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ANIBAL

La ofensiva militar de Aníbal Barca contra la República de Roma marcó


a varias generaciones de romanos, como lo había hecho Alejandro en el
imaginario heleno. Aníbal cruzó los Alpes en noviembre del año 218 a.C. y
cayó con violencia sobre la Italia septentrional. Los romanos no estaban
acostumbrados a un ataque de esas características, y menos procedente
de Cartago, que en la Primera Guerra Púnica se había limitado a una
estrategia comedida y concentrada en Hispania. ¿Quién era ese genio
inesperado capaz de dar un vuelco a la suerte de Cartago?
No era un hombre sino un rayo, pues «Barca» no era un apellido sino
un apelativo de barqä («rayo», en lengua púnica). Hijo del
general Amílcar Barca y de su mujer ibérica, Aníbal se crió en el ambiente
helenístico propio de Cartago, una vieja colonia fenicia que había
evolucionado hasta convertirse en un potente imperio con presencia en la
Península Ibérica. Se sabe que aprendió de un preceptor espartano,
llamado Sosilos, las letras griegas, y que juró a los 11 años que nunca sería
amigo de Roma y emplearía «el fuego y el hierro para romper el destino»
de esta ciudad. Así lo empezó a hacer con la conquista en el año 219 A.C.
de Sagunto, ciudad española aliada de Roma, cuyo ataque precipitó una
nueva guerra entre las dos grandes potencias mediterráneas, la República
de Roma contra Cartago.
La respuesta de Roma fue inmediata: se preparó para llevar la guerra
a África y a la Península Ibérica. Uno de los dos cónsules de ese año se
dirigió a Sicilia a preparar un ataque sobre la propia Cartago, mientras el
otro cónsul, Publio Cornelio Escipión (el padre de «El Africano»), se dirigió
al encuentro de los hermanos Barca en la Península. No obstante, los planes
de Aníbal iban más allá de combatir en España. Ante la sorpresa general,
decidió invadir Roma por tierra, en parte obligado por la inferioridad
naval y las dificultades financieras para armar una armada. Aníbal partió
con un ejército compuesto por 90.000 soldados de infantería, 12.000
jinetes y 37 elefantes, que fue incrementándose al principio del camino con
tropas celtas y galas, que también se sumaron a la ofensiva contra Roma. En
su ausencia, confió el gobierno de España a su hermano Asdrúbal.
Escipión se enteró en Massilia (Marsella) de que Aníbal ya se
encaminaba hacia Roma. La presencia cercana de las tropas romanas obligó
a Aníbal a entrar en Italia atravesando los Alpes con ayuda de guías
indígenas. La travesía, que tuvo lugar en invierno, se desarrolló en quince
días, pero el precio pagado en vidas humanas fue muy alto, ya que al llegar a
la altura de Turín tan solo quedaban vivos 20.000 infantes, 6.000 jinetes
y un elefante. Aníbal, además, perdió su ojo derecho a causa de una
infección durante el dificultoso trayecto.
Tras el dictador llega el desastre de Cannas
En las cercanías de Verceil, Escipión trató de cerrar el paso a las
fuerzas invasoras y sufrió una grave derrota a manos de la caballería púnica.
A continuación, su colega en el consulado, Sempronio Longo, unió su
ejército a los restos del de Escipión y se enfrentó al cartaginés en Trebia,
donde fue derrotado de forma estrepitosa. Al año siguiente fue Aníbal el
que emboscó a uno de los cónsules, Flaminio, que pereció junto a 15.000
hombres. El genio militar había llegado a Italia para quedarse.
Las bajas romanas fueron aterradoras en esa fase de la Segunda
Guerra Púnica y Aníbal demostró con creces que –como señala Adrian
Goldsworthy en su libro «Grandes generales del ejército romano»
(Ariel)– «era uno de los comandantes más capaces de la Antigüedad y
comandaba un ejército superior en todos los aspectos a las inexpertas
legiones romanas». La ferocidad del ataque de Aníbal colocó a Roma a las
puertas de la derrota total y obligó a la República a recurrir a dos veteranos,
Fabio Máximo y Marco Claudio Marcelo, que ni siquiera estaban en
edad de disponer de mando directo sobre el terreno. Las reglas de ese tipo
estaban para saltárselas en casos de emergencia.
Ninguno de los dos consiguió infligir una derrota decisiva a Aníbal
pero al menos salvaron la ciudad cuando todo parecía perdido. Tras la
muerte de Flaminio, Fabio Máximo fue nombrado dictador con
imperium supremo para hacerse cargo de la defensa de Roma, que se
encontraba completamente a merced del avance cartaginés. Fabio
Máximo evitó trabar combate con Aníbal, si bien consiguió debilitarle
