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Agustín Jaramillo Londoño

Las orejas del Conejo

¿Ustedes no saben, mis hijitos, por qué el Conejo tiene las orejas tan grandes? Porque...
antes las tenía chiquitas, chiquitas... ¡Bueno! Les voy a contar.

Resulta que un día el Conejo resolvió ir al cielo a pedile a mi Dios que lo hiciera más
grande, pues decía que estaba cansao de que todos los animales le pegaran.

Arregló un hatillo con sus corotos pal viaje y echó monte arriba, monte arriba hasta que
llegó a un palacio muy hermoso, todo di oro y de vidrios de colores y adornao con
diamantes y piedras preciosas.

–Este tiene que ser el cielo –se dijo el Conejo y llamó a la puerta. Al rato salió San Pedro a
abrir.

–¿Qué se te ofrece, Conejo? –le preguntó.

–Vengo a hablar Con Dios.

–¡Eh! Vos no podés entrar aquí –dijo San Pedro como muy ofuscao y fue a cerrar la puerta.

–¡Ay! ¡San Pedrito! –suplicó el Conejo–. Yo tengo que hablar con Dios un asunto muy
importante.

–¿Qué tenés que hablar con Él? –preguntó San Pedro. –Vengo a pedile que mi haga más
grande, porque como soy tan chiquito, todos los animales me pegan.

San Pedro se rascó la calva y arrugó la frente, como sin saber qué hacer.

–¡Ay, San Pedro, déjeme entrar! ¡Ay, San Pedrito! No mi haga perder el viaje, que vengo
desde muy lejos...

–¡Entrá, pues, hombre! –dijo San Pedro, al tiempo que abría la puerta–. Velo, velo, allí está
sentao en el trono.

Entró el Conejo a un salón grandísimo y subió las escaleras de nubes hasta el trono del
Señor.
–¿A qué venís por aquí, hombre Conejo? –preguntó mi Dios.

–¡Ay, mi Dios! –respondió el Conejo–, vengo a pedile que mi haga más grande; como soy
tan chiquito, todos los animales me pueden y yo no tengo armas para defenderme como
tienen todos los animales. ¡Fíjese, Señor, que yo no tengo ni cachos, ni colmillos, ni
veneno, ni espinas, ni garras, ni nada! Y por eso, todos los animales abusan de mí.

–¡Ajá! –dijo Dios, y se quedó mirando al Conejo como con cierta risita–. ¡Conque querés
que ti haga más grande! Bueno. Me parece muy bien. Yo sí ti hago más grande, si me traés
las lágrimas del Tigre, los dientes del Caimán, la Culebra y las Abejas.

Esto qui oyó el Conejo y sin esperar más salió brincando de alegría. Cuando llegó a la casa
arregló cuatro calabacitos y se los amarró a la cintura con una cabuyita. Y echó a andar...

Lo único que le preocupaba por el momento, era conseguir el primer encargo: las lágrimas
del Tigre. Después, ya se vería...

* * *

Salió pal monte y se metió en la espesura. Después de mucho andar y de pasar ríos y
cañadas llegó a un punto por onde pasaba el Tigre todos los días y se sentó a esperar.

Así que vio qu’el Tigre ya venía, se puso a llorar a todo grito, como muy afligido.

–¿Qué le pasa, tío Conejo? ¿Por qué llora tan triste? –dijo el Tigre, arrimándose
despaciecito.

–Pero, ¡cómo, tío Tigre! ¿Usté no sabe la desgracia?

–No. ¿Cuál desgracia?

–¡Cómo que cuál desgracia! ¡Pues la muerte de tía Tigra!

–¡Imposible! ¡No me diga! Si ayer no más la vi...

–Pues ya lo ve, tío Tigre; así es la vida. Anoche murió en una cañada.

Fue tanta la pena del Tigre, que se sentó junto al Conejo y se puso a llorar con él.

Esto esperaba el Conejo y al mismo sacó un calabacito y se puso a aparar los lagrimones. A
lo que el calabazo estuvo lleno, lo tapó bien y echó a correr gritando:

–¡Mentiras, tío Tigre! ¡Mentiras, tío Tigre! ¡Yo era a ver si usté sí la quería...!
El Tigre, muy bravo, salió detrás a alcanzar al Conejo, pero éste ya le había cogido la
delantera y se le voló.

* * *

Llegó el Conejo a un río muy grande onde vivía el Caimán y fue y se sentó a la orilla y se
puso a tocar su tiple y a cantar muy alegre. A poco rato, atraído por la música, salió el
Caimán y se puso a oír.

–¿Qué canta, tío Conejo? –preguntó el Caimán.

–Unas trovas que aprendí.

–Écheselas, a ver.

El Conejo comenzó a trovar y el Caimán a reíse. De golpe el Conejo, que estaba listo,
agarró una piedra y le tiró una pedrada a los dientes del Caimán, que rodaron por el suelo.
El Conejo en un volar los recogió y los echó en un calabacito y salió despedido por un
cañaveral por onde no se podía meter el Caimán. Cuando estuvo muy lejos, se sentó en un
tronco viejo y se dijo:

–¿Qué es lo que falta? Ah, sí: la Culebra.

En seguida salió por unos pedregales onde vivía la Culebra y, echando mano al tiplecito, así
que la vio venir se puso a cantar muy serio:

Dicen que mi tía no cabe, mi tía sí cabe, sí;


la tengo en el calabazo, que ayer tarde la cogí.

–¿Qués lo que canta, tío Conejo? –preguntó la Culebra, acercándose.

–Nada, tía Culebra. Que todos dicen qui usté no cabe en el calabazo y yo digo que apuesto a
que sí cabe...

–¡Ah, tío Conejo! Eso es muy fácil. Si usté quiere yo me mido, a ver...

–Pues... bueno, tía Culebra, mídase pues.

El Conejo puso el calabacito en el suelo y la Culebra se fue metiendo con mañita. Así que
metió la cola, el Conejo tapó bien, se amarró el calabacito a la cintura y salió cantando,
muy tranquilo.

–¿Qué es lo que falta? Ah, sí: las Abejas.


* * *

Bueno. Esto sí es muy fácil. Untó de miel el último calabacito que le quedaba y se fue y lo
puso junto a la colmena. Las Abejas fueron llegando poco a poco y el Conejo las miraba
escondido entre unas matas. Apenas el calabazo estuvo lleno, salió y lo tapó bien tapan, se
lo amarró a la cintura y echó a correr pa que no lo picaran las otras Abejas.

Con los cuatro encargos listos, no había más qué esperar. Arregló viaje pal cielo y echó a
andar monte arriba, monte arriba, hasta que llegó al palacio di oro con vidrios de colores y
adornao con piedras preciosas.

–¿A qué volvés por aquí, hombre... Conejo? –le preguntó San Pedro, al velo llegar.

–¡Ay, San Pedro!... pues yo vengo a ver a mi Dios.

–Dejá la molestadera, hombre, qu’Él se mantiene muy ocupao.

–No: si es que vengo a traele unos encarguitos que Él me hizo.

–Si es así, entrá, pues. Velo: allí está en el trono.

Subió el Conejo las escaleras de nubes y presentó al Señor los cuatro calabazos, diciendo:

–Aquí le traigo, mi Dios, las lágrimas del Tigre, los dientes del Caimán, la Culebra y las
Abejas. A ver si me hace más grande, pues...

Mi Dios fue destapando los calabazos uno por uno y vio qu’el Conejo había cumplido todo
muy bien. Entonces dijo:

–¡No, hombre! Si siendo tan chiquito sos tan fregao... ¡qué tal si ti hago más grande!

–¡Ay, mi Dios! –exclamó el Conejo–. Pero Usté prometió que si le traía los encargos ¿ni
hacía más grande. Usté prometió...

Mi Dios se rió de ver la cara que ponía el Conejo y, llamándolo con la mano, le dijo:

–Vení, pues, yo ti hago más grande... Acercate.

Y así qu’el Conejo si arrimó, mi Dios lo cogió de las orejas y tiró p’arriba y las orejas se
estiraron.

–Bueno. Ya estás más grande –dijo mi Dios–. Andate, pues...


