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LA SOLIDARIDAD - Camilo Maccise

I. La "koinonía": utopía cristiana

La solidaridad cristiana hunde sus raíces en el proyecto salvífico de Dios. Este va en la línea de la
comunión y participación, que han de plasmarse en realidades definitivas, sobre tres planos inseparables:
la relación del hombre con el mundo como señor, con las personas como hermano y con Dios como hijo.
Dios, en efecto, se manifiesta en la revelación bíblica como alguien que quiere hacernos sus hijos y que
nuestras relaciones con él sean de confianza y responsabilidad, en lugar del fatalismo de los que viven sin
esperanza y sin Dios en el mundo (cf Ef 2,12). Sin Cristo, la situación de los hombres era de separación,
indiferencia y odio. El, nuestra paz, nos salvó haciéndonos hermanos para la solidaridad en el servicio
mutuo, en el amor de una familia por encima de razas, clases sociales, sexo (cf Gál 3,26-28; 5,13; Ef 2,14).
Las relaciones del hombre con el mundo están igualmente presentes en el proyecto de Dios. En él se
orientan en una línea nueva. El hombre debe pasar de un uso de los mismos que lo aliena, lo esclaviza y
lo lleva a oprimir a los demás, a un uso de la libertad que lo hace compartir las cosas con los hermanos en
una solidaridad de la que brota una sociedad justa y humana. En el plan de Dios, en efecto, los bienes son
un lugar de encuentro con él y con los demás. La creación, sometida por el egoísmo humano a una
utilización desviada de esclavitud-opresión que genera la división, anhela ser liberada de la servidumbre de
la corrupción para ser puesta al servicio de la comunión en el amor solidario (cf Rom 8,19-22).
Por todas estas razones, el amor de Dios, que nos transforma, se vuelve por necesidad comunión
de amor con los demás y participación fraterna. Esta exige un trabajo por la justicia, porque no puede haber
verdadera comunión si no se proyecta sobre las realidades temporales.
La solidaridad cristiana, como lo señalamos, se funda en la koinonía con Dios y con los hermanos,
que Cristo nos comunica y que los cristianos debemos testificar (cf 1 In 1,1-4). Esta koinonía, comunión en
la solidaridad que parte de Dios, expresa la utopía del reino, entendida no como ideal inalcanzable, sino
como una realidad ya presente, que tiende a anticipar en realizaciones imperfectas en la historia la plenitud
definitiva. Todo el plan salvífico de Dios apunta hacia ese desarrollo y esa meta de la koinonía.
Encontramos, por ello, en la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento una presentación clara de las
exigencias del amor a Dios y al prójimo, que son el camino para la realización del reino y la transformación
de la historia. Al mismo tiempo, se señala en la Escritura la solidaridad cristiana a través de la presentación
de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

1. "KOINONIA" CON DIOS EN LA "KOINONIA" CON EL HERMANO. Tanto en el AT como en el NT, la

experiencia de fe es una experiencia que compromete en la vida. El compromiso se da de manera especial


en las relaciones con el prójimo. El amor al hermano aparece en la Biblia como el camino para la experiencia
de Dios y como la expresión de su autenticidad. Los profetas expresan de muchas maneras esta experiencia
de Dios en el amor eficaz y concreto al prójimo. Hay en sus escritos varios conceptos que parten de la vida
y que constituyen un criterio para discernir la autenticidad de una experiencia de comunión con Dios.
Entre ellos destaca el de "conocimiento de Yahvé". En él se manifiesta una relación existencial con
Dios que compromete profundamente con el prójimo. "Conocer a Yahvé" es "juzgar la causa del humillado
y del pobre" (cf Jer 22,16; Miq 6,8). Hay otra idea afín a la anterior, que señala también el sentido de la
experiencia de Dios a través de la fe. Es lo que podemos llamar "religión interior" o religión auténtica. Según
este concepto, el hombre se encuentra con Dios, llega a tener un "conocimiento" de él en la práctica de la
justicia, el derecho, la misericordia (cf Jer 9.22-23). Esto es, junto con la fe, el fundamento de la verdadera
religión.