lentamente aprovechando la dificultad que tenía de recibir refuerzos y
suministros. Cuando Fabio Máximo llevaba seis meses como dictador,
renunció al cargo al considerar que había logrado su objetivo de alejar la
amenaza sobre Roma. Al año siguiente, no en vano, Roma perdió cualquier
ventaja adquirida y se situó exactamente al borde del precipicio tras el
desastre de Cannas.
La más famosa de las batallas de la antigüedad tuvo lugar el 2 de agosto
del 216 a.C. Aníbal venció a un ejército muy superior en número al suyo
empleando una táctica envolvente y aprovechando las condiciones del
terreno (estrecho y plano). Colocó en el centro a su infantería hispana y gala
en un semicírculo convexo, poniendo en las alas a su infantería africana. El
círculo de hombres se expandió , antes de cerrarse lentamente. Como
resultado, las fuerzas de Aníbal causaron cerca de 50.000 muertos, entre
los que figuraba el cónsul Lucio Emilio Paulo, dos ex-cónsules, dos
cuestores, una treintena de tribunos militares y 80 senadores. Su
movimiento en tenaza ha sido un recurrente objeto de análisis de la Historia
Militar, siendo aplicado por los alemanes tanto en la Primera Guerra
Mundial como en la Segunda.
La ciudad de Roma quedó, definitivamente, a la espera de que el
cartaginés se decidiera a asediarla, lo cual jamás hizo. «Los dioses no han
concedido al mismo hombre todos sus dones; sabes vencer, Aníbal, pero no
sabes aprovecharte de la victoria», afirmó según la leyenda Maharbal, fiel
lugarteniente de Aníbal. Los romanos nunca entendieron el motivo por el
qué no intentó destruir la ciudad y perpetuaron la imagen de un Aníbal a
las puertas de la ciudad acobardado por el poder romano. Lo cierto es que
el genio militar no contaba con el equipamiento ni los suministros
necesarios para acometer una empresa así. Su situación en la Península
itálica era precaria, siendo su principal objetivo derrotar a Roma
aislándola diplomáticamente y debilitando su poder frente a sus aliados
latinos. Tras la batalla, Aníbal desplegó una intensa labor diplomática en el
sur de Italia aprovechando el efecto de su victoria. Pactó con varias
ciudades italianas y garantizó su autonomía con el fin de establecer un
protectorado en el sur de Italia y Sicilia.
Escipión «El Africano» derrota a Aníbal
Tal vez con lo que Aníbal no contaba era la rápida capacidad de
rehacerse de su enemigo. Roma contestó poniendo al frente de la
República en el año 214 a.C. de nuevo a Fabio Máximo y al también
veterano Claudio Marcelo. El escudo y la espada de Roma, como fueron
apodados, contuvieron la herida de la ciudad a la espera de que la incursión
de Aníbal perdiera fuerza. Lejos de sus bases de avituallamiento, sin
posibilidad de recibir refuerzos, ya que su hermano Asdrúbal había sido
derrotado y muerto por Claudio Nerón en la batalla de Metauro en 207
a.C, el ejército de Aníbal quedó aislado e inmovilizado en la Italia
meridional durante varios años, situación que aprovecharon los romanos
para contraatacar. Precisamente fue esa nueva generación de romanos,
con Claudio Nerón y Publio Cornelio Escipión «El Africano», que estuvo
presente en Cannas con un cargo menor, la que dio el golpe definitivo a
Aníbal en los siguientes años.
Como había buscado sin éxito su padre, «El Africano» trasladó la
guerra a Hispania y expulsó de allí a los cartagineses. Sus esfuerzos
obligaron a Aníbal a regresar a África, donde fue vencido en la batalla de
Zama, en el 202 a.C. A consecuencia de esta derrota, Cartago se vio
obligada a firmar una paz humillante, que puso fin al sueño cartaginés de
crear un gran imperio en el Mediterráneo occidental.
Pero Aníbal no se dio por vencido. Intentó reconstruir el poder militar
cartaginés, pero, perseguido por los romanos y acosado por sus enemigos
en el Senado de Cartago, tuvo que huir y refugiarse en la corte de Antíoco
III de Siria. Fue la primera de las muchas etapas de su largo exilio, donde
el más emblemático enemigo de Roma fue agasajado por distintos reyes
asiáticos que aspiraban a aumentar las prestaciones militares de sus
ejércitos.
Estando bajo la protección del Rey de Bitinia (un antiguo reino
localizado al noroeste de Asia Menor), Aníbal decidió suicidarse al
sospechar que agentes romanos estaban cerca de capturarle en el invierno
del 183 a. C. empleando un veneno que llevó durante mucho tiempo en un
anillo. Según el historiador clásico Tito Livio, Aníbal murió curiosamente
el mismo año que Escipión «El Africano», cuando ya contaba 63 años.

