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«Sola Scriptura»: la triple afirmación - pjc


«Sola Scriptura, Sola Gratia, Sola Fide», es decir, «Sola Escritura, Sola Gracia, Sola Fe» Pero, ¿qué significa esta declaración, la cual forma
parte de la Reforma del siglo XVI?

La razón de ser de la Reforma del siglo XVI, así como de aquellos que nos consideramos herederos espirituales de la misma, queda resumida
en la triple divisa: "Sola Scriptura, Sola Gratia, Sola Fide". La palabra "Sola", como puede verse, tiene una importancia capital. Para los
reformadores era muy significativa y no lo es menos para nosotros. Se ha dicho que, en realidad, la obra de la Reforma giró alrededor de este
vocablo.
Es por eso que aun en la actualidad cuando hablamos de la autoridad de las Escrituras, de la necesidad de la gracia divina y de la suficiencia
de la fe para la salvación, lo hacemos colocando siempre la palabra "Sola" delante: "Sola Escritura, Sola Gracia, Sola Fe". Con ello damos a
entender el valor absoluto que para nosotros, los cristianos evangélicos, tienen estas tres doctrinas.
La Sola Palabra, Sola Scriptura.
La afirmación del título tiene que ver con el problema de la autoridad: ¿dónde reside la máxima autoridad de la Iglesia?
Como cristianos evangélicos, nosotros creemos en la unión básica que existe entre Cristo y su Iglesia. Pero no describimos tal unión como
mera identificación, porque si bien en su sentido creemos que puede hablarse de cierta identificación, tememos que la misma pudiera dar pie a
crear confusión entre Cristo y la Iglesia. Cristo es una sola cosa, un cuerpo con la Iglesia. Pero, como Cabeza de la misma está muy por
encima de los miembros. Hemos de dar lugar, pues, a una clara subordinación del cuerpo con respecto a su Cabeza divina. No podemos quitar
la corona de esta Cabeza para colocarla encima de la Iglesia. Al fin de cuentas, esa Cabeza y esa corona lo son también de la misma Iglesia.
La Iglesia no puede identificar, a la ligera, su propia palabra con la palabra de Cristo. Y aquí nos encontramos con una de las paradojas del
Evangelio: en la medida en que la Iglesia renuncia a su propia infalibilidad, sometiéndose y proclamando la sola infalibilidad de la palabra del
Señor, en esta misma medida su mensaje es infalible y su voz es la voz de Cristo. Es la aplicación, en el plano doctrinal y pastoral, de las
palabras de Jesús: "El que se humille será ensalzado".
LOS REFORMADORES
Los reformadores contemplaron a la Iglesia, en su peregrinación terrestre, como obligada a sujetarse a la Palabra de su Redentor y Señor. Y
sólo así creían producirse esta íntima y viva comunión de la Cabeza con sus miembros.
Nuestra fidelidad a las Sagradas Escrituras como norma única de fe y práctica, debe entenderse a la luz de nuestra convicción de que,
sujetándonos a la autoridad de las mismas, nos sujetamos, de hecho, a la autoridad única y soberana de Cristo. Esta convicción viene
corroborada por el hecho de que el fundamento que Cristo ha querido dar a su Iglesia se halla depositado en esas Escrituras y solamente por
ellas se actualiza hasta nosotros (Jn. 17.20).
Nuestra posición no es, desde luego, nada nuevo. Desde los primeros días del cristianismo los teólogos de todas las tendencias han apelado a
las Escrituras para defender sus posiciones. Y los reformadores siguieron la lógica de este principio, esforzándose en colocar de nuevo, en el
centro de la vida de la Iglesia, la autoridad suprema de la Palabra de Dios. Aun más, comprendieron que la Palabra es el medio de gracia por
excelencia y sin el cual los demás medios no son nada. Creyeron que la Iglesia sólo habla la Palabra de Cristo cuando somete su propia
palabra a la de la Escritura. La palabra de fe que la Iglesia debe proclamar es la palabra bíblica.
LOS PADRES
Se decía en la Edad Media que el consentimiento unánime de los llamados Padres de la Iglesia sobre algún punto determinado era prueba
suficiente para creer que se trataba de una verdad. El hecho es que en muy pocos puntos encontramos este consenso unánime. Se trata, en
realidad, de una ficción teórica. Sin embargo, en una doctrina todos los Padres se hallaban de acuerdo: la doctrina que afirma que la Biblia es
la suprema autoridad del cristiano en todo lo que afecta su fe y práctica.
La autoridad de las Escrituras en la Iglesia cristiana, dimana de otra doctrina creída igualmente con la misma unanimidad a lo largo de los
siglos: la inspiración divina que movió a los instrumentos humanos que escribieron los Sagrados Libros.
LA BIBLIA MISMA
En 2 Timoteo 3.16 tenemos el testimonio del propio escrito sagrado en cuanto a su valor: fue inspirado divinamente. Esto quiere decir que la
Escritura no tuvo su origen en la imaginación, o en la exaltación religiosa, ni en ningún hombre. En realidad, ningún hombre, ni grupo de
hombres, hubiese podido escribir algo aunque fuese remotamente parecido a la Biblia. La Escritura es de inspiración divina; se trata de la
Palabra de Dios, no de la palabra humana (2 Pe. 1.20, 21). La Biblia es el único libro del que podemos decir con toda propiedad que es el Libro
de Dios.
Por consiguiente, la revelación bíblica debe ser nuestra suprema autoridad en materia de fe y práctica. Porque cuando Dios habla (y lo hace
cada vez que meditamos reverentemente en la Biblia, pidiendo al Espíritu que la inspiró su iluminación y dirección), al hombre sólo le resta
hacer una cosa: callar y escuchar.
En Apocalipsis 22.18 tenemos una amonestación muy solemne que nos advierte del peligro de añadir o quitar algo a esta Palabra. Nuestra
sumisión y obediencia a Dios se medirán, pues, por nuestro acatamiento a su Palabra.
La Biblia ha de dirigir toda nuestra vida, tanto en lo tocante a nuestra credenda, es decir: lo que debemos creer; como en lo que se refiere a
nuestra agenda, o sea: lo que hemos de practicar. Esta convicción hacía exclamar al salmista: "Lámpara es a mis pies tu Palabra, y lumbrera a
mi camino""(Sal. 119.105).
La autoridad de la Palabra de Dios procede de ella misma, por lo que es. En otras palabras, tiene autoridad porque es palabra inspirada,
oráculo divino. Repetidamente leemos en el Antiguo Testamento expresiones tales como "Dice Jehová", o "La Palabra de Jehová fue sobre
mí…" El Nuevo Testamento corrobora las implicancias proféticas señaladas. El autor de la Epístola a los Hebreos afirma que los siervos de
Dios que profetizaron en el pasado no hicieron más que transmitir la Palabra del Señor: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas
maneras en otro tiempo a los padres por los profetas…" (He. 1.1).
EL TESTIMONIO DEL SEÑOR
Mas, ¿puede haber algo más significativo para nosotros que el testimonio del mismo Cristo? Dijo que no había venido a desconocer la ley y los
profetas, sino a cumplirlo todo. Añadió que ni una jota ni una tilde perecería de la Palabra revelada hasta que todas las cosas llegaran a su
total consumación (Mt. 5.17, 18). La Escritura era para Él algo que no podía ser quebrantado (Jn. 10.35). En la tentación rechaza al diablo con
el poder que le da la Palabra, la que una vez tras otra cita al tentador: "Escrito está…". Es su argumento final. Es decir, constituye la máxima
autoridad (Mt. 4.4, 7, 10). Enseñando a sus discípulos, les dijo que era necesario que todas las Escrituras ("la ley de Moisés, los profetas y los
salmos") se cumpliesen (Lc. 24.44). A lo largo de todo el Nuevo Testamento, la vida, la muerte, y la resurrección de Jesucristo, son
consideradas a la luz de su cumplimiento profetizado por la Sagrada Escritura. Toda la vida del Redentor constituye en sí misma una
vindicación de la Palabra inspirada.
Cristo prometió a sus apóstoles la asistencia del Espíritu Santo para recordarles todas las cosas –los evangelios– y enseñarles el significado
de los acontecimientos redentores que tienen por centro su persona y su obra –las epístolas–, así como revelarles lo que antes de la
Ascensión no podían comprender –Hechos y Apocalipsis– (Jn. 14.26; 16.13). Esto nos explica la autoridad con que hablan los apóstoles y el
acatamiento que exigen para sus palabras, pues son conscientes que no emiten palabra humana sino mensaje de Dios (Gá. 1.1; 2.7 y ss., 2
Co. 5.19, 20; 1 Tes. 2.13; 1 Co. 2.13). Si, pues, las enseñanzas de Cristo y de los apóstoles inspirados deben ser la regla de la Iglesia, esta
debe ser regida única y exclusivamente por la Escritura.
LA IGLESIA PRIMITIVA Y EL CANON
La Biblia es, pues, la única autoridad que durante siglos no ha sido discutida, y que –teóricamente cuando menos– es defendida por todas las
comunidades que se identifican como cristianas evangélicas. El reconocimiento de esta autoridad por parte de la Iglesia primitiva halló su
expresión en lo que conocemos como el Canon bíblico. Por canon (es decir: la Regla que incluye aquellos libros aceptados como inspirados y
acatados como Palabra de Dios) la Iglesia antigua confesó que sobre ella había una autoridad superior, la autoridad de Dios, que se
manifestaba en el registro de oráculos divinos contenidos en la Biblia. El hecho del canon significa que los cristianos declararon como
canónicos –inspirados– los libros del Nuevo Testamento, atribuyéndolos una autoridad que no tenían antes. El canon es el testimonio de la
Iglesia que reconoce la singularidad del Libro Sagrado y confiesa su valor único como Palabra de Dios. La Iglesia no confiere el carácter de
inspirado sino que confiesa –reconoce– la autoridad de las Escrituras. La Iglesia testifica de la Escritura como Juan el Bautista testificó de
Cristo: "He aquí el Cordero de Dios" (Jn. 1.36). Con estas palabras, Juan no confería autoridad a Cristo sino todo lo contrario: confesaba la
autoridad intrínseca del Señor. Y, como en el caso de la confesión de Pedro (Mt. 16.17), tal discernimiento es un don de Dios también (1 Jn.
2.27), como la misma Escritura.
Comentando 1 Timoteo 3.15, el puritano Thomas Watson escribía en relación con la imagen de la Iglesia como "columna y apoyo de la
verdad": "Es cierto que la Iglesia es la columna de la verdad; pero no se sigue de esto que la Escritura derive su autoridad de la Iglesia. La
proclama del rey se coloca sobre una columna para que todos puedan verla y leerla. Pero la proclama no recibe su autoridad de la columna de
la cual pende, sino del rey que la escribió; así, la Iglesia tiene el deber de sostener bien en algo la autoridad de las Sagradas Escrituras, pero
no queriendo dar a entender que estas reciben esa autoridad de la Iglesia, sino de Dios que es su autor".
La Palabra de Dios es luz. Nosotros somos iluminados por ella. Recibimos el fulgor de dicha luz. Y como Iglesia, los cristianos agrupados en
cualquier lugar de la tierra damos testimonio de esta luz que el Espíritu del Señor hace brillar en nuestras almas. No es que la Escritura derive
su autoridad de este testimonio nuestro. Ella es la Palabra de Dios, la luz que nos alumbra; ¿pretenderemos nosotros iluminarla a ella? Es
como si quisiéramos alumbrar el sol con una linterna. La Iglesia recibe la luz y la transmite a otros, no por su propio poder sino por el poder de
la misma luz que ha recibido.
LA RELACIÓN CON LA TRADICIÓN
El principio de "Sola Scriptura" tiene una doble consecuencia para nosotros. En primer lugar, que sólo en la voz del mensaje bíblico tenemos
certeza de escuchar la voz de Dios. Y como consecuencia, que ninguna otra voz, ninguna otra autoridad, ni ninguna otra tradición, debe ser
colocada al mismo nivel supremo que la Escritura.
Al llegar a este punto, los cristianos evangélicos debemos guardarnos del error de pensar que, porque rechazamos la tradición –o las
tradiciones– como norma paralela a la de la Biblia, no estamos ligados a ninguna tradición. Se equivocaría quien pensase que los
reformadores se oponían a todo tipo de tradición. Ellos reconocían, lo que también nosotros hemos de reconocer, que una Iglesia establecida y
ciertas tradiciones son dos cosas que en cierto sentido son inseparables. Nunca ha habido, ni habrá, ninguna comunidad de creyentes cuya
vida eclesiástica, cultural y piadosa transcurra independientemente de ciertos elementos tradicionales relacionados con su historia. ¿Es que no
tenemos, acaso, dentro del campo evangélico, conservador y ortodoxo, las tradiciones luteranas, las tradiciones presbiterianas, las tradiciones
bautistas, las de los hermanos, etcétera, etcétera?
Los reformadores nunca dijeron que las tradiciones, por el solo hecho de serlo, fueran descartadas. Lo que hicieron fue discernir entre
tradiciones correctas y constructivas y aquellas peligrosas o falsas. Todas ellas fueron sujetas al constante dictamen de la Escritura como
factor decisivo para valorar toda creencia y toda piedad. La Escritura constituía la "sola" autoridad por medio de la cual había que juzgar toda
tradición.
Nuestra aceptación de tal o cual costumbre o tradición va unida a la concepción paralela de que tales hábitos y conceptos religiosos no son
absolutos y pueden ser reformados –¡y hasta rechazados!– si alguna vez la Sagrada Escritura nos muestra alguna inconsistencia o error en los
mismos.
Nos sentimos unidos a la Iglesia de los apóstoles, a la Iglesia de los padres, a la Iglesia de la reforma, a la Iglesia de todos los santos que han
habido y que habrán. Los tesoros de gracia y conocimiento espiritual que cual dones el Señor ha concedido a la Iglesia son nuestros (1 Co.
3.21-23). El pasado de la Iglesia es como una acumulación de capital espiritual. Cierto que, a veces (demasiadas veces) hay también escoria.
Es el tributo de lo humano, por pecaminoso. Y nuestra tarea es discernir a la luz de la Palabra. No pretendemos echar a un lado todo el tesoro
acumulado por la gracia de Dios en la comunión de los santos que fueron siglos ha. En ese sentido puede hablarse de una tradición legítima,
pero no como una fuente de revelación apostólica, y mucho menos con igual autoridad, sino como una interpretación humana referida –y
siempre sujeta– a la Palabra divina.
La tradición ha de ser siempre un medio de llevarnos a las fuentes. Nunca debe tomar el lugar de las fuentes y convertirse en un fin en sí
mismo. Precisamente, la tradición es el esfuerzo que otros, iguales a nosotros, han ido haciendo en su ir igualmente a la fuente bíblica. La
tradición es, pues, válida para nosotros en tanto que nos ayuda a entender más y mejor la Palabra de Dios. Pero cuando trata de suplantar a
esta Palabra o de ponerse a un nivel igual de autoridad, esa tradición no ayuda sino que estorba, es de tropiezo. La tradición no debe ser
considerada nunca como infalible, por lo cual no puede ser autoridad. El Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia, a lo largo de la Historia, en su
comprensión y aplicación de las enseñanzas bíblicas, pero nunca le ha garantizado una absoluta corrección en todos sus conceptos y en todos
los tiempos. La Iglesia camina en obediencia a Dios, pero no siempre obedece como debiera –y en muchas ocasiones es directamente
rebelde–. La Escritura no se refiere nunca a Iglesia como infalible. Hay demasiados textos que prueban lo contrario, precisamente. La Iglesia
visible que interpreta la Biblia y forma tradiciones está compuesta tanto de cristianos verdaderos como de personas no regeneradas (el trigo y
la cizaña de la parábola) y aún los mismos creyentes sinceros distan mucho de ser perfectos. Sólo Cristo, el Señor de la Iglesia, es infalible
para nosotros y no aprendemos en las páginas de su Palabra (infalible también por ser la suya), que haya jamás dado a su pueblo tal atributo
que sólo a Él corresponde.
Por cuanto es falible –y reconoce la infalibilidad de su Señor– la Iglesia debe medir y medirse continuamente con la regla de la Palabra divina,
las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento. Para poseer una tradición cristiana legítima es menester someter la misma a la constante
reforma de la Biblia.
Hemos de juzgar cualquier tradición haciéndonos la siguiente pregunta: "¿Nos ayuda para acercarnos más a la Palabra de Dios y entenderla
mejor, o, por el contrario, nos aleja de las Escrituras e impide nuestro ir a las mismas?"
Nuestra afirmación como cristianos evangélicos insiste en la necesidad de que cada tradición –de cada comunidad– sea probada y reformada
constantemente a la luz de la Escritura Santa. Nos obliga a una actitud crítica. Pero esta crítica no debe basarse en principios racionalistas ni
en prejuicios que tienden a reducirlo todo a nivel humano o de sentimientos. Nuestra crítica debe ejercerse a la luz de las Escrituras.
Esta autocrítica significará tener que abandonar, más de una vez, hábitos queridos, costumbres arraigadas, conceptos muy enraizados en
nuestro pobre intelecto, porque a la luz de una más profunda comprensión de las Escrituras todas estas tradiciones habrán resultado
equivocadas. Tal vez sirvieron para otra época, pero tal vez ahora sean un estorbo.
Ni la Iglesia, ni el cristiano pueden decir que han alcanzado la suma de la verdad y que ya pueden echarse a dormir. Por el contrario, deben
cavar cada vez más hondo en la mina inagotable de la Palabra de Dios y reformar constantemente todas las tradiciones humanas de
conformidad con el Señor. Es esta una sagrada responsabilidad que Dios pone sobre nosotros. Concluimos pues, comprendiendo lo inevitable
y hasta adecuado, de la tradición en su debido lugar, pero reservándonos siempre el derecho a ejercer la prueba de toda enseñanza a la luz
de la Biblia y bajo el principio de la Sola Scriptura.

El beneficio de una definición teológica


En la presente era “de la tolerancia intelectual” y el ecumenismo, a menudo se considera que no hay lugar para las convicciones firmes. Sin
embargo, Jesucristo entró en controversias con aquellos que estaban desvirtuando el verdadero mensaje de Dios.

En los años ’60, el conocido teólogo contemporáneo John R. W. Stott desarrolló una serie de charlas que, años más tarde, se condensarían en
su libro las controversias de Jesús (Editorial Certeza). Su propósito consistía en afirmar que el cristianismo evangélico en el auténtico, el
verdadero, el original, el puro cristianismo, y demostrarlo en base a las enseñanzas de Jesucristo mismo.
Al comenzar ese escrito, Stott puso en claro el valor de manifestar convicciones firmes.
El presidente artículo ha sido extraído del primer capítulo del mencionado libro.

OPOSION AL DOGMATISMO
Sé que habrá resistencia al tratamiento de este tema por la actual oposición existente a todo lo que sea "dogmático". El espíritu de nuestra
época se muestra poco amigable hacia la gente dogmática: aquella que insiste en sus principios.
Quienes formulan clara y firmemente sus opiniones no son populares. En nuestro mundo actual, una persona de firmes convicciones aunque
sea inteligente, sincera y humilde, se puede considerar muy afortunada si no se la acusa de fanática. Los “destacados” son los "amplios y
abiertos” (tan amplios que pueden llegar a absorber cualquier idea nueva que se les presente, y lo suficientemente abierta como para seguir
haciéndolo ad infinitum).

¿Qué podemos responder a esto? El asunto es que el cristianismo histórico es, esencialmente, dogmático; pretende ser una fe revelada, sin
discusión. Si la fe cristiana fuera sólo una colección de ideas filosóficas y éticas de los hombres (tal como lo es el hinduismo), no habría lugar
para el dogmatismo. Pero si Dios ha hablado, en la manera en que lo afirman los cristianos, tanto en la antigüedad, por medio de los profetas,
como en estos últimos días, por de su hijo (He. 1.1,2), ¿porqué se considera negativamente "dogmático" el que nosotros creamos en su
Palabra e instemos a otros a creer también? Si existe una Palabra de Dios que puede ser leída y recibida hoy, ¿no será necedad (y aun
pecado) restarle importancia?

Por supuesto, el hecho de que Dios ha hablado y de que su revelación está registrada en un libro no significa que los cristianos lo saben todo.
Temo que a veces daos la impresión de pensar eso, y en tal caso necesitamos que Dios perdone nuestras presuntuosas pretensiones de
"omnisciencia". En realidad, no conocemos todas las cosas. La versión de l a Juan 2.20 que se traduce: "conocéis todas las cosas" (Reina
Valera) no es exacta; los mejores manuscritos dicen: "lodos vosotros lo sabéis" (Biblia de Jerusalén y Biblia de las Américas). Lo que afirma
Juan es que todos los cristianos tienen conocimiento, pero no que conozcamos todas las cosas. El mismo confiesa en esta epístola que, en
cuanto a la vida venidera, "aun no se ha manifestado lo que hemos de ser" (1 Jn. 3.2).

"Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son nosotros y para nuestros hijos para siempre..." (Dt. 29.29). Aquí
la verdad, en su totalidad, se divide en dos partes: "las cosas secretas" y "las reveladas". Las cosas secretas pertenecen a Dios, y ya que le
pertenecen a El y no le ha placido dárnoslas no debemos procurar obtenerlas sino contentamos con dejárselas a El. Las cosas veladas, por
otra parte, "son para nosotros y para nuestros hijos para siempre". Es decir que, ya que Dios nos las ha dado y son nuestras. El desea que las
poseamos nosotros mismos y las entreguemos a nuestra posteridad. El propósito de Dios para nosotros, por tanto, es que gocemos de lo que
es nuestro (pues lo ha revelado) y que no codiciemos lo que se ha reservado para sí (en la medida en que no lo ha revelado). Debemos ser
dogmáticos en cuanto a lo que ha sido revelado claramente y agnósticos en cuanto a lo demás. Lo difícil es mantener santamente esta
combinación cristiana de dogmatismo y agnosticismo. Nuestros problemas comienzan cuando permitimos que nuestro dogmatismo invada la
esfera de las "cosas secretas" o que nuestro agnosticismo oscurezca las "reveladas". Necesitamos el don de verdadero discernimiento (Fil.
1.10), para vislumbrar entre estas dos esferas de la verdad, la secreta y la revelada. Nuestro dogmatismo cristiano no debe saber a
omnisciencia. Pero sí, los cristianos no debemos dudar de aquellas cosas que están claramente reveladas en las escrituras ni dar excusas por
creer en ellas. El Nuevo Testamento está lleno de afirmaciones dogmáticas que comienzan con “sabemos", "estamos seguros", "tenemos la
confianza". Si dudamos esto, basta leer la primera epístola de Juan, en la cual aparecen verbos que significa “saber” unas cuarenta veces.
Esa nota seguridad y gozo, lamentablemente, falta en muchos sectores de la iglesia hoy día y debemos reencontrarla. "Es erróneo suponer",
ha escrito James Stewart, "que la humildad excluye la convicción. G.K. Chesterton escribió unas sabias palabras acerca de lo que llamó 'la
dislocación de la humildad'... Lo que nos aqueja hoy en día es una humildad mal concebida ... El hombre debe dudar de sí mismo, pero jamás
de la verdad; este orden ha sido invertido. Estamos produciendo una raza de hombres demasiado modestos mentalmente para creer en la
tabla de multiplicación. Siempre debemos ser humildes y modestos", continúa Stewart, "pero jamás desconfiar o dudar en cuanto al
Evangelio". (heralds of God). Cierto diccionario define al término dogma como "declaración arrogante de opinión", y eso no es justo. Ser
dogmático no necesariamente significa ser orgulloso o terco.

Una mente demasiado amplia y abierta, tan popular en nuestros días, dista mucho de ser una verdadera bendición. Por cierto, debemos
mantener una mente abierta en cuanto a aquellas cosas sobre las cuales las Escrituras no son muy claras y una mente receptiva para que
nuestra comprensión de la revelación de Dios continúe profundizándose. Debemos también distinguir entre la doctrina y nuestra falible
interpretación de la misma; pero cuando la enseñanza bíblica es clara, el culto a la mente abierta no es señal de madurez sino de inmadurez.
Pablo denomina "niños" a aquellos que no pueden decidir qué han de creer y son arrastrados "por doquiera de todo viento de doctrina" (Ef.
4.14). La prevalencia de personas que "siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad" es una característica
de los "tiempos peligrosos" en que vivimos (2 Ti. 3.1,7.

REPULSIÓN A LA CONTROVERSIA
El segundo aspecto en que el espíritu de nuestro siglo XX rechaza este tema es por la repulsa actual por la controversia. Usted dirá: “Pero no
tantas peleas que encontramos esto no parecería verdad”. Sí, encontramos peleas, pero es notable como, cuando se encuentran líderes de
diferentes confesiones la situación cambia bastante. Y esto se manifiesta más aun entre líderes que comparten una consulta teológica o
conferencia cristiana.

El espíritu contemporáneo "sugiere" que se puede tolerar el dogmatismo, pero "si has de ser dogmático", dicen nuestros críticos, "no lo
divulgues. Mantente firme en tus convicciones (si insistes), pero deja que los demás tengan las suyas propias. Sé tolerante. Ocúpate de tus
cosas y deja que los demás se ocupen de las suyas". Es nada más y nada menos que el muy en boga "vivir y dejar vivir", como si no
debiéramos discrepar en nada.

"Defiende lo que crees", se nos dice, "pero no hables en contra de lo que creen otros". Aquellos que sostienen esto se han olvidado del deber
pastoral de animar a otros con enseñanza sana y "convencer a los que contradicen". (Tit. 1.9, con 2Ti. 3.16,17). Tampoco han prestado
atención a lo que C.S. Lewis escribió a Don B. Griffiths: "Por lo que dices me gustas tus hindúes. Pero, ¿qué niegan? Siempre me he topado
con ese problema en la India: nunca he encontrado alguna proposición que consideraran falsa; para ellos todo es sabiduría. La verdad
involucra exclusiones, ¿no es así?" (Letters of C.S. Lewis).

Es muy fácil tolerar las opiniones de otros si no tenemos convicciones definidas nosotros mismos. Debemos distinguir entre "mente tolerante" y
"espíritu tolerante". El cristiano siempre debe ser tolerante en espíritu, lleno de amor, de comprensión, perdonando y soportando
pacientemente a otros, pues el verdadero amor “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1Co. 13.7). Pero, ¿Cómo podemos
tener mentes tolerantes hacia lo que Dios ha revelado claramente que es malo o erróneo?

Por cierto que a nadie le gusta andar metido en discusiones y debemos evitar las controversias por el solo hecho de discutir. "Desecha las
cuestiones necias e insensatas", escribió Pablo, pues “engendran contiendas” (2 Ti. 2.23). Deleitarnos en la controversia significa estar
enfermos, como tener una especie de enfermedad espiritual (en 1Ti. 6.4, la palabra griega noson-delira- también significa "enfermizo” o
“enfermo”). Debiéramos huir de ello, como que también debiéramos evitar toda amargura, ese odium teologicum (odio teológico) que ha
tiznado las páginas de la historia de la iglesia, aquella controversia movida por un espíritu de amargura. Pero no podemos evitar la controversia
en sí, pues somos llamados a "la defensa y confirmación del evangelio” (Fil. 1.7).

La mejor forma de comprobar la dolorosa necesidad de las controversias es recordando que nuestro Señor Jesucristo mismo fue un
controversista. No era de mente amplia en el sentido popular de la frase; no estaba dispuesto a aceptar cualquier punto de vista. Por el
contrario, continuamente entabló debates con los líderes religiosos de su época, escribas y fariseos, herodianos y saduceos. Dijo que El era la
verdad, que había venido a testificar de la verdad y que la verdad liberaría a los que lo siguieran Jn. 8.31,32; 14.6; 18.37). En función de su
lealtad a la verdad, no tuvo miedo de disentir públicamente con las doctrinas oficiales (sabiendo que eran erradas), de exponer el error y de
advertir a sus discípulos contra los falsos maestros (Mt. 7.15-20; Mr. 13.5,6,21-23; Le. 12.1). Además habló en términos por demás claros,
llamándolos "ciegos que guían a otros ciegos", "disfrazados de ovejas, pero por dentro lobos feroces", "sepulcros blanqueados" y hasta "raza
de víboras". (Mt. 15.14 y 23.16, 19, 24, 26; 7. 15; 23.27 y Lc. 11.44; Mt. 12.34 y 23.33).

Los apóstoles también eran controversistas, como se ve claramente en las epístolas. Apelaban a sus lectores a que lucharan "ardientemente
por la fe que ha sido una vez dada a los santos" (Jd. 3). Como su Señor y Maestro, hallaron necesario advertir a las iglesias de los falsos
maestros y a instarlas a mantenerse firmes en la verdad, no considerando, para nada, que esto fuera incompatible con el amor. Juan, el
apóstol del amor, a quien debemos la sublime afirmación de que "Dios es amor" y cuyas epístolas abundan en exhortaciones al amor mutuo,
declara abiertamente que cualquiera que niega que Jesús es el Cristo es un mentiroso, un engañador y un anticristo (1Jn. 2.22; 2Jn. 7). En
forma similar, Pablo, que en 1" Corintios 13 nos da el más grande himno del amor y lo declara como el primer fruto del Espíritu, (Gá. 5.22)
pronuncia un solemne anatema sobre cualquier ser que pretenda distorsionar el evangelio de la gracia de Dios (Gá. 1.6-9).