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En ella no hay lugar para pseudo-experiencias del Señor en el formalismo y ritualismo, que
pretenden tranquilizar la conciencia. El amor a Dios es fruto y expresión del amor al prójimo. En el
Deuteronomio aparece como la principal obra del amor a Dios la observancia de sus mandatos, y éstos se
refieren, en gran parte, a las relaciones con el prójimo (cf Dt 5,2-21).
La misma doctrina, en forma más perfecta, se encuentra en el NT. Juan escribe su evangelio y sus
cartas a partir de una experiencia de fe de lo que es la comunión con Dios en la experiencia de la vida
fraterna. La fe y el amor son para Juan los criterios para ver si existe una real comunión con Dios, o si se
trata sólo de una experiencia imaginada y vacía de contenido real (cf 1 Jn 1,1-4; 3.10-18).
El evangelista contempla, a la luz de la fe, las manifestaciones de Dios, su manera de actuar en la
historia de la salvación. Reflexiona especialmente sobre el don que el Padre nos hizo de su Hijo (cf Jn 3,16),
y llega a la conclusión de que "Dios es amor". Esta experiencia del amor de Dios a los hombres tiene una
consecuencia para la vida del creyente: hay que imitarlo en las relaciones con el prójimo. Es aquí donde se
encuentra a Dios con seguridad (cf 1 Jn 4,11-20).
El amor al prójimo es la respuesta del hombre al amor de Dios y de Cristo. Debe ser un amor que
se manifieste en obras, un amor efectivo (cf 1 Jn 3,18), ya que su fuente y modelo es el amor de Cristo y la
unidad que existe entre el Padre y el Hijo (cf Jn 17,20-23.26). El amor nos da confianza para el día del juicio,
pues como Cristo es actualmente (vive en el amor del Padre), así el que practica el amor. Este amor excluye
el temor servil (cf 1 Jn 4,17-18).
Vivir en el amor es para san Pablo manifestar el amor de Cristo. Esto debe extenderse incluso a los
enemigos. Como el de Dios, el amor cristiano debe ser universal, generoso, gratuito, de iniciativa, eficaz,
manifestado en obras. El amor dirige la fe y la esperanza activa (cf Gál 5,6; Rom 5,5-11); es el primer fruto
del Espíritu (cf Gál 5,22); es el vínculo de la perfección, que une y sostiene todas las demás actitudes
cristianas (cf Col 3.12-14).
Por el amor participamos en el que Dios nos tiene (cf Ef 1,4; Rom 5,8; 8,32), y en el de Cristo (cf Gál
2,20). El amor cristiano es superior a todos los carismas (cf 1 Cor 12,31) porque en él se encuentra la
plenitud de la ley. La fe actúa, es decir, despliega su fuerza y su poder, por medio del amor (cf Gál 5,6); la
esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf Rom 5,5-11).
El amor fraterno es una manifestación del amor que el Padre nos ha mostrado en el don de su hijo;
es su imitación del amor de Cristo. En él encontramos la respuesta perfecta del amor al Padre y a los
hermanos: "Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por vosotros" (Ef 5,2). Hay que amar a todos
los hermanos, sin cansarse de hacer el bien (cf 2 Tes 3,13), procurando vivir en paz con todos (cf 1 Tes
5,13). Sin el amor los carismas perderían su fuerza y su sentido.

2. LA SOLIDARIDAD CRISTIANA: IGLESIA, PUEBLA DE DIOS Y CUERPO DE CRISTO. La solidaridad en


la historia de la salvación aparece ya en el AT. Dios elige a un pueblo: hace una alianza con él, que refuerza
la solidaridad de quienes lo forman y concretiza las exigencias de la misma. Cristo realiza la nueva alianza
anunciada por los profetas (cf Jer 31,3134; Mt 26,2728). Jesús fundó el Nuevo Pueblo en su sangre y él es
la cabeza de ese pueblo (He 20,28; Ef 4,15). Pablo insiste en la unidad en la diversidad que se da en la
comunidad cristiana. Hace derivar la unidad del plan divino de salvación: "Hay un solo Señor, una sola fe y
un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por todos y en todos" (Ef 4,56). En
esa Iglesia tienen cabida todos los hombres, judíos y griegos, esclavos o libres, varones o mujeres (cf Gál
3.28; Ef 3,6). Cristo ha destruido la barrera que había entre ellos; ahora todos son partícipes de la única
salvación (cf Ef 2,16).
La Iglesia es el Nuevo Israel que peregrina (cf 1 Cor 10,1-11): es el pueblo de Dios "celador de
buenas obras" (Tit 2,14). Los creyentes son bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo (cf 1