Aníbal
(Aníbal Barca; Cartago, hoy desaparecida, actual Túnez, 247 a.C. -
Bitinia, actual Turquía, 183 a.C.) Militar cartaginés. Era hijo de Amílcar Barca,
quien, según la leyenda, le hizo jurar odio eterno a los romanos ante los
dioses. Tras la muerte de su padre (229 a.C.) y el asesinato de su
cuñado Asdrúbal (221 a.C.), Aníbal asumió la jefatura del ejército cartaginés,
que ya entonces controlaba el sur de Hispania.

Desde su base de Cartago Nova (la actual Cartagena), Aníbal realizó


varias expediciones hacia el altiplano central y sometió a diversas tribus
iberas. En el 219 a.C. destruyó Sagunto, ciudad aliada de Roma, y traspuso el
Ebro, río en que, siete años antes, cartagineses y romanos habían fijado el
límite de sus respectivas influencias en territorio peninsular; esta acción
significó el inicio de la Segunda Guerra Púnica (219-202 a.C.).

En la primavera del 218 a.C., Aníbal concedió a su hermano Asdrúbal


Barca el mando de las tropas en Hispania y partió hacia Italia con un ejército
de 60.000 hombres y 38 elefantes. Después de atravesar los Pirineos, y los
Alpes, llegó a la llanura del Po, donde derrotó a los romanos sucesivamente
en Tesino y en Trebia, a pesar de las numerosas bajas que había sufrido en el
curso de la marcha.

Al año siguiente, una nueva victoria, esta vez junto al lago Trasimeno, le
dio el control sobre la Italia central. Aplastado el ejército romano de Flaminio,
Roma quedó a merced del cartaginés, pero Aníbal no se atrevió a asaltar las
sólidas murallas de la ciudad y prefirió dominar la Italia meridional. En agosto
del 216 a.C., venció en Cannas a las tropas de Lucio Emilio Paulo y Marco
Terencio Varrón, cuyos efectivos duplicaban a los suyos.

No obstante, lejos de sus bases de avituallamiento y sin posibilidad de


recibir refuerzos, ya que su hermano Asdrúbal había sido derrotado y muerto
por Claudio Nerón en la batalla de Metauro cuando se dirigía a socorrerle (207
a.C.), y habiendo fracasado en el intento de atraer a su causa a los pueblos
itálicos sometidos por Roma, el ejército de Aníbal quedó aislado e inmovilizado
en la Italia meridional durante varios años, situación que aprovecharon los
romanos para contraatacar.

Tras expulsar a los cartagineses de la península Ibérica, el general


romano Publio Cornelio Escipión, llamado el Africano, desembarcó cerca de
Cartago (203 a.C.), hecho que obligó a Aníbal a regresar a África, donde fue
vencido en la batalla de Zama, en el 202 a.C. A consecuencia de esta derrota,
Cartago se vio obligada a firmar una paz humillante, que puso fin al sueño
cartaginés de crear un gran imperio en el Mediterráneo occidental.
Con todo, Aníbal, elegido sufeta para los años 197 y 196 a.C., intentó
reconstruir el poderío militar cartaginés, pero, perseguido por los romanos,
hubo de huir y refugiarse en la corte de Antíoco III de Siria, a quien indujo a
enfrentarse con Roma, mientras él negociaba una alianza con Filipo V de
Macedonia. A raíz de las victorias romanas sobre los sirios en las Termópilas
(191 a.C.) y en Magnesia (189 a.C.), Aníbal huyó a Bitinia, donde decidió
quitarse la vida el año 183 a.C., para evitar que el rey Prusias lo entregase a
Roma y ante la imposibilidad de encontrar un refugio en que pudiera sentirse
seguro.

“¿POR QUÉ ANÍBAL NO


DESTRUYÓ ROMA?”.
Gabriel Roselló

Tercer día de agosto del año 216 a. C. El sol amanecía radiante sobre las
planicies de la Península Itálica. Su luz resplandeciente iluminaba también el
exquisito verdor de las tierras de Apulia, en el sureste, y a pesar de ello un
lugar despertaba en la más desgarradora penumbra…

