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Sobre la Inmortalidad: de Platón a la telomerasa

Enrique Battaner Arias

La muerte ha ocupado un lugar central en la conciencia del hombre desde que ésta existe.
Una y otra vez, los arqueólogos nos muestran restos de ritos funerarios asociados a los más
antiguos asentamientos humanos, lo que indica la preocupación del hombre primitivo por la
muerte. Encontramos una culminación de este fenómeno en las pirámides faraónicas: todo
un país trabajando en función de un monumento funerario. El hecho de desaparecer de este
mundo, de la mera descomposición física del cuerpo, ha impulsado a la cultura humana en
un doble sentido: Primero, la conmemoración de quien muere, el afán de que su memoria
persista; segundo, buscar una escapatoria a tal destino, obviamente indeseable. La cultura
egipcia, que hemos citado, buscó ambas cosas de forma insistente. La memoria del faraón
Keops ha quedado indemne a lo largo de casi cuatro mil años en la forma de una inmensa
pirámide de piedra, así como la de otros muchos que le sucedieron; y en cuanto a lo
segundo, los egipcios perfeccionaron la técnica de embalsamamiento hasta tal punto que la
ciencia actual ha conseguido aislar el ADN de la momia de Ramsés II.

Platón: Su diálogo Fedón es un bellísimo tratado sobre la inmortalidad del alma.

Al tiempo, la conciencia de muerte induce al hombre a pensar en la no-muerte, en la


inmortalidad. En todas las culturas, vemos indefectiblemente que tal característica es
atributo de los dioses. Pero cuando la conciencia humana da un paso más adelante y
comienza a hacerse las preguntas clásicas: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde

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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
vamos, el concepto de inmortalidad comienza a ser una constante en todas las
concepciones del mundo. El hombre no desea la muerte. Si ésta es una constante biológica
inevitable, ¿Es que hay algo más allá?

Planteado así el problema, encontramos una magnífica síntesis del mismo, así como su
presunta solución, en el Fedón de Platón. El filósofo recrea en torno a la escena de la muerte
de Sócrates sus ideas en torno a la inmortalidad. Partiendo del dualismo cuerpo-alma,
vemos cómo el cuerpo, contingente, desaparece; el alma, simple y por tanto inmarcesible,
preexistente y reflejo del mundo superior de las ideas, permanece y vuelve a él. De esta
manera, el filósofo no teme a la muerte, y la acepta con alegría, porque supone la vuelta
hacia auténtica realidad, que es el mundo de las ideas, y no de sus sombras, que es lo único
que percibimos aquí, en el fondo de la caverna. La belleza del diálogo es deslumbrante; si
alguna preocupación tiene Sócrates es que los bellos rizos de su discípulo Fedón
desaparecerán al día siguiente cuando éste se corte el cabello en señal de luto por el
maestro. Todo el diálogo respira sosiego y apacibilidad; no a la manera de un fatalismo
oriental, de una resignación ante el destino, sino como el prólogo paciente ante una vida
mejor, que tendrá lugar en el mundo de las Ideas.

La inmortalidad platónica, esto es, la inmortalidad del alma, fue recogida por el cristianismo
hasta nuestros días; no a modo de transcendencia hacia el mundo superior, sino como
premio o castigo. Cuenta Dante en la Divina Comedia cómo las almas bienaventuradas
debían sumergirse en el Río del Olvido; la inmortalidad cristiana nos despoja de todo lo que
nos ha rodeado en vida; es el alma prístina, originaria, la que puede gozar de
bienaventuranza; todo lo que le ha sucedido en la vida debe ser olvidado. La gloria no sería
perfecta si persistieran recuerdos de este valle de lágrimas. Eso es lo que ponía fuera de sí a
Unamuno, autor obsesionado con la inmortalidad en su Sentimiento Trágico de la Vida. Si
realmente hubiera una vida después de ésta, él querría seguir siendo Don Miguel, el señor
rector, y dejarse de zarandajas de almas prístinas. De no ser así, la inmortalidad no valdría la
pena.

Pues bien, quisiera yo en este pequeño ensayo reflexionar en torno a la inmortalidad pero
desde un punto de vista diferente. Me falta desgraciadamente la serena poesía que Platón
derrochó en el Fedón; me falta la hispánica vehemencia de Unamuno en el Sentimiento
Trágico. Poco puedo ofrecer, pues. Pero en los últimos tiempos ha tenido lugar una enorme
revolución en las ideas biológicas, hasta el punto de que podemos llegar a pensar en la
inmortalidad, en una inmortalidad somática, del cuerpo, y con ella, del espíritu. Es decir, una
inmortalidad unamuniana y no platónica. Adelanto que es pura utopía, cuando no
especulación gratuita; pero el ámbito libre y distendido de NnN me anima a hacerlo.