En nuestra generación nos hemos distanciado mucho de este celo vehemente por la verdad que tanto Cristo como sus apóstoles demostraron.
Si amáramos más la gloria de Dios y tuviéramos más solicitud por el eterno bien de los hombres, no nos negaríamos a tomar parte en
controversias necesarias, cuando la verdad del evangelio está en juego. El mandato apostólico es claro: debemos "seguir la verdad en amor"
(Ef. 4.15), no mintiendo en amor, ni hablando la verdad sin amor, sino manteniendo las dos cosas en equilibrio.
EL LLAMADO A "ESTRECHAR FILAS"
Un tercer argumento en contra de procurar definir la fe cristiana demasiado clara se basa en la situación mundial contemporánea. El
cristianismo, se nos recuerda, está perdiendo terreno constantemente, en especial en Europa y los EE.UU.
No es sólo el hecho de que la explosión demográfica supere el porcentaje de conversiones, sino que las fuerzas anticristianas se alían. El
socialismo sigue su marcha, aun a pesar de que la "perestroika" soviética está avanzando sensiblemente en el Tercer Mundo. El islamismo
está ganando más convertidos que el cristianismo en varias regiones. Las antiguas religiones orientales han despertado de su letargo y
cautivan a los bohemios juveniles de todo el mundo. En varios países también surje un nacionalismo apasionado que se mofa de nosotros
como "la religión de la CÍA". Encontramos también una fuerte corriente de secularismo en el Occidente, atrapando a individuos y sociedades
en su poderoso torbellino. Ciertamente, se dice, en vista de esta múltiple amenaza a la fe cristiana debemos estrechar nuestras filas. Ya no
podemos damos el lujo de la división. Estamos luchando por la sobrevivencia misma. Debemos unimos o pereceremos.

Este llamado a estrechar nuestras filas nos conmueve y no somos insensibles a él. En verdad, concordamos de todo corazón con mucho de lo
que contiene. Muchas de nuestras divisiones son no sólo innecesarias sino pecaminosas y debilitantes; son una ofensa contra Dios y un
obstáculo para la extensión del Evangelio. Personalmente estoy convencido de que la unidad visible de la iglesia (en cada región o país) es
bíblica y deseable, y debemos buscarla activamente.

Pero así como deseamos honrar la "unidad", debemos formulamos una pregunta sencilla pero a la vez esclarecedora. Si hemos de enfrentar a
los enemigos de Cristo con un frente cristiano unido, ¿con qué cristianismo lo haremos? La única arma que puede derrotar a los que se
oponen al evangelio es el evangelio mismo. Sería una tragedia si en nuestro afán por derrotarlos se nos escapara de las manos la única arma
efectiva con que contamos. Un cristianismo unido que no sea el verdadero no obtendrá la victoria sobre las fuerzas anticristianas, sino que
será vencido por ellas.

EL ESPÍRITU DEL ECUMENISMO


La cuarta influencia contemporánea que se opone al tema de este libro es el "espíritu ecuménico". Al decir esto, en ninguna manera quiero
condenar todo el movimiento ecuménico. Por el contrario, mucho de lo que se ha logrado es bueno y correcto. Estoy procurando más bien
describir lo que podría llamarse: "el punto de vista ecuménico". De acuerdo al mismo, ningún individuo ni ninguna iglesia tiene el monopolio de
la verdad, sino que cada cristiano, sean cuales fueren sus opiniones, tienen sus propios "discernimientos" de la verdad y por lo tanto su propia
"contribución" a la vida común de la iglesia. Los que sostienen este punto de vista esperan el día cuando todos los cristianos y las iglesias (no
hablan de todas las denominaciones evangélicas exclusivamente, sino que incluyen a todos los que se llaman cristianos) se unan y hagan un
"pozo común" con sus diferentes contribuciones. El potpourri resultante, aunque difícil de imaginar, es considerado por muchos como la meta
deseable. Por supuesto, entonces, para ellos el deseo evangélico de definir ciertas verdades (de modo que algunos sean excluidos) es
erróneo y perjudicial.

Creo que es positiva la decisión tomada por la Illa Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, en Nueva Delhi (1961) de ampliar las bases de
sus estatutos para que incluyan una referencia (aunque indefinida) a la Trinidad y a las Escrituras. (Ahora, esa ampliación dice: "El Consejo
Mundial de Iglesias es una comunidad de iglesias que confiesan que el Señor Jesucristo es Dios y Salvador de acuerdo a las Escrituras y por
tanto buscan cumplir juntas su vocación común para la gloria del único Dios (Padre. Hijo y Espíritu Santo"). Por cierto que esto fue un paso en
la dirección correcta, pero la base sigue siendo mínima. En verdad, cuando se compara con los llamados "credos católicos" (el de los
Apóstoles, el de Nicea y el de Atanasio), o con las grandes confesiones de la Reforma del siglo XVI, resulta extremadamente débil. Esta actitud
de "mínimo común denominador" da la impresión de una lamentable indiferencia a la verdad revelada. También ha llevado algunas veces a un
amor por declaraciones ambiguas que esconden diferencias profundas, sostenidas sinceramente pero que no producen nada bueno ni
permanente. Equivale a empapelar una pared que tiene rajaduras. La pared queda linda y limpia por un tiempo, con las rajaduras escondidas
provisionalmente. Las rajaduras estarán aún debajo de la superficie y ante el primer temblor saldrán nuevamente a la luz, quizás más anchas y
profundas que antes. No es ni honesto ni constructivo dar la impresión de que opiniones divergentes son en realidad diferentes maneras de
decir la misma cosa.

Lo que corresponde a los que profesan ser cristianos y están en mutuo desacuerdo unos con otros no es ignorar, ni encubrir, ni aun restar
importancia a sus diferencias, sino debatirlas. Tomemos, como ejemplo, el catolicismo. Me inquieta ver a protestantes y católicorromanos
unidos en algún acto común de culto o. testimonio. ¿Por qué? Porque se da la impresión de que sus desacuerdos están ya virtualmente
superados. El espectador poco erudito podría decir: "Si ya están unidos en oración y proclamación, ¿qué otra cosa los puede dividir?"

Pero tal exhibición pública de unidad es sólo un juego de disimulo; no es vivir en el mundo real. Por cierto podemos estar agradecidos al ver
señales de que en la Iglesia de Roma la rigidez esté cediendo y se esté dando mayor importancia a la Biblia. En consecuencia, muchos
católicorromanos han aceptado más verdades bíblicas de las que habían comprendido antes, y algunos, por razones de conciencia, han
terminado abandonando su iglesia. El Concilio Vaticano II ha dado tanta libertad a las Escrituras en la iglesia que ninguno puede imaginar cuál
será el resultado final. Nuestra oración es que, con la ayuda de Dios, sea una reforma bíblica total. En algunos lugares, sin embargo, se
vislumbra una alarmante tendencia opuesta, "un liberalismo teológico tan radical como el que se encuentra en el cristianismo protestante.

Debemos reconocer, lamentablemente, que de acuerdo con la orgullosa jactancia de Roma de ser ella semper eadem (siempre igual), ninguno
de sus dogmas ha sido aún oficialmente redefinidos. Esta es una deducción lógica de su pretensión de infalibilidad. Obviamente, si una
declaración es infalible, también es irreformable. Debemos destacar que las redefiniciones intentadas no contienen aún ningún repudio
explícito a declaraciones o definiciones del pasado. No ha habido confesión oficial pública y penitente de pecados y errores pasados, aunque
esto, tanto para una iglesia como para el individuo, sea una condición indispensable para la reconciliación. En cambio, los pronunciamientos
romanos contemporáneos oscilan entre lo progresivo y lo conservador, expresando así las dolorosas tensiones internas de la iglesia.
Ocasionalmente se da a los estudiosos de la Biblia una palabra de aliento que eleva las esperanzas de que Roma, al final, permitirá que las
Escrituras la juzguen y la reformen. Pero en lo inmediato estas esperanzas inciertas se esfuman ante alguna declaración reaccionaria del viejo
orden.

La reanimación oficial repetida y sostenida de tradiciones y dogmas absolutamente carentes de fundamento bíblico acerca de la Virgen María,
el Papa, la misa y otros tópicos es lamentable en extremo, especialmente cuando aparecen junto con la verdadera enseñanza bíblica de la
Trinidad, como si los dos grupos de enseñanzas pudieran compararse en cuando a su verdad, autoridad e importancia.

A la luz de estas cosas, lo que se necesita hoy entre protestantes y católicosrromanos no es una prematura demostración exterior de unidad,
sino un “diálogo" serio y sincero. Algunos protestantes consideran comprometedora tal conversación con católicosrromanos, pero no
necesariamente debe serlo. El verbo griego del cual se deriva la palabra "diálogo" significa en la Biblia “razonar" con las personas en base a
las Escrituras. Su propósito (para el protestante) es doble: primero, que al escuchar cuidadosamente pueda comprender lo que el
católicosrromanos está diciendo, a fin de evitar dar golpes en el aire; y segundo, testificar clara y firmemente de la verdad bíblica así como a él
ha sido revelada.

En tal diálogo es indispensable la definición teológica. Una persona no puede comprender las convicciones de otro si primero no se ha
detenido a expresar las propias claramente. Mucha discusión está destinada a fracasar desde el comienzo a causa de esta falta de
comprensión. “Hay muchos que prefieren pelear sus “batallas intelectuales" con, como dice el Dr. Francis L. Patton, "poca visibilidad”. Lo que
se necesita es una mejor definición de los términos, y nada menos que esto debiera ser aceptable. Esta es la única forma de aclarar el
panorama.

Desprecio por el dogmatismo. Odio a la controversia, amor a la tolerancia, el llamado a estrechar nuestras filas y el espíritu ecuménico, estas
son algunas de las tendencias modernas que se oponen al propósito de definimos y contender por la fe. Pero Dios quiso que la iglesia
cristiana, ya sea universal o local, fuese una iglesia confesional. La iglesia es "columna y fundamento de la verdad" (1Ti 3.15). la verdad
revelada se compara a un edificio, y el llamado de la iglesia a su “fundamento” (sosteniéndolo para que no se mueva) y a su "columna"
(levantando en alto para que todos la vean).

A pesar de la hostilidad del espíritu del presente siglo a una confesión abierta de la verdad, la iglesia no tiene la libertad ni el derecho de
rechazar la tarea que Dios he ha encomendado.

El gran desastre evangélico


Francis Schaeffer proclamó la verdad de la Biblia por casi tres décadas. Antes de su muerte, ocurrida el 15 de mayo de 1984, terminó su libro
“The great evangelical disaster” (“El gran desastre evangélico”). En un seminario reciente en Lynchburg, Virginia, Melinda Delahoyde conversó
con Schaeffer sobre su mensaje a la iglesia evangélica. Por concesión especial de Moody Monthly, Apuntes Pastorales ofrece esta entrevista
exclusiva.

Ultimo reportaje a Francis Schaeffer en vida

¿Cuál es “el gran desastre evangélico”?


Una gran porción de la comunidad evangélica se ha ido conformando de manera creciente al espíritu del mundo de hoy en lugar de usar la
Biblia para juzgarlo. El espíritu de nuestra era exige autonomía: ser libre de toda ley, de todo principio; una autonomía que hasta va en contra
de la naturaleza humana. En esta clase de mundo no existen principios morales: cada uno hace y dice lo que quiere.
Cuando los evangélicos se conforman a este tipo de pensamiento que comenzó con el Iluminismo, terminan torciendo las Escrituras hacia los
cambiantes vientos de nuestra cultura, en lugar de juzgar dicha cultura por los principios de las Escrituras,
Cuando los cristianos ceden al espíritu del mundo que demanda la autonomía haciendo sólo lo que resulta agradable y personalizando todo lo
espiritual, entonces hay que decirles: ¡Despiértense! ¡Han sido infiltrados por el espíritu del mundo! ¡Ustedes son mundanos!
Tal conformación del pensamiento ha sido aplicado a la misma Biblia. Existe un gran número de profesores de seminario y de universidad que
adaptan su idea de la Biblia a la idea teológica que les rodea. Esto es simplemente una neo-ortodoxia con el nombre de evangelismo.

¿Puede dar otros ejemplos de cómo los evangélicos comprometen la fe?


La comunidad evangélica se ha conformado al mundo en cada punto crucial de nuestra cultura. Mencioné la distorsión de las Escrituras.
También hemos confundido el Reino de Dios con programas socialistas. Las estructuras sociales injustas o el capitalismo no son la causa del
mal en el mundo. Cambiar las estructuras económicas –establecer algún tipo de sistema de redistribución– no va a detener el mal. Este tipo de
pensamiento es marxista. Para los evangélicos, adoptar tal línea de pensamiento es pura conformación al mundo. Otro ejemplo es el
feminismo extremo que determina tantas actitudes en nuestra sociedad. Dios creó al hombre y a la mujer iguales, pero iguales en la diferencia:
los dos se complementan mutuamente. Sin embargo, muchos en nuestra cultura, incluso evangélicos, están tratando de borrar esa maravillosa
diferencia. Algunos tuercen la Biblia para aceptar el divorcio fácil, la homosexualidad y la total igualdad entre el hombre y la mujer.
El aborto es el ejemplo más obvio de tal compromiso de la fe. Los evangélicos hemos sido lentos en entrar a esta batalla debido a que no
queremos legislar la moralidad o porque, honestamente, no estamos convencidos que la vida humana comience en la concepción. Toda
opinión del mundo que no permita promover la moralidad bíblica, está conformada al mito secular de la neutralidad.
Nadie es neutral en cuanto al aborto: todos legislan moralidad sobre el tema. Pero para el cristiano existe sólo una posición bíblica: la vida
humana comienza en la concepción. A menos que mantengamos la santidad de la vida humana antes de nacer, estamos negando la verdad
de las Escrituras en la práctica.

A menudo utiliza usted la frase: “La verdad trae confrontación”. ¿Qué significa esto para el cristiano creyente de la Biblia?

Estas cosas comienzan con actitudes. John Wesley tenía una frase muy útil: cuando su gente se entusiasmaba con algo, hablaba de
“entusiasmo impío”. Esto ha sido de gran ayuda en mi vida. Cuando me veo envuelto en polémicas, me pregunto: “Esto que siento, ¿es lealtad
a Dios, a Cristo y a las Escrituras o se trata de un entusiasmo egoísta, impío?”. ¿Hago de los cristianos del otro bando mis enemigos o estoy
dispuesto a ayudar en la situación? Debo ser tan inflexible como sea necesario, pero al mismo tiempo debo estar dispuesto a invitar a esta
gente a mi casa para conversar. Al decir esto debo agregar que donde existe la verdad, lo opuesto es la no-verdad. No podemos decir
simplemente: “Creo en la verdad de la Palabra de Dios” y descansar mientras otros creen lo que quieren. Nuestra lealtad va más allá de decir
que creemos en ciertas cosas. Nuestra lealtad es hacia Cristo y el Dios viviente. Esto significa que cuando se enseña una mentira, la debemos
señalar como mentira. La verdad trae confrontación. Si no nos damos cuenta de que debemos hablar con amor y claridad en contra de lo que
la Biblia condena, ya sea en doctrina o en moral. ¿Podemos realmente creer que amamos a Dios? Recitamos credos y cantamos en las
reuniones de culto, pero a veces me vienen escalofríos al pensar quién, dentro de la estructura evangélica, cree qué.

Hay muchas cosas en las que, como evangélicos, podemos estar en desacuerdo, pero ¿cuáles son los puntos fundamentales en los
cuales debemos coincidir?

Aunque toda verdad es importante, no todas las cosas están al mismo nivel en la jerarquía de verdad. Distintos tipos de cristianos creyentes de
la Biblia van a ubicarse en diferentes puntos del espectro. Cosas en las que estamos de acuerdo que no son esenciales aparecerán en el
medio y habrá áreas donde los creyentes estarán en desacuerdo.
Tomando un ejemplo práctico: ¿Asistimos a una iglesia creyente de la Biblia para después hacer de nuestras diferencias denominacionales un
tema de discusión?
Debemos separar con nitidez las iglesias que creen en la Biblia y las que no. Creer en toda la verdad de la Palabra de Dios es algo
fundamental. No debemos poner los límites en nuestra creencia de la Biblia entre el bautismo de infantes y el de creyentes; o entre la
comunión semanal y la mensual; tantas buenas iglesias cometen el error de limitar su utilidad a hacer de las diferencias denominacionales el
tema principal de discusión.

¿Qué consejo y estímulo tiene para los creyentes que quieren estar totalmente de parte de la verdad de Dios en la iglesia?
Primero, deben tener una relación profunda con Cristo –esto es lo que debemos edificar en cada uno–. Una relación profunda no es estática,
podemos tenerla y luego perderla.
Segundo, deben darse cuenta de que lo que enseñamos es la verdad. No se trata simplemente de experiencias religiosas sino de verdades
objetivas. Lo que está ocurriendo en EE.UU. con la legalización del aborto y tantas otras decisiones de la Corte es más que algo distinto de la
posición bíblica: es lo opuesto.
Debemos entender al enemigo y a nuestro llamamiento. Dios nos ha llamado para exhibir su amor y sanidad. Debemos pedirle a Cristo que
nos capacite cada día a través del Espíritu Santo para mostrar la existencia y el carácter de Dios en contraste con el espíritu del mundo que
nos rodea. Tenemos que enfrentar a una sólida visión del mundo, contraria a lo que enseña la Biblia y que ha traído consigo la destrucción de
nuestra era.
Proclamamos a este Dios no sólo porque El es la verdad sino porque en El podemos realizarnos como seres humanos. Si Dios existe y nos ha
hecho a Su imagen, entonces, cuando vamos en contra de Su Palabra, no sólo pecamos sino que vamos en contra de nuestro bien supremo.
No estamos luchando solamente por una verdad teológica abstracta sino por nuestra humanidad. Una vez que esto nos penetre hasta los
huesos, entonces podremos funcionar, entonces podremos estar totalmente de parte de la verdad.

¿Pueden los creyentes realmente cambiar el curso de esta batalla?

Sólo Dios lo sabe. Nuestra tarea no consiste en saber si vamos a ganar, nuestra tarea consiste en ser fieles. La iglesia ha atravesado muchos
períodos en que pareció estar al borde del precipicio, los que eran fieles al Señor Jesús y a las Escrituras trabajaron para encontrar una
solución. Debemos confiar en que Cristo y el Espíritu Santo la proveerán.
¿Perdió Pablo la batalla porque fue decapitado? ¿Perdieron los primeros cristianos porque murieron en el circo? ¿Perdieron los reformadores
porque los mataron? En absoluto. Nuestra tarea es ser coherentes delante del Señor y descansar en Sus manos.
No sé si esta nación será condenada o no; creo que estamos bajo el juicio de Dios por ignorar la luz que nos ha dado. Si un número suficiente
de cristianos lucha y es fiel, quién sabe, puede que veamos cambiar no sólo la iglesia sino también a nuestra cultura. Debemos pagar el precio
y estar dispuestos a ser minoría.
No sé dónde nos hallamos en la historia, ni tampoco importa. Si la iglesia va a ser salva o si ya se ha conformado demasiado al mundo no es
el tema. De cualquier manera nuestra tarea sigue siendo la misma; amar al Señor Jesús, amar a las Escrituras, esperar que el Espíritu Santo
obre en nuestras vidas, y luego avanzar. Creo, con fe y esperanza, que tememos una posibilidad de éxito verdadero.

Usted tiene un profundo amor a la verdad de Dios y Su Palabra, ¿podría compartir su experiencia personal?

Yo no amo a este libro porque tiene tapas de cuero y bordes dorados. No lo amo como “Libro Santo”. Lo amo porque es el libro de Dios. A
través de él, el Creador de Universo nos ha dicho quién es y cómo llegar a El a través de Cristo, quiénes somos nosotros y cuál es la realidad.
Sin la Biblia no tendríamos nada.
Puede sonar melodramático, pero a veces por la mañana tomo mi Biblia y la acaricio: estoy tan agradecido por ella. Si Dios hubiera creado el
mundo y permanecido silencioso no sabríamos quién es El, pero la Biblia lo revela, por eso es que la amo. No amo la Biblia como libro, la amo
por su contenido y por su autor. Lo siento así con más fuerza cada año que pasa.
Mirando atrás a sus 50 años de servicio a la iglesia, ¿qué palabras de conclusión tiene para los evangélicos?

He visto al mundo evangélico crecer más y más. Al establecerse como institución, los evangélicos se han conformado al mundo en casi todos
los aspectos en lugar de hacer frente al mal. Si no trazamos los límites ahora, nunca se hará; así lo creo con todo mi ser.
En sus primeros años, la Universidad de Harvard creía tan firmemente en el bautismo de infantes que un presidente fue expulsado por no
aceptar esta doctrina. Al mirar atrás nos preguntamos: “¿Era ése un tema tan polémico?”. Sin embargo, Harvard estaba posiblemente más
comprometida con el evangelio que muchas de nuestras universidades evangélicas.
Lo que necesitamos son límites. Estarán aquellos que no se plegarán, pero debemos tener a otros que proclamen la verdad claramente. Este
tiempo de división es tan importante como cualquier otro del pasado. Recuerdo muy bien cuando la Iglesia Presbiteriana se dividió en los años
30. La expulsión del Dr. Gresham Machen por oponerse al liberalismo teológico ha sido tal vez el suceso sociológico más importante de la
primera mitad de siglo; fue una señal de que esta iglesia y otras habían sido invadidas por el liberalismo.
Ahora la iglesia evangélica está en el medio. Si puede hacérsela desaparecer a través de su conformación al mundo –diciendo lo mismo que
él, confundiendo el Reino de Dios con programas socialistas, restándole importancia a problemas relacionados con la vida humana, o
simplemente guardando silencio–, pienso que la última barrera contra el derrumbamiento sociológico habrá desaparecido.
El tema que estamos tocando es crucial para la causa de Cristo, la iglesia y la batalla en la sociedad. Si no confrontamos con coraje este
espíritu de conformismo, si no trazamos límites con amor en nuestras iglesias y escuelas, muchas organizaciones evangélicas se habrán
perdido para la causa de Cristo para siempre.

La guerra
La guerra, como pocas otras cosas, revela la naturaleza profunda del pecado del hombre. Así también, la guerra espiritual revela la naturaleza
maldita del diablo. Millones de personas en el mundo entero siguieron paso a paso la guerra en el Medio Oriente con dolor y horror. Muchos
modificaron sus planes por ese conflicto. ¿Y cuántos de nosotros debemos modificar nuestros planes a la luz del conflicto eterno espiritual? La
agudeza de este conflicto nos llama a considerarlo con seriedad.
Sin embargo, y para muchos, la guerra espiritual es sólo una moda evangélica. Los cristianos también tienen sus modas: el tema del momento,
el «secreto» para el éxito o «la causa» de todas nuestras dificultades. Las modas evangélicas generalmente tienen una gran atracción porque
hablan a un área de la vida que casi siempre ha sido descuidada.
La persona sabia espiritualmente descubre esa verdad descuidada y la integra a las otras verdades de la vida cristiana. El insensato hace de
toda novedad el eje de la vida o la agranda al punto de obscurecer otras verdades. Hay un solo secreto, un solo eje en la vida espiritual: ¡Cristo
en nosotros! Los que no han descubierto este secreto son sacudidos y llevados por todo viento o moda de doctrina.
Son hombres astutos los que, con «artimañas engañosas de error», desarrollan las modas para tomarse en «héroes» y llevar discípulos tras
ellos. Son altamente creativos en el desarrollo de sus doctrinas bíblicas; andan en la vanguardia, «en la onda», son descendencia de la tribu
de los supraespirituales (por encima de lo espiritual) con quienes San Pablo tuvo tantas dificultades. Y el resultado es trágico, ya que el
producto, generalmente, tiene un padre: el de mentiras y engaños.
Es una guerra sucia, donde nuestro enemigo está condenado y limitado, por lo que usa del engaño, la maldad y la astucia y su torcido poder.
Sin embargo, nosotros hemos sido llamados a batallar con altura usando instrumentos de justicia. Más de un buen soldado de entre nosotros
ha caído en el fragor de la batalla cuando fue atacado por la mentira, el engaño y la maldad, por responder a los crueles ataques con ira y
desenfreno. El diablo busca destruir a los santos y su astucia no se limita a la tentación de los pecados groseros.
¿Qué es un buen soldado? «Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado». En la metáfora debemos observar, primeramente, que se trata
de un llamado a sufrir; muchas de las enseñanzas populares están centradas en la forma en cómo uno puede escapar del sufrimiento. Qué
astuto es el enemigo al hacemos pensar que la batalla consiste en salvamos del sufrimiento como algo que un cristiano espiritual no debe
experimentar. El buen soldado de Jesucristo no busca escapar al sufrimiento sino cumplir la misión aun en medio de él. Tanto en la vida de
Jesús como en la de Pablo vemos cuan necesario fue sufrir para cumplir el plan de Dios (por supuesto, todos conocemos casos de hermanos
que pretenden sufrir penalidades por Cristo cuando realmente están sufriéndolas por su terquedad). En el sufrimiento. y aun en la muerte,
suelen manifestarse el poder y la gloria de Dios.
Muchos actúan como oficiales y no como soldados (y habría que agregar que unos cuantos pretenden ser generales). Sin embargo, el texto
nos reconoce como soldados. Los mismos pretenden tener gran autoridad espiritual, e incluso dan órdenes al diablo. Parece ser que no han
leído el libro de Judas, específicamente los versículos 9 y 10: «Pero cuando el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando con él por
el cuerpo de Moisés, no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda. Pero estos blasfeman de cuantas
cosas no conocen...».
¿Cuál es, entonces, nuestro armamento? Otros han escrito sobre Efesios 6; sólo quiero que observemos juntos algunos detalles. Primero, el
armamento es mayormente defensivo, permitiendo que estemos firmes contra las asechanzas del diablo. El peligro más grande para el
creyente son las «asechanzas» -planes cuidadosa y engañosamente desarrollados. Es para esto, más que para cualquier otra cosa, que
necesitamos usar el armamento espiritual. Los engaños del orgullo espiritual, la ambición religiosa, las visiones proféticas falsas, los impulsos
e iluminaciones exageradas son sólo algunos de los engaños en los cuales aun los grandes pueden caer. Hay una gran necesidad de
aprender a discernir las mañas del enemigo.
La lucha verdadera según este capítulo es estar firme en medio de las asechanzas del diablo. La autoridad del diablo sobre nosotros es
limitada por Dios mismo (Job 1.2). Sin embargo, si él consigue engañamos y hacernos desconfiar o desobedecer a Dios, nos tiene enredados.
Puede llegar a decimos: «En un buen siervo; tienes que defender a muerte la interpretación de la segunda» venida de Cristo; aun si esta
produce una ruptura en la iglesia». A otro lo puede enredaren muchas actividades para que descuide su relación con Dios o animarlo a que se
dedique completamente a la oración, al ayuno y a las vigilias, al punto de arruinar su salud emocional y física, descuidando a su familia. Tal
vez uno de los más comunes males de nuestro días sea el confundir la «entrega total» con el dejar la mente y el cuerpo pasivos; esto último es
lo contrario a la condición requerida por el Espíritu Santo y es la oportunidad para las influencias demoníacas. Debemos discernir los espíritus
y usar la mente para discernir si las pasiones son de Dios o no; hay que obedecer la Palabra de Dios. El diablo es astuto sí, muy astuto, pero
en Cristo v con su Palabra somos más que vencedores.
En el texto, sólo la «espada del Espíritu que es la palabra de Dios» es el arma ofensiva. Aun la oración y la súplica en el Espíritu son «para los
santos» y sus siervos. Recordemos que la oración es primeramente para la comunión con Dios, lo que resulta en alabanza e intercesión. Esta
última es vital y poderosa, pero necesita basarse en la comunión, ¡Qué triste es ver a algunos agonizando constantemente en la batalla de la
oración y perdiendo el gozo de la comunión con Dios! Gocémonos en nuestro Dios y batallemos la batalla. ¡Adelante!

La obra de los espíritus malignos en las reuniones cristianas


Yo me reuní con un número de hermanos y hermanas durante una semana cada mes para orar a Dios, con el propósito de que nos derramara
más de su Espíritu, dones y poder. Después de haber hecho esto durante algún tiempo con gran fervor sucedieron algunas manifestaciones
poderosas y maravillosas, aparentemente del Espíritu Santo.
No dudamos ni por un momento que el Espíritu de Dios, en respuesta a nuestras oraciones, había descendido en medio nuestro. Entre otras
cosas, ese «espíritu», acerca del cual nosotros pensábamos que era el Espíritu de Dios, usó a una muchacha de quince años como su
instrumento y comenzó a revelar por medio de ella, al conjunto de personas reunidas, algún vicio o pecado de cada uno de los presentes.
Nadie en aquella reunión podía quedarse con ninguna carga de conciencia sin que fuera revelada a los demás por medio de ese espíritu. Por
ejemplo, un señor de gran estima y respeto, que provenía de nuestro vecindario, vino a la reunión y sus pecados fueron expuestos ante todos
los que estábamos allí por esa muchacha de quince años. Poco después, este caballero me llevó a una habitación vecina y, deshecho anímica
y moralmente, me contó que había cometido todos esos pecados que la muchacha había revelado y otros más también. Luego entró
nuevamente a la reunión e inmediatamente la misma voz dijo: «¡Oh!, todavía no lo ha dicho todo; usted ha robado dinero y no lo ha
confesado.» Este hombre me llevó de nuevo a la habitación de al lado y me dijo que eso también era verdad. Este señor nunca antes había
visto a esa muchacha, ni ella lo había conocido previamente.
Por lo tanto, en un ambiente así, nadie que tuviese algo escondido se atrevía a quedarse en aquella reunión. La voz seguía exclamando: «¡El
temor ha sorprendido a los hipócritas!» y otras cosas más.
A pesar del miedo que cundía en el ambiente, sentimos que debíamos desenmascarar a ese «espíritu», que en lugar de ser el Espíritu Santo,
como nosotros habíamos creído, resultó ser un terrible espíritu de las tinieblas. Cuando se lo dije a un amigo y hermano mayor que yo me
respondió: «Mi querido hermano, si usted continúa siendo incrédulo puede cometer el pecado contra el Espíritu Santo que no tiene jamás
perdón.» Esos fueron unos días terribles para mí, porque no sabía si estábamos tratando con el Espíritu de Dios o con un espíritu de Satanás.
Una cosa tenía clara; no podríamos permitir ser llevados por un espíritu mientras no tuviésemos la luz y la confirmación para saber si ese
poder era de lo alto o de los abismos. De manera que tomé a los hermanos líderes y los conduje a la habitación más alta de la casa. Allí les
hice saber lo que pensaba. Al final nos pusimos de acuerdo en orar y clamar a Dios para que pudiésemos probar ese espíritu y conocer su real
procedencia.
Cuando bajamos la voz ese poder dijo, usando siempre a la muchacha de quince años como su instrumento: «¿Qué significa esta rebelión?
Serán castigados a causa de su incredulidad.» Yo le contesté que era cierto, que no sabíamos con quién estábamos tratando, pero que
queríamos tener una actitud tal que si en verdad se trataba del Espíritu de Dios no queríamos pecar contra Él, pero que si se trataba del diablo
no estábamos dispuestos a dejarnos engañar por él. «Si eres un espíritu de Dios, estarás de acuerdo en que empuñemos la espada de la
Palabra de Dios, la que nos dice que debemos probar a los espíritus para ver si son de Dios». De modo que todos nos arrodillamos y oramos a
Dios con tal fervor que Él tuvo misericordia de nosotros y nos reveló de una manera particular quién era el espíritu con el cual habíamos estado
tratando. Entonces ese espíritu tuvo que revelarse a sí mismo. A través de la persona que había estado usando como instrumento dijo,
primeramente, unas cosas terriblemente sucias y chilló con voz penetrante: «Me han descubierto, me han descubierto...»

