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TEOLOGÍA

SISTEMÁTICA
vol. I
WOLFHART PANNENBERG

UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS - MADRID


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ÍNDICE

lNtRODi:ccióNp por J. A. MARTÍNEZ CAMINO xx


PREFACIO PAUA LA EDICIÓN ESPAÑOLA xxxi
PRÓLOGO DE \A EDICIÓN ALEMANA xxxni

Capitulo 1: La verdad de la d o c t r i n a cristiana como tema de la teo-


jpffa sUtemdtlca I

1. Teología 1
2. La verdad del dogma 9
3. La Dogmática c o m o teología sistemática 17
4. La evolución y el problema de los llamados «Prolcgomena»
de la Dogmática 27
5. La verdad de la doctrina cristiana c o m o tema de la teología
sistemática , , tí

l'apMulp II: I,a Idea de Dios v la cuestión cíe su verdad 65


L La palabra «Dios» 65
2. Conociroii-nlo natural de Dios y * teología natural» 76
3. Las pruebas de Dios v la critica filosófica de la teología na*
tumi 86
4. La critica teológica de la teología natural 101
5 F 1 r ^ n n ^ i m i ^ t M ^ « n a t u r a l » H^l h ^ m h i v a f o r r a A * H i n g HJ.

Capitulo III: La realidad de Dios v de los diosea en la experiencia


de las religiones 127

1. El concepto de religión y su función en la teología 127


a\ Religión y conocimiento de Dios 128
b) El concepto de religión, la pluralidad de religiones v «el

2. La esencia antropológica v la esencia teológica de la religión. H5


3. La cuestión de la verdad de la religión y la historia de la re-
ligión 162
4. La relación religiosa 184

Capitulo ¡V: La revelación de Dio» 203


I. La función teológica del concepto de revelación 203
La multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación. 21

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VIII Indk*

y
La función del concepto de revelación en la historia de la ICO
logia 231
4, La revelación como historia y c o m o palabra de Dios 249

Capítulo V: El Dio» trinitario 281


L El Dios de Jesús y los comienzos de la doctrina de la Tri-
nidad 2&1
2. El lugar de la d o c t r i n a de la Trinidad en la e s t r u c t u r a c i ó n de
la Dogmática v el problema de la fundamentado** de las pro-
puniciones trinitarias 303
3. Distinción v unidad de las personas divinas 325
at El comienzo con la revelación de Dios en Jesucristo v la
Icrminoloina tradicional de la doctrina de la Trinidad ... 32S
bj La mutua autodislincinn de Padre. Hijo y Espíritu como
fnrma renrrrta t\r las i-Manon*»* trinitaria* J34
c) Tres personas, p e r o un solo Dios 346
4. SI mundo c o m o historia de Dios v la unidad de la esencia
dlvlnn 354

( a p ú n l o VI: I^a unidad de la esencia divina y sus atributos 36.5

1. La sublimidad de Dios y la t a r e a de d a r cuenta racionalmente


de lo que se dice de él 365
2. La distinción e n t r e esencia y exigencia de Dios 376
_La_csc:ncia y_JA>s_atributns de Dios y su vinculación por medio
del concepto de acción 390
4. La condición espiritual de Dios, su s a b e r y su q u e r e r 402
5. El concepto de acción divina v la e s t r u c t u r a de la doctrina de
ttvs. n tribu tn< di» Dins £12
6. La infinitud de Dios: su santidad, eternidad, omnipotencia v
iminipresencia 431
aj La infinitud y santidad de Dios 431
b) La eternidad de Dios 435
ci La omnjpresencia y la omnipotencia de Dios 446
7. El a m o r divino , , , . ¿52
a) Amor y Trinidad ... 459
Wi Los atributos del amor divino 469
c ) L a unidad d e Dios 4»

tururú nr TITAS wfM.tras 481


I v m r r HP * n u n p r * 432
Knrrr m u m m ^ . , , SÜ5

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INTRODUCCIÓN

Por JUAN A. MARTÍSEZ CAMINO

El lector tiene una obra extraordinaria en sus manos. Pero en rea I i*


dad no constituirá ninguna gran sorpresa para quien haya estado algo
al tanto de la labor teológica que W. Pannenberg viene realizando desde
hace ya cuarenta años. Es el fruto m a d u r o de u n a vida de trabajo par-
ticularmente fértil, original y coherente. Su calidad es, p o r eso, tal q u e
precisamente uno de los críticos más sistemáticos (y más inteligentes)
de la teología de Pannenberg ha escrito de este libro que «quien crea
que lo puede hacer mejor, tendrá q u e dar al menos esta talla»•.
Pero no nos parece este el lugar más apropiado para acumular jui-
cios ajenos ni propios sobre la obra que presentamos ahora al público
de habla española 2 . Lo que pretendemos aquí es trazar un sucinto per-
fil de la biografía del a u t o r y de los rasgos centrales de su pensamiento
que pueda a y u d a r a cada uno a hacerse su propio juicio de la obra en el
contexto adecuado, A ello irá encaminada también u n a «guía de lectura»
pensada como u n a especie de mapa para a n d a r por el libro, a n d a d u r a
1 E. JCKGEL, Nihit dtvmisatis, ubi non fides. txt christliche Dogmatik in rein
theoretíscher Perspektive mógltch? Bemerkungett zu einem theotogischen Entwurf
von Rang: Zcitschrift für Thcologic und Kirclic 86 (1989) 2N-235. 234s.
3 Una amplia descripción y valoración crítica de algunos aspectos centrales de
la teología de Pannenberg la hemos ofrecido ya en J. A. MARTIKEZ CAMINO. Recibir
la libertad. Dos propuestas de lundarnentaciún de ta teología en la Modernidad:
IV, Pannenberg y E. Jüngel. Madrid 1992, csp. 251ss. Allí se podrán encontrar también
juicios de otras plumas, así como una bibliografía de Pannenberg (exhaustiva hasta
1989) y sobre Pannenberg (de casi trescientos autores). Con todo, queremos traer
también aquí alguna de las opiniones lavorables que ha merecido, entretanto, la
Teología Sistemática: «lo mejor que ha producido la teología evangélica contení*
portinca» (G. L. MÜU-Ht» Pannenberg's Entwurf einer xyxtematfocluni Thcologic:
Thcologische Rcvuc 86 (1990) 1-8, 8): «estimulará la reflexión de todo teólogo. Nota-
ble por su rigor racional c impresionante por su aliento especulativo* (B* Pomnt.
en Nouvelle Révuc Théologique 112 (1990) 424). De las opiniones que acompañan
a la traducción inglesa (W, PANNENBERG. Systematic Theology, voK I. Edimburgo
1991) recogemos la de Robert W. Jenson: «seré una de las pocas contribuciones
de este siglo que pasarán a formar parte permanente del largo trabajo de la Iglesia
en la identificación e interpretación del Dios del Evangelio»; la de F. Schüssler
Fiorenza: *una obra monumental de tal profundidad que marca un hito en la leo*
logia sistemática-; y la de John B. Cobb: «probablemente la mejor teología siste-
mática de su generación-,

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* Juan A. Martínez Camino

que se promete tan compleja como gratificante. El lector verá si le pa-


rece bien tomarlo ya desde el principio en la m a n o o si acaso pudiera
servirle mejor como elemento de c o n t r a s t e para una segunda lectura 3 .

1. WOLFHART PANNENBERG: BREVE RESEÑA BIOGRÁFICA

Es posible distinguir en la vida de Pannenbcrg tres grandes etapas


que nos pueden ayudar a entender de alguna manera su pensamiento
teológico- En primer lugar su niñez y adolescencia, caracterizadas p o r
u n a ardua búsqueda sin referencias religiosas externas y en medio de
las d u r a s experiencias de la guerra. Luego, la juventud como estudian-
te universitario, que es el m o m e n t o del encuentro con personas cris-
tianas y de la decisión de profundizar en la tradición teológica. Y, p o r
fin, su larga vida de profesor de teología, en la que se puede constatar
una cierta evolución, cuyo paso decisivo será su temprano distancia-
miento, por los años 1959/60, del barthianismo y también de la teología
existencial 4 .

1. A diferencia de muchos de los grandes teólogos (y filósofos) ale-


manes de este y del pasado siglo, Pannenbcrg no procede de una familia
de pastores evangélicos, ni siquiera de u n a familia cristiana. No se vio
nunca, p o r tanto, en la tesitura de distanciarse de una fe cristiana ad-
quirida ya en u n a primera socialización, sino que, por el contrario, tiene
más bien algo del converso para quien el cristianismo supone un des-
cubrimiento personal- Nacido en Stettin, j u n t o al m a r Báltico, en 1928,
crece en una familia protestante a la que no le cuesla demasiado aban*

3
El manuscrito de la traducción de este primer volumen de Ea Teología Siste-
mática fue objeto de estudio en dos seminarios del Ciclo de Licenciatura de la
Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid en el Cur-
so 1991/92. St no hubiera tenido la ocasión de beneficiarme de la seria y prolon-
gada discusión de dichos seminarios, no me hubiera sido posible escribir esta In*
traducción de la manera que lo he hecho. EsÉ pues, justo dejar aquí constancia de
mi agradecimiento a los/las estudiantes que con tanto interés y competencia sos-
tuvieron aquel maratón teológico. Agradezco también a los responsables de la ayuda
a la investigación de la misma Universidad las subvenciones con las que contribu-
yeron a la realización de todo este trabajo. Y al Director de Publicaciones, el in-
terés con el que acogió el proyecto ya desde el primer momento.
* Las fuentes principales de esta reseña biográfica son los siguientes trabajos
del mismo W. PANNÍNBERG: An Autobiographical Sketch, en C. BRAAIES/PÍI. D. CUY-
TON. The Thcotogy oí Wotfhart Pannenbcrg; Twelve American Critiques, with an
Autobiographical Sketch and Response: Minncapolis 1988. 11-18; Pannenbcrg enjuicia
su propia teología (entrevista), en M FRAUO, El sentido de ¡a historia. Introducción
al pensamiento de HA Pannenbcrg, Madrid 1986. 263-286; God's Presence in History:
The Christian Century 98 <1981) 260-263; Intenñsta teológica, en R. GIBELLIM. Teo-
logía e ragtonc. Itinerario c opera di Wotfhart Pannenbcrg, Brescla 1980. 286*295.
Yp ademas, la reseña escrita por R. J. NEUHAVS, Wotfhart Pannenbcrg: Profil of a
Theofogian, en W. PANNENSEHG, Theotogy and Kingdom of Godt Filadelfia 1969. 9-SX

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Introducción XI

donar su Iglesia en el ambiente neopagano fomentado por los nazis. Su


padre era funcionario de aduanas. El pequeño Wolfhart no recibió nin-
guna formación religiosa- En cambio, su temprana afición a la música
y a la lectura encuentra pábulo en las clases diarias de piano, los con*
ciertos de H. von Karajan en Aquisgrán y, entre otras, en las obras de
Nietzsche. Pero de los recuerdos de entonces sigue vivo en su memoria
el espectáculo de aquella noche de junio de 1940 contemplado, junto
con su padre, desde el tejado de su casa: las llamas que devoraban la
ciudad de Carlomagno tras un bombardeo británico. El tremendo turno
le tocará bien pronto a) nuevo hogar familiar de los Pannenberg en
Berlín: en marzo de 1944 lo pierden lodo, pero al menos consiguen
poder huir a casa de unos familiares en el campo de la Pomerania. La
fiesta de Epifanía del año siguiente (1945) quedará grabada para siem-
pre en la memoria de Pannenberg. No por nada relacionado con la fiesta
cristiana, que él entonces ni siquiera sabía que se celebraba aquel día.
Pero sí por lo que llama una «experiencia de luz» que le acontece cuan*
do regresa al atardecer a casa de su clase de piano. Fue, al parecer, una
especie de experiencia mística que le hizo sentir iluminado su camino y
que, al mismo tiempo, le impulsa a seguir indagando en su búsqueda de
sentido, reavivando en él el interés filosófico. Pocas semanas después
su madre y sus tres hermanas tienen que huir de nuevo para ponerse a
salvo del ejército ruso- El, a sus dieciséis años, es entrenado como sol-
dado para ser enviado al frente del Oder Ninguno de sus jóvenes com-
pañeros de filas volvería de la absurda batalla de la que, por suerte, sólo
le libró a él el lecho del hospital.

2. Tras unos meses como prisionero de tos ingleses, Pannenberg


vuelve a su camino de estudiante inquieto, ahora con una nueva com-
pañera: el hambre. La orientación de su búsqueda hacia la teología
tuvo como ocasión el encuentro con un profesor acaecido en estos años
(1946/47) anteriores a su ingreso en la Universidad. La palabra y la vida
de aquel hombre le hizo comenzar a sospechar que el cristianismo tal
vez pudiera ser algo totalmente distinto de lo leído en Nietzsche. Era
un gran profesor, positivamente relacionado con la vida y. sin embargo,
decidida y abiertamente cristiano. Otros profesores y amigos le anima-
ron al estudio del marxismo. Pannenberg escribe al respecto: «A pesar
de la evidencia de primera mano a mi alrededor (en la zona de ocupa-
ción rusa), me encontraba fascinado por la brillantez intelectual de un
sistema que ofrecía explicaciones para cada uno de los hechos de la
vida* 5 . En 1947. sin saber en realidad si era cristiano o no, Pannenberg
comienza a estudiar teología en Berlín* Su primer gran descubrimiento
tuvo lugar al contacto con el núcleo de la teología de K. Barth: «Dios

* An Autobiographical Sketch, \x.t 13

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MI fuan A. Martínez Camino

es Dios». El joven estudiante q u e d ó impactado p o r la decisión con la


que aquella teología proponía la soberana libertad de Dios* Pero antes
de ir a Basilea para oír personalmente a K. Barth (1950). Pannenberg
pasó un año en Gotinga (1948/49), donde tuvo ocasión de reflexionar
sobre la conjunción de la libertad de Dios y la libertad del hombre,
nada clara para el maestro a quien allí p u d o escuchar: N. H a r t m a n n .
En Basilea tendrá también ocasión de entrar en contacto con K. J a s p e r s
y su valoración de la religión típica del protestantismo liberal.
De 1951 a 1957 Pannenberg se establece en Heidelberg, donde ter-
minará sus estudios con la tesis doctoral y la habilitación para la do-
cencia y donde hará sus primeras a r m a s como profesor ayudante du-
r a n t e un curso. Esta etapa de Heidelberg será decisiva en muchos as-
pectos. Ei influjo del gran exegeta Gerhard von Rad acabará de centrar
al joven buscador en la teología: * . „ l a palabra historia era la palabra
clave en la exégesis bíblica de Heidelberg (...) p o r fin el Nuevo Testa-
m e n t o empezó a tener sentido para mi» 6 . Pero no abandonará nunca
su interés filosófico. La confrontación con K. Lowith y con H. G. Gada-
mer, los dos profesores también de Heidelberg, como von Rad, va a ir
haciendo m a d u r a r en él su peculiar interés por la historia. Las inquietu-
des que la teología de la historia planteaba, no se trataban sólo en las
aulas de exégesis y de filosofía. Junto a Pannenberg hay o t r o s estudian-
tes que forman un grupo (llamado luego circulo de Pannenberg o de
Heidelberg) que se reúne para discutir intcrdisciplinarmcntc un pro-
grama teológico. Allí se va gestando lo que m á s tarde (en 1961) verá la
luz bajo el título de La revelación como historia1. Era u n a especie de
manifiesto en el q u e aquellos jóvenes teólogos buscaban avanzar sobre
las posiciones de sus maestros: Rolf Rendtorff, desde la exégesis del
Antiguo Testamento; Ulrich Wilckcns, desde la exégesis del Nuevo; T r u t z
Rendtorff, desde la historia de la Iglesia, y Pannenberg. desde la teolo-
gía sistemática. Este pequeño libro iba a hacer estallar una tormenta
en el mundo teológico alemán de los años sesenta. Los grandes mata-
dores (K. B a r t h y R. Bultmann) nunca bajaron a la arena pública. Pero
la teológica dialéctica y existencial se defendió denodadamente acu-
s a n d o de «ideología» o de «antropología» al nuevo programa. Entre-
tanto. Pannenberg habría ganado ya su primera cátedra de teología sis*
temática en la Universidad de Maguncia (en el mismo año de 1961).
Pero antes, en Heidelberg. habían sucedido todavía algunas cosas im-
portantes: profundización en la historia de la teología, con la ayuda de
E. Schlink. que dirigió su tesis doctoral sobre La doctrina de ¡a predes*
tinación de Duns Escoto*, y con su trabajo de habilitación sobre Analo-

*7 IMd., 14.
La revelación como historia. Salamanca 1977,
* Die Prádestinationslchre des Duns Skotus im Zusammcnhang der scholastischen
Lehrentwicklung, Gotinga 1954.