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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
¿Tiene la muerte un significado biológico?

Con mucha frecuencia se cita una afirmación de Sigmund Freud sobre su propia obra. El
psiquiatra vienés consideraba que en la historia de la conciencia humana habrían tenido
lugar tres grandes revoluciones. La primera, la de Copérnico, según la cual la Tierra quedaba
desplazada del centro del Universo y reducida a un planeta más bien modesto que gira en
torno al Sol. La segunda sería la de Darwin: el hombre no ocupa un lugar privilegiado dentro
de los seres vivos, sino que es una rama más del frondoso árbol que representa la evolución
de los mismos. En último y definitivo lugar, tendríamos la propia revolución freudiana: el
hombre ni siquiera es dueño de sus actos, determinados por un inconsciente moldeado a
partir de las vivencias de su infancia.

Dejando aparte el hecho de que la revolución freudiana hoy día no está tan de moda como
durante el siglo XX, hay una gran verdad en esta afirmación: con el conocimiento científico,
el hombre ha ido perdiendo sistemáticamente terreno respecto al lugar que él mismo se
había asignado en la Creación. La Ciencia moderna no ha hecho más que profundizar en ese
sentido. En lo que se refiere al ser biológico del hombre, pertenecemos a un linaje de
escasa antigüedad, a lo que parece ser un experimento en pluricelularidad animal que
comenzó hace unos meros setecientos millones de años (compárense con los tres mil
ochocientos millones de años que llevan los seres vivos animando al planeta). Del hombre
podemos destacar el extraordinario desarrollo de su sistema nervioso, paradigma de la
complejidad. Pero la complejidad, por sí sola, no es garantía de adaptación; antes bien al
contrario. Por ejemplo, microorganismos “primitivos” como las bacterias llevan viviendo
aproximadamente de la misma manera desde el origen de la vida, y son quienes mejor han
sobrevivido a las grandes extinciones. Hoy día, la mayor cantidad de seres vivos que pueblan
el planeta, desde los hielos polares hasta los desiertos más inhóspitos, son precisamente las
bacterias. Todo un prodigio de adaptación a lo largo de casi cuatro mil millones de años. Hay
otra característica, un poco más siniestra, que define al hombre como especie. Es la única
especie que puede, con su actividad, poner en peligro la vida del planeta. Las modestas y
ubicuas bacterias nunca lo harían.

Pues bien, esos seres “primitivos” pero tan evolucionados como nosotros y desde luego,
mejor adaptados, son inmortales. Ante todo, una aclaración. El hecho de que las bacterias
sean inmortales no significa que no se las pueda matar. De hecho, cuando tratamos con
penicilina una infección lo que estamos haciendo es matar bacterias. Hay asimismo virus
que, invadiendo la célula bacteriana, terminan destruyéndola; y por último, las bacterias son
alimento a su vez de otros seres vivos. En todos estos casos, la bacteria en cuestión muere.
Pero a lo que vamos es que, abandonadas a sí mismas, las bacterias no sufren
envejecimiento ni muerte. El organismo bacteriano, por sí sólo, continúa indefinidamente
con su reproducción. Cuando las condiciones ambientales no son las adecuadas, dispone de
mil trucos para capear el temporal hasta que lleguen tiempos mejores.

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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
Pero la inmortalidad no está en modo alguno ligada a las bacterias. Consideraciones muy
parecidas podríamos hacer sobre los Protistas, organismos unicelulares que antes eran
conocidos como Protozoos. Pasando a los seres pluricelulares, la muerte no es, ni mucho
menos, la regla entre ellos. Muchos hongos pueden ser considerados como inmortales en el
mismo sentido que el descrito más arriba para las bacterias. Por lo poco que sabemos, el
envejecimiento y la muerte están restringidos a dos de los Cinco Reinos de Margulis: las
Plantas y los Animales. Los otros son Moneras (bacterias y arqueas), Protistas y Hongos.

