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Raul A.

Cuello

Una de las preguntas iniciales de Ausencia del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han (Seúl,
1959) es “¿Sigue existiendo lo extraño?” Esta no es una pregunta más para él ya que si hubiese que
trazar una línea imaginaria desde el primero hasta el último de sus libros (al menos los que han sido
publicados en castellano hasta la fecha) uno podría establecer que sus preocupaciones giran en torno
a lo igual, es decir el gesto posmoderno que enmascara la repetición bajo el signo de la diferencia.
Incluso estos significantes (diferencia y repetición) escapan al objeto de este libro por tratarse de
categorías, de patrones de ordenamiento y clasificación.

Mediante un eslabonamiento de carácter sindético, Han analiza fenómenos de a pares (esencia y


ausencia, cerrado y abierto, luz y sombra, conocimiento y timidez, etc.), ubicando en cada ala del par
a Occidente y a Oriente. No prevalece ninguna de las culturas en su análisis puesto que sostener la
superioridad de una por sobre la otra iría a contramarcha de su objetivo; lo que sí persiste de manera
homogénea en su libro es una idea de nivelación, de desdiferenciación y/o complemento entre
ambas.

Han comienza a desatar el nudo cuando afirma que el “habitar, permanecer y poseer domina[n] la
metafísica occidental”, gestos que designan un camino unívoco: la esencia (Wesen). La búsqueda de
la esencialidad ha dejado huella en las obras de filósofos tan disímiles como Heidegger y Leibniz; de
este último se sirve a la manera de point de capiton para introducir el concepto de ausencia. Ante la
idea de algo cerrado, sin aperturas, que habita en sí y para sí (la mónada), Han coteja aquello que se
presenta como lo desdiferenciado, lo aporético, lo carente de deseo (el vacío). El caminante es una
figura productiva para pensar la ausencia, puesto que este “se sustrae a toda fijación sustancial. En
consecuencia la ‘no esencia’ está asociada al caminar, al no habitar”, y más adelante afirma “Solo
quien se vacía en un nadie puede caminar.” El movimiento —el no dejar huella (“solo en el ser se
dejan huellas”)— se presenta como fenómeno indicial de la filosofía oriental.

Aguas abajo en el texto, el autor de La salvación de lo bello se mete de lleno en la estética de la


ausencia bajo el par directriz “luz y sombra”. Lo irregular, lo imperfecto, lo efímero, lo frágil se
amparan bajo el concepto de estilo “wabi” (sentimiento genuinamente budista de lo bello), concepto
que permite pensar a su vez que en la cultura oriental lo bello se asocia a lo opaco, a lo nuboso, lo
sombrío. Han retoma del Tanizaki de Elogio de la sombra la posibilidad de observar los objetos a
través de lo que no muestran, de lo que no develan del todo; por ejemplo, en la pintura con tinta del
budismo zen la luz no tiene dirección, lo cual “cubre el paisaje con una atmósfera de ausencia”. De
esta manera surge un paisaje flotante vacío.

La dinámica de lo transicional, lo no-direccional, lo que acontece, lo que no señala ni saluda a


ninguna parte, deviene sostén del edificio lógico de Ausencia: desde la arquitectura de los templos
budistas o de los mercados chinos que desconocen de “umbrales” o divisiones (¿cuál es el adentro y
cuál el afuera?), hasta la equivalencia entre lo pequeño y lo grande (lo que puede amoldarse a
cualquier forma), vamos recorriendo toda una cosmovisión que propone la ética del retiro, de la no
intervención como forma de apropiación.
Saliendo un poco de lo que atañe a los contenidos del libro habría que decir, sin embargo, que este
parece actuar como contragolpe involuntario frente a las acusaciones a las cuales se ha visto
sometido en Por qué (no) leer a Byung-Chul Han (Ubú Ediciones, 2018). En su elogio a la edición,
Ricardo Forster remarca que en este abordaje “se recorre con solvencia y audacia crítica la obra del
filósofo coreano mostrando su lógica binaria llevada al extremo, sus opacidades, sus contradicciones,
sus juegos retóricos, sus disimuladas correspondencias con el espíritu neoliberal de época, su
“operación” a través de la que se apropia bestsellerianamente de autores claves para ofrecer un
producto de fácil y rápida digestión” y más adelante agrega que el libro busca “deconstruir una
estrategia que persigue un doble efecto: multiplicar lectores ávidos de textos simples y ligeros, entre
anarco-críticos y desesperanzados con una pizca de intensidad estética, y apropiarse de una parte no
menor de la tradición filosófica (con Heidegger a la cabeza) para ponerla al servicio de una política
de la resignación”.

