaz de asumir una existencia condenada a la
soledad y al ostracismo. De ahí su amargo final.

La argumentación expuesta en este ensayo se basa en el relato que la criatura narra a


su creador, a su padre, sobre su vida. Su historia comienza en el momento en el que ésta huye
del laboratorio al despertar a la vida ostentando solo ciertos rasgos elementales (caminar,
respirar, pensar y los que conciernen a los cinco sentidos) a los que, además, debe
acostumbrarse poco a poco. En ese instante aún es incapaz de hablar, ni de comunicarse.
Desconoce cómo leer o escribir y, por supuesto, no posee ningún conocimiento sobre la
Historia o las costumbres sociales. Como un animal desprotegido ausente de todo
conocimiento vaga por los bosques y observa a los humanos con los que tropieza en su huida
hacia ningún lugar. Es gracias a su curiosidad, a su anhelante ambición por aprender
observando a los demás, que comienza a dar forma a su identidad. Tras su fallido primer
contacto con el ser humano civilizado (en el que pone en peligro su vida) decide seguir
huyendo y ocultarse en un establo medio derruido anexo a una pequeña cabaña que en un

1
W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007, p.136.

1
principio cree abandonada. Sin embargo, no tarda en descubrir que en aquel lugar subsisten a
duras penas un anciano padre de familia, que ha perdido la visión, y sus dos hijos: Agatha,
que es casi una niña, y un joven triste y trabajador al que llaman Félix. Durante los meses que
la criatura subsiste oculta en aquel lugar, ayuda a los que llama sus protectores a quitar la
nieve del jardín por la noche, cuando nadie la puede ver. De este modo, al compartir con ellos
las labores del hogar, se cree integrada en la familia. Además, con este pequeño gesto también
trata de manifestar la gratitud que siente hacia aquellos que la ayudan a construir su identidad:
a considerarse a sí misma una persona. Es cierto que no mantiene relación alguna con los
habitantes de aquel lugar, pero los observa constantemente a través de un agujero en la pared
y, de esta forma, aprende poco a poco a expresarse y a distinguir la diferencia entre las
conductas y las tareas que llevan a cabo cada uno de ellos. A pesar de todo esto, su
aprendizaje es limitado hasta que no llega a la casa Safie, una joven árabe que cubre su rostro
con un espeso velo y viste de oscuro. Sus primeras acciones la presentan sumisa y obediente,
pues se arrodilla ante el anciano y le besa las manos para mostrarle respeto. Tanto sus palabras
como sus actos revelan un comportamiento insólito para alguien occidental. Por todo esto se
decide que debe ser reeducada, siendo Felix el encargado de guiarla por el buen camino. Así,
la instrucción que recibe esta muchacha, que incluso en un principio desconoce la lengua de
sus anfitriones, es la clave para que la criatura aprenda todo lo necesario para poder integrarse
en la sociedad y poder pasar por uno de ellos.

«Cada conversación de los moradores de la casa me ofrecía ahora nuevas maravillas.


Escuchando las instrucciones que Félix daba a la joven árabe se me revelaba el extraño
sistema de la sociedad humana.».2

La labor que asume Felix no puede ser más gratificante para él, pues no siempre se tiene
la posibilidad de moldear y construir el carácter de la mujer que uno va a desposar. Safie, a
pesar de ser turca, posee la virtud de haber nacido de una mujer cristiana. Es esto lo que le
concede la oportunidad de salvarse, adquiriendo una nueva lengua, religión y costumbres
acordes al nuevo entorno en el que se encuentra. Y es escuchando las lecciones a través del
agujero de la pared como la criatura se instruye junto a Safie. Además, el adiestramiento que
Felix lleva a cabo con su prometida no va orientado solo a que ésta aprenda su lengua o su
escritura, sino que también aspira en convertirla en una mujer y esposa socialmente aceptada.
De hecho, Mary Shelley lo hace explícito cuando la criatura admite durante su relato al doctor
Frankenstein haber aprendido valiosas enseñanzas de Felix: como la diferencia entre los
sexos. Por ejemplo, aprende que mientras que los padres solo se embelesaban con las sonrisas
de sus descendientes, todos los cuidados de los hijos estaban enteramente consagrados a las
madres. De este modo, si partimos de la premisa de que la criatura recibe la misma formación
que Safie, sería lógico pensar que el monstruo acaba igualmente construyendo un rol similar
al de la joven (que aspira a convertirse en una dama occidental). Gracias a esto, tanto la
2
W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007, p. 162.