La sana doctrina
Muchos dicen que ellos predican a Cristo y no doctrina. Otros expresan que el amor une y que la doctrina divide. Ambas afirmaciones,
frecuentes en nuestros días, generan confusión acerca de la importancia de la doctrina, presentándola como contraria a la predicación efectiva
del evangelio y enemiga de la unidad del cuerpo de Cristo. ¿Es posible que la doctrina realmente divida?

"Yo predico a Cristo, no predico doctrina", dice un evangelista, creyendo establecer una afirmación sabia. "El amor une, la doctrina divide",
expresa otro pastor creyendo fomentar la unidad.
Ambas afirmaciones, frecuentes en nuestros días, generan confusión acerca de la importancia de la doctrina, presentándola como contraria a
la predicación efectiva del evangelio y enemiga de la unidad del cuerpo de Cristo.
Lucas reseña que los primeros cristianos "perseveraban en la doctrina de los apóstoles…" (Hch. 2:42). Luego describe la vida cotidiana
señalando que "los que habían creído estaban juntos" (v. 44), "perseverando unánimes cada día" (v. 45). "Y el Señor añadía cada día a la
iglesia los que habían de ser salvos" (v. 47).
Como es evidente, la perseverancia en la doctrina no afectaba la unidad; al contrario, era un factor determinante para mantenerla. Tampoco
estorbaba la predicación, que era vigorosa y efectiva.
¿Qué es la doctrina de los apóstoles?
La palabra doctrina quiere decir enseñanza, por lo tanto la doctrina de los apóstoles es la enseñanza que éstos les brindaban a los
convertidos. No lo habían por voluntad propia sino por encomienda del Señor, quien les ordenó: "Enseñándoles que guarden todas las cosas
que os he mandado" (Mt. 28:20).
La enseñanza de Jesús, transmitida por los apóstoles, conforma el cimiento de la iglesia: "Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y
profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo" (Ef. 2:20). Por lo tanto, la doctrina constituye el factor esencial de unidad de la
iglesia del Señor y su fundamento. Si la desechamos, destruimos esa unidad y agrietamos el basamento de la fe.
Esta doctrina es la base de la predicación del evangelio, con la que afirmamos que Cristo es el Hijo de Dios –doctrina de la encarnación–, que
derramó su sangre por nuestros pecados –doctrina de la redención–, que somos salvos por la fe –doctrina de la salvación–, etcétera. Es
imposible predicar a Cristo sin predicar doctrina.
La fe cristiana no es el resultado de la especulación humana, sino de la revelación de Dios. Él ha hablado, y en las Sagradas Escrituras
tenemos toda su revelación para el hombre. Esto constituye el tesoro más valioso del cristiano, la "sana doctrina" a la que debemos ajustarnos:
"Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina". (Tit. 2:1).
De la raíz del calificativo sana, que se aplica en griego a la doctrina, proviene nuestra palabra higiene, es decir, saludable, que proporciona
salud espiritual. Por tanto, la doctrina de los apóstoles es la base de la salud espiritual del pueblo de Dios.
Doctrina de hombres y de demonios
La Palabra de Dios nos advierte sobre otros tipos de doctrinas que no provienen de Dios. Son mandamientos y doctrinas de hombres (Col.
2:22), y doctrinas de demonios (1 Ti. 4:1).
Las doctrinas de hombres fueron censuradas por el Señor, quien para descalificarlas citó a Isaías: "En vano me honran, enseñando como
doctrinas mandamientos de hombres" (Mr. 7:6,7). Los hombres suelen elaborar doctrinas aparentemente piadosas, pero que generan
divisiones y enfermedad espiritual. Los fariseos y saduceos tenían doctrinas muy elaboradas, que Jesús calificó de levadura por su efecto
contaminante (Mt. 16:6).
Estas doctrinas humanas pueden infiltrarse en la iglesia del Señor. Contamos con el testimonio de lo que sucedía en la iglesia de Pérgamo:
"Tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas
sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco" (Ap.
2:14,15).
En Colosas, donde pretendían infiltrar doctrinas humanas, los creyentes reciben la advertencia apostólica: "Mirad que nadie os engañe por
medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres… y no según Cristo" (Col. 2:8). El apóstol señala con claridad la
diferencia entre las doctrinas elaboradas por tradiciones humanas y la de Cristo. La doctrina humana puede ser permisiva o restrictiva. En el
caso de Balaam, que aceptaba y promovía la fornicación, la doctrina era permisiva; pero en Colosas era restrictiva: "¿Por qué, como si
vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: "No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y
doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso?" (Col. 2:20-22).
La doctrina falsa, restrictiva o permisiva, siempre es perniciosa y abre el camino al libertinaje o al fariseísmo. El hombre no elabora doctrinas
saludables sino enfermizas y contagiosas.
También se habla de doctrinas de demonios; contra ellas advierte el apóstol Pablo a Timoteo: "Pero el Espíritu dice claramente que en los
postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios" (1 Ti. 4:1). Esa doctrina
infecta a la iglesia por vía humana, "por la hipocresía de mentirosos…" (v.2).
Todas estas doctrinas, aunque se vistan de piedad, son contrarias a la enseñanza del Señor.
Efectos de la doctrina falsa
La falsa doctrina tiene consecuencias perturbadoras en la vida de los cristianos y en la iglesia del Señor, por eso debe prestársele mucha
atención, y cuidarse de ella cuando asoma: "Mas os ruego, hermanos, que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la
doctrina que vosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos" (Ro. 16:17). Estas doctrinas producen divisiones entre los hermanos y
tropiezos en la marcha de la vida espiritual de todo el cuerpo de Cristo.
Debe, por lo tanto, diferenciarse bien lo que es sana doctrina de la doctrina falsa o de factura humana, inspirada por Satanás. Por eso tenemos
que ser cuidadosos. Cuando afirmamos que "el amor une y la doctrina divide", hay que ser precisos: lo que divide es la doctrina de corte
humano e inspiración diabólica.
La sana doctrina, enseñada por el Señor y transmitida por los apóstoles, proviene de Dios. Así lo afirmó Jesús cuando dijo: "Mi doctrina no es
mía, sino de aquel que me envió" (Jn. 7:16). Esta enseñanza jamás puede causar divisiones, es más, es el vínculo más importante del pueblo
de Dios.
Cuando la doctrina falsa se introduce en la iglesia, se detiene el proceso de edificación y aumentan los conflictos; por eso es que a Satanás le
agrada promoverla, porque responde a sus fines. En esos casos, se ordena a los pastores actuar con autoridad, mandando expresamente que
no la permitan e instruyan al pueblo para que la desechen (1 Ti. 1:3).
La sana doctrina, por el contrario, tiene efecto saludable en la vida de quien la recibe. Aunque a veces es dura, señala errores y exige
enmiendas, todo eso lleva a vivir a plenitud en Cristo.
El ministro de Dios tiene que sentir la responsabilidad de predicar lo que Dios manda con la certeza de que es saludable para su pueblo. "Si
esto enseñas a los hermanos, serás buen ministro de Jesucristo, nutrido con las palabras de la fe y de la buena doctrina que has seguido" (1
Ti. 4:6). El cuidado que tengamos de nosotros mismos y de la doctrina redundará en beneficio espiritual para todo el pueblo de Dios (1 Ti.
4:16).
Un pueblo nutrido con la sana doctrina adquiere madurez y firmeza, se mantiene lozano y puede enfrentar, sin fluctuar, todos los vientos de
doctrina que sacuden a los indoctos e inmaduros (Ef. 4:14).
Cómo evaluar la doctrina
¿Cómo saber que una doctrina es sana? Hay una sola manera: remitirnos a la Palabra de Dios. Todo el sano consejo de Dios está revelado en
ella. Si la obedecemos, ciertamente estaremos en la sana doctrina. Si nuestra predicación se basa en la Palabra de Dios estamos enseñando
la sana doctrina.
Las Escrituras no son para respaldar nuestras propias ideas. Es verdad que muchas interpretaciones han producido algunas parcelas en el
pueblo de Dios, pero son cuestiones secundarias y no deberían afectar nunca la comunión cristiana. Sin embargo, el fundamento doctrinal
debe ser firme.
Debemos ser incondicionales de la Palabra de Dios, nuestra doctrina tiene que ser clara y fluir directamente de las Sagradas Escrituras.
Hoy, todo lo novedoso cautiva, y eso produce grandes vientos de nuevas doctrinas casi siempre falsas. Por eso tenemos que estar en
permanente vigilia para que Satanás no introduzca enseñanzas perturbadoras que aflijan al cuerpo de Cristo.
El aluvión de novedades produce mucha confusión teológica, y permite la introducción de sutiles herejías ataviadas como verdades. Para
detectarlas tenemos que desarrollar un discernimiento sano.
Muchas veces nos negamos a hacerlo, y el eclectisismo del mundo –que lleva a aceptar cualquier opinión–, se filtra en la iglesia. Los cristianos
tenemos que saber discernir y rechazar el error con firmeza. No podemos ser tolerantes o condescendientes con lo que Satanás quiere
introducir para destruir el cuerpo de Cristo.
No debemos ser suspicaces, porque terminaríamos viendo fantasmas donde no los hay; ni ingenuos, porque terminaríamos por negar la
realidad. Los falsos maestros están entre nosotros, y las falsas doctrinas golpean constantemente a nuestra puerta.
Recordemos la exhortación del apóstol a los ancianos de Efeso: "Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas…
Por tanto, velad" (Hch. 20:30,31). Es ingenuo pensar que Satanás ha perdido su virulencia; sin embargo, él sigue actuando en la misma forma.
Cada cristiano debe, por lo tanto, velar para evitar que el enemigo logre concretar sus nefastos objetivos, y recordar la advertencia: "Amados,
no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido por el mundo" (1 Jn. 4:1).
La seducción del error
El cristianismo va a cumplir 2000 años de historia. En ese prolongado lapso tuvo que sostener duras luchas contra herejías y apostasías,
diferenciar entre la verdad y el error y mantener la sana doctrina. Al cabo de tan largo recorrido parecería que la seducción del error debería
haber disminuido, y los anticuerpos surtido efecto. ¿Volveremos a discutir lo que analizamos exhaustivamente en el pasado? Acaso, ¿no
aprendemos con las experiencias? Aunque parezca extraño, muchas de las doctrinas condenadas en el pasado resurgen hoy y vuelven a
vulnerar a los incautos.
Nuestro tiempo es particularmente proclive a generar cada vez más doctrinas enfermizas, heréticas y apóstatas. No debe extrañarnos: "Pero el
Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y doctrinas de
demonios" (1 Ti. 4:1); "Porque vendrán tiempos cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán
maestros conforme a sus propias concupiscencias" (2 Ti. 4:3).
La posmodernidad proclama cotidianamente el fin de las ideologías, e intenta edificar el futuro sin considerar el pasado. Propone un salto que
deseche los fundamentos históricos. Esto se infiltra en la iglesia, induciendo a menospreciar la sana doctrina fundamentada en la Palabra de
Dios.
Rebeldes espirituales, que no soportan la sana doctrina porque les resulta fastidiosa, se agrupan para dar rienda suelta a su sensualidad, y
atacan con sutileza satánica la doctrina que recibimos del Señor y los apóstoles.
A esto tenemos que añadir la prédica constante que nos bombardea, pretendiendo que seamos cada vez más permisivos. Así tratan de minar
nuestra capacidad de reacción y decisión. Hay cristianos que creen que si se oponen al error o no tienen una actitud tolerante, están
atrasados. Esto hace que Satanás gane la batalla.
"Compra la verdad, y no la vendas" (Pr. 23:23), dice el sabio. Aferrarse a la verdad bíblica no es quedarse en el pasado; es situarse en la
eternidad; porque la sana doctrina de los apóstoles no es antigua, es eterna. Es nuestra responsabilidad ante el Señor proclamar esta verdad a
nuestra generación y a las venideras, a cualquier precio.

La santificación
He aquí un verdadero tratado reflexivo sobre la santidad, La presentación consta de cuatro secciones. La primera consiste en los doce
principios básicos que el autor da sobre el tema. En segundo lugar se detallan algunas evidencias de caminar en santidad. En recuadro aparte,
el lector encontrará las diferencias básicas entre santificación y justificación; y en último lugar, J. C. Ryle concluye con pautas prácticas para el
creyente.

“… a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos…” Esa era la visión de aquel gran misionero que fue el apóstol Pablo sobre el
pueblo de Dios, y sobre el carácter de ese pueblo. He aquí un verdadero tratado reflexivo sobre la SANTIDAD, venido de la pluma de un gran
escritor adaptado especialmente para Apuntes Pastorales.
La presentación consta de cuatro secciones. La primera consiste en los doce principios básicos del autor sobre el tema. En segundo lugar son
detalladas algunas evidencias en el caminar. En recuadro aparte, el lector encontrará las diferencias básicas entre santificación y justificación;
y en último lugar, J. C. Ryle concluye con pautas prácticas para el creyente.
Sin olvidar la existencia de distintas concepciones sobre el tema, y entendiendo la definición del autor asimismo los editores han estimado
valioso este trabajo, el cual contiene elementos que trascienden las particularidades.

Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió y resucitó para obtener solamente la justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene
todavía mucho que aprender, y está deshonrando, lo sepa o no, a nuestro bendito Señor, pues coloca a su obra salvadora en un plano
incompleto.
El señor Jesús ha tomado sobre sí todas las necesidades de su pueblo; no sólo los ha librado con su muerte de la culpa de sus pecados, sino
que también al poner en sus corazones el Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado. No sólo los salva, sino que también los
santifica. El no sólo es su justificación, sino también su santificación (1 Co. 1.30). Esto es lo que la Biblia dice: “Y por ellos yo me santifico a mí
mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” “… así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento de agua por la palabra”. “Cristo se dio a sí mismo para redimirnos de toda iniquidad y
purificar para sí a un pueblo propio, celoso de buenas obras”… “quien llevó El mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para
que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia…” “ahora Cristo os ha reconciliado en su cuerpo de carne por medio de la
muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de El” (Jn. 17.19; Ef. 5.25-26; Tit. 2.14; 1 Pe. 2.24; Col. 1.21-22). La
enseñanza de estos versículos es bien clara: Cristo tomó sobre sí, además de la justificación, la santificación de su pueblo. Ambas cosas ya
estaban previstas y ordenadas en aquel “pacto perpetuo” del que Cristo es el Mediador. Y en cierto lugar de la Escritura se nos habla de Cristo
como el que “santifica” y de su pueblo como “los que son santificados” (He. 2.11).
¿Qué es lo que quiere decir la Biblia cuando habla de una persona santificada? Para contestar esta pregunta diremos que la santificación es
aquella obra espiritual interna que el Señor Jesús hace a través del Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un verdadero creyente.
El Señor también lo separa de su amor natural al pecado y al mundo, y pone un nuevo principio en su corazón, que lo hace apto para el
desarrollo de una vida devota. Para efectuar esta obra El Espíritu se sirve, generalmente, de la Palabra de Dios, aunque algunas veces usa de
las aflicciones y de las visitaciones providenciales “sin palabra” (1 Pedro 3.1). La persona que experimenta esta acción de Cristo a través de su
Espíritu, es una persona “santificada”.
El tema que tenemos por delante es de una importancia tan vasta y profunda, que requiere delimitaciones propias, defensa, claridad, y
exactitud. Para despejar la confusión doctrinal (que por desgracia tanto abunda entre los cristianos) y para dejar bien sentadas las verdades
bíblicas sobre el tema que nos ocupa, daré a continuación una serie de proposiciones sacadas de la Escritura, las que son muy útiles para una
exacta definición de la naturaleza de la santificación.
La santificación es resultado de una unión vital con Cristo

Esta unión se establece a través de la fe. ”… el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto…” (Jn. 15.5). El pámpano que no lleva
fruto, no es una rama viva de la vid. Ante los ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no tiene valor alguno. La fe que
no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente no es mejor que el creer de la forma en que lo hacen los demonios: es una fe
muerta, no es el don de Dios, no es la fe de los elegidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una fe real en Cristo. La verdadera fe obra
por el amor, y es movida por un profundo sentimiento de gratitud por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para su Señor y
le hace sentir que todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus pecados no es suficiente. Al que mucho se le ha perdonado, mucho
ama. El que ha sido limpiado con Su sangre, anda en luz. Cualquiera que tiene una esperanza viva y real en Cristo se purifica, como El
también es limpio (Stg. 2.17-20; Tit. 1.1; Gá. 5.6; 1 Jn. 1.7; 3.3).

La santificación es el resultado y la consecuencia inseparable de la regeneración

El que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que
pretende haber sido regenerada y que, sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las Escrituras descartan tal
concepto de regeneración. Claramente nos dice San Juan que el que “ha nacido de Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda
a sí mismo y vence al mundo” (1 Jn. 2.29; 3.9-15; 5.4-18). En otras palabras, si no hay santificación, no hay regeneración; sino se vive una vida
santa, no hay un nuevo nacimiento. Quizá para muchas mentes estas palabras sean duras pero, lo sean o no, lo cierto es que constituyen la
simple verdad de la Biblia. Se nos dice en la Escritura que el que ha nacido de Dios, “no practica el pecado, porque la simiente de Dios
permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios” (1 Jn.3.9).
La santificación constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora en el creyente

La presencia del Espíritu Santo en el creyente es esencial para la salvación. “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8.9). El
Espíritu nunca está dormido o inactivo en el alma: siempre da a conocer su presencia por los frutos que produce en el corazón, carácter y vida
del creyente. Nos dice San Pablo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”
(Gá. 5.22-23). Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero allí donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte
espiritual delante de Dios.
Al Espíritu se lo compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que
notamos que hay viento por sus efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así podemos descubrir la presencia del Espíritu en una persona
por los efectos que produce en su vida y conducta. No tiene sentido decir que tenemos el Espíritu si no andamos también en el Espíritu (Gá.
5.25). Podemos estar bien seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el Espíritu Santo. La santificación es el sello que el
Espíritu Santo imprime en los creyentes. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Ro.8.14).

La santificación constituye la única evidencia cierta de la elección de Dios

Los nombres y el número de los elegidos son secretos que Dios en su sabiduría no ha revelado al hombre. No nos ha sido dado en este
mundo el hojear el libro de la vida para ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara en lo que a la
elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas santas. Expresamente se nos dice en las Escrituras que son
“elegidos… en santificación del Espíritu…” “escogidos… para salvación, mediante la santificación por el Espíritu…” “… los predestinó para que
fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo…” “… nos escogió… antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos…”. De ahí
que cuando Pablo vio “la obra de fe” y el “trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los creyentes de Tesalónica, podía concluir: “Porque
conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (1 P. 1.2; 2 Ts. 2.13; Ro. 8.29; Ef. 1.4; 1Ts.1.3-4).
Si alguien se gloría de ser uno de los elegidos de Dios y, habitualmente y a sabiendas, vive en pecado, en realidad se engaña a sí mismo, y su
actitud viene a ser una perversa injuria a Dios. Naturalmente, es difícil conocer lo que una persona es en realidad, pues muchos de los que
muestran apariencia de religiosidad, en el fondo no son más que empedernidos hipócritas. De todos modos podemos estar seguros de que, si
no hay evidencias de santificación, no hay elección para salvación.
La santificación es algo que siempre se deja ver

“Porque cada árbol se conoce por su fruto” (Lc. 6.44). La humildad del creyente verdaderamente santificado puede ser tan genuina que en sí
mismo no vea más que enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, no se dé cuenta de que su rostro
resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el creyente verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las
alabanzas de su Maestro: “… ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos…?” (Mt. 25.37). Ya sea que el mismo lo vea o no, lo cierto es
que los otros siempre verán en él un tono, un gusto, un carácter y un hábito de vida, completamente distinto de los de los demás hombres. El
mero suponer que una vida pueda ser “santa” sin una vida y obras que lo acrediten, sería un absurdo, un disparate. Una luz puede ser muy
débil, pero aunque sólo sea una chispita, en una habitación oscura se la verá. La vida de una persona puede ser muy exigua, pero aún así se
percibirá el débil latir del pulso. Lo mismo sucede con una persona santificada: su santificación será algo que se verá y se hará sentir, aunque
a veces ella misma no pueda percatarse de ello. Un “santo” en el que sólo puede verse mundanalidad y pecado es una especie de monstruo
que no se conoce en la Biblia.

La santificación es algo por lo que el creyente es responsable


Y aquí no se me entienda mal. Sostengo firmemente que todo hombre es responsable delante de Dios; en el día del juicio los que se pierdan
no tendrán excusa alguna; todo hombre tiene poder para “perder su propia alma” (Mt. 16.26). Pero también sostengo que los creyentes son
responsables (y de una manera eminente y peculiar) de vivir una vida santa; esta obligación pesa sobre ellos. Los creyentes no son como las
demás personas (muertas espiritualmente), sino que están vivos para Dios, y tienen luz, conocimiento y un nuevo principio en ellos. Si no viven
vidas de santidad, ¿de quién es la culpa? ¿A quién podemos culpar, si no a ellos mismos? Dios les ha dado gracia y les ha dado una nueva
naturaleza y un nuevo corazón; no tienen, pues, excusa para no vivir para Su alabanza. Este es un punto que se olvida con mucha frecuencia.
La persona que profesa ser cristiana, pero adopta una actitud pasiva, y se contenta con un grado de santificación muy pobre (si es que aún
llega a tener eso) y fríamente se excusa con aquello de que “no puede hacer nada”, es digna de compasión, pues ignora las Escrituras.
Estemos en guardia contra esta noción tan errónea. Los preceptos que la Palabra de Dios dirige e impone a los creyentes, se dirigen a éstos
como seres responsables y que han de rendir cuentas. Si el Salvador de pecadores nos ha dado una gracia renovadora, y nos ha llamado por
su Espíritu, podemos estar seguros de que es porque El espera que nosotros hagamos uso de esta gracia y no nos echemos a dormir. Muchos
creyentes “contristan al Espíritu Santo” por olvidarse de esto y viven vidas inútiles y desprovistas de consuelo.

La santificación admite grados y se desarrolla progresivamente


Una persona puede subir uno y otro peldaño en la escala de la santificación, y ser más santificada en un período de su vida que en otro. No
puede ser más perdonada y justificada que cuando creyó, aunque puede ser más consciente de estas realidades. Los que sí puede es gozar
de más santificación, por cuanto cada una de las gracias del Espíritu en su nuevo carácter y naturaleza, son susceptibles de crecimiento,
desarrollo y profundidad. Evidentemente, este es el significado de las palabras del Señor Jesús cuando oró por sus discípulos: “Santifícalos en
tu verdad”; y también del apóstol Pablo por los tesalonicenses: “y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (Jn. 7.17; 1Ts. 5.23). En
ambos casos la expresión implica la posibilidad de crecimiento en el proceso de la santificación. Pero no encontramos en la Biblia una
expresión como “justifícales” con referencia a los creyentes, por cuanto éstos no pueden ser más justificados de los que en realidad ya han
sido. No se nos habla en la Escritura de una imputación de santificación, tal como creen algunas personas; esta doctrina es fuente de
equívocos y conduce a consecuencias muy erróneas. Además, es una doctrina contraria a la experiencia de los cristianos más eminentes.
Estos, a medida que progresan más en su vida espiritual y en la proporción en que andan más íntimamente con Dios, ven más, conocen más,
sienten más a Dios (2 P.3.18; 1 Ts.4.1).
La santificación depende, en gran parte, del uso de los medios espirituales

Por la palabra “medios” me refiero a la lectura de la Biblia, la oración privada, la asistencia regular a los cultos de adoración, el oír la
predicación de la Palabra de Dios y la participación regular de la Cena del Señor. Debo decir, como bien se comprenderá, que todos aquellos
que de una manera descuidada y rutinaria hacen uso de estos medios, no harán muchos progresos en la vida de santificación. Y, por otra
parte, no he podido encontrar evidencia de que ningún santo eminente jamás descuidara estos medios; y es que estos medios son los canales
que Dios ha designado para que el Espíritu Santo supla al creyente con frescas reservas de gracia para perfeccionar la obra que un día
empezó en el alma. Por más que se me tilde de legalista en este aspecto, me mantengo firme en lo dicho: “sin esfuerzo no hay provecho”.
Antes esperaría una buena cosecha de un agricultor que sembró sus campos pero nunca los cuidó, que ver frutos de santificación en un
creyente que ha descuidado la lectura de la Biblia, la oración y el Día del Señor. Nuestro Dios obra a través de los medios.

La santificación puede seguir un curso ascendente aun en medio de grandes conflictos y batallas interiores

Al usar las palabras conflicto y batalla, me refiero a la contienda que tiene lugar en el corazón del creyente entre la vieja y la nueva naturaleza,
entre la carne y el espíritu (Gá. 5.17). Una percepción profunda de esta contienda, y el consiguiente agobio y consternación que se derivan de
la misma, no es prueba de que un creyente no crezca en la satisfacción. ¡No! Por el contrario, son síntomas saludables de una buena
condición espiritual. Estos conflictos prueban que no estamos muertos, sino vivos. El cristiano verdadero no sólo tiene paz de conciencia, sino
que también tiene guerra en su interior, se lo conoce por su paz, pero también por su conflicto espiritual. Al decir y afirmar esto no me olvido de
que estoy contradiciendo los puntos de vista de algunos cristianos que abogan por una “perfección sin pecado”. Pero no puedo evitarlo. Creo
que lo que digo está bien confirmado por lo que nos dice Pablo en el capítulo séptimo de su Epístola a los Romanos. Ruego a mis lectores que
estudien atentamente este capítulo y que se den cuenta de que no describe la experiencia de un hombre inconverso, o de un cristiano
vacilante y todavía joven en la fe, sino que hace referencia a la experiencia de un viejo santo de Dios que vivía en íntima comunión con Dios.
Sólo una persona así podía decir: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7.22).
Creo, además, que lo que he dicho viene confirmado también por la experiencia de los siervos de Cristo más eminentes de todos los tiempos.
Prueba de esto la encontrarmos en sus diarios, en sus autobiografías y en sus vidas. Y no porque tengamos este continuo conflicto interno,
hemos de pensar que la obra de la santificación no tiene lugar en nuestras vidas. La liberación completa del pecado la experimentaremos, sin
duda, en el cielo; pero nunca la gozaremos mientras estemos en el mundo. El corazón del mejor cristiano, aún en el momento de más alta
santificación, es terreno donde acampan dos bandos rivales, algo así como “la reunión de dos campamentos” (Cnt. 6.13). Pero, como decía
aquel santo hombre de Dios, Rutheford: “La guerra del diablo es mejor que la paz del diablo”.
La santificación, aunque no justifica al hombre, agrada a Dios

Aun las acciones más santas del más santo de los creyentes de todos los tiempos están más o menos llenas de defectos e imperfecciones.
Cuando no son malas en sus motivos, los son en su ejecución; y de por sí, delante de Dios, no son más que “pecados espléndidos” que
merecen su ira y su condenación.
Sería absurdo suponer que tales acciones pueden pasar sin censura por el severo juicio de Dios y obtener méritos para el cielo. “Por las obras
de la ley ningún ser humano será justificado”; “Concluímos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Ro. 3.20-28).
La única justicia se halla en nuestro Representante y Sustituto, el Señor Jesús. Su obra y no la nuestra, es la que nos da título de acceso al
cielo. Por esta verdad deberíamos estar dispuestos a morir.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, la Biblia enseña que las acciones santas de un creyente santificado, aunque imperfectas, son agradables a
los ojos de Dios: “… porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13.16). “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al
Señor (Col. 3.20). “(Nosotros) hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Jn. 3.22). No nos olvidemos nunca de esta doctrina tan
consoladora. De la misma manera en que el padre se complace en los esfuerzos de su pequeño al coger una margarita o en su hazaña de
andar solo de un extremo al otro de la habitación, así se complace nuestro Padre en las acciones tan pobres de sus hijos creyentes. Dios mira
el motivo, el principio, la intención de sus acciones, y no la cantidad o cualidad de las mismas. Considera a los creyentes como miembros de
su propio Hijo querido, y por amor al mismo se complace en las acciones de su pueblo.