El Conejo se puso muy contento y salió dando brincos di alegría. Cuando bajaba las
escaleras de nubes se miraba en la sombra y decía pa sus centros:

–¡Uy! ¡Cómo estoy de grande! ¡Cómo estoy de grande! Por eso es qu’el Conejo tiene las
orejas tan largas.

El Conejo y la tasajera

Acomódesen bien mis hijitos y tesen callaos, yo les cuento un cuentecito del tío Conejo, pa
que vean qu’es mejor ser bueno que ser grande y que sirve más la cabeza que la fuerza.

Una ocasión el Conejo invitó al Gallo, al Gato y al Ovejo a que se fueran los cuatro a
recorrer. Todos se animaron mucho con el plan, menos el Ovejo que no mostró como
mucha gana.

–¿Por qué no querés venir vos, hombre? –le preguntó el Conejo.

–Es que yo creo que conmigo ustedes van a pasar muchos trabajos...

–Ello no, hombre: vos siempre sos un poquito mioncito, pero nu es más...

Así fue que al fin arreglaron los cuatro y salieron a recorrer. Pegaron monte aentro, por un
monte muy espeso. El Ovejo comía yerbitas, que encontraba por ai; el Gato cazaba de
pronto animalitos y con eso se mantenía; y el Gallo tragaba grillitos y chicharras. Pero el
pobre Conejo nu encontraba yerbitas de las que a él le gustaban, ni topaba por ai (¡ónde,
por Dios!) yucalitos ni rozas.

Ya habían andan mucho, mucho, cuando, de pronto, vieron un medio rancho con una
tasajera de carne de guagua y de venao y un fogoncito junto a l’entrada.

–¡Aquí sí vamos a comer bueno! –dijo el tío Conejo–. Aguarde y verá.

Y si asomó al tambo a ver quién había, pero lu encontró vacío.

Como venían con hambre prendieron el fogón, li arrimaron bastante chamiza seca, leña y se
pusieron a asar carne.

Después de que comieron hasta que quedaron como petacas, se pusieron a charlar un rato
junto a la candela. Ya estaba muy tarde y comenzó a oscurecer. Y, comu estaban tan
cansaos, resolvieron ise a dormir.
Se acomodaron así: el Gallo arriba, en el caballete; el Ovejo encaramao en el zarzo, que
casi no lo suben entre todos por la escalera, qu’era un palo con muescas; el Conejo en un
rincón y el Gato junto a l’entrada.

Y se durmieron.

Cuando, al ratico, dispertó el Conejo y sintió un ruidito como raro. Ai mismo paró las
orejas y fue saliendo con mañita a’somase a ver qué sería...

Cuando vio que llegaban los dueños de la carne, que eran el Tigre, el León y la Zorra.

Y... ligerito... ¡pa entro!

Pero siempre alcanzaron a velo de lejitos los animales y se vinieron a ver qu’era lo que
había pasao. Y así que llegaron y vieron que se les habían comido la carne que tenían
guardada, ¡se enfurecieron de qué manera! Y ya iban a trepar palo arriba p’acabar hasta con
el nido de la perra, cuando el Conejo, que se había puesto a convencer al Ovejo, pa que
bajara a orinar antes de dormirse, lo arrimó hast’el bord’el zarzo y le dijo:

–Baje tranquilo, que yo lo sostengo pa que no va’y se caiga. Y apenas fue a bajar, el Conejo
le dio un empujón y gritó: –¡A ellos, compañero!

Y allá lu aventó sobre el León, en el oscuro. ¡Y, guape! Le cayó en toda la cabeza.

El León pegó qué berrido y salió a toda la carrera con sus compañeros. El Gallo, muy
asustao, hacía el escándalo allá, en el caballete.

* * *

Después de que pasó el susto, se fueron el Tigre, el León y la Zorra y se sentaron en una
barranquita, a comentar:

–¿No vieron ese Conejo que me cayó encima? –decía el León–. ¡Qué Conejo más grande!

–¡Jombre! ¡Yo no conocía conejos tan grandes...! –decía el Tigre.

–¡Es qu’ese era mucho macho! ¿Y cuántos habrá d’esos en el tambo?

–¡Quién sabe! –dijo el León–. Lo único que les digo es que el que me cayó en la cabeza
casicito me mata.

–Bueno, muchachos –opinó la Zorra–, a mí el que más ira me dio fue el chiquito qu’estaba
encaramao allá arriba.
–¿Ese? ¡Jm! Ése es el que nos tiene más bravos: gritando izque: “¡escascarálos!,
¡escascarálos!”.

–Valiente atrevido, ¿no?

–Bueno: pero ¿qué vamos a hacer?

–Ya, esperemos hasta qui amanezca pa ir a ispecionar sobre el terreno.

–Bueno...

Al día siguiente, muy temprano, el Tigre y el León resolvieron mandar a la Zorra qu’es
como más cucuriaca y más frágil de cuerpo, a que fuera a ver quiénes estaban en el tambo
y qu’estaban haciendo.

Llegó la Zorra, paso entre paso por los matorrales y echando ojo p’allí y p’acá, a ver qué
podía devisar.

Metida por allá entre un tunero y temblando como si’stuviera enguayabada, alcanzó a ver
al Conejo timo bocarriba, calentándose al oju’el sol y puliéndole la punta a un palo qui
había cortao pa bordón. Al Gallo lo vio lavándose la cara con la pata; al Ovejo, acurrucan
junto al fogón, y al Gato escarbando pa tapar con tierra lo qui acababa di hacer...

La Zorra salió pasitico y apenas se medio alejó partió carrera a contales a sus compañeros
todo lo qui había visto y les dijo:

–Miren, muchachos: lo mejor que podemos hacer es seguir pa’delante por el monte y no
volver a asomar las narices por ese tambo... –¿Pero, qué? ¿Qué fue lo que vio tía Zorra?
Cuente a ver...

–Pongan cuidao, pues: son tres compañeros. El uno estaba sentao, limpiando una escopeta
como de cinco varas de largor y secando junto al fogón un atao de pólvora; el otro, el más
chiquito, hacía la cruz con los dedos y la besaba, jurando que nos mataba a todos así que
nos viera; y, qué tan bravo sería qu’el otro compañero ya’staba agarran haciendo el hoyo pa
enterranos...

El Conejo agricultor

Supo el Conejo que sus enemigos grandes si habían puesto di acuerdo pa’acabar con él. Y
se dijo: ¿Sí? ¡Aguárdesen y verán!

Y ai mismo l’hizo frente al peligro. Se fue a buscar al pior de todos, al Tigre, y le dijo:
–Tío Tigre: vengo a traele una noticia.

–Hable.

–Vea, tío Tigre: según mi averigüé por ai (porque usté sabe que yo también tengo mis
amigos), va a venir un hambre algo muy aterradora. Va’ber una falta di alimento nunca
vista. Verdá es que si usté me quiere comer ya, yo soy un bocao pa usté. Pero, di ai, ¿qué
hace?

–Bien dice, tío Conejo. Y usté... ¿qué cree que debemos hacer?

–Si quiere trabajamos juntos hasta salir de la boyada: ¿por qué, tío Tigre, nu echamos una
rocita en compañía?

–Es ya, tío Conejo. ¡Bien pueda arranque!

–Bueno. Entonces, vea: yo ya tengo arrendada toda aquella cordillera, de puro monte.
Vamos a trabajar así pa tumbala: yo voy a trabajar hoy, mañana va usté; al otro día voy yo,
y al siguiente usté. Y así... hasta que acabemos.

–A mí me parece muy bien, tío Conejo. Convenido.

El Conejo se despidió del Tigre y salió pa onde el León, a echale el mismo cuento. Y al
León también le dentró.

–Entonces, tío León, quedamos en que usté va a tumbar monte hoy, y mañana voy yo. Y,
así, hasta qui acabemos...

–Convenido, tío Conejo.

Y así fue, que se pusieron a trabajar. Cuando iba el tigre y veía todo lo que había hecho el
León, decía:

–¡Ve este Conejo! ¡Cómo le rindió el trabajo! Yo no me puedo quedar atrás porque da pena.