El análisis panorámico que hace Forster de Ausencia permite visualizar una lectura direccionada a
lugares comunes de la vulgata filosófica: ante “la política de resignación” de la cual habla Forster,
Han opone la figura de la no presencia total, es decir, de la ausencia: no hay un gesto de resignación
en ello, sino más bien de un retirarse, que es una acción, un desvío. Ante la lógica “binaria”
mencionada en el prólogo, Han responde con una estructura de pensamiento de carácter cohesivo,
desdiferenciado, que no busca la confrontación de fuerzas, sino un amalgamiento que permita
vislumbrar las transiciones y los cambios. Y con respecto a los “juegos retóricos” que supuestamente
son develados y puestos en entredicho, habría que decir que cada filósofo los tiene y hace de ellos
una razón de estilo. En la escritura de Byung-Chul Han se vislumbra el juego solipsista de volver
constantemente a conceptos para conectar pensamientos y direccionar los argumentos, lo cual no se
percibe a priori como algo necesariamente malo.

Por último y para concluir el análisis de Ausencia, habría que mencionar que su lectura por
momentos mantiene al lector en una atmósfera de encantamiento bajo el reverberar de ciertas frases
como esta: “la sabiduría es un conocimiento titubeante”, y por momentos puede llegar a exasperarlo
cuando se detiene demasiado en un autor (François Jullien) para pegarle por sus —a su juicio—
malas interpretaciones de los saberes orientales.

Por lo demás, se podría afirmar que Ausencia se posiciona por afuera de los libros que buscan
imponerse o bien sustraerse a las corrientes ideológicas del presente, su objeto parecería estar, más
bien, buceando por un borde lateral: el de la paradoja continua.

8 de Mayo, 2019

Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del Lejano Oriente


Byung-Chul Han
Traducción de Graciela Calderón
Caja Negra Editora, 2019
136 págs.

Para el lector de literatura asiática, así como para quienes disfruten del arte
producido en dicho continente, existe un problema inevitable: la distancia que
lo separa de estas culturas es un obstáculo para la comprensión profunda y
completa de las obras. Si bien esta es una cuestión que cualquier persona que
desee aproximarse a una tradición diferente a la propia debe enfrentar, resulta
evidente cómo, al aumentar la distancia cultural, el problema se amplifica.
Tenemos que sumar, además, otra cuestión: lo que, en Occidente, se denomina
Lejano Oriente no es una unidad monolítica. Es, en cambio, un conjunto de
sociedades, distintas entre ellas. Más allá del aire de familia que pueda
rastrearse, obviar los elementos que las individualizan implicaría un error. En
resumen, el hipotético lector camina en una cuerda floja: por un lado, puede
caer en un exotismo fundado en estereotipos vacíos y, por otro, es posible que,
leyendo desde su contexto, ignore las particularidades de la tradición a la que
los textos pertenecen. El remedio a esta paradoja es, sobra decirlo, el estudio:
acercarse a la cultura ajena, ahondar en sus características. En este sentido, el
ensayo de Byung-Chul Han (Seúl, 1959), Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del
Lejano Oriente, posee un interés claro —especialmente, con el auge en España de
escritores como Haruki Murakami, Banana Yoshimoto, el premio nobel Mo Yan,
entre otros autores provenientes de Asia—.
El filósofo coreano despliega un método que quienes hayan leído sus libros
podrán reconocer. Primero, una especial atención al lenguaje, y su desarrollo,
como expresión de las ideas e historias que constituyen un discurso cultural o
de otro tipo. Segundo, una exploración genealógica del pensamiento, tanto de
Europa como de lo que se denomina en el título el Lejano Oriente. De esta
manera, el ensayo, publicado originalmente en Alemania, en 2007, recorre
distintos aspectos de las culturas orientales, desde la arquitectura y la filosofía
hasta el teatro e, incluso, la cocina. A través de la perspectiva adoptada por
Han, es posible leer la cultura como un discurso cuya heterogeneidad no niega
el terreno común que subyace, las piedras de toque sobre las que se
construyen las identidades particulares de cada tradición artística, literaria y
filosófica. Esto sin omitir, claro está, el carácter diverso de dichas tradiciones.