La santificación nos será absolutamente necesaria en el gran día del juicio como testimonio de nuestro carácter cristiano

A menos que nuestra fe haya tenido efectos santificadores en nuestra vida, de nada servirá en aquel día el que digamos que creíamos en
Cristo. Una vez que comparezcamos delante del gran trono blanco, y los libros sean abiertos, tendremos que presentar evidencia. Sin la
evidencia de una fe real y genuina en Cristo, nuestra resurrección será para condenación; y la única evidencia que satisfará al Juez será la
santificación. Que nadie se engañe sobre este punto. Si hay algo cierto sobre el futuro, es la realidad de un juicio; y si hay algo cierto sobre
este juicio, es que las “obras” y “hechos” del hombre serán examinados (Jn. 5.29; 2 Co. 5.10; Ap. 20.13).

La santificación es absolutamente necesaria como preparación para el cielo

La mayoría de los hombres piensan ir al cielo al morir; pero pocos se detienen a considerar si en verdad gozarían yendo allí. El cielo es,
esencialmente, un lugar santo; sus habitantes son santos y sus ocupaciones son santas. Es claro y evidente que para ser felices en el cielo
debemos pasar por un proceso educativo aquí en la tierra que nos prepare y capacite para entrar. La noción de un purgatorio después de la
muerte, que convertirá a los pecadores en santos, es algo que no encontramos en la Biblia; es una invención del hombre. Para ser santos en
la gloria, debemos ser santos en la tierra. Esta creencia tan común, según la cual lo que una persona necesita en la hora de la muerte es
solamente la absolución y el perdón de los pecados, es en realidad una creencia vana e ilusoria. Tenemos tanta necesidad de la obra del
Espíritu Santo como de la de Cristo; necesitamos tanto de la justificación como de la santificación. Es muy frecuente oir decir a personas que
yacen en el lecho de muerte: “Yo sólo deseo que el Señor me perdone mis pecados, y me dé descanso eterno”. Pero los que dicen esto se
olvidan de que para poder gozar del descanso celestial se precisa un corazón preparado para gozarlo. ¿Qué haría una persona no santificada
en el cielo, suponiendo que pudiera entrar? Fuera de su ambiente, una persona no puede ser realmente feliz. Cuando el águila sea feliz en la
jaula, el cordero en el agua, la lechuza ante el brillante sol de mediodía y el pez sobre la tierra seca, entonces, y sólo entonces, podríamos
suponer que la persona no santificada será feliz en el cielo.1
He presentado estas doce proposiciones sobre la santificación con la firme persuasión de que son verdaderas, y pido a todos los lectores que
las mediten seriamente. Todas, y cada una de ellas, podrían ser desarrolladas más ampliamente, y quizá algunas podrían ser discutidas, pero
sinceramente dudo de que alguna de ellas pudiera ser descartada y eliminada como errónea. Con respecto a todas ellas pido un estudio justo
e imparcial. Creo, con toda mi conciencia, que estas proposiciones podrán ayudarnos a conseguir nociones más claras sobre la santificación.

1 N. de los E.: La idea del autor, sin duda presentada en forma incompleta, no excluye de la posibilidad de salvación a aquellos que puedan
entregar su vida en los momentos previos a su muerte. Lo que desea resaltar es que a la vida eterna no se ingresa con la mera “oración de
recibir a Cristo”, sino que este acto debe conllevar el hecho de comenzar una nueva vida sujeta al señorío de Cristo, dure esta uno o diez
millones de minutos, lo que en verdad, solo queda reservado al conocimiento y decisión divinos.

Evidencias
¿Cuáles son las señales visibles de una obra de santificación? Esta otra parte del tema es amplia y a la par difícil. Amplia, por cuanto exigiría
hiciéramos mención de toda una serie de detalles y consideraciones que me temo van más allá de los horizontes de este escrito; y difícil, por
cuanto no podemos desarrollarla sin herir la susceptibilidad y creencias de algunas personas. Pero sea cual fuere el riesgo, la verdad ha de ser
dicha; y especialmente en nuestro tiempo, la verdad sobre la doctrina de la santificación ha de hacerse sonar.

La verdadera santificación no consiste en un mero hablar sobre religión

No nos olvidemos de esto. Hay un gran número de personas que han oído tantas veces la predicación del Evangelio, que han contraído una
familiaridad poco santa con sus palabras y sus frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del Evangelio como para
hacernos creer que son cristianos. A veces hasta resulta nauseabundo y en extremo desagradable el oír cómo la gente se expresa en un
lenguaje frío y petulante sobre “la conversión, el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia, etc.”, mientras de una manera notoria sirve
al pecado o vive para el mundo. No podemos dudar de que este hablar sea abominable a los oídos de Dios, y no es mejor que blasfemar,
maldecir y tomar el nombre de Dios en vano. No es sólo con la lengua que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean
meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en obra y en
verdad” (1 Jn. 3.18).

La verdadera santificación no consiste en sentimientos religiosos pasajeros


Unas palabras de aviso sobre este punto son muy necesarias. Los cultos y reuniones de avivamiento cautivan la atención de la gente y dan pie
a un gran sensacionalismo. Parece ser que algunas iglesias que hasta ahora estaban más o menos dormidas despiertan como resultado de
estas reuniones, y demos gracias al Señor de que sea así. Pero junto con las ventajas, estas reuniones y corrientes avivacionistas encierran
grandes peligros. No olvidemos que allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también cizaña. Son muchos los que,
aparentemente, han sido alcanzados por la predicación del Evangelio y cuyos sentimientos han sido despertados pero sus corazones no han
sido cambiados. Lo que en realidad suele tener lugar no es más que un emocionalismo vulgar que se produce con el contagio de las lágrimas
y emociones de los otros. Las heridas espirituales que así se producen no son leves, y la paz que se profesa no tiene raíces ni profundidad. Al
igual que los de corazón pedregoso, estos oyentes reciben la Palabra con gozo (Mt. 13.20), pero después de poco tiempo la olvidan y vuelven
al mundo; llegan a ser más duros y peores que antes. Son como la calabaza de Jonás: brotan en menos de una noche, para secarse también
en menos de una noche. No nos olvidemos de estas cosas. Vayamos con mucho cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas
espirituales diciendo, “Paz, paz”, donde no hay paz. Esforcémonos en persuadir a los que muestran interés por las cosas del Evangelio a que
no se contenten con nada que no sea la obra sólida, profunda y santificadora del Espíritu Santo. Los resultados de una falsa exitación religiosa
son terribles para el alma. Cuando en el calor de una reunión de avivamiento Satanás ha sido lanzado fuera del corazón por sólo unos
momentos o por un tiempo muy corto, no tarda en volver de nuevo a su casa, y el estado postrero de la persona es mucho peor que el primero.
Es mil veces mejor empezar despacio y continuar firmemente en la Palabra, que empezar a toda velocidad, sin medir el costo para luego,
como la mujer de Lot, mirar hacia atrás y volver al mundo. Cuán peligroso resulta para el alma el tomar los sentimientos y emociones
experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de un nuevo nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningúnpeligro
mayor para el alma.

La verdadera santificación no consiste en un mero formalismo y devoción externa


¡Cuán terrible es esta ilusión! Y por desgracia, ¡cuán común también! Miles y miles de personas se imaginan que la verdadera santidad
consisten en la cantidad y abundancia de los elementos externos de la religión: en una asistencia rigurosa a los servicios de la iglesia, la
recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas religiosas, la participación en un culto litúrgico elaborado, la auto-imposición de
austeridad y abnegación en pequeñas cosas, una manera peculiar de vestir, etc., etc. Muy posiblemente algunas personas hacen estas cosas
por motivos de conciencia, y realmente creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoríade los casos esta religiosidad externa no
es más que un sustituto de la santidad.

La santificación no consiste en un abandono del mundo y de las obligaciones sociales


Con el correr de los siglos han sido muchos los que han caído en esta trampa en sus intentos de buscar la santidad. Cientos de ermitaños se
han enterrado en algún desierto, y miles de hombres y mujeres se han encerrado entre las paredes de monasterios y conventos, movidos por
la vana idea de que de esta manera escaparían del pecado y conseguirían la santidad. Se olvidaron de que ni las cerraduras, ni las paredes
pueden mantener afuera al diablo y que allí donde vayamos llevamos en nuestro corazón la raíz del mal. El camino de la santificación no
consiste en hacerse monje, o monja, o miembro de la Casa de Misericordia. La verdadera santidad no aísla al creyente de las dificultades y las
tentaciones, sino que hace que éste les haga frente y las supere. La gracia de Cristo en el creyente no lo convierte en una planta de
invernadero, que sólo puede desarrollarse bajo abrigo y protección, sino que es algo fuerte y vigoroso que puede florecer en medio de
cualquier relación social y medio de vida. Es esencial a la santificación el que nosotros desempeñemos nuestras obligaciones allí donde Dios
nos ha puesto, como la sal en medio de la corrupción y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde en una cueva, sino el
hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente, como padre o hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el colegio, el que responde
al tipo bíblico del hombre santificado. Nuestro Maestro dijo en su última oración: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del
mal” (Jn. 17.15).

La santificación no consiste en hacer buenas obras de vez en cuando


La santificación es un nuevo comienzo celestial en el creyente que hace que éste manifieste las evidencias de un llamamiento santo, tanto en
las cosas pequeñas como en las grandes de su conducta diaria. Este principio ha sido implantado en el corazón y se deja sentir en todo el ser
y conducta del creyente. No es como una bomba que sólo saca agua cuando se la acciona desde afuera, sino como una fuente intermitente
cuyo caudal fluye espontánea y naturalmente. El rey Herodes, cuando oyó a Juan el Bautista, “hizo muchas cosas”, pero su corazón no era
recto delante de Dios (Mr. 6.20). Así sucede con mucha personas que parecen tener ataques espasmódicos de “bondad” como resultado de
alguna enfermedad, prueba, fallecimiento en la familia, calamidades públicas o en medio de una relativa calma de conciencia. Sin embargo
tales personas no son convertidas, y nada saben de lo que es la santificación. El verdadero santo, como lo era Ezequías con todo su corazón,
dice con el salmista: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (2 Cr. 31.21; Sal.
119.104).

Una santificación genuina se evidenciará en un respeto habitual a la ley de Dios…


… y en un esfuerzo continuo por obedecerla como regla de vida. ¡Qué gran error es el de aquellos que suponen que, puesto que los Diez
Mandamientos y la Ley no pueden justificar al alma, no es importante observarlos! El mismo Espíritu Santo que le ha dado al creyente
convicción de pecado a través de la ley, y lo ha llevado a Cristo para justificación, es el que le guiará en el uso espiritual de la ley como modelo
de vida en sus deseos de santificación. El Señor Jesús nunca relegó los Diez Mandamientos a un plano de insignificancia, sino que, por el
contrario, en su primer discurso público (El Sermón del Monte) los desarrolló, y puso de manifiesto el carácter relevante de sus requerimientos.
San Pablo tampoco relegó la ley a la insignificancia. “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”, “Porque según el
hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (1 Ti. 1.8; Ro. 7.22). Si alguien pretende ser un santo y mira con desprecio los Diez
Mandamientos, y no le importa mentir, ser hipócrita, estafar, insultar y levantar falso testimonio, emborracharse, traspasar el séptimo
mandamiento, etc., en realidad se engaña terriblemente; y en el día del juicio le será imposible probar que fue un “santo”.

La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por hacer la voluntad de Cristo y vivir a la luz de sus preceptos
prácticos

Estos preceptos se encuentran esparcidos en las páginas de los Evangelios, pero especialmente en el Sermón del Monte. Si alguien se
imagina que Jesús los pronunció sin el propósito de promover la santidad del creyente se equivoca lamentablemente. Y cuán triste es oir a
ciertas personas hablar del ministerio de Jesús sobre la tierra diciendo que lo único que el Maestro enseñó fue doctrina y que delegó en otros
la enseñanza de las obligaciones prácticas. Un conocimiento superficial de los Evangelios bastará para convencer a la gente de cuán errónea
es esta noción. En las enseñanzas de nuestro Señor se destaca de una manera muy prominente lo que sus discípulos deben ser y lo que han
de hacer; y una persona verdaderamente santificada nunca se olvidará de esto, pues sirve a un Señor que dijo: “Vosotros sois mis amigos, si
hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15.14).
La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por alcanzar el nivel espiritual que San Pablo establece para las
iglesias

Podemos encontrar este nivel o norma espiritual en los últimos capítulos de casi todas sus epístolas. Está muy generalizada la idea de que
San Pablo sólo escribió sobre materia doctrinal y de controversia: la justificación, la elección, la predestinación, la profecía, etc. Tal idea es
extremadamente errónea, y es una evidencia más de la ignorancia que sobre la Biblia muestra la gente de nuestro tiempo. Los escritos del
apóstol San Pablo están llenos de enseñanzas prácticas sobre las obligaciones cristianas de la vida diaria, y sobre nuestros hábitos cotidianos,
el temperamento y la conducta entre los hermanos creyentes. Estas exhortaciones fueron escritas por inspiración de Dios para perpetua guía
del creyente. Aquel que haga caso omiso de estas instrucciones, quizá se haga pasar por miembro de una iglesia o de una capilla, pero
ciertamente no es lo que la Escritura llama una persona “santificada”.

La verdadera santificación se evidenciará en una atención habitual a las gracias activas…

… que el Señor Jesús de una manera tan hermosa ejemplarizó, particularmente la gracia de la caridad. “Un mandamiento nuevo os doy: Que
os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si
tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13.34-35). El hombre santificado tratará de hacer bien en el mundo, disminuir el dolor y aumentar la
felicidad en torno suyo. Su meta será la de ser como Cristo, lleno de mansedumbre y de amor para con todos; y esto no sólo de palabra sino
de hecho, negándose a sí mismo. Aquel que profesa ser cristiano, pero que con egoísmo centra su vida en sí mismo asumiendo un aire de
poseer grandes conocimientos, y sin preocuparle si su prójimo se hunde o sabe nadar, si va al cielo o al infierno, con tal de que él pueda ir a la
iglesia con su mejor traje y ser considerado un “buen miembro”, tal persona, digo, no sabe nada de lo que es la santificación. Puede ser
considerada como santa en la tierra, pero ciertamente no será un santo en el cielo. No se dará el caso de que Cristo sea el Salvador de
aquellos que no imiten su ejemplo. Una gracia de conversión real y una fe salvadora han de producir, por necesidad, cierta semejanza a la
imagen de Jesús (Col.3.10).
La verdadera santificación se evidenciará también en una atención habitual a las gracias pasivas

Al referirme a las gracias pasivas me refiero a aquellas gracias que se muestran muy especialmente en la sumisión a la voluntad de Dios,
como así también en la paciencia y condescendencia hacia los demás. Pocas personas pueden hacerse una idea cabal sobre lo mucho que se
nos dice respecto de estas gracias en el Nuevo Testamento y el importante papel que parecen desempeñar. Este es el tema que San Pedro
nos desarrolla y presenta especialmente en sus epístolas. “…Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el
cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían , no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba,
sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pe. 2.21-23). Estas gracias pasivas se encuentran entre los frutos del Espíritu que San
Pablo nos menciona en su Epístola a los Gálatas. Se nos mencionan nueve gracias de las cuales tres (tolerancia, benignidad, mansedumbre)
son gracias pasivas (Gá. 5.22-23). Las gracias pasivas son más difíciles de obtener que las activas, pero su influencia sobre el mundo es
mayor. La Biblia nos habla mucho de estas gracias pasivas, y es en vano que hagamos alardes de santificación si en nosotros no existe el
deseo de poseer tolerancia, benignidad y mansedumbre. Aquellos que continuamente se destapan con un temperamento agrio y atravesado,
que dan muestras de poseer una lengua muy incisiva, llevando siempre la contra, siendo rencorosos, vengativos, maliciosos (y de los cuales el
mundo está, por desgracia, demasiado lleno) los tales, digo, nada saben sobre la santificación.
Estas son las señales visibles de la persona santificada. No pretendo decir que se verán de una manera uniforme en todos los creyentes, ni
que brillarán con todo su fulgor aun en los creyentes más avanzados. Pero sí que constituyen las señales bíblicas de la santificación, y que
aquellos que no saben nada de ellas, bien pueden dudar de que en realidad tengan gracia alguna. La verdadera santificación es algo que se
puede ver, y las características que he procurado esbozar son, más o menos, las de una persona santificada.

Aplicaciones
Debemos darnos cuenta del estado tan peligroso en que se encuentran algunas personas que profesan ser cristianas

“Sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor” (He.12.14). ¡Cuánta religión hay, pues, que no sirve para nada! ¡Cuán grande es el número de
personas que van a la iglesia, a las capillas y que sin embargo andan por el camino que lleva a la destrucción! Esta reflexión es terriblemente
aplastante, abrumadora. ¡Oh, si los predicadores y los maestros abrieran sus ojos y se dieran cuenta de la condición de las almas a su
alrededor! ¡Oh, si las almas pudieran ser persuadidas a “huir de la ira que vendrá”! Si las almas no santificadas pudieran ir al cielo; la Biblia no
sería verdadera. ¡Pero la Biblia es verdad y no puede mentir! Sin la santidad nadie verá al Señor.

Asegurémonos de nuestra propia condición…

… y no descansemos hasta que veamos en nosotros los frutos de la santificación. ¿Cuáles son nuestros gustos, nuestras preferencias,
nuestras elecciones, nuestras inclinaciones? Esta es la gran pregunta. Poco valor tiene lo que podamos desear y esperar en la hora de la
muerte; ahora es cuando debemos analizar nuestros deseos. ¿Qué somos ahora? ¿Qué hacemos? ¿Se ven en nosotros los frutos de la
santificación? De no ser así, la culpa es nuestra.
Si deseamos verdaderamente la santificación, el curso a seguir es claro y sencillo: debemos empezar con Cristo. Debemos acudir a El tal
como somos, como pecadores. Debemos presentarle nuestra extrema necesidad; debemos entregar nuestras almas a El por la fe, para así
poder obtener la paz y la reconciliación con Dios. Debemos ponernos en sus manos, tal como lo hacemos con el buen médico, y suplicar su
gracia y su misericordia. No esperemos a poder traer y ofrecer algo en nuestras manos. El primer paso para la santificación, al igual que para
la justificación, es acudir a Cristo por fe.

No esperemos demasiadas cosas de nuestros propios corazones

Aun en los mejores momentos, encontraremos en nosotros mismos motivos suficientes para una profunda humillación, y descubriremos que en
todo momento somos deudores de la gracia y la misericordia que sobre nosotros es derramada. A medida que aumente nuestra visión
espiritual más nos daremos cuenta de nuestra imperfección. Eramos pecadores cuando empezamos, y pecadores nos veremos a medida que
vayamos avanzando. Sí, pecadores regenerados, perdonados y justificados, pero pecadores hasta el último momento de nuestras vidas. La
perfección absoluta de nuestras almas todavía habrá de estar por delante, y la expectación de la misma debería ser una gran razón para
hacernos desear más y más el cielo.

Si deseamos crecer en la sanidad, debemos acudir continuamente a Cristo

Debemos ir a El tal como hicimos al principio de nuestra vida espiritual. El es la cabeza de la cual cada miembro recibe el alimento (Ef. 4.16).
Debemos vivir diariamente la vida de fe en el Hijo de Dios, y proveernos diariamente de su plenitud para nuestras necesidades de gracia y
fortaleza. Aquí se encierra el gran secreto de una vida de santificación ascendente. Los creyentes que no hacen progreso alguno en la
santificación y parecen haberse estancado, sin duda alguna es porque descuidan la comunión con Jesús, y en consecuencia contristan al
Espíritu Santo. Aquél que en la noche antes de la crucifixión oró al Padre con aquellas palabras de: “Santificalos en tu verdad”, está
infinitamente dispuesto a socorrer a todo creyente que por la fe acuda a El en busca de ayuda.

En el último lugar, nunca nos avergoncemos de dar demasiada importancia al tema de la santificación…
… y de nuestros deseos de conseguir una elevada santidad. Por más que algunos se contenten con unos logros muy pobres y miserables y
otros no se avergüencen de vivir vidas que no son santas, mantengámonos nosotros en las sendas antiguas y sigamos adelante en pos de
una santidad eminente. He aquí la manera de ser realmente felices.
Por más que digan ciertas personas, debemos convencernos de que la santidad es felicidad; y la persona que vive más felizmente en esta
tierra es la persona más santificada. Sin duda hay cristianos verdaderos que, como resultado de una salud débil, o de pruebas familiares, o
alguna otra causa secreta, no parecen gozar de mucho consuelo, y con suspiros prosiguen su peregrinar al cielo; pero estos no son casos muy
abundantes. Por regla general podemos decir que los creyentes santificados son las personas más felices de la tierra. Gozan de un sólido
consuelo que el mundo no puede dar ni quitar. “Sus caminos (los de la sabiduría) son caminos deleitosos”. “Mucha paz tienen los que aman tu
ley”. “… mi yugo es fácil y ligera mi carga”. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Pr. 3.17; Sal. 119.165; Mt. 11.30; Is. 48.22).
DISTINCIÓN ENTRE LA SANTIFICACIÓN Y LA JUSTIFICACIÓN

¿En qué concuerdan y en qué difieren? Esta distinción es importantísima, aunque quizás a primera vista no lo parezca. Por lo general las
personas muestran cierta predisposición a considerar sólo lo superficial de la fe, y a relegar las distinciones teológicas como “meras palabras”
que en realidad tienen poco valor. Me atrevo a exhortar a aquellos que se preocupan por sus almas, a que se afanen por obtener nociones
claras sobre la santificación y la justificación. Acordémonos siempre de que aunque la justificación y la santificación son dos cosas distintas, sin
embargo en ciertos puntos concuerdan y en otros difieren. Veámoslo en detalle.

Puntos Concordantes:

1. Ambas proceden de y tienen su origen en la libre gracia de Dios.


2. Ambas son parte del gran plan de salvación que Cristo, en el pacto eterno, tomó sobre sí en favor de su pueblo. Cristo es la fuente de vida
de donde fluyen el perdón y la santidad. La raíz de ambas está en Cristo.
3. Ambas se aplican en la misma persona. Los que son justificados son también santificados, y aquellos que han sido santificados, han sido
también justificados. Dios las ha unido y no pueden separarse.
4. Ambas comienzan al mismo tiempo. En el momento en que una persona es justificada, empieza también a ser santificada, aunque al
principio quizá no se percate de ello.
5. Ambas son necesarias para la salvación. Jamás nadie entrará en el cielo sin un corazón regenerado y sin el perdón de sus pecados; sin la
sangre de Cristo y sin la gracia del Espíritu; sin una disposición apropiada para gozar de la gloria y sin el título para la misma.

Puntos en que difieren:

1. Por la justificación, la justicia de otro –en este caso de Jesucristo– es imputada, puesta en la cuenta del pecador. Por la santificación el
pecador convertido experimenta en su interior una obra que lo va haciendo justo. En otras palabras, por la justificación se nos considera
justos mientras que por la santificación se nos hace justos.
2. La justicia de la justificación no es propia, sino que es la justicia eterna y perfecta de nuestro maravilloso mediador Cristo Jesús, la cual nos
es imputada y hacemos nuestra por la fe. La justicia de la santificación es la nuestra propia, impartida, inherente e influida en nosotros por
el Espíritu Santo, pero mezclada con flaqueza e imperfección.
3. En la justificación no hay lugar para nuestras obras. Pero en la santificación la importancia de nuestras propias obras es inmensa, de ahí
que Dios nos ordene a luchar, a orar, a velar, a que nos esforcemos, afanemos y trabajemos.
4. La justificación es una obra acabada y completa: en el momento en que una persona cree es justificada, perfectamente justificada. La
santificación es una obra relativamente imperfecta; será perfecta cuando entremos en el cielo.
5. La justificación no admite crecimiento ni es susceptible de aumento. En el momento de acudir a Cristo por la fe el creyente goza de la misma
justificación de la que gozará para toda la eternidad. La santificación es una obra eminentemente progresiva, y admite un crecimiento
continuo mientras el creyente viva.
6. La justificación hace referencia a la persona del creyente, a su posición delante de Dios y a la absolución de su culpa. La santificación, en
cambio, se refiere a la naturaleza del creyente, y a la renovación moral del corazón.
7. La justificación nos da título de acceso al cielo, y confianza para entrar. La santificación nos prepara para el cielo, y nos previene para sus
goces.
8. La justificación es un acto de Dios en referencia al creyente, y no es discernible para los otros. La santificación es una obra de Dios dentro
del creyente que no puede dejar de manifestarse a los ojos de los demás.
Pongo estas distinciones a la atenta consideración de los lectores. Estoy persuadido de que gran parte de las tinieblas, confusión e incluso
sufrimiento de algunas personas muy sinceras, se deben a que se confunde y no se distingue la santificación de la justificación. Nunca se
podrá enfatizar demasiado el hecho de que son dos cosas distintas, aunque en realidad no pueden separarse, y que el que participa de una ha
de participar ineludiblemente de la otra. Pero nunca, nunca, se las debe confundir, ni se debe olvidar la distinción que existe entre las dos.

La verdadera guerra espiritual


Tradicionalmente la iglesia ha afirmado que su lucha es contra el mundo, la carne y el diablo. A finales del siglo XIX, como resultado de la
influencia del modernismo teológico, se comenzó a dar menos importancia al diablo hasta el extremo de negar su existencia. A finales del siglo
XX se produjo una reacción hacia el otro extremo y se atribuye casi todo el mal al diablo. Nuevamente la guerra espiritual se redujo, esta vez a
una lucha contra el diablo y sus demonios.

