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LA CONIUNCTIO EN LA TRANSFERENCIA - Juan Brambilla, sept. 2018.

Tal como él mismo sostiene en Psicología de la Transferencia (PdeT), Jung


emplea las imágenes y textos del libro Rosarium Philosophorum (RP) como
medio de explicación de la transferencia y la contratransferencia, aun cuando
estas representaciones:

No indican de un modo consciente el vínculo transferencial, sino que lo


contienen como supuesto inconsciente, siendo por ello adecuadas para
servir al menos como guía en el examen del fenómeno.1

Dado que este libro Jung “rema” en aguas al parecer poco claras incluso para él,
y más aún para mí, en el intento de esclarecer qué procura explicarme me valdré
tanto de algunos datos que proporciona en PdeT como de mi propia experiencia,
más la de paciente que la de psicoterapeuta, largamente mayor la primera que
la segunda, y también la de ciudadano común y corriente, de hombre de la calle.
Me valdré, pues, de la memoria, pero también de la imaginación para combinar
y recombinar con ella datos, experiencias, recuerdos y fantasías, a la espera de
que salga algo con un mínimo de sentido y coherencia.

Como todo trabajo de investigación, este también se basa en supuestos. En esta


parte, emplearé uno que consiste en un dato apenas mencionado tres o cuatro
veces en el libro PdeT, casi de pasada o refilón, cual es que, en el laboratorio
alquimista, trabajaban juntos el adepto y su soror mystica. Esto es, un hombre y
una mujer; más biológicamente, un macho y una hembra.2

Para todo efecto práctico, y pese a los distintos fines, cualquier oficina de
empresa equivale a un laboratorio alquimista. Que hombres y mujeres trabajen
juntos, codo a codo, durante lapsos prolongados y frecuentes de tiempo,
eventualmente en espacios reducidos, implica la posibilidad de que, entre los
oficinistas de ambos sexos, tarde o temprano haya mayor familiaridad, surja la
confianza mutua, esto es, que el mundo personal y privado acabe mezclándose

1
1 C. J. Jung, La psicología de la transferencia, ed. Paidós, Barcelona, 1993., prefacio, p. 24.
2
En la medida de lo posible no citaré, por una cuestión de espacio, los pasajes en cuestión del libro.
También me ahorraré, en la misma medida, insistir con la frase “tal como Jung mismo sostiene en PdeT”.
2

con el mundo profesional. De todos es sabido que, en los entornos laborales (no
alquimistas), son frecuentes los affairs de una noche de copas, las infidelidades
sostenidas, los romances abiertos e incluso relaciones formales que acaben en
matrimonio.

Si a las variables antes mencionadas les añadimos la complicidad del secretismo


(porque la Inquisición ronda al acecho), el trabajo de a dos (solos el adepto y la
soror), acaso también los horarios fuera de lo común, durante los cuales los
respectivos familiares, quizá los cónyuges, duermen en casa, y, sobre todo, la
temática con sus sugerentes imágenes y episodios (que no sea pornografía no
garantiza que no cause los mismos efectos), no es descabellado suponer que en
el laboratorio alquimista, al igual que sucede en cualquier oficina, también
detonara en más de un caso la “química”, esto es, la súbita atracción sexual entre
el adepto y la soror. Y también es de suponer que tales detonaciones, como es
natural, eclipsaran con sus fogonazos y despliegues a las mezclas químicas (si
es que en efecto las operaciones químicas intervenían en la alquimia) que
estuvieran, entre tanto, procesándose en la retorta. Procesos que, mientras
durara la coniunctio sexual del adepto y la soror, pasarían al olvido, del mismo
modo que en las oficinas, en similares circunstancias, sucede con los reportes al
jefe o las entregas al cliente.