Nos encontramos en el territorio restringido a un lado por el río Ofanto,


que los latinos llamaban Aufidus, y al otro por la pequeña localidad de Cannas.
Una rapaz carroñera alza el vuelo alertada por el hedor que como
consecuencia del calor estival comienza a desprender el fruto de la muerte. A
miles de pies sobre la superficie de la tierra puede contemplar la catástrofe.
Tan sólo la barbarie humana podría haberle proporcionado tan inmenso festín.
Millares de cuerpos yacen exánimes en la llanura. Son en su mayoría romanos,
pero los hay también en número ingente de otras razas y naciones del mundo
conocido. Las cifras barajadas por historiadores más célebres en asumir la
cuestión no dejan lugar a dudas. El latino Tito Livio concluye que 45.000
guerreros de infantería, 2.700 jinetes con sus cabalgaduras, 80 senadores, 29
tribunos, 2 cuestores, e incluso uno de los dos cónsules, el patricio Lucio Emilio
Paulo, se extendían sin vida en la llanura de Cannas tras su fracaso en la
ofensiva del día anterior. Aún más funesto aflora el informe del ateniense
Polibio, quien incrementa la cantidad de víctimas a 70.000. Quintiliano escribe
que fueron 60.000. Apiano, 50.000. En realidad el dígito exacto no es
relevante. Lo verdaderamente fundamental es que en Cannas este buitre
puede contemplar la mayor derrota padecida por Roma desde su fundación,
allá por el año 756 a. C. Más de quinientos años de historia, en su mayoría de
gloria, para que un forastero arribado de tierras lejanas donde los rayos solares
broncean las teces de los hombres, infringiese el más peligroso escarmiento a
los soberbios descendientes de Marte.
Aquel extranjero era nada menos que el célebre Aníbal Barca,
cartaginés. Su fama en Roma había ido acrecentándose en los años
preliminares gracias a sus triunfos sobre sus legiones en las batallas
de Tesino (218 a. C.), Trebia (218 a. C.) y Trasimeno (218 a. C.). Era por ende
vástago del glorioso general Amílcar Barca, una auténtica pesadilla para los
generales romanos durante la I Guerra Púnica (264- 241 a. C.), y miembro
ilustre de una de las más notorias familias de Cartago: los Bárcidas. Los
romanos habían temido a Amílcar hasta el punto de otorgarle el sobrenombre
de “el rayo” en virtud a la vivacidad manifestada en sus maniobras militares, y
ahora recelaban aún más de su hijo, que ya había expuesto sus innatas dotes
al mostrarse capaz de trasladar II Guerra Púnica (218- 202 a. C.) a los confines
de la propia Roma después nada menos que de atravesar los
implacables Alpes en pleno invierno del 219 al 218 a. C.

Aníbal progresaba desde entonces por los dominios itálicos con el


estruendo y la amenaza que suscitan los pasos de un gigante. Su patria,
Cartago, se disputaba la preponderancia del Mediterráneo con la voraz Roma,
y ahora, después de su magnífica victoria en Cannas, sus pies tenían vía libre
para reducir al silencio todo lo que el hombre había edificado en
el pomerium (recinto sagrado de la ciudad) que abrazaba las siete colinas.
Muchos romanos cargaban ya sus enseres preparados para escapar de las
garras del enemigo, otros se afanaban en disponer la defensa de las murallas
y los sacerdotes brindaban exequias a las divinidades para aplacar su
descontrolada ira. En las mentes de todos ellos retumbaba la cadencia de los
cuernos de las tropas púnicas aproximándose para someterlos a un asedio tan
atroz como el llevado por ese mismo enemigo sobre la ciudad de Sagunto,
que, como todos recordaban, había conducido a sus habitantes a tomar el
camino del sacrificio tras ocho meses de adversidades. Las mujeres lloraban
con sus retoños en brazos, los hombres ceñían sus armas, y por encima de
todo, un clamor enfermaba el fragor de sus corazones: Hannibal ad portas. Sin
embargo, el púnico jamás alcanzaría las puertas de la ciudad. Dicen, eso sí,
que en un alarde de altanería galopó raudo sobre su corcel hacia Roma, y una
vez enfrente de sus murallas y elevó su espada como un conquistador ante las
miradas atenuadas de sus ciudadanos. Pero nada más.

Y he aquí dónde hallamos uno de los enigmas más colosales que se


conocen. Quién sabe qué habría sucedido si Aníbal hubiese decidido tomar al
asalto el centro de operaciones de su enemigo: la populosa Roma. No
olvidemos que su ulterior superioridad en la II Guerra Púnica catapultaría a sus
ciudadanos al dominio sobre el mundo mediterráneo, y por consiguiente, a su
romanización. Nuestra civilización es, en parte, producto de su raíz cultural. Es
posible que si Aníbal hubiera ganado aquella guerra, nuestros principios se
hubieran desarrollado sobre las bases de su erudición semítica oriental. El
propio Tito Livio asumía, con respecto a la derrota romana en Cannas que “su
trascendencia habría sido mayor si el enemigo hubiera seguido adelante”. Por
decirlo de alguna manera, lo que podría haber supuesto el sepulcro de Roma,
acabó resultando su renacimiento.

No hay duda de que después de Cannas Aníbal podría haberse lanzado


sobre Roma como una fiera sobre su acorralada presa. En su camino no
hubiese tropezado con barrera alguna. Con uno de los cónsules fallecido y otro
aislado al sur, en la población de Venusia, miles de rehenes en su posesión, y
unos aliados itálicos indiferentes a la suerte de los romanos, da la sensación
de que el Bárcida hubiese logrado tomar al asalto la ciudad en un tiempo no
excesivamente dilatado. Tal hecho se reafirma si tenemos en cuenta que por
aquellas mismas fechas el principal socio de los romanos, Hierón de Siracusa,
que amparaba el conflicto desde Sicilia, acababa de padecer un severo
correctivo por parte de una flota cartaginesa, con lo que había quedado
claramente interceptado. En estas circunstancias, ¿qué oposición se hubiesen
encontrado los cartagineses en su marcha sobre Roma? La respuesta es que
prácticamente ninguna. En la ciudad del Tíber únicamente permanecían esas
milicias urbanas –constituidas básicamente por aquellos ciudadanos que aún
no estaban capacitados para combatir en el frente, bien por su juventud, o bien
por su senectud o cualquier otro tipo invalidez- comandadas por los pretores
de la ciudad, que nada hubieran podido obrar contra un ejército profesional y
organizado como el de Aníbal, que además gozaba de una moral henchida
después de tan magnífico éxito y de tan grandioso botín. En efecto, los
mercenarios habían aprovechado su triunfo para desvalijar a los cadáveres y
saquear el campamento romano, como solía ser habitual en este tipo de
situaciones.