Conviene, no obstante, insistir en el carácter que hemos dado a la inmortalidad que


estamos discutiendo. Se trata de una inmortalidad potencial, que se manifestaría
plenamente de no existir accidentes que pudieran matar al organismo en cuestión. Lo
importante es que en estos organismos citados no existe envejecimiento, decrepitud y
muerte, como existe entre nosotros y entre todos los animales pluricelulares y las plantas. El
trigo que sembramos en la otoñada, por ejemplo, brota en invierno, se desarrolla
espléndidamente en primavera, da sus frutos en el verano y muere con éste; la vida del trigo
sólo se prolonga en sus semillas, de la misma manera que entre nosotros la vida sólo se
prolonga en nuestros descendientes.

El punto central sobre el que quiero llamar la atención es que la inmortalidad en el mundo
biológico es más bien regla que excepción. Y por lo tanto, la pregunta clave es ¿Por qué es el
hombre (y los restantes animales, y las plantas) mortal?

Cuando Linneo emprendió su magna obra de clasificación, Plantas y Animales parecían dos
formas radicalmente diferentes de vida, y por ello el sabio sueco les otorgó el carácter de
Reino. Donde en unos había movilidad, en otros fijación estricta al substrato. Donde en unos
había autotrofismo, en otros el heterotrofismo era la regla. El mundo vegetal era para
nosotros, animales, algo misterioso y ajeno. Aun a pesar de nuestra dependencia alimenticia
absoluta de los mismos, aun cuando los hayamos domesticado para satisfacer nuestras
propias necesidades, el mundo vegetal siempre nos ha resultado extraño. Sabemos que
viven, pero no poseen ese tacto inconfundible a materia viva que tienen los animales.
Nuestra intuición de "vida" está sesgada hacia la animalidad. El nombre de la ciencia que
describe a los Animales, Zoología, parte etimológicamente del griego ζοε (zoe) que significa,
precisamente, "vida". El propio término de "animal” procede del latino anima, alma.

Pero a casi tres siglos de Linneo, la correspondiente revolución copernicana ha alcanzado a


la vieja taxonomía, con la introducción de técnicas moleculares de clasificación. Al aplicarlas,
resulta que Plantas, Animales y Hongos son tres yemas contiguas que nacen de un mismo
tronco, mucho más parecidos entre sí que a cualquier otra rama del árbol evolutivo, como
las algas pardas, las amebas, los ciliados, los flagelados, las bacterias o las arqueas. A partir
de evidencia bioquímica se ha sugerido también que Animales y Hongos están más
relacionados entre sí que cualquiera de ellos con las Plantas. Pero sin embargo, Plantas y
Animales tienen en común un carácter que probablemente esté relacionado con el tema
que nos ocupa: se desarrollan a partir de embriones.
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
En un darwinismo estricto, toda característica de un ser vivo responde a una adaptación del
mismo a su entorno. Cuando trasladamos esta consideración al fenómeno de la muerte nos
encontramos con una flagrante contradicción: la muerte no puede favorecer la propia
supervivencia. De manera que hay que encontrar el error en la premisa. Muchos piensan
que la adaptación es un valor que concierne a la especie, no al individuo; esto es, que la
adaptación lo es en tanto en cuanto favorece la supervivencia de la especie, y no
necesariamente del individuo. ¿Qué es la especie? La mejor definición podría ser que una
especie es un colectivo aislado desde el punto de vista reproductivo. Pero ¿Existe una
consciencia de especie en tal colectivo? Mucho me temo que no. El individuo es la unidad
biológica por excelencia y el protagonista último de la evolución. Por tanto, la muerte no
puede responder a una adaptación. De hecho, consideramos la muerte como algo
indeseable.

Tal como hemos visto, mueren aquellos organismos sujetos a desarrollo ontogénico, es
decir, los que se desarrollan a partir de embriones. En este sentido, la muerte podría ser una
consecuencia inevitable del propio desarrollo, un estadio más de éste. Pero para nosotros,
la muerte viene precedida, en el curso normal de los acontecimientos, de senilidad y
decrepitud. Evidentemente, un organismo senil tampoco es algo deseable ni responde en
modo alguno a una adaptación al entorno (aunque hay quien piensa que los viejos
representan un banco de memoria que puede ser útil a la especie para su supervivencia; no
lo discuto, sobre todo a medida que van pasando mis años).

