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ANTONIO RIVERA

¿ tC * ' L siglo X X ha sido un siglo pródigo en héroes y san-


tos. Sin embargo no es frecuente encontrar durante su
(_ ^ transcurso personas en quienes el heroísmo se haya
desposado de tal manera con la santidad com o en Antonio Ri­
vera, que pasaría a la historia con el nombre de “el Angel del
Alcázar de T oled o” . Aboquém onos a la presentación de su
figura, tan gallarda, tan cordial, tan paradigmática.

I. Antes del Alcázar

Hemos nombrado el Alcázar, porque será allí donde nuestro


héroe florecerá y dará todo de sí. Dividiremos, pues, esta b io­
grafía en tres grandes capítulos: antes del Alcázar, en el recinto
del Alcázar y después del Alcázar. Son tres períodos que vivió
Rivera, perfectamente diferenciados entre sí, aunque en eviden­
te continuidad.

Antonio vio la luz en el seno de una familia profundamente


cristiana. Su padre, José Rivera, nacido en Galicia, era un celta
típico. Varios de sus hermanos emigraron a Hispanoamérica.
Estudió don José en la Facultad de Medicina y, una vez recibi­
do, fue a ejercer su profesión en Riaguas de San Bartolomé, pe­
queño pueblo situado en la provincia de Segovia. En 1914 co­
noció a Carmen Ramírez, con quien se desposó. Carmen perte­
necía a una familia de ilustre prosapia. El primer Ramírez de
Arellano, Sancho Ramírez, era nieto de don Ramiro Sánchez de
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Navarra y de Cristina Elvira, hija del Cid. En 1915 José y Car­


men tuvieron su primera hija, Carmelina. El 27 de febrero de
1916 nació Antonio. Ambos serían inseparables. Poco después,
cuando nuestro Antonio tenía seis meses, la familia se trasladó
a Toledo, ciudad que sería escenario de su heroísmo.
Luego de dos mudanzas, la familia se instaló definitivamente
en la plaza de Santa Isabel, en torno a la cual se encuentran,
además de la morada de los Rivera, un palacio, un convento
mudéjar y la pequeña casa de un carpintero. Allí viviría y m o­
riría Antonio, com o lo indica la placa ubicada hoy en su facha­
da. Trátase de una amplia mansión, dotada de jardín, azotea, y
un precioso patio toledano, con zócalo de azulejos, en cuyo
centro emergen varias palmeras enanas, envuelto todo en un
contagioso recogimiento. Desde la ventana de su dormitorio,
Antonio podía ver todos los días la silueta del Alcázar, y desde
la azotea, un maravilloso panorama de la ciudad.

1. Los albores de su vida

Y a desde pequeño, Antonio fue el encanto de su familia y de


sus amigos. Parecía qüe no vivía sino para hacer felices a los
demás, siempre de buen humor e irradiando simpatía. Estas ca­
racterísticas las mantendría hasta el último día de su existencia,
a pesar de las grandes pruebas por las que debió pasar.
Era Antonio un chico totalmente normal, si bien mostraba
especial apego por los juegos infantiles que revelaban honor y
coraje. Gustábale por ejemplo personificar al capitán Godofredo,
príncipe de Toledo, siempre empeñado en gestas caballerescas.
En cierta ocasión, jugando a los soldados, se lanzó tan impetuo­
samente contra una trinchera enemiga, que se abrió la cabeza
contra el radiador. Com o recio soldado no derramó una lágri­
ma, ni siquiera cuando le tuvieron que hacer varios puntos. Su
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tío Antonio le otorgó entonces el espaldarazo del caballero. Nos


cuentan sus amigos que a veces se quedaba mirando a los cadetes
del Ejército que realizaban maniobras en la V ega Baja o desfila­
ban, al compás de marchas militares, por la plaza de Zocodover;
entonces su corazón vibraba cual si presagiara proezas.

Su instinto religioso, apoyado por una esmerada educación


en las virtudes cristianas, fue floreciendo en su alma. Una vez,
al llegar el verano, lo llevaron a Galicia, alojándose todos en ca­
sa de sus abuelos paternos. Cuando vio el mar por primera vez,
tomándose con las manos el borde de los pantaloneros cortos*
dio un salto mientras gritaba: “ ¡Qué grande es Dios!” Debemos
destacar el papel de la madre en la formación de su carácter.
Carmen era una mujer recia, de temple castellano, y resultó una
excelente educadora, ya que no sólo le enseñó personalmente
el catecismo, la oración y la historia sagrada, sino también a;
dominar sus pasiones y elevar sus miras, tratando de que se
fuese enamorando de Dios y de la Patria. En cuanto a su padre,
instauró en el hogar una disciplina severa, centrada en el cum­
plimiento del deber. Si bien en su juventud no tuvo una forma­
ción religiosa de militancia apostólica, más adelante, siendo
médico del obispo Rocha y sobre todo del cardenal G om á y
Tomás, empezó a interesarse en los proyectas de la Acción C a­
tólica. Luego de hacer Ejercicios espirituales, comenzó una vida
más fervorosa, de comunión diaria y de apostolado directo. De
este modo, además de ser un buen profesional, generoso con
los enfermos, fue asimismo un católico lúcido, que llegó a cap­
tar perfectamente el carácter teológico de la lucha que se estaba
entablando en la agónica España de su época. Sin duda que.
Antonio ha de haber tenido una buena parte en ello. Se sulfuraba
cuando veía cómo, frente al ataque conjunto.de las fuerzas
aliadas del ateísmo, la masonería y el marxismo, los católicos
permanecían aislados, en perfecta insularidad, haciendo cada
uno lo suyo, sin agruparse para el combate. Antonio y Carmen
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tuvieron luego otros dos hijos, Ana María, nacida en 1923, y


José, que vio la luz en 1925. Este último sería sacerdote, murien­
do en 1991. Recientemente han iniciado su proceso de beatifi­
cación.

Los niños era llevados a la Catedral una vez por semana, pa­
ra que se confesasen con el P. Valentín Cobisa, sacerdote an­
ciano, de estampa vigorosa, a lo Greco, cuyo confesonario se
encontraba junto al sepulcro de Gil de Albornoz, frente al fam o­
so “transparente” barroco por el que la luz del sol ilumina direc­
tamente el sagrario. El P. Cobisa alcanzaría en 1936 la palma
del martirio.

Era Antonio de temperamento vehemente, entusiasta, senti­


mental y apasionado. Si entendía que una causa era digna, no
vacilaba en entregarse a ella de cuerpo y alma. Aunque su cons­
titución física estaba lejos de ser atlética o deportiva, y cuando
hablaba era un tanto precipitado hasta el tartamudeo, tenía las
mejores cualidades com o para imponerse a los demás con toda
naturalidad. Su apasionamiento innato se veía equilibrado por
una notable serenidad de juicio y ponderación de matices. Fá­
cilmente soñaba con ideales imposibles o quijotescos, pero ense­
guida los hacía tocar tierra por un espléndido sentido de la rea­
lidad. En lo que toca a su vida moral, todos los que lo conocie­
ron están contestes en que jamás cometió un pecado mortal. Su
vida es una prueba de que aun en medio del vendaval de los
instintos, tan propio de la adolescencia, un joven puede, con la
ayuda de Dios, mantenerse en gracia. N o fue, por cierto, un al­
ma atormentada, al estilo de los personajes de Dostoievski, sino
un chico parecido a los demás, “pero distinto de nosotros” , co­
m o decían de él sus amigos. Desde pequeño, supo desposarse
con la gracia, viviéndola com o la cosa más natural y gozosa del
mundo. Angel Herrera y Oria, periodista y miembro de la Aso­
ciación Católica Nacional de Propagandistas, sacerdote en 1940
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y luego obispo de Málaga, dijo de él “ que llevaba la gracia de


Dios en los ojos” .

En los tres primeros años de bachillerato encontró com pañe­


ros descreídos y desfachatados, sin amor ni temor de Dios. Ello
lo impulsó a emprender pequeñas lides individuales, que llevó
adelante con inteligencia no exenta de coraje, suscitando la
adhesión de sus condiscípulos, que a la postre acaban por ad­
mirar a los muchachos enteros y decididos. Y a desde entonces
comenzó a entender que muchas veces la mejor defensa consis­
te en dar la cara. Así nació en Antonio el afán de ganarse a sus
compañeros para los ideales nobles. De aquel período de su vi­
da data su costumbre de comulgar todos los días.

Era Antonio un joven que irradiaba simpatía. Fuerte, pujan­


te, robusto, jovial, optimista, siempre sonriente. Viril en su pie­
dad, viril en sus modos, viril en su sonrisa. Supo gozar de las
cosas buenas de la vida, de la belleza, de la música, de la p oe­
sía, de las sanas diversiones. Se sentía cóm odo conversando de
temas tan variados com o la literatura, la política, la historia, el
cine y el teatro. Pero, com o observan sus compañeros, cuando
hablaba de esas cosas trataba de darles un sesgo trascendente,
com o ordenándolas a los fines últimos del hombre. Y ello sin
ningún rebuscamiento, con toda naturalidad.

Una prueba dura para su temperamento nervioso fue el as­


tigmatismo que comenzó a padecer cuando se adentró en los
estudios. N o podía leer más que unos minutos seguidos. Sus
ojos grandes, azules y luminosos, a pesar de los anteojos que le
recetaron, debieron recurrir a ojos ajenos. A veces eran sus her­
manos quienes le leían los textos del colegio y luego de la Uni­
versidad, otras veces algún amigo. Jamás se impacientó por
ello, ofreciéndolo a Dios com o una mortificación constante, sin
atribuirle importancia.
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Al advertir su marcada afición por las cosas sobrenaturales,


sus amigos le preguntaron por qué no se hacía sacerdote o re­
ligioso. El respondía que lo había pensado mucho, pero que a
su juicio Dios le pedía que abrazase la vida matrimonial,’ en la
cual también podría santificarse. A la menor indicación divina,
decía, estaba dispuesto a dejarlo todo, pero no veía con clari­
dad que Dios lo llamase a dicho estado. Pensaba que la volun­
tad de Dios era que colaborase en la obra redentora, pero én el
mundo y de.sde el mundo. De esta manera podría contribuir a
recristianizar la sociedad, no siendo espiritualmente del mundo,
pero viviendo en él, sobre todo a través del apostolado seglar.
Su apego a la vocación matrimonial lo llevó a mantener un
trato fluido con las chicas. Las trataba con tanta naturalidad co­
m o pureza, corroborando aquel aserto de Donoso Cortés: “ Con
el trato de la mujer se afinan los sentimientos y aumentan en
delicadeza.” Tenía del amor un concepto muy elevado, por lo
que no toleraba la procacidad. La idea que se hacía del matri­
monio la repitió muchas veces y con entusiasmo: “Es una clara
vocación a la santidad, algo así com o para el religioso la suya;
es distinto, pero es la misma santidad y sólo se ha de conseguir
(supuesta la gracia de Dios) con renunciación y sacrificio, como
en el claustro.” En 1934 creyó haber encontrado la mujer que
buscaba, una joven universitaria de la Acción Católica, inteligen­
te, piadosa, llena de encanto natural, muy femenina, a veces in­
genua. Los dos últimos años de su vida cultivaría ese amor, de­
bidamente jerarquizado con el de Dios y el de la Patria. Quería
que la joven que se uniese a él estuviese decidida a compartir
estos otros dos amores.

2. Su militancia en la Universidad

Tras concluir el bachillerato, ingresó en la Facultad de Dere­


cho. El espíritu revolucionario, que encontraba amplio eco en
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los periódicos y los partidos políticos, estaba haciendo estragos


entre los jóvenes universitarios, de m odo que muchos de ellos
abandonaban las prácticas religiosas. Antonio fue uno de los
pocos que advirtió el peligro que dicho espíritu entrañaba para
la Fe y la Patria. Los jóvenes que adherían a la causa subversi­
va formaron una organización llamada Federación Universita­
ria Española (la FUE), semejante a nuestra Franja Morada. A n ­
tonio se enfrentó a ella con decisión y coraje. L o insultaron, lo
amenazaron, pero él no retrocedió, convencido de que estaba
defendiendo valores dignos de ser preservados.
Para contrarrestar con más eficacia tan nefasta influencia, se
alistó en un movimiento católico de estudiantes, llamado Fede­
ración de Estudiantes Católicos (FEC). Esta Federación era, por
aquel entonces, una institución débil e inofensiva. Él, com o di­
rigente, le daría nuevo impulso, tratando de que sus integrantes
fuesen miembros activos y no sólo de nombre. El ambiente uni­
versitario estaba cada vez más caldeado. Entre clase y clase, los
jóvenes de la FUE y de la FEC discutían y gritaban, cruzándose
insultos y amenazas. Antonio era el objetivo principal de tales
injurias, si bien sus enemigos sentían por él cierto respeto en ra­
zón del ascendiente natural que entre los chicos tienen siempre
los mejores. Él pensaba que “a una organización del mal había
que oponer otra organización del bien” . N o había ingresado en
la Federación sólo para cumplir sus deberes individuales de
estudiante, sino con el propósito de disputar la vida estudiantil
a la FUE, que intentaba impregnar a sus seguidores de espíritu
revolucionario, arrancándoles la fe y socavando Su vinculación
a la Iglesia.
En octubre de 1932, Antonio fue elegido Presidente de la
FEC. La primera vez que se dirigió al público en su calidad de
tal, lo hizo con motivo de la inauguración de una Casa del Es­
tudiante. Tenía sólo 16 años. Comenzó algo asustado, pero lue­
go se retomó y habló muy bien, con el estilo que, perfeccionán­
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dose, había de conservar siempre. Era claro para exponer, sere­


no, razonado, y resultaba realmente convincente, dejando gra­
badas en sus oyentes algunas ideas diáfanas e impactantes. Así
comenzaría su etapa de propagandista católico. L o cierto es
que la Federación fue decisiva para Antonio en su paso de niño
a hombre, consagrándolo cada vez más a un solo ideal: la re­
conquista para Cristo de los estudiantes de Toledo. Con ello en­
tendía trabajar también por la Patria, ya que a su juicio España
tenía com o ideal nacional el religioso. Adhería en este sentido a
la tesis de Spengler, según la cual cuando España volviese a en­
contrar dicho ideal, se levantaría de nuevo com o nación.

Dada la falta de interés de muchos jóvenes católicos que ni


aun con la revolución a la vista se mostraban dispuestos a co­
laborar económicamente en la marcha de la Institución, organi­
zó sucesivos festivales para recaudar fondos. En uno de ellos,
de carácter deportivo y atlético, que se realizó en el campo de la
Escuela Central de Gimnasia, estuvieron juntos por primera vez
el coronel José Moscardó, a la sazón director de dicha Escuela,
y Antonio Rivera, presidente de la Federación de Estudiantes
Católicos. Sin embargo Antonio entendía que el actuar de la
Federación no debía reducirse a actividades de esa índole. Por
ello organizó también cursos y conferencias de doctos profeso­
res. El día principal de los estudiantes católicos era el 7 de mar­
zo, fiesta de Santo Tomás de Aquino, donde luego de la Santa
Misa y comunión general, se realizaba un certamen literario.
Nunca se mostró más pujante la Federación Católica que cuan­
do tuvo frente a sí a un enemigo tan aguerrido com o la FUE. Lo
cierto es que, al cabo, los católicos triunfaron en toda la línea: la
FUE de Toledo murió de inanición. En cambio, cuando llegó la
guerra, todos los que habían sido Presidentes de la Federación
de Estudiantes Católicos de Toledo, desde su fundación, murie­
ron heroicamente por Dios y por España, en el martirio o en los
campos de batalla.
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3. D e ¡a militancia política a la militancia apostólica

Antonio se fue entregando con pasión a la lucha en todos los


frentes, tanto el político como el religioso.
Para entender mejor el sentido de su actuación será conve­
niente recordar cóm o se fueron desenvolviendo los hechos en
el curso de las primeras décadas del siglo. Gobernaba a la sa­
zón el rey Alfonso XIII, hombre de buenas intenciones pero to­
cado por el dogma liberal, lo cual le ocasionaba cierta incertidum­
bre respecto a la legitimidad de su gobierno. Se dice que varias
veces pensó en abdicar. En 1923, con la anuencia del monarca
reinante, el Ejército dio un golpe de Estado, bajo la conducción
del general Miguel Primo de Rivera, instaurándose un “régimen
militar” . En realidad no se trató de una verdadera revolución,
que cambiase los contenidos liberales de la política, sino de una
dictadura dentro del régimen ya existente, en el más pleno res­
peto a la llamada “ normalidad constitucional” . De este m odo el
golpe fue entendido com o una suspensión provisional de la p o ­
lítica en curso, un régimen interino, anormal y terapéutico, en
orden a erradicar la corrupción y poner en marcha al país dor­
mido, mediante un ambicioso programa de obras públicas. Lue­
go el país volvería a la “normalidad” , decidiendo el pueblo su
futuro por medio de las urnas. Estas pseudosoluciones las he­
mos conocido demasiado bien entre nosotros. Cuando en 1924
Mussolini le aconsejó al Dictador español la creación de un Par­
tido único, éste desechó el consejo y prefirió montar un Partido
más, la Unión Patriótica, destinado a competir con los otros, en
la esperanza de vencer mediante elecciones, de m odo que deja­
se de ser Dictador impuesto y se convirtiese en gobernante ele­
gido. El hecho es que en 1930 el General pensó que debía re­
nunciar, y el Rey aceptó su dimisión. L o que con esa decisión
se logró fue impulsar un fuerte progreso de las izquierdas, que
ahora se propondrían nada menos que la destitución del Rey y
la implantación de la República.
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La situación se tornaba cada vez más tensa. La Monarquía,


tan amada por muchos buenos españoles, parecía inescindible
del catolicismo, su compañero en todo el curso de la historia. El
cardenal Segura, entonces arzobispo de Toledo, acababa de
decir en la Catedral: “Toledo es Toledo por la Monarquía y por
la Iglesia.” La ciudad del Greco y los mozárabes, del Tajo y los
Concilios, de las procesiones de Corpus y el desfile de los ca­
detes de Infantería, era la ciudad del águila imperial que campaba
en la fachada del Alcázar. Por eso la noticia de la abdicación del
Rey debió repercutir dolorosamente en la sociedad toledana.
Tras su dimisión, se instauró la República, el 14 de abril de
1931. Por las calles de Toledo, hombres vociferantes y mujeres
desgreñadas marchaban tras una bandera tricolor y otra roja al
compás deí himno de Riego, la Marsellesa y la Internacional,
entre gritos y amenazas. La procesión de Corpus Christi, antes
tan solemne en dicha ciudad, no conoció ese año ni escolta, ni
cadetes, ni tropas cubriendo el recorrido.
Quienes frecuentaron la familia de los Rivera están contestes
en que la noticia de la instauración de la República les produjo
una gran desazón. Antonio, con sus 15 años, sentía que su bre­
ve historia estaba unida a la historia de la ciudad añeja, a la his­
toria imperial de España, simbolizada en la bandera bicolor y el
águila bicéfala de Carlos V. T o d o un mundo parecía desplo­
marse. Por esq, com o acertadamente lo ha señalado un biógra­
fo suyo, no hay otra fecha mejor que el 14 de abril para em ­
prender la narración de las etapas que jalonan el camino de sú
existencia hasta su consumación. Su vida pública comenzó el
14 de abril de 1931, y concluyó el 2 0 de noviembre de 1936.
Cinco cortos pero intensos años.
El estado del país empeoraba día a día. El Ejército estaba
quebrantado, con la mayor parte de sus mandos pasados al
enemigo, o al menos vacilantes. El Ministerio, de Defensa era
casi una logia masónica, los parques carecían de armas y de
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municiones. En cuanto a la Iglesia, tampoco parecía tener clara


conciencia de la gravedad de la situación. A Antonio le preocu­
paba particularmente la actitud egoísta de muchos católicos,
ocupados solamente de sus propios intereses, aferrados a su di­
nero, más que “ conservadores” “conservaduros” , es decir, con­
serva-pesos. Y a en 1931, comenzó la quema de conventos y
colegios. Más de cien iglesias fueron destruidas. La Juventud
Monárquica, en la que Antonio se acababa de enrolar siguien­
do las preferencias de su padre, que en las últimas elecciones se
había presentado com o candidato en una de las secciones de
Toledo, desapareció entre las llamas de las iglesias. Entonces
entró en un movimiento llamado “Acción Nacional” , nacido en
1931, por iniciativa de don Angel Herrera Oria, al que adhirió
con reticencias porque en su plataforma se mostraba indiferente
a las diversas formas de gobierno, con lo que denotaba renun­
ciar a la lucha por la Monarquía. Una nueva molestia experimen­
tó cuando dicho movimiento cambió de nombre por “Acción
Popular” , dado que el gobierno republicano había prohibido el
uso de la palabra “ nacional” . Sin embargo permaneció en las
filas de la Juventud de Acción Popular (la JAP),,por considerar­
lo el único grupo político de contenido católico, desde donde se
podían defender los valores de la Iglesia. Su ulterior ingreso en
la Federación de Estudiantes Católicos y después en la Juven­
tud Católica le obligarían a aminorar su militancia en la Acción
Popular, aunque sin dejar de pertenecer a ella.

Una de las cosas que le dolía especialmente era el alejamien­


to de la clase obrera respecto de la Iglesia. Los obreros se mos­
traban ahora com o si fueran enemigos, ebrios de odio, lo que
lo llevó a acercárseles para llevarlos a Dios. Le llamaba la aten­
ción el idealismo que-manifestaban.

-S i no crees en Dios, ¿por qué estás dispuesto a morir? ¿Qué


esperas para después?
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- L a revolución social, la redención del proletariado.


¡Dios, qué buen pueblo si hubiese buen señor! Antonio se
esmeraba por explicarles lo que es la verdadera redención, sólo
posible por Cristo y su Evangelio. En una de sus hojas de pro­
paganda escribió: “ Consideración del heroísmo de los mucha­
chos anarquistas que mueren por su ideal. ¿Qué debemos ha­
cer nosotros, que esperamos el premio en la otra vida?” .
Antonio tenía muy en claro que aunque él no era político ni
colaboraba en ningún partido, el quehacer político no podía fal­
tar en el programa de vida de un católico militante, llamado a de­
fender los valores nacionales y religiosos de la Patria. Máxime
en una época en que dichos valores se veían tan conculcados.
Por eso animaba a sus amigos á librar el buen combate en ese
campo. Incluso llegó a pensar que a lo mejor él mismo debía aco­
meter dichas lides, en la idea de que podría ser quizás el cami­
no más breve para salvar a España. Y así se lanzó a recorrer pue­
blos, exaltando los valores preteridos.
De su interés por estos temas da testimonio el título de la te­
sis que presentó en la Facultad de Derecho: “La teoría del Es­
tado en las doctrinas políticas actuales.” Allí analiza las distintas
concepciones que flotaban en el ambiente, la liberal, la anar­
quista, la socialista, la comunista, la fascista, la tradicionalista,
elaborando una síntesis certera de cada una de esas corrientes,
con especial atención a las que se habían concretado en la vida
política de los países donde llegaron a conquistar el poder pú­
blico. Desde una visión jusnaturalista, critica el Estado liberal,
que por aquel entonces declinaba en muchos países de Europa;
el anarquismo, “doctrina que parece hecha para ángeles y que
por sus crímenes parece de inspiración diabólica” ; el socialismo
y el marxismo, con su exaltación de lo económico, en detrimen­
to de lo político. Para el análisis del tradicionalismo recurre a la
teoría política de Vázquez de Mella. Finalmente expone la doc­
trina pontificia sobre lá constitución cristiana del Estado, seña-
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lando que no se puede entender la política con independencia


de la religión; la Iglesia y el Estado son dos entidades sobera­
nas, perfectas en su esfera, pero no absolutamente separadas.
“El ideal de la Iglesia según la Immortale D ei de León XIII -e s ­
cribe-, no está realizado en ningún Estado contemporáneo” .
Especial interés mostró por la Quadragesimo Arm o, aparecida
en 1931, que consideró como la carta magna del orden social
cristiano, en base a las profesiones, cuerpos intermedios y orga­
nismos naturales. Consideraba asimismo con especial interés la
experiencia que en esos años estaba realizando en Austria el
canciller Engelbert Dollfus.
Una revista muy apreciada por Antonio era A cción Españo­
la, que ofrecía un arsenal de ideas antiliberales y antimarxistas,
de honda raigambre española. Allí escribían autores com o Víctor
Pradera, José Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Eu­
genio Vegas Latapié y otros. Le gustaba también asistir con sus
compañeros a conferencias de autores de la misma orientación,
algunos de alto vuelo oratorio, com o por ejemplo José María
Pemán. Varios de los amigos de Antonio permanecían fieles al
ideal de la_ Monarquía “tradicional, social y representativa” , tal
com o la había presentado aquel gran orador y poeta en un dis­
curso que pronunciara delante de Alfonso XIII, ya durante el
exilio de éste en Roma, con motivo de las bodas de su hijo, el
infante don Juan. En esa ocasión, Pemán pensó sugerir al Rey
la conveniencia de que abdicara, pero no lo hizo por presiones
recibidas antes de comenzar su disertación. Se supo que des­
pués de escucharla, Alfonso XIII, muy impresionado, dijo: “Nun­
ca había oído hablar de la Monarquía de este m odo.” Pemán
comentaría después: “ ¡Pobre víctima de una formación liberal!” .
Antonio no perdía ocasión de entrar en contacto con algu­
nas de las grandes personalidades políticas de su época. El 28
de abril de 1933 llevó a la Casa del Estudiante a José Félix de
Lequerica, para que disertara sobre “ Cóm o se hizo la unidad
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española.” Luego de referirse a la anti-historia española, dijo el


orador: “L o único valioso, de valor y calidad universal, lo que
puede dar al español calidad enhiesta en el mundo, ufanía y
sentido de eternidad, es lo que hemos hecho todos juntos com o
españoles: América, la Contrarreforma y el Imperio.” El 29 de
octubre del mismo año Rivera escuchó por radio con fruición el
discurso que pronunciara José Antonio al fundar la Falange, y
pensó que miles de muchachos en España seguirían con ilusión
al joven fundador, en su promesa de un heroico y bello amanecer.