En este contexto, preguntarnos por qué motivo el Bárcida Aníbal decidió


no aventurarse a la ocupación o destrucción de Roma en aquellos instantes
parece algo muy natural. No se trata de una interrogación ni mucho menos
ociosa, pues de ello, y aunque sus contemporáneos lo ignoraban por completo,
dependía el futuro de nuestra civilización occidental.

No obstante, y aún tratándose de un acontecimiento tan referido,


todavía no existe quién haya encontrado esa declaración inapelable que
dilucide completamente la cuestión. Tito Livio nos presenta a un Aníbal
rodeado de sus oficiales y guerreros que le felicitan, quizá demasiado optimista
después de la batalla Cannas. Así es que, en lugar de partir de inmediato hacia
Roma, decide dar descanso a sus hombres. En este punto asoma la figura de
uno de sus allegados, el comandante de caballería Mahárbal, quien, hablando
probablemente como lo habría hecho el propio Livio –su narración es
absolutamente novelesca, especialmente en los fragmentos en los que se
infieren diálogos-, se dirige a su general en jefe en los siguientes términos: “Al
contrario –no des descanso todavía a los soldados-, para que sepas lo que se
ha jugado en esta batalla, dentro de cinco días celebrarás un banquete en el
Capitolio. Sígueme, yo iré delante con la caballería para que antes se enteren
de que vamos a llegar”.

La sentencia reproducida por el historiador latino: “dentro de cinco días


celebrarás un banquete en el Capitolio”, ha quedado grabada en letras de oro
en el relato de las Guerras Púnicas. Si en algún momento Cartago fue dueña
de la situación y estuvo próxima a la victoria, no fue otro que aquel. ¿Era Aníbal
consciente de ello? Se trata de un hecho verdaderamente incierto, sin
embargo, los conocimientos que tenemos sobre este personaje, admirado por
amigos y rivales, sugieren a todas luces que sí lo era. A pesar de su juventud
–rondaba la treintena de años-, Aníbal era ya un general experimentado. Había
sido instruido en el arte de la guerra desde su niñez. Era un entusiasta de las
más famosas batallas que se habían librado hasta sus días; admirador de
Alejandro III el Grande y del rey Pirro de Epiro, iba casi siempre acompañado
por sus mentores e historiadores helenos: Sosilo, un griego nativo de la colonia
sícula de Kale Akté, y Sileno, de la vieja Esparta. Sin duda el cartaginés era
consciente de las consecuencias que el presumible sitio podría comportar para
sus enemigos, y probablemente por este motivo a las tentaciones
de Mahárbal respondió con una negativa. ¡No marcharía sobre Roma!
Entonces, el oficial, extraordinariamente decepcionado, le amonestó con esta
aseveración: “La verdad es que los dioses no se lo conceden todo a una misma
persona. Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria”.

Estos vocablos son formidablemente llamativos. De hecho, antes de


iniciar su travesía hacia Italia, encontrándose aún en la ciudad de Cartago
Nova (Cartagena), capital púnica en la Península Ibérica, narran las fuentes
que Aníbal tuvo un curioso sueño. En el mismo, que tenía lugar en un territorio
desconocido, los dioses se dirigían a él a través de un emisario que le
ordenaba insistentemente no volver su mirada bajo ninguna circunstancia, lo
cual nos remonta al famoso episodio bíblico de Sodoma y Gomorra, en el que
la insensata esposa de Lot es transformada en estatua de sal por contravenir
el mandato de Yahvé de no mirar atrás. Y así, el orgulloso cartaginés,
contrariando igualmente advertencias similares, se giraba para vislumbrar a
sus espaldas la destrucción de Italia. Su cuerpo no padeció ningún tipo de
mutación, pero con ello la narración sugiere que las divinidades le habían
querido mostrar el que debía de haber sido su destino. Aníbal, al
desobedecerles, les habría ofendido, y por ello, aunque él era un acérrimo
devoto del dios fenicio Melqart (relacionado con el Hércules romano), no
podemos obviar las primeras palabras que Tito Livio pone en boca
de Mahárbal: “los dioses no se lo conceden todo a una misma persona”. El
escritor romano significa que fue su falta de fe lo que le llevó al fracaso. En
cuanto a: “sabes vencer, pero no sabes aprovechar la victoria”, nos retrotrae a
la existencia de un célebre general helenístico muy admirado por Aníbal: Pirro,
rey de Epiro, quien en la guerra (281- 272 a. C.) que conllevó contra romanos
y púnicos –por aquel entonces aliados- acabó derrotado aún habiendo vencido
en todas las batallas excepto una. De ahí, como sabrán, la expresión “victoria
pírrica”.