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Cor 12,13). Este cuerpo es el Cuerpo de Cristo porque él es la cabeza (cf Col 1.18; Ef 1.22-23), el redentor
(cf Ef 5,23-27), la fuente de su crecimiento y de su vida (cf Ef 4,15-16; Col 2,19). El Espíritu es la causa de
la unidad del Cuerpo, porque une al cristiano con Cristo en el bautismo (cf 1 Cor 6,11; Rom 6,1-11) y a los
creyentes entre sí (cf 1 Cor 12,13).
En ese Pueblo de Dios se dan diversos carismas: dones que comunica Dios gratuitamente para el
servicio mutuo (cf 1 Cor 12,4-11; Rom 12,48; Ef 4,7-16). Entre los carismas existe unidad, porque los
comunica el mismo Espíritu; y diversidad, para que se cumplan todas las funciones del Cuerpo de la Iglesia.
Hay entre los carismas una jerarquía que se deriva del mayor o menor servicio que prestan a la comunidad.
Un doble principio de orden rige la actividad de los carismas: el amor, que es superior a ellos, y la dirección
apostólica como centro de comunión y discernimiento. La unidad solidaria de la Iglesia no se identifica con
la uniformidad. Por el contrario, se da en un pluralismo de concretizaciones de la misma fe y de la misma
caridad (cf Gál 2,11-14).
Una expresión de la solidaridad cristiana de la koinonía que Cristo nos ha comunicado es la
comunidad de bienes. Con ella desaparecen las categorías "rico-pobre": "no había entre ellos indigentes"
(Hech 4,34). Este paso del egoísmo y de la injusticia a la justicia y al compartir aparece en el episodio del
encuentro de Cristo con Zaqueo. La koinonía con el Señor trae un cambio para él. que le lleva a repartir sus
bienes y a restituir lo defraudado (cf Lc 19,9-10). La verdadera riqueza cristiana es precisamente esta
capacidad nueva de compartir; de abrirse al prójimo en la koinonía, convencidos de que todo es nuestro,
nosotros de Cristo y Cristo de Dios (cf 1 Cor 3.22-23).

II. La solidaridad cristiana en el mundo actual

La doctrina de la koinonía cristiana ha tratado de vivirse de acuerdo con las circunstancias de cada
época. Ya desde los principios de la Iglesia aparece que los creyentes no se limitaron a anunciar el
Evangelio del amor, sino que se esforzaron por vivirlo en la fraternidad de sus comunidades. Allí
la koinonía fue encontrando sus cauces de expresión: comunidad de bienes, atención a los más
necesitados, preocupación por todos los que sufrían. Surgieron las más diversas iniciativas como
manifestación concreta de solidaridad cristiana. Estas formas de caridad eclesial se fueron adaptando a los
diversos contextos sociológicos. Algunas se transformaron; otras desaparecieron con el pasar del tiempo.
En la base de la evolución y del cambio estuvo la conciencia de que la fe tiene que manifestarse en obras
de amor eficaz. Lo que pudo servir en un momento de la historia se reveló ineficaz en otra situación; lo que
apareció como oportuno en un determinado ambiente cultural y social resultó contraproducente en otro.
Estas constataciones han hecho comprender la necesidad de releer, a partir de un conocimiento de
la realidad social, las exigencias de un amor eficaz que exprese, en cada época, la solidaridad cristiana. El
análisis de los mecanismos sociales en el mundo de hoy ha llevado al descubrimiento del prójimo
necesitado, sumergido en condicionamientos de todo tipo, esclavizado por estructuras injustas, impotente
como individuo para superar la injusticia y la deshumanización de la sociedad. Se ha tomado conciencia de
que las causas de esas situaciones no son fortuitas, sino estructurales: colonialismos y neocolonialismos
internos y externos, imperialismos, dependencia. economías de guerra. La solidaridad de tipo asistencial,
que no deja de ser necesaria, se revela ahora insuficiente.