Según el propio Jung, el ámbito sexual apenas sería uno de tantos donde
“detona” la transferencia y contratransferencia.3 Aun así, vale la pena continuar
explorando esta variante sexual de coniuctio, cuyo peso específico gráfico en RP
no es de soslayar. Habría una diferencia fundamental entre los encuentros
sexuales de las parejas de oficinistas y de alquimistas. Mientras que los
oficinistas, acabada la coniunctio (sexual), se excusarían por la copa de más o
iniciarían tras ella la relación infiel o la formal; los alquimistas, por el contrario, y
acaso gracias a un chispazo de lucidez, o quién sabe si además empujados a
ello por la culpa de haber quebrantado, con su lujuria, los lineamientos de una
“escuela” que procuraba la perfección del Homo Sapiens (doctrina que el adepto
y la soror profesarían por igual), harían de la pasada y reciente experiencia
“química” objeto de reflexión.

3
La cita exacta está en su libro La vida simbólica.
3

Pero no del acto sexual en sí, que en tanto cristianos promedio los habría
conducido tan solo al arrepentimiento y a las correspondientes oraciones, y luego
a retomar el trabajo en el laboratorio con ánimos de no reincidir, o, si no, a
cancelarlo para cortar de raíz cualquier posibilidad de recaída; sino, y este es el
quid del asunto, de la irrefrenable atracción (sentida por cada cual como
“impulso”4) que los llevó a cometerlo.

Reflexión, sobre la atracción irrefrenable, solo posible tras que el adepto y la


soror reparasen (a la vez o advertido el uno por el otro) en que, impulsados por
igual a consumarla, fueron “tomados”, asaltados, sorprendidos por algo, una
fuerza, una potencia impersonal, muy superior a sus respectivas voluntades e
inteligencias, que en algún impreciso momento las anuló hasta subyugarlas por
completo. Un “tercero en discordia”, un agente externo a esa relación entre dos,
autónomo, con vida propia (emparentado en cuanto a comportamiento con el
hambre y la sed), que actuando a capricho los empleó para coniuncti-arlos. Un
instinto, diríase, al que denominaron “espíritu Mercurio”; más que por su
omnipotencia, por su versatilidad camaleónica, capaz de despertar en ellos ya
no solo la lujuria, sino también ese chispazo de lucidez y antes aun la culpa. En
cualquier caso, tres afectos; dos de los cuales a la misma vez que acaso
interrumpieran de súbito el acto sexual, sí que detonaron, en estos cristianos sui
generis, un cuarto impulso, similar a los tres anteriores, y quién sabe si
igualmente mercurial: precisamente, la reflexión divorciada del sentimiento.

Tras ceder a la irrefrenable atracción sexual, el adepto y la soror, quizá no


interrumpiendo de súbito la coniunctio sexual, sino tras la petit-mort que sigue a
su consumación (y que el autor del RP habría ilustrado con la lámina “la muerte”),
habrían abordado el estudio pormenorizado del comportamiento de Mercurio con
una dedicación que, a primera vista al menos, linda con el exceso de conciencia,
con la unilateralidad de la función pensamiento, propios según entiendo de la
gnosis según lo comenta el propio Jung y también Neumann.

Porque el estudio de dicha atracción irrefrenable, que tendría por finalidad


purificarla de su componente lujurioso hasta transformarla así en lapis (someter

4
A mi juicio, “atracción” implica a dos participantes, mientras que “impulso” prescinde de uno.
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a Mercurio a sucesivas operaciones), implicaría y hasta exigiría, mientras es


estudiada, la abstinencia, la suspensión definitiva de los encuentros carnales
entre la pareja de investigadores; caso que presupondría que Mercurio fuera
evidenciable per se, como “cosa en sí”, para ser estudiado. O, a la inversa, y
dado que en este segundo caso (y muy probablemente en todos) Mercurio solo
sería evidenciable a través del comportamiento de esos Homo Sapiens que el
adepto y la soror, con todo el lastre de su carnalidad, seguían siendo, el estudio
de la atracción irrefrenable quizá habría también implicado y hasta exigido, por
el contrario, la práctica asidua de la concupiscencia como medio eficaz de
invocar a Mercurio, sin cuya presencia no habrían tenido qué estudiar. Pero, y
esto sería lo chocante, a expensas de cualquier sentimiento humano que,
introduciéndose de contrabando durante el acto sexual, viniera a contaminar el
experimento y del cual por tanto debieron, deo concedente, prescindir como
garantía de obtener mayores probabilidades de alcanzar el éxito.

