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I) La meca de la parranda:
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Que yo soy un borracho perdido
Sólo quiero que tengan presente
Que trabajo y que a nadie le pido. (Soy parrandero y qué, de
Lenín Bueno Suárez).
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elementos, dice Julio Oñate en forma tajante, no se puede hablar de
parranda. “No todos los que beben en grupo están parrandeando”,
afirma. “Se necesita que haya un sentido participativo del gozo”.
En la vida común y corriente – señala Tomás Darío Gutiérrez –
hay diferencias sociales, exclusión. En la parranda, en cambio, cabe
todo el que quiere cantar. En el amplio patio donde se lleva a cabo la
jarana, bajo la copa frondosa de un palo de mango, es posible que dos
compadres distanciados desde hace años, se den, por fin, un abrazo.
La cotidianidad los separa, el festejo los aglutina.
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entonces el vallenato, como afirma el compositor Rafael Escalona, se
fue regando como el bostezo, o sea, de boca en boca.
En la parranda nace y desemboca el vallenato. La parranda se
alimenta a sí misma. Es una amalgama de versos que da origen a otros
versos. Debajo del palo de mango, entre notas de acordeones y aroma
de chivo guisado, se renuevan los rostros y las voces. Y al final
sobreviven los cuentos y los cantos. Como quien dice, la vida.
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región aislada, sin carreteras, sin periódicos y sin radios, los hombres
eran felices porque oían canciones y no noticias. O mejor: porque
cantaban las noticias. Lo que contaban era absolutamente humano: la
muerte del caballo preferido, la suerte de una cosecha, la búsqueda de
un amor al que se le ha perdido la pista, la enfermedad de un amigo.
Todo era importante pero nada era grave, exactamente al revés de lo
que ocurre con los informes que se transmiten hoy en algunos medios,
a través de fanfarrias que pulverizan los nervios. Entonces, como el
mundo andaba sin prisa, era posible captar lo bello y convertirlo en
noticia, valga decir, en canto: el río como fuente de inspiración, por
ejemplo; la brisa, la caída del sol, el golpeteo de la lluvia contra la
tierra desnuda. En fin: el milagro del cantor consistía en magnificar lo
simple a través de sus versos y hacerlo trascender. Se le podía cantar a
todo. A las estaciones climáticas, como lo hizo Isaac Carrillo (“el 22
de marzo/ llega la primavera”); a la mujer celosa, como lo hizo Sergio
Moya Molina (“cuando salga de mi casa y de demore por la calle no te
preocupes, Juanita”); a la sequía, como lo hizo Julio Oñate Martínez
(“de la Guajira hacia Valledupar/ no volverá a nacer el algodón”) o a
la muerte de un árbol, como lo hizo Hernando Marín (“a su alrededor
me cansé de abonar la tierra/ no valió mi esfuerzo y se muere porque
se muere”). Pero volvamos al tema del asombro: aquellos cantores
eran capaces de maravillarse con lo más simple, como lo prueban los
versos emocionados que Leandro Díaz compuso cuando Telecom – la
empresa de Telecomunicaciones -- llegó a su pueblo. Y como lo
prueba, también, ese disparate sublime que Juancho Polo Valencia le
dedicó al “lucero espiritual”, que es “más alto que el hombre” y que
siempre se esconde “en este mundo historial”.
Los poetas clásicos del vallenato son, en esencia, seres que ven la vida
con asombro, y reflexionan sobre ella con hipérboles y metáforas, no
tanto como ornamento literario sino como una herramienta de
comunicación, que los ayuda a entenderse mejor. Este juglar es, en
realidad, un recurso defensivo de nuestra cultura para preservar al
brujo de la tribu. Es una prolongación del abuelo tribal que, en su
taburete de cuero, cuenta cuentos para no quedarse solo. Es el
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guardián de la memoria de nuestros juglares, alguien que ha aprendido
a encontrar noticias grandiosas en la vida común y corriente de todos
los días.
“Es que ahora hay mucho compositor preocupado por rimar corazón
con cartón y por trabajar con lo peor del diccionario en la mano. Creen
que las solas palabras que parecen elegantes hacen la poesía. No se
dan cuenta de que es más efectivo decir: ‘no me descompongas con
tus ojos fregadores’ que decir “no me mates con tus ojos angelicales”.
Dos botones de muestra de la obra del maestro, para ver cómo aplica
él lo que predica:
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“Solamente me queda el recuerdo de tu voz
Como el ave que canta en la selva y no se ve
Con ese recuerdo vivo yo
Con ese recuerdo moriré”. (Honda herida. Rafael Escalona)
“Las mujeres fueron todo para mí. Con decirle que hasta negocio
fueron, pues yo tenía que estar enamorado para seguir componiendo.