Aún obviando la sentencia de Mahárbal, digna del relato novelesco de


Tito Livio pero por todo lo demás improbable, debemos creer que Aníbal era
plenamente consciente de tener la destrucción de Roma en sus manos. Tal
vez no dispusiese del material de asedio adecuado para someter una ciudad
ya muy desarrollada a un sitio prolongado, pero tenía otras ventajas. Para
empezar, contaba con innumerables rehenes, personajes de renombre dentro
de la sociedad romana, de los que podría haber sacado un buen pellizco, o
bien intercambiado por material bélico. Sabemos incluso, que muchos de los
opulentos de Roma estaban considerando seriamente la posibilidad de huir a
algún reino helenístico y abandonar así a los suyos si a Aníbal se le pasaba
por la cabeza la idea de acercarse al Capitolio. A todo ello podemos añadir el
control provisional del escenario naval por parte de los cartagineses después
de su victoria sobre Hierón de Siracusa. A decir verdad, el único territorio en el
que los romanos combatían en igualdad de condiciones en aquellos instantes
era lejana Hispania.

Hay quien ha señalado que Aníbal no arrasó Roma merced a una simple
valoración táctica. Arguyen estos autores que no quiso perder tiempo en un
asedio prolongado cuando parecía más sencillo aislar esta ciudad del resto de
toda Italia. Así, según esta tesis, el púnico pensó que le resultaría más
beneficioso aprovechar el tiempo durante el que su enemigo permaneciese
noqueado para convertirse en el señor de toda Italia y convertir a Roma en una
simple provincia de la nueva capital que él mismo ya había ideado para este
extenso territorio: la cercana ciudad de Cápua.

Otro sector de la historiografía, poseedor de una mentalidad más


romántica y tal vez más humana, alega, y valga como ejemplo el texto del
escritor alemán Joachim Fernau en su novela “Ave César” (1975), que Aníbal
Barca no devastó Roma simplemente porque él no era un destructor.
El Bárcida quería aplacar a los romanos desmoronando las estructuras de su
imperio territorial, liberando a sus oprimidos, y convenciendo a sus aliados para
que se cambiaran de bando. Y es que, nunca un hombre tuvo tan a su alcance
cambiar el destino de la humanidad.
Fernau decía que “Aníbal jamás odió a Roma. Era su enemigo porque
consideraba el brutal imperialismo romano como algo perjudicial para todo el
mundo antiguo mediterráneo y porque despreciaba la falta de cultura de Roma,
aquel pedazo de tierra donde no crecía más que el hierro.

Con este corazón, Aníbal resultaba incomprensible incluso para los


cartagineses; parecía más griego que semita. Los cartagineses eran más
semitas que griegos, naturalmente. La misión que le encomendaron a Aníbal
surgió del espíritu de ellos, no del de él. Roma les había cortado las arterias y
debía ser destruida. Sicilia y Cerdeña debían ser devueltas a Cartago; la
“pacífica” competencia económica, la coexistencia, debían recuperar su orden
anterior al de la primera guerra.

Aníbal lo comprendía perfectamente, pero su concepto de la


“destrucción de Roma” era otro. No se puede arrasar una ciudad como Roma,
no puede despreciarse así como la vida de doscientos mil seres humanos, no
se puede erradicar una historia que ya tiene trescientos años.

La idea de Aníbal, convertido en político por necesidad, era diferente.


Quería romper el poderío militar de Roma en una serie de batallas abiertas;
estaba convencido de poder hacerlo, como ya lo había demostrado en Trebia y
en el lago Trasimeno. Su superioridad táctica era indiscutible. También había
podido constatar una cosa: un ejército de “paisanos” (el romano), era técnica
y atléticamente inferior a un ejército de profesionales (el suyo).

Pero había un segundo objetivo que parecía a Aníbal igualmente


importante, incluso decisivo: debía romper la cohesión del imperio, dividir la
federación itálica, quitarles a los pueblos de Italia el temor hacia Roma y
devolverles la independencia. Tenía la convicción de que todos lo estaban
deseando. Pensó en los celtas, en los umbros, etruscos, samnitas, en las
antiguas ciudades griegas de Tarento y Siracusa; indudablemente, en una
especie de imperio de Habsburgo, que se desmoronaría al dejar impotente a
Roma. La propia Roma, la ciudad de Roma, la tierra del Lacio, tenía que
sobrevivir. Él no era un exterminador”.