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Introducción XIII

gía y revelación9 (estudio no publicado sobre la doctrina escolástica de


la analogía); y el descubrimiento de Hegel al p r e p a r a r las clases que
dio el curso 1956/57, como ayudante, sobre la historia de la teología
del siglo xix.

3. Después de pasar d o s años (1958/60) enseñando en el Seminario


luterano de Wuppertal, donde convive con J. Moltmann y donde pu-
blica el artículo programático Acontecer salvifico e historia 10 (1959), q u e
marca su distanciamicnto del barthianismo, Panncnberg toma posesión
de su cátedra de Maguncia (1961). La lección inaugural q u e entonces
pronuncia lleva p o r título: La crisis de lo ético y ¡a teología ü , Si en el
artículo de 1959 subrayaba q u e ia teología, en cuanto discurso humano,
no puede fundarse en una palabra presuntamente sólo p o r encima de
toda historia humana, ahora pone de relieve que dicha fundamentación
tampoco podrá hallar un terreno suficientemente firme en la apelación
ética frente a la crisis de los valores.

Pannenberg va a visitar con frecuencia los Estados Unidos, donde


es tan conocido como en E u r o p a e incluso tal vez m á s apreciado, sobre
todo en determinados ambientes teológicos preocupados p o r el desarro-
llo de una teología sistemáticamente en diálogo con las ciencias mo-
dernas. Su primera estancia en aquel país o c u r r i ó en 1963 como profe-
sor invitado de la Universidad de Chicago. El encuentro que ya enton-
ces tuvo con la filosofía procesual de A* N. Whitehead le estimulará a
desarrollar las implicaciones metafísicas de su visión teológica. Pero
la necesidad de desarrollar este aspecto de su pensamiento aparecía ya
notoriamente en Contingencia y ley natural a t una ponencia presentada
en 1962 al Círculo de Teólogos y Científicos de Karlsruhe (Alemania).
Más tarde, la conferencia titulada Manifestación como llegada de ¡o
futuro11, leída en 1965 ante la Sociedad Filosófica de Basilea, será o t r o
paso importante en el planteamiento de u n a «ontología de futuro». Puede
s e r interesante reseñar aquí q u e el conocido teólogo procesual norteame-
ricano John B. Cobb pasa p o r este tiempo un año en Maguncia en t o r n o
al círculo de Pannenberg.

Por lo que toca a la visión teológica propiamente dicha, la culmina*


ción y publicación de los Fundamentos de Cristo¡oglau en 1964 supuso

* Anatogic und Offenbarung. Eine kritische Untersuchung der Gcschichtc de*


Analogiebegriffs in der GotUcscrkenmnis (mecanografiado)*
io Cf. W. PANSÜ-NBERC. Cuestiones fundamentales de teología sistemática. Salaman-
ca 1974, 211-275.
•• Cf. W. PANNENBERG. Ethik und Ekklesiotogie, Gcsammelte Aufsatze, Gotinga
1977. 41-54.
12 Cf. A. M. K, MUUÜR/W. PANNENBCRG, Erwügungcn zu einer Theotogie der Na-
tur, Güterloh 1970, 33-80.
u14 Cf. W. PANKKNBFRG. Teología y Reino de Dios. Salamanca 1974, 107-125.
Fundamentos de Cristologia, Salamanca 1974.

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¡uv luán A. Martínez Camino

la consolidación y el desarrollo de las perspectivas esbozadas en La re-


velación como historia: toda la teología ha de descansar en la autonia-
ni fes tac ion del mismo Dios. Pero esa manifestación se ha dado en el len-
guaje de la historia, de una historia humana bien concreta: la de Jesús
de Nazarct. K. Barth reacciona a esta obra declarándole a Pannenbcrg
p o r carta que quien escribe esa pura «antropología» no puede ser su
esperado «hijo de la paz y de la promesa». Las correcciones q u e Pan-
nenberg mismo iba a introducir luego en su proyecto leológicocristoló-
gico muestran que el viejo Barth intuía m u y bien que sí que era posible
recoger mejor su herencia teológica, a u n desde el nuevo contexto pan-
nenbergiano. El proyecto tenía todavía que m a d u r a r m á s . Un primer
esbozo del «sistema» verá la luz desde 1967, antes en inglés que alemán,
bajo el título de Teología y Reino de Dio$*K Era el fruto de diversas
lecciones dictadas en el curso 1966/67 en Harvard, Claremont (Califor-
nia) y o t r o s lugares de los Estados Unidos. De aquella ocasión d a t a n sus
encuentros con R. Niebuhr, A. J« Heschel y R. J. Neuhaus.

Al volver a Alemania (curso 1967/68), Pannenberg se hará ya cargo


de su nueva cátedra en la recién creada Facultad de teología evangélica
de la Universidad de Munich, donde será también director del I n s t i t u t o
de Teología Fundamental y Ecumenismo. Comienzan sus trabajos sobre
cuestiones ecuménicas *. Colabora con H, Fries y llega a trabar amistad
con K. Rahner 17 * E n t r e t a n t o va realizando una enorme labor de profun-
dización y de ampliación de s u s estudios sobre el m é t o d o teológico q u e
culmina en la publicación en 1973 de Teoría de la ciencia y teología u.
Como parte integrante de estas «cuestiones previas» al desarrollo del
sistema dogmático, Pannenberg venía dedicando también una perma-
nente atención a las cuestiones antropológicas. Una vez concluida su
gran obra sobre el estatuto científico de la teología, su atención se cen-
trará ya en la antropología, como elemento básico de la teología funda-
mental. Muestra de ello es su importante conferencia de Valencia sobre
Antropología cristiana y personalidad1* (1975) y la temática de los cur-

15
Teología y Reino de Dios, Salamanca 1974. La conferencia de 8asi lea a la que
hacemos referencia en la nota 13 es publicada ¡unto con los capítulos sistemáticos
americanos en este mismo volumen porque en ella se reflexiona más abstractamente
sobre el mUmo tema que constituye también el centro de dichas capítulo*, el
futuro del Reino de Dios hecho presente en el mundo, como futuro, por Jesucristo.
** Cf, los recogidos en Etica y ectesiotogla, Salamanca 1986. De Los más recientes;
El ministerio eclesiástico desde la perspectiva luterana: Diálogo Ecuménico 25 (1990}
87*112.
17
La influencia de Rahner podrá advertirla el lector ya en este volumen. Pannen-
berg escribió un cálido discurso de homenaje cuando Rahner cumplió los ochenta
años; Befreiung zur Vrtbetangetiheit des Denkctxs* Eme tvangelischc Laudado, en
G. SKASOULI, SJ. tEd.), Kart Rahner. Bckcnntnisse. Rückblick auf 80 Jahre, Vie-
na/Munich
w
1984, 66-77.
Teoría de la ciencia y teología, Madrid 1981.
i* Anales Valentinos 1 (1975) 209-220. Pannenberg había comenzado a tocar estos

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Introducción XV

sos que de nuevo dicta en Claremont y. ahora también, en Inglaterra


(curso 1975/76): El destino del hombre*. Toda esta labor desembocará
en la monumental Antropología lxt que verá la luz en 1983. El objetivo
de esta obra es mostrar cómo el hombre es «naturalmente religioso»; lo
cual significa, para Pannenberg, q u e es posible encontrar un lugar para
la «idea de Dios» en todos los campos en los que su crcatura cimera
desarrolla su vida: desde su m u n d o biológico hasta su mundo cultural
y social, pasando p o r los dominios de la constitución de la identidad
personal. El camino quedaba ya expedito para poner manos a la obra
de la Teología Sistemática.
El círculo de Heidelberg o de Pannenberg supuso la introducción de
nuevos p u n t o s de vista en la discusión teológica. Pero no persistió como
grupo de trabajo, ni dio lugar a una escuela propiamente dicha. No obs-
tante, la fertilidad de los planteamientos de Pannenberg se han mani-
festado no sólo en la ingente literatura a la que ha dado lugar, sino en
su capacidad de movilizar y catalizar la discusión teológica. Prueba de
esto fue ya el gran debate suscitado p o r La revelación como historia,
con una vertiente europea y una vertiente americana. La primera se
puede dividir hasta el momento en dos fases: una primera hasta el EpU
logo añadido p o r el autor en 1963 a la Revelación como historia, y la
segunda hasta el Prólogo a la edición de 1982 de la misma obra. La ver-
tiente americana culminó en 1967 con las diversas aportaciones de la
obra colectiva Teología como historia12, que incluye también una Toma
de postura de nuestro a u t o r Prueba de lo mismo es también el número
especial q u e la revista «Kerygma u n d Dogma» le dedica en 1978 (al
cumplir Pannenberg los cincuenta años) con c u a t r o trabajos críticos de
otros tantos discípulos (R. Leuze, E. Mühlenberg, F. Wagner y T. Koch),
a quienes el maestro responderá con todo detalle subrayando la utili-
dad de la escatología para la teología cristiana2*. Lo mismo se puede
decir de los diversos congresos o reuniones que se han ido celebrando
en t o r n o al pensamiento pannenbergiano; e n t r e ellos podemos recordar
aquí los de Chicago: u n o ya en 1972 y otros dos en 1985 y 1988. centra-
dos estos últimos en la relación de la teología con las modernas ciencias
naturales. Y como último ejemplo de la capacidad de concitación inte*
lectual de esta teología citaremos los doce artículos recogidos en el ho-
menaje q u e le dedicaban en 1988 amigos, críticos y discípulos nortéame*

temas en unas conferencias radiofónicas recogidas en 1962 en El hombre como pro


blemtL Hacia una antropología teológico, Barcelona 1976.
& Et destino del hombre, Salamanca 1981.
i* Anthropologie in theologischer Perspcktive, Golinfra 1983.
2 J, ROBINSO\/J. B. Coas (Eds.), Theotogie ais Ceschichte. Zurich/Stultgat 1967.
** Vom Ñateen der Eschatologie für die chrisiltche Theologie: Keryjzma und
Dosma 25 (1979) 8&-105.

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XVI fuan A. Martínez Camino

ricanos con motivo de su sexagésimo cumpleaños, a los q u e Pannenberg


no deja tampoco de responder con todo cuidado 2 4 .
Pasamos a exponer algunos rasgos generales de la teología pannen-
bergiana q u e puedan ayudar a situar la obra que presentamos. Pero
convendrá también recordar que Pannenberg ha venido jugando un pa-
pel activo en la tarea ecuménica como miembro de la Comisión «Fe y
Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Pues cree que dicha
tarea constituye hoy una p a r t e ineludible de la praxis religiosa cristiana
en la que el teólogo tiene u n a responsabilidad particular.

2. RASGOS CENTRALES DEL PENSAMIENTO


DE PANNENBERG

«El Islam cree que el Cristianismo se ha demostrado incapaz de


darle a la convivencia de los hombres una configuración y una car-
ga de sentido basada en la fuerza de la fe en el único Dios y acor
de con ella. Piensan que el Cristianismo ha capitulado frente al se»
cularismo y que las doctrinas cristianas acerca del pecado, de la
culpa y del perdón ya no podrían funcionar como medios de acceso
a la experiencia religiosa. Ahí se está librando una batalla por las
almas de los hombres» 25 .

Este párrafo, tomado de la lección que W. Pannenberg pronunció


en 1991 en la Facultad de Teología Sankt Georgen de Frankfurt del Main.
pone de relive algunos de los rasgos claves de su pensamiento teológico
que querríamos destacar aquí para empezar: su interés práctico, su
atención a la religión como fenómeno histórico y su abierta confron-
tación critica con la cultura secularísta *•
A veces se dice que la teología de Pannenberg es demasiado teórica
o especulativa, que no está inspirada p o r «la praxis» ni se propone con-
* A Responso to my American Fricnds, en Ea primera obra citada más arriba
en la nota 4, p. 313-336.
K Eine phüosophisch-kisiorische Hermeneutik des ChristetUums: Theologie und
Philosophie 66 (1991) 4CI492. «2.
* Además de una monografía sobre cristologfa (R. BIAZDUEZ, La resurrección en
la cristotogía de W. Pannenberg Vitoria 19761, tenemos en español un libro escri-
to como presentación general del pensamiento de Pannenbcrj: M. FRMJÓ, El sentido
de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg, Madrid 1986. Las
serias reservas que este trábalo ha suscitado en nosotros, precisamente en cuanto
introducción Hable, las hemos expuesto ya en La teología de W. Pannenberg Ínter*
prelada por M. Fraijó. Critica de una critica: Estudios Eclesiásticos 61 (1986) 425-
433. Una magnifica obra, aunque en otro idioma, es, en cambio, K. Kocn. Der Gott
der Gcshichtc. Theologie der Gcschichte bei W. Pannenberg ais Paradigma einer
phitosophischen Theologie in Ókumenischer Pcrspektivc. Maguncia 1988. Los puntos
de vista que nosotros mantenemos aquí se encuentran ampliamente documentados
en nuestro ya citado libro Recibir la libertad. Dos propuestas de fundamentación
de la teología en la Modernidad: W* Pannenberg y E* Jüngel, Publicaciones de la
Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1992.

