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Durante más de cien años, los adventistas hemos mirado al Congreso de la Asociación General de
1888 como un hito histórico, un punto de inflexión de nuestro desarrollo teológico. Es considerada la
conferencia teológica más importante de nuestra historia. Aunque duró menos de un mes, dio una nue-
va forma al adventismo.
Después del gran chasco de 1844, los pioneros se dedicaron a la proclamación de importantes
verdades; las llamadas verdades esenciales: el santuario, el espíritu de profecía, los mensajes de los tres
ángeles, la inmortalidad condicional, la segunda venida y el sábado. La salvación y la justificación por
la fe quedaron en un segundo plano, porque estas verdades ya eran enseñadas por otras iglesias. ¿Por
qué enseñarle a un bautista o metodista sobre la salvación, con la cual ya estaban familiarizados? Lo
que ellos no conocían era lo relacionado al sábado, el estado de los muertos, la verdad del santuario,
etc. Los pioneros se dedicaron a las doctrinas distintivas, especialmente a la del sábado y los diez man-
damientos.
Hasta 1888 se creía mayormente que la justicia aceptable a Dios podía ser lograda (con la ayuda
del Espíritu Santo, por supuesto) por la obediencia a los mandamientos. En otras palabras, se veía a la
santificación como la base de la salvación.
Cuando pensamos en Minneápolis 1888, surgen dos nombres: Alonzo Jones y Elliot Waggoner.
Ambos eran amigos y editores de la revista Signs of the Times
Pero entonces apareció Waggoner y dijo: (1) la obediencia del hombre jamás puede satisfacer la
ley divina; (2) la justicia imputada de Cristo por sí sola es la base de la aceptación de Dios por noso-
tros; y (3) necesitamos estar cubiertos constantemente por la justicia de Cristo, no solo por causa de
nuestros pecados pasados.
¿Qué reacción tuvieron los oyentes? Algunos aceptaron y apoyaron el mensaje de Waggoner (E.
White, W. White, S. Haskell, etc.) y otros lo rechazaron (U. Smith, J. Morrison, L. Conradi, etc.), pero
la mayoría se mostraba indecisa. No sabían qué creer. Los que se oponían lo expresaron abiertamente.
En cierto momento Elena White se sintió tan desanimada que quiso irse de allí, pero el ángel del Señor
le dijo: «No lo hagas; Dios tiene una obra para ti en este lugar. La gente está repitiendo la rebelión de
Coré, Datán y Abiram»
Versículo del tema: Isaías 53:6: "Jehová cargó sobre Él, el pecado de todos nosotros
La justicia de Dios es la plenitud e infinita perfección del carácter. Pero el hombre no tiene
absolutamente ninguna justicia por sí mismo.
Esa justicia de Dios, que Él demanda a todo hombre, y en su gracia la ofrece gratuitamente ha si-
do "testificada por la ley y por los profetas" (Romanos 3:21), es a saber, Cristo Jesús. El Señor Jesucris-
to en virtud de su santidad, sufrimientos, humillación y muerte, desarrolló, cual perla perfecta, la justi-
cia que Dios acepta, de tal manera que sus virtudes infinitas, su pureza inconquistable; en fin todos sus
méritos inmaculados, constituyen la justicia de Dios. Así que la justicia de Cristo, sus méritos perfec-
tos, ha llegado a ser la justicia de Dios, la roca y la esperanza salvadora para la humanidad entera, se-
gún el propósito divino.
En virtud de que Cristo es el nuevo Adán, el nuevo representante de la raza humana, por su obe-
diencia obtuvo para todos los hombres lo que Adán fallo en obtener: vida eterna..
Al constituirse Cristo en el representante de la raza humana, todos sus logros nos son imputados.
Del mismo modo como las decisiones y acciones de un representante, de facultades amplias o limitadas
según sea el caso, afecta a sus representados; así también la obediencia de Adán nos afectó porque puso
a nuestra cuenta (nos imputó) su culpa, y afectó nuestra naturaleza con su pecado (Salmo 51:5).