Desde esta segunda perspectiva, la práctica del sexo ya no como encuentro


íntimo entre dos personas, mucho menos con fines recreativos, tampoco con
propósitos exclusivos de procreación como sostiene la iglesia; sino como mero
instrumento (a su turno, “instrumentalizador” por tanto del adepto y de la soror)
o trampolín que recondujera a la coniunctio, y por ende también a ambos
participantes del “misterio”, a un nivel superior, por cuanto no situado en la mera
sexualidad, tal vez algún tipo de iluminación.

Que el sexo, la proscrita carne, sede de todos los males según los cánones
eclesiásticos, sustituyera, o cuando menos se presentara como vía alterna, al
cuerpo y sangre de Cristo para acceder a una dimensión extra-mortal reservada
a la comunión dominical, bien habría sido motivo para que Roma, tras lanzarles
el anatema a los alquimistas, los decretara blanco de persecución de la
Inquisición. Y también para que los alquimistas (miembros del clero algunos), ya
fueran concupiscentes declarados o abstinentes radicales, emplearan lenguaje
criptográfico con el fin de eludir “la ley”. Lenguaje que dejaría entreverse como
un velo que ocultaba que el tal misterio, al parecer, fustigaba la carne con el
intelecto al igual que, paradójicamente, la iglesia Católica, a veces
condescendiente, a veces rival y otras veces enemiga, lo hacía con el expediente
de Satán y con el mismo rigor.
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Pero, si acaso Mercurio (sexual) fuera un instinto, no sería como sus parientes
el hambre o la sed. Sería un instinto especial, uno que no “muere” en la sola
realización, en su sola satisfacción. Uno que, si en efecto muriese tras verse
satisfecho, renacería al instante, insuflado de vida por el adepto y la soror,
quienes, tras manifestárseles Mercurio de “cuerpo presente”, le obsequiarían la
condición de “cosa en sí”. Renacería, pero ya no para solicitar una segunda
descarga de irrefrenable lujuria, sino para tomarles el pelo al adepto y a la soror,
ahora sí desde ese anhelado nivel (siempre) superior, obsequio del gratuito
atributo ontológico. Nivel que ambos (ni nadie, salvo al parecer los gnósticos)
jamás alcanzarían vía intelectual, pero que, aun así, se habría ofrecido como
alcanzable merced a la verosimilitud que los Sapiens le concedemos a nuestro
propio pensamiento, vehículo no sexual de Mercurio sexual (y también de las
demás variantes de Mercurio). Del mismo modo en que a veces lo hace la
creatividad (suerte de Mercurio asexual específico) con el Sapiens creador y por
las mismas razones.

A mi entender, aquí comienzan los problemas del alquimista (Jung sostiene,


grosso modo, que la alquimia aún debió esperar siglos para que la psicología
terminara su trabajo), y también del Sapiens creador; a quien he introducido
adrede como referencia para intentar esclarecer, a riesgo de equivocarme, qué
quiero decir (y comprender) respecto de la transferencia. Al introducirlo me limito
a imitar a Jung, pero desde otro ángulo; quien asimismo introduce la alquimia
para valerse de ella, recurso que le permite explicar y comunicar qué entiende
por transferencia.

Al igual que Mercurio asexual, que tras la burla le exige al burlado que replantee
lo que acaba de escribir, al parecer también Mercurio sexual, si su exigencia
asimismo no es escuchada (re-erotizar la relación humana), engañaría al adepto
y a la soror erotizando la contraparte de esa misma relación humana: la relación
entre quien piensa y lo pensado.