Com o vemos, el campo de la política no dejaba de atraerle,


lo que parece lógico en el corazón de un católico militante y con
aptitudes de líder. Pero poco a poco fue descubriendo la insufi­
ciencia de sus medios para la solución de los grandes proble­
mas de España. La cuestión de fondo radicaba, en última ins­
tancia, en la conciencia de los españoles. Para restaurar la gran­
deza de la Patria se necesitaba entonces una fuerza más pene­
trante que la de los movimientos políticos. Y así comenzó a vol­
carse cada vez más al apostolado. Justamente por aquellos
tiempos, su padre, el Dr. Rivera, trabajaba en una asociación
católica, los Padres de Familia. Podríase decir que con su hijo
formó una especie de equipo familiar apostólico. Mientras éste
se dedicaba sobre todo a los jóvenes, su padre promovía la ac­
ción apostólica de los adultos, recorriendo pueblo tras pueblo,
al igual que su hijo.

Esta especie de viraje operado por Antonio, de lo cívico a lo


religioso, no dejó de desconcertar a algunos de sus amigos, vol­
cados com o estaban a la febril urgencia política. Les costaba
entender la necesidad de ir a esa napa más profunda del hom ­
bre que es la religiosa. A Antonio le parecía indispensable, ya
que sin ello lo demás, por exitoso que fuese, quedaba sin sus­
tento espiritual.
A nto m o R ivera 285

Se abocó entonces al apostolado laical, con toda su pasión


juvenil y sus anhelos de enamorado. Diversas organizaciones
católicas lo recibieron en su seno, com o las Congregaciones
Marianas, por ejemplo, o la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas, fundada en esos años por el P. Ayala S. J., una
obra en la que Antonio depositó muchas esperanzas, por la im­
portancia que daba a la formación de sus miembros. Pero por
sobre todo se entregó de cuerpo y alma a la Acción Católica,
que en aquellos tiempos era un movimiento lleno de empuje y
que contagiaba heroísmo. “La Acción Católica es una vocación
-d ecía-; Dios nos ha llamado a ella.”

En 1932 tuvo lugar el IIo Congreso Nacional de la Juventud


Católica. Tres mil jóvenes de toda España se comprometieron
en la Catedral de Toledo: “Juramos defender a Jesucristo y a su
Iglesia hasta la muerte.” Allí se cantó por primera vez el himno
de la Juventud Católica Española:

Juventudes Católicas de España


galardón del ibérico solar,
que lleváis en el fondo del alma
el calor del más firme ideal.

Juventud, primavera de la vida,


español que es un título inmortal
si la fe del creyente te anima
su calor la victoria te dará.

Llevar almas de joven a Cristo,


inyectar en sus pechos la fe,
ser apóstol o mártir acaso,
mis banderas me enseñan a ser.
286 E l P endón y la.A ureola

Poco después de este Congreso, en abril de 1933, se hizo pú­


blico el nombramiento de Mons. Isidro Gom é y Tomás, hasta en­
tonces obispo de Tarazona, com o arzobispo de Toledo, la sede
primada de España. Esta extraordinaria figura, que tanta trascen­
dencia tendría en la Cruzada y después de ella, en lo que toca a
Antonio, llegó a dicho cargo en el momento oportuno. Sería él
quien, como titular de Toledo, habría de dar misión y mandato
a aquel joven de 16 años, a quien llamaría a colaborar estre­
chamente en la conquista de la juventud toledana. El 2 de julio
hizo su entrada en la ciudad. Si bien en los balcones de las ca­
sas había colgaduras de homenaje, el Gobierno impidió la pre­
sencia de grupos en las calles. El Arzobispo recibió, con todo,
una grata sorpresa: el coronel Moscardó, en uniforme de gala,
le hizo el saludo militar, y luego le presentó a los Jefes y Oficia­
les de su unidad, justamente cuando Azaña, por aquel entonces
Ministro de Guerra, había prohibido a los militares la asistencia
en uniforme a los actos eclesiásticos. El futuro cardenal G om á
nunca olvidaría este gesto del futuro Conde del Alcázar.

La situación se deterioraba día a día. Con fecha 2 de junio


de 1933, el Episcopado español dio a conocer un manifiesto
valiente, aunque mesurado. A m odo de inmediato eco del mis­
mo, el 3 de junio publicó Pío XI la encíclica Diiectissima nobis,
donde tras señalar los méritos de la noble nación española, fue
repasando las leyes persecutorias contra la Iglesia; la vigilancia
odiosa de la enseñanza católica; las trabas que se ponían al ejer­
cicio del culto; la negación a la Iglesia del derecho de poseer,
despojándola injustamente de sus bienes; la usurpación de in­
muebles e imágenes; los templos incendiados, declarados de pro­
piedad nacional; la supresión de la Compañía de Jesús, uno de
los puntales del Papa, con la esperanza de derribar más fácil­
mente la fe y la moral cristiana de la nación española, que ha­
bía dado a la Iglesia la gran figura de San Ignacio; las escuelas
laicas; el divorcio... El Papa recomienda que todos se congre-
A ntomo R ivera 287

guen en las filas de la Acción Católica, para enfrentar eficazmen­


te a los enemigos de Cristo y de la Iglesia.
Rivera se sintió ampliamente respaldado. El Presidente Nacio­
nal de la Juventud Católica, Manuel Aparici, quien más tarde,
después de la guerra, sería sacerdote y asesor de dicho m ovi­
miento, y cuyo proceso de beatificación está hoy en curso, era
por aquel entonces amigo íntimo de Antonio, presentándolo a
éste com o “ el Presidente m odelo” , el que mejor realizó en sí el
ideal de la Acción Católica. En mayo de 1934, Antonio publica­
ría un artículo bajo el título de “Por qué pertenezco a la Acción
Católica” , un escrito muy de su estilo, razonado y ardiente a la
vez. Allí decía: “Si te preguntan por qué formas parte de nuestra
organización, puedes contestar con decisión, porque com o hijo
fiel del Rom ano Pontífice, creo un deber seguir sus mandatos;
porque, com o hombre de fe, quiero adquirir una formación ca­
tólica íntegra; porque, com o joven que no dudará un momen­
to en dar su sangre por Cristo si preciso fuera, no tengo rubor
en exhibir públicamente mi significación católica, y todo esto lo
realizo perteneciendo a la gloriosa Juventud Católica Española.”
Mientras tanto, Antonio proseguía sus estudios con la gene­
rosidad de siempre. Se cuenta de él que en cierta ocasión supo
que una prima suya que cursaba en el Instituto de Toledo, de­
seaba que la ayudase a estudiar, sobre todo Etica. Antonio no
se hizo rogar, acudiendo todos los días a su casa, con lo que las
notas de su prima comenzaron a mejorar sustancialmente, pu-
diendo alternar con el que era más destacado de la clase, un
muchacho de buena presencia, muy inteligente, de excelente
memoria y amplia preparación. Su nombre era Blas Piñar, di­
rigente del Consejo Diocesano de la Juventud de Acción Católi-.
ca, que ya se iba destacando por su gran capacidad para expo­
ner en clase, así com o para dar conferenciás en la Escuela de
Propaganda. Antonio, que lo seguía de cerca y sentía por él gran
cariño, comentó en la intimidad de la familia: “ ¡Qué bien habla
288 E l P endón y la.A ureola

ese muchacho! Dios haga que le sirva para dar mucha gloria a
Dios.” Por su parte, Blas Pifiar le correspondió con su admira­
ción y afecto. Hasta hoy conserva un recuerdo indeleble de An ­
tonio, habiéndosele quedado especialmente grabado el recogi­
miento que guardaba después de corhulgar. Con él tuvimos el
gusto de visitar juntos, hace algunos años, la casa de la familia Ri­
vera.

En el IIo Congreso de la Juventud Católica, celebrado en


Santander, se decidió que la IVo Asamblea Nacional se realiza­
se en Toledo. Mons. G om á encargó su organización a Antonio
Rivera. Pensemos que Antonio tenía tan sólo 17 años. Se abo­
có lleno de fuego, com o siempre, a cumplir el encargo recibido.
Comenzó enviando un manifiesto a los jóvenes de todo el país:
“Hay que dar el mayor esplendor a esta manifestación juvenil
nacional de fe católica. Y aunque en Toledo [la JACE, Juventud
de Acción Católica Española] tiene corta y débil vida, tiene T o ­
ledo extraordinarios títulos, historia, escenario de grandezas pa­
trias, ciudad de los Concilios y de los momentos más gloriosos,
para organizaría aquí, en una vieja ciudad castellana de las d o­
radas piedras, cabeza milenaria de la gloriosa cristiandad hispá­
nica.” Advirtamos con cuánta naturalidad une esta manifesta­
ción católica con la herencia religioso-política de España. La fe­
cha de iniciación de la Asamblea no dejaba de ser aleccionadora:
el 12 de octubre. “Si las gestas que nuestra patria realizó fueron
hechas merced al espíritu cristiano que la animaba, y la decaden­
cia de España ha estado en relación directa con la pérdida de
su espíritu, quiera el cielo que nosotros sepamos con nuestra
organización infundirlo de nuevo para que recobre su pasada
grandeza.” Y termina: “ ¡Jóvenes católicos de España, acudid a
la Asamblea de Toled o para, desde aquí, marchar luego, como
en otros tiempos hicieron en esta inmortal ciudad los ejércitos
cristianos, a la* reconquista espiritual de los pueblos todos de
nuestra querida Patria!” .
A ntom o R ivera 289

El 10 de octubre, la Casa del Pueblo, sede del socialismo,


juntamente con los sindicatos marxistas, declararon huelga ge­
neral, en protesta por la celebración de la Asamblea, que califi­
caron de “marcha fascista sobre T oled o” . La consigna era: “Ni
pan ni agua para los perros fascistas.” Además de la huelga, or­
ganizaron piquetes de agitadores en las calles. Los asambleístas
que iban llegando dé todo el país, eran apedreados a su arribo.
Pero a Antonio no lo iban a amedrentar. Dice de él un com pa­
ñero: “Tenía autoridad con nosotros porque era muy valiente.
Cuando se declaró la huelga en Toledo bajaba a los trenes a es­
perar a los jóvenes que llegaban de fuera, y el asunto era de
verdadero riesgo, según era de rojo el barrio aquél. Aquello nos
hizo una impresión magnífica, y, más aún, que lo hacía callan­
do, sin alardes.”

La Asamblea fue un éxito rotundo y la huelga sólo sirvió pa­


ra conferirle resonancia nacional. De todas las dificultades triun­
fó la tenacidad inquebrantable de este muchacho, quien a par­
tir de ahora se dedicaría a la Acción Católica casi con exclusivi­
dad, dejando todo lo demás.

Llegamos así al año 1934, muy importante en su vida. Re­


cordemos que fue un año memorable para nosotros, los argen­
tinos, ya que en él se celebró el Congreso Eucarístico Internacio­
nal en Buenos Aires. A este Congreso asistió el padre de Anto­
nio, el Dr. Rivera, quien luego contaría sus impresiones en la
revista E l Castellano. Nos agrada destacar la figura de este gran
hombre, tan asociado a su hijo en el combate contra los enemi­
gos de Dios y de España. Más tarde se uniría a los nacionales y,
tras la liberación de Toledo, iría com o médico al frente.

En el Consistorio de diciembre de 1935, Mons. Isidro Gom á


fue nombrado Cardenal. Com o se sabe, el capelo de los carde­
nales es de color rojo, el color de la sangre, del martirio cruento.
Pocas veces un capelo simbolizaría mejor la hemorragia que iba
290 E l P endón y ia A ureola

a sufrir la Iglesia en España. G om é será el gran Cardenal de


España, el Cardenal de la persecución religiosa, el Cardenal de
la Cruzada. El período 1933-1939, en que ocupó la sede pri­
macial, fue una época de gloria de la Iglesia, conducida por ese
hombre tan lúcido y valiente, que dejó en sus documentos y
conferencias un magnífico cuerpo de doctrina y de líneas de ac­
ción. Dichosas las naciones que en tiempos turbulentos tienen
cabezas que sepan orientarlas, y hombres de fibra que sepan
conducir la situación. Tal fue el Arzobispo con quien habría de
trabajar Antonio, desde 1934 hasta el Alzamiento, un prelado
de talla gigantesca como teólogo, como apóstol, com o gobernan­
te y com o hombre. Recordemos que el padre de Antonio fue el
médico personal del cardenal Gomá, así com o lo sería luego de
su sucesor, el cardenal Pía y Deniel.

En ese mismo año la JACE organizó una peregrinación a


Roma, presidida por el gran Cardenal, para ganar el Jubileo.
Entre otros actos se celebró un Via Crucis en las galerías interio­
res del Coliseo, el viejo circo romano. Los que pudieron obser­
varlo quedaron impresionados a la vista de esos mil muchachos
que, encabezados por el Obispo, avanzaban de cinco en fondo,
con una cruz en las manos, mientras cantaban ¡Perdón, oh Dios
mío...!, pidiendo misericordia por los pecados de España y por
los propios pecados. Luego profesaron virilmente la fe entonan­
do el Credo. El Cardenal, emocionado, tomó la palabra, y pro­
nunció un discurso, quizás el mejor de todos los suyos. Destacó
el contraste entre el Coliseo, testigo de la heroica fe de los már­
tires, y la locura de aquellos hombres que estaban desencade­
nando sobre la Patria querida el huracán del odio contra la
Cruz, así com o la persecución contra todo lo que a lo largo de
los siglos se fue creando a su sombra, y todo cuanto España tie­
ne de grande y de noble. Será preciso luchar, les dijo, aprender
a sufrir, disponerse a ofrendar la propia sangre, toda de una vez
o gota a gota. Los jóvenes sollozaban. Quizás el Cardenal esta­
A ntonio R ivera 291

ba lejos de pensar que pronto se abriría en España una nueva


Era de Mártires. L o cierto es que cuando llegó esa hora, miles
de jóvenes, que lo habrán comunicado a otros miles, sabrían a
qué atenerse.
Los muchachos españoles tuvieron luego una entrevista con
el Papa quien los saludó invocando tres títulos de gloria: jó v e ­
nes, católicos y españoles. Al terminar su alocución, se dispuso
a subir a la silla gestatoria, pero cuando advirtió que los escalo­
nes estaban cubiertos con banderas españolas, rompiendo el
protocolo, se detuvo, tom ó con sus manos una de ellas, la aca­
rició por breves momentos, y luego ordenó que las alzasen, pa­
ra no tener que pisarlas. Antonio volvió de Rom a lleno de ar­
dor, confesando cóm o se había estremecido cuando cantó con
los suyos aquellas palabras del Credo: “Credo unam, sanctam,
catholicam et apostolicam E cclesiam ”
En 1935 Antonio tenía 19 años. Su figura ya había encontra­
do la forma que Dios soñó para él. Era el paradigma del militan­
te de Acción Católica. Nos dice de él un biógrafo: “Antes que per­
sona privada, que amigo, que hijo, que estudiante, que aboga­
do, es apóstol, deliberadamente; y gracias a serlo con toda su
alma, funde en armonía y da sentido a todo lo que fue desde
entonces: hijo, estudiante, ciudadano, militante, soldado y mu­
tilado agonizante. T od o tuvo sentido apostólico en esa unidad
vocacional de su espíritu.” Dedicóse entonces a recorrer pueblo
tras pueblo, para fundar en cada uno de ellos nuevos centros
de la JACE. Preparaba esas visitas pasando un buen rato ante
el Sagrario. A lo largo de dicho itinerario, multitud de jóvenes lo
siguieron y apreciaron, arrebatados por su celo impetuoso, su
entrañable caridad, su buen humor, prudencia y valentía. El
obispo auxiliar de Toledo calificaría aquella actividad com o
“actuación apostólica maravillosa, inteligente, abnegada, fervo­
rosa y con indicios claros de animarla un espíritu verdadera­
mente sobrenatural” .
292 E l P endón y ia A ureola,

H e aquí el periplo, corto pero intenso, que vivió Antonio,


desde su dedicación a la militancia política hasta su consagra­
ción a la militancia apostólica, dos militancias no divorciadas
entre sí ya que, com o él mismo dijo, “ no hay necesidad de que
nosotros vayamos a la política, porque nuestra Acción Católica
será siempre Acción Española.”

El Episcopado Español resolvió que el año 1937 sería un


Añ o Santo Compostelano. Y a había olor a sangre en el ambien­
te, de ahí que se lo concibió com o un acto premartirial. En la
proclama de la convocatoria que, adhiriéndose al proyecto del
Episcopado, lanzaron los jóvenes, se podía leer: “Si muero, en­
cargo a la Juventud de Acción Católica que recoja mi sangre y
la haga fecunda.” En m ayo del 36 apareció un folleto llamado
Ultreya -esta palabra significa “más allá” , o “adelante” , y era el
grito de los viejos peregrinos de Santiago- donde se incluían las
siguientes frases, a m odo de consignas:

Una juventud heroica, plena de vida, con afán avasallador


de buscar la verdad, no puede estar al servicio de empresas
mezquinas.

El vigor juvenil de esta generación está empeñado en la rea­


lización de una obra gigante.

Generación auténticamente creadora, definidora de rumbos


nuevos, que proporcionará al mundo un sistema de ideas del
cual pueda vivir y España seguir tejiendo la tela de su Historia.

Bajo las bóvedas milenarias que oyeron el balbuceo de to­


das las culturas recibiremos el espaldarazo definitivo, el vigor
indomable que nos haga Caballeros de Cristo en las tierras de
España.

Como el Hijo del Trueno, cuando el cáliz amargo asome a


nuestros labios, digamos “Possumus”; porque Dios, ayuda y
Santiago.
A ntonio R ivera 293

Estas últimas palabras aluden al diálogo que Cristo mantuvo


con los hijos de Zebedeo, llamados “Hijos del Trueno” , según
nos lo relata el Evangelio. El Señor les preguntó si podrían
beber el cáliz que Él iba a beber, es decir, si estarían dispuestos
a aceptar el martirio, y ellos respondieron “Podem os” (cf. Mt
20, 20- 22 ).
La idea de una peregrinación nacional al sepulcro de Santia­
go la había lanzado Manuel Aparici. “Estamos dispuestos a tra­
bajar - d ijo - por Cristo y por España; trabajaremos con alegría
pero cuando sea preciso beberemos también el cáliz de la amar­
gura, porque los huesos y las cenizas del Apóstol Santiago nos
están diciendo que con el martirio y el sufrimiento España se
hizo grande.” El proyecto tenía, pues, una meta definida: dejar­
se iluminar por la doctrina del Evangelio y llenarse de fortaleza
con el ejemplo de Santiago, es decir, alcanzar lucidez y coraje
para afrontar com o corresponde las dificilísimas circunstancias
que se estaban viviendo. El “possumus” de la respuesta de
Santiago, la disposición a beber el cáliz del martirio, fue así asu­
mido por miles de jóvenes en las vísperas de sangre que se ave­
cinaban para España. Esta convocatoria, en cuanto se refiere a
Antonio Rivera, le daría a la última fase de su vida un marcado
carácter de peregrinación jacobea.

4. Su vida espiritual

El lector habrá ido advirtiendo cóm o las actuaciones de


Rivera suponían un sólido soporte espiritual. L o que daba a los
otros lo había primero vivido y rumiado. Empezó por llenarse
de Dios para luego volcarse a los demás.
N o creemos temerario afirmar que su vida espiritual se abre­
vó principalmente en el espíritu de los Ejercicios espirituales de
San Ignacio de Loyola. Los hizo repetidas veces, una de ellas
294 E l P endón y i a A ureola

en Covadonga, del 8 a 13 de julio de 1934, nada menos que


bajo la dirección del P. José Antonio de Laburu, tan conocido
entre nosotros. Según el más puro espíritu ignaciano, Antonio
llevó adelante una lucha en dos frentes simultáneos: el frente de
su vida interior, mediante la conquista de sí mismo para Dios, y
el frente apostólico, buscando ganarse a los jóvenes para entre­
garlos a Cristo. Si la virtud de 1a magnanimidad fue una de las
que mejor caracterizó a San Ignacio, que no en vano recomen­
daba entrar en los Ejercicios “ con grande ánimo y liberalidad” ,
también lo distinguió a Antonio, tan ajeno a cualquier expre­
sión de pusilanimidad o pequeñez de espíritu. Su corazón esta­
ba abierto a todo lo grande, en la prosecución no solamente de
la gloria de Dios, sino de la mayor gloria de Dios. Y ello vivido
com o una pasión ardorosa.
Cada vez que hizo Ejercicios dejó escritos diversos propósi­
tos que revelan la delicadeza y generosidad de su espíritu.
Transcribamos algunos de ellos: “Ninguna confianza en ti, toda
en Dios.” “Y o no puedo nada, pero contigo puedo hasta ser
santo.” “Y o me fío de ti, pero Tú no te fíes de mí.” “Y o no pue­
do, pero Tú sí puedes.” “Guerra al desaliento.” Se advierte has­
ta qué punto buscaba desapegarse de sí mismo para mejor
adherirse a Dios.
Otros propósitos se refieren a la importancia de la oración y
a la necesidad de hacerla lo mejor posible. “Procura ir por la
calle haciendo oración cuando vayas solo.” “L o fundamental,
la oración; por ella Dios te ayuda.” “La oración te hace omnipo­
tente.” Aun en las plegarias vocales era muy cuidadoso: “N o re­
zar nunca mecánicamente, dar sentido a las palabras.” Con
tanto cuidado pronunciaba a veces las avemarias del rosario
que un día le dijeron en broma: “¿Es que vas a enseñar a la Vir­
gen el castellano?” .
A ntomo R ivera 295

Sus apuntes de Ejercicios revelan también un acendrado es­


píritu de penitencia. “Estoy en gracia; ahora, a hacer penitencia
y a crecer; Dios te recogerá.” “Sacrificarme en todo contra el
mundo.” “Es fundamental la mortificación de continuo y en to­
do, no sólo por tus culpas, sino, si sobra, por los demás.” “ C on­
quístate a ti; luego a los otros.” “ Insistir en la idea de las morti­
ficaciones por los demás.”
Se propuso asimismo en los Ejercicios no hablar nunca de
sus éxitos ni de sus cosas buenas en general, “ni contar nada
que pueda mejorar el concepto que de ti tienen” , y ello ni si­
quiera en la intimidad familiar. Cuando alguien mostraba admi­
ración por él, respondía para adentro con una frase notable:
“Procura ser com o creen, diciendo cóm o eres lo más posible.”
A medida que se fue perfeccionando, depuró su resolución:
“Para no sentir vanidad, dos cosas: no hablar nunca de lo que
hago y pedir a Dios que me mande humillaciones.”
La espiritualidad por él cultivada no lo llevó a alejarse inde­
bidamente de los suyos. De ahí su propósito de “dejar todos los
días un rato para estar con la familia” . Porque en casos com o el
suyo siempre se corre el peligro de que el estudio, el trabajo, los
emprendimientos apostólicos, acaben por apartar de la primera
obligación del apóstol seglar. En cierta ocasión, sabiendo que le
esperaban algunos días de descanso escribe: “Aprovechar estos
días para estar mucho con mi familia.”
En marzo de 1935, luego de concluir una tanda de Ejercicios
que hizo en Madrid, fue a visitar a Joaquín Arrarás, gran escri­
tor y periodista. Éste le preguntó a Antonio:

-¿Q ué has venido a hacer en Madrid? ¿Qué preparáis?