Así que para ser salvos y obtener la vida eterna hemos de recibir por imputación la justicia de
Cristo; y esto solamente para aquellos que lo hayan aceptado como su Salvador, o como su represen-
tante.
La Sra. White, una escritora adventista, lo expresa en palabras muy escogidas: "Cristo fue tratado
como nosotros merecemos a fin de que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fue
condenado por nuestros pecados, en los que no había participado, a fin de que nosotros pudiése-
mos ser justificados por su justicia, en la que no habíamos participado. Él sufrió la muerte nues-
tra, a fin de que pudiésemos recibir la vida suya"
Los pecados del creyente fueron imputados a Cristo, ésa es la razón por la cual Él sufrió y murió
en la cruz: "Jehová cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Isaías 53:6). [Ver 1 P. 2: 24 y 2 Cor.
5:21]. Cristo fue hecho legalmente responsable de los pecados del creyente, y sufrió el justo castigo que
a éste correspondía. Al morir en lugar del creyente como su sustituto, o equivalentemente, en virtud de
que era su representante, satisfizo las demandas de la ley y lo liberó para siempre de toda posibilidad de
condenación o castigo (Rom. 8:1).
Nótese bien lo siguiente. Cuando los pecados del creyente fueron imputados a Cristo, el acto de
imputación no hizo a Cristo pecador, es decir no contaminó su naturaleza. Dicho acto sólo convirtió a
Cristo en el responsable legal de tales pecados.
Nuevamente Lutero: "El cristiano es justo y santo mediante una santidad foránea o extrínse-
ca (la llamo de ésta manera por el bien de la enseñanza), esto es, justo por la misericordia y gracia de
Dios. Por lo tanto, no es formalmente justo; no es justo por sustancia y calidad (uso estas palabras por
el bien de la enseñanza). Es justo de acuerdo a su relación con algo; sólo respecto de la gracia divina y
del perdón gratuito de los pecados, que vienen a los que reconocen su pecado y creen que Dios es be-
nigno y perdonador por causa de Cristo, el que fue entregado por nuestros pecados (Romanos 4:25) y
creído por nosotros" (Ibid, p. 710,711).
La justicia por la cual el creyente es aceptable y agradable a la vida de Dios, no es una cua-
lidad que se encuentra en el corazón del creyente. La justicia que nos justifica jamás se encuentra
en santo alguno, se halla solamente en Cristo. Jamás está en la tierra, se encuentra en el cielo, a la
diestra de Dios.
Ha quedado claramente establecido que la imputación de la justicia de Cristo, es de naturaleza le-
gal. Es un cambio en la posición legal de pecador, de culpable a absuelto. Esta justificación es un acto
externo por parte de Dios cuando su tribunal declara sin culpa al creyente.
De manera similar, la justicia de Cristo: toda su persona, carácter y obra es de naturaleza objetiva,
es decir, totalmente fuera de nosotros. En otras palabras, Cristo es la justicia de Dios (Roma. 3:21)
1. Que la "justicia por la fe" (la imputada) le sigue y le acompaña otra justicia, es decir, la justicia im-
partida (hechos personales del creyente efectuados por la virtud del Espíritu Santo).
2. La "justicia por la fe" nunca está presente sin la renovación, y que las buenas obras siguen como
consecuencia de la fe. La justicia de la fe no es, ni en todo ni en parte la santificación que se hace pre-
sente con la fe. Ni siquiera es, esa renovación que sigue a la fe. Nunca debemos confundir la justicia de
la fe (justicia imputada) con la santificación (justicia impartida). No es la santificación, ni tampoco la
incluye.
La santificación proviene del derramamiento del Espíritu Santo en nuestros corazones
cuando creímos, cuando nos fue concedida la justificación (Rom. 5:5)..
La justicia impartida no ha sido perfecta en nosotros por nuestra negligencia, porque repelemos o
apartamos la obra del Espíritu Santo quien modela nuestro carácter a la semejanza de Cristo (Gál.
5:22); pero aun así necesita de la justicia de Cristo (imputada) para ser aceptable ante Dios.