A pesar de centrarse en Asia, Han no pierde de vista al lector occidental.


Construye el discurso a través de un diálogo que contrasta las diferencias entre
la cultura europea y la asiática. Cada capítulo subraya un contraste entre
Europa y Oriente: espacios cerrados y abiertos, luz y sombra, conocimiento y
timidez, tierra y mar como metáforas de la realidad, hacer y acontecer. La
diferencia crucial, sin embargo, parece ser la explorada en el primer apartado.
Mientras que la filosofía de Occidente se construye en torno a la noción de
esencia, una individualidad inamovible y fija, Oriente funda su pensamiento y
cultura en otro principio: “La ausencia, en cambio, cubre al Dasein con algo
onírico-flotante, porque no admite ningún contorno claro, definitivo, es decir,
sustancial, de las cosas”. Esta maleabilidad o, mejor dicho, indeterminación es
lo que otorga a la cultura oriental sus cualidades fundamentales.
Este es, al mismo tiempo, uno de los puntos bajos del libro: el carácter
dicotómico del discurso. De momentos, parece que el texto, antes que proponer
una exploración de la cultura oriental en sí misma, busca ser una confrontación
entre esta y la europea. Tenemos que apelar a otro ensayo de Han —Filosofía del
budismo zen (2002)— para comprender el método: en este libro, el pensador
explica que no hay una filosofía propiamente zen y que, por tanto, confrontar
los principios de dicha religión con el pensamiento de filósofos occidentales es
una vía para hacerla accesible. Aun así, este procedimiento tiene sus riesgos,
principalmente, que un lector ajeno al mundo explorado en Ausencia. Acerca de la
cultura y la filosofía del Lejano Oriente se quede con una división típica de cierto
exotismo. La cuestión puede verse agravada en alguien que no maneje los
conceptos filosóficos que Han ha estudiado a profundidad —como el “Dasein”
heideggeriano, por ejemplo—. Este es un problema que el coreano no tiene que
afrontar: él ha crecido inmerso en la cultura que expone en su libro. Hay una
intención palpable en el discurso: el deseo por recuperar una forma diferente de
pensamiento, menos rígida, más reconciliadora. Decidir si este objetivo se logra
dependerá del lector. Lo definitivo es la capacidad de Han para generar interés
en lo que llama el Lejano Oriente y de contribuir, en el proceso, a entablar un
diálogo con formas culturales muy distintas a las que estamos acostumbrados.