Y se agarraba a tumbar. Llegaba el León y veía el trabajo hecho por el Tigre y decía lo
mismo:

–Ve este diablo de Conejo, ¡cómo le rinde!

Los enemigos grandes del Conejo eran tres: El Tigre, el León y el Oso. Ya tenía al Tigre y
al León trabajando pa él. Faltaba el Oso. Entonces se fue pa onde el Oso y le dijo todo lo de
la carestía que se venía y le alvirtió qu’el ya estaba echando su buena roza...
–Si quiere la seguimos en compañía, tío el Oso...

–¿Sí? ¿Me lleva en parte?

–Claro. Y pa que nos rinda más el trabajo yo trabajo de día y usté le tranca de noche.

–¡Ah!, bueno, tío Conejo. Yo sí... ¡Muchas gracias!

Y así, el Conejo consiguió tumbar el monte en dos patadas.

Y lo mismo fue pa echar la calle en redondo, pa metete candela y pa dale contrafuego. Eso
era qui ardía toda esa cordillera, allá... Y también la siembra fue la misma cosa.

El Conejo no si asomaba por allá sino a dar vueltecitas y a dirigir a ratos. Acosaba y
cariaba a los compañeros cuando no trabajaban duro.

Cuando ya hubo chocolito, la cosa sí cambió: el Conejo iba todos los días a dase gusto.
Comía hasta más no poder y llevaba pa la casa.

A lo último, ya era cuestión d’esperar a qu’el maíz estuviera de coger. Cada uno de los
animales iba a dar vuelta por aparte. Pero... una tarde, dio la casualidá de que s’encontraron
el Tigre y el León. Y dice el León:

–Ole, tío Tigre! ¿Qué vientos lo traen por aquí?

–Pues, no; tío León. Yo que pasaba por aquí a dale vueltecita a esta roza qu’es mía.

–¿Suya? ¡Más harto! No mi haga reír...

–Verdá.

–¿Sí? ¡Ja, ja! Si yo mismo la sembré.

–¡Oiga a éste! ¡Yo fui el que la sembré!

Y empezaron a discutir. En esas llegó el Oso y si asombró al velos tan acaloraos.

–¿Por qué discuten? –preguntó.

–¡Por esta roza, qu’el Tigre dice qu’es d’el y yo digo qu’es mía!

Abre el Oso tamañas pepas di ojos:

–Esta roza nu es suya, tío León –grita–. ¡Ni tampoco es suya, tio Tigre! ¡Esta roza es mía!
Entonces la cosa se puso pior que pior. Los tres si agarraron a discutir y, claro, como son
tan bruscos, acabaron peliando. ¡Qué garrotera más horrible! ¡Qué matazón! ¡Avemaría!

El Conejo, qu’estaba escondido viéndolos matase, apenas se carcajiaba y decía:

–Aprendan, vagamundos. ¡Así es que se trabaja!

El rey de los animales

Se reunieron los animales del monte para elegir rey. Porque ya hacía días que el Tigre y
unos amigos venían diciendo que por qué gracia tenía que ser siempre el León y que quién
había dicho. Ese día los animales fueron llegando todos y fueron diciendo por quién votaba
cada uno. Ya por la tardecita, la votación estaba empatada: la mitá por el Tigre y la mitá por
el León. Se pusieron a ver qué animal faltaba por votar y el único era el Conejo. Ai mismito
el Tigre se voló ligerito y se fue a buscalo a la cueva, onde vivía. Cuando llegó, lu incontró
acostao. Acostao’staba, con remadizo.

–¿Qué le pasa, tío Conejo? ¿Cómu es que no ha venido a las eleciones, comu están de
buenas?

–¡Qué va, tío Tigre! Yo lo qu’estoy es muriéndome. Con una tontina y un desaliento...

–¡Eso no quiere decir con fuerza! Camine en un momentico vamos a votar.

–Yo no voy, tío Tigre. ¿Meteme esa caminada ahora, con este desaliento? ¡Ni por pienso!

El Tigre se quedó como cavilando, y dijo:

–Si es eso, tío Conejo, camine que yo lo llevo montao hasta allá.

El Conejo decía que no, qu’estaba muy maluco y el Tigre insistía en que fuera, que fuera...
Hasta que el Conejo dijo:

–Bueno, pues, tío Tigre. Yo sí voy, pero con una condición: qu’es que usté me lleve montao
y me vuelva a traer a la casa.

–Listos –contestó el Tigre–. ¡Apure, pues!

El Conejo se metió otra vez a la cueva y al ratico fue saliendo quizque de sombrero alón, de
poncho y de carriel, de zamarros y de botas. En la mano traía una silla de vaquería.

–¿Y eso qué es? –dijo el Tigre, abriendo tamañas pepas di ojos.
–¡Una silla!

–No, tío Conejo. ¡Ni riesgos! Yo no me dejo poner eso. Bien pueda monte así no más. Pero
silla, no.

–Está bien –dijo el Conejo, haciendo cara como de conformidá–. Entonces no voy. Si no he
de ir bien sentao, bien cómodo, no voy. –Ya se iba a dentrar p’aentro otra vez, cuando el
Tigre dijo:

–Aguarde, tío Conejo. Camine, a ver... póngame esa silla pues... El Conejo se la puso, le
apretó bien la cincha y se volvió a entrar a la cueva.

El Tigre se impacientaba, viendo que ya se hacía tarde. Cuando saltó el Conejo; traía una
jáquima y un freno.

–¡Freno sí no! –rugió el Tigre–. ¡Freno sí no, hermano!

–...¡pero si yo no sé montar sin freno...

–Freno sí no. Móntese así, que yo lo llevo con harto fundamento.

–No, tío Tigre. Yo sin freno no monto. Entonces dejemos así la cosa. Preste a ver yo le
quito la silla pa que se vaya.

–Aguarde, tío Conejo. Vea... Póngame pues el freno, pero con harta mañita, que yo no soy
una mula.

El Conejo le puso la jáquima, le acomodó el freno y le apretó bien la barbada.

Después se volvió a meter a la cueva y salió de espuelas.

–¿Espuelas? ¿Espuelas a mí?. –gemía el Tigre–. Yo pa qué necesito espuelas, tío Conejo.
Eso es un insulto, una humillación para mí.

–No se preocupe, tío Tigre, que si no las necesita, yo no se las rastrillo tampoco. Pero, vea:
si no quiere, no vamos... ¿oyó?

–No, no, no. No se demore más, tío Conejo, que nos va a coger la noche.

Con mucha parsimonia montó el Conejo, se arrellenó bien en la silla, templó las riendas y
le rastrilló las espuelas al Tigre. Este pegó qué brinco y salió corriendo a cuantas tenía. El
Conejo apenas templaba las patas en los estribos de cobre y se agarraba bien el sombrero.
El Tigre corrió como un rayo, dejando atrás potreros, saltando vallaos, trepando cuestas y
bajando lomas, como una salación.
A lo que llegaron onde estaban todos los animales, entró el Conejo ando el sombrero y
todos le gritaban que viva y se quedaron muy aterraos de velo montao en el Tigre. El
Conejo se fue acercando, al troto, a la mesa onde estaban de juraos el Oso, el Armadillo y la
Tata. Todos se callaron, a ver por quién iba a votar el Conejo:

–Yo... voto pa rey de los animales... ¡por el León! Porque lo qu’es Tigre, lo dejo más bien
pa silla.

El Conejo y la zorra

Una vieja tenía al pie de su casita, en el campo, una huerta en la cua1 crecían toda clase de
legumbres y muchas frutas deliciosas. Y ocurrió de pronto la vieja comenzó a darse cuenta
de que le estaban robando y haciendo daños.

–Eso debe ser ese maldingo Conejo. ¡Aguarde y verá! –dijo. Y se puso a ver cómo hacía
para cogerlo. Si lo atisbaba de día, el Conejo vea comer de noche. Si lo atisbaba toda la
noche, el Conejo venía de madrugada, cuando ya a la vieja se le cerraban los ojos del
sueño.

Entonces la vieja resolvió ponele una trampa. Hizo un muñeco grande cera y en la mano le
colocó un quesito fresco, que con verlo no más se hacía agua la boca.