2
criatura como Safie asimilan que la esfera femenina debe quedar sometida por el poder y la
opresión masculina, y asumen sus normas.

Judith Butler asegura (siguiendo a Michel Foucault) que el sexo (biológico) y el género
(construido) no son dos elementos diferentes, sino solo cuerpos fundados por la cultura y el
lenguaje. Es la cultura la que establece que la conducta tanto de hombres como de mujeres se
rija por fines de procreación, obligándoles, de esta forma, a aceptar su lugar en la sociedad y
asumir los deberes asociados al mismo. Precisamente esto es lo que le ocurre a Safie. Ella ya
es una mujer adulta cuando llega a la casa. Ha recorrido Europa enfrentándose a numerosos
peligros, huyendo de la ley de su país y de su padre. Posee una lengua, una cultura y una
educación propia y, sin embargo, nada de eso es suficiente a los ojos de su prometido que
considera lógico que su bella enamorada sea reeducada. Sus carencias solo la sitúan en los
límites de la civilización y lo único que la salva es que su madre cristiana la inició en su
religión. Por su parte, Safie agradece la oportunidad que la brinda occidente al alejarla del
harén y de las bárbaras costumbres de su tierra, aceptando con agrado someterse a las
enseñanzas de Felix con la finalidad de llegar a ser una mujer occidental, como las demás. Un
punto interesante en esta historia es que, en un principio, tanto la joven árabe como la criatura
son juzgadas del mismo modo: como seres localizados fuera de los límites de lo normal por
exhibir un cuerpo y una conducta diferente a la convenida en occidente. Por esto, las dos
reconstruyen su identidad para adecuar sus actos en la escena en la que se presentan. Sin
embargo, mientras que la chica termina por ser admitida gracias a las cualidades físicas que
posee y que la caracterizan como mujer (entre ellas su belleza), la criatura es repudiada al no
poder ser catalogada dentro de los cánones humanos a causa de su deformidad. La identidad
que ostenta no es adecuada para enfrentar la situación en la que se encuentra y es rechazada
por ello. Así, la analogía que se produce entre la criatura y Safie hace visible como las
mujeres son consideradas la alteridad ajena por excelencia.

«¿Y qué era yo? Ignoraba absolutamente todo lo relacionado con mi creación y mi
creador; pero sabía que no tenía dinero, ni amigos, ni ninguna clase de propiedad; y,
además, poseía una figura espantosamente deforme y repugnante; ni siquiera era de la
misma naturaleza que el hombre. […] Cuando miraba a mi alrededor no veía ni oía a
nadie como yo. ¿Era entonces un monstruo, una abominación de la tierra, de la que todos
huían y a la que todos repudiaban?».3

Por su parte, Safie se resiste a aceptar el harén como único fin y huye junto a Félix hacia
la civilización que su madre la impulsó a desear: «Las perspectiva de casarse con un cristiano
y quedarse en un país donde las mujeres tenían un puesto en la sociedad le resultaba más
seductora.»4. La esperanza de adoptar un rol, de representarse a sí misma como mujer

3
Ibíd.: 162.
4
Ibíd.: 167.

3
occidental. Sin embargo, aunque la criatura se acoge al mismo rol y construye su identidad
basándose en pautas idénticas, no es aceptada. Simone De Beauvoir afirmó: «No se nace
mujer, se llega a serlo». Y, en este caso, la criatura no logra serlo, o al menos así lo piensan
todos aquellos con los que se encuentra y no la reconocen como tal. Así, se podría decir que ni
el sexo, ni el género son una propiedad de los cuerpos o algo que existe de forma originaria en
los seres humanos, sino un conjunto de efectos producidos en los cuerpos, que marcan las
conductas y las relaciones sociales de las personas.5

«La fuerza normativa de la performatividad –su poder de establecer qué ha de


considerarse un “ser” –se ejerce no solo mediante la reiteración, también se aplica
mediante la exclusión. Y en el caso de los cuerpos, tales exclusiones amenazan la
significación constituyendo sus márgenes abyectos o aquello que está estrictamente
forcluído: lo invisible, lo inenarrable, lo traumático.». 6