Por Byung-Chul Han

Cerrado y abierto: los espacios de la


ausencia
BLOG, ENSAYOS

 18-03-2019

Del filósofo y teórico cultural nacido en Seúl, Corea del Sur, en 1959, Caja Negra
publica Ausencia tras haber agotado Shanzhai. Compartimos un adelanto de la
novedad de quien actualmente es profesor en la Universidad de Artes de Berlín y es
también autor de La sociedad del cansancio, La sociedad de la transparencia y La
agonía del Eros, entre otros.
En el Lejano Oriente se experimenta también ópticamente que las cosas fluyen unas en
otras en mayor grado que en Occidente. En las angostas calles comerciales no está
siempre claro dónde termina una tienda y dónde comienza la siguiente. Con frecuencia
estas se superponen. En los mercados coreanos se ven ollas junto a calamares secos. Hay
lápices labiales junto a maníes. Hay faldas que cuelgan sobre bocadillos de arroz. La
maraña de postes de luz, cables y carteles publicitarios, típica de las grandes ciudades
japonesas, no admite una separación clara de los espacios. Las antiguas casas de madera
en callejuelas japonesas [roji] parecen superpuestas. No es fácil reconocer dónde termina
una casa y dónde comienza la siguiente. Esta espacialidad de la in-diferencia recuerda a
un pensamiento zen: “La nieve se posa en los brotes de las cañas en la orilla; difícil es ver
dónde comienzan estas y donde terminan aquellos”.1 Difícil es ver una diferencia entre el
blanco de la flor de la caña y el de la nieve que la cubre. Esencia es diferencia.
Obstaculiza, entonces, las transiciones fluidas. Ausencia es in-diferencia. Tiene efecto
fluidificador y deslimitador. Aquel paisaje fluvial nevado es un paisaje de la ausencia. No
se impone nada. Nada se delimita respecto de lo demás. Todo parece retroceder a una in-
diferenciación.
En Occidente no son frecuentes las transiciones fluidas. La fuerte presencia de límites y
delimitaciones genera una sensación de estrechez. A pesar del amontonamiento de
personas y casas, las grandes ciudades de Asia Oriental parecen, por el contrario,
ciudades del vacío y la ausencia.
Ya la mirada ausente tiene un efecto vaciante. Las transiciones fluidas generan lugares de
ausencia y vacío. La esencia es concluyente y excluyente. La ausencia, en cambio, hace
más permeable al espacio. Y así lo amplía. Un espacio da espacio para otro espacio. Un
espacio se abre para más espacios. No se llega a un cierre definitivo. 2 El espacio del
vacío, el espacio desinteriorizado está compuesto de transiciones y espacios intermedios.
Así, en medio del amontonamiento de las grandes ciudades de Asia Oriental hay un vacío
agradable, un amontonamiento del vacío.
La in-diferenciación favorece también una coexistencia intensa de lo diverso. Genera un
máximo de cohesión con un mínimo de coherencia organizada, orgánica. El ensamblaje
sintético cede el lugar a un continuo sindético de la cercanía. En él las cosas no se asocian
en una unidad. No son miembros-eslabones de una totalidad orgánica. Por ese motivo
tienen una apariencia amable. La membresía no es una cercanía amable. No hay un
diálogo que deba facilitar o reconciliar las cosas. No tienen mucho que ver unas con otras.
Antes bien, se vacían en una cercanía in-diferente.
La cultura occidental se ha resuelto por la unidad y la conclusión.3 Es interesante que esta
resolución se refleje no solo en la figura metafísica de la sustancia, sino también en la
arquitectura occidental. Así, el alma monádica sin ventanas de Leibniz tiene una
correspondencia en la forma fundamental de la arquitectura romántica, que Hegel designa
como la “casa enteramente cerrada”.4 Si bien lo bello se perfecciona en el arte clásico,
para Hegel el arte romántico, no obstante, expresa algo más elevado que el arte clásico,
por ser un arte de la interioridad. A diferencia de la belleza clásica, que simplemente
irradia hacia afuera, una obra de arte romántica irradia un brillo interior, un brillo de
interioridad. Esta interioridad romántica se despliega en una “casa cerrada”, en una
“clausura total”, en la que lo exterior es suprimido. Según Hegel la religión cristiana es
una religión de la interioridad. Por ese motivo tiene su correspondencia exterior en la casa
de Dios totalmente cerrada:
“Así como el espíritu cristiano se astringe en la interioridad, así el edificio se convierte en
el lugar, en sí limitado por todos los lados, para la asamblea de la comunidad cristiana y
su recogimiento interno. Es el recogimiento del ánimo en sí lo que se recluye
espacialmente”.5 Ya el portal de la casa de Dios prepara la interiorización al angostarse
hacia adentro. Este “angostamiento de la perspectiva” anuncia que “el exterior debe
encogerse, contraerse, desaparecer”.6 Los pórticos, que tienen la mitad adentro y la mitad
afuera, se corren al mismísimo interior del edificio. De este modo crean un exterior