Tradicionalmente la iglesia ha afirmado que su lucha es contra el mundo, la carne y el diablo. A finales del siglo XIX, como resultado de la
influencia del modernismo teológico, se comenzó a dar menos importancia al diablo hasta el extremo de negar su existencia. Para muchos
cristianos del mundo occidental la guerra espiritual se redujo, en efecto, a una lucha contra el mundo y la carne. Últimamente se ha producido
una reacción hacia el otro extremo y se atribuye casi todo el mal al diablo. Nuevamente la guerra espiritual se redujo, esta vez a una lucha
contra el diablo y sus demonios.
Por un lado la táctica de Satanás es hacer pensar que no existe, a fin de poder obrar en forma inadvertida, y por el otro trata de obsesionar a la
gente con su poder y actividad. Por eso creo que es de suma importancia que la iglesia de Cristo recobre un balance bíblico en esta materia.
La guerra espiritual, ¿cómo se puede definir?
Pablo exhorta a Timoteo: «Pelea la buena batalla de la fe» (1 Ti. 6:12). En el versículo anterior el apóstol manda seguir «la justicia, la fe, el
amor, la paciencia y la mansedumbre»; de modo que el contexto de su exhortación es la lucha contra el pecado. En 2 Timoteo 4:7 Pablo
declara: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe». Aquí él afirma «ya estoy listo para ser sacrificado». El
contexto en este caso es la lucha por mantenerse en el ministerio. En 1 Corintios 9:26, 27 Pablo escribe: «de esta manera peleo… golpeo mi
cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado». Otra vez el contexto es la
lucha por mantenerse dentro del ministerio. En Colosenses 1:29 Pablo afirma que está «luchando según la potencia de Él, la cual obra
poderosamente en mí». En el versículo anterior su preocupación es «presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre»; de modo que el
contexto es, nuevamente, el ministerio.
Nos costaría demasiado tiempo examinar toda referencia que Pablo hace a la guerra espiritual, pero creo que se puede afirmar que Pablo la
interpretaba en primer lugar como una lucha contra el mundo y la carne. La posición de los demás escritores neotestamentarios es similar. En
casi todos los libros del Nuevo Testamento hay referencias a la lucha contra los poderes satánicos, pero están en minoría en comparación con
las muchísimas referencias a la lucha contra el mundo y la carne. Por eso acepto la definición de la guerra espiritual como la lucha contra el
mundo, la carne y el diablo, y en este orden.
¿Qué significa luchar contra el Mundo y la Carne?
La influencia del mundo sobre el creyente se puede analizar bajo cuatro aspectos:
1. La seducción de lo que el apóstol Juan describe como «los deseos de los ojos» (1 Jn. 2:16). Casi todos los avisos comerciales
procuran explotar estos deseos.
2. «La vanagloria de la vida» (1 Jn. 2:16), o sea el ansia por la fama y el reconocimiento de parte de nuestros semejantes, que conlleva
el temor del «qué dirán».
3. Muchas ideas y actitudes que están en pugna con la verdad de Dios (Col. 2:20-23) y que influyen directa o indirectamente en
nuestros pensamientos.
4. Las amenazas y la persecución de parte de las autoridades (Hch. 4:29).
5. La influencia de la carne impide que el creyente siga su deseo renovado de cumplir con la ley de Dios (Ro. 7:22,23). Los instintos
corporales de comer, beber, reproducirse y mantenerse vivo, muy fácilmente se vuelven egoístas, de modo que empiezan a militar
contra los intentos espirituales de negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguir a Cristo. El mundo con sus insinuaciones y amenazas
apela precisamente a estos instintos corporales a fin de hacernos carnales.
El primer paso en la guerra espiritual debe ser aislar la carne de estas insinuaciones y amenazas mundanas. Por eso me parece que la lucha
contra el mundo debe venir primero. Hay por lo menos cinco pasos que se pueden dar:
 Huir de ciertas tentaciones (1 Ti. 6:10, 11 y 2 Ti. 2:22). Un joven se quejó a su pastor de que no podía quitarse pensamientos
lascivos. El pastor le preguntó si había algo que estimulaba tales ideas y el joven le contestó que eran los avisos fuera de un cine por
el cual tenía que pasar rumbo a su trabajo. El pastor le preguntó entonces si no había otro camino a su trabajo y el joven confesó
que sí lo había. Cambiar la ruta a su trabajo le ayudó mucho a este joven.
 Es importante llenar la mente de pensamientos edificantes (Fil. 4:8) de modo que no haya tiempo, ni campo para las sugerencias del
mundo (Ef. 5:11, 12). Hay un dicho: no se puede impedir a los pájaros volar por encima de nuestras cabezas, pero sí podemos
prevenir que hagan sus nidos en nuestros cabellos. (Martín Lutero).
 Es necesario evitar la compañía repetida de personas divisionistas o contaminantes (Ro. 16:17, 18; 1 Co. 5:1 y 15:33). «Dime con
quién andas y te diré quién eres».
 Es urgente establecer prioridades claras que formen hábitos en nuestra vida (Mt. 6:33 y Hch. 4:19).
 A las autoridades que nos quieren desviar de la obediencia a Dios hay que contestar con respeto pero con firmeza (Dn. 3:16-18).
Estos pasos son buenos y ayudarán a disminuir la presión sobre nosotros, pero como aprendieron los monjes en la Edad Media, aislarse del
mundo no ofrece ninguna garantía contra los apetitos de la carne. Las medidas que sirven contra el mundo no valen contra la carne. Ni los
ritos religiosos (He. 10:4), ni las reglas (Col. 2:21-23), ni los esfuerzos propios (Ro. 7:18-21) sirven para dominar la carne. Lo que tenemos que
hacer es crucificarla (Gá. 5:24). Pero, ¿cómo? Pablo, basándose en las palabras de nuestro Señor en Juan 12:32, 33 nos señaló el camino a
seguir. Cristo no murió solo, porque ante los ojos de Dios toda la vieja humanidad fue crucificada con Él (Ro. 6:3-6; 2 Co. 5:14 y Gá. 6:14). Es
en la medida en que descansemos en este hecho y permitamos que la vida resucitada de Cristo reine en nuestras vidas, que la victoria de Dios
sobre nuestra carne se hará una realidad (Ro. 6:11-14 y 8: 2-4).
La lucha contra el diablo y sus demonios
Nuestro Señor Jesús «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt. 4:1). No se dice que fue llevado para atacar al
diablo, sino que Él, por medio de la palabra de Dios, resistió a Satanás. Durante su ministerio Cristo, por medio de su palabra, echó fuera a los
demonios que se opusieron a Él, o que le fueron presentados (Mt. 8:16). Hasta en su segunda venida nuestro Señor Jesús no tomará la
iniciativa en atacar a Satanás y a sus huestes (Ap. 19:11-21).
El Señor dio autoridad a sus doce discípulos para echar fuera demonios (Mt. 10:1). No leemos, ni antes o después de la muerte del Señor, que
ellos buscaron a los demonios a fin de atacarlos, sino que respondieron cuando un endemoniado se les presentó. El famoso pasaje en Efesios
6:10-18 dice la misma cosa. Con la excepción de la espada del Espíritu y, posiblemente, la oración, todo el armamento mencionado es
defensivo. El propósito de la lucha es «resistir en el día malo y habiendo acabado todo, estar firmes» (versículo 13). Creo, entonces, que nos
toca resistir al diablo y no atacarlo.
El ataque diabólico contra Jesús no fue constante. Después de la tentación en el desierto, Satanás «se apartó de Él por un tiempo» (Lc. 4:14).
No leemos de otros intentos diabólicos contra Cristo hasta que Pedro se hizo portavoz de Satanás en su esfuerzo de desviar al Señor de la
cruz (Mt. 16:22, 23). Después el diablo no reapareció hasta unos días antes de la crucifixión, cuando entró en Judas Iscariote (Lc. 22:3),
procuró promover la caída de Pedro (Lc. 22:31) y, por fin, después de la última cena, se acercó a Cristo mismo (Jn. 14:30). Se podría objetar
que en parte mi argumento se basa en el silencio, pero entonces contestaría que no hay un solo texto en la Biblia que dé la impresión de que
los ataques diabólicos son seguidos. A veces sospecho que aquellos que tanto hablan de ataques diabólicos no saben lo que realmente son,
porque un ataque diabólico es algo pavoroso.
Ninguno de los casos de exorcismo que se mencionan en el Nuevo Testamento tuvo lugar en la iglesia. El echar fuera a los demonios era
parte de la obra evangelística. Esto también concuerda con la enseñanza de las epístolas. En Col. 1:13 Pablo escribe, refiriéndose a Dios: «El
cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas y trasladado al reino de su amado Hijo». La salvación en Cristo se define, entre otras cosas,
como la liberación del poder de Satanás (Hch. 26:18). En 1 Jn. 5:18 el apóstol amado escribe: «sabemos que todo aquel que ha nacido de
Dios no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda y el maligno no le toca». Sugerir, como se hace a menudo hoy
en día, que un cristiano está expuesto continuamente a los ataques del diablo y, aún peor, que un cristiano puede ser poseído de un demonio,
quita, a mi juicio, valor a las promesas del Nuevo Testamento.
Satanás fue derrotado en la cruz de Cristo (Col. 2:15). El diablo acusó a Job en la presencia de Dios, pero al morir por nuestros pecados, el
Señor Jesús le quitó al diablo su arma con que nos acusaba en la presencia de Dios (Ap. 12:10). A raíz del sacrificio de Cristo, Satanás fue
echado de la presencia de Dios (Jn. 12:31) y no puede influir más en el puesto de mando de este universo. Su campo de acción ya está
limitado a la tierra (Ap. 12:12). Como no puede tocar a los creyentes, los ataca de las siguientes maneras:
 A través de persecución por parte de las autoridades. No hay que asumir que toda persecución es directamente inspirada por
Satanás, y sobre todo no hay que decir tal cosa a las autoridades involucradas, pero en términos generales se puede decir que la
persecución a la iglesia proviene de Satanás (Ap. 12:17).
 Por medio de acusaciones hechas por otras personas. El diablo es experto en levantar sospechas. Los creyentes no deben participar
en el trabajo de acusación en especial cuando se trata de acusar a otros cristianos.
 Por medio de amenazas. En este caso el diablo se presenta como león rugiente (1 P. 5:8), pero como es padre de mentira, en
muchos casos no tiene la autoridad necesaria para ejecutar sus amenazas.
 Por medio de tentaciones, dudas, insinuaciones y mentiras que él lanza como dardos de fuego contra los creyentes. En estos casos
el diablo se nos presenta como un ángel de luz con el objeto de confundirnos.
Contra tales ataques el creyente dispone de no menos de siete defensas:
La verdad. Puesto que una de las armas principales de Satanás es la mentira, el creyente tiene que ajustarse estrictamente a la verdad en lo
que dice acerca de otras personas, lo que piensa de sí mismo y lo que enseña sobre Dios y el evangelio. También parte importante de la
verdad es confesar todo pecado que uno haya cometido.
La rectitud. Ya que Satanás incita a compromisos incorrectos, el cristiano puede frustrar muchos de sus intentos simplemente con una
administración transparente de sus negocios y un trato justo a los demás. También las iglesias pueden evitar muchas maquinaciones
diabólicas mediante un manejo honrado y abierto de sus finanzas.
La disposición de compartir el evangelio cada vez que se presente una oportunidad. Una de las armas de Satanás es el temor al qué dirán. Si
no nos avergonzamos por el evangelio esto automáticamente frustrará muchos de los esfuerzos diabólicos contra nosotros.
La fe. Adán y Eva cayeron porque desconfiaron de Dios y aceptaron la insinuación de Satanás de que Dios, al prohibirles comer del árbol del
conocimiento del bien y del mal, les estaba reservando un bien importante (Gn. 3:5). La confianza en la bondad de Dios y en su sabio manejo
de los eventos nos protegerá contra muchas de las artimañas del enemigo.
La salvación y la presencia de Cristo en nosotros. A una señorita se le preguntó el secreto de su buen humor. Ella contestó que no siempre
había sido así: antes, cada vez que sentía una tentación, salía a pelear con el diablo y siempre perdía, hasta que aprendió a decir: «Señor
Jesús, allí está otra vez el diablo tocando a mi puerta con una tentación. Por favor, ábrele y pregúntale lo que necesita». Con esto Satanás
desaparecía en el acto.
La espada del Espíritu. Cristo dio un ejemplo tremendo del uso de la palabra de Dios contra Satanás durante su tentación en el desierto. Sufrí
mucho en un ataque satánico por no fijarme en la promesa de que una oveja del Señor reconocerá su voz (Jn. 10:4). El no reconocer una voz
que se escucha es en sí una señal de alarma.
La oración. En todo momento Satanás está bajo el control de Dios y por esto Cristo nos enseñó a orar: «líbranos del mal» o, como bien se
puede traducir: «líbranos del maligno». El Señor advirtió a sus discípulos: «velad y orad para que no entréis en tentación» (Mt. 26:41).
Igualmente el arcángel Miguel al contender con el diablo no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él sino dijo: «El Señor te reprenda»
que también es una oración (Jud. 9).
Cuatro preguntas actuales acerca de la guerra espiritual
I. Cristo dio autoridad a sus doce discípulos sobre los espíritus inmundos. ¿Significa esto que sigue dando tal autoridad a todos los creyentes
hoy? En su comisión a los setenta Cristo no mencionó la autoridad sobre los demonios (Lc. 10:1-11). Sin embargo cuando los setenta
regresaron ellos dijeron: «Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre» (Lc. 10:17). Esto se puede interpretar de dos maneras:
 Se dio igual autoridad a los setenta, y la frase acerca de la autoridad sobre los demonios no se repitió porque era una cosa
sobreentendida. Aun así debemos recordar que los setenta representaban un grupo especial que no tiene su equivalente hoy.
 Cristo no dio igual autoridad a los setenta pero en el curso de su misión, ellos encontraron que tenían poder para echar fuera a los
demonios que se presentaron.
De cualquier forma dudo que antes de su segunda venida nuestro Señor haya dado una autoridad generalizada a todos los creyentes sobre
las fuerzas del mal. Interpreto las palabras «en breve» en Romanos 16:20 como una referencia al retorno de nuestro Señor (Compare Ap.
22:6, 7 donde se usa la misma expresión o una palabra muy similar). Es común ahora afirmar que se está atando a Satanás o a sus demonios.
Cristo ató a Satanás y a sus demonios (Mt. 12:28, 29) y al final un ángel comisionado lo hará también (Ap. 20:1, 2), pero no hay en el Nuevo
Testamento texto seguro que indique que los creyentes, en general, lo puedan hacer ahora. Mientras tanto el apóstol Judas advierte contra el
peligro de faltar el respeto a las potestades superiores aunque sean malignas (Judas 8).
Saco la conclusión de que el creyente tiene autoridad de echar fuera un demonio en el nombre del Señor si se ve confrontado con una persona
endemoniada; o de decir a Satanás que se vaya si él se presenta, pero que no tiene autoridad para dar órdenes generales a Satanás y sus
huestes en el sentido de atarlos o prohibirles el paso a cierto lugar.
II. ¿Cómo se distingue un caso de posesión demoníaca o endemoniamiento? Creo que esta pregunta es muy importante, porque se hace
mucho daño a una persona insinuándole que tiene un demonio cuando no es así. La persona afectada bien puede desmoralizarse por
completo y, cuando no pasa nada después de un intento de exorcismo, empieza a dudar que Dios le pueda ayudar. Por eso creo que Pablo
esperó muchos días en el caso de la muchacha con espíritu de adivinación (Hch. 16:16-18), porque quería estar seguro de que ella realmente
tenía un demonio antes de entrar en acción.
Durante el ministerio del Señor Jesús los demonios se distinguieron por su oposición a Cristo en combinación con su conocimiento
sobrenatural. Recientemente leí el testimonio de uno que es ahora director de un instituto bíblico en Tailandia. Su padre era un budista
destacado que se había metido en la brujería. El hijo, de alguna manera, recibió un Nuevo Testamento y se puso a leerlo, hasta que se
convirtió, aunque no dijo nada a nadie de lo que le había pasado. Unos días después su padre le dijo que su tía, a quien quería mucho, estaba
enferma. «La voy a visitar», dijo el padre, «¿quieres acompañarme?» «Por supuesto», le contestó el hijo. Cuando estaban llegando a la casa
escucharon gritos fuertes que mencionaban el nombre del hijo y decían «Que no venga a mi casa». El padre se extrañó y entrando a la casa
dijo: «Hermana, ¿qué te pasa? Es tu sobrino favorito», pero la mujer sólo gritó con más fuerza: «Que se vaya de mi casa porque tiene a Cristo
en su corazón». Al verse descubierto, el hijo entró en la casa y dijo: «Espíritu, no sé quién eres, pero en el nombre del Señor Jesucristo sal de
ella». Después de unas convulsiones el espíritu inmundo salió y ella se recuperó.
III. ¿Cómo se distingue entre la disciplina de Dios, un ataque satánico o un percance de la vida? Otra vez la pregunta es de mucha
importancia, porque a la disciplina de Dios hay que someterse incondicionalmente, hay que resistir al ataque satánico y al percance hay que
aguantarlo con paciencia.
 En primer lugar es necesario pedir al Señor que nos ilumine en cada caso y nos oriente a reaccionar.
 En segundo lugar es preciso recordar que el Señor no nos va a proteger contra todos los percances de la vida. De otra manera
muchos se convertirían e Él sólo por los beneficios.
 En tercer lugar debemos confiar en que, mientras la disciplina del Señor es para nuestro bien (He. 12:11), el ataque diabólico es sólo
destructivo. El problema es que al principio la disciplina del Señor y el ataque diabólico se parecen mucho. Con el tiempo se aprecia
la diferencia.
Mi opinión personal es que el Señor sólo permite un ataque diabólico en los casos que su disciplina no haya tenido efecto o que la lección que
Él quiere dar, sólo se puede aprender a través de una intervención de Satanás. Estoy convencido de que muchas pruebas que atribuimos al
diablo son en realidad una disciplina del Señor o el resultado de nuestro descuido. En Guatemala me contaron de un pastor a quien le
discernieron un espíritu de choque porque sufrió una serie de accidentes automovilísticos.
IV. ¿Se dirige la guerra espiritual siempre contra autoridades satánicas? Muchas veces se interpreta el texto de Efesios 6:12 en el sentido de
que todos los principados, potestades y gobernadores mencionados allí pertenecen a las «huestes espirituales de maldad» de la última parte
del versículo. Pero en Efesios 1:21 Pablo se refiere a «todo principado y autoridad» (las mismas palabras en el griego) «no sólo en este siglo,
sino también en el venidero». Es más natural entonces interpretar Efesios 6:12 en el sentido de que la lucha espiritual se dirige contra poderes
terrenales y celestiales. Esta interpretación concuerda con el cuadro que nos da el libro de Apocalipsis. En Apocalipsis 17:8, por ejemplo, se
habla de la bestia en términos que hacen pensar en un ser espiritual o celestial, pero en el versículo que sigue, en una referencia clara a la
ciudad de Roma, se dice que las siete cabezas de la bestia son siete montes.
Muchas veces las autoridades terrenales no tienen idea de que son manipuladas por Satanás y tal sugerencia las ofendería mucho. Por eso la
lucha del creyente contra las autoridades terrenales debe librarse con todo el respeto debido (1 P. 2:17) y aun en la lucha contra las huestes
malignas en el aire se debe guardar humildad y cortesía (Col. 2:18 y Jud. 10).
Llega el fin del mundo... otra vez
A medida que se acerca el año 2000, los pregoneros de profecías sobre el fin de los tiempos explotan la curiosidad popular sobre el futuro. En
este artículo hallará cómo evitar contagiarse de la "fiebre del milenio".

Ya comenzó la cuenta regresiva. Una nueva década, un nuevo siglo, un nuevo milenio ya casi a las puertas. El apocalipsis, las cosas finales,
ya están en el aire. A medida que el calendario se acerca al año 2000, más que nunca la gente está pensando en el futuro.
Por supuesto que no hay nada de malo en detenerse y reflexionar acerca de dónde estamos, especulando sobre lo que pueda pasar. La
transición de un milenio es un gran acontecimiento, un momento natural para la meditación.
Pero para muchos la preocupación presente por el futuro es más que mera curiosidad. Se ha convertido en un motivo de inquietud, ansiedad y
hasta temor.
La razón es que en este tiempo oímos mucho sobre profecías, antiguas predicciones de tribulación y desastre que, se dice, son para nuestro
tiempo, para los próximos años.
Un buen negocio
Hay un marcado aumento de delirio y vehemencia desmedida en cuanto a la profecía. Se lo llama «fiebre del milenio», «ansiedad de
Armagedón» y «locura de los últimos días». Y los expertos aseguran que habrá de empeorar.
Predecir el futuro es un gran negocio. Abundan hoy los libros sobre el aspecto profético de la Biblia, muchos advirtiendo a la gente que la gran
tribulación y la segunda venida de Jesús están muy cerca. Y si usted mira canales cristianos de televisión, es probable que haya oído gran
cantidad de debates especulativos sobre las profecías de los últimos tiempos y el año 2000.
Esto por cierto no es nada nuevo. En todas las generaciones hubo advertencias sobre el inminente fin del mundo. En la historia encontramos
numerosos ejemplos de grupos e individuos que predicaron que el fin estaba cerca. ¡Y todos se equivocaron!
Sin embargo, a medida que el nuevo milenio se acerca más y más, algunos están indicando fechas y prediciendo eventos geopolíticos de
acuerdo a un «cronograma profético», resultado de su estudio de la profecía bíblica.
El hecho de que todos los que a través de la historia predijeron el inminente fin de los tiempos se hayan equivocado no desalienta a los
defensores de la profecía en el presente. Dicen que «esta vez» es distinto; «esta vez» va a suceder.
Adicción a la predicción
Muchos cristianos no sólo se ven envueltos en especulaciones sobre el fin de los tiempos, sino que además comienzan a preocuparse —y
hasta a obsesionarse— con la profecía.
Algunos psicólogos denominan a este hecho «adicción a la predicción», y dicen que puede ser una receta para el desastre espiritual.
Para algunos, la profecía es el tema más fascinante de la Biblia. Es fácil dejarse llevar por ella, entusiasmarse con bestias de siete cabezas,
sellos misteriosos, números místicos y dragones rojos gigantes. Agréguese a esto la atractiva idea de que uno puede estar entre los únicos
que saben cómo se desarrollará el plan de Dios, y sin duda tenemos una temeraria mezcla, una embriagante poción.
Y esta mezcla no sólo puede intoxicar sino que ¡potencialmente también puede envenenar!
Una y otra vez
La obsesión con la profecía no es algo nuevo. Las raíces se remontan al pasado. Una y otra vez a lo largo de la historia, cristianos sinceros
pero equivocados interpretaron mal la naturaleza y el propósito de las profecías de la Biblia.
Un buen ejemplo lo hallamos al final del primer milenio de nuestra era. Cuando se estaba acercando el año 1000 —considerado por muchos
como el aniversario milenial del nacimiento o la primera venida de Jesús— surgió la idea de que sería el momento lógico para su segunda
venida.
Un funesto sentimiento se apoderó de Europa a finales del siglo X. Algunos tomaron medidas extremas, donando todas sus posesiones como
actos de caridad y penitencia, abandonando sus trabajos, dejando que sus campos quedaran vacíos, descuidando sus animales, y no
haciendo ningún plan para el futuro.
El reloj marcaba el paso del tiempo hacia el momento final y, a su pesar, muchos se preparaban para el fin. Por supuesto que el fin no llegó.
Muchos cristianos pasaron por una traumática crisis de fe. Algunos hasta abandonaron el cristianismo definitivamente. Aun así, generaciones
siguientes cometerían el mismo error una y otra vez.
Lección dolorosa
Tal vez el ejemplo decisivo de los peligros de establecer fechas y de la obsesión profética es la historia de los milleristas al comienzo del siglo
XIX en Norteamérica. Basándose en sus estudios del libro de Daniel, un predicador bautista llamado William Miller predijo que el regreso de
Cristo ocurriría el 22 de octubre de 1844. Decenas de millares de personas esperaron el día, en muchos casos deshaciéndose de sus
pertenencias. Eran hombres y mujeres sinceros, dedicados a Dios. Tomaban en serio la Biblia, pero fueron llevados en dirección equivocada.
En el día señalado, los verdaderos creyentes se reunieron para recibir a Cristo que regresaba.
Sin embargo, el día —y luego la noche— pasó sin que ocurriera nada. Y con las primeras luces de la mañana, los fieles se dispersaron
llorando y desilusionados.
Muchos milleristas se volvieron resentidos. Todo su sistema de creencias se había desmoronado. Otros pasaron por un período de profunda
angustia, cuestionando la fe que tenían en Dios. Y a los ojos de algunos observadores, el cristianismo sufrió descrédito y fue considerado
disparatado.
Nunca haremos demasiado énfasis en el daño psicológico y espiritual como resultado del fracaso de las especulaciones sobre el fin de los
tiempos. A lo largo de los siglos el trauma, la desilusión y una fe destruida han afectado a un sinnúmero de personas, dejándolos
desconcertados y hundidos. Es sumamente difícil reparar este daño.
Sin embargo, hoy día los predicadores del fin de los tiempos equivocadamente avanzan a tontas y a locas, sin recordar las dolorosas lecciones
de la historia. Están tan ansiosos por predecir el futuro como por olvidar las fracasadas predicciones pasadas.
Opiniones diversas
Desde el comienzo de la iglesia, los cristianos han disentido en cuanto a cómo debe entenderse la profecía bíblica. En vista del abundante y a
menudo oscuro simbolismo, los enfoques interpretativos han variado radicalmente. (Véase como ejemplo el recuadro «Las tres perspectivas
del milenio»)
A menudo los cristianos no tienen idea de que hay otras maneras de entender la profecía aparte de la perspectiva de su denominación en
particular.
Actualmente muchos esperan que las profecías se cumplan por medio de personas y eventos futuros. No tienen en cuenta que otros creen que
las mismas profecías se cumplieron en el pasado, y otros consideran que la profecía es ante todo alegórica o simbólica, que representa la
antigua lucha entre lo bueno y lo malo y el triunfo final de Dios. Estas posiciones divergentes han existido desde el comienzo del cristianismo.
Se han escrito cientos de libros que ofrecen apoyo bíblico para cada uno de estos diferentes enfoques. Estas distintas perspectivas entre
eruditos bíblicos confiables deberían ser una advertencia contra las posiciones dogmáticas. Lo más indicado parece ser una actitud tolerante,
benévola e imparcial hacia quienes sostienen otros puntos de vista.
Aun así, los predicadores continúan fomentando sus rígidas posiciones proféticas, proclamando cada vez con más confianza sus teorías
favoritas y sus especulaciones. Algunos hasta llegan a catalogar como «engañados» o «apóstatas» a cristianos con opiniones diferentes.
El único antídoto
Durante décadas la revista La pura verdad inconscientemente empañó el mensaje del evangelio con especulaciones proféticas
sensacionalistas e infundadas [véase Nota del editor.] Por la gracia de Dios, anhelamos que los demás no repitan nuestros errores, sino que
aprendan de ellos. La experiencia nos ha demostrado que un énfasis exagerado en la profecía puede deformar el evangelio de Jesucristo. En
realidad, ¡puede convertirse en otro evangelio!
Una obsesión por la profecía puede llegar a ser un obstáculo para comprender lo que Jesús espera de nosotros mientras aguardamos su
venida: que vivamos una vida siguiendo el ejemplo de Cristo —una vida de sacrificio, servicio y generosidad—, y que seamos factores de
cambio en el mundo ¡aquí y ahora!
El mensaje más importante
En realidad, las verdades fundamentales de la profecía bíblica no dependen de la adopción de una interpretación determinada. Ellas son
accesibles a todos los que leen una profecía por su mensaje global y resisten el impulso de concentrarse demasiado en detalles.
Sea que las imágenes y símbolos proféticos de la Biblia deban considerarse como pronósticos reales de eventos futuros o como descripciones
simbólicas de la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal, la profecía hace una grandiosa declaración general en cuanto al triunfo de Dios
a través de Jesucristo, y de la gloriosa herencia de aquellos que permanecen fieles a Dios a través de las pruebas y la corrupción en este
mundo.
El mensaje más importante de la profecía no es que descifremos con precisión el significado de bestias y cuernos simbólicos. El mensaje clave
es que Dios no ha olvidado a su pueblo y que, a su debido tiempo, Él ha de intervenir.
La gran comisión de la iglesia es predicar el evangelio, no obsesionarse con un esquema cronológico especulativo. De manera que instamos a
nuestros lectores a mantener en perspectiva la profecía y a no dejarse atrapar por especulaciones sobre el fin de los tiempos.
Reflexione seriamente sobre las claras palabras del mismo Jesús: «Pero el día ni la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo
mi Padre... Por tanto también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (Mt. 24:36, 44).
De modo que esperar el regreso de Jesús en el año 2000 ó 2001 parecería descartar lo que Él dijo.
Además, el gran mensaje de la profecía no es de desaliento y condenación. ¡Hay un brillante provenir para nosotros! Para los creyentes habrá
una eternidad de perfección gloriosa con Dios. La era eternal es mucho más gloriosa que la era milenial, al margen de cómo se entienda el
milenio.
Confianza en el futuro
Sean estos los últimos días o no lo sean, éste no es el momento del temor y la desesperación. Jesús da a los cristianos confianza en el futuro,
esperanza segura. El tema decisivo y el énfasis de la profecía es la fe en la soberanía de Dios sobre todas las cosas.
Permita, entonces, que la profecía bíblica lo guíe a vivir fielmente, no a especular. La cuestión no es saber cuándo regresará Jesús sino saber
que regresará.
Comprender ese hecho es el único antídoto a la actual difusión de la «locura del milenio».
Keith Stump es editor de la revista The Plain Truth (La pura verdad).
Traducido y adaptado para AP por Leticia Calcada. Usado con permiso.

Lo real y lo ficticio
El enemigo, a lo largo de la historia, ha recurrido básicamente a tres trucos ingeniosos. Uno, hacer que la iglesia crea que el diablo no existe;
dos, lograr que la iglesia esté obsesionada con el diablo y los demonios; tres, lograr que la iglesia crea que no puede ser engañada.