Lo cierto es que las fuentes que escribirían sobre esta guerra fueron
extremadamente crueles con el héroe de Cartago. Pero como suele decirse en
estos casos: el único que prospera es el testimonio de los vencedores. Los
puños de dos autores pro-romanos, Polibio y Cornelio Nepote, llegaron a
redactar que, siendo Aníbal aún un niño, su padre Amílcar le ordenó jurar odio
eterno a los romanos ante un altar dedicado a la máxima divinidad de los
cartagineses: Ba’al Hammón, que se relacionaba con el Júpiter Óptimo
Máximo de Roma. Las mismas calumnias extendieron las tintas de Valerio
Máximo, según el cual durante esta misma época, observando Amílcar a sus
hijos jugando a las peleas, habría exclamado: “¡He aquí los leones que he
creado para la ruina de Roma!”. Pero nada más lejos de la realidad. Estas
leyendas no expresan más que el miedo y el respeto que los romanos tuvieron
durante toda su historia hacia el que fue su mayor ogro; su “Duque de Alba” o
su “Barbaroja”. De hecho, los acontecimientos demuestran que los hermanos
menores de Aníbal, Asdrúbal y Magón, como él mismo, combatieron única y
exclusivamente por la supervivencia de Cartago, y jamás para el exterminio de
su enemigo.

Y en efecto, el tiempo demostraría que el Bárcida no fue un


exterminador, ni mucho menos, y que si no redujo a polvo y cenizas a la
“Ciudad Eterna”, es porque era un hombre culto y sabio. No puede ponerse en
duda que aquello formase parte de un plan predeterminado para someter a
sus enemigos al rango de provincia, pero parece claro que ni aún en el peor
de los casos el más célebre de los púnicos habría actuado como
posteriormente, durante la III Guerra Púnica (149- 146 a. C.), lo harían los
romanos espoleados por el famoso discurso del político Catón el Viejo. Sus
vocablos: “Ceterum, ceseo Carthaginem esse dependam” (“Por lo demás,
pienso que Cartago debe ser destruida”), acabarían desembocando en una
confrontación desigual entre los dos eternos enemigos que provocaría la ruina
de la ciudad de Cartago. Los romanos masacraron a la población, saquearon
sus hogares, destruyeron sus edificios y templos, y sembraron de sal sus
tierras para que nada volviera a crecer allí. Años después aquel territorio
declarado maldito, ahora con el apelativo de Colonia Iulia, se convertía en la
colonia más productiva de todas las de su Imperio Occidental.

ANIBAL BARCA (247 a.C.-183 a.C.)


PARTE 1ª
En este capítulo voy a contaros las hazañas de Aníbal, para mí el segundo mejor general de toda la
Historia (el primero sin discusión fue Alejandro Magno), cuya vida se cruza con la de Publio Cornelio
Escipión (el Africano) que fue el único que lo pudo derrotar (en la batalla de Zama). Aníbal puso en
jaque al Imperio Romano, es el enemigo mas grande y peligroso al que se enfrentó Roma en toda
su historia, el que mas daño le ocasionó. Os voy ha hacer una comparación que os resultará
imposible e inimaginable, y hasta absurda, pero que es válida para haceros una idea del personaje:
Imaginaros que un general mejicano montase un ejército y decidiera invadir Estados Unidos, que
entrase en USA y derrotara a los norteamericanos varias veces en su territorio, llegase a Washington
pero decide no entrar a destruirla, dedicándose durante casi 15 años a pasearse por USA y
derrotándolos tantas veces como éstos se decidían a atacarle. Sería asombroso ¿no? Pues eso hizo
Aníbal con todo un Imperio Romano. Vamos allá.
Aníbal fue el actor principal de la Segunda Guerra Púnica, entre Roma y Cartago, nació en el año
247 antes de Cristo, en Cartago (lo que hoy es el norte de Túnez), era el hijo mayor del general
cartaginés Amílcar Barca, su madre era hispana. Su padre le puso un maestro espartano que le
enseñó griego, la historia de Grecia y el arte de la guerra. No era ningún bárbaro, fue educado al
modo helenístico, en el noroeste de Africa los pueblos eran de cultura griega. Cuando el nace tan
solo hace 76 años que ha muerto Alejandro Magno que había conquistado todo el noroeste de Africa.
Hay que tener en cuenta que toda la historia de Aníbal y de sus guerras con Roma nos ha llegado
gracias a historiadores romanos (Tito Livio, Cicerón, Polibio, Apiano, etc), o sea, sus enemigos. Dice
la historia que su padre Amílcar le hizo jurar que nunca pactaría con Roma y que lucharía siempre a
hierro y fuego contra ella. Muerto su padre tomó el mando del ejército cartaginés en Hispania su
cuñado Asdrúbal (el Bello) que continuó con la formación de Aníbal, cuando este tenía 18 años le
encomendó el mando de la caballería cartaginesa, desde ese primer momento se revela su
capacidad como líder entre sus soldados, su resistencia, sus estrategias y el temple en el campo de
batalla contra los pueblos íberos de la Península Ibérica. Asdrúbal firmó un tratado con Roma (226
a.C) por el cual se dividían la Península Ibérica en dos zonas, al norte del río Ebro para Roma y al
sur del mismo para Cartago. El Ebro era la frontera, Cartago no se extendería al norte del río y de la
misma forma Roma no lo haría hacia el sur. En el 221 a.C. Asdrúbal fundó la actual Cartagena en lo
que hoy es la provincia de Murcia (Cartago Nova), este mismo año Asdrúbal es asesinado por un
esclavo galo. Aníbal es nombrado comandante en jefe del ejército cartaginés con tan sólo 25 años.
A continuación se dedica a consolidar el poder cartaginés al sur del Ebro. Roma teme el poder
creciente de los cartagineses en Hispania por lo que firma una alianza con la ciudad de Sagunto,
declarándola un protectorado romano, muy al sur del río Ebro. Roma subestimó a Aníbal y al ejército
cartaginés, se creía muy fuerte y para nada pensaba lo que iba a venírsele encima. Aníbal entendió
esa alianza un incumplimiento del tratado firmado por Asdrúbal, en el 226 a.C., entre Cartago y
Roma, por lo que decidió asediar Sagunto y pedir su rendición a Cartago. Se inicia la Segunda Guerra
Púnica. Roma manda embajadores a Cartago y alega que en ese mismo tratado los cartagineses
firmaron que no podían atacar a un aliado de Roma. El gobierno de Cartago rechazó las alegaciones
de Roma y le declaró la guerra. Sagunto resistió ocho meses el asedio pero acabó siendo
conquistada y destruida por Aníbal, en el transcurso del asedio Aníbal fue herido en una pierna por
una lanza arrojada desde las murallas de Sagunto.