interiorizado, un exterior interno. La luz natural tampoco puede iluminar directamente el
interior, porque perturba el recogimiento interior. Por eso “es interceptada, o bien
resplandece solo atenuada por los vitrales de las ventanas, que son necesarios para la total
separación del exterior”.7 La luz exterior, la natural, es retenida. Lo exterior debe
descartarse en beneficio de la interioridad. Tiene un efecto dispersivo, disminuye el
recogimiento interior. Solo una luz verdaderamente interior, una luz divina, puramente
espiritual debe llenar la casa de Dios totalmente cerrada.
Las ventanas en ella no son aberturas puesto que sirven a una “total separación del
exterior”. Son, como destaca Hegel, “transparentes solo a medias”. Esta amortiguación de
la luz le confiere interioridad al espacio. Los cristales de las ventanas, además, no están
vacíos. Están pintados, esto es, están saturados de significados. Los vitrales, que a
menudo representan la historia de la salvación, impregnan la luz con una significación
que intensifica aún más la plenitud del espacio.
El templo budista no es una casa totalmente abierta. Totalmente abierto sería el templo
griego, que con sus corredores y naves representa un pasaje de lo divino, del viento
divino.8 Esta apertura es, no obstante, una exposición. El templo budista no está
totalmente cerrado ni totalmente abierto. Ni la interioridad ni la exposición caracterizan el
efecto que el espacio tiene en él. Sus espacios, antes bien, están vacíos. El espacio del
vacío conserva la in-diferenciación de lo abierto y lo cerrado, de interior y exterior. La
nave del templo budista apenas tiene paredes. Por los costados la rodean muchas puertas
de papel de arroz. La función del papel no es, como en la catedral, permitir el paso de la
luz “solo enturbiada” para que no disminuya la interioridad del espacio. A diferencia de
las aberturas con vitrales, el papel no está al servicio de una “total separación del
exterior”. Debido al techo profundo, la luz llega a la puerta atenuada, como un reflejo [ab-
Glanz]. Ya está marcada por una ausencia. Como una esponja de luz el papel de arroz
blanco mate absorbe con suavidad la luz ya atenuada y es como si la detuviera. Surge una
luz detenida. De este modo no deslumbra. Además, el techo profundo le quita toda
verticalidad a la luz. A diferencia de la catedral, la luz no cae desde arriba. Y el papel le
quita a la luz toda movilidad y direccionalidad. Así, surgen aguas detenidas de luz quieta.
Esta luz especial “carece de dirección”, para usar una expresión taoísta. Nada es
iluminado o irradiado por ella. La luz detenida, totalmente indeterminada, que se ha
vuelto in-diferente, no subraya la presencia de las cosas. Las sumerge en una ausencia. El
blanco es justamente el color de la in-diferenciación. El papel blanco, vacío, se opone a
las coloridas ventanas con vitrales. Los colores intensifican la presencia. La luz blanca,
mate, actúa como la nieve en la margen del río, que produce un paisaje de ausencia, de in-
diferenciación. Esta luz de la in-diferenciación, esta entre-luz sumerge todo en una
atmósfera de vacío y ausencia. La luz que se detiene en la puerta corrediza de papel
blanco opaco también distingue la apertura de la arquitectura oriental de la transparencia
desenfrenada, y por lo tanto desagradable, de la arquitectura de cristal moderna. Allí, la
luz ingresa en el interior de modo casi agresivo. Esta arquitectura no tiene su origen en la
apertura de Asia Oriental, sino en la metafísica de la luz platónica-plotínica. La oscura
caverna de Platón y la deslumbrante luz del sol son parte de la misma topografía del ser.
La espacialidad oriental se eleva por sobre la dicotomía entre abierto y cerrado, entre
adentro y afuera, entre luz y sombra y genera una in-diferenciación, un “entre”. También
la superficie lisa y destellante del vidrio y el metal es una cualidad que fuerza la presencia
y que, entonces, se opone a la discreción y la reserva cordiales del blanco papel de arroz
mate. El papel de arroz tiene en sí mismo una materialidad de vacío y de ausencia. Su
superficie no brilla. Y es tan suave como la seda. Si se lo pliega, apenas genera sonido,
como si fuera una quietud estancada en un blanco mate.
La verticalidad de la luz que desciende en el interior de la catedral se intensifica por la
construcción vertical de las ventanas. Las ventanas superiores de la nave central y del
coro son de tamaño colosal, de modo que la vista no las puede abarcar de un golpe. La
mirada es conducida hacia arriba. Esta orientación vertical de la mirada genera una
“intranquilidad del levantarse en vuelo”. Otros elementos constructivos, como las
columnas o los arcos apuntados dan lugar a una sensación de elevación o ascenso. “Los