El enemigo, a lo largo de la historia, ha recurrido básicamente a tres trucos ingeniosos. Uno, hacer que la iglesia crea que el diablo no existe;
dos, lograr que la iglesia esté obsesionada con el diablo y los demonios; tres, lograr que la iglesia crea que no puede ser engañada.
Considere el primer truco. Durante el siglo dieciocho, la iglesia fue presa fácil en cuanto al engaño de que no existe el diablo. Fue entonces
que surgió el racionalismo. La revelación y lo sobrenatural fueron rechazados; la creencia en el diablo estaba fuera de moda. Sin embargo, el
negar su existencia no lo sacaba de escena. Al contrario, el «viejo zorro» estaba en su mejor momento. A medida que las enseñanzas de la
Biblia iban siendo diluidas para estar más de acuerdo con el pensamiento contemporáneo, se disipaba la «pasión santa» de la iglesia. Los
filósofos y teólogos se convirtieron en secuaces del «ideólogo del infierno». Si alguna vez ocurría algo sobrenatural, le daban alguna
explicación aceptable al razonamiento humano, restándole así su verdadera importancia. La existencia del diablo no fue suprimida del dogma
de la iglesia pero, en líneas generales, la creencia en su existencia fue descartada.
Hoy en día hay un creciente reconocimiento, por parte de la comunidad científica, acerca de las fuerzas espirituales existentes más allá de lo
percibido por los cinco sentidos; ¡y una vez más la iglesia está tomando al diablo en serio! Lo irónico es que no es la iglesia la que ha llamado
la atención de los científicos, sino aquellos involucrados en el espiritismo, la brujería y el ocultismo.
Como resultado, la iglesia salió de su letargo y admitió que el diablo era real. Cuando se esparció esta noción, Satanás usó su segunda
táctica: apartar la atención de Dios y atraerla hacia sí mismo. Cuando esto sucede, la tendencia es darle a este tema de los demonios mucha
más atención de lo aconsejable y acreditarle más poder e influencia del que realmente posee. Desgraciadamente, muchos cristianos sinceros
caen en su juego.
Ciertamente, la expulsión de demonios es obra de Dios a través de su iglesia, pero el peligro inherente en concentrarse en los demonios está
definido por el principio sicológico que dice: «Todo aquello que atrape tu atención, también te atrapará a ti».
Además, la «demonología» tiene otro estorbo inherente: ofrece una «salida» para aquellos que tienden a eludir la responsabilidad de sus
propios actos. Muchas veces no es «liberación» lo que se necesita, sino autodisciplina. Aun cuando se necesite liberación, se procederá con
ésta y luego vendrá la autodisciplina, si es que la persona ha de mantenerse liberada.
Para aquellos que no caen presos, ya sea de la mentira de su no-existencia o de una sobreocupación exclusiva en él, Satanás todavía tiene un
tercer truco: convencer a los cristianos de que son demasiado «listos» o «espirituales» como para ser engañados. Esto no es difícil, habida
cuenta del orgullo humano.
Tengamos la seguridad de que todo lo necesario para protegernos del enemigo nos pertenece en Cristo, si es que hacemos caso a sus
advertencias y seguimos sus reglas. Pero, ¿quién actúa para protegerse de un enemigo que no constituye una amenaza? En su excelente
libro Líbranos del mal el pastor anglicano John Richards nos advierte: «¿Quiénes son las víctimas en la guerra? ¡Los desobedientes, los
desarmados, los débiles, los indisciplinados y aquellos ilusos que piensan que la guerra está en otra parte!»
El ser cristiano no lo hace a uno inmune a los trucos del diablo. Así, pues, es crucial entrenarse, espiar la estrategia del enemigo y poner
atención a la batalla espiritual. Esto impone el confrontarse a las «teologías populares» de nuestros días y estudiarlas a la luz de las
Escrituras. Tal vez nos impacte el descubrir cuántas de estas teorías no son tan bíblicas como parecían.
Cuando Jesús habló del camino angosto que lleva a la vida (Mt. 7:14), Él no hablaba de mentes angostas. Antes bien, el camino angosto es el
punto medio entre dos extremos, el equilibrio propio de la doctrina bíblica. Observemos las Escrituras: la fe se equilibra con las obras, el amor
de Dios con su ira, su misericordia con su justicia, la responsabilidad del hombre con la soberanía de Dios, la muerte del yo con la vida en el
Espíritu. Pero en esta rara niebla de los avivamientos no es siempre fácil hallar el camino angosto... pero es tan necesario.
Donde yo me crié, había ocasiones en que la niebla era tan densa que, parada en la puerta de la estación de servicio de papá, no podía ver
los surtidores de gasolina que estaban a cuatro metros. El peligro no es menos real en nuestro trayecto espiritual, cuando nuestra percepción
se ve nublada por imprecisas medias verdades y confusas interpretaciones de las Escrituras. Ciertamente ha llegado el momento de que
dejemos que la luz de la Palabra de Dios y el soplo del Espíritu penetren y disipen la niebla que se ha asentado para ocultar el camino
angosto. No debemos aceptar, ciegamente, toda experiencia mística como genuina. Debemos aprender a distinguir entre lo que es de Satanás
y lo que es de Dios. Veamos algunas formas en que podemos reconocer la diferencia.
DERRIBADO POR EL ESPÍRITU
Era mi segundo verano en el campamento para chicas de nuestra denominación. Nos hablaba un misionero de la India, y se hacía una
invitación a aquellos que quisieran entregar sus vidas a Cristo. Las jóvenes que respondieron estaban alineadas frente al altar. Mi amiga
Beatriz se arrodilló entre ellas. Momentos más tarde estaba tendida sobre el piso, aparentemente inconsciente. La directora del campamento
estuvo a su lado en un instante y, tiernamente, la acostó sobre el altar.
—Beatriz está perfectamente bien —aseguró a los rostros asustados de las presentes. —El Señor le está hablando. Cuando Él termine ella
estará bien.
Por el momento se había desviado la atención de Jackie, que estaba sentada contra la pared. Jackie era una joven que andaba en problemas
con la ley. Su iglesia la había becado con la esperanza de que llegara a conocer a Cristo en el campamento. Al concluir el mensaje, dos chicas
se habían acercado a Jackie a fin de persuadirla a que se entregara a Cristo. Con el rostro endurecido y una actitud testaruda, las miró con
desdén.
Súbitamente, Beatriz se sentó, con los brazos extendidos por sobre su cabeza. En un movimiento rápido, corrió hacia donde estaba sentada
Jackie, y se arrodilló frente a ella.
—¡Oh, Jackie! —exclamó— . Acabo de estar en el cielo. Era tan hermoso . . .
Relatando a borbotones lo que acababa de ver, Beatriz le rogó a Jackie que aceptara a Jesús como su Salvador. ¡No debía perderse el cielo!
Echándose a llorar, Jackie se arrodilló y clamó al Señor para que la salvara. El Señor se había movido poderosamente entre nosotras.
Imagino que algunos de los que lean esto no entenderán el término «derribado en el Espíritu». Y muchos de los que sí lo comprendan,
pensarán que es algo que ocurre exclusivamente en comunidades carismáticas o en una reunión de corte pentecostal. Pero este fenómeno no
es nada nuevo; aparece vez tras vez en la historia de la iglesia. Se usan otros términos para expresar que el Espíritu del Señor ha alcanzado a
una persona: caer bajo su poder, trance, golpeado, postrado, transportado, rapto, encanto o éxtasis.
Sabemos que Ezequiel recibió muchas de sus profecías durante un éxtasis. El apóstol Juan, cuando escribía el Apocalipsis, dijo: «En el día del
Señor yo estaba en el Espíritu". Habiendo recibido una visión deslumbrante de Cristo, registró así su reacción: "Cuando lo vi, caí a sus pies
como muerto» (Ap. 1:17).
En la Biblia, muchos de aquellos derribados por el poder de Dios eran incrédulos. Los soldados que llegaron al jardín para arrestar a Jesús
cayeron al suelo de espaldas. Saulo de Tarso, empeñado en exterminar a la iglesia cristiana, fue postrado en el polvo camino a Damasco.
Relatos de conocidos avivamientos protestantes en los siglos XVIII, XIX y comienzos del siglo XX, muestran que eran comunes los estados de
éxtasis. Mc Kay (1890), escribiendo sobre el avivamiento, dijo: «Es bien conocido que en Irlanda, fieles y burlones que venían a ver y ridiculizar
la obra, eran frecuentemente postrados así, de modo que se convencían y se convertían, y hacían monumentos al poder del Espíritu de Dios.
Así fue que el gran despertar de 1859, en Ulster, se conoció como Annus Mirabilis, "el año de las maravillas"».
Dondequiera que se derramara el Espíritu y hubiera un despertar general, se informaba de experiencias de éxtasis o similares en
congregaciones presbiterianas, congregacionalistas, bautistas y metodistas por igual, mucho antes de que surgieran las denominaciones
pentecostales.
En realidad, los campamentos a los que yo asistía de niña eran marcadamente antipentecostales. Sin embargo, en muchas ocasiones pude
ver cómo hombres y mujeres eran derribados por el Espíritu. Pero había una gran diferencia entre esos incidentes y mucho de lo que sucede
hoy. ¡Nadie sujetaba a nadie! Era una regla tácita: no se tocaba lo que Dios estaba haciendo. No era necesario atajar; nadie se lastimaba al
caer.
Indudablemente, cualquier manifestación genuina de la presencia de Dios es imponente. Pero es pavoroso observar a alguien tratando de
manipular a Dios, a una congregación o a individuos, para «demostrar» la presencia y el poder de Dios. Y como la atracción por el éxtasis es
tan vieja como la vida, Satanás no tiene problemas para encontrar hombres y mujeres deseosos de cooperar. Una palabra más de cautela. No
crea que sólo porque una persona no ha sido empujada, ha sido el Señor el que la hizo caer. Simples fuerzas sicológicas pueden hacer que
las personas caigan de espaldas. Aun sin imitar conscientemente la experiencia de otros, es fácil que alguien caiga cuando está ansiando
tener experiencias de éxtasis. Muchas de las caídas pueden ser autoinducidas.
Siempre está la posibilidad de que la persona haya sido tocada genuinamente por el Señor. Pero si lo que ocurre es meramente una respuesta
física o sicológica, el peligro es que uno crea haber experimentado la realidad divina. Más tarde, este engaño suele producir una aguda
confusión espiritual.
En cuanto a aquellos que practican este tipo de engaño, ciertamente se exponen al peor de los errores. La Biblia aclara esto y advierte de un
juicio ineludible para aquellos que osen explotar cualquier manifestación divina o que traten de asumir el rol de Dios.
La mayoría de nosotros quiere saber cómo estar seguros de lo que es real y genuino. Francamente, no siempre es fácil separar lo verdadero
de lo falso. Acuérdese del pasaje donde Moisés enfrentó al Faraón con la realidad del poder de Jehová cuando arrojó su vara al piso y ésta se
transformó inmediatamente en una serpiente escurridiza. Luego, los magos del Faraón no sólo duplicaron este milagro, sino que también
pudieron transformar el agua en sangre y hacer que aparecieran sapos de la nada (Éx. 7:8). Aquí tenemos evidencia clara de que los actos
sobrenaturales no aseguran nada sobre la relación de una persona con Dios, ni demuestran que Dios sea necesariamente la fuente del poder.
Cuando se trata de cualquier clase de éxtasis espiritual, hay una prueba para ayudarnos a evaluar qué es de Dios y qué no: Lo verdadero,
generalmente ocurre espontáneamente; nadie prepara el escenario. Como nos señala un comentarista: «Aquellos [éxtasis espirituales] que no
se propagan por contagio y que contienen un fuerte carácter moral, intelectual y emocional son los más inusuales y los más confiables».
Es con renuencia que yo comparto mi propia experiencia sobre estos temas, pues soy consciente de que puede generar expectativas
exageradas. No obstante, para aclarar lo que quiero decir, debo contar lo que yo misma he visto.
Luego de una conferencia, mientras oraba por una ex prostituta, ésta se cayó al suelo sin dar aviso. Reconocí la intromisión demoníaca. Hice
lo que siempre hago en tal situación: mantuve en alto el señorío de Jesucristo. Arrodillándome al lado de la mujer, declaré a Jesús Señor de
señores y Rey de reyes, declaré que Él derrotó a Satanás y a todas sus huestes en el Calvario, que Él era vencedor de toda fuerza del mal
que quisiera destruir a esta mujer, y que Jesucristo estaba presente y ningún poder maligno podría permanecer frente a Él. En unos pocos
minutos, la mujer fue liberada.
Un hombre que observaba dijo que él también quería ser liberado de un hábito esclavizante.
—Usted puede —le dije—. Usted vio lo que le pasó a ella.
Me refería a la liberación, no a la caída al piso. Pero cuando comencé a orar por él, era tan obvio que quería repetir lo que había visto, que me
hubiera mordido la lengua por haberle dado, inconscientemente, la sugerencia de que copiara lo anterior.
Esta experiencia inicial, sumada a las que he visto después, me han hecho más veloz para identificar a los falsos. Ahora me impresiono menos
cuando la gente comienza a caer al piso en masa. Trato de evitar el fomento de cualquier manifestación física del Espíritu. Por sobre todo, sé
que si una persona es «derribada por el Espíritu» en una forma genuina, no soy yo sino Dios quien ha tocado soberanamente el espíritu de
esa persona.
Es un error atribuir el poder al que ministra. La evidencia indica que el poder no viene de una fuerza externa ni es energía que emana del
ministro. Más bien, una persona es «derribada en el Espíritu» cuando una «iluminación de Dios» afecta tanto el intelecto y la voluntad que las
fuerzas físicas y los sentidos externos son demasiado débiles para soportarlo. Dicho de una manera más simple, es la reacción física de la
persona ante la presencia de un Dios santo. Esta es la razón por la cual se evidencian bendiciones especiales del Señor en las reuniones en
las que acontecen experiencias genuinas.
HABLAR EN LENGUAS
Hace varios años me encontré con otro problema que ha acosado a los ambientes renovados de la iglesia. Luego de hablar en un almuerzo de
señoras tuve que aconsejar a una mujer que lloraba sin control. Cuando le pregunté si tenía alguna carga que quería compartir, movió su
cabeza indicando que no. Insistió en que tenía un buen matrimonio, una buena relación con su hijo, ningún problema de salud ni
preocupaciones financieras.
Sin embargo, yo sabía que debía haber una razón por la angustia presente en sus ojos y sus sollozos desgarrantes. Le pregunté por su
relación con el Señor. ¿Conocía a Jesús como salvador? ¿Había nacido de nuevo realmente? Se mostró confundida. Me dijo que un año atrás
un predicador conocido había orado por ella y que ella había hablado en lenguas. Me preguntó si me estaba refiriendo a eso.
La conversación reveló que la mujer no sabía lo que era el arrepentimiento y la regeneración. Había tenido una «experiencia de lenguas»,
nada más. No tenía ninguna base espiritual. Seguramente el que oró por ella se había ido de lo más campante, jactándose de la cantidad de
personas a las que había bautizado con el Espíritu. La realidad es que esa experiencia no había sido una obra del Espíritu Santo.
La confusión surge cuando se equipara cualquier expresión de lenguas con el bautismo del Espíritu Santo. Necesitamos tener en mente que
existe un verdadero don de lenguas dado por el Espíritu Santo. Pero también hay lenguas falsas que vienen de Satanás o de uno mismo.
De cualquier forma, una «experiencia en lenguas» que no sea verdaderamente del Espíritu está destinada a crear problemas. He escuchado
relatos desgarradores de personas que casi llegaron a un estado de shock mental y emocional por encontrarse en esta situación. La mujer tan
segura de que no tenía problemas es un ejemplo. Al hablar más con ella, afloraron temores viejos y arraigados. No sólo necesitaba la
salvación, sino también mucha oración, consejos, enseñanza bíblica sana y el apoyo de cristianos espiritualmente maduros para arraigarse en
Cristo. Si vemos que el orar en lenguas está acompañado de miedo y confusión, debemos buscar la causa. Ya sea que uno use el castellano o
un lenguaje de oración dado por el Espíritu, es absolutamente crucial para la salud emocional y mental que esté entregado completamente al
señorío de Cristo. El hacer oraciones iniciadas por el Espíritu Santo y conformes a la voluntad de Dios cuando en realidad estamos empeñados
en agradarnos a nosotros mismos, puede crear conflictos internos devastadores.
PAZ PERFECTA
Así como hombres y mujeres pueden ser engañados para aceptar fenómenos religiosos falsos como si fueran verdaderos, también pueden ser
confundidos para pensar que Dios es la fuente de toda sensación subjetiva de amor y paz.
En la autobiografía de Agatha Christie encontré un incidente que me aterró por la excelente falsificación de la paz de Dios que hacía Satanás.
En el relato de su visita al sepulcro de Sheikh Adi en el norte de Irak, Agatha Christie escribió:
«... subimos caminando por un sendero sinuoso. Era primavera, verde y fresca. Después llegamos al sepulcro de Yezedi. El sosiego del lugar
vuelve a mi memoria —el patio adoquinado, la serpiente negra tallada en la pared del sepulcro. Luego el escalón cuidadosamente ubicado por
arriba y no sobre el umbral, conduciendo al interior del oscuro santuario. Ahí nos sentamos, en el patio, bajo el suave susurrar de las hojas de
un árbol por mucho tiempo. Sabía que los Yezidees eran adoradores demoníacos, y que el Angel Pavorreal, Lucifer, era el objeto de su
veneración. Siempre me extraña que los adoradores de Satanás sean los más pacíficos de toda la diversidad de sectas religiosas de esa parte
del mundo. Cuando el sol comenzó a bajar, nos alejamos. Había sido una paz completa.»
Al leer esto, pensaba en lo trágico que era que alguien, conscientemente, permitiera a su espíritu mezclarse armoniosamente con el mundo
espiritual de los adoradores del diablo. Seguramente, esto abriría las puertas a los espíritus malignos del reino de Satanás.
Aparte de esto, la escena mencionada nos lleva a hacernos una pregunta perturbadora: ¿Pueden ser engañados los cristianos y llevados a
pensar que la falsificación de Satanás es la paz de Dios?
Estén seguros de que sí. Vemos la evidencia cuando alguien hace algo que la Biblia condena abiertamente pero, sin embargo, sostiene que
debe de estar bien pues al hacerlo sintió una paz perfecta. Obviamente, la persona está engañada, pues según la Biblia la obediencia es
esencial si uno quiere conocer la paz de Dios.
Intentando preparar a sus discípulos para su partida, Jesús les dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No
se turbe vuestro corazón ni tenga miedo» (Jn. 14:27). Aquí Jesús señaló la antítesis entre sus caminos y los del mundo. El mundo ve la paz
como la ausencia de aflicción; elimine el estrés y la tensión, la presión y el conflicto, y usted conocerá la paz. Por el contrario, Jesús enseñó
que la paz que Él da no depende de las circunstancias, sino que se basa en nuestra relación con Dios. Pablo subrayó esta misma verdad:
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro. 5:1). Resulta claro que la paz no es un
simple sentimiento; es un hecho.
Por supuesto que es posible que un no-cristiano disfrute de un sentido de serenidad en medio de un contexto tranquilo. Pero si usted y yo
estamos en una buena relación con Dios, podemos confiar tranquilamente en sus propósitos, aun cuando todo el mundo esté trastornado.
Las relaciones correctas basadas en el perdón de Dios y en nuestra obediencia nos aseguran tranquilidad interior en medio de los problemas.
Esta es la paz verdadera.
Podremos estar momentáneamente aturdidos por los embates de la vida. El Príncipe de Paz nos acompañará en el sufrimiento, la humillación
y la angustia. No sólo proveerá seguridad espiritual, sino que nos permitirá marchar fuera del valle cantando vehementemente. «Mas a Dios
gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento» (2
Co. 2:14).

Muchísimo más que un símbolo


Que la cruz es de importancia central para el cristianismo esta claro aun en el lenguaje que usamos. El término “crucial” proviene de cruz y
cada vez que decimos: “la cruz del asunto es esto”, o éste es el punto crucial”, estamos diciendo: “tal como la cruz es central en la historia, así
es el punto central de este argumento”.

Por supuesto, la centralidad teológica de la cruz se ve en la estructura de los Evangelios, que han sido bien descriptos como “narraciones de la
Pasión con prólogos extensos”. En cada uno la muerte y resurrección de Jesús ocupan una cantidad desproporcionada de espacio. Todo se
acomoda, para llegar al climax de la cruz. Y Pablo puede resumir el mensaje cristiano en las palabras tales como “predicamos al Cristo
crucificado” (Co. 1.23).

Sin embargo, hoy se escucha del cristianismo debe ser buscada más bien en el Sermón del Monte, en la édica de Jesús, en la idea de la
liberación o en cosas de este tipo. Y ciertamente, el cristianismo es una religión profunda y su enseñanza tiene muchas aspectos, pero vamos
a ser fieles al Nuevo Testamento, debemos mantener la cruz en el centro.

PECADORES Y EL AMOR DE DIOS

Lógicamente, debemos empezar con la realidad del pecado. Los habitantes de la Era espacial a menudo ven los sinsabores
humanos como debidos a la falta de educación, la poca fortuna o algún otro recurso adverso, pero la Biblia dice que es debido al
pecado (Is. 59.2). Mirar nuestro mundo moderno, con sus guerras, delitos, violencia y políticas que permiten el hambre en mas a
en muchos países y la cultura de la droga en otros, es contemplar una demostración clásica dela verdad bíblica en este sentido.

Y para el punto de vista cristiano, el pecado tiene aun más serias consecuencias que el desorden terrenal. La Biblia habla a
menudo de “la ira de Dios” (Ro. 1.18) y no deberíamos olvidar que Jesús a menudo advirtió acerca del infierno (Mr. 9.43,45,47;
Lc. 12.5); el juicio es una realidad presente (Jn. 3.19) así como una certeza futura (Ro. 2.12). La Biblia dice que somos gen te
responsable y que a su tiempo deberemos dar cuenta de nosotros mismos a Dios (Ro. 14.12); no podemos echar en el olvido el
mal que hacemos como simplemente el resultado de la forma en que estamos hechos, como nuestro destino antes que nuestra
falta. Somos culpables cuando estamos ante Dios.

LO QUE SIGNIFICA EL AMOR DE DIOS

Asimismo, la Biblia insiste en revelar el hecho sorprendente de que, aun frente a nuestro pecado, Dios continúa amándonos.
Sigue haciéndolo porque él es amor (1 Jn.4.8,16);el amar forma parte de su natura. Y en amor produce la salvació n de los
pecadores (Jn. 3.16; Ro. 5.8). Deberíamos ser claros sobre ésto. A veces la gente ve al Padre como un juez severo, que
condena a los pecadores al infierno y dentro de este cuadro entra un Hijo amoroso que interviene para salvarlos. Pero este
cuadro está distorsionado; cualquiera visión de la expiación que no sea vista como viniendo del amor del Padre está equivocada.

Tampoco es bíblico ver el perdón del Padre como operando fuera de la cruz. Los sentimentalistas modernos suelen ver al Padre
como una persona amable que no toma en serio al pecado. “El va a perdonar, eso es lo que significa el amor?’, es el
pensamiento de ellos. Pero esto es pasar por alto la fuerte demanda moral que corre por toda la Escritura. El Dios que demand a
rectitud de su gente es El mismo recto. No perdona el pecado en una forma que pudiera dar a entender que el pecado no
importa, sino que lo hace por medio de la cruz, y por medio de nada menos que la cruz.

Eso, por supuesto, involucra la Encarnación. La salvación depende de l o que Dios ha hecho en Cristo, el Dios encarnado. El
escritora los Hebreos insiste en que Jesús fue hecho menor que los ángeles para que pudiera sufrir la muerte por cada uno de
nosotros (He. 2.9) y sigue enfatizando la importancia de que Cristo “era uno” con aquellos por quienes murió (He. 2.11-15). El
tomó naturaleza humana y no de ángel (y. 16), pero, por supuesto, la cabeza divina de Cristo estaba comprometida también,
como vemos en la forma en que Pablo entrelaza los pensamientos de Dios y la humanidad (Flp. 2.5-11; Col. 1.19-20).

Nuestra salvación se debe nada menos que a Dios; nunca debemos olvidar eso; y es debido al hecho de que el Hijo de Dios se
hizo genuinamente hombre. Tampoco debemos olvidar esto otro. Solamente teniendo ambas verdades podremos certeramente
entender la tarea de la Cruz.

TEORIAS DE LA EXPIACION

Sea lo que diga el predicamento humano en cualquiera de sus formas, fue en la cruz donde los escritores del Nuevo Testamento
vieron el rescate para la liberación. Ahora bien, el Nuevo Testamento nunca nos dice precis amente cómo la Cruz lo logra, pero
no hay dudas de que lo hace. Consecuentemente, la iglesia a través de los siglos no se ha puesto muy de acuerdo sobre el
asunto. Esto no significa que cualquier forma de mirar a la cruz sea aceptable: algunas son tan defe ctuosas que conducen a un
cristianismo empobrecido y aun pervertido. Es importante no sólo que veamos la cruz como central, sino que entendamos en qué
forma lo es.

Las teorías históricas sobre la manera en que la cruz salva tienden a agruparse bajo tres corrientes: quienes la ven como
victoria, quienes ven su efecto sobre nosotros como “la cosa importante” (la visión subjetiva de la expiación), y aquellos qu e, en
algún sentido, la ven como, una satisfacción para el pecado.
La primera idea fue entendida en los primeros siglos como un “rescate pagado a Satanás”. Los pecadores legalmente
pertenecían al malvado, y en la cruz Dios le entregó a su Hijo como un rescate para los pecadores en el infierno. Satanás est uvo
contento de aceptarlo, pero en Pascuas descubrió que no podía retenerlo, quien rompió los lazos del infierno y se elevó
triunfante. Los llamados Padres (líderes cristianos que siguieron a los apóstoles) a veces usaban imágenes grotescas a medida
que trataban de expresar esta verdad. Al poco tiempo su teoría cayó en desuso. Pero hay una verdad profunda aquí. Cristo sí
ganó la victoria, y el triunfo de la Resurrección es una parte importante de nuestro entendimiento de la salvación.

Que la cruz hace algo para nosotros (expiación subjetiva) también es importante. Este entendimiento a menudo acentúa el
ejemplo de Cristo. Nos muestra cómo deberíamos vivir y cómo deberíamos aceptar el sufrimiento, inclusive el injustamente
infligido. También puede decirse que de esa manera vemos lo que el pecado le hizo al Hijo sin mancha de Dios. Esto nos mueve
a arrepentimos y desviarnos de la clase de cosas que colocaron a Cristo en esa posición. También podemos expresarlo en
términos de amor en la cruz vemos cuán grande es el amor de Dios, lo que nos mueve a amarlo en r espuesta.

No hay seria disputa sobre la victoria de la cruz o su efecto subjetivo; ambas teorías son significativas. Pero el Nuevo
Testamento dice que es más que eso; dice que es, de alguna manera, una satisfacción por el pecado.

LA “JUSTICIA” DE LA SALVACION
El concepto de satisfacción de la expiación fue formulado por primera vez como una teoría coherente en la Edad Media por
Anselmo. El veía al pecado como un insulto al honor de Dios. Anselmo hizo una distinción entre el insulto a una persona en
particular, a alguien en privado (que puede estar lista a perdonar lo que ha sufrido) y el producido ante una persona pública (la
que debe considerar la integridad de su oficio, en relación a su rol público).

Un rey, en su capacidad privada, puede de estar listo a dejar pasar una ofensa de un hijo, un amigo o un pariente, pero cuando
esa ofensa ha sido hecha a él como rey, debido a que el estado ha sido ofendido y no sólo la persona debe haber una
satisfacción, un resarcimiento, una indemnización. Dios es sober ano sobre todas las cosas y cuando su majestad es insultada
por nuestro pecado debe haberse una satisfacción apropiada. Anselmo continuó debatiendo que el daño hecho era tan grande
que nadie sino Dios podría hacer una satisfacción. Sin embargo, ya que la o fensa había sido cometida por el hombre, nadie sino
el propio hombre podría hacer una satisfacción. Anselmo concluyó, entonces, que en necesario que Dios se hiciese hombre si se
iba a alcanzar la salvación.

Los reformadores tomaron la misma posición, excepto en que se mantuvieron más cerca de la Escrituras y hablaron de la “ley
quebrada” en lugar del “honor ofendido”. El quebrantamiento de la ley (que en concepto es lo mismo que el anselmismo)
significaba una pena mayor y Cristo la cargó en nuestro lugar.

En este sentido, a menudo nos dicen que es la ley y no el amor lo que determina el tratamiento de Dios para con sus criaturas .
Pero esto son simplemente pensamientos incompletos. En realidad, el amor y la ley van juntos. Deberíamos también tener
cuidado de no confundir amor con sentimentalismo. Hay mucho más de lo último en el mundo y en la iglesia modernos. El amor
genuino está preocupado por dar lo mejor para los amados, y no para su satisfacción inmediata y temporaria. Si Cristo hubiese
actuado por sentimentalismo, es decir, por “amor moderno”, no hubiese causado de derrota que experimentaron los suyos en la
última semana previa a la resurrección. Algunas veces será necesario tomar el difícil camino de insistir sobre la disciplina dura.
EN LUGAR DE

Lo que los escritores del Nuevo Testamento están diciendo es que Dios nos salva en una forma que es justa y poderosa al
mismo tiempo. Dios, por así decirlo, no extiende su mano y dice, “La ley moral no tiene importancia. El pecado no importa. Am o
a la gente y por lo tanto sus pecados no necesitan ser tomados en cuenta”.
La cruz es evidencia de que, porel contrario, Dios insistió en que había que tratar con los pecados. Cristo murió para acabar con
ellos. Podemos o no ver precisamente cómo la muerte de Cristo detuvo a la ley condenatorio de Dios al tratar con nuestros
pecados, pero eso no nos da licencia para ignorar la verdadera importancia que el Nuevo Testamento da a las categorías legales
en la descripción de nuestra salvación. La justificación es una categoría importante, y su fuerza legal no debería ser pasada por
alto.
Que Cristo, en alguna medida, se puso en nuestro lugar y fue nuestro sustituto cuando murió está claro en muchos lugares de la
Escritura. Aparece temprano cuando Jesús acepta el bautismo de Juan, un bautismo que lo contó con los pecadores (Mt. 3.15) y
que señala la muerte que iba a padecer por ellos. La mayoría de los comentaristas están de acuerdo en que los evangelios ven a
Jesús como el siervo sufriente de Isaías 53, uno que sufre en el lugar de otros.

El mismo dijo que sería “un rescate por muchos” (Mr. 10.45), significando en el l ugar de ; es una palabra susbstitucionaria. “Mi
Dios, mi Dios, ¿por qué me has desamparado”, dijo Jesús? (Mr. 15.34). No fue sólo la muerte en sí misma el problema sino la
clase de muerte que sufriría, abandonado por el Padre, tomando el lugar de los pecad ores.

Juan registró para nosotros las cínicas palabras de Caifás, de que un hombre debería morir por la gente (Jn. 11.50), y ve est as
palabras como una profecía genuina, de que Jesús “moriría no solamente por la nación , sino también para congregar en uno a
los hijos de Dios que estaban dispersos”(Juan 11.52).

Pablo habla de Jesús como que fue hecho “una maldición” para nosotros (Gá. 3.13) y nos dice que al que no conoció pecado,
Dios, por nosotros, lo hizo pecado (2 Co. 5.21). Dice que si uno murió por t odos, luego todos murieron (2Co.5. 14).

NINGUNA OTRA FORMA


¿Fue la cruz necesaria? ¿No había otra forma de salvación? A menudo somos acusados por ser una “religión sangrienta”, que
pone al asesinato de su líder y fundador como el centro de sus creencias. Los pensadores más profundos de la humanidad
siempre han pensado que el perdón real es posible solamente cuando se le paga la debida consideración a la ley moral.
Perdonar significa “pagar por el otro”. C.A. Dinsmore examinó tales diversos escritos de Hom ero, Esquilo, Sófocles, Dante,
Shakespeare, Milton, George Eliot, Hawthome y Tennyson y llegó a la conclusión de que “Es un axioma en la vida y en el
pensamiento religioso el pensamiento de que no hay reconciliación sin satisfacción”. ¿No deberíamos ver es to como algo que
Dios ha implantado en profundidad en el corazón humano? Confrontados con un crimen repulsivo, aun más despreocupados de
nosotros diríamos: “Eso merece ser castigado!”. La pena por el pecado es universal. Si un niño del vecindario rompe con su
pelota un vidrio de nuestra casa y decidimos perdonarlo, estamos diciendo: “Está bien. Te perdono. El vidrio lo pagaré yo
mismo”. Si alguien nos ofende y nos pide perdón, estamos diciendo: “Yo asumiré la ofensa; no la demandaré de ti en el futuro en
ninguna forma”.
Si bien los escritores del Nuevo Testamento no dicen ésto en la misma forma, enfatizan sí la ley moral e insisten en que Cris to
ha traído la salvación de acuerdo a lo que es justo. Cristo estuvo en nuestro lugar y soportó lo que nosotros deb eríamos haber
soportado. Hay otras formas de ver la salvación, como hemos dicho, ero nunca debemos pasar por alto que los pecadores han
roto la ley de Dios.