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Intrüílucciún xvii

tribuir a la transformación de la sociedad. No es cierto- «Darle a la


convivencia de los hombres una configuración y una carga de sentido
basada en la fuerza de la fe en el único Dios y acorde con ella» es una
de las preocupaciones básicas de todo su trabajo teológico. Lo demues-
tran los cientos de páginas que ha dedicado a la cuestión de la relevancia
social y política de la fe. a la teología del derecho, etc. Lo que sí es
cierto es que, para Panncnbcrg. el punto de partida de la labor teológica
no es cualquier «praxis», no es, en concreto, la praxis de transformación
social sin más, sin adjetivos. Ni mucho menos, la praxis que cree que
lo social construido por el hombre es el punto de referencia último para
la vida de los seres humanos. El objeto propio de la teología es para él
la praxis religiosa, es decir, la vida de los hombres con sus dioses. Pan-
nenberg cree que este tipo concreto de praxis es ya de por sí un gran
potiticum, un factor social de innegable relevancia para el modo de
vivir y de organizar la sociedad. Tanto que, en su opinión, es ilusorio
pensar que lo social puede ser expurgado de una cierta raíz religiosa y
concebido como mero producto de una «praxis social» al menos ten*
dencialmente autosuficicntc. La teología que hace Pannenberg tiene,
pues, un notable interés práctico, pero no puede ser entendida bien sin
una transformación del concepto de praxis más al uso en la cultura hoy
dominante. La doctrina de Dios que se expondrá en el presente volumen
va estrechamente ligada a la praxis religiosa histórica.
La praxis religiosa es cuestión de los individuos. Pero no sólo ni tal
vez principalmente de ellos. Es un fenómeno social que se expresa más
o menos institucionalmente en las religiones históricas. Son ellas las
que vehiculan determinadas imágenes del poder divino que rige la vida
de los hombres. ¿Cuál de las muchas imágenes de Dios que ofrece el
plural mundo de las religiones será capaz de «imponerse», es decir, de
mostrarse realmente como el «poder» último que las religiones mismas
confiesan que son sus respectivos dioses? He ahí el campo en el que
«se está librando una lucha* decisiva por la configuración de la exis-
tencia humana. A la teología no le toca ningún papel decisivo en esa
lucha. Lo fundamental se juega en la misma vida de la religión, en la
praxis religiosa. A la teología sólo le corresponde ayudar a la formación
de la opinión sobre «la verdad, la falsedad o la parte de verdad» de las
pretensiones de verdad sostenidas por las diversas religiones históricas.
El lugar más primigenio en el que dicha opinión se forma y se reforma
es ya la vida misma de las religiones. Pero la teología contribuye tam-
bién a ese proceso en el nivel de la reflexión, aportando así a la vida
religiosa un «cercioramiento» de inestimable valor acerca de sus pre-
tensiones de verdad. Eso sí, con tal de que quede claro que la labor
teológica de reflexión no está hipotecada por ningún argumento de auto-
ridad. Lo cual, por otro lado, no es en absoluto lo mismo que el despre-
2

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XUlí Juan A- Martínez Camino

ció de la autoridad que le corresponde a la tradición y a las instituciones


religiosas.
Es cvidcnlc que todo lo dicho no está nada de moda. Supone una
critica bástanle radical de la comprensión de si misma que la cultura
occidental moderna sigue ofreciéndonos todavía en sus lineas funda-
mentales. Las religiones dan por supuesta la idea de Dios (o de los
dioses). La cultura secularista moderna da por supuesta la ilegitimidad
antropológica de dicha idea. Pannenberg se toma muy en serio esta si*
tuación tan delicada. Y por eso trata de hacer una teología que no sólo
parta de la praxis religiosa, sino que tenga también en cuenta desde el
principio el actual desierto cultural religioso en el que ha de moverse.
De ahí que al hombre religioso (que, por fortuna, también abunda hoy)
la larga marcha del discurso teológico pannenbergiano por los áridos
parajes que parecen no tener «ni idea» de Dios, pueda resultarle fati-
gosa y hasta inútil. Tal vez se sienta inclinado a decir que la de Pannen-
berg es una teología poco «espiritual», más pendiente de la Academia
que de la Iglesia- Pero, si bien es cierto que la cuestión de la verdad
—central para nuestro autor— es muy de la Academia, no lo es menos
de la Iglesia. Pues bien, el planteamiento de la cuestión de la verdad
de la religión y, en concreto, de la verdad del Dios de Jesucristo, difícil-
mente podrá prescindir hoy de su radical puesta en cuestión por 1J
cultura pública actual. Pannenberg está muy lejos de hacerlo. Y es mu)
posible que el lector religioso acabe pudiendo agradecerle, por ello, más
que un servicio apologético (que dicho lector plantearía muy probable-
mente de otra manera), una relación más lúcida con la situación de su
propia experiencia religiosa en nuestro contexto cultural y, por tanto,
un fortalecimiento de dicha experiencia- Me atrevo a decir que es esto
lo que la teología pannenbergiana persigue en primer lugar. A pesar de
ciertas apariencias, su objetivo primordial no serla convencer a la cul-
tura secularista de su deficiencia radical mostrándole la legitimidad
humana de la fe en Dios y la ilusión de la que, en cambio, es víctima ella.
Se trata más bien de ayudar a los creyentes a recuperar su confianza
en la verdad de su fe. Y esta confianza no puede florecer con vigor más
que arrostrando radicalmente la cuestión de la verdad. No vale sólo el
recurso a la experiencia personal o del grupo, ni tampoco la apelación
al compromiso- No es por eso posible esquivar la confrontación crítica
a la luz de todas las ciencias, especialmente de la filosofía, con la con*
ciencia secularista moderna. Pero en esta «lucha» la última palabra la
tiene la vida religiosa, la religión, no la teología- De lo que se trata, pues,
en primer lugar, es de intentar contribuir a una praxis religiosa adecua-
da, verdadera.

Su confrontación abierta con la Modernidad no le lleva a Pannenberg


a adoptar una postura «postmoderna» ni, por supuesto, «premoderna».
Pannenberg no «condena» la cultura moderna ni desde ningún «post»

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Introducción xix

ni desde ningún « p r o : lo que hace es criticarla tan radical como mati-


zadamente, ejerciendo al mismo tiempo una constructiva autocrítica del
cristianismo. Esto quiere decir que para describir algo más concreta-
mente la teología pannenbergiana, además de los tres rasgos a los que
acabamos de aludir (su carácter práctico, religioso y de confrontación).
hay que hablar todavía de su talante ecuménico, racional e histórico.
Crítica de la Modernidad y crítica del cristianismo habrán de ir ne-
cesariamente juntas porque, según el sugerente análisis de nuestro autor,
la cultura secularista moderna, lejos de identificarse sin más con la edad
adulta de una humanidad emancipada de toda religión, es —por así de-
cirio— una hija ilegítima del cristianismo. La crisis del cristianismo que
sumió a Europa, desde el siglo xvi, en interminables años de guerras
de religión actuó como catalizador del proceso de la antropocentrización
irreligiosa que acabó por sucumbir a la ilusión de que no sólo era nece-
sario eliminar de la cultura pública los elementos confesionales en dis-
cordia, sino también la religión en cuanto tal* Este es el motivo por el
que Pannenberg piensa que el talante ecuménico es una condición indis-
pensable para el diálogo teológico con el mundo moderno. Supone cier-
tamente una dura autocrítica para una religión que no supo estar a la
altura de su propia misión por causa del dogmatismo y de la intole-
rancia. Pero es el único camino «para que el mundo crea» (Jn 17,23) en
el Evangelio de la libertad. Y es el modo práctico de reconocer que la
Modernidad tiene también una «legitimidad cristiana»: justamente en
su descubrimiento del hombre como persona y de la libertad como ley
fundamental de humanidad.

Pannenberg piensa, pues, que la cultura occidental moderna es un


«coloso con pies de barro»* Débil por su ilusión irreligiosa. Fuerte por
su herencia humanista cristiana. Y piensa, por esto último, que es posi-
ble —aunque no fácil— proseguir planteando radicalmente con ella y
en ella la cuestión de la verdad. En este sentido, su teología puede ser
calificada de «racional»; confía en que el hombre puede conocerse y
conocer su mundo y su destino; y que es capaz de construir proyectos
globales de sentido para su vida y de entenderlos y de aceptarlos cuan-
do lo nuevo que se le propone le parece mejor que lo que tiene. Se trata,
por tanto, de una teología muy «occidental», movida por la cuestión de
la verdad. Pannenberg no lo oculta nunca, aunque —como el lector podrá
comprobar ya en el prólogo a la edición alemana de este mismo volu-
men— es consciente de que otros acentos son también posibles y nece-
sarios* Pero racional no es lo mismo que racionalista o que idealista.
En nuestro caso, porque Pannenberg se ha tomado muy en serio otro
de los rasgos que identifica a la cultura moderna y que delata de modo
inequívoco su ascendencia bíblica y cristiana: el sentido de la histori-
cidad de la realidad.

Es cierto que la historia es un lugar menos cómodo que el mito.

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\\ Juan A. Martínez Camino

Porque hay que recibirla y hacerla continuamente al mismo tiempo.


Y es cierto que, por eso, la historia de la lucha con la historia ofrece
ya muchos intentos de abandono de muy distinto signo: desde los idea-
lismos de los «grandísimos relatos» a los postmodernismos del fragmen-
to, pasando por historicismos, nihilismos y exietencialismos. Son dis-
tintas formas de batalla con la historia más o menos perdida. Pero la
historia, una vez descubierta, parece que se resiste a retirarse. Pannen-
berg cree que esa resistencia tiene mucho que ver con el modo en el
que la verdad se nos «impone» a los hombres. Somos capaces de ella,
pero no de acabar teniéndola del todo en la mano para reconstruirla
totalmente ni, mucho menos, para dominarla. Sólo somos capaces de
la verdad que se nos va abriendo y dando al tiempo que la vamos ha-
ciendo. De ahi que, como decíamos más arriba, la teología no pueda
tener nunca ni la primera ni la última palabra. Esta le pertenece a la
vida de la religión. Nada hay de extraño, pues, en que Pannenberg con-
fiese que la antropología en la que se basa su teología haya sido con-
cebida como «un proyecto alternativo a la Fenomenología del Espí-
ritu**.

La verdad de la historia se halla presente en tilla y es accesible para


el hombre en la historia, pero siempre de un modo inacabado y abierto.
De ahí que no haya dificultad para nuestro autor en mantener que toda
afirmación con pretensión de verdad —también, por tanto, las afirma-
ciones de la fe y de la teología— es al mismo tiempo asertórica e hipo-
tética- Así lo exige el modo mismo de darse la verdad en la historia.
Y ello significa, frente a los dogmatismos, que la verdad se da sin miedo
al futuro, sin contraposición con la experiencia de lo nuevo; y, frente a
los relativismos, que no todo es igual, que es posible el error, porque
la verdad se da. El talante ecuménico de Pannenberg no puede ser bien
entendido si se ignora que para él la tolerancia auténtica, lejos de todo
historicismo relativista, es criterio y seña de identidad de la cercanía
pacífica de la verdad.
La teología de Pannenberg es, pues, histórica porque supone que la
verdad sobre la vida humana es accesible en el proceso histórico de la
experiencia- De aquí se derivan dos de sus rasgos formales fundamenta-
les: el método histórico y la intcrdisciplinariedad. El estudio atento de
la tradición teológica viene exigido por el supuesto de que si la verdad
está ya dada en la historia, será imprescindible rastrear sus huellas en
ella. Por su parte, el recurso a las diversas ciencias, en las que se articu-
la bajo diversos modos de elaboración refleja la experiencia nueva que
la humanidad va haciendo del mundo, es un imperativo de la condición
abierta de aquella misma verdad ya dada. El dogma trinitario, por

tt W. PAXNLNBKRÜ (Ed.), Sind wir van Natur aits religiüf?* Dusseldorf 1986, 141.

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Introducción 3UU

ejemplo, podrá dejarse iluminar tanto por la filosofía moderna de la


relación como por la teoría de campos de la física más reciente.
Los seis rasgos generales que acabamos de enunciar delimitan el lu-
gar propio de la teología de Pannenbcrg en el panorama teológico actual.
1) Se trata de una teología preocupada por la cuestión de la verdad en
un sentido moderno, es decir, no esencialista, sino histórico- Se distan-
cia, por tanto, permanentemente de lo que <¡I llama el «teísmo tradicio-
nal cristiano», al que no duda incluso en calificar de «herejía»* 2) Pero
su tipo de razón histórica no es ni el de) existencialismo (teología keryg-
mática) ni el del positivismo (barthianismo) teológicos, sino el de un
proyecto hermencutico propio con elementos tomados de Hegel y, sobre
todo, de Dílthey y de Schlciermacher, asi como de la teoría de la ciencia
de Popper e incluso de Platón y Plotino. 3) Es una teología ecuménica
que cree que la verdad del Evangelio es generadora de unidad para la
Iglesia y para la sociedad —es decir, de humanismo y de libertad— con
tal de que tanto la una como la otra se dejen interpelar críticamente
por dicha verdad, 4) Por eso no teme la confrontación abierta y dialo-
gante con los dogmas de la cultura secularisla moderna ni con las teo-
logías que parecen haber cedido demasiado ante su antropocentrismo:
ya sea la teología protestante neortodoxa, ya la llamada teología de la
muerte de Dios. 5) Dicha confrontación se basa en prolijos análisis an-
tropológicos encaminados a establecer el carácter «naturalmente» re-
ligioso del hombre y el lugar imprescindible de la religión histórica en
la sociedad humana. 6) Una teología, en fin, que se entiende a sí misma
como labor auxiliar orientada al discernimiento y a la vigorización de
la praxis religiosa, que es la que realmente decide cómo se configura
la vida de los pueblos. Con lo cual se distingue de muchas «teologías
políticas* al uso.

No todos estos rasgos generales de la teología de Pannenberg apa-


recerán en este primer volumen de la Teología Sistemática con la mis-
ma nitidez. Por eso puede ser bueno traerlos aquí como orientación
general para su lectura- Al mismo tiempo somos conscientes del alto
nivel de abstracción en el que han tenido que ser expuestos, así como
de su carácter más bien formal. A continuación pasamos a pergeñar una
guía de lectura de este volumen que, sin pretensión ninguna de exhaus-
tividad, se va a centrar más en los contenidos de la Dogmática pannen-
berguiana y en su articulación sistemática.

3- GUIA PARA LA «TEOLOGÍA SISTEMÁTICA» (voL I)

Ofrecemos un esquema en el que se trata de representar gráfica-


mente. desde distintos puntos de vista, el itinerario del presente volu-
men. indicando también someramente su relación con los otros dos vo-
lúmenes que compondrán la Teología Sistemática.