De todo lo que se ha escrito sobre el tema, trataré de resumirlo en pocas palabras. A lo


largo de la vida de un individuo, éste está expuesto a una multitud de agresiones
provocadas por el propio medio ambiente. Contra ellas se defiende mediante sistemas
desarrollados a lo largo de la evolución; consigue reparar la mayoría, pero siempre van
quedando algunas lesiones permanentes. Éstas se van acumulando, el organismo envejece y
llega un momento en el cual no puede más, y muere. Naturalmente, este fenómeno sólo
puede tener lugar en organismos pluricelulares sujetos a desarrollo embrionario.

Con lo dicho hasta ahora, no ha quedado claro cuáles son los peligros que acechan a las
células de un organismo vivo, peligros de los que el organismo trata de proteger a sus
células. Pero en el envejecimiento hay más: la incapacidad de las células somáticas para
reproducirse eficazmente. Ambas cuestiones serán tratadas a continuación.

El envejecimiento: las agresiones externas

Nuestro planeta es algo bello, y en lo que se refiere a la vida, hospitalario. La Tierra es un


compendio de justos medios aristotélicos: no estamos ni muy lejos ni muy cerca del Sol;
éste es una estrella ni muy grande ni muy pequeña; la temperatura permite la existencia de
agua líquida, precondición absoluta de la vida; y podríamos continuar indefinidamente esta
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
enumeración. Pero con todo, los seres vivos estamos expuestos a múltiples agresiones por
parte de nuestro medio ambiente. En primer lugar, la radiación solar, y en especial su franja
ultravioleta; y en segundo, pero no último, algo que puede parecer paradójico: el oxígeno
de la atmósfera.

El Sol es una inmensa bomba de hidrógeno. Toda la energía que desprende procede de una
reacción nuclear: la fusión de dos átomos de hidrógeno para dar helio, con una pérdida de
masa que se transforma en energía. Es esta energía la que mantiene vivo al planeta; somos
absolutamente dependientes de otros seres vivos, las Plantas, que saben utilizar
directamente dicha energía para producir materia viva que nosotros, directa o
indirectamente, ingerimos. Pero así como una central eléctrica es útil pero peligrosa, la
radiación solar también lo es. A la superficie de la Tierra no llega, afortunadamente, toda la
radiación solar. Las radiaciones más peligrosas son retenidas bien por el campo magnético
del planeta (dando lugar a espectaculares auroras) o bien por la capa de ozono formada a
partir del oxígeno. Esta última, incidentalmente, está actualmente en peligro por la actividad
humana. Con todo, llega a la superficie una cantidad importante de radiación ultravioleta de
energía relativamente baja. Esta radiación es dañina para el material genético, el ADN, en el
que introduce cambios químicos. Estos cambios, que llamamos mutaciones, se manifiestan
en malformaciones, lesiones diversas y cáncer. Como estamos expuestos de manera más o
menos continua a la radiación ultravioleta, los seres vivos han tenido que desarrollar varios
sistemas de defensa contra esta radiación. Estos sistemas de defensa son complejos y
consumen bastante energía.

El segundo grupo de agresiones continuas que sufren los seres vivos proceden del oxígeno
que respiramos. El oxígeno, tan absolutamente vital para nosotros, es un elemento muy
tóxico, debido a su extrema reactividad química. Tan extrema es que en un principio, antes
de que hubiera seres vivos sobre el planeta, no había oxígeno libre en la atmósfera; todo él
estaba en forma de óxidos. El oxígeno apareció en la atmósfera gracias a que unos seres
vivos (que llamamos fotosintéticos) aprendieron a descomponer la molécula de agua
merced a la acción de la luz solar, quedándose con el hidrógeno y desprendiendo el oxígeno
como producto de desecho. Con el tiempo, este oxígeno se fue acumulando en la atmósfera
y otros seres vivos (entre ellos, nosotros mismos) aprendieron a utilizarlo para sus propios
fines. Pero al tiempo tuvieron que aprender a defenderse de él. Porque en el curso de las
reacciones en las que participa el oxígeno se producen especies químicas muy peligrosas
(por lo reactivas), que llamamos radicales libres. Los radicales libres se producen en
abundancia en todas las células que respiran, y deben ser inmediatamente eliminados; de
no ser así, dañarían irreversiblemente las complejas y delicadas moléculas que conforman a
los seres vivos.