El testimonio del Nuevo Testamento s que Cristo nos salva tomando en cuenta la ley. “Es necesario” , repite.

LOS EFECTOS
El Nuevo Testamento sólo tiene sentido cuando entendemos el significado del madero. Y para ver cuán completamente difunde
en el Nuevo Testamento, consideremos vanas palabras usadas por sus escritores para comunicarlo.
• Redención.

Originalmente, la redención se refería a la liberación de prisioneros de guerra. Se pagaba un rescate y los prisioneros queda ban
en libertad. También se usaba para describir la liberación de esclavos (por pago de un precio). Entre los judíos se aplicaba
también como liberación de una sentencia de muerte (otra vez pagando un precio, como en Ex.21.28 -30). Los pecadores son
esclavos del pecado (Jn. 8.34); están bajo sentencia de muerte (Ro. 6.23). Esta forma de mirar hacia la cruz es como el pago del
precio que nos trae libertad. Nos dice que hubo un costo para la salvación y que ahora estamos libres, con la gloriosa libertad de
los hijos de Dios.
• Propiciación.

Esta palabra significa “volverse del enojo”, generalmente ofreciendo un regalo al ofendido. La Biblia es muy clara en el hecho de
que la ira de Dios es ejercida hacia todo lo malo (Sal. 7.11; Col. 3.6); los pecadores enfrentan un futuro miserable. En esto s días,
a la gente no le gusta la idea de la ira de Dios, y la mayoría de las traducciones moder nas tienen términos más leves, tales como
expiación o sacrificio de enmienda. Pero este no es el significado del griego original. La versión Reina Valera, la Biblia de las
Américas, la de Jerusalén y otras usan el correcto término de propiciación (Ro. 3.25 ; 1Jn. 2.2; 4.10). Cualquiera sea la
traducción que usemos, debemos salvaguardar la verdad de que la ira terrible de Dios, que es ejercida hacia todo lo malo, ya no
es más ejercida sobre quienes permanecen en Cristo, porque El nos ha hecho propicios ante l a justicia divina.

• Reconciliación.
Es una palabra familiar para arreglar relaciones después de una pelea. Quienes disfrutaban de cierto “concilio” y se pelearon , al
restaurar el entendimiento están en reconciliación. Esto se hace sacando la causa de la pelea. A menos que ésto ocurra, puede
haber una tregua o suspensión temporal de hostilidades, pero no puede haber verdadera reconciliación. En las hostilidades ent re
Dios y los pecadores (Ro. 5.10), la causa de raíz, el pecado, fue quitado por la muerte de Cristo, y así el camino estuvo lib re
para la restauración. Muy parecida es la expresión de”hacer las paces” (Ef. 2.15). Ciertamente, tan comprometido está Jesucri sto
en el proceso que bien puede decirse que “El es nuestra paz” (Ef. 2.14).

• Pacto.
Una palabra que importaba muchísimo a los judíos del primer siglo era esta, porque se veían a sí mismos como el único pueblo
comprometido con Dios. Hay muchos pactos en el Antiguo Testamento, incluyendo aquellos que Dios hizo con Abraham (Gé.
17.1-2, 9-14) y con la gente de Israel (Ex. 24.1-8). Desgraciadamente, la gente rompió persistentemente los pactos con sus
pecados. A través del profeta Jeremías, Dios prometió un nuevo pacto. El nuevo pacto sería interior (porque Dios escribiría s u
ley en sus corazones) y descansaría sobre la base del perdón d ivino (Je. 31.31-34). Cuando Jesús habló de su sangre como que
inauguraba el nuevo pacto (Lc. 22.20), estaba diciendo, en efecto, que una nueva forma de acercarse a Dios sería abierta por su
muerte. Estaba diciendo que la iglesia, no el Israel físico, era el verdadero pueblo del pacto de Dios.

• Justificación.

La justificación era un concepto legal. Significa que, en el arreglo de disputas legales, los jueces debían “justificar” aquellos que estaban dentro
del derecho y “condenar a los culpables” (Dt 25.1); declarar “justo” a uno y culpable al otro. Pablo hace un uso extenso de esta imagen. El ve a
los pecadores como enfrentando la condenación cuando están delante de Dios. Pero también ve a Dios tomando acción en la persona de su
Hijo, con lo cual todos los reclamos legales sobre aquellos pecadores que están en Cristo se encuentran completamente satisfechos en su
muerte. No hay más reclamos. Pueden irse libres; los declaro justos”. El Juez Final, verdadero magistrado de última instancia o Corte
Suprema, está declarándonos ‘justos”, está diciendo que somos “justos”, y es la misma autoridad que dijo “¡Sea la luz! y “¡Yo soy el que soy!”.

Profecia y actualidad
Hoy, más que nunca, es necesario que como auténticos cristianos asumamos nuestro rol profético de ser «sal de la tierra» y «luz del mundo»,
combatiendo este sistema injusto y los males concretos en nuestra propia región, sabiendo que tenemos armas espirituales, «poderosas en
Dios para la destrucción de fortalezas» (2 Co. 10:3-5).
No creo que Charles Berlitz se sienta profeta, sino que él alude frecuentemente a los profetas bíblicos y a los no-bíblicos, y estudia el
cumplimiento de sus anuncios a la luz de la historia reciente y pasada, considerando también sus vaticinios para el futuro y, particularmente,
sobre el fin del mundo.
Por ejemplo, en 1981 Berlitz señalaba lo siguiente: «Una coincidencia curiosa y un tanto intranquilizadora se va viendo al acercarse al final el
siglo XX, el segundo milenio. Esa coincidencia, con raíces tanto en el pasado remoto como en el reciente, se enlaza en las profecías de hace
cientos o miles de años con las teorías cósmicas y las realidades científicas del presente. Las profecías del fin del mundo por el fuego, el hielo,
el agua o por explosiones, aunque hechas en diferentes épocas y en diferentes culturas a lo largo de los seis mil años pasados, parecen estar
de acuerdo en que está muy cerca la época del fin, esto es, hacia el final de nuestro segundo milenio según cualquier calendario o cálculo
zodiacal usado por los profetas. Algunas de las más temibles profecías del pasado están alarmantemente cerca en contenido y en situación
temporal de las previsiones pesimistas de la ciencia de hoy, aunque los profetas de otros tiempos —que sepamos— no tenían acceso sino en
su imaginación a los desarrollos de la ciencia en un futuro que para ellos era lejano pero no imprevisible».
En sus libros Berlitz cita discrecionalmente a profetas no-bíblicos como Nostradamus, profeta francés del siglo XVI, de ascendencia judía,
cuyos vaticinios a veces se cumplieron y otras no, quien dijo que en el séptimo mes de 1999 llegará a la tierra, procedente del cielo, «un gran
rey del terror». Nostradamus profetizaba así una gran catástrofe cósmica a producirse en julio de 1999. Esto es interesante porque el escritor
alemán Johann von Goethe (1749-1832), que vivió doscientos años después, dijo: «Todas las profecías hechas por Nostradamus entre 1555 y
1566, referentes a entonces y a hoy, han resultado verdaderas». Pero hay mucho más. Berlitz hace notar que Nostradamus profetizó la
Revolución Francesa, detalles de la vida de Napoleón y su exilio en la isla de Elba, hechos de la Segunda Guerra Mundial como la invasión de
Europa, la línea Maginot, el triunfo inicial de Alemania, el uso de bombas atómicas. Berlitz también menciona, entre otros, a videntes como el
célebre escritor Julio Verne o el científico Roger Bacon, autores de diversos vaticinios que también se cumplieron. En las librerías más
grandes, o en las que se dedican a temas relacionados con el ocultismo, hay abundante literatura sobre los profetas no-bíblicos y no-
cristianos.
Mi pregunta es la siguiente: ¿es la profecía un don que procede exclusivamente del Espíritu Santo, o puede tener otros orígenes? Ustedes
conocen la respuesta.
1. Los falsos profetas
Hay un pasaje interesante en Deuteronomio 13:1-3. «Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o
prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no
darás oído a las palabras de tal profeta, ni a tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a
Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma». ¿Quiénes son los «dioses ajenos»? No solamente los ídolos del viejo
paganismo. Por ejemplo, los hombres tenemos la tendencia a endiosar a otros hombres, como los habitantes de Listra que, ante un milagro
hecho por medio de Pablo, trataban de adorar a Pablo y Bernabé diciendo en lengua licaónica: «Dioses bajo la semejanza de hombres han
descendido a nosotros» (Hch. 14:11). Dioses ajenos pueden ser el dinero, el sexo, el vientre, el orgullo, el «yo», y tantos otros ídolos del nuevo
paganismo y del paganismo de siempre. Estos dioses tienen profetas y falsos profetas, como el falso profeta que exaltará al Anticristo con
grandes señales (Ap. 13:13). La Biblia abunda en toda clase de referencias a los falsos profetas. Jesús dijo: «Guardaos de los falsos profetas,
que vienen a vosotros como vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 24:24). Los falsos
profetas, instrumentos de Satanás, están en el pasado, en el presente, y en el futuro, dentro y fuera de las instituciones cristianas, porque el
trigo y la cizaña coexisten hasta la hora final, como el propio Jesús lo enseñó en su conocida parábola (Mt. 13:24-30, 36-43). Como dice el
pasaje de Deuteronomio 13, sus vaticinios pueden cumplirse sin que ello sea prueba del origen divino de su ministerio.
Sin embargo, para hacer justicia, hay otros falsos profetas que no son ministros de Satanás sino víctimas de un delirio místico, una
enfermedad psicológica que se manifiesta como un desajuste emocional con características religiosas. En abril de 1997 la Fraternidad
Teológica Latinoamericana y la Comunidad Kairós auspiciaron una consulta sobre el tema: «¿Hay un avivamiento en la Argentina?» Los
autores de las principales ponencias y de las respuestas a las ponencias fueron especialistas y líderes evangélicos como Hilario Wynarczyk,
Pablo Deiros, Jorge León, Mervin Breneman, Nancy Bedford, Arne Clausen, Elsie Romanenghi de Powell, Edgardo Moffat, Daniel Mato y
Carlos Villanueva. En ese encuentro el doctor León describió casos patológicos de delirio místico y dijo, entre otras cosas, que «la persona
enferma se cree elegida por Dios para ser depositaria de una revelación que la coloca en un lugar privilegiado, y no le importa si lo que dice
que se le ha revelado está de acuerdo con la Sagrada Escritura o en la lógica».
Podríamos agregar que hay personas con desajustes emocionales, disturbios psicológicos, problemas éticos, conflictos familiares (u otros
antecedentes que den origen a algún tipo de patología mental), que suelen aferrarse a una supuesta «experiencia espiritual», tratando así de
convivir con su falta de sanidad interior. Lo mismo podría ocurrir con los que no han superado el desequilibrio engendrado por experiencias
traumáticas de su pasado, o con los que están mortificados por sentimientos de culpa. También quienes viven en la frontera entre lo bueno y lo
malo (en la «zona gris») están muy expuestos a caer en ese tipo de delirio místico. En general, todos estos enfermos procuran protagonizar
una especie de «liturgia terapéutica sui géneris», buscando una descarga de sus tensiones interiores. En el caso del «trance profético»,
parecido al de los trances en Umbanda o en otras formas del espiritismo, podría decirse que es un intento de catarsis, de desahogo, pero no
precisamente de una revelación divina. No olvidemos que estamos hablando de los falsos profetas, y no del don de profecía que procede del
Espíritu Santo.
2. Breve comentario sobre la profecía en el Antiguo Testamento
Abraham es el primer hombre al que la Biblia menciona como «profeta» (Gn. 20:7). Dios en persona se lo dice a Abimelec en sueños. Por
cierto que la ética de Abraham no había sido ejemplar al decir que Sara era su propia hermana. Sin embargo, Dios igualmente lo llama
«profeta» porque, a la luz del Antiguo Testamento, Él se ha reservado el privilegio de llamar e identificar a los auténticos profetas. Según el
discurso de Jeremías 23:9-40 sobre los falsos profetas, ellos fueron los que se arrogaron por su propia cuenta el título de «profetas», sin haber
sido llamados ni enviados por Dios (v. 21). Ellos decidían autoproclamarse «profetas» y se hacían llamar así por la gente, aunque el Señor no
les había encomendado ese ministerio. ¿No ha seguido ocurriendo lo mismo a través de la historia?
Dios llamó a Moisés, y en Deuteronomio 34:10 leemos que «nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido
Jehová cara a cara». Moisés fue reconocido como «varón de Dios» (Dt. 33:1), título que se aplicó también a otros profetas a través de la
historia veterotestamentaria (comparar 2 R. 4:9). Y otro título dado a los profetas fue el de «vidente» (1 S. 9:9), a causa de sus notables
visiones.
En el Antiguo Testamento los verdaderos profetas eran portavoces de la Palabra de Dios y por ello tenían la facultad de predecir el futuro en
nombre del Señor de la historia. A veces podían enterarse de lo que se hablaba u ocurría a gran distancia (ver 2 R. 6:12). Era una virtud de
clarividencia que, por ejemplo, se manifestó en hombres como Ezequiel, quien, hallándose cautivo en Babilonia, sabía —por revelación
divina— lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo en Jerusalén. Los mensajes de los profetas eran presentados como «palabra del Señor»
(ver Jr. 1:9) recibida a través de la acción del Espíritu Santo (por ejemplo, Mi. 3:8). Sin embargo, había profetas que a veces mentían y otras
veces transmitían la palabra de Dios, como puede leerse en el relato de 1 Reyes 13:1-34. Por ello, al escuchar un mensaje profético era
indispensable tener discernimiento para saber si era verdadero o falso. Recordemos el caso de Micaías y los falsos profetas ante los reyes
Acab y Josafat, según 1 Reyes 22, que demuestra que en aquellos días hasta los profetas genuinos solían dar mensajes falsos. Es un hecho
que no debemos olvidar, porque suele repetirse.
3. Breve comentario sobre la profecía en el Nuevo Testamento
Es indiscutible que, pese a tratarse de diferentes pactos o dispensaciones, hay una línea de continuidad que vincula tanto a los profetas como
a las profecías de los testamentos Antiguo y Nuevo. Según Mateo 11:13 y Lucas 16:16, Jesús manifestó que el ministerio profético
veterotestamentario culminó con Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Pacto. Previamente también se habían producido las
declaraciones proféticas de Zacarías (padre de Juan el Bautista, Lc. 1:76-79), y Simeón (Lc. 2:34-35), sin olvidar a Ana, profetisa, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser (Lc. 2:36-38). Así se pone en evidencia que en la inspiración profética hay una conexión ininterrumpida entre los
dos testamentos, y que en ambos se manifiestan las características de proclamación y predicción, como se ve por ejemplo en el ministerio
profético del apóstol Juan a través del Apocalipsis.
Según Mateo 13:57, Lucas 4:24 y Lucas 13:33, Jesús aceptaba que la gente lo llamase «profeta» y usaba ese título para referirse a sí mismo,
así como no rechazaba el título de «maestro» («vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy», Jn. 13:13). Jesucristo es la
expresión máxima del ministerio profético en el Nuevo Testamento. Sin embargo, más que profeta, Jesús es el que envía a los profetas (ver
Mt. 23:34, 37). Por ello insisto en declarar que nadie es profeta si no es enviado por el Señor. En Efesios 4:11 leemos que «Él mismo
constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros». Esto es obvio, porque Dios es coherente
consigo mismo y su criterio con respecto a los profetas es el mismo tanto en el Antiguo como en el Nuevo Pacto. Si leemos cuidadosamente el
Nuevo Testamento, comprobaremos que los profetas no son elegidos por las iglesias sino por el Señor mismo. En 1 Corintios 12:28 leemos
que «a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas… etc.».
El ministerio profético puede ser definido como «el ejercicio del don de la profecía», aunque a veces una revelación profética sea un hecho
aislado. Por ejemplo, es posible que un cristiano reciba ocasionalmente alguna luz sobre determinado asunto, sin que ello signifique que ese
hermano tiene un ministerio profético continuo. La recomendación que hizo Pablo: «Examinadlo todo; retened lo bueno», está inmediatamente
después de la exhortación que dice: «No menospreciéis las profecías» (1 Ts. 5:20-21). El genuino ejercicio del don de profecía no debía
subestimarse, pero había que examinar todo y retener solamente lo bueno. Como ya señalé anteriormente, hay personas que no pueden
dominar su delirio místico, y su frenesí las lleva a decir cosas que sólo proceden de sus mentes y no del Espíritu Santo. Por eso dispone la
Palabra de Dios: «Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen… Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas» (1 Co.
14:32). No puede profetizar el que cae en un éxtasis incontrolable. Y si pretende hacerlo, los ancianos de la iglesia deben discernir lo que
realmente proviene del Señor y desechar lo que no es de Él.
En el Nuevo Testamento el ejercicio del don de profecía tenía algunas características propias. El ministerio profético estaba dirigido
principalmente a la iglesia, según se lee en 1 Corintios 14:3-4. Su mensaje era, en general, «para edificación, exhortación y consolación». A
veces incluía predicciones sobre cosas que iban a ocurrir. En Hechos 11:27-28 leemos que el profeta Agabo profetiza el arresto de Pablo. Sin
embargo, la principal función de los profetas del Nuevo Testamento era dar a conocer la revelación divina frente a determinadas circunstancias
y guiar a los hermanos en momentos especiales. Por ejemplo, en Hechos 15:32 leemos que Judas y Silas, que también eran profetas,
«consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras». En otro caso es interesante observar que los hermanos residentes
en Tiro sabían, por revelación del Espíritu, que Pablo tendría problemas en Jerusalén. «Ellos decían a Pablo por el Espíritu, que no subiese a
Jerusalén» (Hch. 21:3-4). En este caso se podría hablar de «una manifestación colectiva» del don de profecía. Quizás haya sido tan sólo un
hecho aislado en un contexto realmente dramático.
4. La profecía en la actualidad
Quisiera poner a consideración un aspecto de la voz profética que parece haber estado durmiente entre los evangélicos durante mucho
tiempo: me refiero a la conciencia social. Sin embargo, antes de descubrir este don que se puede observar al estudiar los profetas del Antiguo
Testamento, deseo poner en claro lo que no es.
Por supuesto, «nosotros esperamos… cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P. 3:13). Sin embargo, no nos aferramos
a utopías políticas o religiosas que imaginan que el paraíso terrenal o el reino definitivo de Dios pueden constituirse en esta tierra. Tampoco
tenemos una escatología marxista, sino una perspectiva cristiana y un genuino ministerio profético. Mientras luchamos en favor de la justicia y
la paz esperamos la venida de Nuestro Señor Jesucristo, que traerá nuestra definitiva liberación.
Tampoco pensamos que las autoridades civiles están equivocadas simplemente porque son del gobierno. En algunos casos en Centroamérica
la iglesia ha denunciado «persecución religiosa» porque el Ministro de Salud cerró varios templos, debido a que no proveían servicios
sanitarios como manda la ley.
En otro caso que pronto llegará a litigio, los vecinos han denunciado a una iglesia por bulla excesiva. En ambas circunstancias las autoridades
tienen razón. Como creyentes es imperioso obedecer la ley civil (y la lógica), proveer servicios sanitarios y no ofender a la gente que vive cerca
de la iglesia con tanto ruido.
La iglesia de hoy cumple su ministerio en un contexto de dolorosa injusticia, frente al poder económico que condena a innumerables familias a
vivir en condiciones infrahumanas. En el continente latinoamericano más de ciento treinta millones de personas viven en la miseria, aplastadas
por un sistema opresor.
Cuando la iglesia cumple su ministerio profético se pone en contacto con seres humanos que están fragmentados. El hombre que necesita ser
ministrado espiritualmente también necesita ser ministrado socialmente. La iglesia no puede limitarse tan sólo a una parte del todo de su
misión. El teólogo Valson Thampu, de la India, enfatiza cuatro puntos para recordar: «a) el todo es más que la suma de las partes; b) el todo
determina la naturaleza de sus partes; c) las partes no pueden ser entendidas si no son consideradas en su relación con el todo; d) en un todo
de naturaleza orgánica, las partes tienen entre sí una relación dinámica y siempre son interdependientes. En otras palabras, el todo, que es la
misión de Dios para el mundo, determina la naturaleza de las muchas misiones de la iglesia».
Dios no divide al hombre en pedazos. A causa de su ministerio profético la iglesia no puede desentenderse del drama social mientras proclama
alegremente «la doctrina de la prosperidad». La guerra espiritual es mucho más que reprender demonios incorpóreos. También es la voz
profética, la voz opositora contra las estructuras pecaminosas de este mundo, culpables de todo tipo de injusticia. Esa acción profética de la
iglesia no es la mera dádiva, la asistencia comunitaria, la entrega de bolsones de alimentos, medicinas y ropa. Eso es importante. Pero
también hace falta la palabra profética que, en lugar de buscar el beneplácito de los opresores o aplaudir a los déspotas, les dice la verdad,
reprendiéndolos con igual valentía que la de Elías o Juan el Bautista.
La guerra espiritual no tiene como únicos enemigos a los principados inmateriales ni se limita a tomar posesión simbólica de territorios que
pertenecen al Príncipe de este mundo, donde el pecado continuará hasta el Juicio Final. Es también una guerra con las armas del Espíritu y el
don de profecía contra las potestades tangibles, palpables, visibles, cuyos rostros están en los noticieros de televisión. En Proverbios 29:7
leemos que «el justo conoce la causa de los pobres». Los cristianos tenemos legítimo derecho a utilizar las tribunas políticas y ejercer nuestro
ministerio profético para denunciar puntualmente todos los mecanismos del mal y colaborar en todo lo que contribuya, al menos en parte, a
desmantelar las instituciones opresoras y sanar a la comunidad. El profeta Natán no dudó en acusar al rey David por su abuso de poder: «¡Tú
eres ese hombre!» (2 S. 12:7). Amós, Miqueas, Santiago y otros no guardaron silencio ante la explotación del prójimo. ¡El mismo Jesús, en
actitud desafiante, llamó «zorra» al rey Herodes! (Lc. 13:31-32). Hoy, más que nunca, es necesario que como auténticos cristianos asumamos
nuestro rol profético de ser «sal de la tierra» y «luz del mundo», combatiendo este sistema injusto y los males concretos en nuestra propia
región, sabiendo que tenemos armas espirituales, «poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas» (2 Co. 10:3-5).

Riesgos ocultos en la pasividad


Debe tenerse en cuenta que el obrar de Dios nunca anula nuestra personalidad. Él nos quiere activos en espíritu, alma y cuerpo, y con pleno
uso de nuestras facultades, realizando su voluntad en libertad. Los poderes de las tinieblas, en cambio, desean esclavizarnos, reducirnos a
máquinas y manejarnos a su antojo.

En numerosas ocasiones escuchamos que debemos poner nuestra mente en blanco, renunciar totalmente al uso de nuestra voluntad y de
nuestras facultades mentales para que Dios pueda obrar en nosotros, y entregarnos, de esta forma, completa y pasivamente a la obra del
espíritu. También, en muchas iglesias, ciertos líderes llaman a «no pensar», «soltarse», «quedarse en blanco», etcétera, promoviendo, de esa
manera, una pasividad peligrosa. La acción de «abandonarse», la conciente y buscada inactividad de la voluntad, la mente y el cuerpo, abren
nuestro ser para que los espíritus malignos puedan trabajar libremente en él.
Lamentablemente, esa pasividad que permite que los espíritus malignos entren en acción tiene su origen, a menudo, en una mala
interpretación de las Escrituras.
La pasividad afecta las diferentes áreas de nuestro ser, haciéndolo de manera progresiva y alterando paso a paso nuestra persona. Algunas
de las formas en que esto sucede y cuáles son los daños producidos serán mencionados a continuación.
· la voluntad. El creyente engañado piensa que rendirse totalmente al Señor implica dejar de escoger y tomar decisiones. Al
comenzar a actuar de esta manera le parece vivir experiencias «gloriosas», pero al cabo de un tiempo se encuentra totalmente
incapacitado para escoger, incluso, entre las cosas más triviales de la vida diaria. Otros son los que toman las decisiones por él, y
tiene temor hasta de expresar sus opiniones. No obstante, persiste en su error, pensando que Dios está ejerciendo su voluntad en
lugar de él por intermedio de las circunstancias y de las otras personas. Sin embargo, son los espíritus malignos los que operan,
produciendo todo tipo de maldades a su alrededor. Lamentablemente, la persona ya no tiene voluntad como para resistir y se ve
envuelta en una marea de engaños y confusiones. El texto que muchas veces se ha malinterpretado en estos casos es Filipenses
2:13: «porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.» La persona pasiva concluye
erróneamente que Dios ejerce su voluntad en lugar de la suya, y así sigue avanzando hasta un lamentable estado de indolencia
total.
Cabe destacar que Dios no ejerce su voluntad en lugar del hombre. El ser humano es siempre responsable de sus actos. Por el
contrario, los espíritus malignos están siempre dispuestos a decidir por él. Así, cuando las facultades de la persona permanecen
inactivas, los espíritus aprovechan para «ayudarle» en la decisión a tomar, la mayor parte del tiempo usando textos bíblicos extraídos
fuera de contexto y ofreciéndoselos a su víctima en forma sobrenatural. Lamentablemente, el creyente se aferra a ellos como a un
salvavidas, y la mentira sigue creciendo.
· la mente. Algunos cristianos piensan que no necesitan usar las facultades mentales que Dios les ha dado y que Él no escogió a los
intelectuales más brillantes para que lo sirvan, poniendo como ejemplo la selección que hizo Jesucristo de sus discípulos. Pero no
toman en cuenta que Pablo fue una persona sumamente preparada y que Dios busca personas inteligentes y capaces para que sean
pilares de la iglesia. Una mente brillante, sometida a la verdad de Dios, puede ser maravillosamente utilizada por Él. Por el contrario,
la mente pasiva entra en un estado de inactividad, o bien, en un hiperactivismo fuera de todo control. La persona afectada se vuelve
irritable, indecisa, falta de concentración, de juicio, y con mala memoria. Por ejemplo, su imaginación se descontrola y los espíritus
malignos proyectan en ella todo lo que quieren. Esto trae como consecuencia uno de los más grandes peligros: el tomar esas
proyecciones como visiones provenientes de Dios.
En algunos casos, la persona siente que su mente está aprisionada por una banda de acero u oprimida por un gran peso, y no puede
pensar con claridad.
En este estado, el creyente ha cerrado su mente a todo tipo de argumento o razonamiento. Los esfuerzos de los demás para llegar
hasta él son considerados una interferencia, y sus agentes calificados de ignorantes o entrometidos. Él se cree infalible en todos sus
juicios (en realidad, en los que los espíritus hacen por él).
Es probable, además, que haya recibido ciertas palabras o mandamientos en «forma sobrenatural» y que no admita sobre ellos
ninguna objeción; tampoco los examina ni trata de razonar al respecto. De este modo, está convencido de que es guiado por una ley
más elevada o que es Dios mismo quien le ordena hacer alguna cosa.
En algunos creyentes, esto produce un decaimiento moral y otros caen en un estado de resignación. Ya no juzgan lo que es bueno o
malo, sino andan de acuerdo a «la voz de Dios», abiertos a toda clase de sugerencias y falsos razonamientos por parte de los
espíritus de las tinieblas.
La única forma de salir de esta condición es que la persona reconozca que ha sido engañada y utilizada por los espíritus de las
tinieblas. Es necesario que su mente sea «desprogramada», y para ello hay que comenzar a revisar uno por uno los fundamentos de
su fe hasta hacerle comprender el extremo al que ha llegado, con mucho amor y mucha paciencia (Stgo. 5:19-20).
· el espíritu. Existe una relación íntima entre el espíritu y la mente. La pasividad del espíritu puede surgir de un conocimiento erróneo
de éste, de una tergiversación de sus funciones, o bien por un debilitamiento o agotamiento físico y/o mental (1 Re. 19:4-9). La
preocupación excesiva en cuanto al pasado o al futuro hace que sean las cosas externas las que dominen, restando al creyente la
libertad necesaria para discernir la voluntad de Dios. El diablo se encarga de torturarlo con recuerdos del pasado o temores del
futuro. El espíritu se cierra y no puede actuar libremente, dejando así de «resistir al maligno».
· el cuerpo. Cuando el cuerpo entra en un estado pasivo, prácticamente se paraliza, pues los sentidos resultan afectados. El creyente
no es conciente de muchas situaciones importantes y se comporta de manera automática, manifestando hábitos inconscientes,
muchas veces negativos e inconvenientes. Incluso puede sufrir de rigidez en ciertas zonas, letargo, pesadez, dolores, mareos,
etcétera, todo ello sin causa aparente. Sus ojos carecen de brillo y la mirada se muestra perdida.
Cuando todo el ser resulta afectado por la pasividad, la persona no usa, o utiliza sólo parcialmente, sus facultades mentales. Es probable que
se entregue sólo a lo sensual, experimentando sensaciones de fuego, de elevación, temblores o estremecimientos, y toda clase de
sensaciones agradables, en apariencia espirituales, que alimentan los sentidos. Estos creyentes sienten que andan más allá del cuerpo y se
llaman a sí mismos «espirituales». Sin embargo, aquel que vive verdaderamente en el espíritu no es dependiente de este tipo de experiencias.
La condición de pasividad puede ser arrastrada durante muchos años y, durante todo ese tiempo, los espíritus malignos continúan brindándole
a su víctima información falsa, hasta acusarla, incluso, de haber ofendido a Dios más allá de todo perdón posible, dejándola en una terrible
agonía.
De este modo, el creyente deja de lado la obra del Señor, se siente agotado y no puede ejercer sus dones espirituales. Además, está en
permanente estado de ansiedad, nervioso, temeroso, carente de facilidad de palabra y de agilidad de pensamiento. Satanás ha logrado apagar
su luz.
Interpretaciones erróneas de las Escrituras que frecuentemente conducen a la pasividad.
Algunos creyentes aceptan «sufrir con Cristo» siguiendo el camino de la cruz, y para ello se entregan a cualquier forma de sufrimiento que les
presenten los espíritus malignos, creyendo que esto les acarreará una recompensa y traerá fruto. A menudo se ven como mártires cuando, en
realidad, son víctimas.
A través del sufrimiento, los demonios controlan y obligan a una persona a ir en determinada dirección y a hacer lo que en otras condiciones no
haría (Job 3:1-23).
El sufrimiento que no es por Cristo carece de resultados positivos, es decir, no trae fruto, ni crecimiento, ni victoria; es sin propósito. Además,
Dios no se deleita en causar sufrimiento al hombre por el mero hecho de hacerlo sufrir, pero el diablo sí lo hace. Lamentablemente, esto puede
transformarse en un círculo vicioso: cuanto más cree el creyente que Dios le está enviando sufrimientos, más se abre a los espíritus del
engaño, los que, a su vez, le aumentan los sufrimientos. Así, el carácter de Dios aparece deformado y los espíritus mentirosos se encargan de
culpar a Dios por lo que ellos mismos están haciendo.
Otra forma de engaño es la aceptación de enseñanzas falsas en cuanto a la humildad. El creyente, en un intento antinatural de eliminar su
«yo», crea una atmósfera de desesperanza, sensibilidad extrema, oscuridad y tristeza. Al aceptar las mentiras de los espíritus malignos
procede a la supresión de su personalidad, entregándose, así, en las manos del mentiroso. También, al intentar permanecer en un estado de
debilidad constante, malinterpretando las palabras del apóstol Pablo en 2 Corintios 12:10, la persona se transforma en una carga para los que
la rodean, y su testimonio deja de mostrar la vida que Dios desea para el hombre. Ciertamente, la voluntad de ser débil impide el
fortalecimiento por parte de Dios.
Liberándose de la condición pasiva.
Quien está atrapado en esta condición, debe tratar de entender cómo era su situación anterior, y comenzar a examinarse para ver de qué
manera los espíritus malignos han estado interfiriendo. Para ello, es necesario que recuerde una etapa de la vida que haya sido buena y
fructífera, y la compare con la que está atravesando en este momento.
Para una liberación completa, el creyente tiene que estar, primeramente, dispuesto a cooperar. El engaño sólo puede ser eliminado cuando la
persona comienza a entender su condición y la obra de los malos espíritus y, a través del uso de su voluntad, niega a éstos el terreno que una
vez les cedió.
Es importante mantener en el pensamiento cuál era la condición anterior a la caída en la pasividad y averiguar las razones por las que ésta
tuvo lugar. Cualquier facultad o área del ser que haya sido rendida al engaño y esté fuera de uso, debe ser recuperada a través del ejercicio
activo de la voluntad.
El terreno cedido tiene que ser recuperado y se debe estar preparado para la lucha, dado que los espíritus malignos intentarán recobrar lo
perdido. En este caso es importante recordar las palabras de 1 Juan 4:4: «Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque mayor es
el que está en vosotros, que el que está en el mundo.»

