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Domingo I de Adviento

1 diciembre 2019

Mt 24, 37-44

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del Hombre
pasará como en tiempo de Noé. Antes del diluvio la gente comía y bebía y se
casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban
llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo
del Hombre: dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo
dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el
ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso estad
también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el
Hijo del Hombre”.

DEJA DE BUSCAR, DÉJATE ENCONTRAR

Entre los creyentes, el término “adviento” –“venida del Señor”–


evoca la esperanza de una plenitud futura que habría de saciar todos
nuestros anhelos. Es sabido que los primeros discípulos de Jesús –y,
probablemente, él mismo– esperaban un final del mundo inminente.
Eso es, al menos, lo que indican las palabras que Marcos pone en su
boca: “Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto [la
“venida del Hijo del hombre”] suceda” (Mc 13,30; Mt 24,34).

El texto que se lee en este primer domingo de Adviento


pertenece al llamado género apocalíptico. Este género literario,
recurriendo a imágenes y a palabras que parecen evocar catástrofes,
se utiliza para hablar de un futuro que se entiende como “renovación”
o novedad radical.

Más allá de las imágenes utilizadas, la intención parece clara:


es una llamada a “despertar”, a “estar en vela”, a “estar
preparados”…

¿En qué consiste “despertar”? En comprender qué somos. Lo


cual significa salir de la creencia que nos identifica con el yo separado
para llegar a la comprensión de nuestra verdadera identidad.

El yo separado se define por la carencia. Y eso mismo es lo que


hace que se proyecte hacia “fuera” y hacia el “futuro”, buscando ahí la
plenitud de la que carece. Donde hay identificación con el yo habrá
inexorablemente soledad, miedo y ansiedad. Porque lo que llamamos
“yo” es un haz de necesidades y miedos, invencibles en tanto en cuanto
nos mantengamos en esa creencia errada, que constituye la ignorancia
radical o, si se prefiere simbólicamente, nuestro “pecado original”. Ahí
se encuentra, en efecto, el origen de nuestra confusión y de nuestro
sufrimiento.

Es evidente que la persona en la que nos experimentamos es


sumamente débil, frágil y vulnerable: pura necesidad. Pero la
personalidad no constituye nuestra identidad. La primera es, en todo
caso, la “identidad” pensada –lo que pensamos que somos, lo que nos
han transmitido–; la segunda es “Eso” inefable que compartimos con
todos los seres y constituye el “misterio” último de todo lo real.

“Personalidad” e “identidad” constituyen los dos niveles en los


que nos movemos. La sabiduría pasa por desplegar nuestra
personalidad en conexión con la identidad profunda.

La pregunta “¿quién soy yo?” remite a mi persona. Sin embargo,


la de “¿qué soy yo?” apunta a mi identidad. A aquello a lo que se refería
sabiamente José Saramago cuando expresaba: “Dentro de nosotros
hay algo que no tiene nombre; ese algo es lo que somos”.

Y si bien nuestra persona se define por la necesidad y la


carencia, lo que somos realmente es plenitud. La comprensión de ello
nos libera de la falsa creencia original y de la ansiedad que busca y
proyecta fuera y en el futuro aquello que echa en falta.

A partir de ahí, dejamos de buscar y nos dejamos encontrar.


Pero no por “alguien” que, desde fuera, nos salvara, sino por Aquello
que somos en profundidad y que teníamos olvidado. Deja de correr
ansiosamente y déjate “alcanzar” por aquello que eres.

Comprende qué eres y vive desde esa comprensión. Ahí se


resume la invitación de Jesús: “Estad en vela”. El “Hijo del hombre” –
otro modo de expresar nuestra identidad– “viene” –está viniendo–,
pero no del futuro, sino de lo profundo.

¿Vivo buscando o dejándome encontrar por lo que soy?

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