Son, por lo tanto, estos dos peligros los que acechan de una forma continua y sistemática a
los seres vivientes. La radiación ultravioleta está constantemente alterando el ADN y por
tanto, introduciendo modificaciones (en su inmensa mayoría perjudiciales) en el material
genético; los radicales libres oxigenados, por su parte, destrozan no sólo al ADN, sino a las
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
estructuras que encuentran a su alrededor. El organismo tiene que defenderse; y a lo largo
de la evolución han surgido sistemas químicos que lo hacen. Genéricamente, el ADN está
protegido por lo que llamamos sistemas de reparación del ADN, una serie de complejas
reacciones químicas permanentemente vigilantes que reparan todas las "averías" que la luz
ultravioleta y otros agentes producen en el mismo. Por su parte, los radicales libres son
eliminados por los sistemas de protección antioxidante, que evitan lo que con todo rigor
podríamos llamar "oxidación" de nuestro organismo. Al igual que aquéllos, son muchos y
complejos.

La Patología humana nos muestra con nitidez hasta dónde son necesarios estos sistemas de
protección. Todos nosotros conocemos la imagen del cosmólogo Stephen Hawking, con su
movilidad reducida prácticamente a unos dedos con los que maneja un ordenador mediante
el cual se comunica. La enfermedad que padece es la llamada esclerosis lateral amiotrófica
(ELA), que parece ser debida al fallo de uno de los sistemas de protección antioxidante. Por
causas que se desconocen, este fallo afecta particularmente a las neuronas motoras, las que
ordenan el movimiento a los músculos. De ahí una parálisis progresiva y generalizada, como
la que afecta al científico Hawking. En cuanto a los sistemas de reparación del ADN, existe
una extensa patología relacionada con su disfunción. En algunos casos, los pacientes
muestran una extremada sensibilidad a la luz solar. Una exposición, incluso moderada, al
sol, provoca la aparición generalizada de cánceres de piel (¿Os acordáis de la película "Los
Otros" de Amenábar?). En otros casos, particularmente llamativos, los individuos afectados
presentan la llamada progeria, o envejecimiento prematuro, en la que asistimos al
terrorífico espectáculo de un niño de ocho o diez años convertido en un viejo decrépito.

Aparte de otros factores, en los que no vamos a entrar, el envejecimiento está producido
por el fallo progresivo de estos sistemas de reparación, tanto del ADN como de aquéllos que
eliminan radicales libres oxigenados. Se trata, como vimos, de unos sistemas muy complejos
e interrelacionados, consumidores de una gran cantidad de energía. A lo largo de la vida,
estos fallos se van acumulando en una especie de círculo vicioso: las lesiones van afectando
también a los propios sistemas de reparación, de manera que éstos van volviéndose
importentes y el número de lesiones aumenta, posiblemente de forma exponencial. La
información genética de las células se va deteriorando progresivamente; proteínas y otras
macromoléculas se ven dañadas por los radicales libres. Una en particular, el colágeno, que
entre otras cosas es el armazón de la piel, al sufrir estas agresiones determina la aparición
de las arrugas características del envejecimiento.

Desde el punto de vista bioquímico, pues, el envejecimiento es un daño acumulado en el


ADN, por una parte, y una "oxidación", en sentido literal, del organismo. Cuando en sentido
figurado hablamos de estar "oxidados" estamos describiendo con bastante exactitud lo que
en realidad ocurre. Es más: todos conocemos lo que es el enranciamiento de las grasas: una
oxidación de las mismas. El olor (y el sabor) rancio es algo que a todos nos repele. Uno de
los fenómenos bioquímicos más característicos del envejecimiento es precisamente ése:
nuestra propia grasa se vuelve rancia.
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
Ahora bien, en el organismo animal hay unas células cuyo ADN debe ser preservado a toda
costa: las células germinales, a partir de las cuales nos reproducimos. Y esa es la razón por la
que la edad reproductiva supone únicamente una franja limitada, y temprana, de nuestro
ciclo vital; justo cuando los sistemas de reparación del ADN o de protección antioxidante
están, por así decirlo, en su mejor momento.

El envejecimiento: límites a la reproducción celular

Pero no sólo hay agresiones externas en el fenómeno del envejecimiento. Nuestras células
parecen tener un límite a su capacidad de división y multiplicación. Una vez alcanzado ese
límite, la célula queda únicamente abocada a la muerte.