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a p e r t u r a de la pendiente de la historia del m u n d o , visto en c u a n t o histof ia
verdad del Dios trino» c o m o ;
(cu la praxis) creación
xoUl
reconciliada

(eeclesia)
\ o l III
consumada

Doctrina t r i n i t a r i a de Dio?* (j sus pregú-


pueMos), r e s u m e n a n t k i p a d o i ele t o d a la voLI
Dogma I k a .

sublimidad e
«desde arri
I
(y¡) Knla acción de la existencia t r i n i t a r i a se m u e s t r a t o r n o
ittrtti p i c h e n sibil idad /Y* Ja.-.» Ttcüt titttcade Dios (el v e r d a d e r a m e n t e i n l i n i l o : el
santo eterno, omnipresente v o m n i p o t e n t e ) es en c o n -
de Dios creto el amor creador (bueno, justo, l i d , sabio...)

el a m o r
creado i \
/

estructura
a u t i c i p a l h a del Trinidad
®, En Jesucristo Dios se revela prolcpti-
x a m c n i c a c t u a n d o c o m o trinidatl de
Padre. Hito y Espíritu, es decir, c o m o
h e c h o de Cristo el E t e r n o i m p l i c a d o en la historia de
(> Je la razón) su creación.

o
/í es
sene i a)
\

te La religión judcu-
ct istíana se en*
\ cerciorarse
\ d c l a verdad asunción tiende a si m i s m a
historia c o m o el l u g a r de la
pretendida \ supera*
ción a u t o m a n i f estación
poi la u
(Auíbe- /mito de «Dios» en su ac-
cristiana.
bllll£) / ción histórica: r e i v -
latiu/i

esvahi /
\ (exi-s-
ier*c .as reli&taws son el hipar h i s t ó r i c o
cofnpetencia \ W de la experiencia de la realidad de
t-:if:c l,i^
,< de
x
«Dios*
religiones el / (teología filosófica II)
•poder*
Y""
\ /
/
v t / l o infinito
w
radical Qn {'Dios*?: una idea c o r r e c t a y antropológicamente nece-
cueMMmarnienio saria
seculariza (teología Mlosólica I)
*desde abajtj»

Praxis tic tolerancia c o m o c r i t e r i o de verdad

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Introducción XXIII

Los números romanos se refieren a los seis capítulos del libro. Si se


hace una lectura del esquema siguiendo las flechas que unen esos nú-
meros dando lugar a una figura de rombo, se obtendrá una visión pa-
norámica de los contenidos de la obra. La lectura puede comenzar por el
número L Entonces se estará empezando por la definición formal de la
disciplina teológica, que es el objeto del primer capítulo- Es así como
comienza el autor mismo su Teología Sistemática: muy «desde abajo».
Quiero decir con ello que, una vez que ha hecho la definición formal
de la teología, va tratando de dar los pasos que le parecen necesarios
para despejar la posibilidad del discurso sobre Dios en nuestra moderna
cultura sin-Dios. Pero también se podría comenzar por el número VI,
es decir, «desde arriba». Porque la teología de Pannenberg, como teolo-
gía cristiana, presupone la verdad de lo que en ese capítulo se dice, es
decir, la verdad del Dios que es uno siendo trino, y trata, en cuanto
esfuerzo de reflexión disciplinada, de «cerciorarse» de dicha verdad.
Seria erróneo pensar que la teología pannenberguiana, dado su talante
racional e histórico, es una teología puramente «desde abajo»: es, al
mismo tiempo, «desde arriba». Porque así se lo exige uno de sus pos-
tulados básicos, de raigambre barthiana: a Dios sólo le conocemos por
Dios mismo (cf\ p. 2, 75, 100, 203, etc.)* De ahí que en el ángulo del
rombo opuesto al número I (sobre la teología) aparezca precisamente
el número IV (sobre la revelación): la teología de Panncnbcrg es neta-
mente «teología de revelación». En ella la prioridad lógica y ontológica
le corresponde al Dios que se revela y a la fe que responde a dicha re-
velación. Pretender que las cosas fueran de otra manera sería entrar en
contradicción con el mínimo exigido ya por la idea de Dios: que hay
que pensarle como la realidad determinante de todas las cosas y, por
tanto, también de la relación en la que el hombre se encuentra con él,
incluido, por supuesto, el conocimiento.
Pero la acción reveladora de Dios no se encuentra en relación de
contraposición con la vida y el conocimiento del hombre, sino en rela-
ción de «asunción y superación» (Aufhebtmg) del «abajo» en el «arriba».
Cuando esta realidad se le descubre plenamente, la humanidad deja de
estar vuelta a su pasado para abrirse al futuro incontrolable de la ac-
ción de Dios: el mundo deja de estar regido por el mito para conver-
tirse en historia- Es lo que ha sucedido de hecho en la historia de Is-
rael, aquel pueblo cuya religión le enseñó a reconocer la automanifes-
tación de Dios en los acontecimientos de su propia vida y, por tanto, a
esperar lo más decisivo del futuro. La teología histórica de Pannenberg
responde en su mismo método a esa manera de ver las cosas. En la
parte «de abajo» del rombo se recoge la herencia del mito (cf. 213). En la
parte «de arriba» se desarrollan las consecuencias doctrinales de la his-
toria reveladora y el modo en el que dicha historia asume v supera
la mencionada herencia, Describamos brevemente ambos hemisferios*

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XXIV Juan A, Martínez Cantina

Los capítulos II y III son de «teología filosófica». Pannenberg dice


que asumen la función del mito porque su cometido es despejar la se-
mántica de la palabra «Dios», Si la teología se pregunta por lo que quie-
re decir la tesis básica de la fe cristiana, que «Dios es amor», lo pri-
mero (según la lógica de la proposición) será buscar cuál es el sentido
de la palabra «Dios». Para Pannenberg, este sentido venía dado en otro
tiempo con la pregunta mítica por el orden fundante del mundo. Una
vez que la moderna conciencia histórica secular ha puesto radicalmente
en cuestión no sólo el planteamiento mítico de dicha cuestión, sino tam-
bién la idea mínima de Dios que iba unida a «SI, la función de clarificar
el significado de la palabra «Dios» recae en la teología filosófica.
La teología filosófica, pues, no tiene por cometido demostrar la exis-
tencia de Dios y elaborar una doctrina racional sobre su esencia con
independencia de toda teología revelada. Por los motivos aludidos hace
un momento ni lo pretende ni lo puede hacer. En estos pasos iniciales
del sistema teológico se trata más bien de ver qué es eso llamado a ser
asumido y superado en los pasos ulteriores cuando se entre ya a desarro-
llar la doctrina que se deriva de la revelación. Dicho de otra manera: se
trata de aclarar lo que se querrá decir con «Dios» cuando se diga que
«Dios es el amor creador» o que «Dios es justo». Es ésta una función
fundamental exigida por la lógica más elemental, Pero hoy. en una época
que no tiene «ni idea» de Dios, resulta particularmente urgente. Este
trabajo de teología fundamental o filosófica, Pannenberg lo desarrolla
en dos pasos.

Primero, en el capítulo II. trata de mostrar que el hacerse una ¡dea


mínima de Dios, como «la realidad que todo lo determina», «la unidad
unificadora del todo», «lo verdaderamente infinito», cíe*» es algo inevi-
table e insuperable para el hombre. Las ideas mencionadas, y otras se-
mejantes, responden a determinadas filosofías o teologías «filosóficas*
o «naturales» más o menos coherentes y acertadas. Pero lo importante
es notar que a lo que en el fondo responden es a determinadas necesi-
dades de su estructura antropológica que confrontan necesariamente al
hombre con algo así como «Dios». Digo «algo así como», porque tanto
la experiencia religiosa, que en realidad late en dichas estructuras más
o menos atemáticamentc. como también las elaboraciones que a partir
de ellas y de esa experiencia pueda ir construyendo la reflexión filosófico-
teológica son, para Pannenberg. todavía abstractas e incompletas hasta
que no se encuentren con lo que Dios, en su realidad viva, muestra de
sí mismo. Pero no importa: es de extraordinaria importancia que se pue-
da mostrar que cuando el hombre piensa así a «Dios» no es simple-
mente víctima de algún mecanismo psicológico o social que le impele
a proyectar una idea aberrante e incluso inhumana que debería y podría
ser superada de una u otra manera por un hombre dueño de si. Este es
el patrón común por el que están cortadas las modernas críticas de la

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Introducción \\\

religión de una filiación o de otra. Pero lo que Pannenbcrg trata de mos*


trar con sus prolijos y finos análisis antropológicos y filosóficos es que,
como para pensar y vivir es necesario pensar y vivir «algo así como
Dios», quien consiguiera erradicar esta idea habría acabado también con
el hombre que conocemos. El capítulo termina, pues, despejando la
«idea de Dios» como idea correcta y antropológicamente necesaria, pero
mera idea, al cabo, puesto que no se le ha dado todavía entrada a la
realidad viva del Dios que se revela*
En el capítulo III la atención de la reflexión tcológico-fundamcntal
se centra en el mundo de la religión y de las religiones- Pues ellas son
el lugar en el que la humanidad ha experimentado siempre el contacto
con «el poder» que domina el mundo y la vida de los hombres. En con-
tra de la comprensión que las religiones tienen de sí mismas, la moderna
ciencia de la religión tiende a reducirlas a meros productos de la acti-
vidad creadora del hombre. Y es verdad que la religión tiene una ver-
tiente antropológica, pero si no se quiere sacrificar ya de entrada el
hecho religioso a la ortodoxia de la moderna crítica de la religión, ha-
bría que tomar en serio también lo que Pannenberg llama su esencia
teológica, es decir, su pretensión de ser el ámbito de manifestación del
poder santo, no manipulable. La teología filosófica que se acerque asi
a la cuestión del politeísmo y monoteísmo, de la lucha por la verdad
que se libra entre las diversas religiones, etc., podrá dar un paso más
en la clarificación de aquello a lo que alude la palabra «Dios». En con*
creto, será posible abrirse a la idea de la autorrevelación de Dios en la
historia. Porque ésta es una idea surgida en el seno mismo de la historia
de la religión: como hemos dicho ya antes, en la historia de la religión
judeoeiistiana. Y con ello volvemos de nuevo al eje horizontal de nues-
tro rombo,
Pannenberg dice que el capítulo IV es un momento «de transi-
ción» (213) en el itinerario de su obra. Y, en efecto, con él pasamos al
hemisferio de arriba de nuestra geometría teológica. El tipo de discurso
y de método van a cambiar aquí radicalmente, pero de un modo cohe-
rente y conectado con lo de abajo* La conexión se da a través del con*
copio de revelación* Lo que se conecta es «lo que Dios muestra y dice
de sí» y lo que el hombre «siente y piensa sobre Dios». Por eso, una
vez aclarada la legitimidad bíblica de la idea de revelación y, más en
concreto, de la revelación como historia y como palabra de Dios con y
a su pueblo, los capítulos V y VI van a dedicarse a «escuchar» lo que
nos dicen dicha historia y dicha palabra. De ahí el cambio de método:
era más especulativo (o si se quiere filosófico-antropológico) en los ca-
pítulos anteriores, y es más histórico (o más tcológico-dogmático) en
estos últimos- Pero si se excluyera o sobredimensionara alguno de estos
diversos tipos de planteamiento, la geometría teológica pannenbergiana
perdería su equilibrio y su regularidad.

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XXVI luán A. Martínez Camino

El capítulo V parte, pues, de la figura de Jesucristo para llegar a la


conclusión de que la tradición teológica ha llevado a cabo un desarrollo
doctrinal «correcto» (333) al ir dando forma a la imagen del Dios trino.
Porque la trinidad de Dios estaría implicada en la historia bíblica de
Jesús y de su Espíritu. Pannenberg se apoya en la tesis rahneriana de
la identidad de Trinidad económica y Trinidad inmanente, pero ponien-
do el énfasis en cómo se llega a desarrollar la doctrina trinitaria a partir
de la relación de autodistinción de Jesús respecto del Padre y del Es-
píritu* De esle modo se rechazan los apriorismos teológicos: tanto el que
era deudor de la metafísica clásica partiendo de un Dios uno concebido
unilateralmente a partir de relaciones de causalidad, como el tributario
de la moderna metafísica de la subjetividad, que parte con acento des-
mesurado de la psicología de un único sujeto divino. Insistiendo en las
relaciones de mutua autodistinción que se ponen de relieve en la histo-
ria de Jesucristo como raíz de la doctrina trinitaria, Pannenberg persigue
dos objetivos. Por un lado, buscar una alternativa a los peligros de
subordinacionismo o de modalismo que llevan respectivamente consigo
los apriorismos teológicos que acabamos de mencionar. Y, por otro lado,
seguir con coherencia su itinerario teológico: lo que Dios dice de sí lo
dice en su historia con los hombres; y esto no se puede confundir con
ninguna filosofía. Ninguna de ellas nos podría haber dicho que «el po-
der» que las religiones veneran (III) es en realidad la Trinidad santa
manifestada en Israel para la Iglesia (V).

Pero ¿cómo compaginar esta idea trinitaria de Dios con el concepto


mínimo de Dios, despejado ya en el capítulo II, que presupone la unidad
y unicidad de lo divino? He ahí el trasfondo de lo tratado en el capítu-
lo VI, en el que Pannenberg pone a funcionar a pleno rendimiento su
método de «asunción y superación». Dios es uno porque su única esen-
cia es el amor. Pero éste es un tipo de esencia que no se puede dar bien
más que en la existencia concreta de la pluralidad: la trinidad de Padre,
Hijo y Espíritu que se nos pone de manifiesto en la acción de Dios en
Jesucristo. Ahora bien, una vez conocida esta «esencia» de Dios, sucede
que la «existencia» de aquel único «poder», de «lo infinito», experimenta
una «aclaración de principio» (cf. 434s, 451, 483). Es decir, que los pro-
blemas planteados por la experiencia o la idea abstracta de Dios encuen-
tran una resolución plausible (son asumidos y superados). Lo cual sig-
nifica en concreto que lo uno infinito en el tiempo (eterno), en el espa-
cio (omnipresente) y en poder (omnipotente) es et espíritu divino
(Jn 4,24). Pues este espíritu es eterno no sólo más allá del tiempo» sino
gracias a que el Padre sostiene el tiempo por medio del Hijo (desde
dentro del tiempo) por el Espíritu; y es omnipresente no sólo como no
espacial, sin estando al mismo tiempo junto a sus criaturas en el Hijo
por el Espíritu; y omnipotente, con una omnipotencia no definida por
lo «sometido», sino por la creación, reconciliación y consumación que

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Introducción XXVII

el Padre, el Hijo y el Espíritu realizan especialmente cada uno de ellos


y con los otros. Dicho espíritu divino es, en su trinidad, lo «verdadera-
mente infinito», que no se define sólo por contraposición a lo finito,
sino que lleva en él mismo la diferencia. Y es, también, por tanto, el
amor creador (I Jn 4,8).
Así concluye la doctrina de Dios estrictamente dicha, es decir, el
tratado que nos ofrece el sentido básico de lo que queremos decir cuan*
do hablamos del Dios de Jesucristo. Pero toda la Dogmática es, en un
sentido más amplio, doctrina de Dios- El resto de los tratados, que se
recogerán en los dos próximos volúmenes, no hace más que desarrollar
los diversos aspectos, ya adelantados aquí, de la relación de Dios con su
creación: de la historia de la autorrealización de Dios con su mundo.
Y de la consumación de esta historia queda pendiente la verdad de lo
adelantado en e! tratado de Dios, es decir, que el poder determinante
de todas las cosas, lo verdaderamente infinito sea, en realidad, tal como
se nos ha manifestado Jesucristo, el amor creador. La teología tendrá
que estar siempre poniéndolo a prueba. Pero no le compete a ella decir
la última palabra al respecto. Porque sólo Dios mismo puede hacerlo
por medio de la transformación de este mundo suyo en su Reino. El
cómo de esta transformación no es independiente de la praxis cristiana,
es decir, de qué respuesta será el Amor «capaz» de obtener de sus
creaturas libres.
Terminamos aquí este somero recorrido por los contenidos del pre-
sente volumen hecho fundamentalmente desde el punto de vista del
modo en el que se articulan para dar lugar a la original arquitectura
de la obra. Ahora estamos en condiciones de poder echar la vista atrás
y de observar la estrecha relación existente entre los contenidos que
acabamos de describir y los rasgos generales de la teología pannenber-
giana que recogíamos en el epígrafe anterior. De entrada no ha de ex-
trañarnos esta correlación, pues terminamos de decir que, para Pan-
nenberg, los contenidos de este volumen, es decir, la doctrina trinitaria
de Dios (y sus presupuestos fundamentales), son, en realidad, un resu-
men anticipador de toda la teología dogmática. ¿De qué correlación se
trata? Está representada en nuestro esquema por la columna de la iz-
quierda, en la que, hacia arriba y hacia abajo del I, se hace referencia a
los mencionados rasgos generales poniéndolos en la misma línea de los
capítulos de cuyo contenido se derivan. Repasémoslos.

La teología pannenbergiana tiene que tener un carácter práctico por-


que es consciente de que es en la praxis religiosa donde está en juego
la verdad con la que se siente comprometida. Es su propio interés por
la verdad la que la lleva a no estar centrada en sí misma, como si sólo
en el mundo de las ideas pudieran resolverse los problemas que plantea
la configuración social e individual de la vida de los hombres. La verdad
que libera está dada, pero no conclusamente encerrada en ningún sitio.