Como se ha dicho hasta ahora, el monstruo de Frankenstein carecía de palabra, de


pasado, de cultura y casi de pensamiento (de identidad) antes de ser educado por Félix. El
lector tiene dificultades para imaginarlo con precisión porque Mary W. Shelley lo describe
ofreciendo escasos detalles sobre su físico.7 No obstante, en todo momento se intuye que se
trata de un cuerpo masculino. El hecho de tener este físico lleva a la criatura a localizarse en
esta esfera, a comportarse como lo haría un caballero de su época. Lo cuál, es un problema
para ella, ya que la educación que ha recibido no iba destinada a construirla como hombre
sino como mujer. Por lo tanto, ella misma cae en un conflicto identitario que le impide
representar a su rol. El error que comente al clasificarse como lo que no es, dejándose llevar
por las apariencias y la necesidad de definirse dentro de los cánones que marca la normalidad,
la conduce a percibirse como un ser abyecto. Ostentando un físico masculino y una identidad
femenina rechaza las identidades binarias (hombre/mujer, heterosexual/homosexual, y así) y
asume en sí misma una identidad marginada que desafía a las instituciones al pretender ser
aceptada por los otros. No obstante, la criatura se resiste a la idea de morar estos límites
normativos marcados por el patriarcado y, a partir de su condición de mujer oprimida y su
anhelo por construir otra realidad (no excluyente), trata de ser aceptada, al menos, por
aquellos que ama: «En mi imaginación, me formaba mil escenas de cómo me presentaría a
ellos, y cómo me recibirían. Imaginaba que les repugnaría mi presencia, hasta que, por mi
5
FOUCAULT, M.: The history of sexuality. Vol. I. Nueva York, Vintage Books, 1980, p.127.
6
BUTLER, J.: Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del cuerpo. Barcelona, Paidós,
2002, p.268.
7
El doctor Frankenstein al observar la monstruosa obra a la que ha dado vida queda decepcionado: «Sus
miembros eran proporcionados; y había seleccionado unos rasgos hermosos para él. ¡Hermosos! ¡Dios mío! Su
piel amarillenta a penas cubría la obra de músculos y arterias que quedaba debajo; el cabello era negro, suelto y
abundante; los dientes tenían la blancura de la perla; pero estos detalles no hacían sino contrastar espantosamente
con ojos aguanosos que parecían casi del mismo color blancuzco que las cuencas que los alojaban, una piel
apergaminada, y unos labios estirados y negros.». W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo.
Madrid, Alianza, 2007, p.78.

4
actitud afable y mis palabras conciliadoras, ganase su favor, y después su afecto.». 8 Alentado
por esta idea, la criatura se presenta ante el anciano patriarca en un momento en el que este se
encuentra solo. Confía que al no poder contemplarle tendrá al menos la oportunidad de
mostrar su verdadero ser, y no la abominación que teme que los demás distingan debido a su
deformidad física. Así sucede. El monstruo escoge un rol y lo lleva a cabo a la perfección,
hasta tal punto que su anfitrión le reconoce como un igual (un caballero francés), e incluso se
ofrece a ayudarle a resolver sus pesares.

La criatura encarna al personaje situándolo en la línea que divide lo que ella es (un ser
deforme que ha adquirido un género femenino), y lo que pretende ser (un hombre con una
marcada educación, valorado como tal y capaz tanto de amar como de ser amado). Lo que
ambiciona con su representación es, por un lado, transformar el espacio en el que interactúa y,
por otro, modificar su identidad a través de sus actos. La acción es un elemento esencial para
desarrollar la identidad porque es la manera en la conectamos con lo que nos rodea. Por ello,
también construimos nuestra identidad cuando adoptamos un rol con la intención de encajar
en el entorno en el actuamos. De la misma manera que el actor exhibe una dualidad en la
escena (siendo él y su personaje a la vez) y habita dos territorios distintos (el escenario y el
lugar en el que el personaje se desenvuelve), la identidad, que podríamos denominar
dramática, se configura entre lo que ya somos y lo que proyectamos ser. El sujeto no finge ser
otro, sino que abiertamente actúa para serlo mostrando una identidad heterogénea (forjada
entre el actor y el personaje). Teresa de Lauretis también concibe el género como
representación y, además, opina que la representación del género es su construcción.9