-D o n Joaquín, .yo acabo de realizar unos Ejercicios intemos
en Carabanchal.

Arrarás le dijo entre risueño y asombrado:


296 E l P endón y la.A ureola

-Pero España está ardiendo; la situación es explosiva y to­


do lo que se le ocurre a la Juventud Católica es encerrarse a
hacer Ejercicios. ¿Así os preparáis a defender España?

Con gran amabilidad Antonio trató de hacerle comprender


la importancia que él atribuía a los Ejercicios, precisamente
porque los momentos eran tan graves. Meses después Arrarás
comprendería el argumento.

Los Ejercicios lo iniciaron a Antonio en la práctica de la m e­


ditación. De ordinario la hacía en su casa, sea paseando, sea
antes de ir a Misa, en lo que era exactísimo y metódico. C om ­
prendió también la importancia de la dirección espiritual, con­
fiándose hasta el final de su vida a un padre de la Compañía de
Jesús. La espiritualidad de los Ejercicios, que se dirige más a la
inteligencia que a la sensibilidad, le ayudó a desarrollar un jui­
cio y un don de consejo admirables, siguiendo sobre todo lo
que San Ignacio llama las “reglas de discernimiento de espíri­
tus” . A los veinte años tenía la madurez de un hombre formado.
Si bien era un alma ardiente, sin embargo lo que en él predom i­
naba era la inteligencia, polarizada en una realidad cardinal de
la doctrina católica: “La verdad fundamental para mí, puede ser
la de la vida sobrenatural.” Así lo fue en realidad. Vivía la exis­
tencia del- orden sobrenatural con la más absoluta naturalidad.
Su piedád tan viril lo hizo inabordable al respeto humano o a la
presión de cualquiera que lo quisiese apartar de esa verdad pa­
ra él esencial.

Se ha dicho de Antonio que fue un joven de fuertes pasio­


nes. ¿Para qué negarlo? Por lo demás, no puede existir una per­
sonalidad fuerte si carece de pasiones igualmente fuertes. Y a
sabemos que las pasiones no son en sí ni buenas ni malas, son
neutras. Si se vuelcan al bien, serán santificadoras. Por eso no
hay que suprimirlas sino encauzarlas. Así lo hizo Antonio, y ello
le daba una gran seguridad en sus convicciones. Pero supo evi-
A ntonio R ivera 297

tar el peligro que con frecuencia suele acechar a las personas de


este talante, el peligro de la soberbia o de la terquedad, sujetán­
dose en" cuanto corresponde al padre espiritual que eligió. Pudo
cumplir así, y en qué grado, uno de sus más queridos anhelos:
“H e de dar a mi vida un tono heroico.”
La magnanimidad que practicaba se acrecentó a medida
que tuvo que sufrir las pequeñeces, emulaciones y rivalidades
tontas, que muchas veces encuentra el apóstol entre sus propios
compañeros y que a algunos llega a derrumbar. Ante la consta­
tación de tantos defectos com o veía en ese ámbito, cierta vez
exclamó: “ ¡Qué grande es la Iglesia para perseverar en m edio
de tanta miseria!” .
Antonio alimentaba en lo más hondo de su alma una profun­
da alegría espiritual, que con frecuencia se reflejaba exteriormen-
te. N os cuentan sus amigos cóm o al volver de comulgar con los
brazos cruzados, dejaba transparentar el gozo interior que lo
embargaba, sin afectación alguna, por cierto. Era el mejor en­
cuentro del día. “Santo triste, triste santo” , le había dicho en
una audiencia particular el cardenal Gomá, hablándole de las
características que debía tener la juventud católica. Cuando lle­
gaba Antonio, se diluían los dramas, reales o ficticios, de los allí
presentes. Para las nubes pasajeras, sabía tener a flor de labios
la broma adecuada y sedante. Era proverbial la franqueza de su
risa, que nunca regateaba, ni aun en m edio de dificultades o
contratiempos. N o en vano había escogido a este respecto una
consigna categórica: “Ver en todas las cosas que te pasen la v o ­
luntad de Dios y aceptarla con alegría, si puedes.” O también:
“Ver en todas las cosas que te pasen, te gusten o no, la manifes­
tación de la voluntad de Dios y procurar estar alegre en ella.”
Sobre todo el contacto espiritual con la Santísima Virgen lo lle­
naba de paz. Cuando iba caminando solo por la calle solía man­
tener “diálogos con Nuestra Señora” , a la que gustaba conside­
rar com o medianera de todas las gracias.
298 E l P endón y la.A ureola

N o creamos que la alegría que le caracterizaba era el resulta­


do de una especie de desconocimiento o ignorancia de los dra­
mas de su tiempo. Estaba lejos de ser un cristiano inconsciente,
ñoño u “ optimista” a ultranza. Especialmente desde que se re­
cibió de abogado comprendió con toda claridad que en España
se avecinaba una terrible tempestad, considerándola com o un
severo castigo de la Providencia divina. Habría que reparar al
Dios ofendido; y ofendido por todos, no sólo por la maldad de
sus adversarios sino también por la mediocridad y los pecados
de los buenos. Por eso, cuando se comenzaron a desplomar los
valores y parecía triunfar la antipatria, trató de ver en ello un es­
tímulo para avivar su anhelo de santidad. En los últimos Ejerci­
cios que hizo, el año 1936, escribió entre otros propósitos: “M e­
ditar las palabras de Aparici.” Este le había dicho, meses atrás,
que si las ciudades de la Pentápolis hubiesen contado con diez
justos, el Señor las hubiera perdonado. L o único que detiene al
castigo de Dios por los pecados de los pueblos es la existencia
de los santos. De ahí lo que Antonio escribió a continuación:
“La salvación de España puede depender de mi santificación.
Necesidad de ser santo, por la Juventud Católica, por España y
por ti.” Recordemos que Aparici había convocado a la juventud
para que peregrinase, el año siguiente, a la tumba de Santiago.
La idea de la santificación y el proyecto de la peregrinación se
unieron inescindiblemente en el alma de Antonio. Si se quería
que la peregrinación alcanzase sus frutos de salvación para la
Iglesia y para España era preciso llegar a ella con la mejor pre­
paración posible. A esta decisión enderezaría Antonio la última
etapa de su vida: “ Para Santiago, santo” , dirá en los apuntes de
sus últimos Ejercicios.
A ntomo Rivera 299

5. Su apostolado coloquial

Era de esperar que una vida interior tan intensa rebalsara


hacia fuera. N o otra cosa es el apostolado. Muchos fueron los
compañeros y amigos de Antonio; siempre procuró que com ­
partiesen sus propios y elevados ideales. Estaba convencido de
que el apostolado más eficaz es el que se realiza con los más
cercanos, los allegados, los del ambiente en que uno se mueve.
Una conversación cordial, donde se pueden exponer las pro­
pias convicciones con claridad y caridad, vale más que un mitin
político. Cuentan sus amigos que cuando paseaban con él por
la plaza de Zocodover o las calles populosas de Toledo, con fre­
cuencia trataba de llevar la conversación a temas importantes,
no tomando por cierto aire de seriedad afectada, sino con ta­
lante desenvuelto y simpático, sin abdicar de su jocosidad habi­
tual y de sus carcajadas, tan típicas suyas. Uno de ellos recuer­
da: “ Él me decía que era yo el que tenía sentido del humor y
astucia divertida, pero la facilidad para la risa y las grandes car­
cajadas eran de Antonio; bromas, frases cortadas, y sobre todo
su risa, no se olvidan. Era algo así com o si alguien te diera un
baño de paz.”

Más allá del apostolado formal, por m edio de las organiza­


ciones, recurrió con frecuencia a esta otra forma de apostolado,
el directo y amistoso, del tú a tú, interesándose por los proble­
mas del compañero, por su estado espiritual, por sus necesida­
des. Ningún respeto humano le impedía hablar de la gracia, de
la oración, de las virtudes. Para este m odo de apostolado, más
difícil que el primero, Antonio estaba especialmente dotado. Su
extraordinaria simpatía y cordialidad resultaban envolventes.
Y a desde el bachillerato, aprovechaba los recreos para acercar­
se a los demás chicos. Pensemos que en aquellos días resultaba
poco menos que heroico no repetir lo que decían todos, mante­
niendo posturas diversas a las comúnmente aceptadas. Tom an­
300 E l P endón y la.A ureola

do pie en diversas circunstancias, un hecho político, religioso,


deportivo o escolar, Antonio introducía al interlocutor en los te­
mas que le interesaba tratar. Nunca sintió el vértigo de la muche­
dumbre. Prefirió la conquista del “singular” .
Cuando alguna discusión se hacía ineludible, no perdía la
calma. Según escribe uno de sus biógrafos, el duelo dialéctico,
al que tan aficionados suelen ser los jóvenes normales como signo
de virilidad intelectual, se convertía para Antonio en un expe­
diente apostólico. Su propósito era dejar siempre bien en alto la
verdad conculcada, sobre todo si pertenecía al depósito de la
fe. A veces les decía a sus contrincantes cosas fuertes y que p o ­
dían resultarles desagradables, pero lo hacía de tal manera que
el ataque resultaba impersonal, nunca dejando de lado los pun­
tos de coincidencia, para quitar aspereza al enfrentamiento. S ó ­
lo en una ocasión se indignaba e imponía silencio: cuando el
interlocutor blasfemaba. Un amigo nos cuenta que cierto día es­
taba paseando con Antonio por las afueras de Toledo. Habla­
ban dé temas intrascendentes. De pronto se permitió hacer una
alusión ofensiva a la Virgen. Antonio le contestó en seco:

-S i quieres que sigamos siendo amigos, no vuelvas a repetir


eso.

Él le dijo que no era creyente; que en labios de un católico


sus palabras podrían parecer una ofensa, pero en los suyos ca­
recían de valor. Antonio le respondió que debía respetar sus creen­
cias y no agraviarlas, com o acababa de hacerlo.

-¡N o parece sino que te hubiera hecho objeto de una ofen­


sa personal!
-P e o r aún. Has ofendido a la Madre y Señora del género
humano. Hubiera preferido que lo hubieras hecho a mi propia
madre.
-Siendo así -le dijo-, perdóname; no volverá a ocurrir.
A ntonio R ivera 301

Por razones de estudios en la Universidad, coincidió una vez


con un compañero en la ciudad de Granada. Estaban ambos
paseando por la Alhambra. Su amigo le comentaba el encanto
sensual que debían haber sentido aquellos recios guerreros de
Castilla al ocupar ese maravilloso palacio, tan superior a sus
austeros castillos. A lo que Antonio contestó que si quizás sintie­
ron tal asombro no hubo de haber sido sin antes clavar la Cruz
de Cristo sobre la Torre de la Vela, y que en todo caso, no fue
sino su reciedumbre la que les permitió vencer en dicha contien­
da. Antonio se expresaba, nos dice su amigo, com o un embaja­
dor de don Pelayo, y yo com o un embajador de Abderramán
de Córdoba. Y sucedió com o en la Reconquista. Paso a paso
perdí terreno hasta ser vencido.

Otro amigo nos recuerda una de las charlas que mantuvo


con Antonio. Le preguntaba cóm o era posible que apreciase
tanto a Toledo, una ciudad tan anquilosada, cóm o podía compa­
rarla con una ciudad moderna y progresista, donde se puede
disfrutar de la vida y divertirse sin límites, con una ciudad don­
de, en una palabra, se vive mejor.

-Según lo que entiendas por mejor. N o te niego que en esas


ciudades haya más lujo y más dinero, más espectáculos y di­
versiones. Pero Toledo representa todas nuestras glorias patrióti­
cas y religiosas y tiene monumentos y recuerdos, historia y tra­
dición, que para sí quisieran otras poblaciones.
-¡Bah, bah! La historia, la tradición, la moral, la religión...
¡Sólo palabras! Créete, Toledo no tiene razón de existir, y si su­
pervive lo hace arrastrando una vida lánguida. ¡Nada se perde­
ría si un día desapareciese!
- N o estoy conforme. El perfil cosmopolita de las grandes
ciudades podría ser reemplazado por otros, sin que nada sucedie­
se. Toledo es irremplazable. ¿Crees tú que su Catedral o su Al­
cázar, sus murallas o sus puertas tienen menos valor que una
fábrica, un banco, un teatro o un café?
302 E l P endón y la A ureola

El compañero no se convencía, entendiendo que el valor de


las naciones dependía de su pujanza material y económica.
Esta España pobre, muerta, le decía, a pesar de toda su tradi­
ción, nunca llegará a ser com o Estados Unidos, Alemania o
Inglaterra.

-Afortunadamente no. Porque en España todavía existe, a


Dios gracias, lo que en aquellos países casi no cuenta: existe la
fe en una religión verdadera, el respeto a la moral, no corrompi­
da, el sentimiento de caridad. Todo lo demás podremos alcan­
zarlo; pero estas cosas, si no las tuviéramos, jamás las consegui­
ríamos. En los pueblos, como en los individuos, lo que verdade­
ramente hay que apreciar son sus valores espirituales; lo mate­
rial es secundario.

La conversación siguió largo rato. El interlocutor de Antonio


se daba cuenta de que éste, firmemente persuadido de sus
ideas, en el fondo tenía razón, pero le daba vergüenza recono­
cerlo, porque Antonio tenía sólo 16 años y él tres años más. Era
evidente que lo superaba con la fuerza que le prestaba el con­
vencimiento de su fe y de sus convicciones. Admiraba, asimis­
mo, según lo declaró en otro momento, la naturalidad con que
habitualmente le hablaba de los grandes problemas de la vida:
el problema de la salvación y la condenación, de la gracia, del
pecado, del destino sobrenatural del hombre, de la Iglesia.
Abundan testimonios com o el de estos jóvenes á que acaba­
mos de referirnos. José Saturio, por ejemplo, adolescente enton­
ces, nos dice de él: “Su figura encarna para mí el ideal cristiano
de un joven del siglo XX, adornado de todas las virtudes en to­
no heroico.” Mediante el apostolado coloquial, lo que Antonio
buscaba en primer lugar era que los chicos vivieran en gracia.
Luego, si podía, los incorporaba a la FEC o a la JACE. Un mu­
chacho anarquista nos cuenta que llegó a la fe por sus conver­
saciones con Rivera, quien le hizo conocer también lo que sig-
Antomo Rivera 303

niñea el amor a la Patria. Tal conquista no tardaría en dar sus


frutos. Durante el asedio al Alcázar aquel joven se negó a com ­
batir ctíntra los sitiados y después fue Capitán del Ejército na­
cional.
El testimonio de Antonio, a través de sus animados colo­
quios, no sólo llegaba por el oído sino que también entraba por
los ojos, transparentando pureza y lealtad. C om o afirmó uno de
sus compañeros: “Primero creyeron en él; después creyeron
por él.”

6. Form ador de dirigentes

Antonio había logrado una sólida vertebración intelectual en


base no sólo a sus amplios conocimientos religiosos sino tam­
bién a su interés por los grandes temas de la historia, de la fi­
losofía de la historia, o mejor, de la teología de la historia. De
este m odo se había preparado convenientemente para poder
formar a los demás.
El proceso de la Revolución avanzaba a pasos gigantescos
en su Patria. El lo advertía con toda claridad. Por eso cuando
hablaba a sus muchachos, quería que no sólo se quedasen en
los temas espirituales, sino que también tomasen conciencia de
los que sucedía en el campo de la política, de la literatura, de la
familia y del trabajo, urgiendo “la necesidad de oponer a aque­
llo una acción enérgica, en lugar de lamentarse” . Y a hemos se­
ñalado su interés por las cosas temporales. Recordemos cóm o
en el 34, cuando se examinó en Filosofía del Derecho, eligió
como tema de su tesis la “Teoría del Estado en las doctrinas p o ­
líticas actuales” , donde analizó la posición liberal, anarquista,
socialista, comunista, fascista, tradicionalista y pontificia.
El análisis de la Revolución Anticristiana era un tema que lo
apasionaba. La lectura de autores com o Menéndez y Pelayo,
304 E l P endón y la A ureola

Pradera, Donoso Cortés, Balmes, Eugenio d ’Ors, Berdiaiev y


Ramiro de Maeztu, le había hecho comprender de manera ca­
bal que la Revolución no era un fenómeno del momento, sin
antecedentes en la historia. “ Entendemos por revolución -escri­
b e - todo el proceso filosófico y político que va desde la Refor­
ma hasta el comunismo. Son manifestaciones que van una de­
trás de otra y que tienen grandes diferencias y una nota común:
la oposición a la Iglesia católica. La Revolución francesa fue
consecuencia de las ideas de la Reforma que conquistaron a los
intelectuales franceses. La Revolución francesa marca la máxi­
ma explosión del individualismo, que luego encauza de distin­
tos modos más pacíficos y tranquilos, pero que coinciden en las
bases de la misma.” Calibró adecuadamente el grave peligro
del liberalismo, que acaba conduciendo al precipicio, según lo
deja advertir en el juicio que hace de Ganivet: “Tiene a veces
aciertos magníficos de interpretación del alma española, [pero]
tiene el desacierto de creer en las ventajas de la excesiva liber­
tad. Tiene el morbo liberal metido en su cuerpo. Para dar liber­
tad, hemos estado a punto de perder nuestra propia razón de ser.”
Del liberalismo proviene el marxismo, afirma. “Consecuen­
cia del individualismo y con bases filosóficas parecidas está el
socialismo y su rama extrema, el comunismo. H e aquí el proce­
so de la revolución. H ay que considerarlo así en toda su ampli­
tud y envolver todas las manifestaciones bajo este calificativo
común, pues tan revolucionario es el capitalismo liberal com o
el racionalismo.” Esmérase Antonio en señalar los denomina­
dores comunes: concepción materialista de la vida, egoísmo,
oposición al catolicismo, indisciplina intelectual, utopía, halago
de las pasiones, crueldad...
Detrás de ese prolongado y complejo proceso de la Revolu­
ción moderna se esconde una razón teológica, com o lo estaba
ya demostrando la contienda que estalló en España. Dicha con­
tienda, que pronto sería guerra desatada, sólo resulta inteligible
A ntonio R ivera 305

si se la considera com o uno de los episodios del ininterrumpido


enfrentamiento entre las Dos Ciudades, una guerra teológica.
N o otra cosa dijeron los Obispos españoles en su importantísimo
documento colectivo de julio de 1937: “Aun cuando la guerra
fuera de carácter político y social, ha sido tan grave su repercu­
sión de orden religioso y ha aparecido tan claro desde sus co­
mienzos que una de las partes beligerantes iba a la eliminación
de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católi­
cos, no podíamos inhibirnos... La revolución comunista aliada
de los ejércitos del Gobierno fue, sobre todo, antidivina.”

Antonio seguía con especial interés las reacciones políticas


que se iban produciendo en el extranjero contra el liberalismo y
el marxismo. En Italia primero, luego en Austria y Portugal, por
fin en Alemania, con sus movimientos políticos antipartidocrá-
ticos, que ejercían enorme influjo en la nueva generación espa­
ñola antimarxista. Era la hora de las camisas, las azules de la Fa­
lange, las negras de los fascistas, las rojas de los marxistas, las
caquis de los requetés, las pardas de la juventud de Acción P o ­
pular; la hora de los saludos brazo en alto, la hora de los “cau­
dillos” . Hitler, Mussolini, Dollfus entusiasmaban a la juventud.
Antonio sabía muy bien que no todo era trigo limpio, y que no
bastaba con ser antiliberal o anticomunista para ser aliado de los
suyos. Tenía, eso sí, predilección por la experiencia de Dollfus
en Austria, con sus vistosas milicias comandadas por el príncipe
Staremberg. Sin embargo, a su juicio, era la Iglesia la única que
podía luchar con plena autoridad contra la Revolución en todas
sus expresiones, oponiendo al materialismo inmanentista el con­
cepto trascendental de la vida, en el señorío sobre las pasiones
y la forja de los caracteres. “Fijándonos en el momento actual
de la revolución -d ice-, última fase del proceso revolucionario,
podemos decir que sólo la Iglesia puede oponerse a ello, y que
sólo volviendo a vivir el catolicismo podría ser solucionado.”
306 E l P endón y la.A ureola

Resulta interesante su juicio sobre el levantamiento de los


mineros acaecido en Asturias en 1934. Se llamó de Asturias
porque sólo llegó a estallar en aquella región, y también en Bar­
celona, aunque los dirigentes marxistas de Largo Caballero lo
tenían preparado para toda España. Hubo allí quemas de igle­
sias, así com o matanzas de sacerdotes y seglares católicos. La
reacción de Antonio fue la de un joven maduro. N o redujo la
cuestión a un mero levantamiento de clase, donde los rebeldes
eran los únicos malos. En un artículo que publicara por aque­
llos días, señalaba que dicha insurrección se debía también al
olvido generalizado del Evangelio y de la doctrina social de la
Iglesia. N o toda la culpa la tenían los marxistas. Porque muchas
veces los de la clase media y alta coincidían, sin saberlo, en el
mismo anhelo de aquéllos: el deseo de hacer de este mundo
una morada permanente, la búsqueda del paraíso en la tierra,
en el intento de establecer aquí un cielo sin Dios. De ahí el de­
ber que tenía la Juventud Católica de recrear en todas las cla­
ses, alta, media y baja, la conciencia espiritualista y sobrenatu­
ral de España, la conciencia de un sobrenaturalismo que llegase
hasta impregnar también el orden temporal. La caridad nos
pide que asistamos no sólo a nuestros caídos, escribe Antonio,
sino también a los hijos de los marxistas. Ello en m odo alguno
significaba que equiparase a los sublevados con las tropas que
los reprimieron. Sólo quiso dejar en claro que no había que creer­
se inmune del virus marxista, aunque uno se proclamase liberal
o democrático.

C om o se ve, la clave suprema que polarizaba todas sus re­


flexiones sobre el quehacer político-cultural de España era nada
menos que el mismo Dios. Tanto sus grandes decisiones, com o
sus juicios sobre los sucesos de la época, y hasta los paseos con
sus amigos por Zocodover, tenían ese solo propósito, secundar
lo mejor posible la voluntad del Señor, buscar que se le diese
gloria siempre y en todo lugar, tanto en el campo individual co­
A ntonio R ivera 307

mo social. En una palabra, trataba de que sus opciones políti­


cas o apostólicas estuviesen en constante coherencia con los
planes de Dios.

Dentro de su visión de la política, alentaba una esperanza


que lo llenaba de entusiasmo: el posible resurgimiento del ideal
de la Hispanidad, sobre todo en base a la doctrina de Ramiro
de Maeztu. Y a desde antes se había interesado por las ideas de
Herrera sobre la misión de España, su vocación imperial, pero
de un imperialismo prevalentemente espiritual, que no era el de
la raza, al estilo del nacionalsocialismo, sino del espíritu. El ideal
nacional de España era un ideal religioso. De ahí su acuerdo
con lo que afirmaba Spengler, a saber, que cuando España vol­
viese a encontrar y sentir ese ideal, se levantaría de nuevo.

Antonio estudió con mucho interés lo que fue el Imperio


español. N o com o si se tratara de algo pasado y muerto, sino
de una tarea inconclusa, una asignatura pendiente para todo el
mundo hispánico. El 12 de octubre de 1934, mientras los suce­
sos de O viedo ocurrían en España, tuvo lugar en Buenos Aires
el Congreso Eucarístico Internacional. El Primado de España,
cardenal G om á y Tomás, acompañado por un nutrido grupo
de católicos, entre los cuales se contaba, com o dijimos, el padre
de nuestro Antonio, presidió la representación española. El dis­
curso que pronunció en el Teatro Colón, al que tituló “Apología
de la Hispanidad” , tuvo gran resonancia. “Hay relación de igual­
dad entre hispanidad y catolicismo; España fue un Estado mi­
sionero antes que conquistador; América fue la obra de España
y la obra de España lo es esencialmente de catolicismo. La for­
ma sustancial de la obra de España en América fue la fe católi­
ca.” Estas ideas hacían vibrar el corazón de Rivera.