Al medio día llegó el Conejo a robar zanahorias, repollos, remolachas y maicito ¡cuando...
vio semejante negro! Al principio se asustó mucho... pero al momento vio qu’el negro no se
movía y entonces se resolvió a decirle:

–Negro... dame un poquito de quesito a ver si está bueno...

Pero el negro no se movía.

–¡Negro! ¡Negro!... dame quesito pa probar...

El negro, en santo silencio.

Entonces el Conejo gritó:

–¡Negro cabezón! ¡Que me des quesito!... Oí, negro... ¡Negro!...

Aguardó unos momentos y al ver qu’el del quesito no le contestaba, exclamó:

–¿Ah, es que no me querés dar? Aguardate ai y verés. Si no me das quesito te pego un


pescozón, que te dejo viendo un chispero.
Dicho y hecho: le dio un golpe con tanta fuerza, que se quedó pegao del muñeco, y por más
que luchaba, no se podía soltar.

–Largame, negro atrevido –gritaba el pobre Conejo–. Largame o te pego otro puño más
duro todavía...

Y recogiendo toda su fuerza le pegó con la otra mano al muñeco. Las dos manos le
quedaron pegadas.

–Largame, maldingo negro. Largame o te pego una patada en la espinilla. ¿No me largás?
Tomá.

Y guape, le metió su buena patada, pero la pata se le quedó pegada al muñeco. El Conejo
jalaba lidiando por soltarse, pero todo era inútil. Volvió a amenazar al muñeco con otra
patada; el negro, claro, ¡qué caso le iba a hacer si era un simple muñeco!... El Conejo le dio
la otra patada y ahora sí quedó bien agarrao de patimanos.

A los gritos del Conejo que pedía socorro, salió la vieja de la casita trayendo un costal.
Largó al tío Conejo y lo metió entre el costal, mientras le echaba cantaleta sin descansar:

–Bandido, sinvergüenzo..., será porque no me has dao guerra, ¡pero al fin te cogí! De ésta sí
no te vas a escapar. ¡Ya verás cómo ahora sí me pagas las verdes y las maduras! ¿Yo te
engordé en mi huerta? ¡Pues yo te voy a comer!...

El pobre Conejo temblaba metido entre el costal y sin saber qué hacer.

Entró la vieja a la casita, colgó el costal de un clavo grande que había junto al fogón y
montó la olla grande. Sacó un cuchillo enorme y filudo y se puso a pelar revuelto para
hacer un sancocho de Conejo. Echó en la olla papas, yucas, plátano verde, chócolos,
zanahorias y alverjas. Alistó yerbitas para sazonar el Conejo y después cogió un machetico
viejo que había en un rincón: “¡Virgen del Carmen, favoreceme!” –decía pasitico el
Conejo–. “¡Esta vieja me va a matar con ese mugre de machete!”

Pero la vieja había cogido el machete era pa ise al monte a traer chamizas pa encender el
fogón. Cuando la vieja salió, el Conejo respiró ya un poco más tranquilo y se puso a pensar
qué iba a hacer. Cuando, en esas, vio que pasaba la Zorra por allí cerca.

–¡Tía Zorra! ¡Tía Zorra!... –gritaba el Conejo.

La Zorra apenas miraba para todas partes, a ver quién la llamaba, pero no veía a nadie.

–¡Tía Zorra! ¡Tía Zorra!...

–¿Eh?... ¿Quién me llamará?


–¡Tía Zorra!... Soy yo: tío Conejo...

–¿A ónde está usté escondido, tío?

–Aquí... Mire: estoy metido entre este mugre de costal que hay colgao de la paré...

–¡Imposible!

–Sí... Mire, tía Zorra.

La Zorra se fue acercando muy despacio, hasta que notó qu’el Conejo se movía entre el
costal.

–Tío Conejo: ¡usté siempre es muy ocurrente! ¿Qué hace ai escondido? Sin duda que está
tramando alguna picardía...

–Eh, ojalá tiíta... Esa vieja que me tiene aquí preso.

–No sería porque estaba rezando el rosario...

–No tía, yo no hice nada malo. Es que esa vieja me invitó a comer y me puso una gallina
gorda, y aquí me tiene y dice que no me deja ir hasta que no me coma la gallina gorda, y
usté sabe que a mí no me gusta eso...

–¿Verdá? Pues vea, tío Conejo: si quiere yo me como la gallina...

–Si no le choca...

–Yo me la como con mucho gusto... Pero... ¿cómo hacemos? Vea: yo me meto entre el
costal y cuando la vieja diga que si me voy a comer la gallina, yo le digo que bueno. Y me
la como.

Muy bien. Convinieron así el plan y la Zorra sacó al Conejo del costal y se metió ella. El
Conejo colgó otra vez el costal en la paré y después salió corriendo y se fue.

Al rato llegó la vieja con las chamizas, prendió candela, l’echó l’agua a la olla y la montó al
fogón. Así que el agua estuvo hirviendo a borbotones, cogió el costal y lo vació de golpe
sobre la olla. Cayó la Zorra de cabezas entre el agua, dio un resoplido del dolor y pegó qué
alaridos tan espantosos. De tres brincos estuvo fuera de la olla.

La vieja no entendía cómo el Conejo se le había volado y por qué había salido del costal
una Zorra. La Zorra, furiosa con la vieja, y la vieja, apenadísima con la Zorra, tan apenada
tanto, que se fue y le trajo una libra de mantequilla y le dijo:
–Tome, tía Zorra. Úntese mantequilla en las quemaduras pa que no le ardan tanto.

Después le explicó que al que quería sancochar era al Conejo porque se le estaba comiendo
la huertecita hacía tiempos. La Zorra también contó lo que le había dicho el Conejo y cómo
la había engañado, a ella, que era tan avispada.

–¡Nada, tía Zorra! ¡Es que ese Conejo es un diablo! Váyase pa su casa y que le unten la
mantequilla con harta mañita... con harta mañita, a ver si no bota el pellejo.

Salió la pobre Zorra, que no daba paso, y se fue camino adelante. Cuando... por allá, se
encuentra nada menos que al tío Conejo.

–¡Ah... sinvergüenzo, vagamundo, pícaro... atrevido! ¿Conque una gallina gorda, no?
Aguardate y verés.

–Y el Conejo muy tranquilo:

–¿Qué le pasó, tía? ¿Por qué viene tan estropiada? ¿Está mudando el pelo?

–¿Mudando el pelo? ¡Vos me las pagás! Mirá como salí de la olla... ¡De la olla que te tenían
preparada pa vos! ¡Condenso!

–¿Pa mí? ¡Imposible!...

Y se puso a conversar el Conejo y a decile a la Zorra que él no tenía ni idea de lo que


tramaba la vieja, y que ella era la responsable de todo. Y por último le preguntó que para
qué llevaba allí esa mantequilla.

–Para hacérmela untar en las espaldas... que estoy en carne viva... El Conejo puso cara de
compasión.

–¡Pobrecita! –gemía–. A ver yo le unto la mantequilla...

–Pero con harta mañita...

–Demás, tía... Con harta mañita. Agáchese pues...

Se echó en el suelo la Zorra, bocabajo, y el Conejo entonces se le orinó encima. Apenas


sintió el ardor de los orines la Zorra dio un berrido tremendo y salió corriendo como alma
que lleva el diablo.

Y el Conejo apenas se carcajeaba y decía:

–El más collarejo es el que se deja engañar dos veces del mismo Conejo...
Después, se sentó en una barranquita a comer mantequilla y a reíse... a reíse y a comer
mantequilla, muy tranquilo.

El Conejo arregla cuentas

¡Ej, avemaría con el tío Conejo! ¡Ese sí es el más fregao de todos los animales!

Pero, nada con la qu’hizo en esta ocasión. Pongan cuidao:

Esto fue hace ya muchos, muchos años. Venían unas fiestas de plaza en el pueblo, con
disfrazaos, carreras de caballos, toros, juegos de toda laya y traguito. El Conejo estaba con
unas ganas locas de ir, pero ¿cómo, sin un rial? Se puso a pensar, a ver qué hacía. En esas
pasó la Gallina y el Conejo le dijo:

–Tía Gallina: ¡a fiestas voy! Usté por qué no me presta dos rialitos pa jugalos, que, si echo,
le doy cuatro; y, si no echo, nada pierde: le pago sus dos riales.