La célula es la unidad fundamental de todos los seres vivos. En primer lugar, es una unidad
de reproducción: bajo ciertas condiciones, una célula se divide y da lugar a dos células en
principio exactamente iguales. Pero además de dividirse, las células son susceptibles de
diferenciación: fenómeno mediante el cual desarrollan características que las diferencian de
otras células. Así, una célula del sistema nervioso es diferente a una del sistema muscular, o
un glóbulo rojo de la sangre es diferente a una célula epidérmica. Con mucha frecuencia, la
diferenciación se acompaña de la pérdida de la capacidad de división. Así, en un organismo
adulto, las células de sus tejidos diferenciados van perdiendo la capacidad de dividirse hasta
que llega un punto en el que cualquier regeneración del tejido se hace imposible; es éste,
pues, otro fenómeno asociado al envejecimiento. Pero a diferencia de los mecanismos antes
descritos, éste parece ser algo intrínseco a la célula, y no causado por agentes externos.

Hace ahora unos sesenta años se desarrollaron técnicas mediante las cuales podemos tomar
células de un organismo vivo y cultivarlas en un medio de la misma manera que se venía
haciendo con los microorganismos desde los tiempos de Pasteur y Koch. Uno de los
primeros fenómenos observados en el cultivo celular fue que muchas células sólo pueden
sostener un número limitado de divisiones. Una vez llegada a dicho límite, la célula deja de
reproducirse, y por lo general, degenera y muere. Esto es característico de todos los tejidos
diferenciados; en un caso extremo, las células nerviosas o neuronas, no se dividen ni una
sola vez. Pero al tiempo se descubrieron células "inmortales", que mantenían intacta su
capacidad de división, independientemente del número de éstas. El problema es que todas
ellas eran malignas: se habían aislado de tumores cancerosos. En concreto, las primeras
células que se cultivaron in vitro procedían de un cáncer de cuello de útero. El nombre de la
paciente, Henrietta Lacks, quedó inmortalizado en el nombre de la línea celular de ella
derivada: células HeLa. Esta "inmortalidad" celular parecía ser en principio una característica
propia de las células tumorales (no así de Henrietta, que desgraciadamente falleció a causa
del tumor).

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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
Pero con el tiempo se descubrieron células normales inmortales: las llamadas "células
madre". Son células derivadas de tejidos embrionarios en fases muy precoces del desarrollo.
Pueden dividirse indefinidamente y además, lo que las hace enormemente atractivas desde
el punto de vista científico, es que en condiciones determinadas, pueden dar lugar a
cualquier tejido o célula diferenciada del organismo. Pero dejaremos ese asunto para más
adelante.

Blástula de ratón, constituída por células totipotentes, en un estadio muy precoz


del desarrollo. De cada una de ellas podría obtenerse un individuo completo.

A mediados de los años ochenta del siglo pasado, se adelantó una teoría sobre la
inmortalidad celular. Recibida fríamente al principio, ha resultado ser extremadamente
prometedora, como veremos. El material genético de las células, en el momento de la
división, se condensa en unos cuerpos lineales llamados cromosomas. Hay dos copias de
cada cromosoma, y cada una de las células hijas recibe sus correspondientes dos copias. Los
extremos de los cromosomas reciben el nombre de telómeros; y se pudo constatar que la
capacidad de división de una célula está íntimamente relacionada con la longitud de los
mismos. A medida que una célula diferenciada se divide, los telómeros van haciéndose más
y más cortos; llega un momento en que son ya demasiado cortos, y ahí precisamente cesa la
capacidad de división. Tanto las células tumorales como las células normales inmortales
poseen telómeros suficientemente largos y no se acortan con las divisiones sucesivas. Esto
se debe a la presencia en dichas células de un mecanismo muy especial, encargado de
mantener intacta la longitud de los telómeros, y que recibe el nombre de telomerasa. En
resumen: la presencia de telomerasa provoca la inmortalidad de las líneas celulares. Y a la
inversa, es la pérdida de la actividad telomerasa la que conduce al bloqueo en la división
celular, y por tanto al envejecimiento y a la muerte.

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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
Cromosomas humanos en metafase (fluorescencia verde). Se ha utilizado
una tinción especial para los telómeros (naranja)

Bioquímica de la inmortalidad

Así las cosas, la inmortalidad podría plantearse como una serie de acciones destinadas a
retardar, primero, y suprimir, después, el envejecimiento. La muerte "natural" es
consecuencia del envejecimiento. Entiéndase por "natural" la muerte que llamamos
también "de viejo". No se incluyen aquí las muertes por enfermedad sobrevenida, o por
accidente. Podríamos decir también que se trata de una inmortalidad "bacteriana", en el
sentido de que el organismo puede morir por causas externas, pero de no mediar éstas, el
organismo no moriría abandonado a sí mismo.

