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Con la creación de las “cámaras aceleradoras de crecimiento orgánico” surgió una extraña

necesidad en la nueva subdivisión social de las clases; las máquina-personas eran en cierta forma
todos parte de un corpus que se prestaba a un solo origen, a la máquina o a la configuración
producida que es el proceso norma. Es así como todos se deben a un origen, pero no en el sentido
creacionista, sino configurativo desde el sentido biológico y social. Con mecanismos a máquina
para regular todos los accionares de aquella persona, su finalidad exacta en el universo, su razón
ontológica de existir y su situación social: la cyborgdemocracia decadente que solo podía ser una
agonía de lo pesada que estaba ya la historia, de lo agotada que estaba la humanidad: solo una
humanidad completamente enferma y oxidada podría aceptar tener una máquina en el cuerpo, no
como híbrido, sino como origen y destino común. Pero había una clase dominante que mantenía
la raza humana: ya para entonces significaba prestigio, raza aria y exclusividad, los sobrevivientes
de la historia de la evolución -¡cuántos no refutaron esta idea diciendo que la máquina se integraba
a este proceso, en parte por ser creación del ingenio humano y por ende su normalidad!-, esas razas
absurdamente explicadas que siempre han existido en el poder. Esa clase humana mantenía la
condición humana evolutiva porque eran felices resguardando su prestigio, su distinción, porque
tenían vicios que solo podían pagar con ese estilo de vida dominante heredero de procesos
anteriores de burguesía, eran inteligentes, tenían todo para serlo y manipular porque habían
inventado una máquina médica tan fuerte que configuraba al ser humano desde dentro. En esa
ocasión había ganado el mal. Y muchos archihistoriadores -sobrevivientes a la sobrecarga de los
años a estudiar y disminución del tiempo- sabios en el sentido del siglo xix, descubrieron que en
ese mundo solo vendría bien si comenzaban procesos de desextirpación la tripa henchida por las
“cámaras aceleradoras de crecimiento orgánico” que era su organismo determinante; un
cyborgcorazón con algoritmos creado por una cámara que determinaba su ser social, para lo que
debieron escindir sus cuerpos para sacar lo máquina, que era una especie de virus indeterminado
que corría por el cuerpo como pirañas, que se materializaba y desaparecía como neón pero en
materia y no luz. Los filósofos de la época -sagradamente nietzscheanos- culpaban en sus
encontrones a Platón por establecer un régimen funcional de distribución laboral en su República
mientras encendían sus cigarros y se besaban en los baños. El proceso era quirúrgico e ideológico.
Así que los nuevos grupos oprimidos por el algoritmo de esa subdivisión creada por la nueva
máquina del origen socializado -porque este aparataje tenía que pensar mecanismos históricos para
ingresarlos en forma de algoritmos o fórmulas- aprendieron a mutilar sus cuerpos, a echarlos en
camillas y abrirlos y cerrarlos fácilmente, con el fin de extirpar ese virus, esa carne de máquina
histórica, como un proceso más, como un examen de ingreso a la revolución.

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