Convencido de que el deber de la hora era la reconquista de


la Patria, que iba cayendo cada vez más en poder de la maso­
nería y el marxismo, Antonio centró su cosmovisión en un con-
308 E l P endón y ia A ureola

junto de ideas perfectamente vertebradas; Dios, Iglesia, Patria,


hispanidad y apostolado. Con dichas ideas montó un cuerpo
de doctrina, luego trajo en su apoyo las enseñanzas de un gru­
po selecto de autores, las coordinó y las ofreció, con claridad
avasallante, a los jóvenes que lo seguían.
Porque Antonio no se contentó con autoformarse. Su incli­
nación política, a la que en cierta manera había renunciado pa­
ra dedicarse en cuerpo y alma a la vocación apostólica, sin que
ello implicase renuncia alguna a su interés por la polis, le per­
mitió desplegar todas sus cualidades de caudillaje y de organi­
zación, así com o su sentido práctico de concreción del ideal. Se
ha dicho de él que fue “un intelectual en acción” . Mientras mu­
chos creían que bastaba la instauración de un Gobierno católi­
co para solucionar todos los problemas desde el poder, Rivera
entendió claramente que una revolución nacional y católica
sería superficial y endeble sin una conciencia cristiana en el
pueblo que la sustentase. Y así se lanzó a la formación de cua­
dros de dirigentes, sobre todo entre la juventud, tratando de
que al menos esos grupos selectos descubriesen el carácter so­
brenatural de la crisis del pueblo español, así com o de las crisis
personales.
Insistía Antonio en que era preciso trabajar activamente en
vez de entretenerse en estériles lamentaciones. N o que no viese
con claridad la gravedad de la crisis, ni pretendiese encubrirla
con vanos y baratos optimismos. “La virtud no consiste en ig­
norar el vicio, sino en vencerlo” , dejó escrito. Por eso no vaciló
en presentar a los que lo seguían un diagnóstico amargo de la
situación, pasando revista al estado de la política, la ciencia, la
literatura, la familia, etc. Pero constatar dicha situación y que­
darse llorando resultaba del todo inútil. De ahí la urgencia de
.“oponer una acción enérgica, en lugar de lamentarse” . Aunque
no lo hagan los demás, decía, quien lo haga salvará su respon­
sabilidad.
A ntonio R ivera 309

Para Rivera la doctrina no era reductible a una mera especu­


lación cerebral, sino que había de ser llevada a la vida, debía
ser encarnada. Él conocía muy bien su contenido. Era menester
encontrar quienes se empeñasen en realizarla. De ahí la misión
que se impuso, y que trataría de llevar hasta el fin: formar jó v e ­
nes en la verdadera doctrina. Para ello no bastaría recurrir a
aquél m étodo facilongo que consistía en atraerlos limitándose a
organizar campeonatos de fútbol, funciones de cine y otras di­
versiones. En su opinión, dicho recurso a la larga resultaba ine­
ficaz, porque no tenía en cuenta el alma del joven que en el
fondo no se contenta con fiestas y entretenimientos sino que
busca heroísmo y misión, plasmación de ideas y consiguiente
espiritualidad. Por eso se abocó a la formación integral de mili­
tantes, recurriendo a un sistema metodológico coherente y com ­
pleto: Ejercicios espirituales, círculos de piedad, grupos de estu­
dio, cursillos, asambleas, apostolado...
Hemos señalado anteriormente la maestría con que supo es­
tablecer, ya desde su época de la secundaria, un fluido contacto
con sus compañeros, y cóm o dio vida a los locales de la Casa
del Estudiante, organizando veladas, fiestas, viajes de estudios,
actos públicos, cursos y círculos. Este proyecto sería permanen­
te durante su corta vida. El objetivo era formar una elite tan es­
cogida com o resuelta. “Formación de minorías -escribe- que
vengan a actuar a la vez que se forman en esa acción y con los
medios privados... Se precisan minorías selectas. La democracia
ha traído el afán de la masa, pero la masa la tendremos des­
pués, en cuanto tengamos las clases directoras. En la guerra un
solo hombre lo es todo (Napoleón).” A la formación de dicha
minoría consagraría lo mejor de sí.
Para concretar su propósito, hizo suya una consigna que el
papa P ío XI diera por aquel entonces a la juventud: Piedad, Es­
tudio y Acción. Am aba esta fórmula, en la que veía un resumen
cabal de sus designios, no sólo por lo que representan cada una
310 E l P endón y la A ureola

de esas tres palabras, sino también por el orden que sugerían.


L o primero debía ser la piedad y lo último la acción, fruto del
estudio. En otras palabras: caldear el corazón, formar la inteli­
gencia y forjar la voluntad. Porque Antonio entendía también la
imperiosa necesidad de forjar voluntades firmes, estables, edifi­
cadas sobre piedra y no sobre arena, que no se dejasen abatir
por el cansancio o las contrariedades. Les enseñaba a sus chi­
cos: “H ay que empezar por renunciar a pequeños caprichos y
placeres. Si tenéis sed, conteneos un poco antes de satisfacerla.
Si deseáis vivamente leer un libro, dadle la vuelta y esforzaos en
leer los renglones al revés. Poco a poco lograremos una volun­
tad fuerte, y con la gracia de Dios llegaremos a cierta perfec­
ción. La carne sometida al espíritu, el espíritu sometido a Dios.
Esta es la dependencia que debe existir en el joven de Acción
Católica.”
El primer ámbito era, com o lo señalamos, el de la piedad. En
dicho campo, los Ejercicios de San Ignacio constituyeron la pie­
za fundamental. N o admitía que un joven pudiera'considerarse
militante de la JACE, si previamente no se había entregado a
Cristo en una tanda de Ejercicios. A su juicio, ningún m edio era
más apto para suscitar jóvenes dotados de lucidez y de coraje,
así com o de espíritu de militancia en orden al Reinado social de
Jesucristo. L o expresó en una frase muy suya: “Conquístate a
ti; luego conquistarás a los demás.” Varias veces hizo Ejercicios,
en Toledo, en Covadonga, en Madrid. Y los organizó para los
suyos, asistiendo a veces con el fin de ayudar al padre que los
predicaba o a los jóvenes que los practicaban. Cuando los mu­
chachos eran pobres y no podían solventar su estancia en la ca­
sa de Ejercicios, se pasaba semanas enteras buscando ayuda
económica. Si alguna vez no lo lograba, se afligía notoriamente:
“N o son las pesetas -d ecía-; es quizás que se nos escapa un
nuevo apóstol de Cristo.” Eso es lo que él pretendía: suscitar ca­
tólicos realmente militantes o, com o dijo una vez, “hacer hom-
A nto m o R ivera 311

bres con lastre” . De ahí su insistencia: “Edifiquemos la Acción


Católica sobre roca y no sobre arena.”
Tal fue el primer aspecto al que atendió en su trabajo por
formar dirigentes, el de la piedad. Hablando de ella, en cierta
ocasión, por los micrófonos de Radio Toledo, decía: “Una pie­
dad que, volviendo a la orientación de la Iglesia, escoja para la
vida religiosa los actos más vitales de nuestra religión: misa, co­
munión, meditación, apartándose o dejando al menos en se­
gundo término tantas devociones ñoñas que a nada conducen.
Una piedad intensa que no se conforme con medianías, sino
que, recordando la frase del Evangelio «sed perfectos com o lo
es el Padre que está en los cielos» comprenda que la vida del
cristiano es un continuo ascenso hacia una meta altísima: la
perfección del mismo Dios. Y por ello queremos que nuestros
muchachos no se asusten cuando les hablamos de comunión
diaria, meditación, etc. Una piedad, en fin, viril, que no retroce­
da ante el respeto humano, ante la sonrisa escéptica del enemi­
go, ni ante la presión de cualquier autoridad, por alta que esté,
recordando la frase del Apóstol de las vehemencias: «S e ha de
obedecer a Dios antes que a los hombres».”
El segundo ámbito de formación fue el del estudio. Se ha di­
cho de Rivera que tenía vocación de intelectual católico, así co­
mo de formador de jóvenes en los diversos ramos de la cultura.
Dicha propensión, juntamente con otras facetas de su persona­
lidad, nos trae al recuerdo la simpática figura del glorioso mártir
mejicano Anacleto Gonzáles Flores, de quien hablamos y escri­
bimos años atrás. Y a hemos señalado cómo, a raíz de la caída
de la Monarquía, se despertó en Antonio un gran interés por la in­
vestigación de temas muy variados, religiosos, políticos, sociales
y literarios. Luego trataría de contagiar esa misma afición a sus
seguidores. Desde que comenzó a actuar en la Casa del Estu­
diante, y luego en los Centros de Acción Católica, no se cansó
de organizar cursillos de religión, filosofía, liturgia, pedagogía...
312 E l P endón y la A ureola

“Queremos despertar el afán de saber “ escribió-, el ansia de


estudiar, pero juntamente con esto acostumbrarnos a discipli­
nar nuestra inteligencia, sometiéndola humildemente a las nor­
mas de la Iglesia. Sabemos que una buena formación intelec­
tual no consiste en saber muchas cosas, sino en conocer bien
las verdaderas; conocimiento exacto de nuestra Religión, tan
olvidada de todos; defensa de ella en la apologética, lectura de­
tenida de las Encíclicas de los Papas, historia de la Iglesia, A c­
ción Católica, interpretación católica de la historia de España,
según el pensamiento de Menéndez y Pelayo, Liturgia.” Le inte­
resaba sobre todo que sus seguidores asimilasen la doctrina de
las encíclicas Libertas, Diutum um illud e Im mortale Dei, que
explicaban la debida relación de lo temporal y lo espiritual. Lo
mismo las llamadas encíclicas sociales, especialmente la Rerum
Novarum y la Quadragesimo Arm o, ya que al ver cóm o tantos
trabajadores, arrancados violentamente del Cuerpo Místico de
la Iglesia, era envenenados por la propaganda y convertidos en
carne propicia de todas las revoluciones, se interesó siempre
por el tema del trabajo y la justicia social.
Según puede verse, Antonio atribuía una particular relevan­
cia al estudio en sus círculos de formación. Pensaba, sin embar­
go, que el estudio debía subordinarse a la piedad. Uno de sus
amigo testimonia: “Si alguna vez se le objetaba, lo recuerdo con
precisión, que se debía anteponer el estudio a la piedad, reac­
cionaba convencido de que sin el amor de Dios y sin vivir con
el Señor nada se hacía; con El se podía todo.”
La piedad. El estudio. Pero ello no era suficiente. Se reque­
ría que sus jóvenes, si aspiraban a ser dirigentes, se volcasen a
la acción. Una esperanza lo enardecía: “Se está formando una
generación que producirá frutos provechosísimos para la Iglesia
y para la Patria.” Bien sabía las terribles condiciones en que
esos muchachos tendrían que actuar, y por eso se esforzaba en
forjarlos con el temple heroico de los cruzados o de los mártires.
A ntonio R ivera 313

N o nos explayamos sobre este aspecto de la formación, por­


que ya hemos tratado suficientemente de ello. Sólo digamos que
para Rivera tampoco el apostolado debía desvincularse de sus
raíces espirituales. Sus libros predilectos en esta materia fueron
La uida interior, de Tissot, y E l alma de todo apostolado, de
Chautard. La acción, afirma en uno de sus escritos, tendrá que
subordinarse a la piedad y al estudio. Sólo así se evitará el peli­
gro d e l “activismo” .
Piedad, estudio y acción: he ahí el trípode sobre el que re­
posa la formación del militante católico. Si así se preparan, les
decía a los suyos, llegarán a ser verdaderos dirigentes, no de­
biendo buscar el triunfo sino el combate, que es lo que está a su
alcance, porque al fin Dios no los premiaría por sus éxitos sino
por sus fatigas.

7. La importancia del patriotismo

Pensamos que uno de los rasgos más relevantes en la perso­


nalidad de Antonio es la unión que supo realizar entre el catoli­
cismo y el patriotismo. De ahí el lugar que le dio a la práctica de
esta virtud en su tarea de formación de juventudes. “El amor a
la Patria -escribe- siempre será ensalzado en la Iglesia, pues el
patriotismo es una virtud eminentemente cristiana que se basa
en los tres grandes amores: Dios, Patria y Padres.”
Supo distinguirlo, por cierto, del nacionalismo exaltado, que
endiosa a la nación, cual si fuese el valor supremo. Sin embar­
go, com o señala acertadamente, hay que ser cauto al vapulear
el nacionalismo, ya que ninguno de los que existen en España
es reprensible, significando simplemente el amor a la propia
nación. Por el otro extremo está el internacionalismo, que niega
el valor de la Patria que nos vio nacer. El patriotismo, según lo
debe entender un católico, se coloca en el justo medio entre el
314 E l P endón y la A ureola

nacionalismo chauvinista y el internacionalismo apátrida. Y a


que cabe también un internacionalismo sano, el que sueña con
una comunión de patrias, com o sucedió durante la Cristiandad
medieval.

Rivera piensa que cada nación encarna una idea de Dios


que debe realizarse en la historia. Propiamente no “cree en Es­
paña” ; cree en Dios, que puede hacer cosas grandes en y por
España, si los españoles aceptan el designio divino sobre su mi­
sión en la historia. En el fondo de esta concepción yace una
idea muy fecunda, y es el de la vocación de cada una de las na­
ciones. Si los individuos tienen su propia “vocación” , cada cual
la suya, algo semejante sucede en el plano de las naciones. A
cada nación Dios le encomienda una vocación determinada, le
confiere una misión propia. Antonio se pregunta repetidamente
cuál será la vocación de España, su misión en la historia. A
juicio suyo, no es otra que su entrega incondicional al servicio
de Dios, de su mayor gloria, dedicando a dicho fin sus esfuer­
zos, trabajos, luchas, sangre y heroísmo.

Fue principalmente Manuel Aparici, Presidente Nacional de


la JACE y gran amigo de Antonio, quien lanzó a la Juventud
Católica al cumplimiento de esa misión de España. Juzgaba de
primordial importancia la necesidad de ofrecer una “mística ca­
tólica, verdadera y heroica” , al ardor patriótico de las nuevas
juventudes. Estas ideas, ampliamente propagadas por la Acción
Católica, y que dieron pábulo a los que luego combatirían por
la España de siempre, llevando adelante la Cruzada nacional,
constituyeron para Antonio uno de los principales incentivos de
su vida. Su paladeada frase: “España ha de volver a su destino”
determinó para siempre su “destino” personal, y su entrega
hasta el sacrificio para conseguirlo.

Cuando se refería a ello, Antonio vibraba visceralmente, so­


ñando con el resurgir de España, que ya empezaba a vislum­
A ntom o R ivera 315

brarse a pesar de las tinieblas que por entonces la envolvían.


C oq frecuencia les hablaba a los jóvenes de su patria y de la
hispanidad, basándose sobre todo en aquel magnífico discurso
que el cardenal G om á pronunciara en Buenos Aires, a que ya
aludimos. Comprendía en toda su profundidad sobrenatural lo
que él llamaba “la misión de España en el mundo” y sostenía la
necesidad de “un imperialismo espiritual, que no está mal fren­
te al orgullo de raza” . Con ello distinguía claramente el naciona­
lismo católico de los falsos nacionalismos que a la sazón flore­
cían en Europa. “Se ha de pensar que España tiene una alta
misión de imperio espiritual: la conquista del mundo para Dios.”
Para estas consideraciones su texto favorito fue la Defensa
de la Hispanidad, de Ramiro de Maeztu, obra que se publicó a
principios del año 1934, y que produjo una enorme impresión,
hoy difícil de imaginar, en aquella joven generación católica. Maez­
tu, que luego moriría fusilado por los rojos, presentaba en ese
libro, sobre todo a los ojos de la juventud, una visión apasionante
y misionera de la Patria, en la admiración de los valores tradicio­
nales del pueblo español. Según dicho autor, “el vínculo esen­
cial que da espíritu de Patria a los hombres de nuestra tierra es
la Fe católica” . España no tendría sentido com o Patria si renun­
ciase a su prístina misión evangelizadora. El pensamiento patrió­
tico de Antonio se abrevó principalmente en esta obra de de Maez­
tu, así com o en los escritos de G om á y de Menéndez y Pelayo.
España, “la novia de Cristo” , según la llamó Eugenio Montes,
fue, después de Dios y de la Iglesia, la gran pasión de Antonio
Rivera, y a ella consagró toda su existencia, hasta dar la vida
por la patria de sus sueños. En su opinión, el momento por el
que estaba pasando era momentáneo, y sólo se debía a sus p e­
cados, personales y sociales. Antonio soñaba con la vuelta de
España al plan primigenio de Dios. Decía que así com o Berdiaiev
habló de un posible retorno a la Edad Media, había que confiar
firmemente en la vuelta de España a su fe y vocación iniciales.
316 E l P endón y la A ureola

Esta idea, religiosa y patriótica a la vez, enfervorizaba su co­


razón. N o deja de resultar sintomático aquello que en cierta
ocasión dijo de Angel Herrera, que había sido orientador suyo
y- a quien mucho apreciaba. Dicho profesor acababa de dictar
un cursillo en Madrid. Si bien a Antonio le habían gustado algu­
nas de sus afirmaciones sobre la misión espiritual de España,
acordes con el pensamiento de de Maeztu y del cardenal Gomá,
algo había que lo desazonaba. Al término de aquel encuentro,
un compañero allí presente le preguntó:

-¿Qué te ha parecido Herrera?


-M u y bien, como siempre... pero me hubiera gustado más
caliente al hablar de España.

Antonio estaba muy lejos de la “asepsia patriótica” de algu­


nos movimientos democristianos que comenzaban a perfilarse
en el horizonte de la política. Llevaba grabada en su alma la
misión patriótico-religiosa de España, según aquella divisa que
consignamos más arriba: “Nuestra Acción Católica será siempre
Acción Española.” N o parecía lícito separar lo que Dios había
unido. De ahí lo que afirmó en cierta ocasión: “Es preciso no
abandonar nunca el ideal religioso. Los problemas de España
son espirituales, y mientras no se cambien éstos, se vivirá en
interinidad.” Nos gusta la palabra “interinidad” , que expresa
bien a las claras la idea de lo precario que sería una solución
meramente política, aserto que Antonio refrenda en otro lugar:
“La estabilidad la dio en tiempos pasados la unidad religiosa,
que creó, al mismo tiempo, la conciencia colectiva en política.”
Ello explica la frecuencia con que repetía a sus jóvenes seguido­
res: “ ¡España ha de volver a su destino!” .

Un dato muy revelador de su personalidad es la relación que


siempre estableció entre el bien de la Patria amada y su propia
vida interior. El progreso en su vida espiritual le parecía ines-
A ntonio R ivera 317

cindible de la restauración de España. Llegó a decir: “Las cala­


midades familiares y nacionales, consecuencia de mis peca­
dos.” O también: “La salvación de España puede depender de
tu santificación. Necesidad de ser santo, por la Juventud de A c ­
ción Católica, por España y por ti.” Consciente de que para sal­
var a su Patria podía ser “ el justo que faltaba en los planes de
Dios” , ofreció su vida “por el perdón y la salvación de los es­
pañoles” .

Dentro del amor a la Patria, ocupó un lugar especial en su


espíritu la adhesión a lo que podríamos llamar “su patria chi­
ca” , su querida Toledo. Antonio conocía a fondo esa espléndi­
da ciudad, hasta en los rincones más recónditos de sus callejue­
las, habiéndola recorrido de día y de noche con sus amigos. Su­
po escuchar el deslizarse de las aguas del Tajo, admirar la le­
yenda de la Peña del Moro, caminar por el paseo del Cristo de
la Vega y los Cigarrales. Toledo es una ciudad dramática, donde
durante siglos coexistieron judíos, sarracenos y cristianos, con la
postrera victoria del cristianismo. La defensa del Alcázar, a que en­
seguida nos referiremos, no sería sino el último episodio de ese
drama. Allí se encontraron el Oriente y el Occidente. Allí flore­
ció el misticismo del Greco quien, a pesar de ser griego, parece
tan dél lugar, tan toledano.

Esta es/la Toledo de la que se enamoró Rivera. De ella pro­


nosticó qüe “ quedaría parada a la altura que su puesto de ho­
nor le corresponde” . Y así sucedió, en verdad, ya que pronto
sería el escenario de la epopeya de Moscardó, al tiempo que se
mostraría com o una de las más gloriosas entre las Diócesis de
España por el número de sus mártires y entre las provincias de
España por el número de sus héroes.
318 E l P endón y la.A ureola

8. ¿Mártir o Cruzado?

Ante la oleada de desmanes que arrasaban el país entero,


Antonio entendió que había llegado el momento de dar térmi­
no a su metódica tarea de formación de dirigentes y preparar,
sobre todo a los jóvenes, de una manera más inmediata, para
los terribles acontecimientos que se avecinaban, prepararlos pa­
ra el heroísmo, y para que experimentasen en los hechos el sen­
tido glorioso de la persecución, a la que Cristo dedicara una de
sus bienaventuranzas.
Las elecciones de 1936, con el triunfo del Frente Popular,
claramente marxista, dieron comienzo a un turbulento período
que corrió de febrero a julio de dicho año. Multitud de asesina­
tos, atracos, bombas, destrucción o profanación de más de 400
templos. Nunca la historia de la Iglesia ha de haber conocido
un genocidio equivalente al que dio lugar la persecución reli­
giosa de España, donde serían inmolados 13 obispos, cerca de
10.000 sacerdotes y miles de creyentes. Ante un cúmulo tan
grande de males que, más allá del campo religioso, alcanzaba
también a lo cultural y social, sólo cabía una reacción condigna,
al Alzamiento. Bien diría el cardenal Gomá, unos meses des­
pués, el 9 de diciembre de 1936, que el caso de España “en un
principio ofreció los rasgos comunes a toda guerra civil [pero]
en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera
cruzada” . L o que refrendaría luego la espléndida Carta Colecti­
va del Episcopado Español, del I o de julio de 1937.
C om o se ve, el horizonte de Antonio aparecía teñido en san­
gre. El presidente de la JACE, Manuel Aparici, que había dado
la consigna de peregrinar a Santiago para el verano de 1937,
comenzó, él también, a disponer a los jóvenes para el supremo
testimonio del martirio. Rivera no sabía con claridad cuál sería
la voluntad de Dios sobre él, si lo querría víctima de la persecu­
ción, o lo preferiría cruzado, combatiendo con las armas por El
A ntonio R ivera 319

y por España. Cualquiera fuese la decisión divina, su entrega


habría de ser generosa y total.

La ciudad de Toledo se volvía cada vez más peligrosa. Sus


callejuelas y vericuetos, sobre todo en el silencio y la oscuridad
de la noche, parecían prestarse admirablemente para las em ­
boscadas arteras. Una y otra vez los jóvenes fueron víctimas de
ataques alevosos, resultando apaleados o malheridos. Con fre­
cuencia Antonio acompañaba a los suyos, pero nunca se dejó
proteger por ellos. Algunos se preguntaron si, dada la gravedad
de la situación, no sería mejor retirarse a sus casas mientras
aquello durase. A lo que Antonio respondió, muy suelto de cuer­
po: “Si ahora nos retiramos a nuestras casas, ¿cómo podríamos
alcanzar la palma del martirio?” .

Acababa de hacer Ejercicios, los últimos de su vida. Nadie


pensaba ya en una solución pacífica del drama político. Los jó ­
venes católicos eran detenidos y encarcelados ininterrumpida­
mente, tanto en Toledo com o en toda España. Cierta tarde del
mes de marzo, el Presidente de Acción Popular convocó en su
despacho a varios dirigentes, y luego de hablarles de un Movimien­
to militar que se estaba gestando, los invitó a adherirse. La Ju­
ventud de Acción Católica, por su parte, debía pasar a la clan­
destinidad. A sus miembros se les dijo que, dadas las circuns­
tancias, habían de prepararse para actuar com o integrantes de
una Iglesia perseguida, de catacumbas. Pero también se les dio
otra consigna: su encuadramiento en grupos secretos. Dichos
grupos constarían de cinco jóvenes, cada uno de los cuales bus­
caría a otros cinco, que sólo él conocería.

C om o organización, la Acción Católica no podía sumarse a


un levantamiento político. En cambio sus miembros, en cuanto
ciudadanos, quedaban en libertad de adherir al Alzamiento,
com o único medio de defender a Dios y a la Patria. Asimismo
se dejaba en absoluta libertad a los afiliados para enrolarse en
320 E l P endón y ia A ureola

alguna de las milicias nacionales clandestinas, según elección


de cada cual y bajo su exclusiva responsabilidad personal. An­
tonio se alistó en uno de esos grupos. Pero su duda subsistía:
¿Qué le pediría Dios, el martirio, ofreciendo su vida com o vícti­
ma pacífica, o el combate con las armas en la mano? ¿Cuál se­
ría el camino que Dios le deparaba?