–Pis... será, tío Conejo. Tenga a ver. El que no se arriesga no pasa la mar.

El Conejo l’echó mano a la plata y, por ai qu’es más derecho, se fue a ver al tío Mico.

–Voy pa fiestas, monito –le dijo–. A ver: ¿qué me va a dar usté pa jugar, que, si echo, le doy
la mitá de lo que gane, y, si no, usté nada pierde? Va a la fija.

–¡Demás, tío Conejo! Seguro que usté no pierde, porqu’es más derecho que var’e premio.
Juéguese estos dos rialitos, a ver...

Di ai el Conejo arrancó pa onde la tía Zorra y l’echó el mismo cuento. La Zorra, con ser la
Zorra, también cayó.

–Tome dos riales que tengo, tío Conejo –dijo–; juéguemelos usté qu’es tan debuenas a ver
si gano, porque estoy necesitando comprar una hilacha de ropa pa estos muchachitos míos
qu’están desnudos...

Salió el Conejo a ver a tío Tigre, al Perro y a la Cucaracha. Habló con los tres y cada uno le
prestó di a dos riales. Y, pa rematar, s’encontró con tío el Hombre y a éste también le pidió
el par de riales pa jugar en las fiestas.

–¡Yo no te presto nada, vagamundo, porque vos sos muy condenao y de golpe ganas y sos
capaz di haceme pistola!
–Ello no, señor; ello no... ¿Cuándo le he quedan debiendo a usté un rial? No crea... yo no
soy d’esos; vea: déme con toda confianza lo que quiera, que yo le doy cuenta cabal...

–Bueno. Te voy a dar los dos riales, tomó. Pero si no te presentás ligero a pagar, con la vida
me pagás. Mirá: ¡Jmmm! ¡Mirá esta escopeta que tengo aquí...!

–¡Dios mi ampare y me favorezca! –dijo el Conejo.

L’echó mano a los dos riales y salió.

* * *

Muy bien, que se fue el Conejo con ese mundo de plata y se puso a jugar, a beber y a bailar
todas las fiestas, bien emparrandao, hasta que se quedó sin un chimbo siquiera.

Cansao. Bien cansao y a pata, se apareció a la casa. Se dejó caer en la cama y se quedó
profundo.

¡Al otro día dispertó en ese guayabo tan horrible! Y así que se acordó de todo lo que les
debía al Hombre, al Perro, al Tigre, al Mico, a la Cucaracha, a la Zorra y a la Gallina.

–¡Virgen! ¡Me va a tragar la tierra! –dijo–. ¿Yo qué voy a hacer...? ¿Yo qué voy a hacer...?

Salió pal corredorcito del frente y se puso a echar cabeza. Cuando, a poquito, va llegando el
Mico.

–¡Ej! Quihabido, monito, ¿cómo te va...? (De lo más zalamero el bandido, y que déntrese y
demás).

El Mico no respondió palabra y como que güelió la cosa ai mismo. porque dijo:

–A ver, pues, tío Conejo: aquí vengo por mi plata.

–¡Ajá!, pis demás... Ya se la vo’a dar. Camine a ver... Pero, primero, le iba a pedir un
favorcito: usté qu’es tan mariposo pa andareguiar ramas y que se desenreda tan bonito por
entre los copos de los árboles, por qué no mi hace el bien y s’encarama allá arriba en aquel
aguacate más alto y me avisa cuando venga alguno, no va y que me encuentren aquí
contando plata, y... ¡qué sabemos! Con este mundo como está. ¿No cierto, tío el Mico?

–Claro, claro: ya mismito subo.

Trepó el Mico y al momento gritó:

–¡Oi, oi!
–¿Quién viene? –preguntó el Conejo.

–¡Tía Cucaracha!

–(¡Ja... jai! ¡Mi tío el cura! ¿Y con qué voy a pagar?). ¡Que arrime! Llegó la Cucaracha,
saludó y ai mismito a cobrar...

El Conejo disimulaba y le metía conversa. Le preguntó por el Cucaracho y por los


Cucarachitos: le habló del tiempo y todo, pero la Cucaracha quería que le pagara y ligerito.

De pronto grita el Mico:

–¡Oi, oi!

–¿Quién viene? –pregunta el Conejo.

–¡Mi tía la Gallina!

Esto qui oye la Cucaracha y que se va perfilando, pálida mortal:

–¿Mi tía la Gallina? –dice–. ¿Y yo aónde me meto? Si me llega a ver, me come.

–No se preocupe. Ej, no siá bobita... Vea: métase debaju’e mi pie, que ai no l’encuentra
nadie.

–Bueno, bueno.

Entra la Gallina, que venía por su plata y el Conejo la invita a que se siente. Se sienta y
comienza el palique. La Gallina charlaba y el Conejo apenas Ii hacía señas con los ojos pa
dale a entender qu ai taba la Cucaracha, pero la boba nu entendía.

–Tía Gallina... (y le hacía señas con mañita) Tía Ga...lli...na. Mmm...

La otra no entendía qué le pasaba al Conejo, hasta qu’este levantó la pata y la Gallina vio la
Cucarachita ai acurrucada, con los ojitos cerraos. Ai mismo pegó un brinco y di un picotazo
se la tragó.

–Y grita el Mico desde el aguacate:

–¡Oi, oi!

–¿Quién?

–¡Mi tía la Zorra!


Fue tanto el susto de la gallina apenas oyó esto, que fue a correr no pudo. Apenas se fue
echando y se quedó quietecita:

–¿...y qué vamos a hacer, tío Conejo?

–No se preocupe, tía Gallina. Camine y se mete en una canasta, qui allá no la ven. Yo la
tapo bien tapada.

Se acababa de acomodar la gallina en la canasta, cuando entra la Zorra por su plata.

–Sí, tía Zorra, demás. Yo le voy a pagar. No se me ofusque. Pero primero, camine y se
sienta que demás que viene cansada. Mientras tanto yo le voy a preparar el desayunito...

Entró la Zorra y ai mismo el Conejo le hizo señas con los ojos de que mirara en la canasta.
Lo que fue la Zorra sí entendió la cosa volando: en un santiamén la destapó, parió la
Gallina por el pescuezo y ai vinieron los chillidos y los aleteos y el plumero. Ni an se había
acabao de relamer la Zorra, cuando gritó el Mico:

–¡Oi, oi!

–¿Quién llega?

–Tío el Perro!

–¿Quiéééén? –pregunta la Zorra y dice a temblar como una jaletina.

–¿Qué le pasa, tía Zorra? –pregunta el Conejo, haciéndose el bobo–. ¿Le sentó mal la
Gallina? ¿Por qué está tan pálida?

–Cae la boca, tío Conejo, qui ai viene el Perro y usté sabe qu’el y yo no la vamos muy bien
que se diga.

–No se preocupe. Camine, métase debaju’e la cama.

Fue tanto el miedo de la Zorra, que ai dejó el charquito.

Cuando va entrando el Perro a cobrar, más serio que hast’ai.

–Vengo a ver si me pagas, Coneju’e los diablos, o si no pa comete. ¡Harto hambre traigo!

–Ya le voy a pagar, tío Perro. Pero, antes, le voy a preparar cualquier bobaíta de desayuno.
que apuesto a qui usté se vino madrugao, con unos traguitos de café... (Y en secreto, entre
dientes): Asomate allí... debaju’e la cama, que te conviene...
Va el Perro y se asoma y ve esa Zorra allá echaíta... Y ai mismo: ¡guape, guape, guape,
guape! Y eso fue como motilando un loco... Ai se sentó a comésela.

Todavía se la’staba saboriando cuando grita el Mico:

–¡Oi, oi! ¡Oi, oi!

–¿Quién viene?

–¡Mi tío el Tigre! Y viene tan a la carrera que ni an si unta de tierra.

El Perro se puso verde. Se tragó la lengua y escondió la cola entre las patas. Ai mismo lo
topó el Tigre. Sin dale tiempo de nada, di una vez le dio castigo, que ni an güesos quedaron.

–¿Taba bueno el Perro que le tenía guardao, tío Tigre? –pregunta el Conejo, serio perdido.