Ello sería posible si se logra (a) mantener los sistemas de reparación del ADN y de
protección antioxidante al mismo nivel que en una persona joven; y (b) manteniendo una
actividad telomerasa debidamente controlada en nuestros tejidos. Digo "debidamente
controlada" porque la división celular incontrolada es precisamente lo que llamamos cáncer.

Hay desde luego ciertas claves. En primer lugar, la esperanza de vida en los países
desarrollados se ha duplicado en los últimos ciento cincuenta años. Los datos más fiables
indican que actualmente la mayor esperanza de vida corresponde a las mujeres japonesas,
seguidas muy de cerca por las españolas (ambas con más de ochenta años). No parece
casualidad el hecho de que Japón y España sean, entre otras cosas, grandes consumidores
de pescado. La dieta parece tener un efecto significativo, y muy probablemente se deba a la
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
presencia de factores antioxidantes en la misma. Igualmente podríamos hablar del ejercicio
moderado y de todos los demás hábitos con que nos aburren periódicamente los apóstoles
de la vida sana.

Pero aquí no estamos tratando de prolongar la vida mediante ciertos sacrificios, sino de
encontrar las claves para suprimir el envejecimiento, y por tanto, la muerte. Creo que la
cuestión está clara: mantener el nivel de actividad propio de un joven en los sistemas de
reparación del ADN y de protección antioxidante, por una parte, y una actividad telomerasa
controlada para garantizar el reemplazamiento celular allá donde se necesite. Los dos
mecanismos citados en primer lugar podrían reducirse simplemente al primero de ellos. Si
se logra mantener un aparato genético eficiente en todas las células somáticas, el
funcionamiento de éste garantizaría por sí solo el funcionamiento de los sistemas
antioxidantes, que como todo lo demás están sometidos a una determinación genética. Algo
muy parecido podríamos decir respecto a la actividad telomerasa.

La cuestión de la reparación del ADN es bastante compleja, y su descripción queda fuera del
alcance de la presente especulación. Por el momento, la mejor manera que se me ocurre de
mantener unos sistemas eficientes de reparación del ADN, con la tecnología actual o futura
a corto plazo, es el uso de células madre. Estas células poseen asimismo una telomerasa
intacta; y de ellas trataremos a continuación.

Células madre

El desarrollo embrionario de un organismo es un proceso maravilloso, y la biología actual


está comenzando a entender las claves que lo gobiernan. El óvulo fecundado, que es una
sola célula totipotente, inicia una serie de multiplicaciones, movimientos y transformaciones
perfectamente determinadas y sincronizadas para dar lugar a un organismo completo. A
medida que transcurre la secuencia inmutable del desarrollo, las células del embrión van
perdiendo potencialidades. Lo que en principio era totipotente pasa a ser pluripotente:
células que pueden dar lugar a cualquier tejido del organismo adulto, pero no a los anejos
embrionarios como la placenta; con la progresiva diferenciación celular, la célula se hace
multipotente, que únicamente puede diferenciarse en las células de un determinado
sistema orgánico, como el nervioso o el hematológico. Más adelante las células se
diferencian plenamente y dejan de tener potencialidad diferenciadora. El conocimiento de
la biología de estas líneas celulares, junto con el de los mecanismos de su diferenciación en
los distintos órganos y tejidos, ha de ser en el futuro inmediato un área de intensa actividad.

El objeto preferido de la investigación en células madre son las que hemos dado en llamar
pluripotentes, formadas en los estadios precoces del desarrollo embrionario. Hay multitud
de experimentos que indican que la inyección de estas células madre en órganos enfermos
(como puede ser un corazón infartado) da lugar a la regeneración del tejido. Esta línea
experimental abre un sinnúmero de posibilidades terapéuticas. Por poner un ejemplo, pero
de candente actualidad, pensemos en la enfermedad de Alzheimer. Se trata de una
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
degeneración irreversible de las neuronas del sistema nervioso central. La presencia de
células madre capaces de diferenciarse en neuronas sanas podría detener, e incluso curar, el
curso inexorable de esa terrible plaga de nuestro tiempo. Otra importante aplicación sería el
tratamiento curativo de las lesiones de médula espinal, en las que el único destino era hasta
ahora la silla de ruedas.