Sea cual fuese la resolución de este dilema, Antonio insistía


en la necesidad, ya apremiante, de preparar, especialmente a
los jóvenes, para el heroísmo. “ Hay que templar a nuestras ju­
ventudes en un tono heroico” , repetía una y otra vez. Su madre
se sentía angustiada al ver lo que estaba sucediendo, sobre
todo por el futuro de su hijo. Un día Antonio, cansado de verla
así, le dijo: “Pero ¿por qué temes? ¡Qué mayor felicidad para ti
la de que un hijo tuyo muriese por defender a Cristo!” Y ense­
guida agregó, com o si hablara consigo mismo: “ ¡Qué bien m o­
rir por Dios de un tiro!” .

Día tras día, numerosos jóvenes de la Acción Católica se


iban enrolando, algunos en aquellos grupos secretos, otros en la
Falange o en los Requetés. “ Esta es la hora de la acción armada
-exclam aba Rivera-. ¡Dios quiera que se sepa aprovechar!” . En
Toledo hubo que formar grupos de muchachos para defender
las iglesias y los conventos. Antonio se echó al bolsillo un revól­
ver de su padre. “¿Lo usarías, Rivera?” , le preguntó un compa­
ñero. “En extrema y legítima defensa, sí.” Una noche se encon­
traba con varios estudiantes, protegiendo el local de la Acción
Popular. Estaban conversando sobre el modo como iban a afron­
tar el posible ataque de los enemigos, cuando algunos pregun­
taron cuáles serían las posibilidades de retirada, en caso de
agresión por parte de fuerzas más numerosas. “Si estamos aquí
es para resistir hasta el final -les dijo Antonio con toda sereni­
dad-, resistir hasta que no quede ninguno de nosotros.” Y a se
estaba bosquejando el futuro héroe del Alcázar.
A ntonio R ivera 321

Durante los últimos Ejercicios, que hizo en el mes d e marzo,


le preguntó al P. Caballero, director de la tanda, si le conven­
dría o no participar en la sublevación. Era una duda que se re­
lacionaba con su propia vida espiritual. Estaba dispuesto, por
cierto, a aceptar el martirio, com o reparación por los pecados
de España, pero a la vez entendía que para su Patria la única
salida parecía ser la insurrección armada. Sin embargo nunca
dejó de aclarar que debía llevarse adelante con espíritu cristia­
no, sin dar pábulo al odio. “H ay que organizar la resistencia ar­
mada -afirm ó - y prepararse a la lucha organizada, al alzamien­
to nacional en el momento oportuno. Pero no es lícito perder la
paz ni entregarse al odio y la venganza por propia iniciativa,
porque no sería una verdadera victoria. Dios somete a los suyos
a una prueba y, para vencer de veras, es preciso merecer la ver­
dadera victoria, venciendo en nosotros los impulsos anticristianos
y haciendo penitencia, con sincero amor a aquellos enemigos
que habrá que reducir por la fuerza.”

Según se ve, Antonio prevenía a los suyos contra cualquier


reacción ilícita, por ejemplo la represalia, a la que podía dar pá­
bulo un impulso meramente vengativo, especialmente entre los
jóvenes. El amor al prójimo debía ser siempre preservado y na­
da había de hacerse que dañase a la caridad. H e aquí un diá­
logo que inició uno de sus compañeros:

-S i nos matan cinco, de ellos caen diez y así se tentarán la


ropa para seguir matando impunemente. ¿No estás conforme,
Rivera?
- N o estoy conforme con las represalias, como la ley del T a­
itón y la venganza. N o se puede administrar la justicia de un
modo arbitrario.
-Entonces, ¿qué hemos de hacer?, ¿dejarnos matar?
-H a y que distinguir entre lo individual y lo colectivo. Y o
personalmente quizá deba aceptar el martirio como reparación
322 E l P endón y la.A ureola

de los pecados de España, pero colectivamente hay obligación


de defenderla, y desgraciadamente en esta situación solamente
puede ser defendida a tiros... Porque no hay otra solución.
-Entonces, ¿qué hay que hacer?
-Prepararse a que llegue el momento del Movimiento con
disciplina y con orden, pero sin odio, ni espíritu de venganza.
Porque entonces no sería un verdadero triunfo.
-T ú en la guerra no tirarás...
-C laro está que sí.
-Pu es ya verás entonces cómo odias.

Antonio repitió de nuevo lo que parecía ser una consigna


personal:

-S i tengo que luchar, lo haré sin odio.

Justamente por esos días, el 13 de julio, sucedió en Madrid


un terrible asesinato que estremeció a España: el de Calvo S o ­
telo, jefe del movimiento monárquico en las Cortes. Todos que­
daron consternados. “ Es preciso no perder la confianza - c o ­
mentó Antonio-. N o sabemos los caminos de Dios y lo que pa­
rece ser una catástrofe tal vez será el principio de la salvación
de España.” L o fue en realidad, ya que cinco días después, el
18 de julio, renacía la esperanza. L a radio de la mañana anun­
ció el Alzamiento de las fuerzas nacionales.

II. En el asedio del Alcázar de Toledo

Durante los últimos Ejercicios de aquel tormentoso marzo


del 36, Antonio había oído la invitación del Señor a la entrega
total, e hizo suyo el possumus del apóstol Santiago, disponién­
dose al sacrificio. La marcha de los acontecimientos lo iba in­
clinando a evacuar sin más trámites aquella antigua duda sobre
A nto m o R ivera 323

cuál sería para él la concreta voluntad de Dios: el combate ac­


tivo o la aceptación pasiva de la muerte. El Alcázar resolvió fi­
nalmente su perplejidad, ese Alcázar cuya silueta veía siempre
de nuevo desde las ventanas de su cuarto, gloriosamente recor­
tada sobre el azul del cielo toledano.
Escribe Blas Piñar que Antonio Rivera “ se propuso ser san­
to para el día de la proyectada peregrinación nacional de juven­
tudes a Santiago de Compostela, en julio de 1936; y el Señor
quiso responder ofreciéndole un lugar inesperado para conse­
guirlo: la fortaleza del Alcázar” . Cuando se cantó por primera
vez el himno de la Juventud Católica, que transcribimos más
arriba, algunos comentaron con cierta ironía aquellas palabras
de una de sus estrofas: “ser apóstol o mártir acaso” . Ese “aca­
so” , que parecía un mero ripio del himno, estaba ahora muy
cerca para Antonio.

1. E l ingreso al Alcázar

Su decisión fue categórica. Las razones que antes pesaron


para que los miembros de la Acción Católica no se com prome­
tiesen en actos políticos o militares ya no tenían vigencia, por­
que la Revolución parecía dispuesta a arrasar con todo, con la
Iglesia y con la Patria. Téngase en cuenta, com o observa el mis­
m o Blas Pinar, que Antonio no era un profesional de las fuerzas
armadas, ni un soldado que cumplía el servicio militar. Era un
joven abogado, que estaba de novio, y que se había consagra­
do hasta entonces al apostolado. Si iba al Alcázar no sería por
ninguna obligación externa sino por ímpetu interior, una exi­
gencia patriótica y religiosa, que nacía de su ardiente amor a
Cristo y a España.
Recordemos cóm o antes se había opuesto a que los jóvenes
se rebelasen por propia cuenta, o diesen vía libre a venganzas
324 E l P endón y la A ukeola

personales, llegando incluso a asegurarles que no volvería a fre­


cuentarlos si se empeñaban en terrorismos callejeros. Ahora la
situación era distinta. Aquellas decisiones seguían en pie, pero
la rebelión legítima había estallado. Cabía, pues, adherirse. El
jefe de su pequeño grupo de cinco afirma que Rivera entró en
el Alcázar porque estaba convencido de que, inmolándose en
las trincheras de la Patria, hacía un servicio a Dios. El ideal de
“Cruzada” se había entrañado íntimamente en el corazón de
los jóvenes de la Acción Católica. Los miles que se adhirieron lo
hicieron en la convicción de que “partían a la Cruzada” . Tal
estado de espíritu haría decir al Episcopado español en su Car­
ta Colectiva del I o de julio de 1937, que “miles de hijos de la
Iglesia en España, obedeciendo a los dictados de su conciencia
y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se ele­
varon en armas para salvar los principios de la religión y de la
justicia cristiana” . Pensando en ese espíritu que vibraba en las
almas de los católicos que se lanzaron al combate, pudo tam­
bién afirmar el cardenal Pía y Deniel, en junio de 1944, que pa­
ra todos ellos “fue cruzada y no guerra civil” . También el papa
P ío XII coincidió en dicha interpretación al sostener que aque­
llos luchadores defendieron los valores eternos “con espíritu de
cruzados” .
El 18 de julio, día del Alzamiento, el coronel José Moscardó
se encontraba en Madrid. Al advertir el agravamiento de la
situación, regresó por la tarde a Toledo, donde ejercía el man­
do, reunió a sus Jefes y Oficiales, y les comunicó que no estaba
de acuerdo con el Gobierno. Ellos se solidarizaron con él. En­
tonces resolvió el levantamiento en la ciudad. La sublevación
de los nacionales, que había estallado en varias Ciudades de Es­
paña a la vez, se vio sofocada en Madrid, Guadalajara, Cuenca
y Ciudad Real. Toledo quedaba aislada. El Gobierno envió un
ultimátum y Moscardó lo rechazó. Comenzaron así las hostilida­
des. A los pocos minutos llegó una escuadrilla de aviones “lea-
A ntom o R ivera 325

les” y la ciudad sufrió el primer bombardeo, que Antonio pudo


contemplar desde la ventana de su cuarto. Sus ojos se dirigían
d é la Catedral al Alcázar, de la Iglesia a la Patria, simbolizadas
por ambos edificios.

El día 21, a las siete de la mañana, Moscardó se dirigió por


radio al pueblo de Toledo, asegurando que la ciudad no se ren­
día. “A pesar del intento criminal del gobierno asesino y vil de
Madrid, las tropas que combatimos por una España grande y
justa juramos por nuestro honor vencer o morir.” Sin duda que
las palabras “vencer o morir” han de haber resonado fuertemen­
te en el pecho de Antonio. Resolvió entonces comunicar a su
padre la decisión que había tomado de presentarse en el Alcá­
zar com o voluntario. Ahora sí que estaba seguro de que Dios lo
quería cruzado, con las armas en la mano, en defensa de la Iglesia
y de la Patria. Tom ó el rosario, el cilicio y el libro de los Evan­
gelios, y en m edio de un tiroteo intensísimo, se escurrió por las
callejuelas semidesiertas, atravesó la plaza de Zocodover, y en­
tró en la fortaleza, que era a la sazón un hervidero de soldados,
guardias civiles, hombres, mujeres y niños. Era el 21 de julio de
1936.

Mientras tanto, una columna de milicianos provenientes de


Madrid, bajo las órdenes del general Riquelme, ocupaba el C e­
menterio y se disponía a tomar el Hospital de Afuera. Al mismo
tiempo, los oficiales sublevados trasladaban municiones de la
Fábrica de Armas a la fortaleza.

Cuando entró Antonio en el Alcázar encontró, pór cierto, a


muchos desconocidos. Pero también a varios amigos. Uno de
ellos, que se topó con él, quedó asombrado: “ ¡Chico! ¿Tú aquí?
Márchate, hombre, que esto no es tuyo. Tú a las propagandas,
pero no a los tiros.” Antonio rió. “H e sabido que ha fracasado
el Movimiento en Madrid y aquí se puede ganar el cielo” , le dijo
a otro amigo con quien se cruzó.
326 E l P endón y la A ureola

El día 22, a las cuatro de la tarde, todas las fuerzas estaban


ya en el interior del Alcázar. A las nueve de la noche se cerró la
fortaleza. Eran en total 1850 personas, entre ellas 550 mujeres y
50 niños, a los que se permitió entrar porque los Jefes estaban
convencidos de que el asedio duraría poco; ellas, por su parte,
no querían separarse de sus maridos. Hombres de la defensa
activa eran unos 1200, entre los cuales se encontraban miem­
bros de la Guardia Civil, así com o soldados de la Academia M i­
litar y de la Escuela de Gimnasia. Los civiles combatientes su­
maban unos 200, más otros 90 para los servicios auxiliares. T o ­
dos bajo el mando del coronel Moscardó, director de la Escuela
de Infantería. N o subió al Alcázar sacerdote alguno, ya que a nin­
guno se le avisó, y en esos días el Arzobispo estaba ausente.

Antonio, com o la mayor parte de los civiles, no sabía usar el


fusil. Sin embargo lucharía como un valiente, cumpliendo en p o ­
co más de dos meses su doble vocación de cruzado y de mártir.

2. E l buen combate

Si no sabía tirar, sabría, al menos, luchar con armas blancas.


Se dirigió entonces a la armería y pidió ün puñal, que guardó
consigo durante todo el asedio y luego recordaría con cariño,
porque era un bello y artístico puñal toledano. Los dos o tres pri­
meros días, hasta que se fue organizando aquella pequeña ciu­
dad sitiada, reinaba un desorden total. Al principio lo destina­
ron al servicio de vigilancia en los sótanos, que era donde se
agolpaban las mujeres y los niños. Estuvo allí pocas horas, pero
ya comenzó a dar muestras de su entrega desinteresada y cari­
tativa, dirigiéndoles sonrisas y palabras de aliento. Hubiera pre­
ferido, por cierto, encontrarse en un puesto de combate, pero
allí lo habían enviado.
A ntonio R ivera 327

Andrés Marín, gran amigo suyo, quiso llevárselo a su lado,


ofreciéndole un puesto en la enfermería.

-Antonio, tú harás aquí el servicio. Dado tu carácter de


apóstol, ésta es la misión de caridad que mejor te corresponde.
-No, yo vengo como combatiente.
-Pero..., ¿vas a disparar tú?
-Para eso estoy en el Alcázar, pues para no luchar, hubiese
alcanzado el martirio quedándome en Toledo.

Había en el Alcázar unos treinta muchachos de la JACE. Con


ellos creó un Centro de Vanguardia. El 24 de julio a la noche,
víspera de la fiesta del apóstol Santiago, celebraron una vigilia
nocturna de oración y penitencia por España.
A l principio las cosas estaban distendidas. La vida era casi
normal. Se confiaba en que la liberación estuviese a las puertas.
Paseaban por el patio, conversando, y hasta hubo funciones
musicales y de circo. Pero de pronto se impuso la cruda reali­
dad. Se supo con certeza que las columnas de los nacionales
que presuntamente vendrían a liberarlos, se encontraban toda­
vía muy lejos de Toledo. Los rojos comenzaron su ofensiva, y
desde el tercer día no cesaron los hostigamientos. La aviación
bombardeaba intensamente. Desde los Cigarrales y desde San
Servando, así com o desde las torres más altas de las iglesias de
Toledo, la artillería y las ametralladoras enemigas lanzaban cien­
tos de proyectiles, que atravesaban ventanas y paredes, hasta el
punto de ir desmochando las esbeltas torres del Alcázar. Arroja­
ban asimismo gases lacrimógenos y líquidos inflamables. Luego
cortaron la luz, y quedó inservible la radio, si bien con batería
de coche hicieron funcionar otra más pequeña.
En cuanto a la comida, también la cosa se volvía peliaguda.
Hubo que formar comandos que saliesen de manera encubierta
a recoger trigo en las panaderías y casas próximas, arrastrando
328 E l P endón y la A ureola

las bolsas hasta la fortaleza. Luego se molía el trigo conseguido


con la ayuda del motor de una motocicleta. Así se formaba una
especie de torta, que se revolvía con sebo de caballo, resultan­
do una combinación muy repugnante. La torta se repartía dia­
riamente, dándose un pequeño trozo a cada persona. Poco des­
pués se recurrió a los caballos y mulos que al comienzo habían
sido traídos al Alcázar. Asimismo el agua, que se extraía de los
aljibes que había en los sótanos, estaba racionada. Pronto se
acabó la sal. C om o se ve, las condiciones de subsistencia eran
precarias, cada vez más precarias.
Sin embargo los defensores estaban convencidos de que al
final triunfarían. La consigna era: resistir. Todos los otros de­
seos pasaban a un segundo plano ante esta idea, casi obsesiva.
A Antonio le gustaba repetir un aserto de Joseph de Maistte:
“N o hay mayor valor que saber resistir;” La incomunicación
con los nacionales era total. Sólo captaban la radio de Toledo,
obviamente en poder de los rojos. Y para los que estaban afue­
ra, también valía dicha propaganda. El 25 de julio, las radios
rojas de toda la zona por ellos ocupada, maestras en el arte de
la mentira, dieron la noticia de que el Alcázar se había rendido,
mientras en la prensa aparecían fotos trucadas, donde se veía a
los defensores saliendo de cinco en cinco con los brazos en alto.
Frente a la artera propaganda enemiga, que penetraba también
por la radio dentro de los muros del Alcázar, sembrando la des­
moralización, el Mando comprendió que había qué ofrecer a los
combatientes información veraz, que contribuyese a levantar
los ánimos, al tiempo que sirviera para transmitir órdenes y avi­
sos. Para ello se creó un diario con el nombre de E l Alcázar. La
redacción y su multiplicadora se instalaron en el Museo de In­
fantería “Rom ero Ortiz” , bajo la dirección del teniente coronel
Martínez Simancas. Este y el redactor Andrés Marín, de quien
hablamos más arriba, pidieron que Antonio, acostumbrado desde
hacía años a escribir en la prensa, fuese destinado a ése sector
A ntonio R ivera 329

del Estado Mayor para colaborar con el nuevo diario. En él se


daban noticias, al tiempo que se anunciaban bautismos, con­
ciertos, y hasta se incluían chistes y charadas. La colección
completa de E l Alcázar alcanzaría los 63 números.
El enemigo, decidido a ablandar la voluntad de los defenso­
res, empleó diversas estratagemas. Envió, por ejemplo, a un mi­
litar de alta graduación, el general Rojo, para que convenciese
a los asediados de la inutilidad de su resistencia. N o lo logró,
por cierto. Más aún, los asediados lo invitaron a quedarse con
ellos, a lo que él se negó, porque su mujer y sus hijos estaban
en Madrid, y si él permanecía en la fortaleza los matarían.
Cuando el general se retiró, Moscardó le dijo que los defen­
sores deseaban la presencia de un sacerdote que atendiese de
manera permanente sus necesidades espirituales. Los asediantes
vieron en este pedido una oportunidad ideal para quebrantar la
moral de sus adversarios. Le darían el sacerdote, pero escogido
cuidadosamente. El elegido fue el P. Enrique Vázquez Camarasa,
canónigo de la catedral de Madrid, famoso por su oratoria. N o
dejaba dé resultar extraño que los rojos no lo hubiesen ya asesi­
nado. Quizás fue porque al ser de carácter endeble pensaron
que podrían valerse de él para asuntos com o el presente. El he­
cho es que se hizo un alto en la lucha, y el padre entró en el A l­
cázar. Dos oficiales le vendaron los ojos. El canónigo se dirigió
a Moscardó y de manera acaramelada le dijo:

-¡Piense en las mujeres y en los niños que están aquí! ¿Para


qué mantener esta inútil resistencia? Es la voz de Dios que ha­
bla por mi boca.

El coronel le interrumpió de manera tajante:

-¿Está dispuesto a escuchar nuestras confesiones, decir misa,


y damos la sagrada comunión? En tal caso, cumpla con su de­
ber. El tiempo vuela y la tregua termina a las doce.
330 E l P endón y ia A ureola

El primero en confesarse fue el propio Moscardó, y tras él,


los demás. Luego se improvisó un altar, colocándose encima
una imagen de nuestra Señora. Al llegar el momento de la
homilía, el Coronel se acercó al padre y le dijo:

-Limite su sermón a temas religiosos. N o pronuncie una so­


la palabra susceptible de influir en la moral de los sitiados.

Terminada la Misa, Moscardó se dirigió a las mujeres:

-¿Hay alguna de vosotras que está aquí a la fuerza?


-Ninguna de nosotras abandonará el Alcázar hasta que sal­
gan nuestros maridos y nuestros hijos.

El P. Vázquez bajó la cabeza y partió. Días después, el Fren­


te Popular le entregó un salvoconducto para que se marchase a
Francia.

Hubo, sin embargo, un intento más terrible y es el que exco­


gitaron los rojos con el propio Moscardó. Antes de encerrarse
en el Alcázar, el Coronel había resuelto que su mujer y su hijo
menor, Carmelo, de 16 años, se trasladasen a su casa de Santa
Clara. Pero cuando ingresó en la fortaleza, al pasar por el patio
principal, notó que entre los voluntarios estaba otro de sus hi­
jos, Luis, de 22 años, fusil al hombro, lleno de entusiasmo por
combatir. El padre le ordenó que fuese con su madre y su her­
mano Carmelo, y los llevase a ambos hasta Madrid, donde na­
die los conocía, de m odo que pudieran ampararse en la casa de
algún amigo. N o poco le dolió a Luis la orden de su padre, pero
la cumplió, saliendo sigilosamente del Alcázar el 21 de julio. Por
desgracia, al anochecer del día siguiente, las milicias lo descubrie­
ron en una casa de Toledo. Era para los rojos un plato fuerte. A
las diez de la mañana del 23, el jefe de las milicias lo llamó a
Moscardó por teléfono, notificándole que tenía en su poder a
A ntonio R ivera 331

un hijo suyo y que lo mandaría fusilar si antes de diez minutos


no se rendía:

-C o m o jefe que soy de las milicias populares le conmino a


que entregue el Alcázar. Si no lo hace, fusilaremos a su hijo,
que se encuentra aquí como rehén.
-L e creo -respondió Moscardó.
-¡Papá!
-¿Qué hay, hijo mío?
-N a d a , papá. Dicen que me van a fusilar si no entregas el
Alcázar. Pero no te preocupes por mí.
-Encomienda tu alma a Dios, hijo mío, da un viva España,
y muere como un hombre.
-U n abrazo fuerte, papá.
-U n abrazo fuerte, hijo de mi alma.

Tras este diálogo emocionante, tom ó otra vez el teléfono el


jefe de milicias. Moscardó le dijo que se ahorrase los diez minu­
tos, porque de ninguna manera se rendiría el Alcázar. Ensegui­
da el Coronel se encerró en su despacho, quebrado por el d o ­
lor. Uno de los jefes, el comandante Cirujano, que tenía tres hi­
jos entre los combatientes, reunió en el patio a todos los que in­
tegraban la defensa, y con emoción indescriptible les relató lo
sucedido. Luego del gesto de Moscardó, nadie podía dudar más.
A su heroico hijo no lo asesinaron allí mismo, sino después de
sufrir un cautiverio despiadado, siendo fusilado con otros 72 pre­
sos, el 23 de agosto, en la Puerta del Cambrón, con sus manos
atadas a las del Deán de la Catedral.
Mientras tpnto, el enemigo seguía acumulando material béli­
co y acrecentando el número de combatientes, hasta totalizar
más de veinte piezas de artillería y unos diez mil milicianos. En
la ciudad de Toledo se vivía un ambiente de terror. Pululaban
las delaciones, los saqueos, las profanaciones, los incendios de
332 E l P endón y la A ureola

iglesias. Cadáveres y más cadáveres se veían abandonados por


las plazas y rincones. La sangre vertida en las calles permanece­
ría días y días, aun después de la Liberación. N o fue fácil qui­
tarla de las piedras, pero, com o señala un comentarista, jamás
podría ser arrebatada de las manos de Dios, que ha de haber
recibido con amor infinito esa ofrenda martirial.
Hasta el 17 de agosto sólo se oía en el Alcázar la radio oficia­
lista del Gobierno. Pero ese día, casi al mes de iniciarse el ase­
dio, un oficial tuvo el gozo de captar una estación italiana y otra
portuguesa, por las que se enteraron de que el general Franco
avanzaba por el sur y el general Mola por el norte, lo que inme­
diatamente informó el diario interno El Alcázar, publicándose
desde entonces todos los días las noticias provenientes de aque­
llas emisoras amigas.
Imaginamos con qué espíritu ha de haber vivido todos estos
hechos nuestro querido Antonio Rivera. Sus compañeros admi­
raban su serenidad en m edio de tantas vicisitudes, su imperdi­
ble sonrisa, su cordialidad afectuosa, su fe ardiente, su caridad
heroica. Pronto se ganó la confianza de todos, aun de los que
no lo habían conocido antes. Dice de él uno de sus compañe­
ros: “ Orientaba nuestras conversaciones, nuestro lenguaje, nues­
tra lectura, recomendándonos obras de Santa Teresa o alguna
de Pereda o de Palacio Valdés, que a él también le distrajeron
algunos ratos. El Evangelio que llevó al Alcázar fue leído por to­
dos nosotros. Mediaba en nuestras disputas, promovidas por
motivos insignificantes, pero alentadas por la psicosis que pade­
cíamos, y nos hacía ver lo ridículo y cómico del caso. Acabába­
mos riendo todos. Empezó a sobrenaturalizar nuestras vidas y a
elevar nuestros deseos. Nos hablaba de Dios, pero prefería ha­
cerlo particularmente. Las guardias le ofrecían una ocasión muy
propicia para «meterse» con el compañero de turno.”
T en ía la habilidad de “desinflar” los dram as, b ro m e an d o y
participando d e las brom as ajenas. U n día estaba leyendo, sen-
A ntonio R ivera 333

tado en su catre. Dos compañeros se asomaron a una ventana


para observar las baterías recientemente instaladas por el enemi­
go, cuando entró un proyectil que los dejó patitiesos. El proyec­
til se estrelló en un poste, y la espoleta reventó contra la pared,
justo encima de la cabeza de Antonio. Un polvillo de yeso se fue
posando sobre él, hasta que quedó todo blanco. Su compañero
empezó a los gritos: “ ¡Pasen, señores! ¡Pasen y vean! ¡Aquí tie­
nen al hombre estatua!” Antonio, que no se había inmutado, se
retorcía de risa sobre el catre. En otra ocasión, al ver a su amigo
Antonio Pintado, que luego caería gloriosamente en la División
Azul, lleno de vendajes en la cara, pero jovial com o ninguno, le
decía que no se preocupara, pues ofrecía tal aspecto de guerre­
ro que no dudaba que al terminar el asedio le harían una foto
con la siguiente inscripción: “Tipo de voluntario de la guerra de
1936.”