Sobre lo que vendrá, Parte I


Los últimos tiempos y sus aconteceres han cautivado siempre la atención de la iglesia. La vehemencia de su tratamiento ha llevado no pocas
veces a la división y el rencor permanente, no hay duda que estos deben ser analizados a la luz de la Palabra...
Parte I: El Premilenarismo Histórico

El Premilenarismo Histórico (PH) es la corriente teológica que sostiene que la Segunda Venida de Jesucristo ocurrirá antes del Milenio y lo
describe como un remado de mil años de Jesucristo sobre la tierra. Se lo denomina "histórico" a efectos de distinguirlo del Premilenarismo
Dispensacional (PD) y en razón de que su origen histórico se remontaría a los primeros siglos del Cristianismo, a través de los escritos de
algunos Padres de la Iglesia.

El PH reconoce a Ireneo de Lión (cerca del 200 d.C.) como el primer autor que sistematizó las ideas premilenaristas. En efecto, uno de los
exponentes contemporáneos del PH, George Eldon Ladd, indica: "Una de las más antiguas formas de esperanza escatológica la encontramos
en Ireneo (c. 200 d.C.), cuyos escritos contienen la primera excelente y detallada interpretación de la esperanza cristiana. La segunda venida
de Cristo no implicará la terminación inmediata de la existencia terrenal, será seguida de una Era final de historia humana, cuando el Reino de
Cristo será manifestado en el mundo por un período de mil años antes de la consumación final" (Vendré otra vez, pág. 29).

Resulta difícil rastrear con exactitud el curso histórico del PH, no obstante, Luis Berkhof, luego de sintetizar las ideas que hacen a esta
corriente de teología, menciona a autores que se identificaron con la misma, siendo, entre otros: Bengel, Alford, Ellicott, Zahn, Moorehead y
Trench (Teología Sistemática, pág. 850). Contemporáneamente, han suscripto a estos postulados el ya citado Ladd y William Sanford La Sor,
entre otros.
Varios aspectos que hacen al esquema del PH sólo pueden ser comprendidos en relación con otras corrientes escatológicas, en particular, el
PD. Se distingue de éste a pesar de los estrechos vínculos entre ambos, particularmente (acaso en lo único) en lo referido al Milenio terrenal.
Ladd lo pone así: "...están estrechamente emparentados pero no son términos sinónimos. El dispensacionalismo es una variante del
Premilenarismo. Todo dispensacionalismo es premilenarista, pero muchos premilenaristas no son dispensacionalistas" (Vendré otra vez, pág.
29).

El PH interpreta literalmente los "mil años" referidos en Apocalipsis 20.1-6. En ese pasaje, (en rigor, el único que explícitamente habla de un
milenio como período) se habla de dos resurrecciones, entre las que se intercalan los mil años del reinado de Cristo. En este punto coinciden
ambos premileniarismos. Pero la divergencia está en el tipo de milenio, ya que mientras el dispensacionalismo lo concibe en términos judaicos,
el PH lo visualiza simplemente como una extensión del actual reinado de Cristo sobre su Iglesia. Además, el PH no afirma, como lo hace el
PD, que haya una futura restauración de las 12 tribus y mucho menos que durante el Milenio se reanuden los sacrificios del Antiguo
Testamento.

Se sostiene que Jesús no vino a ofrecer a los judíos un reino terreno a modo de reinstauración del reino davídico, mientras el PD concibe al
Reino que Jesús ofreció a Israel de nacional y terreno. Ladd, en Crucial Questions, (pág. 114) dice: "Nosotros no estamos en la obligación de
interpretar la oferta del Reino por parte de Jesús a la luz de la comprensión judía acerca del mismo, así como tampoco tenemos la obligación
de interpretar su mesiazgo a la luz de la interpretación judaica. Es el registro inspirado, no la teología judaica, lo que debe guiarnos".

Los argumentos del PH para sostener que el Reino que Jesús ofreció no era nacional y terreno, más o menos siguen las líneas siguientes: a)
las parábolas del Reino (por ejemplo: Mt 13) implican un reino espiritual "en misterio", que debe interpretarse como la forma actual no
consumada del Reino de Dios; b) que a partir de Juan 3, al Reino de Dios se ingresa por nuevo nacimiento, lo cual implica un reino actual y
espiritual; c) que aunque nacionalmente Israel rechazó el mensaje del Mesías, un significativo grupo de israelitas sí lo aceptaron y es a partir
de ellos que se integra este nuevo pueblo de Dios: la iglesia.

En otro orden de cosas, el PH interpreta el Reino de Dios no sólo como el ámbito en el cual Dios ejerce su soberanía, sino también como ".. .el
activo poder salvador de Dios que ha venido al mundo en la persona y actividad de Cristo para redimir a los hombres del reino de Satanás"
(George E. Ladd, Crucial Questions, pág. 89). Dicen los históricos que en la primera venida de Jesús el Reino de Dios se acercó a los
hombres. A ese Reino se ingresa por nuevo nacimiento y bajo las condiciones de arrepentimiento y fe (Mr. 1.14-15; Jn. 3). EI Reino de Dios
manifestado en Cristo ha dado pruebas más que evidentes de su presencia entre los hombres, tales como milagros, liberaciones, etc. (Mt.
10.1ss; 12.22-28). Inequívocamente, Jesús afirma que el reinado de Dios estaba actuando entre los hombres de su tiempo. (Lc. 17.20-21). El
PH interpreta las parábolas del Reino, particularmente la de la semilla de mostaza, como indicativa del carácter originalmente insignificante del
reino y su posterior desarrollo.

Desde esta postura se rechaza definitivamente la teoría de la posposición del Reino (El PD propone que Jesús ofreció el Reino a los judíos y
que, al rechazarlo éstos, lo pospuso hasta el Milenio) y dice que ese Reino ha continuado y que esa afirmación puede probarse a la luz de
pasajes tales como Mateo 24.14; 13.10 y Hechos 8.12;20.25:28.31.

Según el PH hay un único pueblo de Dios: la iglesia. La argumentación incluye:


1. aunque Israel como nación rechazó el Reino, algunos judíos sí lo aceptaron y a partir de ellos se forma la Iglesia, la comunidad del
Reino;
2. los términos e imágenes para el pueblo de Dios en el Nuevo Testamento están tomados del Antiguo, por caso: vid verdadera
(Jn.15.1 con Is. 5), Ekklesía (el término griego para "iglesia" evoca el hebreo Kahal que era referido a Israel en el AT);
3. la simiente de Abroncan es interpretada por Pablo en Gálatas 3 como referida a Cristo (luego, para ser hijos de Abraham, hay que
estar en Cristo y al estar en Cristo "ya no hay judío ni griego"-Gá.3.28-);
4. los capítulos 9 al 11 de Romanos muestran el carácter único del pueblo de Dios integrado por judíos y gentiles, toda vez que para
ingresar al mismo sean imprescindibles la elección y el llamado de Dios y la recepción o reconocimiento de Jesús como Señor; Dios
cultiva un único "olivo", del cual se desgajaron ramas naturales (judíos incrédulos) para, en su lugar, insertar ramas silvestres
(gentiles creyentes);
5. la obra de Cristo en la cruz ha derribado definitivamente la pared que separaba a ambos pueblos (judíos y gentiles) para formar un
solo pueblo, de modo que por la fe en el Mesías Jesús, los gentiles creyentes, antes lejos de la ciudadanía de Israel, ahora son
conciudadanos de los santos judíos y miembros de la única familia de Dios. Los adherentes al PH ven la continuidad entre Israel y la
Iglesia, en que muchas de las designaciones del AT en cuanto a Israel han sido ahora transferidas a la Iglesia (2 Co. 6.16-18; 1 Pe.
2.9-11; Tit 2.14. etc.)

La venida de Jesucristo estará precedida por ciertos eventos escatológicos. No hay inminencia. El PH no cree que la segunda venida de Cristo
pueda ocurrir en cualquier momento o que sea algo inminente como enfatiza el PD. Ateniéndose a ciertos pasajes paulinos sobre el tema,
considera que el retorno de Cristo será precedido de ciertos acontecimientos. En A Theology of the New Testament, y luego de señalar la
actitud de expectativa que aparentemente caracterizaba a los tesalonicenses, Ladd señala: "Como resultado de ello, algunos creyentes en
Tesalónica llegaron a estar trastornados y excitados y algunos pretendieron tener revelaciones de Dios o una especial palabra de Pablo
indicando que el fin estaba sobre ellos y los eventos del Día del Señor realmente habían empezado (2 Ts. 2.1-1). Pablo corrige este erróneo
punto de vista de la inminencia al decir que antes de que el fin comience, aparecerá un maligno gobernante, el hombre de ilegalidad, quien se
arrogará por sí mismo toda autoridad, tanto secular como sagrada y demandará total sumisión a los hombres a su gobierno, incluyendo
adoración (2 Ts. 2.3-4)" (pág. 559).

Los términos que eI Nuevo Testamento utiliza con referencia a la Segunda Venida de Cristo no implican diferencias sustanciales entre ellos
sino que más bien señalan matices distintos para una misma realidad. Las tres palabras que describen el retomo del Señor son: Párusía, que
significa "presencia" o "arribo" (Fu. 2.2; 1 Co. 16.17; 2 Co. 7.7; 2 Ts. 2.1; 2.8; 1 Ts. 2.19; 3.13; 4.15; 5.23), Apokálypsis, que significa
"revelación", "descubrimiento", "debelación" e implica la revelación al mundo de la gloria de Cristo Señor (2 Ts. 1.7; 1 Co. 1.7; 1 P. 1.7,13),
Epifaneia, que significa "aparición" y que indica la visibilidad del retomo (en 2 Ts. 2.8 Pablo une epifaneia y parousía al referirse al "resplandor
de su venida"),

En lo que se refiere a los "días" que el Nuevo Testamento indica en los contextos escatológicos, el PH busca diferencias de significado. Según
esta postura, tanto el "Día del Señor" (1 Ts. 5.2; 2 Ts. 2.2) como "día del Señor Jesús" (1 Co. 1.8), "día de Cristo Jesús" (Fil. 1.6) y "día de
Cristo" (Fil. 1.10; 2.16) son diferentes formas para indicar el mismo evento.

La esperanza de los cristianos no sería un "rapto secreto" sino una manifestación visible y gloriosa de Cristo. En este sentido, el PH sostiene
que no hay tal cosa como "rapto secreto", pretribulacional. El PD propone dos futuras venidas de Cristo: una para la Iglesia y otra para el
mundo ("rapto" y "revelación", respectivamente).

Sobre lo que vendrá, Parte II


A raíz del rechazo del Reino por parte de Israel, Jesús inicia un nuevo programa no previsto en el Antiguo Testamento: la Iglesia. Dentro de
esta perspectiva, la Iglesia no es la comunidad mesiánica final. No es el pueblo de Dios prefigurado por el Israel del Antiguo Testamento...
Parte II: El Premilenarismo Dispensacional (PD)

Esta es la corriente teológica que, privilegiando el método histórico literal de interpretación de la Biblia, afirma que la Segunda Venida de Cristo
ocurrirá en dos etapas: rapto secreto y revelación, y concibe al Milenio como una restauración de las 12 tribus de Israel, la reedificación del
templo de Jerusalén, la reanudación de los sacrificios del Antiguo Pacto y el gobierno mundial de Cristo desde Jerusalén por mil años.

Esta concepción es parte de un todo, el cual comprende también que Dios se ha revelado en distintas dispensaciones o economías, que hay
dos pueblos de Dios (Israel y la Iglesia). Según esta postura, Cristo vino a Israel a ofrecerle el Reino en términos davídico teocráticos, el cual,
al ser rechazado por los judíos, quedó suspendido y, en su lugar, se fundó la Iglesia.

El PD indica que en los primeros siglos de la Iglesia la fe milenial fue una constante sostenida por todos o la mayoría de los Padres. Erich
Sauer sostiene que "en la primera época de la Iglesia todos los cristianos creían firmemente en el establecimiento del Reino visible de Dios en
esta tierra"(El Triunfo del Crucificado, pág. 201). Otro autor, Lewis Sperry Chafer, en su Teología Sistemática y valiéndose de un trabajo
realizado por Jorge N.H. Peters, ofrece un listado de autores que, en los primeros siglos, sostuvieron el premilenarismo, incluyendo a Andrés,
Pedro, Felipe, Tomás, Santiago y Mateo.

Siguiendo las líneas históricas trazadas por Norman Kraus en Dispensationalism in America, puede decirse que el sistema dispensacional fue
propagado en los Estados Unidos de América y Canadá a través de las conferencias proféticas. John Nelson Darby realizó varios viajes por los
Estados Unidos a fines del siglo pasado, propagando sus ideas sobre escatología. Dentro de su denominación (Piymouth Brethren) fue donde
se desarrolló más sistemáticamente la teología dispensacional; referente a esto, un autor de esa comente como lo es Charles Ryrie, dice: "No
cabe duda que los Hermanos de Piymouth... tuvieron mucho que ver con la sistematización y propagación del dispensacionalismo"
(Rispensacionalismo Hoy, pág. 85). Pero el instrumento que dio mayor auge y difusión al sistema fue la famosa Biblia Scofield que vino a
resultar de gran ayuda para popularizar el sistema.

El PD sostiene que el único método válido para interpretarla Biblia es el histórico literal y éste es uno de sus principales énfasis. En efecto,
Dwight Pentecost dedica los cuatro primeros capítulos de su obra Eventos del Porvenir a la cuestión hermenéutica. Afirma que "quizá la
consideración primaria en relación con la interpretación de la profecía es que, como en todos los demás campos de la interpretación bíblica,
debe interpretarse literalmente? (pág. 47). John Walwoord, citado por Hoyt, sostiene que "el pre-milenarismo está fundado principalmente
sobre la interpretación del Antiguo Testamento. Si se interpreta literalmente, el Antiguo Testamento da un claro cuadro de la expectativa
profética de Israel... La interpretación premilenial ofrece el único cumplimiento literal para cientos de versículos del testimonio profético. (The
Meaning of the Millenium, Four Views, pág. 67).

Los dispensacionalistas proponen que Jesús ofreció a Israel el reino davídico teocrático, el cual, al ser rechazado quedó suspendido (teoría de
la posposición del Reino). Es utilizado el esquema de Mateo para demostrar que el Reino fue ofrecido a Israel, que éste lo rechazó y que, por
ende, quedó suspendido. Hermán Hoyt sintetiza del siguiente modo este hecho: "Claramente, la nación de Israel llegó a estar empedernida en
su pecado (Mt. 12.24-45). Esto finalmente culminó en la muerte de Cristo, el rechazo del Reino y su suspensión para el presente (Mt. 12.38-
40). Habiendo rechazado al Rey, la nación de Israel rechazó el reino que Cristo vino a establecer. (pág. 86, The Meaning of the Millenium, Four
Views).

A raíz del rechazo del Reino por parte de Israel, Jesús inicia un nuevo programa no previsto en el Antiguo Testamento: la Iglesia. Dentro de
esta perspectiva, la Iglesia no es la comunidad mesiánica final. No es el pueblo de Dios prefigurado por el Israel del Antiguo Testamento. Es un
segundo pueblo que no hubiera surgido de no haber mediado el rechazo de Israel. En forma inequívoca, Pentecost afirma: "En las parábolas
(Mt 13.1-50) el Señor reseña el programa del desarrollo del Reino teocrático durante el período de ausencia del Rey, y anuncia el comienzo de
un programa completamente nuevo, no anunciado, e inesperado: la iglesia (Mt. 16.13-20) (Eventos del porvenir, pág. 351). Este aspecto no es
un accesorio del sistema, sino por el contrario, como dice Ryrie, "la clara diferencia entre Israel y la Iglesia... es parte vital del
dispensacionalismo". (Dispensacionalismo hoy, pág. 178).

La Segunda Venida de Cristo ocurrirá antes del Milenio y será en dos etapas. La primera es llamada el "rapto secreto". Su base escriturad está
especialmente en 1 Tesalonisenses 4.13-17 y Apocalipsis 4.1. En el primer pasaje Pablo dice que los que vivamos al momento de la Parusía
"seremos arrebatados juntamente con ellos? (los muertos que resuciten). Sobre el segundo pasaje (Ap. 4.1), donde el vidente Juan oye una
voz que le dice: "Sube acá", la nota de la Biblia Scofield dice textualmente: "Esta invitación parece indicar claramente el cumplimiento de la
primera cita 1Tesalonisenses 4.14-17". En la practica, estas dos etapas constituyen dos segundas venidas, tal como lo pone Samuel Vila que,
luego de discurrir referente al problema de la interpretación de la enseñanza paulina y del discurso escatológico de Jesús, dice: "Pero todo
queda aclarado y en su lugar, aceptando la hipótesis, bastante probada, de que tendrán lugar dos venidas, una secreta y otra pública".
(Cuando El venga, 134).

Luego del rapto secreto de la Iglesia, habrá en la tierra un período de Gran Tribulación. Algunos dispensacionalistas dividen ese período en
dos etapas de 3 años y medio cada una (42 meses), citando Apocalipsis 13.5 y Daniel 7.25. Durante este período, se predicará el Evangelio
del Reino y 144.000 judíos se convertirán (Ap. 7.8ss). También habrá convertidos de entre las naciones. (Biblia Scofield, nota de Ap. 7.14).

Al término de la Gran Tribulación, se producirá el regreso de Jesucristo, inaugurando así el Milenio que consistirá en un reinado de mil años
literales sobre la tierra. En cuanto al carácter del Milenio, se sostiene que será una teocracia, es decir, la restauración del reinado davídico bajo
el Ben David (Hijo de David) y que ese reino será de paz, justicia, santidad, prosperidad económica, etc. Durante el mismo, aparte de la
restauración de las 12 tribus de Israel y de la reedificación del templo de Jerusalén, se reanudarán los sacrificios del Antiguo Testamento.

Siguiendo con el PD, al final del Milenio. Satanás hará un último intento por rebelarse y lograr la hegemonía universal, pero será derrotado y
lanzado al lago de fuego (Ap. 20.7-10). Los muertos resucitarán y comparecerán ante el Gran Trono Blanco donde serán juzgados. Así se
inaugurarán el cielo nuevo y la tierra nueva.

Sobre lo que vendrá, Parte III


El retomo de Cristo será precedido por ciertos signos: predicación del evangelio a todas las naciones, conversión de la plenitud de Israel, gran
apostasía, gran Tribulación...

Parte III: El Amileniarismo


El Amilenarismo (A) es la corriente teológica que, a partir de una interpretación simbólica de Ap. 20.1-6, sostiene que el Milenio no es un
período definido que ocurrirá en el futuro sino que es una expresión referida a la era iniciada con la obra de Cristo y que se extenderá hasta Su
Segunda Venida en gloria.
El A también dice que la Segunda Venida, la que en su opinión será un solo evento escatológico, dará lugar en forma inmediata al juicio final y
al estado eterno. Esta postura teológica no ve base bíblica suficiente para esperar ni un Milenio literal futuro ni un mejoramiento moral del
mundo o una conversión del mismo antes de la Parusía.
David Bruce, en su artículo Formas de acercamiento a la profecía bíblica (Approaches to biblical prophecy), dice que varios Padres de la
Iglesia habrían suscripto al punto de vista amilenarista. Policarpo, Bernabé, Clemente y probablemente el documento La Didaché son
colocados por David Bruce en su lista de amilenaristas. Pero, sin dudas, el escritor más destacado del A, y de gran influencia en el
pensamiento cristiano del siglo IV en adelante, fue el africano Agustín de Hipona, considerado por varios historiadores como la mentalidad más
brillante del cristianismo después de San Pablo. Los reformadores también se identificaron, generalmente, con el A Se encuentran algunas
referencias de Lutero y Calvino hacia ese sentido. En la actualidad podría asegurarse que el A es la perspectiva teológica a la que suscribe la
mayor cantidad de los llamados cristianos en el mundo. Si bien es imposible dar una lista completa de teólogos y exégetas que adhieren a esta
posición, a modo ilustrativo pueden mencionarse los siguientes a F.F. Bruce, William Hendriksen, León Morris y John Stott.
ÉNFASIS Y CARACTERÍSTICAS
Los amilenaristas, al menos varios de ellos, han objetado el término Amilenarismo por considerarlo insatisfactorio como descriptivo de su
posición. Ese término parece sugerir que los adherentes al sistema no creen en absoluto en alguna forma de Milenio, como si ignoraran
prácticamente los primeros versículos de Apocalipsis 20. Se ha propuesto reemplazarlo por expresiones tales como "milenarismo realizado " u
otros parecidos. De todos modos, el cambio no es tan importante y, de hecho, históricamente a esta escuela se la ha conocido como
Amilenarismo.
La primera venida de Cristo representa para el A una "escatología inaugurada". Cristo ha ganado una victoria decisiva sobre el pecado, la
muerte y Satanás. Para los A el día más importante de la historia ha ocurrido en la cruz del Calvario.
Existe un único pueblo de Dios, compuesto por judíos y gentiles. En esto, hay total coincidencia con el Premilenarismo histórico.
El reino de Dios es tanto presente como futuro. Los A no creen que el reino de Dios sea primariamente un reino judaico que incluya la
restauración literal del trono de David. Ellos creen que el Reino ha sido iniciado por Cristo y está operando en la historia ahora, siendo
destinado a revelarse en plenitud en el futuro. Por eso, el Reino es tanto presente como futuro. Presentan textos tales como: Mt. 12.28; Lc.
17.20-21; Mt. 7.21-23; 8.11; 12; Ro. 14.17; 1Co. 4.19-20; Col. 1.13-14; 1 Co.6.9; Gá.5.21; Ef.5.5;2 Ti. 4.18.
Aunque el último día es todavía del futuro, desde el Hecho de Cristo en la cruz ya vivimos en los últimos tiempos. Apelan a los siguientes
pasajes:
Hch. 2.16-17; 1 Jn. 2.18; Jn. 6.39-40; 6.44,54; 11.24; 12.48; Ro.8.23; 2Co.5.17; lCo.6.19; Col. 3.9-10.
El retomo de Cristo será precedido por ciertos signos: predicación del evangelio a todas las naciones, conversión de la plenitud de Israel, gran
apostasía. Gran Tribulación y venida del Anticristo. Estos signos tendrán un clímax justamente antes de que el Señor retome. Esto será, según
el A, un solo evento. No habría en su estudio lugar para dos futuras venidas ni dos etapas de la Segunda Venida.
Después de la resurrección, cuando ocurrirá a la venida del Señor, los creyentes que estén vivos serán inmediatamente transformados y
glorificados. Aquí se concretará el arrebatamiento de que habla 1 Tesalonicenses 4.13 y ss. Luego del juicio final que tendrá como propósitos
revelar la glorificación de Dios en el destino final asignado a cada persona, y después de saber el grado de castigo que cada uno recibirá, se
verificará el comienzo del Estado Final. (Los pasajes bíblicos citados son: Ap. 21,22; Ro. 8.19-22; Is. 65.17; 66.22; ml 5.5; 2 Pe. 3.13). Es allí,
en los cielos y tierra nuevos, donde los A ven el cumplimiento de las profecías velero testamentarias que los dispensacionalistas toman como
referencias al milenio terrenal. Dice Hoekema: "Los amilenaristas, por lo tanto, no sienten necesidad de poner un milenio terrenal para proveer
el cumplimento a profecías de esta clase; ellos ven tales profecías como señalando un glorioso y eterno futuro que espera a todo el pueblo de
Dios. (The Meaning...).

Sobre lo que vendrá, Parte IV


Posmilenarismo es el punto de vista sobre las últimas cosas que sostiene que el Reino de Dios está ahora siendo extendido en el mundo, a
través de la predicación del evangelio y la obra salvadora del Espíritu Santo en los corazones de los individuos...

Parte IV: El Posmilenarismo


Un destacado autor de esta corriente escatológica define al Posmilenarismo (P) del siguiente modo: Posmilenarismo es el punto de vista sobre
las últimas cosas que sostiene que el Reino de Dios está ahora siendo extendido en el mundo, a través de la predicación del evangelio y la
obra salvadora del Espíritu Santo en los corazones de los individuos.Afirma también que el mundo será cristianizado totalmente y que el
retomo de Cristo ocurrirá al finalizar un largo período de justicia y paz, comúnmente denominado Milenio. De allí su nombre.

Aparentemente, existieron varias escuelas de P. En un artículo al respecto, Ernest F. Kevan distingue dos tipos de P: uno antiguo y otro más
reciente. "Algunos concibieron al milenio como algo del pasado, mientras que otros creyeron que pertenecía al futuro, posiblemente justo antes
de la segunda venida", dice Kevan en su Diccionario de Teología. Pero lo que hoy se conoce como P, generalmente responde a la segunda
definición.

El no parece tener representantes entre los Padres de la Iglesia. Sus principales exponentes habrían sido los puritanos de la Gran Bretaña y
autores de reconocida trayectoria como Charles Hodge, John Bunyan (el autor de El Progreso del Peregrino), Matthew Henry (famoso por su
comentario de toda la Biblia), Benjamín Warfield y Juan Murray. Con referencia a los puritanos, Juan Murray dice que "la fuente de esta
influencia (la que ellos ejercieron) fue su teología y, dentro de ella, fue una actitud hacia la historia y al mundo lo que los distinguió como
hombres de esperanza". (The Puritan Hope).
Precisamente, esa característica de esperanza y optimismo frente al futuro conoció su mayor esplendor en el siglo pasado, luego sufrió un
colapso en ocasión de ocurrir las dos guerras mundiales acaecidas en este siglo. Hoy puede decirse que el P no goza de muchos adherentes
y, por ende, carece de muchos adversarios.

ÉNFASIS Y CARACTERÍSTICAS

El P enfatiza la literalidad de los mil años, entendiéndose por ello un período de tiempo antes de que Cristo vuelva. El Milenio representa una
edad de oro, de prosperidad espiritual, durante la presente era de la iglesia. Los P creen que al fin del Milenio habrá un gran avivamiento, tanto
entre los gentiles como entre los judíos y que éstos últimos se convertirán masivamente, en cumplimiento de Romanos 11.25-27. Por otra
parte. también en esta época se manifestará la apostasía y el hombre de ilegalidad (2 Ts. 2.11 y subsiguientes). Finalmente, ocurrirá la
Segunda Venida de Cristo, Satanás será derrotado, los muertos resucitarán y habrá Cielo nuevo y Tierra nueva.

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