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XXVIII ¡uan A- Martínez Camino

La praxis auténticamente religiosa es. por tanto, tolerante y, entre los


cristianos, profundamente ecuménica; porque los cristianos saben que
la verdad es Jesucristo mismo y, por tanto, que la paz y el entendimien-
to entre las diversas comunidades que confiesan su nombre, habrá de
basarse ante todo en la confianza común en la verdad.
El creyente está poseído por la verdad. Y sabe precisamente por eso
que no es él quien deba tratar de poseerla a ella. Creo que, en el fondo,
es en esta sencilla constatación en la que se basa el carácter racional
e histórico de la teología de Pannenberg. Dios es sublime y, por tanto»
incomprehensible para nuestro entendimiento finito. Pero al mismo
tiempo podemos entenderle completamente. Porque el Dios vivo y ver-
dadero no es una divinidad apartada de sus criaturas. Es el Dios encar-
nado, que toca desde dentro de ella misma nuestra historia. Nuestra
historia no es. por eso, ajena a él, sino que, por el contrario, es historia,
en el fondo, suya. Por eso la hemos descubierto como tal, como historia,
a la luz de su revelación. Y por eso tiene nuestra razón la misma estruc-
tura proléptica que tiene la implicación del Creador en nuestra histo-
ria: anticipa siempre su consumación en el Reino de Dios que ha irrum-
pido ya en Cristo.
Hemos dicho, por fin, que la teología de Pannenberg se caracteriza
por su peculiar atención al hecho religioso en confrontación con las
teorías secularistas modernas. No podia ser de otra manera para un
teólogo que considera que el cristianismo es ininteligible sin su contexto
religioso en el Pueblo de la Antigua Alianza, y ésta, a su vez, sin la histo-
ria religiosa de la humanidad. En las religiones está la matriz de la idea
misma de revelación, desarrollada por el cristianismo- El secularismo
está, por eso, mucho más lejos de la verdad sobre el hombre que la más
«subdesarroliada» de las religiones. Ellas son, por tanto, el auténtico
rival, tanto del cristianismo como de la Modernidad sccularista. Pero
para el cristianismo, al menos, son un noble rival ai que toma en serio
porque participa de su misma verdad. Para la modernidad, en cambio,
resultan más bien una seria amenaza, en cuanto no sea ella capaz de
tomarse en serio la verdad de la religión.

No podemos alargarnos más. Pero antes de terminar con algunas ob-


servaciones sobre la traducción, queremos al menos enumerar algunos
de los temas particulares de este volumen (además de la arquitectura
general de la obra) que nos parecen especialmente originales y que pe-
dirían ser discutidos más en detalle. Entre ellos estaría la idea clave
de la teología trinitaria: la mutua autodistinción de las personas como
desarrollo de la tesis de la identidad de la Trinidad económica y la Tri-
nidad inmanente. La concepción de Dios como espíritu y del espíritu
como campo de fuerza (en analogía con las modernas teorías de la fí-
sica) para acercarse más a una imagen viva de Dios, más coherente con
la revelación y con la experiencia actual del mundo y, al mismo tiempo,

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Introducción JJtlK

menos aniropoforma. La relación entre la idea de revelación como his-


toria y como palabra a través del común origen de ambas magnitudes
antropológicas en la experiencia religiosa* El concepto mismo de reli-
gión, elaborado bajo la inspiración de Schlciermachcr y puesto en rela-
ción con diversos análisis de la percepción del sentido. La relación entre
idea y realidad de Dios y sus presupuestos filosóficos de teoría del co-
nocimiento. La práctica ausencia de la cuestión de la analogía o de la
cuestión eclesiológica como lugar teológico. Y otros muchos temas que
el lector podrá descubrir en una obra de la riqueza de ésta.

4. ADVERTENCIAS SOBRE LA TRADUCCIÓN

Cuando no he sabido o podido hacer otra cosa he antepuesto la fi-


delidad al texto original a la elegancia del estilo. No obstante, hay que
tener en cuenta que el modo de escribir de Pannenberg, siendo claro,
no está, sin embargo, exento de dificultad ni siquiera para un lector de
su misma lengua. Si no se quería convertir la traducción en una pará-
frasis. era inevitable que esa cierta dificultad se dejase notar también
en el texto español. En cuanto a observaciones de tipo técnico he de
hacer las siguientes:

1. Las cifras que aparecen en los márgenes corresponden a la pa-


ginación del original alemán.
2. Cuando hay traducción española de las obras que Pannenberg
cita a pie de página, he aducido los lugares de la correspondiente
traducción, pero conservando entre corchetes el año y la página
de la edición original y reservándome la libertad de presentar
versiones propias de las citas textuales.

A Guillermina y JuattA
mis padrea,
en el cuadragésimo aniversario
de su alianza matrimonial
Madrid, 16 de julio de 1992.
JJLM.C

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PREFACIO PARA LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Algunos de los que han escrito recensiones sobre esta obra me pre*
guntan: ¿por qué tiene que ser tan grueso y tan difícil un libro de tcoto*
gia? ¿Para quién se escribe una cosa asi?
Yo les respondo: este libro está escrito para el que esté seriamente
interesado por ta doctrina cristiana y se pregunte por su verdad.
Vn libro así no puede ser una lectura de entretenimiento. La fe cris-
tiana en Dios tropieza hoy con retos muy serios. Una mera acomodación
del lenguaje tradicional a ¡a última moda del pensamiento no nos sirve
aquí para nada. Hay que hacerle frente al desafio y mostrar que la fe
cristiana no está en absoluto intelectuatmente obsoleta, un prejuicio tan
difundido en nuestro tiempo,

No. La riqueza de la doctrina cristiana fascinará también hoy a todo


el que estudie su historia y se pare a pensarse los planteamientos que
se han ido desarrollando a lo largo de ella. No será un anticuario quien
lo liaga. Por eso van unidas en el libro la reflexión histórica y la siste-
mática.

Los contenidos nucleares de la doctrina cristiana son muy superiores


a tas modas intelectuales de nuestra cultura secularista. Presentar ta
conciencia de ello, o volver a adquirirla, es importante para la Iglesia.
El cristianismo de tos Padres se sabía en alianza con la verdadera razón
frente a una cultura en decadencia. Esta era la situación de la Antigüe*
dad tardía, Pero ¿no es también la de nuestra época?

Munich, septiembre de 1992.

WOLFHART PAHNENBERG

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PROLOGO 7

^Teología Sistemática» puede ser el titulo que le da a la exposición


general de la doctrina cristiana un autor que desea evitar el concepto
de ^Dogmática*. Aqui no es ése el caso. Nuestro título hay que tornarlo
más bien al pie de la letra: exposición de todas las partes de la materia
de la Dogmática a modo de desarrollo de la idea cristiana de Dios,
Cuando estudiemos el concepto de teología en el primer capitulo, ex*
pilcaremos en detalle lo que queremos decir.
Pensé durante mucho tiempo que una exposición de este tipo, para
hacer resaltar mejor la unidad de la doctrina cristiana en su conjunto,
tenia que centrarse exclusivamente en los nexos objetivos de los temas
de la Dogmática dejando a un lado las múltiples y desorientadoras cues-
tiones históricas. Sólo a duras penas me he podido convencer de que
una exposición así iba a quedar necesariamente por debajo del nivel de
precisión, de matizfición y de objetividad deseables y alcanzables en una
investigación científica de la doctrina cristiana* No se puede ignorar
que esta doctrina es de principio a fin una formación histórica. Su con-
tenido descansa sobre la revelación histórica de Dios en la figura histó-
rica de Jesucristo y sobre tos testimonios de ta primitiva predicación
misionera cristiana sobre El, los cuales, por su parte, tampoco pueden
ser valorados con exactitud si no se los interpreta con criterio his-
tórico.

Pero es que además no podremos comprender tampoco la termino*


logia de la doctrina cristiana, desarrollada ya desde los tiempos apos-
tólicos con la finalidad de conseguir formular la relevancia universal de
la acción de Dios en la persona y en la historia de Jesús, si no tenemos
en cuenta su lugar de inserción en la historia de aquella empresa doc*
trinal: comenzando por ta misma idea de teología y pasando luego por
todos stis conceptos fundamentales. Sólo los entenderemos a fondo una
vez que hayamos definido el lugar histórico en el que fueron introdu-
cidos y nos hayamos hecho cargo tanto de las variaciones que su uso
y su valor relativo en el conjunto de la doctrina cristiana han ido expe-
rimentando, como de los motivos fundamentales de dichos cambios.

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xxxiv Prólogo

Sin una conciencia aguzada críticamente de ese modo, la utilización


de los conceptos de ¡a Dogmática resultará comparativamente vaga e
ingenua. Y además será «dogmática» en el sentido peyorativo de la pa-
labra, es decir, inconsciente de la problemática que ¡leva inevitablemente
aparejado el lenguaje tradicional de la doctrina cristiana. Las construc-
ciones sistemáticas carentes de dicha conciencia critica, aunque a veces
den muestras de una intuición acertada —cuyo contenido de verdad ha-
bria que aquilatar luego a otro nivel— por no ser críticas, resultan ar*
bitrarias y discrecionales. Pero también las objeciones que se le hacen
a la doctrina cristiana se quedan frecuentemente a mitad de camino,
pues quienes las formulan no son suficientemente conscientes de la
8 complejidad del perfil histórico de lo que critican ni de su potencial
interpretativo,
Los diversos conceptos dogmáticos, la identificación de tos temas
doctrinales aparejados con ellos y la estimación de la importancia que
tes corresponde a cada uno son cosas que tienen un lugar histórico pro
pió. La reflexión sobre dicho lugar histórico es imprescindible para po~
der hacerse un juicio objetivo acerca de las virtudes y de las limita*
ciones de cada concepto en la tarea de expresar ¡a relevancia universal
de la persona y de la historia de Jesucristo, Por eso, para investigar y
exponer la doctrina cristiana desde el punto de vista de su pretensión
de verdad, hay que combinar y entreverar constantemente la reflexión
histórica y la sistemática. Cabe imaginarse una exposición puramente
sistemática que ofrezca algo más que una sistematización sin apoyo nin-
guno, es decir, no meramente acomodada a los gustos del autor o de ta
moda del momento. Pero sólo será posible hacerla resumiendo tos resul-
tados de investigaciones del otro tipo que decimos. Y, en cualquier caso,
será una exposición incapaz de desarrollar el proceso en el que se fun*
damenta la aparición de formulaciones doctrinales nuevas desde el in*
terior de la problemática propia de ta misma doctrina cristiana.

Pongo estas consideraciones por delante para justificar el estilo de


ta argumentación de tos capítulos que siguen y también para preparar
al lector para ella. Las cuestiones que son centrales para el desarrollo
de la argumentación, aun cuando se trate de detalles históricos, apare*
cen en el texto principal. En cambio, algunas aclaraciones o explicaciones
particulares van en letra pequeña, o son incluso remitidas a notas de pie
de página, para facilitar ¡a visión de conjunto del hilo conductor de ta
argumentación. Sin embargo, nuestro tratamiento de temas históricos
no tiene nunca sólo un carácter histórico-anticuario* Es una selección
que, como sucede también con ¡a revisión que hacemos de la literatura
teológica contemporánea, se reduce a lo que nos parece necesario, o al
menos aclaratorio, para el desarrollo de la argumentación sistemática.
De ahi que, al aducir dicha literatura, hayamos tenido que renunciar a
¡a exhaustividad e incluso a un panora?na equilibrado de ¡a misma. Nues-

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Prólogo XXXV

tras confrontaciones con temas históricos y con diversos planteamientos


de fondo de las cuestiones de que tratamos están, pues, al servicio del
desarrollo de la argumentación sistemática. El objetivo al que en cada
caso se dirige ésta aparece al final de cada capítulo de un modo relati-
vamente más claro. Pero esos resultados serán mal entendidos si se los
totna por si mismos como tesis aisladas en vez de valorarlos en el con-
texto en el que han sido fundamentados.
No pasará desapercibido que del principio al fin de toda esta expo-
sición de la doctrina cristiana se halla presente una determinada con*
cepción de la relación entre teología y filosofía. Tanto más cuanto que
al mismo tiempo y en la misma editorial ve también la luz un librito
del autor que recoge varias conferencias sobre metafísica, Pero he de
advertir una cosa: no se diga que es una exposición subordinada a este
o a aquel sistema filosófico, aunque sea al mío propio- Pues mi opi-
nión es más bien que la tarea de la teología filosófica no alcanza con-
ceptualmente su meta si no es a partir de la revelación histórica de
Dios.
Por lo demás, el lector atento comprobará que el procedimiento me* 9
todológico varía según capítulos y materias. Así, mientras que el capí-
tulo segundo comienza con un examen de diversas investigaciones mo-
dernas sobre la utilización de la palabra *Dtos»t el tercero lo hace con
una mirada retrospectiva sobre la historia del concepto de religión, y el
cuarto, con tas oportunas exposiciones bíblico-exegéticas* Estas diferen-
cias proceden de modo tan claro de las peculiaridades de los diversos
temas que no necesita}! aclaraciones metodológicas más complicadas.
Con todo, al pasar de un capítulo a otro, en particular al final del pri-
mero y al comienzo y al final del cuarto, se encontrará el lector algunas
consideraciones metodológicas sobre ¡a marclui de ¡a exposición. La re-
flexión metodológica ha de fundarse en el contacto con el objeto mismo
y con su exposición: no debería ir de un modo abstracto por delante
de ésta; sobre todo en una situación como ¡a nuestra en la que el con-
senso sobre el objeto de la teología es tan exiguo y, por tanto, también
sobre el método que seria más adecuado para ¿t

Es posible que quien esté familiarizado con mi libro sobre la teoría


de la ciencia de la teología esperara de mi una exposición de la doctrina
cristiana que la confrontara más de lo que aquí se hace con otras posi*
ciones religiosas. Nótese al respecto que el modo de tratar en el capítu-
lo cuarto el tema de la revelación en conexión con las exposiciones que
le preceden sobre la cuestión de la religión supone ya en principio una
localización del cristianismo en el mundo de las religiones y en medio
de sus contrapuestas pretensiones de verdad* No se da en ese punto un
posicionamtento dogmático que rompa la continuidad de la argumen*
tación* Lo que si sucede es que los capítulos siguientes se centran en
clarificar la comprensión que la doctrina cristiana tiene acerca de sí

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XXXVI Prólogo

misma y de sus pretensiones de verdad en cuanto interpretación de la


revelación bíblica En realidad, una clarificación de este tipo se presu-
pone siempre que se hace una confrontación con las afirmaciones de
otras religiones. Pero es ante todo el tema mismo de la teología el que
exige el cambio de procedimiento metodológico que se explica al final
del capitulo cuarto. De todas maneras, a la explicación interna de los
contenidos de la revelación cristiana seguramente se te podría incorpo-
rar en mayor medida la comparación explícita con otras religiones. !M
comparación sistemática de las concepciones de tas grandes religiones
mundiales que compiten entre sí va a ser probablemente una de las ta-
reas que ocupará más en el futuro a la teología sistemática. Se nos per-
mitirá, sin duda, que esperemos contribuciones particularmente valió
sos sobre esta cuestión de la teología de las iglesias del Tercer Mundo.
Está claro que la presente exposición de la doctrina cristiana se debe
sobre todo a una asunción crítica de la historia europea del pensamiento
cristiano. Pero esta historia afecta no sólo a tos europeos. Es parte de
la herencia espiritual de todos los cristianos, sobre todo porque los orí*
10 genes de la mayoría de las iglesias no europeas de hoy se encuentran en
último término en la historia del cristianismo europeo. Igual que no
niega la geográfica, tampoco oculta nuestra exposición su procedencia
confesional Pero no pretende ser una teología confesionalmente lute-
rana ni tampoco europea, en contraposición, por ejemplo, a otra lati-
noamericana. Lo que te interesa es la verdad de la doctrina y del credo
cristianos en cuanto tal. Ojalá sirva a la unidad de todos los cristianos
en la fe en su único Señor.
He de darte tas gracias a mi secretaria, Gaby Berger, por su incansa-
ble empeño en el trabajo de cottfección del manuscrito; a mis asisten-
tes, Christine Axt y Walter Dietz, por su intensa colaboración en la labor
de corrección y en la realización de los índices; y, por la laboriosa com-
probación de todas tas citas, muy en particular al señor Markward
Herzog, asi como a la señorita Friederíke Nüssel y al señor Olaf Rein*
muth. Por fin, vuelvo a expresar también aquí a mi esposa mi agrade-
cimiento por su paciente compañía en el camino de ta elaboración de
este libro a lo largo de años de preparación y de redacción, no exentos,
por cierto, de algunos sacrificios.

