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Dado que este libro Jung “rema” en aguas al parecer poco claras incluso para él,
y más aún para mí, en el intento de esclarecer qué procura explicarme me valdré
tanto de algunos datos que proporciona en PdeT como de mi propia experiencia,
más la de paciente que la de psicoterapeuta, largamente mayor la primera que
la segunda, y también la de ciudadano común y corriente, de hombre de la calle.
Me valdré, pues, de la memoria, pero también de la imaginación para combinar
y recombinar con ella datos, experiencias, recuerdos y fantasías, a la espera de
que salga algo con un mínimo de sentido y coherencia.
Para todo efecto práctico, y pese a los distintos fines, cualquier oficina de
empresa equivale a un laboratorio alquimista. Que hombres y mujeres trabajen
juntos, codo a codo, durante lapsos prolongados y frecuentes de tiempo,
eventualmente en espacios reducidos, implica la posibilidad de que, entre los
oficinistas de ambos sexos, tarde o temprano haya mayor familiaridad, surja la
confianza mutua, esto es, que el mundo personal y privado acabe mezclándose
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1 C. J. Jung, La psicología de la transferencia, ed. Paidós, Barcelona, 1993., prefacio, p. 24.
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En la medida de lo posible no citaré, por una cuestión de espacio, los pasajes en cuestión del libro.
También me ahorraré, en la misma medida, insistir con la frase “tal como Jung mismo sostiene en PdeT”.
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con el mundo profesional. De todos es sabido que, en los entornos laborales (no
alquimistas), son frecuentes los affairs de una noche de copas, las infidelidades
sostenidas, los romances abiertos e incluso relaciones formales que acaben en
matrimonio.
Según el propio Jung, el ámbito sexual apenas sería uno de tantos donde
“detona” la transferencia y contratransferencia.3 Aun así, vale la pena continuar
explorando esta variante sexual de coniuctio, cuyo peso específico gráfico en RP
no es de soslayar. Habría una diferencia fundamental entre los encuentros
sexuales de las parejas de oficinistas y de alquimistas. Mientras que los
oficinistas, acabada la coniunctio (sexual), se excusarían por la copa de más o
iniciarían tras ella la relación infiel o la formal; los alquimistas, por el contrario, y
acaso gracias a un chispazo de lucidez, o quién sabe si además empujados a
ello por la culpa de haber quebrantado, con su lujuria, los lineamientos de una
“escuela” que procuraba la perfección del Homo Sapiens (doctrina que el adepto
y la soror profesarían por igual), harían de la pasada y reciente experiencia
“química” objeto de reflexión.
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La cita exacta está en su libro La vida simbólica.
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Pero no del acto sexual en sí, que en tanto cristianos promedio los habría
conducido tan solo al arrepentimiento y a las correspondientes oraciones, y luego
a retomar el trabajo en el laboratorio con ánimos de no reincidir, o, si no, a
cancelarlo para cortar de raíz cualquier posibilidad de recaída; sino, y este es el
quid del asunto, de la irrefrenable atracción (sentida por cada cual como
“impulso”4) que los llevó a cometerlo.
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A mi juicio, “atracción” implica a dos participantes, mientras que “impulso” prescinde de uno.
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Que el sexo, la proscrita carne, sede de todos los males según los cánones
eclesiásticos, sustituyera, o cuando menos se presentara como vía alterna, al
cuerpo y sangre de Cristo para acceder a una dimensión extra-mortal reservada
a la comunión dominical, bien habría sido motivo para que Roma, tras lanzarles
el anatema a los alquimistas, los decretara blanco de persecución de la
Inquisición. Y también para que los alquimistas (miembros del clero algunos), ya
fueran concupiscentes declarados o abstinentes radicales, emplearan lenguaje
criptográfico con el fin de eludir “la ley”. Lenguaje que dejaría entreverse como
un velo que ocultaba que el tal misterio, al parecer, fustigaba la carne con el
intelecto al igual que, paradójicamente, la iglesia Católica, a veces
condescendiente, a veces rival y otras veces enemiga, lo hacía con el expediente
de Satán y con el mismo rigor.
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Pero, si acaso Mercurio (sexual) fuera un instinto, no sería como sus parientes
el hambre o la sed. Sería un instinto especial, uno que no “muere” en la sola
realización, en su sola satisfacción. Uno que, si en efecto muriese tras verse
satisfecho, renacería al instante, insuflado de vida por el adepto y la soror,
quienes, tras manifestárseles Mercurio de “cuerpo presente”, le obsequiarían la
condición de “cosa en sí”. Renacería, pero ya no para solicitar una segunda
descarga de irrefrenable lujuria, sino para tomarles el pelo al adepto y a la soror,
ahora sí desde ese anhelado nivel (siempre) superior, obsequio del gratuito
atributo ontológico. Nivel que ambos (ni nadie, salvo al parecer los gnósticos)
jamás alcanzarían vía intelectual, pero que, aun así, se habría ofrecido como
alcanzable merced a la verosimilitud que los Sapiens le concedemos a nuestro
propio pensamiento, vehículo no sexual de Mercurio sexual (y también de las
demás variantes de Mercurio). Del mismo modo en que a veces lo hace la
creatividad (suerte de Mercurio asexual específico) con el Sapiens creador y por
las mismas razones.