La vida en el Alcázar le ofreció a Antonio la posibilidad de


dar amplio cauce a su anhelo de penitencia. Nunca pedía nada
especial, y a pesar del hambre que sentía, siempre se negó a mi­
tigarlo tomando nada fuera de la ración ordenada por el Man­
do. Cuando caía en sus manos algo extra, por ejemplo, un pe­
dazo de chocolate, luego de agradecerlo, lo llevaba ocultamen­
te a algún niño o enfermo. Un día, viéndole físicamente agota­
do, le regalaron una torta de trigo y sebo.

-¿Pero ha dado Moscardó la orden de que sea ración para


todos?-indagó.
- N o preguntes y cómetelo -le insistían.
-Entonces no; aunque el mismo Coronel no cumpliese su
orden, yo no debo desobedecerla.

Tam poco quiso valerse de lo que se encontraba en la rope­


ría, pensando que otros podían necesitarlo más que él. Llevó
siempre la misma indumentaria con que entró en el Alcázar,
334 E l P endón y la.A ureola

aunque ya sin calcetines y sin suelas en los zapatos, muchas


veces totalmente descalzo. Se había dejado la barba para no
gastar agua. Su aspecto escuálido, su ropa hecha jirones y mu­
grienta, el exceso de trabajo, su permanencia en las guardias, la
deficiencia y escasez en las comidas, que mucho le repugna­
ban, los constantes ataques del enemigo, que lo mantenían en
tensión ininterrumpida, todo ello suponía ya de suyo una serie
de continuos sacrificios que consumían las escasas fuerzas que
aún le quedaban. Pero a pesar de su debilidad extrema, se im­
ponía voluntariamente nuevas privaciones.
Antonio fue el gran apóstol del Alcázar, no desperdiciando
ocasión de ayudar espiritualmente a sus camaradas. La guerra
hace que salga del combatiente lo mejor y lo peor. El se esforza­
ba porque la convirtieran en “buen combate” , según la fórmula
de San Pablo. Con frecuencia y dada la ocasión, le preguntaba
a algún compañero: “¿Cóm o estás con Dios?” En coherencia
con lo que había sido en la vida anterior, este anhelo apostólico
no era sino el desborde de su vida interior. Porque en vivo con­
traste con la disminución de su energía física, crecía pujante su
anhelo de santidad. “L o mejor que puedes hacer ahora y siem­
pre -escribió-, lo más eficaz en todos sentidos, es tu santifica­
ción, sin perder un minuto en esa labor.”
Había en el Alcázar una capilla. Cinco Hermanas de la C a­
ridad la atendían. Hemos dicho que dentro de la fortaleza no se
encontraba ningún sacerdote. Una buena parte de los curas de
Toledo, cien en total, habían sido asesinados, y de los que que­
daban vivos no se avisó a ninguno. En una habitación contigua
a la enfermería, no de la enfermería original de Alcázar, que era
excelente, pero había sido destruida desde el comienzo por el
bom bardeo enemigo, se improvisó una capilla, entronizándose
en ella la imagen de la Inmaculada Concepción, Patrona de la
Infantería española. Allí comenzaron a realizarse diversos actos
de culto y de piedad. “A continuación de la visita a los heridos
A ntonio R ivera 335

y siempre que nos era posible -relata el doctor O rtega-pasába­


mos con Antonio a esta «capilla» improvisada en unión de otros
defensores, entre los que se contaban el comandante Martínez
Simancas, el capitán Sanz de Diego y el profesor don Andrés
Marín. Antonio Rivera comenzó a hacer la meditación en voz
alta, pero com o le costaba leer a causa de su astigmatismo, ro­
gó al teniente coronel Martínez Simancas que leyese él.” Este
acto se convirtió en una costumbre diaria y a él se fueron su­
mando nuevos defensores. Se organizaban asimismo otros en­
cuentros colectivos: dos rosarios comunitarios ál día, el Via
Crucis, y una guardia perpetua de oración ante la Virgen para
que no faltasen las plegarias ni un minuto. Aquella imagen de
nuestra Señora sería venerada con una nueva advocación, “San­
ta María del Alcázar” , y delante de ella los combatientes canta­
ban frecuentemente la Salve. Algunos camaradas testificarían
luego lo inolvidable de aquellos Rosarios bajo el fuego de la ar­
tillería enemiga o de aquellas Salves en momentos difíciles. “Sen­
tíamos entonces tal consuelo interior, que muchos decían no
importarles morir en aquel momento, pues no volverían a estar
tan bien preparados.” Cuando esto decían, Antonio les miraba
muy fijamente y se echaba a reír de alegría.
Con los más cercanos, aquellos treinta jóvenes de la JACE
que encontró al ingresar en la fortaleza, organizó círculos de es­
tudios así (Jomo reuniones de formación y de espiritualidad. P e ­
ro su actividad no se limitó a ellos, sino que se extendió a todos
los demás. Jamás se cansó de alentarlos, reavivando la confian­
za entre los que dudaban o se encontraban abatidos y descora­
zonados. Un capitán, don Julio Romero, relata:

Un día en que el cañoneo había sido más intenso, en que el


humo y el polvo se confabulaban en cruel hermandad contra
los pulmones, en que el amargor de la trilita había impregnado
el segundo y último rancho, en que el ejemplar del periódico El
Alcázar que allí se editaba, había sido más parco de noticias
336 E l P endón y ia A ureola

que nunca; un día, repito, que a todo se prestaba menos al op­


timismo, se acercó al grupo que integrábamos Antonio Rivera y
yo, un muchacho del que destacan una gafas gigantescas (tan­
to se había enflaquecido su rostro) con montura de concha, y
preguntó:
-Rivera, ¿se sabe algo de las columnas?
A lo que, con la mayor naturalidad, contestó:
-Sí, que mientras haya una “columna” en el patio y un solo
defensor, el Alcázar recibirá a sus libertadores.
Un escalofrío me recorrió la espalda, y aquellas palabras de
Rivera sonaron en mi corazón y en mi cabeza, acompañándo­
me en los momentos más difíciles que había de vivir.

A veces los combatientes sentían nostalgia de su Hogar, de


sus padres o hermanos. “¿Qué será de mi madre? ¿Habrán ma­
tado a mi hermano?” Sólo Antonio parecía alejado de tales
preocupaciones. N o que se hubiese desinteresado de su familia,
claro está. Y a sabemos cuánto amaba a sus padres y a sus her­
manos. L o que pasa es que trataba de dominar sus emociones.
Sólo en una ocasión, durante los primeros días, consintió en
mirar desde una torre las ventanas de su casa. Pero fue la única
vez. Por lo general se negaba a dar pábulo a su añoranza.
Su coraje parecía el de un veterano. “Estando de centinela
Antonio -escribe uno de sus compañeros-, le hirieron en el cuello.
La gran hemorragia nos asustó y rápidamente uno de los com ­
batientes lo acompañó a la enfermería. Cuál no sería su asom­
bro cuando a los pocos momentos regresaba el herido con su
acompañante. Antonio no daba importancia a su bautismo de
guerra y se negaba a abandonar la sección de tropa. Pocos días
después, en el momentg en que estábamos rezando el rosario,
un cañonazo enemigo nos sorprendió dándonos la impresión
de caer en medio del grupo, pero únicamente hirió al compañe­
ro Fermín Romaña, mutilándole un pie. Antonio, con un valor
verdaderamente extraordinario, recogió del suelo el pie del com ­
A ntonio R ivera 337

pañero segado por la metralla enemiga y acompañó a Romaña


hasta la enfermería, alentándole y confortándole con palabras
llenas del más profundo y enérgico consuelo cristiano.” N o re­
sulta extraño que comenzaran a darle el apodo glorioso con que
iba a pasar a la historia: “El Ángel del Alcázar” .
Su temple de guerrero impresionaba a todos, máxime tratán­
dose de un civil. Sus manos, avezadas a manejar libros, desgra­
nar rosarios, y gesticular cuando hablaba en los actos públicos,
se acostumbraron pronto al manejo del fusil y el cargar de la
ametralladora. Pasaba horas y horas frente a la mirilla en su
puesto de centinela, el arma en el brazo, las bombas al alcance
de la mano, el oído y la vista fijos en el enemigo. A veces lo veían
con el rosario en una manó y el fusil en la otra, haciendo guar­
dia junto a su parapeto. En cierta ocasión un teniente, Góm ez
Oliveros, al hacer el recuento de sus efectivos, notó la falta de
Antonio. P oco después lo encontraron en m edio del bombar­
deo de la artillería enemiga, alternando la vigilancia de su pues­
to con la meditación del Evangelio. Al preguntarle por qué no se
había unido a sus compañeros, contestó sencillamente que “él
estaba de guardia y por tanto dispuesto a sucumbir en su pues­
to si tal era la voluntad de Dios” . Este teniente, que era vetera­
no de guerra, habiéndose curtido en los combates de África, no
disimulaba su aprecio por el valor de Rivera: “Y o no he conoci­
do a ningún santo, pero lo que sí puedo decir es que la sereni­
dad con que Antonio soportaba los más tremendos combates y
bombardeos en la sección de tropa, endeble edificio anejo al
Alcázar, mientras seguía leyendo con una sonrisa inalterable o
rezaba, es algo que requiere una ayuda de Dios especialísima.”
El texto recién citado alude a una “sección de tropa” . Según
lo señalamos páginas atrás, en los primeros días de asedio, Ri­
vera había sido destinado a lugares más seguros y tranquilos,
una especie de “retaguardia” , por precaria que fuese. A comien­
zos del mes de agosto, algunos miembros del grupo que estaba
338 E l P endón y la A ureola

acantonado en el edificio llamado “Sección de Tropa” , llegaron


al patio y solicitaron voluntarios para esa zona, que era en ex­
tremo riesgosa. Dicho emplazamiento se encontraba en un edi­
ficio fuera del Alcázar, frente al Gobierno militar y el Museo de
Santa Cruz. En esos momentos, Antonio estaba charlando ani­
madamente con un grupo de combatientes. Varios callaron,
otros dijeron que preferían seguir donde se encontraban. Anto­
nio, aun sabiendo que era la posición más peligrosa de toda la
defensa, sin dudar un momento se ofreció. El general Martínez
Simancas expresaría luego así su admiración: “Desapareciste
de aquella simpática y animosa Escuela de Gimnasia en el Mu­
seo Rom ano Ortiz y pareciéndote todo poco, te fuiste a aquel
puesto peligrosísimo de la Sección de Tropa.” Era el puesto que
correspondía a un Presidente de la JACE, dijo simplemente An ­
tonio, el sitio más arduo. Para colmo, ese puesto se llamaba “San­
tiago” , un motivo más para hacerlo atractivo. Tratábase de una
gran habitación, con ventanas en todos lados, divididas por una
fila de postes de madera. La metralleta arreciaba. Allí combatió
com o un león, y en las pausas fue anotando sabrosos com en­
tarios al Evangelio: “Jesús en Nazaret pasaría hambre, llevaría
agua, trabajaría en muchas cosas, viviría sin comodidad, dor­
miría mal... y era Dios.” “El dolor para el cristiano no es un mal
en realidad. El único mal es el pecado.” “Y o me encuentro mal,
pero a ti, Dios mío, te noto bien, soy feliz.” Destaquemos esta
última frase de índole mística: te noto bien y por ello soy feliz.
La palabra noto está subrayada. Antonio es feliz en Dios, a p e­
sar del infierno que está viviendo.
Posteriormente fue trasladado a otro sector, la Sección de
Ametralladoras, para manejar una máquina emplazada en la
Biblioteca de la Sección de Caballería, frente al castillo de San
Servando, que está al otro lado del río. Es en este nuevo am­
biente donde pronunció la famosa frase que pasaría a la poste­
ridad: “Tirad, pero tirad sin odio” , frase que constituye una
A ntonio R ivera 339

consigna para el m odo de combatir de los católicos de todos los


tiempos, y que resume el sentido que puede tener el recurso a
la violencia cuando se la aplica para defender causas justas y
trascendentes, en el presente caso, para enfrentar y vencer a las
fuerzas subversivas. Esta frase, que se encuentra grabada en una
lápida, en el lugar donde Antonio sería llevado cuando fuese
herido, según enseguida lo relataremos, sintetiza, con fórmula
severa y sobria, el espíritu de caridad con que el cristiano debe
llevar adelante las guerras justas, que presupone la previa puri­
ficación de los malos instintos y la ausencia de bastardos renco­
res en el momento de atacar. El mandato de Cristo: “Am ad a
vuestros enemigos” , no es una piadosa exageración. Si recha­
zamos a un invasor o agresor injusto por la fuerza, es a pesar
nuestro, excluyendo el odio, forzados por la maldad del próji­
mo, que se ha convertido en enemigo nuestro por decisión su­
ya y sin causa suficiente. En tales circunstancias, la defensa no
es sólo justa, sino obligatoria y santificante. En el caso de Anto­
nio, lo que defendía era no solamente su vida, sino también la
del prójimo; defendía a la Patria y a la Iglesia.

Hemos tratado de describir la faceta adventiciamente gue­


rrera de la figura de Antonio. Refiriéndose a aquella disyuntiva
que se le había presentado, a saber, si Dios lo llamaba a ser
mártir o a ser combatiente, ha escrito de él don Santos Beguiris-
tain: “N o fue, sin duda, un azar que Antonio fuera combatiente
en vez de mártir: mártires tiene la Iglesia a millones; soldados
santos que convierten la brutalidad de la guerra en un derroche
de caridad..., que hagan de la obediencia militar una virtud tan
excelsa que puede servir de ejemplo a los monjes más obser­
vantes..., santos así no tiene tantos la Iglesia, y santos así hacen
falta, más que nunca, ahora. Millones de combatientes deben
saber que se puede tirar sin odio y que se puede morir amando
a los enemigos, com o murió Cristo y com o murió un muchacho
de España que se llamó Antonio Rivera.”
340 E l P endón y la.A ureola

3. E l gesto heroico

Desde el 15 de agosto, se comenzaron a oír ruidos extraños


en el Alcázar, provenientes de abajo, de la zona de los sótanos.
Se entendió .que los enemigos estaban excavando con barre­
nos, para colocar una mina poderosa y hacerla estallar en su
debido momento. Los ruidos persistieron por un mes. Pense­
mos en el nerviosismo que ello produciría, com o si fuese el tic­
tac de una bom ba de tiempo. A la vez, recrudecían los bombar­
deos aéreos. Así que desde arriba y desde abajo venía ahora la
amenaza. En algunos momentos se llegó hasta escuchar las con­
versaciones de los que operaban en la instalación de la mina.
Frente a esta nueva y grave situación, que entrañaba el peligro
de una muerte poco menos que apocalíptica, Antonio se supe­
ró a sí mismo en su intento de que los defensores no bajasen la
guardia y se dejasen arrastrar por el desaliento o la desespera­
ción. “Llegarán las tropas a tiempo de salvarnos -repetía-, pero
si no llegan, es que Dios quiere que ofrezcamos nuestras vidas
por la salvación de España, que es lo que importa.”

El 17 de septiembre ya no se oyó-el insistente machaqueo


de las perforadoras y barrenos. El Mando había prohibido tran­
sitar por esa zona, permaneciendo en ella tan sólo los centine­
las indispensables. Al amanecer del 18, el bombardeo se hizo
más intenso que nunca. De pronto, una detonación horripilante
atronó en las bóvedas de los sótanos. Siguió un crujido largo y
lento, com o de árboles que se desgajan o muros que se desplo­
man. La mina -cinco toneladas de trilita—acababa de explotar.
Los que habían creído que el derrumbe sería total y la muerte
inevitable, al ver que seguían vivos, se abrazaban exultantes. En­
tonaron, entonces, una Salve frente a la imagen de la Virgen, que
si bien había caído de su pedestal, permanecía ilesa. Luego di­
rían que fue una de las Salves más impresionantes que se haya
oído jamás. Las voces de mando reiteraban: “ ¡Cada uno a sus
A ntonio R ivera 341

puestos!” . Porque el único torreón que quedaba en pie se ha­


bía desplomado, con casi toda la fachada oeste y las casas cer­
canas. '
Saboreando por anticipado la victoria, los milicianos se lan­
zaron al ataque por las brechas abiertas, mientras entonaban
“La Internacional” . Es cierto que el daño producido no fue el
que ellos esperaban, a pesar de que la carga explosiva era más
que suficiente para no dejar piedra sobre piedra. Sea lo que
fuere, los rojos se lanzaron al asalto en olas sucesivas, mientras
acrecía en gran manera el fuego de artillería, al punto que pa­
recía venirse abajo lo que quedaba en pie del Alcázar. Tras ocu­
par los pisos superiores, comenzaron a arrojar desde allí nume­
rosas granadas'de mano sobre él patio central. Apostado en el
ángulo opuesto, Moscardó dirigía personalmente la defensa. Aun­
que las ametralladoras de los suyos barrían las filas de los asal­
tantes, éstos lograron plantar en el piso alto la bandera roja con
la hoz y el martillo. “H ay que desalojar esa galería y arrancar
esa bandera a toda costa” , gritó Moscardó. Varios oficiales ata­
ron con cuerdas tres escalerillas de mano, y subiendo por ella a
la galería del segundo piso, repelieron a los invasores, izando
de nuevo la bandera de la Patria.
El lector se preguntará qué sucedía mientras tanto en la ciu­
dad de Toledo. Nos lo cuenta una parienta de Antonio, que ha­
bía permanecido con su familia en la ciudad. La víspera del es­
tallido, al anochecer, cuando tenían el portal de la casa cerrado
y se disponían a rezar el rosario, unos violentos culatazos sacu­
dieron la puerta. Era un grupo de milicianos quienes les dijeron
que al día siguiente, de madrugada, iba a explotar la mina del
Alcázar, y com o eran imprevisibles los efectos'del estallido, de­
bían todos evacuar Toledo. Así lo fueron repitiendo de casa en
casa. El Gobierno había tratado de que fuese un acontecimien­
to espectacular, por lo que se invitó á periodistas de todo el
mundo para que el acto tuviese repercusión internacional. Esta-
342 E l P endón y la A ureola

liaría la mina, luego vendría el ataque, y enseguida la toma del


Alcázar. Cumpliendo la orden de los milicianos, pronto se for­
m ó una caravana interminable de familias aterradas, que lleva­
ban mantas, colchones y vituallas, en dirección a los Cigarrales
y otros suburbios de la ciudad. Varios que por aquellos días ha­
bían logrado ocultarse en sus casas, al tener que salir de ellas
fueron descubiertos por los milicianos. Los parientes de Anto­
nio tomaron la decisión de permanecer en casa. A las seis de la
mañana en punto explotó la mina, con estrépito ensordecedor.
La casa se sacudió entera, com o si fuese de goma. Cuando ce­
só el temblor, subieron para mirar por las ventanas. L o que vie­
ron fue una luz blanca, deslumbrante, casi enceguecedora, mien­
tras se escuchaba un ruido com o de muros que se desploma­
ban. Luego un silencio sepulcral. Poco a poco divisaron el Alcá­
zar en ruinas. Todos están muertos y quedaron sepultados, pen­
saron, pero enseguida renació la confianza cuando se oyó el
nutrido fuego de fusilería que mostraba que los defensores se­
guían resistiendo.

Retornemos ahora al Alcázar. La mina había destruido todas


las fortificaciones del sector oeste, sobre la cuesta del Alcázar.
Uno de los oficiales dio entonces orden de cambiar el emplaza­
miento de la ametralladora que servía Antonio, de m odo que
apuntase hacia los milicianos que avanzaban arrojando bom ­
bas de mano. Rivera se dirigió con su arma hacia el Museo R o ­
mero Ortiz, donde debía ser emplazada, atravesando el patio
“bajo una lluvia de granadas, con el pensamiento fijo en Dios y
la emoción puesta en la Patria” . El ver las viejas banderas des­
garradas, le pareció -según diría después- “una invitación que
le hacía el pasado glorioso a portarse com o un héroe” . Antonio
era el segundo servidor de la ametralladora, y su cometido con­
sistía en desembalar las municiones y pasarlas al primero. Lue­
go de entrar en posición, lograron disparar algunos tiros, pero
com o se encontraban al descubierto, pronto cayeron heridos
A ntomo R ivera 343

dos de los servidores. Se ordenó entonces el repliegue. Antonio


obedeció, pero la ametralladora permanecía allí.
Es en este lugar y momento donde realizaría su gesto más
heroico. Hacía tiempo, meses atrás, le había oído decir a Herrera
unas palabras incidentales, pero que ahora recordó puntualmen­
te: “El armamento nunca debe quedar abandonado.” Si la am e­
tralladora seguía donde se encontraba, podría ser empleada por el
enemigo. Era preciso trasladarla. Pidió entonces permiso al ofi­
cial para ir por ella, con la ayuda del cadete Jaime Miláns del
Bosch. Concedida la autorización, Antonio se dirigió hacia allí,
pero una bom ba arrojada desde lo alto le destrozó el brazo iz­
quierdo. Apoyándose en su compañero, logró no desvanecerse,
y a pesar del reguero de sangre que dejaba a su paso, gritó, v i­
brante, y poniendo en ello toda su alma: “ ¡Viva Cristo Rey! ¡Vi­
va España!” . “N o es fácil de olvidar la impresión que su voz nos
causó -relata uno de los testigos-. Algunos de nosotros le con­
testamos con lágrimas en los ojos.” Sujetándose el brazo izquier­
do con el derecho para que no se le descolocase, pálido com o
la cera, pero erguido, descendió en m edio de vítores hasta la
enfermería que se encontraba en los sótanos.
A l llegar allí encontró a Fuentes, su antiguo Secretario de la
Federación de Estudiantes Católicos.

-¿Q ué te pasa, Antonio? -le preguntó al verlo tan mal.


- A mí no me pasa nada -le respondió-, donde pasa es
arriba. Sube enseguida y cumple como yo.

La enfermería había sido trasladada, por razón de los bombar­


deos, al ángulo noroeste del sótano. Era un lugar espantoso, no
sólo por los constantes estampidos que impedían el sueño sino
también por las quejas desgarradoras de los heridos. Uno de
ellos no paraba de pedir agua, otro repetía sin cesar: “Creo en
Dios..., espero en Dios..., am o a Dios.” El ambiente era fétido y
344 E l P endón y ia A ureola.

la oscuridad casi total, ya que la única ventana que había es­


taba cubierta hasta arriba con bolsas llenas de tierra, para evitar
la entrada de proyectiles, no obstante lo cual, una bala de fusil
volvió a herir de muerte a un guardia civil, que estaba al lado
de Antonio, Al pie de esa ventana habían puesto la cama de
operaciones, que se hacían a la tenue luz de un candil de sebo
de caballo. Cuatro médicos, ninguno de ellos cirujano, opera­
ban a los heridos.
Cuando Antonio llegó a la enfermería vio que delante suyo
había varios heridos, impacientes por ser atendidos enseguida.
Él no tenía prisa: “Otros lo necesitan más que yo. Y o puedo es­
perar.” Encontró allí a su amigo Andrés Marín, y al verlo que se
afligía por su estado le dijo: “ Esto no es nada. ¿Tendrán que
amputarme, verdad?” Andrés le contestó que sí. Antonio le ro­
gó que le avisara antes, para prepararse debidamente. Quedó
recostado en su catre, frente a un Cristo de Velázquez: “Esto me
hizo mucho bien” , diría después. Tenía dolores vivísimos, pero
se consolaba mirando a Cristo crucificado. Pensó en los rojos
que lo hirieron y pidió por ellos.
Cuenta uno de los defensores que, horas después, no bien
terminó el ataque de los milicianos, bajaron a verlo y le dieron
la noticia de que la ofensiva había sido completamente recha­
zada. Antonio se emocionó:

- N o lloro por mi brazo -explicaba-, sino de alegría porque


no los habéis dejado entrar.