«(El género) es la representación de una relación, ya sea que pertenezca a una clase, a un
grupo o a una categoría. […] el género construye una relación entre una entidad y otras
entidades que están construidas previamente como una clase. Y esa relación es de
pertenencia; de este modo, el género asigna a una entidad, digamos a un individuo, en una
posición dentro de una clase y, por lo tanto, también una posición vis-a-vis con otras
clases preconstruidas.».10

Así, según Lauretis, el género representa la relación entre el individuo y la clase social
que le corresponde: «la construcción del género es el producto y el proceso de ambas, de la
representación y de la auto-representación.».11 La criatura, al no poder ser catalogada dentro
de los cánones patriarcales que determinan las esferas que distinguen los géneros, no consigue
definir la identidad del personaje que representa para que sea reconocida por todos aquellos
con los que interactúa. De forma similar, una persona, por propia voluntad, no tiene la
8
W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007, p.155.
9
LAURETIS, T.: Technologies of gender. Essays on theory, film and fiction. London, Macmillan Press, 1989,
pp.9.
10
Ibíd.: 10.
11
Ibíd.: 15.

5
capacidad necesaria para incluirse en un género u a otro, sino que más bien es la sociedad la
que establece si pertenece o no a una clasificación. El reconocimiento de los demás es
imprescindible en la construcción identitaria, y ese es el gran problema de la criatura. Ella
aprende, como Safie, a ser una mujer occidental, pero la sociedad no la permite actuar como
tal. Debido a esto, a que ni sus acciones ni su conducta son reconocidas ni aceptadas por los
demás, el monstruo acaba sentenciado al destierro y a la autodestrucción. Y esto es así
comenzando por sus amados protectores, ya que cuando Felix descubre al monstruo hablando
con su padre no duda en atacarle. De hecho, es tal el rechazo que todos sienten, que no dudan
en abandonar la cabaña para no volver jamás. Es entonces cuando el monstruo pierde toda
esperanza de ser identificado por algo más que su imagen y asume su marginalidad.

«Cuando llegó la noche, abandoné el refugio y vagué por el bosque; y ahora que no me
contenía el temor a que me descubriesen, di rienda suelta a mi congoja con espantosos
alaridos. Era como una fiera salvaje que hubiera roto la red de la trampa y recorría el
bosque con la agilidad de un ciervo, destruyendo los objetos que encontraba a mi paso.». 12

El dolor que le produce ser rechazado por los únicos seres que ama le lleva a
comportarse del modo contrario a cómo Felix la ha enseñado a ser. A causa de esto, la
delicadeza de sus modales y la ternura de su alma (características que suelen ser adjudicadas a
las mujeres) se convierten en furia animal y desatada. Este cambio de actitud, que nos podría
recordar a la Carmen de Mérimée, conduce a la criatura a situarse en los límites normativos
de género. Lo que provoca que no se reconozca ni como hombre, ni como mujer. La criatura
es capaz de identificar el miedo que sienten los otros por su apariencia, incluso comprende
que esto sea así cuando ve reflejada su imagen en el río. Sin embargo, esto no hace que acepte
el rechazo que todos parecen mostrar hacia a ella. Además, el monstruo es incapaz de percibir
que los otros no solo sienten temor hacia él a causa de su grotesca imagen, sino hacia algo
más: Lo que en realidad les sobrecoge es que alguien que ha sido fabricado por el ser humano
sea tan parecido a ellos. Así, las categorías de lo natural y lo artificial se diluyen, cuestionando
todas las políticas patriarcales que constituyen el espacio en el que nos situamos. Le temen
porque es artificial y se parece a ellos, como años más tarde vuelven a narrar las novelas
protagonizadas por los ciborgs.

«Un cyborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una


criatura de realidad social y también de ficción. La realidad social son nuestras relaciones
sociales vividas, nuestra construcción política más importante, un mundo cambiante de
ficción.».13

12
W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007, p.183.
13
HARAWAY, D.: Ciencia, cyborgs y mujeres. La reivención de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1995, p.256.