La disyuntiva del Sapiens creador, al detectar que ha sido burlado por su


creatividad, por Mercurio asexual, es la siguiente: uno, reemprender la labor a la
espera de escribir, esta vez sí, algo que no sea susceptible de nueva burla; para
lo cual tendrá que dejarse llevar, paradójicamente, por su creatividad. Por así
decirlo, emplear su creatividad para acabar burlando él a su propia creatividad,
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y ya no al revés. Por este camino, que equivale a pretender encapsular al


inconsciente, fuente de toda creatividad, desde un “Punto de Arquímedes” no
creativo (no hay conciencia capaz de tamaño prodigio), el Sapiens creador de
marras no llegará a ningún lado, acaso tan solo al desvarío inflacionario. Una
tomadura de pelo de Mercurio asexual tan inadvertida como aquella de Mercurio
sexual; quien, tras la lujuria, el chispazo de lucidez y la culpa, disfrazándose de
reflexión conduciría al adepto y a la soror a sus prácticas purificadoras. En ambos
casos, la paradoja del embotellador embotellado.

La otra alternativa del Sapiens creador, garantía de conservar la salud psíquica,


es más sencilla, más sensata, aunque requiere un ingrediente del que los
cristianos no solemos hacer gala (y, según parece, menos aún el gnosticismo):
el sentido del humor; más específicamente, el sarcasmo autoinfligido.

Dado que fue burlado, y dado que acabó embotellado cada vez que reintentó
embotellar al Mercurio asexual, al Sapiens creador solo le quedaría, tras el
chispazo de lucidez, o acaso también tras la culpa (nuevamente, dos afectos;
bien vistos: avisos o advertencias por parte del inconsciente compensador de su
exceso de conciencia), descartar cualquier intento por describirlo (lo que
presupondría su previo embotellamiento, ilícitamente transformado en “cosa en
sí”). Y más aún el de purificarlo vía su confinamiento en algún “concepto” (para
que ya no lo burle más…una suerte de domesticación de lo indomeñable). Solo
le quedaría, para hacer las paces con esta variante de spiritus mercurialis, optar
más bien por limitarse a relatar lo único que, a diferencia del Mercurio asexual,
sí que está al alcance de sus mortales facultades. Un giro que lo premia con los
favores de ese a quien antes quiso en vano embotellar, ahora presto a colaborar
tras verse aliviado de la campaña de búsqueda y captura que sobre él –valga la
antropomorfización del inconsciente- lanzó su contraparte mortal, la conciencia.
Un giro que, por si fuera poco lo anterior, le ofrece al Sapiens creador la ventaja
adicional de conocer el tema a escribir con pelos y señales: cómo así quiso
embotellar a Mercurio asexual, y cómo así fue burlado por este.

Para evitar tentaciones, mejor que mejor si lo cuenta en clave de humor y


metafórica (y no solemne y alegórica, como la de los alquimistas). Lenguaje que
implica, por partida doble, el establecimiento de una relación afectiva con
Mercurio asexual que antes no había, o que si había era “negativa”, mutuamente
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excluyente y revanchista por cuanto competitiva (de “suma cero” y no de “win-


win”, en lenguaje oficinista).

Es como si en pago a la aventura imperial de pretender abordar solo


intelectualmente a Mercurio asexual, el Sapiens creador fuera colonizado por su
“objeto de estudio”, y además desde el extremo opuesto, precisamente desde
aquel del que creyó haberse desligado: los afectos (inervación de complejos
ideo-afectivos). Y si es verdad que la psique se autorregula, con dicha
colonización Mercurio asexual, tan impersonal, potente, autónomo y multiforme
(en suma, arquetípico) como el resto de sus variantes, habría buscado que el
Sapiens creador desplegara esa función sentimiento hasta entonces opacada
por la función pensamiento, por ese exceso de conciencia. El despuntar de la
función sentimiento; que Jung, al final de PdeT, añade como corolario de un libro,
el RP, que no la considera.

