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El niño Lolito tenía miedo de que había un monstruo en su armario. Una noche, abrió el armario y encontró un bosque mágico con duendes y hadas. Luego conoció al monstruo, que resultó ser amigable y solo quería jugar. Lolito dejó de tenerle miedo y se hicieron amigos.
El niño Lolito tenía miedo de que había un monstruo en su armario. Una noche, abrió el armario y encontró un bosque mágico con duendes y hadas. Luego conoció al monstruo, que resultó ser amigable y solo quería jugar. Lolito dejó de tenerle miedo y se hicieron amigos.
El niño Lolito tenía miedo de que había un monstruo en su armario. Una noche, abrió el armario y encontró un bosque mágico con duendes y hadas. Luego conoció al monstruo, que resultó ser amigable y solo quería jugar. Lolito dejó de tenerle miedo y se hicieron amigos.
Cada vez que se acercaba la hora de dormir, Lolito
temblaba de miedo. Había en su habitación un enorme armario de madera, cuyo interior era muy oscuro y en el cual no se atrevía a mirar por las noches. Y es que él, estaba convencido, de que allí dentro habitaba un monstruo espeluznante, que solo aguardaba la oportunidad de salir para comérselo. A veces podía escucharlo rasguñando la puerta desde adentro, con garras que él se imaginaba tan largas como las de un oso. Otras veces, le parecía oír un gruñido bastante tenebroso, que susurraba su nombre o se quejaba por no poder salir. Y Lolito se arrebujaba entonces debajo de las sábanas y temblaba hasta quedarse dormido, rogando porque la puerta del armario nunca se abriera. Lo peor era que cada vez que le contaba a su mamá, ella se echaba a reír. —Tienes una imaginación demasiado activa, hijito —le decía y luego abría el armario—, aquí no hay nada más que tu ropita, ¿lo ves? Los monstruos no existen. Pero claro, eso decía ella porque siempre que le enseñaba el armario era de día. El monstruo solo trataba de salir por las noches, cuando las sombras lo ocultaban de la vista de los demás. Si el sol estaba en el cielo, la criatura nunca se atrevería a salir de su escondite. Esa misma noche, Lolito se quedó escondido en medio de sus cobijas, con una linterna entre las manos. Oyó dos, tres golpes en la puerta y asomó su cabeza, con miedo. —¿Hola? Nadie respondió. Armándose de valor, se puso sus pantuflas y anduvo hasta el armario. Aferró una manija y abrió la puerta. Se metió entre sus abrigos y pantaloncitos y anduvo por dentro, hasta que la ropa se transformó en hojas de árboles y se dio cuenta de que estaba en un bosque. Allí tampoco había sol, las estrellas iluminaban aquel lugar lleno de casas diminutas donde habitaban duendes, hadas y otras personitas que iban de un lado a otro. Por un momento, Lolito se quedó impresionado hasta que escuchó un rugido cercano. ¡Ay no! Era el monstruo que finalmente, iba por él. El niño lo vio acercarse, todo él cubierto de largo pelo verde, con unas manos y unos pies gigantescos, grandes dientes que sobresalían de su boca y garras afiladas. Lolito gritó y se echó a correr de nuevo hacia su habitación. Pero justo cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, una manaza enorme se poso sobre su hombro, deteniéndolo. —Espera —le dijo el monstruo—, no quiero hacerte daño, lo único que quería era ser tu amigo. Todas las noches tocaba y gruñía para que me dejaras salir y pudiéramos jugar. —¿De verdad? —le preguntó Lolito. —Sí, aquí me siento muy solo porque todos me tienen miedo, ya que soy demasiado grande para ellos, que son tan chiquitos. Pero tal vez tú quieras acompañarme cuando llegue tu hora de dormir. Lolito aceptó y él y el monstruo se hicieron grandes amigos. Nunca más volvió a tenerle miedo. Juan sin miedo Juan era el menor de los hijos de un humilde hombre que vivía en una tranquila comarca. Nunca en su vida había sentido temor hacia nada, ni a las historias de fantasmas, o los relámpagos o los monstruos. Es por eso que todos en el lugar lo conocían como Juan sin Miedo. Un día, él emprendió un viaje para descubrir si conseguía tener miedo, pues era una sensación que jamás había experimentado. Así fue que llegó a un reino magnífico, donde los soldados del rey habían colgado un edicto en la plaza principal: “Al hombre que sea capaz de pasar tres noches completas en el castillo embrujado, le concederé la mano de mi hija”. Juan sin Miedo aceptó el desafío y pidió una audiencia con el rey, para comunicarle que él entraría en el palacio embrujado. A su lado estaba la princesa, hermosa como el amanecer y ambos se enamoraron a primera vista. —Puedes entrar en el castillo —aceptó el soberano—, pero te advierto que nadie ha conseguido pasar las tres noches allí. Pero Juan sin Miedo no se dejó amedrentar por su advertencia. Fue al castillo, encendió la chimenea y durmió comódamente en el saco que había llevado consigo. Así fue hasta que un fantasma lo despertó, emitiendo sonidos escalofriante a su oído. —¿Cómo te atreves a despertarme con tus juegos de espíritus? —le dijo Juan sin Miedo y tomando unas tijeras, cortó las sábanas que lo cubrían, haciendo que huyera despavorido. Cuando a la mañana siguiente, el rey fue a comprobar como estaban las cosas, se quedó impresionado con su temple. La segunda noche, Juan sin Miedo fue despertado por una bruja, que quería comerse su corazón. —¡Bruja maleducada! Ya verás lo que te vas a comer —y sin más, Juan sin Miedo le vertió encima un jarrón de agua, que hizo que la bruja se derritiera sin remedio. Cuando el rey volvió a comprobar que siguiera en el castillo, no cabía en sí de asombro. Finalmente, la tercera noche, Juan fue despertado por un abominable dragón que echaba fuego por sus fauces. Pero él le dio un golpe en la cabeza arrojándole la silla más cercana y la bestia se fue llorando. —¡Qué molestas son todas estas criaturas! —exclamó Juan— No lo dejan dormir a uno en paz. Al día siguiente, el rey se dio cuenta de que había pasado la prueba y con gran alegría, anunció el compromiso de su hija. La boda se llevó a cabo con todo lujo y Juan sin Miedo y la princesa, fueron muy dichosos al poder estar juntos. Sin embargo, él todavía no conocía lo que era el miedo. Pasó la noche de bodas y por la mañana, al ver que su esposo no había despertado, la princesa tomó una jofaina con agua helada y se la echó encima, provocando que se despertara con un alarido. —¡Qué susto! —gritó Juan. —Parece querido, que por fin te has dado cuenta de lo que es el miedo —le dijo la princesa, risueña.