Estábamos impresionados al verlo tan malherido, agrega el


camarada. Le insinuamos que probablemente le amputarían el
brazo y que tal vez no hubiese cloroformo para anestesiarle. A
lo que Antonio les respondió:

- N o os preocupéis por eso. Se lo ofrezco a Dios por voso­


tros y por todos los soldados de España y si me operan sin Ció-
A ntonio R ivera 345

rbformo estaré mientras tanto pidiendo por ellos y os tendré


presentes en la oración. Ya veis. Dios ha sido tan bueno que
nje ha privado del brazo izquierdo, que no me sirve para nada;
con el derecho me basta para desenvolverme en la vida.

Le felicitamos entonces por haber salvado la vida, y él repuso:

Sí; pero hubiera sido magnífico también morir por la Patria.

Se acercó el Dr. Pelayo Lozano y le reiteró, si bien con ro­


deos, la necesidad de la amputación.

-Ñ o se preocupe usted y corte tranquilo. ¡Si hasta es el iz­


quierdo! Yo no quiero nada con las izquierdas.

El que lo operó, Daniel Ortega, coronel médico, nos relata lo


que sigue:

La intervención quirúrgica hubo de realizarse, dadas las difí­


ciles circunstancias en que nos encontrábamos en cuanto a ma­
terial de cura, en general, y de anestesia, en particular, con una
cantidad mínima de cloroformo, ya que en ese momento sólo
quedaban dos ampollas para todas las necesidades que pudie­
ran surgir, y como Antonio no se quejaba del dolor, aunque de­
bía tenerlo muy intenso, puesto que hubo necesidad de cortar
tejidos, serrar el hueso, suturar las partes blandas, etc., se le
aplicó para todo el acto operatorio una cantidad tan pequeña
de anestesia, que desde luego podemos asegurar que sufrió la
operación estando casi totalmente despierto.
Y tan ello es así, que cuando yo, en un momento de la in-
.. tervención quirúrgica, al comenzar ya a suturar las partes blan­
das, y en ocasión de tomarle el pulso y mirar su cara para po­
der deducir el estado en que se encontraba, encontré que ce­
rraba los párpados que tenía ligeramente entreabiertos.
Entonces le pregunté si sentía dolores y me contestó hacién­
dome una seña para que me acercase un poco más, que “no
nos preocupásemos de los dolores que pudiera tener, ya que él
346 E l P endón y i a A ureola

deseaba sufrir cuanto le fuera posible con tal de no gastar en su


persona anestésico que pudiera ser preciso emplear en otros
defensores”.
Este fue el gesto de Antonio Rivera en la mesa de operacio­
nes. Un sacrificio más a los muchos que había realizado, que le
cubrieron de gloria y le hicieron merecedor d e ser elevado a ci­
mas que solamente tiene Dios reservadas para los elegidos.

Al acostarse en la mesa de operaciones sólo había pedido


que le pusiesen en su mano derecha el rosario. L o apretó fuer­
temente durante toda la operación. Cuando terminó, afirmó
con sencillez que había pasado un rato magnífico, tranquilo y
agradable.

El coronel Moscardó lo visitó enseguida.

-T e he visto cruzar por el patio dando vivas a Cristo Rey y a


España, y he tenido un escalofrío de emoción al contestarte.
He mandado que en la orden del día te citen como “Muy dis­
tinguido”.

Y añadió:

-Riverita, voy a darte un beso en nombre de tu padre.


-Gracias, mi Coronel.

Le besó en la frente. Sin duda que en el corazón de Moscardó


ha de haber palpitado con fuerza el recuerdo de su hijo Luis. Al
salir de la enfermería repetía: “ ¡Valiente, valiente este mucha­
cho!” . Sobre el catre de Antonio han quedado consignadas, en
la parte inferior de la lápida donde se transcriben las palabras
de Rivera: “Tirad, pero tirad sin odio” , aquellas palabras lauda­
torias del Coronel.
A ntonio R ivera 347

Los diez días siguientes en que permanecería dentro del A l­


cázar han de haber sido muy angustiosos para Antonio, entre el
temor de que el enemigo pudiese reiterar su ofensiva, y la idea
de que, dada su extrema gravedad, de la que era bien conscien­
te, no le fuera dado ver más a los suyos. Lamentaba, asimismo,
tener que morir sin sacramentos.
La gangrena avanzaba. Antonio veía llegar inexorablemente
la muerte antes que el término del asedio. Pero Dios no lo quiso
así. Le faltaba todavía darnos una última y suprema lección.
Las tropas nacionales habían entrado, por fin, en Toledo y,
abriéndose paso entre los enemigos, llegaron a la plaza de Zo-
codover, ya cerrada la noche. Era el 27 de septiembre. Los del
Alcázar llevaban dos meses de titánica resistencia. Los centine­
las que vigilaban sobre las ruinas de la fortaleza vieron de pron­
to una siluetas que se acercaban. Aunque sabían, por las radios
extranjeras, que la liberación estaba cerca, no se fiaban y grita­
ron:

-¡Alto! ¿Quién vive?


-España -les contestan.

Los oficiales de guardia saltan de alegría. Inmediatamente,


ordenan que se abra la entrada. Los nacionales que ingresan
ven surgir desde los escombros unos espectros con alma, que
aclaman a España hasta enronquecer, y cantan llorando la Sal­
ve. Los asediados se confunden en un estrecho abrazo con los
que tanto fueron esperados. Es grande la emoción de unos y de
otros.
En los sótanos, tenuemente iluminados, se ven mujeres desfa­
llecientes y niños escuálidos. Todos los varones, incluido Moscar­
dó, tienen largas barbas. Los guardias civiles conservan sus des­
trozados uniformes, los falangistas sus camisas azules raídas, los
requetés sus boinas rojas descoloridas. “Sin novedad en el Al-
348 E l P endón y ia A ureola

cázar, mi General” , le dijo el coronel Moscardó al general Varela,


jefe de la columna liberadora, cuando se encontraron. El com ­
bate que acababa de terminar había sido terrible. Durante su
transcurso los defensores tuvieron que repeler 8 ataques de in­
fantería y soportar 30 bombardeos aéreos; 15. 300 proyectiles
de diverso calibre cayeron sobre el edificio. Entre los defensores
activos, que sumaban 1100 hombres, hubo 82 muertos, 57 de­
saparecidos, 30 desertores y 430 heridos. Otros 150 sufrieron
lesiones graves y 3 se suicidaron. Ninguna de las mujeres y nin­
gún niño sufrieron daños, com o resultado directo de la acción
enemiga. Ahora todos eran mimados. Recibían chocolate, pan
blando, latas de conservas... Los legionarios tomaron el relevo
en los puestos de guardia.
En la mañana del 28 de septiembre las tropas nacionales,
cuyas avanzadas se habían abierto camino prematuramente
hasta el Alcázar, para dar socorro a los héroes lo más pronto
posible, ocuparon Toledo. Por las calles de la ciudad corrían los
defensores a abrazar a sus seres queridos, con la terrible incerti­
dumbre de si estarían o no vivos. En la familia Rivera había in­
quietud. Antonio no venía. Pronto fueron llegando noticias de
él: “N o es nada, decían algunos, sólo está un poco herido.” “Le
han amputado un brazo, pero está bien.” “ Está muy grave;
conviene que vayan enseguida al Alcázar.”
Su padre, en compañía de un sacerdote, se dirigió presuroso
a la fortaleza, adelantándose al resto de la familia.

-¿Antonio Rivera?
-Vive.
-¿Dónde está?
-Vayan a la enfermería.

Sorteando los escombros del patio, se dirigieron a los sóta­


nos. Una bocanada pestilente los detuvo, con hedor a podre-
A ntonio R ivera 349

dumbre. Al costado de la galería, sobre catres con sábanas ensan­


grentadas, se encontraban los heridos. El espectáculo era impre­
sionante. El Dr. Rivera preguntó dónde estaba Antonio. Le se­
ñalan el catre. “Tenga cuidado, no le toque.” El padre levantó
la sábana y vio a su hijo mutilado. Apenas lo pudo reconocer,
relata María, la prima de Antonio. Su rostro exangüe tenía color
marfil, enmarcado por los rizos de su abundante cabellera y su
barba joven. La nariz recta y afilada. En las hondas cuencas relu­
cían sus grandes ojos azules, transidos de sereno dolor. N o te­
nía los anteojos. Era su hijo, el mismo, pero estigmatizado.
Enseguida el sacerdote le dio el Viático. Su mirada se ilumi­
nó. Luego lo llevaron al lado para hacerle una cura. Su padre lo
tenía abrazado por la cintura, mientras él apoyaba la cabeza en
su hombro, sin exhalar una queja. Se dijo que recordaba una
de aquellas tallas que representan a Cristo en el momento del
descendimiento.
El resto de ia familia llegó poco después. Cuando lo besa­
mos, relata su prima, tenía lágrimas en los ojos, y nos dijo con
un hilo de voz: “Lloro de alegría por haber comulgado hoy y
por volveros a ver.” Tras unos momentos de silencio para dar
lugar a la emoción, ella quiso romperla, intentando un tono
alentador: “Antonio, estás guapísimo; pareces enteramente un
Cristo.” El pensamiento de Antonio estaba fijo en su próxima
muerte. Miró hondamente á su madre, y com o para disponerla
a aquel duro trance, le dijo: “Pase lo que pase hoy, tenéis que
recibirlo con tranquilidad, con resignación, porque todo lo per­
mite o lo manda Dios. Vamos... más aún, con alegría. ¡Nada de
caras largas!” . “Mira Antonio -tercio y o -. En cuanto estés en
casa, comas bien y duermas con tranquilidad, vas a recuperarte
enseguida.” Su madre no pudo reprimir una exclamación pre­
ñada de amargura: “ ¡Dios mío! ¿Quién te habrá herido?” A lo
que Antonio replicó: “N ada importa quién me habrá herido,
pero debes pedir por él.”
350 E l P endón y la.A ureola

Aprovechando que algunos de sus familiares se propusieron


buscar unos recipientes de leche condensada, el P. Puyal, con
uniforme de capitán de requetés, les pidió que de paso trajesen
el óleo de los enfermos para un herido grave que pedía la extre­
maunción, sin decirles que ese herido era Antonio. La cosa no
resultaba fácil, porque las calles estaban atestadas de muertos aún
sin recoger, pudiéndose así comprobar lo que había sido el pa­
so de la horda roja por la ciudad, y especialmente por las igle­
sias y los conventos, incendiados, destruidos, con la mayor par­
te de los párrocos y capellanes asesinados. Tras larga búsque­
da, encontraron los óleos en una pequeña iglesia, y regresaron.
Pero al fin el sacerdote consideró que todavía no había llegado
el momento de que Antonio recibiera los últimos sacramentos.

El Dr. Rivera se dirigió a Moscardó para que le permitiese


trasladarlo a su casa en vez de que fuese confiado a un hospital,
sobre todo teniendo en cuenta que él era médico. El Coronel
consintió. Al anochecer, lo pusieron en una camilla, que lleva­
ron su padre y su querido amigo Andrés Marín. Su madre iba
junto a ellos. El camino se hizo duro y difícil, por los escombros
y la falta de luz. Una espléndida luna llena presidió la estampa,
dando marco a la epopeya de este soldado-apóstol que retor­
naba a su hogar.

III. Después del Alcázar

T o d o estaba preparado en su hogar de la plaza Santa Isabel


para recibir al héroe. N o salía éste de su asombro cuando se
encontró acostado en una cama muelle, limpia y acogedora.
“ ¡Qué grande es Dios hasta en sus detalles más pequeños!” , ex­
clamó. Pero esa noche deliró por la fiebre: “Me parece que en­
tran las tropas... Mira a ver... mira a ver... ¡Pero si están ahí!
Atiende a Moscardó... atiende a Cirujano; son muy buenos
A ntomo R ivera 351

amigos... ¡Que atacan! ¡No los dejéis pasar! ¡El cañón! ¡A los
sótanos!” .
A l amanecer, ya recobrada la lucidez, preguntó si podría co­
mulgar. N o era fácil hallar un sacerdote entre los pocos que se
habían salvado del martirio. Al fin encontraron uno que cuando
supo de quién se trataba, y el estado en que estaba, se ofreció a
vivir en la casa de los Rivera de m odo que pudiese estar cerca
de Antonio en todo momento.
Si bien la ciudad de Toledo había sido liberada, de hecho
quedó com o si fuera una península, ya que el ejército rojo la te­
nía cercada por todas partes excepto la carretera que la unía
con el territorio ocupado por las fuerzas nacionales. Hasta que
acabó la guerra, no dejó de oírse en la ciudad el tableteo de las
ametralladoras y el incesante disparo de los fusiles. Varias veces
cayeron proyectiles en la casa de los Rivera, tanto en el patio
com o en los cuartos, por los que debieron trasladar su dormito­
rio, que estaba en el primer piso, a la planta baja. Antonio con­
sintió en ello para darle el gusto a los suyos, pero luego de unos
días les rogó que lo llevasen de nuevo a su lugar habitual. Le
gustaba ese cuarto, porque tenía mucha luz, pero sobre todo
porque desde su ventana se podía ver la ciudad y especialmen­
te las ruinas de su querido Alcázar. Al fin y al cabo, les dijo, esto
de las balas no tiene importancia ¡después de lo del Alcázar!

1. E l heroísm o del sufrimiento

Para relatar lo que sucedió en el período final de su vida,


vamos a recurrir una vez más al testimonio de su prima María,
quien lo acompañó durante todo ese tiempo. “Los primeros
días de libertad -n os refiere-, Antonio se sentía mejor. Parecía
que se iba reponiendo, tanto que lo pusieron en una silla exten-
sible, ya que estaba cansado de la cama y deseaba normalizar
352 E l P endón y la.A ureola

su vida. Luego debió ser de nuevo llevado á la cama, donde


permanecería acostado o sentado, lo que no significa que hu­
biese empeorado. Podía seguir el. hilo de las conversaciones,
aunque se mareaba cuando había varios a la vez.
Recibió visitas de muchos amigos, sobre todo de sus com pa­
ñeros de la Juventud Católica. Le preguntaron por él, por su ac­
tuación en el Alcázar, por su salud, pero Antonio, siguiendo su
costumbre de no hablar de sí mismo, se interesaba más bien
por lo que les había pasado a ellos durante el asedio. Sus temas
predilectos eran la Acción Católica, los centros de jóvenes de
los pueblos, la falta de clero, los amigos asesinados. A veces v e ­
nían sus camaradas del Alcázar, que recordaban con él los he­
chos sucedidos, algunos dramáticos, pero siempre con el desen­
fado y el humorismo propio de los muchachos.
Un sacerdote, el P. Ramón Molina, cuenta que un día en
que lo fue a visitar, si bien se lo veía demacrado por las hem o­
rragias y las privaciones, lo encontró animoso y sonriente. “Esto
que padezco -le d ijo- me lo quito del purgatorio.” El tenía es­
peranzas de reponerse. “Pídale al Señor -le requirió a aquel
pad re- mi pronto restablecimiento, porque ahora, con la falta
de tantos buenos, nos queda mucho por trabajar a todos.” In­
cluso soñaba con volver a su condición de militante de Acción
Católica y retomar su noviazgo, que había quedado trunco; En
cierta ocasión le preguntó a María si su novia, cuando lo viese
así, lo seguiría queriendo. “Más que nunca” , le contestó sin va ­
cilar. Intrigada ella por si seguiría incubando alguna duda acer­
ca del camino que Dios quería para él, sacerdocio o matrimo­
nio, Antonio le respondió: “C om o no quiero negar nada a Dios,
pregunté a don Francisco si lo deí brazo era impedimento para
ordenarse sacerdote, y me dijo que sí. Y o me alegro, porque no
tengo que dudar sobre mi vocación.”
La herida del brazo se iba cicatrizando satisfactoriamente,
pero la mejoría duraría poco. Pronto se declaró septicemia y
A ntomo R ivera 353

aparecieron dos abscesos, uno en el cuello y otro en la pierna


derecha, proceso pélvico este último, que le producía un dolor
intenso y constante. De la zona afectada tuvieron que sacarle
dos litros de líquido purulento: El médico estaba admirado. Ni
siquiera en las curas, particularmente dolorosas, profería queja
alguna, tarareando canciones o meditando pasajes de la P a­
sión. Hasta se burlaba de sí mismo. Cierta vez, al término de
una de esas curas, comentaba risueño: “ ¡Cóm o he hecho el ri­
dículo! Esperaba hoy que me hiciesen mucho daño, me he
puesto a meditar la Oración del Huerto, y después de tanta pre­
paración no me han molestado nada.” Su padre, que durante
todo el tiempo lo asistió sin separarse de su lecho ni un solo día,
le pedía que se quejara, para desahogarse de algún modo, evi­
tando así que se descompensase el corazón o se dificultase la
respiración. Por afán de complacerle, Antonio dejaba escapar
cada tanto algunos gemidos.
La necesidad de comer constituía otra fuente de sufrimien­
tos, que a veces le arrancaba lágrimas. Su inapetencia era total,
y los alimentos le repugnaban. Tam poco podía dormir. A veces
se esforzaba por hacerlo, pero concluía con los nervios destro­
zados. En semejante contexto se le hacía muy difícil orar. Sólo
atinaba a decir: “ ¡Y o no puedo, pero Tú sí puedes! ¡Y o no pue­
do, pero Tú sí puedes!... Dame fuerzas, Señor. T o d o lo puedo
en Aquel que me conforta.”

A ello se agregó la dificultad para hablar. Llegó un momento


en que apenas pudo hacerlo, lo que le resultaba muy doloroso,
especialmente por ser de un temperamento tan extrovertido. Se
tenía que limitar a escuchar y responder con signos. “Si pudiese
hablar, cuantas cosas os diría —les decía a los amigos que lo
visitaban-; esto me hace sufrir mucho, pero es una nueva prue­
ba de Dios.”
354 E l P endón y ia A ureola

I En cierta ocasión, viéndolo sufrir tanto, le dijo su madre;


'

-Com prendo que me falta valor para verte sufrir así; algu­
nas veces creo que preferiría verte muerto a que padezcas de
ese modo.

j Antonio la miró con cierta extrañeza.


II -¿Q ué piensas? -le dijo ella-, ¿que estoy ofendiendo a
^ Dios?

Antonio le sonrió:

-N o ; Dios no tiene en cuenta las tonterías de las madres.


El pensaba a la inversa: “Si supiese que después de esto ha­


bría de morir, no pediría a Dios que fuese pronto, sino que me
diese la muerte después de una enfermedad larga, para sufrir
mucho. Quiero pasar el purgatorio en mi vida. Estoy muy con­
tento, pues ahora se puede decir que estoy com o Jesucristo: no
hay punto de mi cuerpo que no me duela.” Se consolaba sen­
siblemente cuando le ponían en sus labios al Niño del Remedio,
I . una imagen de talla graciosa y amable sonrisa, a la que los ro-
\\jos le habían cortado el brazo derecho. Le tenía especial devo-
II ción, mezclada de ternura, porque era “manquito com o y o ” . Le
i ^gustaba besar su muñón de madera.
Mientras tanto, su figura se agigantaba día a día en toda Es­
paña. Con frecuencia le solicitaban entrevistas o le enviaban fe­
licitaciones, incluso personas desconocidas. En una de esas car-
U tas hacían referencia a “su brazo para siempre perdido” , lo que
\\Antonio comentó: “Eso no, ahora y aquí; cuando resucite lo re­
cobraré.” N o entendía bien que se hubiese convertido en una
especie de personaje, “el Angel del Alcázar” , com o le llamaban,
ni que su conducta fuese comentada en todas partes, que lo
A ntomo R ivera 355

considerasen un héroe. Los jefes militares que lo visitaban no


escondían su admiración. “ ¡Ya sé cóm o te has portado, mucha­
cho!” , le dijo un capitán. A él no le gustaban tantos elogios,
prefiriendo callar.

-T o d o el mundo nos habla de ti -le decían sus amigos-.


Que si héroe, que si santo, que si “Angel del Alcázar”, pero tú
no cuentas nada.

-Sería triste que los frutos del Alcázar se perdieran por va­
nidad.

N i siquiera su madre pudo conseguir, según ella misma lo


confesó, que le contase un solo mal rato de “ los pasados en el
Alcázar” .
L o que sí permanecía en su corazón y en su memoria era el
amor a la Patria. Le gustaba oír la radio, en especial cuando
transmitía himnos patrióticos, que escuchaba con inocultable
emoción, y cuando podía los cantaba a media voz. El Alcázar,
nos dice su prima, le había impreso un nuevo sello de marcado
sabor castrense. Seguía la marcha de los acontecimientos con
una fe absoluta en la victoria final, aunque creía que la guerra
podía ser larga, ya que debía hacerse pueblo por pueblo. Su
hermana Ana María comenta con emoción: “ Recuerdo haberle
oído hablar de la misión de España... verle enfocar todo lo de la
Patria en Dios y darme cuenta de lo importante que eso era
para él.”
Durante su enfermedad, Antonio recibió varias visitas impor­
tantes. Una de las primeras fue la de Joaquín Arrarás, conocido
escritor y periodista, que por su cargo de corresponsal en el
frente, entró en Toledo con las tropas nacionales. Al día siguien­
te de la liberación fue a visitarle, y escribió luego un em otivo
artículo que salió en más de cuarenta periódicos de la España
nacional. En él leemos: “Ahora está en su casa en cama limpia,
356 E l P endón y ia A ureola

donde destaca por la palidez de su semblante, enmarcado en


una barba de rizos. Eres un asceta de Zurbarán -le digo-, la
fisonomía predilecta para un santo com o tú.” Y más adelante:
“La sonrisa florece en sus labios exangües. N i una queja. El
mismo se apresuró a aliviar de preocupaciones a sus padres
diciéndoles que había dado un brazo com o habría dado su vida
por Dios y por España... Los padres, con esa resignación cristia­
na que es gloria de una raza de hidalgos, habían ofrecido a su
hijo a los designios del Cielo si por voluntad de lo alto, la de su
hijo era una de esas vidas consumidas durante el asedio. ¡Qué
espíritu de cuarzo y de hierro, de cruzados y de mártires tienen
estas gentes!” .
Pero Antonio tenía una cuenta pendiente con Arrarás, que
ahora se la recordó. Algo dijimos de ello páginas atrás. Porque
en una visita que le había hecho unos meses antes de encerrar­
se en el Alcázar, al preguntarle Arrarás qué estaban planeando,
él y sus jóvenes de la Acción Católica, Antonio le respondió que
acababan de hacer Ejercicios espirituales. Al periodista le había
parecido extraño e inadecuado que un grupo de muchachos se
recluyesen en actos de piedad cuando las papas quemaban,
cuando la Revolución se venía encima. Ahora Antonio le recor­
dó aquella entrevista, y sonriéndole delicadamente le dijo, mien-
\\ tras le enseñaba el vendado muñón de su brazo: “Para que vea
\|usted, don Joaquín, cóm o haciendo Ejercicios se aprende a de­
f e n d e r a España” .
Otra visita muy trascendente fue la de su admirado cardenal
Gomá, que acudió a verle en compañía del auxiliar de la dióce­
sis, monseñor Modrego. Cuando llegaron, Antonio estaba revi­
sando sobre la cama un montón de fichas de la Secretaría.

-¿Haciendo apostolado ya? -le preguntaron.

Antonio señaló las fichas y dijo dolorido:


A ntonio R ivera 357

-Cuántas bajas, señor Cardenal... Consiliarios, dirigentes.


Nos ayudarán desde el Cielo, pero ahora...

El Cardenal lo miró con gran cariño:

- N o te preocupes de que te falte el brazo; ya te daremos


muchos más que te ayuden.

Antonio le manifestó su deseo de empezar a trabajar pronto,


a lo que el Cardenal le objetó:

- L o malo serán las propagandas. ¿Cómo te vas a arreglar


para adoptar posturas oratorias con un solo brazo?

Antonio respondió rápidamente y sonriendo a la vez:

-¿Le parece poco elocuente mostrar el otro mutilado?


-M á s elocuente que nada, hijo.
-¿Cuándo empezamos a trabajar, señor Cardenal?