Munich, febrero de 1988,


WOLFHART PANNENBERü

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Capítulo I

LA V E R D A D DE LA D O C T R I N A C R I S T I A N A
COMO TEMA DE LA TEOLOGÍA S I S T E M Á T I C A

1. TEOLOGÍA

La palabra «teología» es polisémica. En el uso lingüístico actual se


entiende por teología una disciplina académica o al menos un esfuerzo
humano de conocimiento. En sus orígenes platónicos, en cambio, era
una palabra con la que no se designaban precisamente las investiga-
ciones reflexivas que los filósofos hacían sobre la divinidad, sino el
Logos del discurso y del canto de los poetas en el que algo de la divi*
nidad se ponía de manifiesto (República 379a, 5s). Pero ya Aristóteles
llamaba «teológica» a una de las tres disciplinas de la filosofía teorética
(Met 1026a, 19, y 1064b, 3), en concreto, a la que luego se denominaría
«metafísica»; porque su objeto sería lo divino en cuanto principio de
todo ser, que todo lo abarca y todo lo fundamenta. Luego los estoicos
distinguieron de la teología mítica de los poetas y de la teología política
de los cultos estatales una «teología» acorde con la naturaleza de la di-
vinidad: aquí la teología ya no es simplemente objeto de la investiga-
ción filosófica, sino que es la investigación filosófica misma.
De modo semejante es también polisemico el uso lingüístico cris-
tiana que se empieza a desarrollar en el siglo n en continuidad con el
uso filosófico. Clemente de Alejandría cuando contrapone la «teología
del Logos incorruptible» (Strom I, 13,57,6) a la mitología de Dionisio
no piensa sólo en una doctrina acerca del Logos mismo* sino también
en lo que el mismo Logos dice de Dios (cf. 12,52,1). El teólogo es el que
proclama la verdad divina inspirado por Dios y la teología es esa pro-
clamación: una concepción que habría de permanecer viva en el len-
guaje cristiano de los años posteriores. En este sentido se pudo llamar
«teólogos» a todos los autores bíblicos, pero en particular a los profetas
velero testamentarios y al evangelista Juan, el «teólogo» de la divinidad
de Jesús; más tarde, a los padres de la Iglesia, como a Gregorio Nacían-
2 /. La verdad como tema de la teología sistemática

ceno, con sus trescientos ochenta discursos sobre la Trinidad, y, más


tarde aún. a Simeón, el «nuevo teólogo*. Es verdad que ya Clemente
llama «teológico» (Strom I, 28,176) al saber filosófico acerca de lo divi-
no, pero tal saber ha de ser entendido como visión espiritual, y a ésta,
según Platón, hay que catalogarla entre los Misterios. Tampoco aquí se
concibe la teología ni sola ni primariamente como un producto de la
12 actividad humana, sino que significa más bien la ciencia de Dios po-
seída por el Logos y desvelada por EL Al hombre sólo le es accesible
como visión de la verdad divina otorgada por Dios mismo, es decir,
sólo por inspiración. Esto no excluye que, como en Platón, vaya unida
al arte de la «verdadera dialéctica» (175s), el cual conduce, en virtud
del discernimiento, a la verdadera sabiduría y es una ciencia (176). Pero
para entender bien estas afirmaciones no hay que perder de vista la
doctrina platónica acerca del origen de lodo saber en una iluminación
que la dialéctica no puede más que preparar.

Es muy destacable que, en el curso de las discusiones de la primera


escolástica latina en torno al carácter científico de la teología, por en*
cima de tantas divergencias entre las concepciones platónico-agustinia-
nas y las aristotélicas, también los teólogos más marcados por el aristo-
telismo hayan conservado la conciencia de que la teología se halla cons-
titutivamente referida a la revelación. Estar fundada sobre revelación
divina no es una circunstancia ajena a la esencia de la teología, como
pudo haber hecho creer la contraposición posterior entre teología na-
tural y teología de revelación. Por el contrario, que sea el mismo Dios
quien haga posible su conocimiento, es decir, que el conocimiento de
Dios se dé por revelación, es una de las condiciones fundamentales del
concepto de teología en cuanto t a l ' . De otro modo no se puede en ab-
soluto pensar consistentemente la posibilidad del conocimiento de Dios,
es decir, no sin incurrir en contradicción con la idea misma de Dios. Con
esto no prejuzgamos nada sobre el modo en el que las crcaturas puedan
llegar a conocer a Dios; ni hemos, por tanto, afirmado que sólo el cre-
yente cristiano pueda tener parte en el conocimiento teológico. Ya Cle-
mente de Alejandría hablaba de que también los paganos participan,
aunque de manera fragmentaria y deformada, de la verdadera teología
del Logos divino. Pero, en todo caso, tanto dentro como fuera de la
Iglesia cristiana, no es concebible ningún conocimiento de Dios —tam-
poco el llamado natural— ni ninguna teología que no parta de Dios
mismo y que no se deba a la acción de su Espíritu.

La Dogmática del protestantismo antiguo era todavía consciente de

" Lo ha señalado con razón U. KtiPF, Die Anfánge der theotogischen Wissetu
schaftsthcorie im 13. Sahrhundert, 1974. 247ss, esp. 252s. La inspiración divina como
fuente de conocimiento teológico es un punto de vista que, de modo particular
en Tomás de Aquino. está presente *cn toda la leona de la ciencia teológica» (111»
cf. 147 y 252s).

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h Teología 3

l a significación q u e l i e n e e s t e a s u n t o p a r a e l c o n c e p t o d e teología.
J o h a n n G e r h a r d , q u e s i n o e s e l i n t r o d u c t o r d e l c o n c e p t o d e teología
en la Dogmática ortodoxa del luteranismo antiguo, sí es al m e n o s quien
se lo hizo f a m i l i a r y q u i e n se lo a c l a r ó , a s u m i ó , p o r e s o , la t e s i s de la
e s c o l á s t i c a m e d i e v a l — q u e ya en 1594 h a b í a r e a c t u a l izado el t e ó l o g o re*
f o r m a d o F r a n z J u n i u s — s e g ú n l a c u a l l o s h o m b r e s sólo p u e d e n h a c e r
teología r e p r o d u c i e n d o , a m o d o de i m a g e n o de r é p l i c a , la theologia
archetypa de D i o s 2 .

La Dogmática luterana posterior m a n t u v o es le p u n t o de vista en


tensión con la idea t a m b i r n mantenida ya nor G c r h a r d de q u e el
objeto de la teología es el hombre, al q u e liay q u e conducir a la
felicidad e t e r n a J - Cuando la definición de la teología como «cien-
cia práctica» 4 redujo su objeto a la salvación del h o m b r e aún m á s
de lo q u e había hecho Gerhard, se dio paso a una tendencia an-
tropocéntrica en el concepto de teología q u e podía e n t r a r incluso
en contradicción con la idea m i s m a de teología, centrada en el
conocimiento de Dios. La teología luterana antigua al referirse cons-
tantemente al h o m b r e q u e ha de ser conducido a la felicidad cier*
na, tenía conciencia —con razón— de q u e así respondía a la reve-
lación divina de la salvación y, por tanto, a la voluntad salvadora
del m i s m o Dios. Ko debió haber relegado este punto de vista a un
lugar secundario a la hora de definir el concepto de teología, c o m o
sucedió en el m a r c o del «método analítico» de la teología c o m o
ciencia práctica inaugurado por B. Keckcrmann. Este era un mé-
t o d o que describía la praxis q u e tiende a la salvación del h o m b r e
desde el punto de vista del origen divino de la salvación, de su fin
y de los medios q u e conducen a ella; en correspondencia con esta
descripción e s t r u c t u r a b a los diversos t e m a s de la doctrina cristiana.
De m o d o q u e aquí no es ya la idea de Dios ni de su revelación el

* R. D. PREUS, The Theology of Post-Reformation Lutheranism. A Study of Theo-


logical Prolegómeno* San Luis/Londres 1970, 114 ha llamado la atención sobre la
dependencia de J. Gcrhard respecto de JL:KH:S, De theologiae verae ortut natura, for*
mis, parttbus et modo illius, Leyden 1594. Sobre el debate de Dannhaucr (1649) y
Scherzcr (1679) en torno a este tema, cf. C, H. RATSCHOW, Lutherische Dogmatik
zwischen Orthodoxte und Aufktórung, I, 1964, 49,
* En Der Theotogiebegriff bei Johann Gerhard und Ceorg Calixt, 1961. 53s. J. WALL-
MANN ha defendido esta idea, que Gcrhard expone en el Proemium de 1625 al volu-
men primero de sus Locif contra ta opinión de K. Barth que piensa que con ella
Gerhard ha introducido en la comprensión de la teología un giro antropocen trico,
con el que se distanciarla de la concepción de M. Chcmmtz, para quien el objeto
de la doctrina cristiana habría sido todavía Dios y las cosas divinas. Wallmann
nota al respecto que en Gcrhard decir que «el hombre es el tema de la teología
no es algo pensado todavía desde una teología natural* (53). Pero el quid de la
crítica de Barth está en que la (unción antropocen trica que la teología natural
habría de adquirir efectivamente después en el marco del llamado método analí-
tico de la Ortodoxia luterana ha de ser vista como una consecuencia de aquel
cambio en la definición del objeto de la teóloga. Con lodo. Gerhard había visto
también en la glorificación de Dios el objeto de la teología y no sólo en la salva*
clon del hombre {<t del Autor, Teoría de la ciencia y teología, 1981. 244s [1973,
236&1). Pero ya no definía a Dios mismo —con Duns Escoto— como el objeto for-
mal de la teología.

* Del Autor a! respecto: Teoría de ta ciencia y teología, 1981, 238-248 [I973f 230-240],

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4 /, La verdad como tema de la teología sistemática

punto de vista sobre el que se basa 13 unidad de la teología, sino


la praxis del hombre tendente a su salvación. Con todo, la teolo-
gía que Keckermann desarrolla con el método analítico como cien-
cia práctica presupone una «teosofía». Su equivalente entre los teó-
logos posteriores de la ortodoxia luterana que proceden según esc
método será una teología natural que trata antes que de cualquier
otra cosa del ser y de los atributos de Dios. Lo cual no sólo signi-
fica que el desarrollo soteriológicamente reduccionista del «método
analítico* hace que la teología gire en torno a la salvación del hom-
bre en lugar de en torno al conocimiento de Dios como su tema
central s , sino que además implica la dependencia de la telogla
14 de una forma de conocimiento de Dios extraña a ella. La teología
se descarga así de los temas «especulativos» del tratado de Dios y
de la cosmología, pero sólo al precio de depender de instancias aje*
ñas a ella que la cercioren de su convicción sobre el ser de Dios,
que ella tiene necesariamente que presuponer como origen de la
orientación del hombre hacia la felicidad eterna y de la revelación
que le conduce a ella. Con todo, la concepción de la teología como
«ciencia práctica» no tiene por qué ir ligada a una evolución equi-
vocada de las cosas como la que acabamos de describir. Si, como
sucede con Duns Escoto, se concibe eí carácter práctico del saber
teológico manteniendo que Dios es el objeto de la teología y que
toda teología humana se debe al saber de Dios sobre sí mismo*.
entonces la tesis del carácter práctico de la teología sirve para
expresar que el conocimiento y el amor de Dios van unidos y que
en esta unidad está el fundamento de que también en la conducta
humana el conocer y el creer van orientados hacia el a m o r Era de
suponer que la idea de un saber práctico de Dios, ordenado al amor,
hubiera ayudado a elucidar también la relación entre la doctrina de
Dios y la actuación salvlfica de Dios en la historia. Pero lo cierto
es que Duns Escoto no fue capaz de desarrollar su pensamiento en
esa dirección, pues se vela obligado a conceder que el saber de Dios
acerca de las criaturas no podía ser práctico, sino sólo teórico 7 .
Por eso, la influencia de la tesis del carácter práctico de la teolo-
gía en la doctrina sobre Dios fue muy reducida. Además, se plantea
la cuestión de si es correcto aplicar a la doctrina de Dios, y en par-
ticular a la vida eterna de Dios en sí mismo, las nítidas distincio-
nes aristotélicas entre conocimiento teórico y conocimiento práctico
y de si su aplicación no es más bten adecuada sólo en el caso del
ser crcatural finito** Pero si el saber de Dios acerca de sí mismo
no podía ser pensado como práctico, también iba a resultar difícil
describir la teología como saber práctico, pues, bajo los presupuestos
del gran maestro franciscano, ha de ser entendida como participación
en el saber de Dios sobre sí mismo.

* Cf. también la opinión de G. Sautcr en la Thcologische Reúlenzyclopddie 9, 45


IDogmatik Ih Sauter llega a pensar que con Ea introducción del método analítico
«el teólogo dogmático se convirtió en el centro de la dogmática»,
* Duns Escoto, Ord. Prol 5, q. 1-2, cd. Vat.t I. 1950, 207ss (n. 3l4ss), esp. 2Mss
(n, 324).
* Ibid, 217s (n, 332-333).
* Cf. las observaciones del mismo Duns Escoto ibid. 215$$ (n. 330*331).

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r
/. Teología >

Cuando se entiende que Dios es el objelo propio y abarcante de la


teología —como sucede desde Alberto Magno y Tomás de Aquino— se
pone de manifiesto del modo m á s claro y resulta plausible en el más
alto g r a d o q u e la dependencia del conocimiento de Dios de la revelación
divina es algo constitutivo para el concepto de teología. Si su objeto
fuera otro, seria algo accidental, extrínseco a el, que tuviera q u e ser
conocido sólo por revelación de Dios. Pero si su objeto es Dios mismo,
su majestad hace evidente q u e sólo pueda ser conocido cuando él, de
por sí, se da a conocer.
Este a s u n t o no plantearía mayores dificultades si el contenido de la 15
doctrina cristiana consistiera tan sólo en afirmaciones sobre Dios. Pero
en realidad incluye también proposiciones acerca del h o m b r e y del mun-
do creado, de Jesucristo, de la Iglesia y de los sacramentos. La teología
de la Iglesia primitiva resumía todos estos lemas asignándolos u la
«economía», a la historia de salvación q u e Dios conduce. Estando» cier-
tamente, en relación con Dios y con su acción en el mundo, son cues-
tiones distintas de las referentes a Dios mismo. La designación de
«teología» se reservaba para estas últimas, diferenciándolas así de la
economía de la salvación. La extensión del n o m b r e de «teología* a to-
dos los temas de la doctrina cristiana, aunque o c u r r e ya ocasionalmente
en los Padres griegos de la primitiva Iglesia, sólo llegó a imponerse
en la Escolástica latina y, en concreto, en estrecha relación con los orí-
genes de la universidad y de la teología como disciplina universitaria
en el siglo xn \ Al ser comprendido, entonces, el conjunto de la doctrina
cristiana como objeto de la teología, tenían que presentarse dificultades
para seguir entendiendo, como antes, que Dios es el lema exclusivo y
abarcante de loda la teología. Alberto y Tomás mismos tuvieron q u e
conceder que también forman parte de la doctrina cristiana muchas
cosas que, en c u a n t o realidades creadas, son distintas de Dios. Pero
Tomás ponía de relieve que la teología sólo trata de esas realidades dis-
tintas de Dios en t a n t o en c u a n t o están en relación con El. Sólo desde
el punto de vista de esa relación suya con Dios (sub raíionc Dci: STh I,
q. 1, a, 7) se ocupa de ellas la teología. De modo que Dios es el punto
de referencia q u e da unidad a todos los objetos y temas de la teología
y, en este sentido, es propiamente su único objeto.