pilares devienen delgados, esbeltos, y suben tanto que la vista no puede contemplar de
una vez toda la forma, sino que se ve forzada a vagar de acá para allá, a volar hasta
alcanzar aquietada la bóveda suavemente inclinada de los arcos convergentes, tal como el
ánimo, inquieto, conmovido por su devoción, se eleva del suelo de la finitud y
únicamente en Dios halla sosiego.”9 Hegel opone el efecto que causa la construcción
gótica al del templo griego, que se caracteriza por el asentarse, el pesar o el soportar. “Por
tanto, si los edificios de la arquitectura griega se extienden en conjunto vastamente a lo
ancho, el opuesto carácter romántico de las iglesias cristianas consiste en el crecimiento
desde el suelo y la ascensión a lo alto.”10
Ni el elevarse ni el asentarse o el pesar caracterizan el efecto espacial de un templo
budista. En sus elementos constructivos no se lee afán alguno contrario a la gravedad,
contrario al “suelo de la finitud”. Y ya por la ligereza del material utilizado tampoco se
genera una sensación de peso o insistencia. El vacío, además, no tiene peso. Y ninguna
presencia divina pesa sobre el espacio. No obstante todas las diferencias, el templo griego
tiene en común con la catedral lo sobresaliente. Ningún templo budista, en cambio, se
erigiría sobresaliendo como un templo griego. Ni el estado ni la estabilidad, que serían
rasgos esenciales del ser, representan el carácter espacial de un templo budista. Además,
los templos budistas de Asia Oriental generalmente están emplazados en el claro de un
bosque, rodeados y guarecidos por las laderas de las montañas. Están alejados, mientras
que las catedrales o incluso los templos griegos constituyen y ocupan el centro. También
en este sentido el templo budista está ausente.
Las líneas rectas no pueden expresar la interioridad. La interioridad es una forma de
volver hacia uno mismo. Es curva. Entonces prefiere habitar curvas y sinuosidades.
Incluso los espacios cuadrados no son aptos para albergar la interioridad romántica,
infinita: “El movimiento, la diferenciación, la mediación del ánimo en su elevación de lo
terrenal a lo infinito, el más allá y lo superior, no serían expresados arquitectónicamente
en esta huera unidad de un cuadrilátero”.11 A diferencia de las iglesias cristianas, en las
construcciones budistas dominan las líneas y las formas cuadradas. Así, contrarrestan la
conformación de la interioridad. Y los conventos zen y casas de té japonesas a menudo
presentan rasgos asimétricos. La asimetría [fukinsei] es un principio estético del budismo
zen.12 Introduce un quiebre en el espacio. La regularidad simétrica fuerza la presencia.
La asimetría la quiebra convirtiéndola en ausencia.
Según la fisiognomía filosófica de Hegel, los bordes de la órbita del ojo deben rodear al
globo ocular, de modo que “la sombra intensificada en la cuenca ocular produce por su
parte incluso la sensación de profundidad y de interioridad no dispersa”.13 La “cortante
arista de las órbitas” anuncia la profunda interioridad del alma. Por eso el ojo no debe
“ser saltón y proyectarse por así decir en la exterioridad”. Es sabido que los ojos
orientales son planos. Hegel atribuiría esto a la falta de interioridad, a aquel espíritu
infantil que no ha despertado aún a la interioridad subjetiva y que, por lo tanto, continúa
inmerso en la naturaleza. Hegel señala también que la divinidad griega, a pesar de su
belleza, no tiene mirada, que sus ojos carecen del fuego del alma interior, que no expresa
“el movimiento y la actividad del espíritu que de su realidad corpórea ha ido a sí y
perpetrado hasta el ser-para-sí interior”.14 Esta diferenciación entre interior y exterior no
logra abordar el pensamiento del Lejano Oriente. Este pensamiento habita una in-
diferenciación, un “en medio de”, que está tanto desinteriorizado como desexteriorizado.
El vacío no está ni adentro ni afuera. La filosofía de la interioridad de Hegel tampoco
abarca aquella mirada ausente que, sin estar sumida en el interior ni sumergida en el
exterior, está dispersa. Está, justamente, vacía.
En su monografía sobre el surrealismo Walter Benjamin refiere a unos monjes budistas
que habían prometido nunca estar en espacios cerrados ¿Cuán siniestro le habrá parecido
a Benjamin este encuentro con los monjes tibetanos? Él, que había crecido en la
interioridad burguesa del siglo XIX.
En Moscú vivía yo en un hotel cuyas habitaciones estaban casi todas ocupadas por lamas tibetanos, que habían venido a la ciudad para un congreso de todas las iglesias budistas. Me
llamó la atención la cantidad de puertas constantemente entornadas en los pasillos. Lo que al comienzo parecía casualidad terminó por resultarme misterioso. Supe entonces que en esas
habitaciones se alojaban los miembros de una secta que habían prometido no morar nunca en espacios cerrados.15