Monseñor G om á lo animó y le deseó una pronta recupera­


ción, ya que, según le dijo, hacía mucha falta en la diócesis.
Luego se retiró, tras darle la bendición. Antonio quedó muy con­
m ovido por la visita.

Una impresión semejante experimentó cuando le avisaron


que estaba a la puerta el coronel Moscardó, ascendido ahora a
General, y nombrado Conde del Alcázar. Dos veces lo visitó,
mostrándole su afecto y su admiración. L o mismo hizo el gober­
nador civil, Silvano Cirujano, así com o el general Martínez Si­
mancas. Am bos recordaron la emoción que les causó contestar
a sus vítores cuando cayó herido.

A l verse objeto de tantas atenciones, Antonio repetía una y


otra vez: “ íQué buenos son, cuánto nos quieren!” .
358 E l P endón y la A ureola

2. Su gloriosa muerte

Desde los primeros días de noviembre su salud desmejoró


sensiblemente. Sufría de manera initerrumpida, se ahogaba.
Pero aún así no perdió su señorío. Si alguien mostraba sin que­
rer la angustia que le producía verlo sufrir tanto, sacaba Anto­
nio fuerzas de su flaqueza y exageraba cómicamente su ahogo
para aliviarle el dolor que le leía en el rostro.
Llegó el 20 de noviembre. Había pasado una noche espan­
tosa. Desde hacía tiempo sentía una sed abrasadora, que no le
dejaba vivir. Pidió ahora un poco de agua y le dieron algunas
cucharadas. Dejemos que su prima María nos relate los detalles
de su último día.
A la madrugada llamaron al P. Francisco Vidal, consiliario
de la Federación de Estudiantes Católicos, para que le adminis­
trase la extremaunción, que venía deseando desde la liberación
del Alcázar. Entró don Francisco en el cuarto de Antonio, y le ha­
bló del cielo así como de lo mucho que Dios lo amaba. Cuando
salió, abrazó llorando al Dr. Rivera y le dijo: “ ¡Qué hijo tienen us­
tedes!” . Después le dio a Antonio la última comunión de su vida.
A mediodía, su hermana Carmelina se acercó a arreglarle la
cama. Antonio le tomó la mano con fuerza: “Tengo la mano muy
fría, estoy mal, pero muy mal, com o el día que salí del Alcá­
zar...” . Hacía tiempo que no hablaba de sus cosas, pero ahora
quedamente y con esfuerzo dijo: “En los últimos Ejercicios pedí
al Señor una prueba muy dura y me la ha concedido en estos
cuatro meses de martirio; ahora estoy contento y espero no pa­
sar por el purgatorio.”
Tras unos momentos de emocionado silencio requirió la pre­
sencia de su padre. Quería cerciorarse de la inminencia de su
muerte.

- N o llamo al padre, llamo al médico. Dime si me voy a morir.


A ntom o R ivera 359

Él trató de eludir la respuesta:

-¡Hombre, qué cosas tienes! Sí que estás grave, pero...

De pronto el Dr. Rivera recordó que le había prometido avi­


sarle sinceramente cuando llegase la hora y cambió de tono:

-Sí, hijo, puedes morirte si no reacciona el corazón con la


inyección que voy a ponerte.

Tras aplicársela, pasaron unos minutos de ansiedad. A l cabo


de un rato, Antonio le dijo:

- N o reacciono; es inútil. Llamad otra vez a don Francisco.

Hacia las dos de la tarde, pidió que le leyesen la recomenda­


ción del alma, pero indicando que no avisasen a sus hermanas,
porque se iban a impresionar. De hecho se hizo presente toda
la familia, incluidos los niños. Las oraciones se elevaron con la
solemnidad del caso. Luego de invocar a los santos para que
rogasen por él, dijo el sacerdote: “Sal, alma cristiana en el nom ­
bre de Dios.” Antonio, obediente hasta la muerte, ya podía m o­
rir. Todavía estaba bien consciente y no quería perder una síla­
ba del ritual sagrado que escuchaba con profundo recogimien­
to. Él había hecho el propósito de “ no rezar nunca mecánica­
mente” , y también ahora quería seguir las oraciones con fervor,
por lo que pidió a don Francisco: “Si usted no tiene prisa, espe­
re un poco, porque me estoy mareando.” Así lo hizo el padre,
hasta que Antonio le indicó que continuase. Siguieron las magní­
ficas y consoladoras oraciones de la liturgia: ‘‘Salga a su encuen­
tro el espléndido escuadrón de los Ángeles, el senado de los
Apóstoles que te han de juzgar, el triunfador ejército de los Már­
tires, vestidos de blanco, y la filial turba de los rutilantes Confe­
sores.” ¿Quién de ellos hubiera podido mirar com o extraño a
360 E l P endón y ia A ureola

Antonio, ángel, apóstol, mártir y confesor? El Ángel del Alcázar


estaba a punto de incorporarse a los coros celestiales.

Al acabar la ceremonia, el padre Francisco le dijo:

-Has de tener serenidad, Antonio.


—¡Sí, estoy muy sereno! Además, como mi familia es así, lo
puedo decir: ¡Estoy contento porque me voy al cielo!

Las horas pasaban lentamente. Y a eran las cinco y media de


la tarde.

-¡Qué frío tengo! ¿Qué me pasa? -preguntó a su padre, que


rompió en sollozos.

El cariñoso nombre que de niño le habían dado a Antonio


afloró con ternura en su respuesta:

-Qué té va a pasar, “Chinín” , ¡que te vas al cielo!

La madre miró a su marido y lo reprochó suavemente:

-¡Pero hombre!, ¡qüé consuelo le das!

Antonio, dentro de lo que sus fuerzas sé lo permitían, corri­


gió enérgicamente a doña Carmen, mientras apretaba el Cruci­
fijo con su única mano:

-Me da mucho consuelo, que me voy al cielo... ¡Al cielo!

Advirtiendo el sufrimiento de su padre, tomó su m ano y le


dijó quedamente:

-¡Cuánto te quiero!
A ntonio R ivera 361

Se volvió luego a su madre, tomó las manos de los dos y las


unió con la suya:

-¡Cuánto os quiero!

A las seis de la tarde entró en la alcoba el resto de la familia.

-Que enciendan todas las luces -pidió Antonio.

Recorrió luego con su mirada a los presentes que, de rodi­


llas, rodeaban su cama. V io a Carmelina con los ojos enrojeci­
dos por el llanto, y una vez más olvidó el estado en que se en­
contraba para pensar en los demás.

-Pero vosotros, estad tranquilos...

Y comenzó a rezar jaculatorias, Minutos después las inte­


rrumpió:

-El último consuelo humano... un vaso de agua.

Estaba muriendo com o Cristo en la cruz y padecía su misma


abrasadora sed. El agónico “sitio” , tengo sed, que llevaba gra­
bado en su crucifijo de propagandista.

De nuevo se dirigió a su hermana para que continuase con


sus rezos:

-Ahora a lo divino.

Bien hace en señalar su prima lo aleccionadora que file la


muerte de Antonio: ál igual que en su apostolado, en el Alcázar
y en su enfermedad, también ahora dominaba el ambiente, im­
peraba sobre los hechos, dando la impresión de estar dirigiendo
su propio final.
362 E l P endón y ia A ureola

Don Francisco, que volvía de la calle, preguntó:

-¿Cóm o estás, Antonio?


- Y a lo ve usted... muriéndome... Estoy muy agradecido a
Dios... ¡Qué bueno ha sido Dios conmigo! ¡Viva Cristo Rey!

Luego preguntó en forma de despedida:

-¿Qué queréis para el cielo?


-Q u e pidas por España, por nosotros.

El P. Francisco puso en sus labios el crucifijo:

-Bésale por última vez en la tierra para besarle enseguida


por toda la eternidad.

Antonio pidió trabajosamente la estampa de la Milagrosa,


que besó con ternura. Todos estaban de rodillas, y él, haciendo
un supremo esfuerzo, con un hilo de voz, lanzó el mismo grito
del Alcázar, su grito de triunfo final:

-¡Viva Cristo Rey! ¡Viva... Es... pa... ña...

Un cuarto de hora más, y entregó su alma a Dios. Don Fran­


cisco rezó un responso, su padre le cerró los ojos, y su prima
extendió sobre su cuerpo la bandera de España.

Era un día lluvioso. Por la ventana se dejaban ver las ruinas


de la fortaleza mutilada, como mutilado murió Antonio, mientras
se escuchaba el crepitar incesante de las ametralladoras y el dis­
paro de los fusiles, que ahora parecían un homenaje de salvas
de guerra al apóstol cruzado y mártir, el “Angel del Alcázar” .
N o deja de ser sintomático el hecho de que muriese precisá­
ismente un 20 de noviembre, el mismo día en que morirían dos
A ntonio R ivera 363

de las figuras que él más amó: José Antonio Primo de Rivera y


Francisco Franco.

El sábado 21 y el domingo 22 su cuerpo quedó expuesto en


una de las habitaciones del piso inferior de la casa, donde fue
velado. Presidían las banderas de España y de la JACE, mien­
tras hacían guardia sus compañeros de los Estudiantes Católi­
cos, de la Juventud Católica y sus camaradas del Alcázar. Du­
rante esos dos días hubo un desfile ininterrumpido de persona­
lidades eclesiásticas, civiles y militares, así com o de gente del
pueblo, sobre todo del vecindario que lo habían visto crecer, y
comenzaban a considerarlo com o un santo. Pasaban por su
mano medallas y rosarios, pedían reliquias de sus ropas, y mu­
chos percibían de su cuerpo un fuerte aroma suave e inconfun­
dible. Es “olor de santidad” , decían.

Una vida tan corta com o preñada de gloria. Bien se le puede


aplicar lo que se dijo de San Luis Gonzaga, muerto también él
en la flor de la juventud: “Tem pore brevi explevit multa” , en
poco tiempo realizó mucho.

Inmediatamente comenzaron a llegar cartas y telegramas de


todas partes, dando testimonio de la admiración que este joven
había suscitado por doquier. Entre ellas se destaca el siguiente
telegrama: “Su bravura y sacrificio sirven de ejemplo. Velará
por nosotros desde allí. T od o por Dios y la Patria. ¡Arriba Es­
paña!” -M oscardó.

También en diversas emisoras, com o Radio Club Portugués,


Radio Toledo, Radio Nacional, se refirieron a Antonio. En una
de ellas, el locutor se preguntaba significativamente: “¿Qué te
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importa, ciudad imperial, los dolores y zarpazos de la guerra, si


ahora y para siempre se alza victoriosa sobre tus ruinas desola­
das, la blanca figura del Ángel del Alcázar, gloria de la Acción
Católica, orgullo del Ejército español y mártir de Cristo Rey?” .
Casi todos los diarios y revistas de la España nacional hablaron
de él. Se relataban sus gestas, y su “tirad sin odio” corría de b o ­
ca en boca. También se habló de Antonio en la prensa extran­
jera, italiana, portuguesa, argentina. Su recuerdo llegaría hasta
Rusia, ya que algunos de sus compañeros del Alcázar revistarían
luego en la División Azul.
Rivera amó a España hasta el extremo, la amó con el amor
más fuerte con que la Patria puede ser amada, con el amor y la
caridad de Dios, la amó de manera heroica hasta la muerte. En
él se cumplió cabalmente lo de nuestro Castellani:

Amar la Patria es el amor primero


y es el postrero amor después de Dios
y si es crucificado y verdadero
ya son un solo amor, ya no son dos.

Muy justo nos parece su apodo de “Ángel del Alcázar” . N o


en el sentido infantil o candoroso que se le suele atribuir a la fi­
gura del ángel. Porque el ángel, además de ser puro com o un
niño, tiene una inteligencia esclarecida y una voluntad enérgi­
ca. En este sentido fue ángel Antonio. Y lo fue también en eí sen­
tido de medianero y protector, ya que, com o escribe un admi­
rador suyo, “si faltó un justo en Sodoma, Dios quiso que lo tu­
viera en el Alcázar; porque sólo el Señor sabe, en sus secretos
designios, qué defensa sobrenatural tan invencible roció la fortale­
za en el sangriento calvario de Rivera y en aquel fusil sin odio” .
Sobre él escribió así su director espiritual: “ ¡Señor -p u d o de­
cir Antonio Rivera el día de su muerte-, me diste los cinco ta­
lentos: de un perspicaz entendimiento y de un corazón afectuo-
A ntomo R ivera 365

so, y de una fe com o la que traslada montañas, y de una gracia


y una virtud a toda prueba. Y o, por mi parte, he peleado el
buen combate; he conservado hasta el fin el depósito de la fe;
he duplicado mis talentos, y espero ciñas en mis sienes la coro­
na de la justicia. Y Jesucristo, a su vez, mirando con compla­
cencia a su siervo bueno y fiel, le alabó sin reservas, le alargó la
corona merecida y le introdujo en el gozo de su Señor.”
En una pastoral que dirigió a los Estudiantes Católicos dijo
de Antonio el cardenal Gomá: “Y o vi a uno de los vuestros^ al
que el instinto cristiano y patriótico ha dado el nombre de «A n ­
gel del Alcázar», postrado en el lecho de donde su cuerpo, roto
por la metralla, pasó a la tumba y su alma al Cielo a los pocos
días. Y o no he visto alma más jovial y optimista en mi vida. Por
la ventana de su habitación* se veían imponentes las ruinas del
Alcázar, testigo de sus proezas, y me pareció en verdad el «Á n ­
gel del Alcázar». Ángel dulce y fuerte, dulce con la caridad que
irradiaba toda su vida; fuerte com o un cachorro de la religión y
de la patria.” Por eso le recomendaba al joven de Acción Cató­
lica: “Mírate como en espejo, en la vida y en la muerte de este hé­
roe. Aprende en ella las lecciones de vida cristiana de verdad.”
Un tiempo después, el cardenal Pía y Deniel, sucesor del car­
denal G om a en la diócesis de Toledo, en un discurso pronun­
ciado el añ£> 1943 en el patio mismo del Alcázar dé Toledo* así
se expresaba: “Es emocionante el recuerdo del Ángel del Alcá­
zar, aquí; entre estas gloriosas ruinas, donde practicara sus ex­
celsas virtudes.” Más recientemente, hablando de él, el cardenal
Marcelo González Martín, hasta hace poco arzobispo de Toledo,
evocó con justicia el calor de su familia que es “ com o el primer
Seminario, la pequeña Iglesia doméstica, el. vivero donde se
cultivan y crecen los árboles que sueñan alturas y entablan co­
loquios de enamorados con las estrellas de la noche” . Razón
tiene el Cardenal. Difícil es imaginar una familia más cristiana
que la de Rivera: su excelente madre, su militante padre, su
366 E l P endón y ia A ureola

hermano José, muerto hace pocos años en olor de santidad, su


hermana Carmelina, que buscó, también ella, su Alcázar, si
bien en el Castillo interior de un monasterio, y su hermana Ana
María, tan modesta y generosa, con la que tuvimos el placer de
conversar largamente, y que nos mostró la casa solariega, la
chaqueta de su hermano agujereada por la metralla, el cuarto
donde murió y la ventana desde la que podía contemplar el A l­
cázar de sus sueños.
Antonio es especialmente recordado entre los jóvenes. Bien
ha dicho el cardenal Marcelo: “La vida de Antonio Rivera conti­
núa gritando al cabo de los años que somos nosotros los que
podemos ser viejos con nuestros cansancios y rutinas, pero que
el Evangelio es siempre joven y está particularmente abierto al
clamor de la generosidad juvenil.” Su memoria permanece to­
davía indeleble en los que lo conocieron. “Era uno de nosotros,
pero ¡qué distinto de nosotros!” .
En 1951 se creó el Secretariado para la introducción de su
causa de beatificación, con sede en Madrid, bajo el Consejo
Superior de la Juventud de Acción Católica. La Comisión Eje­
cutiva estaba presidida por don Blas Piñar López, quien se lan­
zó a una amplia difusión de su figura. En 1964, cuando estaba
ya muy adelantado el proceso diocesano, y a punto de ser en­
viado a Roma, la causa fue detenida, com o la de todos los már­
tires españoles de la Cruzada, por razones de oportunismo p o­
lítico o de falsa prudencia. En su visita a España, Juan Pablo II
mostró su decisión de reabrir dichas causas, para que aquellos
mártires fuesen reconocidos y venerados en la Iglesia universal.
En 1986, Blas Piñar, amigo de Antonio Rivera y amigo nues­
tro, nos ha dejado este inspirado testimonio:

Hace cincuenta años entregaba su vida a Dios, Antonio Ri­


vera Ramírez, el “Ángel del Alcázar”. Y o fui su amigo, y de él
aprendí, más que con su palabra, con su ejemplo, mucho de lo
A ntonio R ivera 367

que ha ido perfilando la mía. Ahora, con énfasis especial, cuan­


do se cumple el cincuenta aniversario de su muerte, debemos
recordar a quien nos ofreció, ofreciéndose a sí mismo, una con­
ducta a seguir y el testimonio más alto de la fuerza y el valor de
unos ideales. Desde tal condición de amigo y, además, como
presidente del Secretariado que se constituyó para lograr su
beatificación, escribo:
Para mí, lo más llamativo de Antonio Rivera fue su propósi­
to bien cumplido de dar a su vida un tono heroico. En un clima
de mediocridad, de pasotismo, de inhibición y de tibieza, como
es, a todas luces, el clima de nuestro tiempo, una resolución de
ese tipo, que va contra corriente y que implica la asunción de
renuncias personales y de contradicciones públicas, nos apela
como un aldabonazo en lá intimidad del ser, como una campa­
nada recia y viril en la conciencia aturdida por la confusión del
ruido y del estrépito.
Cuatro fueron los recursos que el “Angel del Alcázar” utilizó
para alcanzar el tono heroico para su vida, y para cerrarla, con­
cluyéndola, como héroe.
En primer lugar, Antonio Rivera, mirándose a sí mismo, de­
cidió entender su propia vida como un don recibido, no para
disfrutarlo de manera egoísta, sino para ofrecerlo y ofrendarlo
con espíritu servicial, a la manera del grano de trigo, que no se
almacena, sino que en el surco, deshaciéndose, fructifica, o del
talento que, en lugar de esconderlo para que nadie lo robe, se
negocia con afán a fin de verlo multiplicado.
En segundo término, Antonio Rivera, mirando al mundo, y
a los hombres que en el mundo y por el mundo transitan, re­
chazó la idea de coexistir tan sólo con ellos, de abrirse camino
a través de ellos, de adaptarse a sus modos de ser, para aho­
rrarse colisiones y molestias, y aceptó, por el contrario, la idea
de conquista, de evangelización permanente, de búsqueda frater­
na para convencer y para convertir.
En tercer orden, Antonio Rivera mirando al cielo, se negó a
contemplarlo simplemente como una obra fruto del azar o co­
mo un espectáculo arrobador para el poeta que lo describe o el
pintor que lo retrata, sino con todo eso, y sin excluirlo, como la
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llamada por lo creado a su Creador, cómo el incentivo elevado


y bello para alcanzar a su artífice.
En cuarto y como último medio, Antonio Rivera se fijó en el
sufrimiento qué acompaña a cada hombre, y que le acompañó
a él de tantas maneras, y, en especial, en el sufrimiento del últi­
mo desenlace, que llamamos la muerte; y se negó a tolerar su­
frimiento y muerte con estoicismo silencioso o a indignarse
contra ellos con rebeldía blasfema, sino que quiso aceptarlos y
asumirlos como expiación para sí y para los demás.
Por eso, y como resumen, podemos decir que la vida de
Antonio Rivera fue entrega generosa, apostolado sin pausa, as­
piración a la santidad y ofrecimiento de su dolor.

Antonio Rivera sigue vivo. N o está, sin duda, ocioso en el


cielo, ni sólo para que “España vuelva a su destino” sino tam­
bién, así lo esperamos, para que nuestra patria argentina, hija
de España, y agónica com o aquélla, encuentre jóvenes que se­
pan emular su lucidez y su coraje. También él, un año antes de
morir, firmó ese documento de los jóvenes de Acción Católica,
donde se comprometían a ir en peregrinación hasta Santiago
de Compostela. N o pocos de ellos serían luego cruzados, que
lucharon en los ejércitos de los nacionales, o también mártires,
que derramaron su sangre sobre los altares de Dios y de la Pa­
tria. En aquel documento se decía: “Si muero, que recojan mi
sangre, y la hagan fecunda.” Que Hispanoamérica, “los mil ca­
chorros sueltos del León español” , al decir de Rubén Darío, re­
cojan la sangre de aquel “ cachorro de la religión y de la patria” ,
com o lo llamó el cardenal Gomá, y la siembren en sus surcos.

En las afueras de Madrid, en el Cerro de los Ángeles, se en­


cuentra un magnífico monumento al Sagrado Corazón. Duran­
te el dominio de los rojos, dicho monumento fue “fusilado” y
dinamitado. Tras la victoria de Franco lo rehicieron, frente a los
restos del antiguo, con algunos retoques. Bajo la imagen de
Cristo, Rey de España, hay varios grupos escultóricos. Uno de
A ntonio R ivera 369

ellos simboliza a los españoles “defensores de la fe” . Allí figuran


Osio, obispo de Córdoba, infatigable luchador contra la herejía
arriana; el rey don Pelayo, iniciador de la Reconquista; el P. .
Diego Laínez, teólogo en el Concilio de Trente; don Juan de
Austria, vencedor de Lepanto; Mons. Polanco, obispo de Teruel,
representando a los mártires de la Cruzada; y Antonio Rivera,
com o símbolo, según escribe el que fue director de la Obra N a ­
cional del Cerro de los Ángeles, Emiliano Aníbarro Espeso, “de
cuantos españoles, durante nuestra Cruzada de liberación nacio­
nal, hicieron posible que España prestara un excepcional servi­
cio a la Iglesia en su lucha contra el comunismo ateo” .

En España se reza aún esta oración: “Padre nuestro que es­


tás en los cielos, dígnate glorificar a tu siervo Antonio que nos
edificó con el ejemplo de su vida cristiana, con su celo apostóli­
co entre sus hermanos los jóvenes, y con la entrega de su san­
gre por la defensa de la Iglesia y de la Patria, y concédenos imi­
tar sus virtudes por Jesucristo nuestro Señor.”

O b r a s C o n su lt a d a s

E l Ángel del Alcázar, Ed. Juventud de Acción Católica, Madrid


1945.

José Manuel de Córdoba, Un católico en la gran crisis de Espa­


ña (Testimonio de vida de Antonio Rivera, “Ángel del Alcá­
zar” ), Toledo 1964.

María de Pablos Ramírez de Amilano, E l Á ngel del Alcázar,


Antonio Rivera y su ambienté, Madrid 1989.

AA. W . , José Rivera, sacerdote, testigo y profeta, B AC Popu­


lar, Madrid 1996.
370 E l P endón y la A ureola

El Ángel del Alcázar

Es el día asignado en la tarde más roja, por la voz providente


que la historia acaudilla.
Cuando en hombres y en patrias la vocación se prueba, al filo del
[dolor
que la carne acuchilla.

El día del dilema puesto al pie del sagrario, tantas noches en vela
o cumpliendo Ejercicios.
Y resuelto de pronto, vertiginosamente, entre pólvora, balas,
audaces sacrificios.

El martirio o la guerra, había sido el cruce de anhelos que tensaban


tu celo legionario.
Pero en Toledo estabas, donde el Imperio aúna, la milicia y la fe,
el fusil y el breviario.

Estabas en Toledo y en Toledo el Alcázar, el águila bicéfala


guardaba su legado.
Y a tenías tu puesto en la hidalga epopeya, trazada a tu medida
de apóstol y soldado.

Era el día de España, Antonio, lo sabías; el día de la Iglesia


y las dos ultrajadas.
Vertical el Arcángel arengaba a sus huestes, abajo en la vanguardia
con honor te alistabas.
A ntomo R ivera 371

Fue entonces que te vieron meditando el rosario, sirviendo una


[metralla,
aliviando un incordio.
Riendo con tu risa, profeta de victoria, cumpliendo tu consigna
la de tirar sin odio.

Ni una queja furtiva, ni una nostalgia vana. Encendida la hazaña


tu juventud ardió.
Veteranos de guerra celebraron tu temple, y al pelear mutilado
te admiró Moscardó.

Era el día del triunfo, cuando llegan las tropas del Caudillo que
[avanza
a salvar la heredad.
Pudo pintarlo el Greco con las aguas del Tajo, si acaso en el Alcázar
no había novedad.

Érase al fin el día de tu largo via crucis, de saber que se muere


como Cristo sufriente.
“¿Qué quieres para el délo?”, preguntabas al irte. Ahora al son de
[tu nombre
respondemos ¡Presente!

A ntonio C aponnetto

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