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Una reflexión más profunda, en todo caso, muestra algo más grave. Si la filosofía ha sido
expulsada de las salas de clases es porque ya estaba muerta hace tiempo fuera de ellas. No
se trata aquí del valor de cosas como el “pensamiento crítico” o la capacidad de
argumentar, sino del objeto de la filosofía como ciencia o conocimiento. La cuestión de
fondo es el contenido, no el método, y el contenido de la filosofía –su objeto– son las
cuestiones fundamentales, las causas primeras, la realidad última (o como quiera que se le
llame). Pero eso mismo, hemos decidido implícitamente, no existe realmente: queda en el
ámbito de la opinión personal. Esto queda clarísimo si se mira el estado de la filosofía
moral, donde al final todo tiende a resolverse en la subjetividad (personal o colectiva),
descartándose la posibilidad de alguna respuesta definitiva.
Los más poéticos llegan a decir cosas como que el sentido de hacerse preguntas no es
encontrar respuestas, sino seguir buscando; pero eso, se da cuenta cualquiera que lo piense
un minuto, es un sinsentido. En un mundo así concebido –donde se ha negado, de manera
más o menos elegante, la posibilidad de la verdad– no puede haber filosofía, porque se ha
negado su objeto. La supresión de su enseñanza es simplemente un último paso. La
mentalidad utilitarista a la que se le echa la culpa no es sino otra consecuencia de lo
anterior. Es natural no querer aceptar que la filosofía ha muerto, así se tiene lo mejor de dos
mundos: no tener que reconocer que la única alternativa actual es el nihilismo, pero sin
tener que comprometerse con la verdad.