1. DESAFÍOS DE UNA SOLIDARIDAD EFICAZ. La solidaridad humana y el amor fraterno están


exigiendo hoy la búsqueda de estructuras más justas en el campo económico, social y político, tanto a nivel
nacional como internacional. En otras palabras. la solidaridad debe expresarse a nivel institucional, porque

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los medios de la caridad individual son cada día más limitados. En eso consiste la dimensión social o política
de la caridad. Su ejercicio se enfrenta con una serie de desafíos que hay que tener presentes.
a) Un mundo de desigualdad, opresión e injusticia. La toma de conciencia de la unidad de la familia humana
y de la interdependencia de los pueblos y naciones, al mismo tiempo que ha hecho crecer el sentido de la
solidaridad, ha descubierto las grandes divisiones e injusticias sociales, económicas, raciales e ideológicas
que caracterizan la realidad humana. A pesar de los esfuerzos que se han hecho, existen en el mundo
profundas desigualdades y divisiones que están exigiendo una transformación de los sistemas sociales,
políticos y económicos en las naciones y en la comunidad internacional. El poder económico y de decisión
está en manos de pocos; millones de personas viven en condiciones infrahumanas, mientras ingentes
capitales se gastan en armamentos. Por otra parte, persisten aún las discriminaciones raciales, que son un
desafio a la concepción cristiana del hombre.
Ante esta situación, el amor cristiano pide una solidaridad que impulse a trabajar por la creación de
estructuras sociales más justas. A partir de un cambio de mentalidad, que el mismo trabajo por la
transformación social va pidiendo, se deben superar las actitudes egoístas. Sólo así se evitará que la
organización social degenere en una nueva dominación de unos por otros. Para respetar los valores de
fraternidad, solidaridad, igualdad y personalización, se requiere una conversión continua. Con realismo
cristiano hay que ver, por otra parte, las tensiones que surgen cuando se emprenden caminos concretos a
partir de un análisis de la sociedad y de opciones prácticas. Estas tensiones son un primer paso para la
construcción de una sociedad solidaria y fraterna.
b) La lucha de clases y el amor cristiano. No se puede negar que existe en la sociedad una división que no
depende sólo del factor económico, pero que, en gran parte, está condicionada por él. Esto genera
conflictos, enfrentamientos y luchas. El amor cristiano no puede negar esa realidad, pero debe buscar
superarla en la justicia. El amor eficaz hacia el oprimido por una violencia institucionalizada lleva a asumir
su causa, incluso como un modo de expresar el amor hacia el opresor. No se trata de destruirlo, sino de
liberarlo a través de la implantación de la justicia, que haga posible una auténtica fraternidad y brinde las
condiciones para la paz.
El creyente, guiado por el amor, está llamado a participar en los proyectos de liberación de un modo
profético, encarnando su fe en un trabajo de solidaridad con los hermanos. En la comunidad de oración y
discernimiento, a la luz de la Palabra irá aprendiendo a reconocerse como hijo de Dios; irá descubriendo
sus derechos y los de los demás; podrá organizarse para acciones en el ámbito social y político. De esta
manera, mantendrá una actitud crítica ante todo proyecto y ante toda ideología, sin dejar por ello de trabajar
con otros hombres de buena voluntad en la construcción de una nueva sociedad más de acuerdo con el
plan de Dios. En ese plan no caben la opresión del hombre por el hombre, de unas clases sociales por otras
y de unos países por otros.
c) Solidaridad con los pobres y evangelización. Al definirse la Iglesia del Vat. II como Iglesia de los pobres
no estaba haciendo otra cosa que tomar conciencia de su misión evangelizadora. Ella continúa la de Cristo,
que vino a "evangelizar a los pobres" (cf Lc 4,18-19). Sólo desde el pobre y en solidaridad con él, se puede
evangelizar, como Jesús, a los demás sectores de la sociedad, en orden a una conversión con
consecuencias sociales. La opción de los pobres es una exigencia de fidelidad evangélica. Jesús la presentó
como señal mesiánica (cf Mt 11,1-6). Además, es uno de los "signos de los tiempos" en los que Dios habla.
El servicio de la evangelización liberadora genera dificultades y persecuciones. Estas exigen una
purificación constante, que también se origina en la experiencia de ser evangelizado por los pobres. La
evangelización liberadora está en conexión necesaria con la promoción humana, el desarrollo. Busca liberar
al hombre de la esclavitud del pecado personal y social, de todo lo que divide en la sociedad y que tiene su
fuente en el egoísmo, para que se vaya abriendo paso en la historia una koinonía en la que estén presentes