Benjamin seguramente comprendería mejor a Marcel Proust, quien después de tomar la


decisión de dedicarse a escribir, aisló su habitación con tres capas de cortinas. Las
paredes las recubrió con planchas de corcho. En su habitación no debía ingresar ni la luz
del día, ni el ruido de la calle. Escribir como recuerdo e interiorización del mundo tiene
lugar en el espacio aislado herméticamente de la interioridad absoluta, en una catedral de
la interioridad.

La ausencia en Oriente, por Byung-Chul Han


Viernes, 29 de Marzo de 2019 08:07

El coreano Byung-Chul Han ya había sido elogiado por su libro Shanzhai, editado en Argentina hace tres
años por Caja Negra. Allí analizaba las nociones de original y copia en China y Occidente. Ahora ratifica su
talento y profundidad filosófica en un nuevo trabajo, que distribuye la misma Editorial, llamado Ausencia.
Acerca de la cultura y la filosofía del Lejano Oriente, donde traza las hondas diferencias entre las culturas
china, japonesa y coreana en torno al vacío y al Dao (o Tao, camino) y la idea de la esencia, el ser y lo
inmutable en toda la filosofía occidental, desde los griegos hasta aun los más recientes como Derrida o
Deleuze quienes, aun en sus cuestionamientos a las raíces sobre la “unidad y el cierre sustancial” (lo
completo, la totalidad) no dejan, para el autor, de ser muy lejanos al pensamiento oriental.

Byung (Seúl, 1959), actualmente profesor en la Universidad de Artes de Berlín, Alemania, país donde hizo
toda su carrera universitaria, rastrea los orígenes del concepto de ser y de esencia en Occidente, vinculado a
posesión y propiedad desde Aristóteles y Platón en adelante, llegando hasta Heidegger y otros, y cómo en
cambio el ser no domina el pensamiento oriental, dando muchos ejemplos encontrados en el filósofo Zhuang
zi, el estratega militar Sun zi (o Sun tzu) o incluso en el poeta Lao zi (o Lao tze). “El topos fundamental del
pensamiento del pensamiento del Lejano Oriente –escribe- no es el ser, sino el camino”.

Con cierto desdén a clásicos occidentales en contraposición a las bases filosóficas orientales (cita
a Kant, Hegel, Leibnitz y otros), o críticas fuertes a filósofos como François Jullien, acaso rescatando
apenas en su acercamiento a Oriente a Roland Barthes, Byung señala que el pensamiento en su mundo
“está consagrado a la inmanencia”, y que incluso la religión principal de esos países, el budismo, “es al fin de
cuenta una religión de ausencia, de la extinción y de la dispersión, una religión del ‘habitar en ningún lugar’”.

En otro capítulo señala un rasgo fundante de Oriente como la continuidad, casi sin delimitaciones, de casas,
tiendas, calles, a diferencia del sentido de propiedad y demarcación en Occidente. “La espacialidad de la in-
diferencia recuerda el pensamiento zen”, dice Byung, a la vez que esa in-diferenciación favorece una
coexistencia intensa de lo diverso”. El pensamiento oriental evita lo definitivo e incondicional, los cortes netos.

El libro aborda aspectos de la comida oriental (“al plato no llegan casi elementos firmes o enormes, que
habría que separar con un cuchillo afilado, el proceso de comer no es un perforar con un tenedor sino
un abarcar con los palillos”, o esta otra imagen: del arroz, la comida más básica de Oriente, destaca su falta
de color y sabor soso, que se adapta a cada plato porque está vacío), el concepto y ejemplos, entre otros, de
actitudes del actor de kabuki y las nociones de belleza (lo efímero, lo no delimitado, lo flotante, lo que cede,
todo tan distinto al concepto de belleza en el ideario occidental; los chinos que aman la flor que dura un día,
porque “sienten como muerto lo idéntico, lo invariable, lo que persiste o lo que dura”), la idea de luz en las
bellas artes, las características del ikebana, el bunraku (un tipo de teatro de marionetas de Japón), el
concepto de mar como metáfora muy difundida en la filosofía de Occidente o las construcciones gramaticales
tan típicas como “pienso que” (en Corea, “rara vez se destaca o se suscribe que una idea es propia”) y una
reflexión sobre los saludos de Oriente en general, rechazando la idea de sumisión que a veces percibe un
occidental frente a las salutaciones entre personas orientales (una larga reflexión que termina con la frase
"porque falta una contraparte no tiene lugar la sumisión. Es la mitología occidental acerca de 'la persona' la
que hace aparecer la reverencia como sumisa")

Un libro interesantísimo que quizá abone la idea de la casi imposibilidad de acercamiento entre las dos
mitades del mundo en cuanto a los fundamentos más profundos en sendos pensamientos, aun cuando las
interacciones de ambos hemisferios se hacen cada día más intensas o, al menos, habituales en casi todos
los órdenes.

Néstor Restivo

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