Roma decidió atacar en dos frentes, uno en el norte de Africa, directamente hacia Cartago, y otro
frente en Hispania. Aníbal disponía de espías dentro de los dominios de Roma que siempre le
mantuvieron perfectamente informado, su red de espías fue siempre una de sus mejores armas, en
apariencia eran comerciantes, allí donde había una legión romana habían espías, en la misma ciudad
de Roma tenía a varios. Aníbal trastocó todos los planes de Roma con una estrategia inverosímil,
increíble: atacaría al mismo corazón de Roma, atravesaría los Pirineos, la Galia y los Alpes y llevaría
la guerra a Italia. Mandó varios contingentes de íberos al norte de Africa para ayudar a la defensa
de Cartago, dejó varios regimientos en Hispania al mando de su hermano Asdrúbal. El se puso al
frente de las mejores tropas cartaginesas atravesando los Pirineos, fue reclutando tropas a lo largo
de su trayecto, contrató a celtas y a galos como mercenarios ya que querían combatir a los romanos
porque los consideraban sus enemigos conquistadores, y a Aníbal y su ejército los que los iban a
liberar de la opresión de Roma. Esta fue siempre la visión estratégica que Aníbal utilizaba para
levantar a muchas tribus y pueblos en apoyo suyo contra Roma. Siempre mandaba representantes
suyos, por delante de él, para negociar y trabar alianzas a lo largo de su trayecto. Cuando se enfrentó
para atravesar los Alpes (octubre del año 218 a.C.) contaba con un ejército de unos 40.000 infantes
y unos 8.000 jinetes y 37 elefantes de guerra. Al parecer los historiadores ya están de acuerdo en
que Aníbal y su ejército cruzaron los Alpes por el puerto de Clapier, alcanzando la región de Turín,
ya en Italia, perdió mas de 5.000 hombres en el cruce de los Alpes.

La primera batalla de cierta importancia fue la de Ticino, o Tesino, en la que se enfrentó al ejército
romano al mando del Cónsul Publio Cornelio Escipión (padre del Africano, del mismo nombre), la
derrota del ejército romano fue rápida y resultó herido el mismo Cónsul Cornelio Escipión, al que
salvo de morir en la batalla su propio hijo Publio, el futuro “Africanus”, que participó con 18 años al
mando de un regimiento de caballería romana. El ejército romano se desbandó y se dirigió hacia
Plaisance, a la espera de la llegada del Cónsul Tiberio Sempronio Longo que venía desde Sicilia con
sus tropas, que tenía preparadas para combatir contra los cartagineses en el norte de Africa, pero el
Senado de Roma le cambió los planes, mandándole que acudiera, con la mayor urgencia, al norte
de Italia a luchar contra Aníbal. El prestigio de Aníbal se vio muy fortalecido, logrando reclutar mas
de 10.000 soldados entre lombardos, galos y ligures.
En Plaisance se encontraron los dos ejércitos romanos. En diciembre del 218 a.C., se desarrolló la
Batalla de Trebia, Anibal planificó diversas escaramuzas, que realizó con la ayuda de su hermano
Magón, arrastrando al ejército romano a una emboscada junto al rio Trebia, el ejército romano lo
mandaba el Cónsul Tiberio Sempronio (Publio Cornelio, todavía convaleciente de sus heridas en
Ticino, no participó). La derrota de los romanos fue total, unas 30.000 bajas entre muertos, heridos
y prisioneros, los cartagineses sufrieron entre 4 y 5 mil bajas

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