Más tarde, cstü concepción íue asumida nu sólo por la escuela


dominicana, sino por Enrique ác Gante y, desde Duns Escoto, tam-
bién por la escuela franciscana, de modo que toda la Escolástica

9
Lo muestra de modo particularmente convincente B. GEYER, Facultas thcologica*
Eine BedcutunRsgcst-hichtUchc Uttttrsuchung: Zch&chrift für Kirchengeschichte 75,
1964, 133-145. Cf también G. EBELINC, Theoío&ic ¡ Benriflgeschidulich; Religión in
Geschichtc und Gcgenwart 6, 757*: un artículo que aporta muchos materiales* Uic*
RO, en la teología protestante antigua, fue especialmente C. Caltxi quien discutió
el concepto de teología en relación con su msiitucionalizaclón académica.

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6 L La verdad como tema de la teología sistemática

llegó a converger en este resultado. Realmente sólo Dios puede ser


el fundamento unificador en el que todos los demás temas y ob-
jetos de la teología se encuentran inlerconectados. Sin embargo, la
argumentación expuesta por Tomás de Aquino no dejaba de presen-
tar algunas dificultades, Entre ellas. la de la incomprehensibilidad
de la esencia eterna de Dios* Esta dificultad, que desempeñó aún un
papel decisivo en las reservas de los dogmáticos del lutcranismo
antiguo frente a la concepción de la teología como ciencia de Dios,
fue afrontada por el mismo Tomás* Su respuesta señalaba que si
bien es verdad que no conocemos a Dios directamente en su esen-
cia, sí que lo conocemos en cuanto origen y fin de sus efectos crea-
dos (STh I. q. 2.. a. 2. Cf. q. 1 a., 7 ad 1)»~Entre estas. Tomás con-
taba probablemente también los episodios de la historia de la sal*
16 vación. Hoy no se responderla a esta dificultad tanto por medio de
ese modelo de causalidad como con una argumentación basada en
la teología de la revelación: Dios ha dado a conocer su esencia in-
comprehensible por medio de su revelación histórica. Pero igual que
en la respuesta de Tomás, también aquí se plantea la cuestión de
en que relación se encuentran con la divinidad de Dios los datos
creaturales que median el conocimiento de Dios* La dificultad con*
siste en que si bien todo lo que es diverso de Dios está referido a
El en virtud de su naturaleza de crcalura como a su origen y a su
fin. Dios no lo está de la misma manera a las cosas creadas- Si Dios
es el que es desde toda la eternidad, también sin relación con tas
criaturas, ¿cómo va a poder llevar un saber acerca de las criaturas
al conocimiento de Dios? Para ello, no bastaría que el ser de las
crcaturas esté vinculado a Dios, sino que también el ser de Dios de-
bería estarlo con las cosas creadas. Según la doctrina cristiana este
es el caso en el acontecimiento de la encarnación y la concentra-
ción de la teología actual en la cristología invita a buscar por aquí
una respuesta a la cuestión planteada* La teología medieval, en tanto
en cuanto fue consciente de ella, trató de salir al paso de esta difi-
cultad de un modo más directo, es decir, con los medios de la doc-
trina general acerca de Dios. Así, el estudio de la cuestión de cómo
pueden formar parte del concepto de teología como ciencia de Dios
otros objetos distintos de Dios mismo fue llevado a cabo por Duns
Escoto en el marco de su interpretación del saber de Dios acerca
de sí mismo, del cual participa nuestra teología. Se basaba en que
en el saber que Dios tiene de sí mismo van incluidas todas las de-
más cosas en cuanto a su posibilidad y en cuanto que son objeto
de la voluntad divina 10. Pero este razonamiento resulta insatisfac-
torio porque en la exposición de Duns Escoto a las cosas creadas no
se las comtempla como pertenecientes a la divinidad de Dios- Y sólo
de este modo podría resultar plausible su pertenecía a una teolo-
gía entendida como la ciencia acerca de Dios, De modo que el re-
curso a la encarnación se hace inevitable. La pertenencia de las
creaturas a la divinidad de Dios —sin menoscabo de su distinción
respecto de El— y, por consiguiente, su pertenencia a la teología
como ciencia acerca de Dios, sólo puede ser afirmada desde la pers-
pectiva de la acción salvifica de Dios, cuyo fin es la comunión de las
creaturas con EL Sólo asi se muestra la posibilidad de un concepto

* Duns Escoto, Ord. ProLt p. 3, q. 1-3, Ed. Vat., I, I35s (n. 200s),

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/. Teología 7

unitario de teología como ciencia de Dios. Será, por tanto, al tratar


de la relación entre la eterna vida trinitaria de Dios en sí mismo
y su presencia en la historia de la salvación, la llamada Trinidad
económica, cuando se diga la última palabra a este respecto.

La complejidad del concepto de teología —como denominación en


la que se resumen los diversos esfuerzos cognoscitivos en t o r n o a la
doctrina cristiana— se hizo todavía mayor con la independización de
las diversas disciplinas teológicas en el curso de la evolución de la teolo-
gía después de la Edad Media. Y con ello aumentaron también las di-
ficultades para entender la teología como ciencia de Dios. Porque es
verdad que los campos temáticos de la teología histórica y de la teología
bíblica están en relación con la revelación histórica de Dios de la q u e
hablan la tradición doctrinal y la predicación cristianas. Pero la reali-
dad de Dios en cuanto tal no es el tema expreso de esas disciplinas. 17
Y algo parecido se puede decir también de la ética teológica, sobre todo
si no se desarrolla como la doctrina sobre lo que Dios manda. De ahí
q u e Schleiermacher haya buscado un modo nuevo de acercarse a la
descripción de la unidad de la teología. Lo encontró remitiéndose a la
tarca del «gobierno de la Iglesia»: las diversas disciplinas ofrecen la for-
mación necesaria para esa tarea a p o r t a n d o cada u n a lo s u y o l l . Schleier-
m a c h e r consiguió así, entre o t r a s cosas, fundamentar —desde el mismo
concepto de teología— que la teología práctica pertenece al círculo de
las disciplinas teológicas. Sin embargo, ya sus propias explicaciones po-
nían de manifiesto que la definición finalista práctica no era suficiente
para delimitar el concepto de teología. El fundamento más profundo
de la unidad del estudio de la teología y, por tanto, de sus diversas dis-
ciplinas, está en realidad en Schleiermacher en o t r o lugar: en la unidad
de la religión cristiana. Ahora bien, sólo si se está convencido de la
verdad divina de la religión cristiana se puede dar por justificada y
fundamentada la persistencia de la Iglesia cristiana y. j u n t o con ella,
la necesidad de una formación para las tareas de dirigirla u . La teología
cristiana no es simplemente u n a disciplina de las ciencias de la cultura.
De m o d o que se nos vuelve a plantear la pregunta de si tiene razón al
hablar de Dios y de con qué derecho lo hace.
El concepto de teología da por supuesta, de entrada, la verdad del
lenguaje teológico en cuanto autorizado p o r Dios. Un lenguaje acerca
de Dios que se basara sólo en el hombre, en sus necesidades e intereses,
y que fuera simplemente expresión de lo q u e él se imagina acerca de
u n a realidad divina, no sería teología, sino tan sólo un producto de la
fantasía humana. No es nada obvio que el lenguaje h u m a n o acerca de
Dios no se agote en esto ni que, p o r el contrario, como lenguaje ver-

il Cf. del Autor, Teoría de la ciencia y teología, 257-26Í [24*255],


ü Véase ibid. 263-273 [255-266].

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s /. La verdad como tema de la teología sistemática

daderamente «teológico» pueda ser expresión de la realidad divina. La


profunda ambigüedad del lenguaje teológico consiste precisamente en
que podría más bien tratarse de un discurso meramente humano que
entonces no sería ya verdaderamente «teológico*. A esto se refería la
postura escéptica con la que ya Platón se acercaba a dicho lenguaje.
Pues discursos «los hay de dos tipos: verdaderos y falsos» (Rcp. 376e, 11).
Y los discursos «teológicos» de los poetas le parecían falsos en su mayo*
ría <377d, 4ss).
No todas las disciplinas de la leología cristiana que figuran en la
vida académica se ocupan del tema de la verdad del lenguaje cristiano
sobre Dios. Esta cuestión no se plantea en la enseñanza ni en la inves-
tigación de las disciplinas históricas. Algo semejante sucede con las de
18 tipo exegético, en cuanto que trabajan con el instrumental del método
histórico-crítico. Hasta los comienzos de la época moderna era precisa*
mente a la interpretación de la Escritura a la que le correspondía deter-
minar el contenido vinculante de la doctrina cristiana como revelación
de Dios. Lo que se buscaba con las sentencias de los Padres de la Iglesia
y con sus interpretaciones era sólo lograr un resumen y una exposición
concentrada del contenido doctrinal de la Escritura. Lo cual vale muy
particularmente de la teología de la Reforma. La dogmática protestante
antigua se entendía a sí misma como una exposición resumida del con-
tenido doctrinal de la Escritura, cuya fijación era considerada como
competencia de la labor exegética. En cambio» para la interpretación
histórico-crítica de la Escritura, propia de nuestra época, los escritos
bíblicos son fundamentalmente documentos del pasado. De ahí que la
cuestión de la relevancia actual de su contenido no pueda, por princi-
pio, ser últimamente dilucidada en el marco de la exégesis histórica.
De este modo el peso de la pregunta por la verdad del lenguaje cristiano
sobre Dios ha pasado totalmente a la dogmática. Es cierto que —como
podremos ver— en la evolución premoderna de la teología aparecen ya
algunos indicios de esc cambio. Pero su resultado es algo exclusivamente
propio de la situación moderna de la teología que le está causando toda-
vía hoy a la dogmática notables dificultades tanto para hacerse cargo
del nuevo estado de cosas como para asumir el peso que, con él, se le
ha venido encima. Un peso que debe llevar no sólo para responder ade-
cuadamente a su tarea propia, sino también como un servicio a la teolo-
gía en su conjunto. En el trabajo de la dogmática está también en juego
el carácter específicamente teológico de las demás disciplinas. Estas
son «teológicas» justo en la medida en la que participan de la tarea dog-
mática de la teología.

Pero ¿cómo puede la dogmática defender la verdad del lenguaje cris-


tiano sobre Dios? ¿Puede hacerlo en absoluto? Y. si de hecho lo hace,
¿con qué derecho y cómo? Para aclararnos sobre estas cuestiones tene-
mos que prestar atención al concepto de dogmática y a la relación de

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2. La verdad del dogma 9

ésta con el dogma, tal y como se fueron desarrollando en la historia de


las disciplinas mencionadas.

2. LA VERDAD DEL DOGMA

En general a la dogmática se la liene por la «ciencia» del dogma 13


o de la doctrina cristiana. Pero ¿en qué sentido tiene que ver la doctrina
cristiana con dogmas o con el dogma?
El vocablo griego «dogma» u puede significar tanto la «opinión» sub-
jetiva, en oposición al saber asegurado, como también ta opinión pro- 19
nunciada de modo vinculante en derecho, es decir, la «determinación*.
Con este último significado aparece también en los escritos neotcsta-
mentarlos. Así, en Le 2,1 y Hech 17,7 se refiere a edictos imperiales y en
Hech 16,4 a las determinaciones del llamado Concilio de los Apóstoles.
También hay que entender como «determinación» u «opinión vinculante»
la aplicación que Ignacio de Antioquta hace de la palabra dogma a la
tradición doctrinal cristiana cuando habla de los «dogmas» del Señor
y de los Apóstoles (Magn 13,1). Hay que pensar aquí en «orientaciones»
de tipo ético. Y éste es también el caso de un apologeta tan «intclec-
tualista» como Atenágoras, el fundador de la escuela de catequistas de
Alejandría {leg. 11,1). Pero a partir de la apologética del siglo 11 pasa a
primer plano la comprensión de la palabra dogma como «opinión» y,
en concreto, en el sentido específico de «opinión de escuela», en corres*
pondencia con los «dogmas» de las diversas escuelas de filósofos. Ya
desde el tiempo de la Estoa era usual emplear la palabra en este último
sentido. Es asi como, por ejemplo, Taciano concebía al cristianismo
como la escuela de la única verdadera filosofía y llamaba «dogmas» a
sus doctrinas. Aunque en el siglo n predominó la referencia a los man-
datos éticos de Jesús, en el tiempo siguiente el concepto fue aplicado
pronto a las doctrinas cristianas en contraposición a las «costumbres»
de los cristianos. Ya Orígenes lo hacía así.

El concepto cristiano de dogma está, pues, por un lado, en analogía


con las doctrinas de las escuelas de los filósofos, pero, por otro lado,
era contrapuesto a la muchedumbre de doctrinas filosóficas, que se
contradecían unas a otras, como algo que «no procede del hombre, sino
dicho y enseñado por Dios» (Atenágoras, leg. 11,1). De modo parecido se
dice en la carta a Diogneto que la fe cristiana no se basa en opiniones
doctrinales humanas (5,3). Por eso pudo llamar Orígenes a las doctrinas
cristianas dogtnata theou (in Mat XII, 23).

11
G SAUTER, Dogmatik I: Thcologischc Rcalcncyclopadie 9, 41-77, 42s.
w Sobre lo que sigue, vcasc M. EIJEE, Der Begrtff des Dogmas in der Alten Kir-
che; Zeitschrift fur Theologie und Kirchc 61 (1964) 421436. Y también U. WIÍXERT,
Dogma I: Theologische RealcncyclopHdie 9f 1982, 26-34.