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no sólo las dimensiones espirituales, sino también lo social, lo político, lo económico, lo cultural y el conjunto
de sus relaciones.

2. CAMINOS CONCRETOS DE ACCIÓN SOLIDARIA. El amor cristiano está íntimamente ligado a la acción
(cf 1 In 3,18). La caridad no se opone a la lucha necesaria en favor de la justicia, más bien la anima y
sostiene. El mandamiento del amor es algo subversivo y liberador, porque pide "construir un mundo en el
que cada hombre, sin exclusión de raza, de religión, de nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente
humana, libre de esclavitudes que provienen de los hombres y de una naturaleza no dominada
suficientemente.
a) La denuncia de la injusticia. La situación injusta en la que viven millones de hombres de todos los países
es contraria al plan de Dios. Sus condiciones de vida son infrahumanas, sus derechos prácticamente
ignorados o incluso aplastados; son víctimas de todo tipo de opresiones. Idénticas injusticias se cometen a
nivel de relaciones entre los diversos pueblos y naciones.
Esta conciencia de la injusticia está pidiendo de la Iglesia una denuncia profética. No se puede callar ante
"hechos y estructuras que impiden una participación más fraternal en la construcción de la sociedad y en el
goce de los bienes que Dios creó para todos'. Hay que ser voz de los que no tienen voz para impedir que
las sociedades se sigan construyendo de acuerdo con esquemas anticristianos e inhumanos. Es
sumamente importante partir de un conocimiento de la realidad y de una reflexión desde las bases para
lograr, en comunión eclesial, una mayor fuerza en la denuncia pública. Cuanto más amplia sea la solidaridad
en la denuncia, mayor presión ejercerá en las estructuras para el necesario cambio.
b) La defensa y promoción de los derechos humanos. En la base de muchas injusticias sociales está la
violación sistemática de los derechos humanos. Un análisis de este fenómeno revela que las violaciones
proceden generalmente de una estructura social. Ella margina a sectores mayoritarios de la población y les
priva de los medios para poder ejercer sus derechos y participar en el desarrollo de la sociedad.
Existe hoy en el mundo la conciencia de la dignidad humana y de la necesidad de promover los
derechos de las personas. Los cristianos, como parte de la familia humana y como testigos de la vida del
Señor Jesús'', están cada vez más comprometidos en la defensa y promoción de los derechos humanos,
en colaboración práctica con todos los hombres de buena voluntad. La Iglesia ha comprendido que esa
promoción es requerida por el Evangelio y es central en su ministerio 20.
c) La acción internacional. El progreso ha hecho al mundo pequeño. Eso ha traído como consecuencia una
creciente interdependencia de las diversas naciones. Ante esta evolución de la humanidad, las instituciones
nacionales son, en muchas ocasiones, insuficientes para resolver los problemas de la paz, de la pobreza y
de la miseria, del hambre, del progreso técnico e industrial de los países en vías de desarrollo, de la
economía. El hombre debe encontrarse con el hombre, las naciones deben encontrarse como hermanos y
hermanas, como hijos de Dios, para poder edificar el futuro común de la humanidad.
La solidaridad cristiana, si quiere ser eficaz, deberá extenderse en círculos concéntricos: individual,
comunitario, nacional, hasta llegar al de los organismos internacionales. El concilio Vat.II invitaba a los
cristianos a cooperar en la edificación de un nuevo orden internacional más justo, participando en las
instituciones que lo promueven y procuran.
Consciente de la necesidad de una acción internacional, el mismo concilio sugirió la constitución de
un organismo de la Iglesia universal para fomentar en todas partes la justicia y el servicio a los más
necesitados. En 1967, Pablo VI realizaba este deseo con la institución de la Pont. Comisión de Justicia y
Paz. Se le señalaba como finalidad la de suscitar en los cristianos un conocimiento de lo que significa hoy
su misión para que promuevan el desarrollo de los pueblos y la justicia social entre las naciones.