La primera pregunta que surge, se limita recoger una inquietud que ya el propio
Jung plantea, creo recordar, en alguna de las conferencias Tavistock. Grosso
modo: ¿es la transferencia un sustituto del afecto (en tanto función sentimiento)
inexistente en la relación psicoterapéutica, la insuficiencia del segundo potencia
la primera? La segunda pregunta, circular respecto de la primera, es: ¿provocará
inconscientemente el psicoterapeuta la transferencia cuando, despuntando la
función sentimiento, no “soporta el tirón” y busca refugio en la función
pensamiento?

La disyuntiva del adepto y de la soror es parecida a la del Sapiens creador,


aunque la vía que habrían tomado es la opuesta: habida cuenta del awareness
de la “manifestación” del Mercurio sexual, ni se entregaron al disfrute del sexo
ni, como los oficinistas, establecieron una relación de pareja formal o infiel, en
ambos casos, dejándose llevar por la “química”. Tampoco habrían
redireccionado sus energías a metaforizar (mediante imágenes y textos distintos
a los que aparecen en RP) su captura por la lujuria, sazonando la historia con
sarcasmo autoinfligido, toda vez que la captura sucedió, curiosamente, cuando
más venían creyendo que podrían purificarse de las apetencias de la carne
(expiarlas).
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Sin duda el Sapiens creador, una vez burlado por Mercurio asexual, y pese a
que sus avatares no han de ser baladíes, la tiene más fácil que los alquimistas,
y también que el psicoterapeuta: primero, trabaja en solitario; y segundo, lejos
de deberse, respectivamente, a la doctrina de alguna escuela o al Código de
Ética, solo se debe a su lector. Es más, su obligación principal, incluso la única
(válida para todo artista), puesto que de ella depende para comer, es la de
establecer, por así decirlo, una coniunctio sui generis con su público, el cual,
merced a su arte, ha de “caer rendido a sus pies”.

Si los alquimistas empleaban o no la práctica del sexo como medio de elevación


espiritual, y si todo lo dicho al respecto se ajusta a la verdad o es completamente
falso, a mi juicio, poco importa. Como máximo, merecería una opinión estética
(si está bien escrito o no). Si este ejercicio de imaginación, planteado con todo
respeto, y expresado en un relato, tiene algún valor, creería que es el de
profundizar por vía indirecta en la labor del psicoterapeuta; quien, a diferencia
del alquimista o del Sapiens creador, es quien afronta durante el trabajo diario
cuanta variante posea Mercurio.

Aquí surgen nuevas preguntas: ¿hasta qué punto es, precisamente, un relato el
fenómeno transferencial? ¿Una narrativa que, “discurriendo” por debajo del
relato literal sobre el cual se instala la relación psicoterapéutica, es susceptible
de pasar desapercibido a los dos miembros de la relación, y de “imantar” en
consecuencia al relato literal? Y si en efecto el fenómeno transferencial es un
relato, si en efecto el mundo de la narrativa se cuela en la sede psicoterapéutica,
¿cuándo, en qué punto y hasta dónde, la memoria (los recuerdos de la
anamnesis) ha de ser acompañada, reforzada, sustituida por la imaginación?

La versatilidad de Mercurio hace que me pregunte: ¿cuántas veces, en mi


limitada experiencia como psicoterapeuta, he tenido frente a mí, si los pacientes
fueron varones, al hijo que aún no tengo pero que anhelo, al hermano que nunca
tuve y siempre quise tener, al amigo entrañable a quien no veo desde hace
quince años porque se fue al extranjero, etcétera; y, si fueron mujeres, a mi
madre, a mi hermana, a la novia que me dejó en la juventud, a la maestra que
me aprobó o desaprobó en el colegio, o a quien, de aquí a quince días o la
próxima primavera, podría ser mi mejor amiga, mi confidente inclusive? Y, a la
recíproca, ¿cuántas veces y en qué medida ellos y ellas vieron en mí (peor aún,
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siguen y seguirán viendo y yo ni cuenta) a la contraparte de esas figuras


“mercuriales”, en las que nos unimos en simbiosis psíquica, en coniunctio?