–Sí, tío Conejo. Bueno sí’staba. Pero... ¿caso quedé como bien lleno? Ganas tengo di
asentar con Conejo...

–¿Sí, tío Tigre? ¡Pero aquí... Conejo di aónde, por Dios!

–¡Conejo toy viendo! –ruge el Tigre.

–¿Sííí? ¡Aj! Pero yo estoy muy viejo y muy duro, tío Tigre...

–¡Eso no li hace! –gruñe el Tigre, y, abriendo una bocaza enorme, añade–: Vea
l’herramienta ¡Ñaaaa!

Y me pela esa mod’e colmillos... ¡Virgen del Carmen! Y me agarra ese pobre Coneju’e las
orejas y me lo levanta como quien se va a comer un rabanito... Cuando, de milagro, grita el
Mico:

–¡Oi, oi! ¡Oi, oi!

–¡Qui-qui-quién llega? –dice el Conejo.

–Tío el Hombre, que viene con una escopeta de dos cañones. Bueno: ai mismo el Tigre
s’entiesó y apenas platiaba los ojos como si n’hubiera oído bien. Fue largando al Conejo
con mañita y di ai dice:

–¡Onde me meto! ¡Onde me meto!

–Pegue carrera, tío Tigre y s’encarama en aquel zarcito qui hay allí.
–¿Yo sí cabré allá?

–¡Preciso! Entrando de p’atrás, cabe.

El mismo Conejo li ayudó a acomodase, encajonan.

Así qu’entró el Hombre, el Conejo se hizo el que no lu había sentido llegar y le gritó al
Tigre:

–¡Tese quietico, tío Tigre, no vay’a ser que lo vean allá trepao!

Y ai mismito el Hombre agarró esa escopeta y... ¡pum! Allá cayó el Tigre.

–Vea, pues –dice el Hombre–. ¡Cómo le parece la manera de recibilo a uno este Conejo!
¡Con su macho de Tigre allá encaramao! Afortunadamente esta escopetica es buena, o si
no... Y, bueno, tío Conejo: me tenés la plata: ¿sí o no?

–¿Quién, yo? Ah, sí. Vea...: camine le muestro una cosa que hay allí. Mire... Allá, en aquel
palo di aguacate.

Ai mismo el Hombre s’echó l’escopeta a la cara, midió bien y... ¡pam! Allá cayó el Mico.

Cuando ve el Conejo qu’el Hombre iba a volver a cargar y pregunta:

–¿Va a cargar otra vez? ¿Y pa qué?

–¡Jm! ¿Que pa qué? ¡Vos sabés!

–Yo si sé. Tarés cargando pa tu madre, infeliz. ¡Que sos capaz de tirale a uno por dos
miserables ríales!

Y si abre ese Conejo a correr a cuantas tenía. Y el Hombre, con la rabia que l’hizo dar el
Conejo, no acertaba a cargar, tembloroso de la furia. Y ese Conejo corriendo a toda.
¡Corriendo a toda!

Por aquí creo que pasó la otra tarde, ¡a los vuelos...!

El Conejo y el gigante

El padre del Conejo tenía un marrano muy grande y muy bonito. Y un día el Conejo le dijo
al padre:
–Papá, déme ese marranito que tiene usté...

–¿Pa qué, m’hijo?

–Es .que yo he resuelto ime a recorrer... Y pa no ime sin nada...

Al fin de mucho ruego, el padre acedió que sí y dejó ir al Conejo con el marrano. Y salió a
despedilo.

En fin, qu’el Conejo cogió a andar y andar, arriando su marranito. Hasta que por allá llegó a
una casa onde vivía un gigante que robaba y mataba. Pero el Conejo no tenía ni malicia
d’eso y llegó muy tranquilo izque a pedir posada.

–Demás –le dijo la mujer del gigante, que le abrió la puerta–. Dentre, bien pueda.

–Pero es que ando con este marranito...

–Eso no. Déjelo allá en el chiquero con aquellos otros. Allá él tiene de comer y encuentra
agüita pa que beba.

Resulta qu’el gigante tenía nueve marranos gordos. La señora del gigante le preguntó al
Conejo:

–Dígame qué marca tiene su marranito.

–Uno y dos...

–Bueno. Déjelo allá pues...

Le sirvieron la comida al Conejo y después de que comió le mostraron la cama onde tenía
que dormir. El Conejo si acostó, pero al ratico se le ocurrió volver a levantase a cualquier
diligencia que se le había olvidao hacer antes di acostase y oyó por allá runrunes en el
cuarto del gigante, que planiaba matar al Conejo pa robale. El Conejo lo que hizo fue
llevase el pilón pal cuarto. Lo acostó en la cama, lo acobijó bien y él se acurrucó debajo.

Cuando... a la media noche, se da cuenta de que venía el gigante. Ai mismo se puso a


roncar, haciéndose el dormido. Llegó el gigante, con mañita... y levanta esa manota:
¡Guape! ¡Su macho de pescozón! “Ai lo maté”, pensó el gigante. Cuando va saliendo el
Conejo y dice:

–¿Ej? ¿Aquí es que hay cucarachas o qué? ¿Qué fue ese ruidito que oí?
El gigante ai mismo salió y se fue. Entonces el Conejo volvió a poner el pilón en la cocina
y se trajo la piedr’e moler: una piedra coca, grande. La acomodó encim’e la cama y él se
guareció debajo.

–¿Lo matates? –pregunta a todas estas la mujer del gigante.

–¿Más harto? ¡Si esi hombre es más duro qu’el diablo! Casi me quiebro la mano y él ni
siquiera se mosquió. Creyó qu’eran las cucarachas....

–¡No te creo! ¡Imposible…! ¡Ij… ¡Bala le vas a tener qu’echar, entonces! Ve: allí’stá tu
escopeta.

Cogió el gigante esa casinada d’escopeta que tenía y se puso a preparala. L’echó medio
cañón de pólvora, la taquió con cabuya y di ai l’acabó de llenar con unos perdigones que
parecían corozos di árbol. Salió en puntillas y s’entró al cuarto del Conejo. Y, este, quizque
roncando.... El gigante tendió l’escopeta, midió bien y, ¡pum! Tembló la tierra y las puertas
traquiaron. Cuando va saliendo el Conejo, todavía silbándole a los oídos y dice:

–¡Fo... Fooo…! ¿Quién fue el cochino que entró aquí a tirase un peo? ¡Gas! ¿Qué moda de
pensión es ésta, pues, que ni dejan dormir a uno tranquilo? ¡Ya mismito me voy...!

Y mira al gigante ai parao al pi’e la cama, que no salía del asombro, y le dice:

–¡Andá!... andá, langaruto: hacé levantar esa asquerosa de tu mujer, pa que mi haga café,
que ya me voy. ¡Corré ligerito, tuntuniento!

* * *

El Conejo estaba tan caliente cuando fue al chiquero por su marranito, que resolvió arriar
con los diez marranos qui había, de un viaje. Según decía, todos tenían la marca uno y dos.

Llegó muy temprano a la feria y los vendió todos breve-breve.

Con la plata de los marranos se compró una muda nueva y botó la que tenía. Se compró un
buen carrielito amalfitano y... plata sobró. Andando por al en el pueblo, luciéndose, supo
que la mama del gigante se llamaba Tomancia y que vivía en Francia.

Y de regreso pa la casa, bien vestido y con plata, volvió a cogelo la noche en la mitá del
camino, cerquita de la casa del gigante. Entró.

–Por estos laos nu hay más onde posar qu’en este rancho. ¡Qué remedio! Una mala noche
se pasa de cualquier manera...

–Prosiga, señor... –le dice la mujer del gigante.


–Pis será!

Entró derecho pal cuarto y se tiró en la cama a descansar mientras le preparaban la comida.
Cuando, a poquito, va entrando el gigante y comienza: que usté de aond’es, que usté qué
trabaja, que esto y lo otro, que lo de más acá y lo de más allá... En fin. Que acabaron
charlando. Y, de golpe, el gigante le pregunta:

–Dígame una cosa: ¿usté es muy recorrido, no?

–Algo, señor... Me conozco casi tod’Antioquia.