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III. Líneas de una espiritualidad de la solidaridad internacional

El trabajo comprometido en una evangelización liberadora para conseguir una solidaridad de los hombres
entre sí que haga posible la comunión y participación, a las que Dios nos llama, origina algunas experiencias
espirituales.
1. EXPERIENCIA DE DIOS COMO SEÑOR DE LA HISTORIA. El trabajo para ir logrando cada vez más
una solidaridad humana y cristiana hace percibir la acción de Dios en la historia. El aparece guiándola desde
dentro. En las luchas y esfuerzos difíciles en el camino de construcción de una sociedad más justa y más
humana, Dios aparece animando y conduciendo a los hombres de buena voluntad hacia metas nuevas y
por caminos antes insospechados. Una espiritualidad de la solidaridad va teniendo una conciencia creciente
de que es Dios quien da sentido a la historia de los hombres y de que Jesucristo es inspirador de los cambios
sociales. En él, el Padre ha querido crear una nueva humanidad con la colaboración libre y responsable de
los hombres.
Esta experiencia de Dios como Señor de la historia hace surgir la esperanza como seguridad de
que, con la colaboración humana, él realizará los anhelos de solidaridad que infunde en el corazón de los
hombres. La esperanza lleva a juzgar con sentido crítico la vida personal y social; orienta y sostiene los
esfuerzos por vivir como una familia de Dios que manifiesta la koinonía, que será plena al final de los
tiempos. La acción del Señor de la historia suscita en cada época una nueva forma de esperanza que,
asumiendo los valores del pasado, se abre con disponibilidad a los nuevos horizontes de la historia.

2. EXPERIENCIA DE UNA FRATERNIDAD UNIVERSAL EXIGENTE. El amor cristiano cobra hoy


dimensiones universales y se vuelve por necesidad comunión de amor con todos y participación fraterna, y
principalmente obra de justicia para los oprimidos, esfuerzo de liberación para quienes más la necesitan...
proyectada sobre el plano muy concreto de las realidades temporales. Las exigencias de la fraternidad,
dinamizada por el amor cristiano, superan las de una sociedad simplemente justa. Llevan incluso a sacrificar
los propios derechos por los derechos de los demás en actitud solidaria que comparte todo.
La fraternidad cristiana revela, en el compromiso por la solidaridad, una dimensión universal que
tiene su origen en la paternidad de Dios sobre todos los hombres, a quienes ha hecho hijos suyos y
hermanos de Cristo. La solidaridad que pide el amor cristiano no se encierra en los límites estrechos de
nacionalismos exagerados o regionalismos mal entendidos. Hay en ella una apertura a la universalidad. Los
hombres estamos llamados a vivir como una familia de Dios.

3. EXPERIENCIA DE LA CONVERSIÓN COMO DESPOJO Y COMPROMISO. Los cambios rápidos y


profundos que se están realizando en el mundo traen consigo una carga muy fuerte de inseguridad e
incertidumbre. El rostro nuevo de la solidaridad cristiana impulsa a una búsqueda constante. En ella la
conversión acentúa el aspecto de despojo y de compromiso. Ante todo, se hace necesario un
desprendimiento de modos de pensar y de ser. Se requiere un cambio de lugar social para ver la realidad
desde los pobres y marginados, y desde allí evangelizar a todos. Hay que estar disponibles para vivir nuevos
estilos de organización y de convivencia social que favorezcan una mayor justicia y respeten la dignidad
humana de todos. Y esto supone renuncias a situaciones de privilegio personal o de grupo.
Al despojo debe unirse el compromiso. No basta experimentar sensiblemente "los gozos y
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres'. Se
requiere aceptar los cuestionamientos que presentan y, sobre todo, empeñarse en un trabajo solidario para
la transformación de las estructuras injustas e inhumanas, con todas las consecuencias que eso trae
consigo.

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