6
Donna Haraway realiza una analogía entre la identidad femenina (fragmentada por
todos los roles que representa) y los ciborgs, situando a la mujer en los límites de los
diferentes dualismos culturales. Asegura que todos somos híbridos fabricados (entre máquina
y organismo), en definitiva: todos somos ciborgs.14 Esta idea de lo fronterizo como forma de
existir en el mundo se ajusta muy bien a la situación a la que se enfrenta la criatura de
Frankenstein. Al ser un monstruo creado de forma artificial, no se puede esperar nada bueno
de él. La criatura (como el ciborg) ocupa un cuerpo posgenérico, pues no es hombre ni mujer.
El ciborg es considerado un ser abominable marcado por su crueldad y por ser esclavo de sus
deseos, igual que la criatura. Sin embargo, Haraway opina que el ciborg, al contrario del
monstruo de Frankenstein, «no espera que su padre lo salve con un arreglo de jardín, es decir,
mediante la fabricación de una pareja heterosexual, mediante su complemento en una
totalidad, en una ciudad y en un cosmos.».15 Es cierto que el monstruo de Frankenstein desea
una compañera con la que intercambiar los afectos necesarios que le exige su existencia, y así
se lo hace saber a su creador. Esta petición puede ser interpretada en el modo en el que
Haraway lo hace (un ser masculino que solicita la compañía de otro femenino) o como se
entiende en este ensayo: la criatura, desde su esfera femenina, exige compartir su vida con
otro ser como ella, pero que refleje la imagen que ella tiene de sí misma (un cuerpo biológico
de mujer). Es probable que la criatura simplemente aspirara a compartir su vida con alguien
que fuera todo aquello que ella anhelaba ser, para verse reflejada y reconocida en su
compañera y vivir aisladas de la humanidad (haciéndose invisibles). Por todo esto, el
monstruo creado por el doctor Frankenstein no puede ser englobado en la categoría de hombre
o de mujer, del mismo modo que no puede serlo en la de natural o artificial.

La criatura tarda demasiado en aceptar que la civilización a la que tanto ansiaba


pertenecer, a la que había dedicado tantas horas intentando comprender, le castigaba por no
ser físicamente adecuada y por no haberse sometido a las reglas preestablecidas
correspondientes a cada género. A causa de ello, opta por olvidar al personaje que tanto
esfuerzo le había costado crear, aspirando a relegar por completo esa parte de su identidad
que, aunque siempre estuvo velada para los otros, era muy real para ella. De este modo,
sintiéndose acorralada, el único camino que le queda es acabar con su vida para morir junto a
su rol: «[…] (Ésta) saltó veloz por la ventana del camarote al témpano que había junto al
barco. Las olas se lo llevaron rápidamente, perdiéndose en la oscura lejanía.» .16

La historia de Mary W. Shelley narra como el doctor Frankenstein crea un organismo al


que condena a la amargura y a la soledad desde el momento mismo en el que despierta a la
vida. A un sujeto que evoluciona hasta convertirse en un ser marginal que mora por espacios
limítrofes por presentar una identidad que se sitúa fuera de la normatividad social. La criatura
convive con este pesar hasta el final de sus días, aceptando su destino. Al final, le es

14
Ibíd.: 254.
15
Ibíd.: 256.
16
W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007, p.296.

7
imposible evitar actuar desde el lugar que le corresponde, desde el estatus que el otro le
asigna: desde el monstruo.

«¡Adiós!; te dejo. Serás el último de los humanos que contemplen estos ojos. ¡Adiós,
Frankenstein!».17

Bibliografía.

- DE BEAUVOIR, S.: El segundo sexo. Madrid, Cátedra, 1998.

- BUTLER, J.: Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del cuerpo.
Barcelona, Paidós, 2002.

___________: Deshacer el género. Barcelona, Paidós, 2006.

- BRONCANO, F.: La melancolía del ciborg. Barcelona, Heder, 2009.

- FOUCAULT, M.: The history of sexuality. Vol. I. Nueva York, Vintage Books, 1980.

- HARAWAY, D.: “Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros
inapropiados/bles”. En Política y sociedad, 30. Madrid, 1999, pp. 121 – 163.

______________: Ciencia, cyborgs y mujeres. La reivención de la naturaleza. Madrid,


Cátedra, 1995.

- LAURETIS, T.: Technologies of gender. Essays on theory, film and fiction. London,
Macmillan Press, 1989.

- W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007.

17
W. SHELLEY, M.: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Alianza, 2007, p.296.

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