Al igual que Mercurio asexual, que tras la burla le exige al burlado que replantee
lo que acaba de escribir, al parecer también Mercurio sexual, si su exigencia
asimismo no es escuchada (re-erotizar la relación humana), engañaría al adepto
y a la soror erotizando la contraparte de esa misma relación humana: la relación
entre quien piensa y lo pensado.
Dado que fue burlado, y dado que acabó embotellado cada vez que reintentó
embotellar al Mercurio asexual, al Sapiens creador solo le quedaría, tras el
chispazo de lucidez, o acaso también tras la culpa (nuevamente, dos afectos;
bien vistos: avisos o advertencias por parte del inconsciente compensador de su
exceso de conciencia), descartar cualquier intento por describirlo (lo que
presupondría su previo embotellamiento, ilícitamente transformado en “cosa en
sí”). Y más aún el de purificarlo vía su confinamiento en algún “concepto” (para
que ya no lo burle más…una suerte de domesticación de lo indomeñable). Solo
le quedaría, para hacer las paces con esta variante de spiritus mercurialis, optar
más bien por limitarse a relatar lo único que, a diferencia del Mercurio asexual,
sí que está al alcance de sus mortales facultades. Un giro que lo premia con los
favores de ese a quien antes quiso en vano embotellar, ahora presto a colaborar
tras verse aliviado de la campaña de búsqueda y captura que sobre él –valga la
antropomorfización del inconsciente- lanzó su contraparte mortal, la conciencia.
Un giro que, por si fuera poco lo anterior, le ofrece al Sapiens creador la ventaja
adicional de conocer el tema a escribir con pelos y señales: cómo así quiso
embotellar a Mercurio asexual, y cómo así fue burlado por este.
La primera pregunta que surge, se limita recoger una inquietud que ya el propio
Jung plantea, creo recordar, en alguna de las conferencias Tavistock. Grosso
modo: ¿es la transferencia un sustituto del afecto (en tanto función sentimiento)
inexistente en la relación psicoterapéutica, la insuficiencia del segundo potencia
la primera? La segunda pregunta, circular respecto de la primera, es: ¿provocará
inconscientemente el psicoterapeuta la transferencia cuando, despuntando la
función sentimiento, no “soporta el tirón” y busca refugio en la función
pensamiento?
Sin duda el Sapiens creador, una vez burlado por Mercurio asexual, y pese a
que sus avatares no han de ser baladíes, la tiene más fácil que los alquimistas,
y también que el psicoterapeuta: primero, trabaja en solitario; y segundo, lejos
de deberse, respectivamente, a la doctrina de alguna escuela o al Código de
Ética, solo se debe a su lector. Es más, su obligación principal, incluso la única
(válida para todo artista), puesto que de ella depende para comer, es la de
establecer, por así decirlo, una coniunctio sui generis con su público, el cual,
merced a su arte, ha de “caer rendido a sus pies”.
Aquí surgen nuevas preguntas: ¿hasta qué punto es, precisamente, un relato el
fenómeno transferencial? ¿Una narrativa que, “discurriendo” por debajo del
relato literal sobre el cual se instala la relación psicoterapéutica, es susceptible
de pasar desapercibido a los dos miembros de la relación, y de “imantar” en
consecuencia al relato literal? Y si en efecto el fenómeno transferencial es un
relato, si en efecto el mundo de la narrativa se cuela en la sede psicoterapéutica,
¿cuándo, en qué punto y hasta dónde, la memoria (los recuerdos de la
anamnesis) ha de ser acompañada, reforzada, sustituida por la imaginación?
***
Quizá un ensayo habría sido mejor para explicitar mis vagas ideas acerca de lo
que Jung habría querido explicar y comunicar sobre los fenómenos
transferenciales, pero escribir ensayo escapa a mi capacidad.
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Creo que Jung, añadiré otro riesgo a los ya tomados, no solo exploró en PdeT
sus propias relaciones transferenciales con algunas de sus pacientes (Spilrein,
Wolf). También, y quizá esto sea aún más significativo porque nos incumbe a los
aprendices de psicoterapeuta que remamos siguiendo su estela, que Jung previó
que sus epígonos, inmersos en las transferencias y contratransferencias de la
sede psicoterapéutica, podíamos correr el riesgo de regredir, regresionar (en
caso antes hubiéramos salido de ella) a la condición de alquimistas, de cristianos
gnósticos, y romper así los puentes afectivos que nos unen a nosotros mismos,
a los demás y, por supuesto, también a nuestros pacientes. Deo concedente,
ojalá que al menos seamos capaces de restaurarlos con la misma presteza.
Juan Brambilla.