O despechado, tal vez. Porque a la hora de la verdad los temas de
componer son dos: el amor o la decepción. Lo demás es invento y a
mí no me gusta inventar. Yo no le voy a decir si debe o no debe
permitirse que un compositor invente. Los de hoy lo hacen, según se
ve. ¿No es así? Allá ellos. Si un tipo es capaz de emocionarse
cantando embustes, cosas que no han sucedido, que lo haga. Nosotros,
los viejos, preferimos cantar lo que nos ocurre. Por eso tampoco
aceptamos componer en serie, por encargos, porque nuestras
canciones tienen que ser sentidas por nosotros, no impuestas. Ah, pero
volviendo a las mujeres que uno conoció en las salidas, le digo una
cosa: hay amores de amores y amores que se quieren. Eso lo aprendí
caminando.
Cuando uno se enamoraba de verdad era un tigre, oyó, un tigre que
perseguía a la dama por donde fuera. La olía a lo lejos. La llamaba con
el silbido. Y si la cosa se ponía muy difícil, entonces uno se tiraba a
fondo, a buscarla en cualquier rincón. Lo importante era dar con ella
para saber de una vez por todas si se triunfaba o se fracasaba. Si uno
salía derrotado, por lo menos quedaba eso: haberla encontrado. Hasta
en eso nosotros éramos diferentes a los músicos de ahora, que nada
más con una llamadita por teléfono solucionan el problema. Muy fácil.
Así mismo quieren hacer con las canciones”.
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VIII) Leandro Díaz explica el origen de una de sus canciones:
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más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de
ahora es mango bajito.
Zuleta se agarra la barbilla con los dedos índice y pulgar de la mano
derecha:
-- Las mujeres antes escaseaban -- dice.
Casi en seguida, y sin ninguna transición, el semblante reflexivo da
paso a un engreimiento de pavo real. Entonces, lleva su desvergüenza
hasta el extremo de protestar porque en una situación tan ventajosa
como la actual, “cualquiera es mujeriego”.
-- Antes – añade -- los únicos mujeriegos éramos los acordeoneros y
los choferes. Y con tanto estorbo que ponían los padres de las
muchachas, era mucho mérito que uno fuera capaz de conquistarlas y
llevárselas. En cambio ahora es más fácil. Yo veo que las mujeres se
les meten a los nietos míos en el cuarto y ellos son los que tienen que
quitárselas de encima, oyó, como si estuvieran espantando moscas.
-- Cuidado lo oyen las mujeres llamándolas “mangos bajitos” y
“moscas de espantar”. Lo van a linchar, maestro.
-- A mí me enseñaron que patada de yegua no mata a caballo. Las
mujeres tienen que hacerme es un monumento, porque bastante que
las he querido. Yo digo como los viejos de mi pueblo: desde la madre
de Jesús para acá, que vivan todas las mujeres. Si no fuera por ellas,
¿qué hombre trabajaría? Ellas son las que nos hacen a nosotros en
todo sentido. Que viva la mujer que lo parió a usted y la mujer que me
parió a mí. Que vivan las hijas del ministro, las hijas del carpintero y
las hijas mías. Todas, todas ellas. Que no se mueran nunca, que Dios
no nos haga la maldad de llevárselas.
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antes de que las composiciones se volvieran una mezcla insufrible de
novelita rosa con balada – papel higiénico de empleadas domésticas
desarraigadas – el vallenato era una música genuina y vigorosa. Nada
de melcochas, ni de paños de lágrimas, ni de palabras escogidas de
afán en los basureros del diccionario. Se trataba de contar historias.
De cantarle a la tierra mojada, al cruce de los novillos por el playón, a
la leche espumosa que se apura al pie de la ubre, al compadre
resentido por el bautizo aplazado, al sacerdote que pontifica aunque se
haya robado los trastos de la parroquia, a la pezuña que deja una
huella en forma de corazón, al lucero que es más alto que el hombre,
al enamorado que espera hallar a la novia perdida, mediante el recurso
cándido de describir sus cejas encontradas; al sol, que es viejísimo
pero todavía alumbra; a la hembra que mueve el caderaje, para que
Dios se sienta engreído; a la víspera de Año Nuevo, estando la noche
serena; a la hamaca que es más grande que el Cerro de Maco; al
jornalero que apenas tiene una camisa, pero sabe usar la brisa como
sombrero.
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