Ni qué se diga de mi largamente mayor experiencia como paciente, ¿cuántas


veces habré visto en mi psicoterapeuta a mi padre o a mi abuelo, fallecidos hace
un cuarto de siglo pero vueltos a la vida “mágicamente”; o al leal camarada del
barrio ahora que, repatriado como soy, y además tras haber los edificios
reemplazado a las casas familiares de infancia, adolescencia y juventud, ya no
queda en el barrio ninguno de mis antiguos camaradas barranquinos; o al
“maestro y guía” infalible, al representante vicario de la omnisciencia divina en la
Tierra? ¿Y cómo saber si sigo viéndolos en él, o él a la respectiva contraparte en
mí?

Del mismo modo que en mi experiencia como paciente, también en la


psicoterapeuta cada figura mercurial posee ángulos y tonalidades, luces y
sombras, aspectos conocidos y desconocidos, reales e imaginarios, auténticos
y falsos, ¿cómo “devolver a la paleta” esos múltiples colores con los que he
coloreado, inconscientemente, las infinitas caras del poliedro que es cada una
de esas mismas figuras que, interponiéndose, no me dejan ver al Sapiens que
es mi paciente? Y, tan o más importante como eso: ¿cómo haré para que mis
pacientes hagan lo mismo con los colores que a su vez, y quién sabe hasta qué
grado por mi causa, proyectaron sobre las figuras mercuriales de las cuales soy
portador, sobre las caras de los poliedros que se interponen entre ellos y el
Sapiens que también soy?

La tarea no es fácil. ¿Cuándo Mercurio se transformará en lapis, y qué puedo


hacer yo al respecto si, para dificultar las cosas, todos los Homo Sapiens,
incluidos mis pacientes, “poseemos” un Sí-mismo que tiene para cada quien un
“plan”?

***

Quizá un ensayo habría sido mejor para explicitar mis vagas ideas acerca de lo
que Jung habría querido explicar y comunicar sobre los fenómenos
transferenciales, pero escribir ensayo escapa a mi capacidad.
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Lo cierto, a mi juicio, es que acaso pudiendo utilizar cualquier otro expediente de


la Cultura para tal fin (la obra de un pintor medieval, la narrativa completa de
algún escritor romántico del XIX, la poesía de algún artista oriental del XII...),
Jung empleó la Alquimia, y, al hacerlo, profundizó en aquello que los propios
alquimistas dejaron, según entiendo de sus palabras al respecto, a medio hacer:
rescatar la función sentimiento. Si ellos mismos, dando ese paso adicional, la
hubiesen rescatado, habría quizá significado el fin de ese “arte”; así como
también, en consecuencia y quién sabe, el inicio anticipado de la Psicología.
Pero eso es elucubrar, no imaginar.

Creo que Jung, añadiré otro riesgo a los ya tomados, no solo exploró en PdeT
sus propias relaciones transferenciales con algunas de sus pacientes (Spilrein,
Wolf). También, y quizá esto sea aún más significativo porque nos incumbe a los
aprendices de psicoterapeuta que remamos siguiendo su estela, que Jung previó
que sus epígonos, inmersos en las transferencias y contratransferencias de la
sede psicoterapéutica, podíamos correr el riesgo de regredir, regresionar (en
caso antes hubiéramos salido de ella) a la condición de alquimistas, de cristianos
gnósticos, y romper así los puentes afectivos que nos unen a nosotros mismos,
a los demás y, por supuesto, también a nuestros pacientes. Deo concedente,
ojalá que al menos seamos capaces de restaurarlos con la misma presteza.

Juan Brambilla.

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