–Y... cuénteme: ¿Sabe de juego di armas?

–Me sé todas las paradas qui hay, más una que no la sabe nadie.

–¿De veras?

–Como l’oye.

–Ah... pues, si quiere, démole una repasaíta al juego di armas, mientras está la comida.

Y el Conejo, que nunca había cogido un arma en lavida, responde muy campante:

–¡Apure!

–Entonces suba al zarzo y baje l’espada. Allá hay una pa usté. Suba.

–Yo, no.

–Suba, suba.

–N, nnn. Suba usté adelante.

Subió el gigante y bajó l’espada. Se la dio al Conejo y le dijo:

–¡Juego di armas!

–¡Aguárdi a ver! ¡Nu acose!

–¡Juego di armas! –grita el gigante.

Entonces el Conejo pegó un brinco pal medio, hizo revolar l’espada que sacaba chispas del
suelo y gritó:
Espada lanza:

andate pa Francia,
¡le pegás a misiá Tomancia
en la panza
y te volvés p’acá!

–¡Ak-á! –dice el gigante–. ¡Con mi mama, no!

–Es que pienso acabar con toda la generación di ustedes –dice el Conejo.

–Nu hay pelea. ¡M, m! ¡Nu hay pelea!

–¡Entonces guarde l’espadita esa y déjese de carajadas con yo!

–Está bien.

En esas entró la giganta y dijo que la comida estaba lista. Se fueron a comer juntos y...
¡amigos hasta el sol di hoy...!

El Conejo y la novillona

Hace días el Conejo le había hecho una muy pesada al Tigre... y éstehabía jurado que se las
pagaba.

Pues sí, señor: que un día estaba bien distraído el tío Conejo, cuando ¡guape! ¡El Tigre! No
le dio tiempo de nada. Apenas lo pañó de los gañotes y lo dejó seco. Ai sí se vio perdido el
tío Conejo.

–Vea... tío Tigre –le dijo, haciéndose como el muy tranquilo–. Usté me come y nada se
saca. Yo soy apenas un bocao pa usté. ¡Me le quedo en una muela! Pero si usté me perdona
la vida, yo me comprometo a entregale una novillona gorda, bien sabrosa...

El Tigre lo fue aflojando, lo fue aflojando...

–Vea, tío Tigre: yo sé onde hay una novillona que ni pa qué; y se la puedo poner a usté
facilita, pa que se la coma sin problemas... ¿quiere?

–¿Y... la novillona, onde está?

–Véala allá arriba, tío Tigre. Echaí...ta ai tranquila. Esa grande, gorda qu’está allá arriba, en
la loma.
–¿Y usté, cómo me la puede entregar?

–Muy fácil. Usté se queda allí, al pie de la loma y yo subo como a conversale, y la
arrempujo. La echó a pelotiar. ¡Y aquí le cae! No es sinó que esté listo a’parala.

–Corra pues, a ver.

Subió el Conejo a la carrerita hasta onde estaba la novillona, que era una piedra blanca,
grande, y la echó a pelotiar. Y apenas bajaba, el Conejo le gritó al Tigre:

–¡Listo! ¡Cierre los ojos y abra la boca que ai va!

¡Cuando se viene ese cespedón de piedra y le cae al Tigre! ¡Avemaría! Sin dientes lo dejó y
medio muerto. Y apenas decía:

–¡Ahora sí no te la perdono! ¡...Vos me las pagás!

El Hojarasquín del Monte

A los muchos días todavía andaba el tío Tigre buscando al Conejo p’acabar con él. Pero,
como no lo incontraba por parte alguna, resolvió montale la guardia con otros animales, al
pie de la laguna. Allá tenía que ir el, a beber.

Pero el Conejo andaba muy tranquilo, viendo la forma de robarle los quesitos a una viejita
que iba pal mercao. Salió el Conejo al camino, adelantico de la vieja, y se hizo el muerto.
La vieja lo vio y dijo: “Ve.... ¡un conejito muerto!”. Y siguió el camino. El Conejo se
levantó a la carrerita y fue a tirase en el camino, más adelante. La vieja dijo: “Ve.... ¡otro
conejo! ¡Qué raro!” Estuvo a punto de parar a descargar, pero resolvió seguir. Entonces el
Conejo se le volvió a atravesar. Ya la vieja no pudo resistir la tentación y dijo: “¡Tres
conejos sí valen la pena de recogelos!”. Descargó la carga a la orilla del camino, detrás de
unas matas, y se fue por los conejos de más atrás. Y ai mismito el tío Conejo cogió la carga;
quesitos y miel y se puso a comer hasta reventase. Después cogió la miel que sobró y se
untó bien untan. Salió corriendo pal montecito y allá se revolcó en un hojarasquero que
había. Ai mismito se le pegaron todas las hojas y hasta chamicitas, palitos y cucarrones.

Ya nu aguantaba la sé tan horrible. Y entonces pegó pa la laguna. Cuando vio allá abajo a
todos los animales, cogió a lanzar unos quejidos y unas lamentaciones. Así que los animales
lo oyeron, el salió pa onde ellos y decía: “¡Quiten de ai, que ai va el Hojarasquín del
Monte! Quiten de ai... ¡Quiten de ai, que ai va el Hojarasquín del Mundo!

Los animales se asustaron mucho y pensaron que ese sería algún espanto o que quien sabe
que sería y salieron y se apartaron toiticos.
El Conejo se arrimó, tranquilo, bebió todo lo que quiso y todavía llenó unas majuanas que
traía, y se jué.

Entonces el Tigre llamó a la Ardita y le dijo:

–Venga acá, usté qu’es como más desenredada y avispada y va y me dice que animal es ese
Hojarasquín del Monte.

–Del Mundo.

–¡Lo que fuere! Vaya averigüe, a ver. ¡Corra!

Corrió la Ardita y se tiró en medio camino, quieta, medio tapada al con unas yerbitas. Y
apenas pasó el Hojarasquín, abrió tamañas pepas di ojos. Y al mismo salió con el cuento:
“¡Es el Conejo!”

–¡Ah, maldito! Lo que yo me figuraba...

El Conejo de carguera

Una vez dijo el Conejo: “Voy a congregame con la Zorra, a ver si hallo la manera di hacele
comer sus zorritos”.

Dicho y hecho. Se fue onde la Zorra y le dijo:

–Tía: usté sabe que yo soy muy ladrón y yo se qui ust’es muy ladrona. ¿Quiere que nos
ajuntemos a robar en compañía? Usté sale por ai y roba gallinitas qu’es lo que sabe; y yo
robo revuelto, que pa eso soy muy baquiano. ¡Ríase de los sancochos tan sabrosos que nos
comemos, si usté mi hace caso!

–Véngase pero ya, tío Conejo, que me suena la cosa...

Si acomodó el Conejo en la cas’e la Zorra y al otro día le dijo ella:

–Bueno, tío Conejo: yo voy a ver si me puedo robar una gallinita bien gorda. Ai queda usté,
pues, pa que me cuide los niños. (Cuatro zorritos que tenía). Cuídemelos bien cuidaítos, que
yo voy a bregar a no demorame.

–Pierda cuidao, tía Zorra. Váyase tranquila.

La Zorra que sale y el Conejo que agarra uno de los zorritos y le tuerce el pescuezo.
¡Pa la olla con él!

Cuando vuelve la Zorra:

–¿Cómo le fue, tía Zorra? ¿Trajo gallinita?

–¡Ej! No pude traer nada. Había un muchacho cuidando (un perro) y así que mi arrimaba,
gritaba izque: ¡Allá va! ¡Ai tá...! ¡Allí va...!

–No se preocupe por eso, tía Zorra, que yo aquí le tengo una polla.

Y le sirvió el zorrito, bien preparao. Así que comieron le dijo la Zorra al Conejo que le
trajiera los niños p’alimentalos. El Conejo se los fue trayendo uno por uno, y al primero se
lo trajo dos veces pa que la Zorra no notara nada.

Al otro día el Conejo hizo la misma. Mató otro zorrito y lo echó a la olla. Se lo comieron. Y
cuando la Zorra dijo que le trajiera los zorritos p’alimentalos, el Conejo trajo cada zorrito di
a dos veces. Y la Zorra no notó...