De la misma manera, la inyección sistemática de células madre a todos aquellos tejidos que
así lo requirieran podría (y estamos ya en terreno especulativo) retrasar indefinidamente el
envejecimiento. El problema estriba ahora en cómo obtener células madre.

La cuestión no es trivial, ni mucho menos. Nuestro organismo sabe perfectamente distinguir


lo propio de lo extraño; lo que le resulta ajeno suele ser destruido por el sistema inmune. Es
así como los injertos y los trasplantes son rechazados por el organismo receptor. Para lograr
un uso efectivo de células madre, éstas han de ser reconocidas como propias, esto es,
derivadas del mismo organismo que las va a recibir. No valen las de otro organismo, ni
mucho menos las de un animal de experimentación.

Una primera posibilidad es la de guardar células del cordón umbilical en el momento del
nacimiento, y almacenarlas debidamente. Estas células se han demostrado eficaces en la
regeneración de células hemáticas, de la sangre, pero no se tiene la seguridad de que
pudieran valer para la regeneración de otros órganos o tejidos. Una segunda posibilidad
deriva del reciente descubrimiento de que muchos de nuestros órganos poseen, incluso en
la edad adulta, una pequeña cantidad de células madre cuya actividad podría ser suscitada
por maniobras externas. Con todo, esta posibilidad parece difícil, puesto que el número de
dichas células es muy limitado.

La tercera y más controvertida (y a la vez más prometedora) es el uso de la transferencia


nuclear somática. Consiste en tomar un óvulo humano recién fecundado, destruir su núcleo
celular y sustituirlo por el de una célula somática sana del individuo adulto. Esto no es ni
más ni menos que una clonación. Al tener el núcleo del individuo adulto, el embrión que
resulta sería un gemelo idéntico al donante (en realidad, un clon) y por tanto sus tejidos no
tendrían ningún problema de incompatibilidad o rechazo. De ese embrión podrían ser
tomadas las células madre en el estadio más adecuado a las necesidades concretas, en una
cantidad prácticamente ilimitada.

La objeción más seria a este método procede del campo religioso, y más concretamente de
la Iglesia Católica. Al formarse un nuevo embrión, la moral católica prescribe que su
desarrollo no puede en modo alguno ser interrumpido. Desde el punto de vista científico, es
indiscutible que se forma un nuevo embrión; pero personalmente sostengo que el beneficio
potencial de estas prácticas es mucho mayor que sus posibles inconvenientes. Por otra
parte, lo que se hace no es mucho más que lo que podría ser una transfusión sanguínea. De
todas maneras, esta discusión se sale de contexto. Por mi parte, diré que soy partidario de
la transferencia nuclear somática y que no albergo ninguna duda moral al respecto.
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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad
Las células madre abren así un campo extraordinariamente prometedor en lo que ha de ser
la Medicina del siglo XXI. No sólo en la regeneración de órganos enfermos, sino también en
el tema que nos ocupa: el retraso indefinido del envejecimiento y la inmortalidad potencial.

Conclusión

El alma platónica, simple, volvía al mundo de las Ideas: la Belleza, la Justicia, el Bien en
general, que nosotros en nuestro pobre mundo contemplábamos sólo como sombras en la
caverna. El panorama que la ciencia médica del siglo XXI muestra ante nosotros no es, ni
mucho menos, igual. En el camino hemos arrojado por la borda el concepto de alma;
nuestra conciencia es la de nuestro soma, ese complejo mecanismo formado a través de
miles de millones de años de evolución filogenética.

Pero la relectura del Fedón nos hace sentir una cercanía mucho mayor al punto de vista del
filósofo; mayor, ciertamente, que lo que parece deducirse del párrafo anterior. En primer
lugar, donde Platón hablaba de la preexistencia del alma, nosotros podríamos poner el
magno árbol evolutivo que nos ha precedido en la aventura de la vida; la inmortalidad del
alma sería la propia continuidad de dicho árbol evolutivo; y los ideales de Belleza, Justicia y
Bien que el filósofo situaba en el mundo de las Ideas, ahí mismo siguen, donde Platón los
dejó. Y ahí mismo esperan que la Humanidad los alcance. Quiero y debo creer que la
Ciencia, que pone ante nosotros nada menos que la inmortalidad somática, nos ayudará a
alcanzarlos, de la misma manera que nos sigue ayudando en el empeño la lectura del
inmortal Fedón.

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E.Battaner, Sobre la Inmortalidad

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