Al otro día, la misma... Y le trajo el único zorrito que quedaba, cuatro veces.

Así que amaneció, salió la Zorra a buscar qué robar y el Conejo l’echó mano al último
zorro que quedaba, lo esgañotó, y ¡pum! pa la olla con él.

–¡A ver mi comida que teo mucha hambre! –dijo la Zorra cuando llegó.

–Aquí’stá –respondió el Conejo. Y le sirvió el último zorrito que quedaba. “Hombre, ¿qué
voy a hacer yo cuando este animal me pida los hijitos p’alimentalos? ¡Hoy sí me fregué!” –
pensaba el Conejo. Cuando dice la Zorra:

–Vaya pues, tío Conejo, y me trae los niños pa dales el alimento. Y dice el Conejo:

–¿Niños? ¿Cuáles niños? ¡Ya no se los comió todos, pues!

Y arranqu’ese Conejo a correr a toda. Y la Zorra detrás. Cuando ya lu iba alcanzar, logró el
Conejo metese por una cueva qu’encontró. La Zorra no cabía por la boca d’esa cueva y
apenas metía la mano, buscando, buscando... Entre la cueva había una raíz: el Conejo
l’echó mano y se la arrimó a la Zorra y apenas l’agarró, el Conejo gritaba:

–¡Lárgueme la pata tía Zorra! ¡Lárgueme la pata!

Y más l’apretaba la Zorra.


Entonces el Conejo se puso a escarbar pa salir pa juera. De pronto voltiaba a mirar a la
Zorra y la Zorra apenas platiaba los ojos, bregando a velo.

–Tire, que la raíz tira –decía el Conejo–. ¡Tire, que la raíz tira! Apenas qu’el Conejo salió,
le gritó a la Zorra:

–¡Adiós, tiíta! –Y se las emplumó a cuantas tenía.

Cuando la Zorra acató, ya el Conejo iba lejos. ¡Y ojos que te vuelvan a ver!

El Conejo, la Zorra y el aguacerote

Un día estaba el Conejo en la cueva, cuando llegó la Zorra a pistialo. Ella como que se dio
cuenta de que él no había salido.

Fue a dentrar y no pudo. Vio que no cabía. Entonces se jué y llamó l’Ardita, que dentrara
ella. Y así fue. Dentró. Y le dice el Conejo:

–¿Y usté a que viene?

–¿Yo? A cogelo. Traigo encargo de la Zorra.

–¿Cogeme? ¡Ja! Ponga cuidao y verá que me le voy a volar. Ojo, pues.

Apenas la Ardita abrió bien los ojos, el Conejo le tiró un puñao de tierra y le dijo:

–¡Tomá, por ojona!

Y salió corriendo.

Más adelantico lo estaba esperando la Zorra y lo corrió bien. Entonces él paró ligerito y le
dijo:

–Pero, ¡tía Zorra, por Dios! ¿Usté de dieta y levantada por ai? ¿No le da pensión? Se va a
morir con ese aguacerote tan grande que va a caer.

–¿...Aguacerote?

–Dicen todos que con ese aguacero no se van a salvar sino los que estén amarraos a los
palos....

–¿Amarraos a los palos....?


–¡A los palos!

–¿Y a mí, quién me va a amarrar?

–Apure, pues, ligerito, yo la amarro.

Se subió la Zorra a un palo alto, coposo y el Conejo la amarró. Allá murió la Zorra,
amarrada.

El Conejo come bien

El Conejo es muy malicioso. Y la chucha también, pero no tanto como el conejo.

Iba un día el Conejo caminando, cuando de pronto le huelió a carnes muy deliciosas. Y se
entró pa’entro pa’onde había una despensa y se puso a buscar por ónde metese a la
despensa, hasta que incontró una entraíta que apenas cabía. Pasó y allá incontró frutas:
papaya y frutas muy ricas y él comió, sí, pero con industria. Como la entraíta era estrecha,
él iba y comía y venía y se medía en la entraíta; volvía a comer otro poquito, y volvía a
medise; y así, hasta que vio que ya le daba mucho trabajo pasar. Ya’staba lleno.

Entonces llamó a la Chucha y le dijo:

–¿Vusté tiene hambre?

–¡Yo, sí!

–Entonces camine y yo le muestro ónde hay comida, carnes y gallinas... gallinas gordas pa
mañana, de las que le gustan a vusté... ¿Quiere venir?

–¡Yo, sí!

Se fue el Conejo y la llevó. Y dice la Chucha a comer y a comer, sin la industria del Conejo,
que comía y se medía.

Y cuando la Chucha fue a salir... ¡cómo! ¡No cabía!

Y el Conejo cogió a gritale:

–¡Tía Chucha!... ¿Taba buena la gallina? ¿...Sí? ¿Y ya no cabe por la rendija?

A la Chucha la mataron.
El Conejo y el gallo su compadre

El Conejo resolvió un día poner al Gallo de compadre.

Y de ai le dio por ir todos los días a la casa del Gallo y se le comía los güevos. Y aquello se
volvió un censo. ¡Güevito que ponía la comadre Gallina, y güevito que se comía el
compadre tío Conejo!

Hasta que el Gallo dijo un día:

–Bueno. Esto sí está muy cansón, ya. Le voy a poner fin a esta tagarnia. Poné cuidao, pues,
m’hija. Mañana, cuando venga el tío Conejo a comese el güevo, vos te escondés onde él no
te vaya a topar. Y yo meto la cabeza bajo el ala, en medio patio.

Pues sí, que llegó el Conejo, de lo más zalamero:

–¡Opa, compadre! ¿Onde está compadrito?...

Cuando... encuentra en medio patio al Gallo muerto. Tirao ai en medio patio y sin cabeza...

–¡Comadre, comadre!

Nadie...

–¡Hiju’el diablo! Esto aquí sí está como bien grave. ¡Yo me voy!

Salió el Conejo a la carrera pa la casa. Y le dijo a la Coneja:

–¿Sabés lo que encontré? Al Gallo sin cabeza.... ¡ai tirao! Y la Gallina, mi comadre, ¡por
parte alguna! Allá ocurrió una desgracia.

Como a los dos o tres días pasó el Conejo por la casa del Gallo y encontró a éste muy
tranquilo, cantando.

–¡Opa, compadre!

–¡Opa compadrito! ¿Por qué tan perdido? ¿Qué le pasó que no volvió a aparecer por aquí?

–¡Como así, tío Gallo! ¿Usté no’staba muerto, pues?

–¿Muerto? ¡Qué cuentos!


–Pero si yo mismo lo vi: vine el otro día a saludalo, y lo incontré ai tirao, sin cabeza...

–¡Ah! Eso fue que estaba mi mujer en la quebrada. ¡Ella cada rato me lava! Se baña en la
quebraíta y me baña a mí. Ella me corta la cabeza y va y la lava bien lavaíta. ¡Por eso, mire
como soy de limpio!

El Conejo se puso a velo: ¡Esas plumas relumbraban!... Y esa cresta limpiecita, esa cara
sonrosada...

Ajá –pensaba–. ¿Conque ese es el secreto? Ah...

–¿A usté no le baña la cabeza su mujer? –preguntó el Gallo.

–Ya vengo –dijo el Conejo–. Aguarde aquí compadrito, que ya vengo.

Salió el Conejo a la carrera y le dijo a la coneja:

–¡Usté sí que es descuidada m’hija! Nunca me lava la cabeza en la quebraíta, ¡como hace la
Gallina con su marido!

–¿La cabeza?

–¡Pis claro! Córteme ya mismo la cabeza y va y la lava en la quebraíta, y vuelve y me la


pone. Vea que estoy lleno de naiví.

La Coneja le cortó la cabeza al tío Conejo, se fue a lavala a la quebrada, la lavó bien
lavaíta, y vino a ponésela otra vez...; bregue y bregue, pero no pudo. Y el Conejo ya estaba
tieso.

Así murió el Conejo. Porque el que se casa con mujer boba, aunque sea más vivo que el tío
Conejo, ¡siempre termina jodido!

¡Y así acabó el pícaro Tío Conejo, después de todas las qu’hizo!

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