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ID /. La verdad como tema de ¡a teología mtemóttca

Era una manera de formular cómo la fe cristiana reclama para sí el


carácter de verdad, pero, al mismo tiempo, era un modo de dar por
resuello por anticipado que lo hace con razón. Es verdad que si los dog-
mas de los cristianos son verdaderos es que no se reducen a opiniones
humanas de escuela, sino que son revelación de Dios. Pero son los hom-
bros, la Iglesia y sus ministros quienes los formulan y los proclaman.
Y por eso se puede y se debe plantear la cuestión de si son algo más
que mera opinión humana, es decir, no sólo invención y tradición de
los hombres, sino expresión de una revelación divina. De este modo se
presenta también respecto del dogma el mismo interrogante que iba
aparejado, de forma más general, con el concepto de teología y que
Platón le habfa planteado a la theologia, el mensaje de los poetas so-
bre Dios.
La primera impresión para quien se acerca a ellos desde fuera es que
los dogmas cristianos son enseñanzas de la Iglesia vinculantes para la
20 comunidad de los cristianos de modo semejante a como lo eran los
dogmas de escuela para los miembros de las escuelas filosóficas anti-
guas, También los cristianos, con un acto que podríamos interpretar
como de una humildad intelectual que no identifica inmediatamente las
propias enseñanzas con la verdad de Dios misma, fueron capaces de
asumir ese modo de ver las cosas- Ahora bien, no es que este nuevo
uso lingüístico, que toma carta de ciudadanía desde Eusebio de Cesárea
y que habla de dogmas «eclesiásticos» (hist. eccL 5,23-2; cf, 6,43.2), re-
nuncie a sostener la verdad divina de estos dogmas, como habían hecho
Orígenes y otros escritores eclesiásticos primitivos. Lo que pasa es que
se limita a denominarlos según la instancia que sostiene que son verda-
deros, es decir, la comunidad cristiana. Esto no significa que se renuncie
a reivindicar su verdad, pero se deja abierta la cuestión, al menos mien-
tras la Iglesia aparece sólo como portadora y no como garante también
de dicha pretensión. Lo primero es lo que sucede con Eusebio cuando
piensa, al hablar de dogmas, en el contenido de las resoluciones de los
Concilios, pero, además, en otras doctrinas comunes de fe, como la re-
surrección de los muertos (hist. eccl 3,26.4). En cambio, la definición
vinculante de los dogmas por el derecho eclesiástico o imperial va, por
desgracia, un paso más allá al fijar, más que presuponer, su verdad.
La definición cierra y paraliza el proceso de recepción de la proclama-
ción magisterial de la doctrina. Una tendencia que apunta ya en el si-
glo iv y que alcanza su punto culminante en el año 545 cuando, en medio
de las largas discusiones sobre la validez del Concilio de Calcedonia (451),
el emperador Justiniano declara que los dogmata de los cuatro prime*
ros Concilios están revestidos de la misma autoridad que la Sagrada
Escritura ü . Incluso quien comparta el juicio del emperador sobre la

i* Novclla 131 de ccclcsiasticis titulis: «quattuor synodorum dogmata sicut sane-

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2. La verdad del dogma ll

ortodoxia de los cuatro primeros concilios —-dejando a un lado la nive-


lación de la diferencia de rango de sus textos y los de la Sagrada Es-
entura o la que existe entre los concilios del siglo v y los del siglo ív—
habrá de pensar que no es acertado el intento de solventar la cuestión
de ia verdad por medio de disposiciones jurídicas. Notará, con todo,
que la raíz de ese intento de forzar el asentimiento a la verdad de la
doctrina eclesiástica por medio de disposiciones jurídicas o de la coac-
ción del Estado está ya en suponer que se puede reducir la verdad es*
catológica de la revelación de Dios en Jesucristo a una fórmula igual-
mente última y definitiva. La combinación del dogmatismo doctrinal
con la fijación jurídica y con la coacción estatal va a jugar todavía un
fatídico papel en la historia del cristianismo hasta bien entrada la Edad
Moderna. Una combinación que ha desprestigiado el concepto de dogma-
Pero no es lo mismo dogma que imposición de la fe. Esta última ha 2!
sido sólo un medio de resolver la disputa en tomo a la verdad de los
dogmas y, además, como ha quedado ya bien claro, un medio no sólo
condenable, sino también no apto para lo que se pretendía.
La imposición de la fe es el intento de forzar ci consenso sobre la
verdad del dogma y, en definitiva, de establecer esa misma verdad. Pues
el consenso puede ser tenido por una señal de verdad, ya que en la coin*
cidencia en la formación del juicio se expresa la universalidad de la
verdad. Es esa coincidencia de la verdad la que se pretende lograr vio-
lentamente con la imposición de la fe. Pero el que se puede aducir como
criterio de verdad es sólo el consenso logrado sin coacción ninguna*
Y así sucedía en la famosa fórmula que Vicente de Lerins escribía en
el año 434 en su Commonitorium pro catholicae /ídeí antiquitate et
universitaíe. En su opinión para determinar qué es doctrina católica, es
decir, dogma de toda la Iglesia, hay que retener lo que haya sido creído
en todas partes, siempre y por todos: «curandum est, ut id teneamus
quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est» (2(5). Vicen-
te de Lerins era ya consciente de que lo importante es la identidad del
objeto, no de su formulación. En ésta se puede progresar. Si se acepta
esto se puede prever fácilmente que surgirán discusiones sobre si una
determinada formulación respeta la identidad del objeto o no. De ahi
que no sea fácil aplicar el criterio leriniano del consenso para determi-
nar cuál sea el único dogma divino frente a las muchas opiniones huma-
nas de los herejes *.

Cuando se afirma que, a pesar de los cambios en la formulación,


hay una identidad del contenido de la fe, parece que se postula la nece-
sidad de otra instancia que lo compruebe y lo decida. Por eso no es

tas scripturas accípimus* (C. E. ZAOURIAE A LÍNGENT^AI., Imp. Justimani PP. A fio-
veílae quac vocattiur sive Constiturfottcs <¡tmc extra codicem supersunt ordine chro-
nologico digestae, II. Leipzig 1881, 267» núm. 151).
» M. ELZE, I*., 435s,

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[1 I, La verdad como lema de ía teología sistemática

nada extraño que la Iglesia católica, cuya teología se remite desde el


siglo xvi a la autoridad de Vicente de Lerins 1T, haya añadido al criterio
del consenso la autoridad eclesiástica del magisterio de los obispos y
del Papa- Pues parece que. cuando habla el colegio de los obispos, o
bien el Papa solo, ejercitando su función de representantes de toda la
Iglesia, estarían expresando precisamente en virtud de su oficio el con-
senso de ésta en la fe. La autoridad magisterial de los obispos y del
Papa ha sido entendida además d u r a n t e mucho tiempo como una garan-
tía autoritativa de la verdad del dogma. Asi. todavía el Concilio Vatica-
no I refiere la expresión fidei dogmata (DS 3017) a las enseñanzas que
la Iglesia propone vineulantemente para s e r creídas como reveladas
por Dios (DS 3011: «... tamquam divinitus revclata credenda proponun-
tur»). A diferencia de lo que sucede en la teología de las Iglesias orto-
doxas, no se dice aquí nada acerca del proceso de recepción de las pro-
posiciones del Magisterio por parte del conjunto de los fieles como cri-
terio de la existencia fáctica del consenso doctrinal q u e el Magisterio
22 eclesiástico pretende formular. Pero p o r fortuna tampoco se ha excluido
expresamente que sea necesaria la recepción w . Pues la famosa afirma-
ción del Concilio de que las proposiciones doctrinales hechas p o r el
Papa en virtud de su oficio (ex cathedra) en n o m b r e de toda la Iglesia
son válidas e inmutables p o r sí mismas y no a causa del consenso de la
Iglesia («ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae»: DS 3074), puede
tal vez interpretarse de un m o d o restrictivo en el sentido de q u e dichas
proposiciones no necesitan ninguna ratificación formal p o r p a r t e de
ninguna otra instancia. En este caso se mantendrían los ojos abiertos
ante el hecho de que será sólo el proceso fáctico de recepción el q u e
decida sobre el lugar que ocuparán esas proposiciones en la vida y en
la conciencia creyente de la Iglesia.

Pero es verdad q u e tampoco el consenso fáctico de la Iglesia (sea


en un m o m e n t o determinado o en continuidad a través del tiempo) pue-
de ser por si solo criterio suficiente de la verdad de u n a doctrina de fe.
La teoría de la verdad del dogma basada en el consenso adolece de las
mismas deficiencias que la teoría general de la verdad basada en ese
mismo concepto B , El consenso puede ser expresión y signo de la uni-

n! lbid,p 438.
* Cf. la exposición de la posición católica en la declaración de la Comisión con*
junta católico-rumana v evangélico-luterana sobre *E1 ministerio en la Iglesia».
1981. 40.
" Véase, a modo de ejemplo, la critica de J. Habcrmas hecha por A. BCCXERMANN,
Die realistischen Voraussetzungen der Kottsettstlieorie von J. Habermas, en Zeít-
schrift für AHgcmcinc Wissenschaílstheorie 3 (1972) 63-80. Beckcrmann ha mostrado
que el intento de Habermas de hallar en el consenso de quienes juzgan sobre algo
el criterio con el que valorar la adecuación objetiva que toda proposición reclama
para sí misma no ha ido más allá de una argumentación circular; porque Haber-
mas se ve obligado a recurrir al concepto de juicio «competente» para distinguir
el consenso objetivo del puramente convencional.

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2. £tf verdad del dogma 13

versalidad de la verdad, pero también puede ser manifestación de una


mera convención entre los miembros de un grupo, de una sociedad o
de una cultura. Así, por ejemplo, la idea de que la tierra se encuentra
en el centro del universo fue tenida por una verdad intocable hasta
que al comienzo de la Edad Moderna se demostró que no pasaba de ser
una pura convención. De igual modo, todas las partes en liza en el siglo
de la Reforma, y todavía en los comienzos del siglo XVII, creían que la
unidad de religión era algo necesario para la unidad social; más tarde
ese modo de pensar pasó a ser visto como una convicción puramente
convencional Este tipo de convicciones fundamentales puramente con-
vencionales no son siempre fruto de una comunicación constreñida por
la fuerza, sino que ponen más bien de manifiesto la comodidad de los
hombres y la ausencia de retos capaces de ponerlas en cuestión. Tam-
poco en esos casos de amplio o incluso de general consenso resulta ser
éste un criterio suficiente de verdad. Es incluso imaginable que deter-
minadas formas de concebir las cosas y determinadas convicciones estén
tan arraigadas en la naturaleza humana que no sean nunca superadas»
aunque no correspondan a la verdad. Estaríamos entonces ante una
irremontable situación de confusión de todo el género humano radicada
en los mismos mecanismos de coordinación hereditaria- Ahora bien, ni
aun el consenso de todos los individuos podría convertir en verdad una
tal confusión. En el caso del cristianismo ni siquiera en el Occidente
medieval llegaron a conseguir sus convicciones fundamentales un grado
semejante de con naturalidad- Tanto menos podrá valer el consenso de
los cristianos entre sí como criterio suficiente de verdad, por más sig-
nificativo y deseable que sea» desde otro punto de vista, el consenso
ecuménico.
La idea del consenso ha jugado también un papel importante en la
comprensión de la doctrina cristiana propia de la Reforma. Según la
Confessio Augustana 7, el «consentiré de doctrina evangelii et de admi-
nistratione sacramentorum» es, en efecto, el núcleo de todo lo necesario
para la unidad eclesial. Dicho consenso doctrinal se expresa —según la
visión reformada— en el credo común; y el credo eclesial no es más
que una expresión del consenso doctrinal, que se convierte así en el
fundamento de la comunión de la Iglesia. La comprensión luterana de
lo que es el credo se refiere no sólo a un consenso regional, que seria
la base de la reorganización de una iglesia también regional, como ha
sucedido con muchos credos reformados- Los credos luteranos se orien-
tan siempre a un consenso de toda la Iglesia sobre la doctrina del Evan-
gelio y sobre la administración de los sacramentos. Por eso no aducen
sólo la Escritura en su favor, sino también su concordancia con la doc-
trina de la Iglesia primitiva (Confessio Augustana 1), sobre todo con el
símbolo de Nicea y de Constantinopia. Con todo, lo que vale como cri-
terio de verdad no es el consenso en cuanto tal, sino el acuerdo con la

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14 /. La verdad como tema de la teología sistemática

doctrina del Evangelio. El consenso doctrinal eclesiástico adquiere peso


sólo en cuanto «consensus de doctrina evangelii».
Se podría p r e g u n t a r si con el recurso al Evangelio y a la Escritura
se ha traspasado ya en realidad el círculo de la idea de consenso. Porque
la coincidencia con el testimonio de los escritos del Nuevo Testamento
significa ya, en todo caso, coincidir con la doctrina y la predicación de
la Iglesia primitiva que en ellos se expresa. Por tanto, la coincidencia
con el testimonio bíblico podría también interpretarse en el ámbito de
la teoría del consenso y entonces podría entenderse, además, como un
criterio m u y destacado del grado de consenso con la tradición eclesial
desde sus mismos orígenes. En este sentido también el concepto de
consenso de Vicente de Lerins insistía ante todo en el acuerdo con los
orígenes de la tradición doctrinal eclesial en la predicación de los Após-
toles, depositada en los escritos neotestamentarios. Pero no cabe duda
de que la idea luterana del «consensus de doctrina evangelii» encierra
en este punto algo m á s : la función normativa de la Palabra de Dios 30
que la Iglesia se encuentra dada en el Evangelio y en la Sagrada Escri-
24 t u r a . La teología reformada se caracteriza p o r contraponer la Escritura
a la Iglesia; o, más exactamente, por un lado, el Evangelio, del q u e la
Escritura da testimonio y, por o t r o , la doctrina y el credo de la Iglesia.
El credo de la Iglesia no crea ningún nuevo artículo de fe, sólo cree en
el Evangelio testimoniado p o r la Escritura (Lulero WA 30/2,420) n .

La concepción reformada sobre la doctrina eclesial no es, pues, la


propia de u n a pura teoría del consenso. Sin embargo, la tesis de la con-
traposición de Evangelio e Iglesia presupone, en primer lugar, que es
posible distinguir el Evangelio del testimonio de la Iglesia primitiva en
los escritos neotestamentarios como algo previo a estos escritos y, en
segundo lugar, q u e el Evangelio se presenta como una magnitud unita-
ria, a diferencia de la diversidad de perspectivas teológicas propias de
los autores neotestamentarios, y q u e se le puede reconocer como tal
unidad a partir de los escritos del Nuevo Testamento. Ambos supuestos
están estrechamente unidos y a m b o s han sido rechazados por la crítica
católica. Hoy la Iglesia católica se fija sobre todo en el supuesto de la
«unidad teológica de la Escritura», objetando q u e no es sin más tan
deducible de los escritos bíblicos como parece h a b e r supuesto la Refor-
ma* Por el contrario, la unidad de la Escritura sólo se podría, en último
término, «realizar en la comprensión y en el espíritu del intérprete» 2 1 .

» Cf. E. SoiLi\Kf Theotogie der tutherischen Bckenntnisschriften, \9AS (i.* edt),


43-47 y 280s.
H Véanse los comentarios al respecto de E. SCHLINK, 1X„ 23-35* Cf. también del
Autor, ¿Qué es una afirmación dogmática?, en Cuestiones fundamentales de teología
sistemática. Salamanca 1976, 27-52, csp. 27ss [I, 1967, 159-180, csp. 159ss].
o Así, IC RAUNE* y K. LBOÍANN, Mysteruim Salutis, 1, Madrid 1969, 753ss [I, 1965,
66Sss]. La última cita» en la p. 757 (672). Esta crítica puede apoyarse también en
algunas opiniones de la exégesis evangélica, como las que formula enfáticamente

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2. La verdad del dogma 15

Si se acepta que esto es así. se plantea en seguida la cuestión de si en


dicha interpretación podrá ser decisivo el juicio particular de cada
teólogo o si habrá de serlo más bien el del Magisterio que representa
a la Iglesia en su totalidad* Y así vuelve a entrar en juego el punto de
vista del consenso (eclesial) como algo decisivo.
Habrá que conceder a esta argumentación que la unidad del conteni-
do central de la Escritura 23 sólo puede ser buscada y hallada en el me-
dio de su interpretación- £1 «objeto» de la Escritura no nos es accesible
sin el trabajo de interpretación y sin la relatividad de las perspectivas
hermenéuticas que le es propia* Sin embargo, habrá que mantener el
principio hermenéutico general de que toda interpretación presupone
el objeto del texto que se ha de interpretar como algo previo a los tra-
bajos del intérprete. Lo cual no obsta para que la peculiaridad propia
de dicho objeto no vaya apareciendo más que con el trabajo mismo de
la interpretación. Sin esa presuposición no se podría distinguir ya la
constricción que un texto impone a su intérprete de la libertad propia
de una composición poética. El canon de la interpretación ha de ser
siempre el objeto del texto tal y como aparece en sus palabras preten-
dido por el a u t o r
Lo dicho no obsta para que la tarea exegética en sentido estricto, es
decir, la investigación del objeto pretendido por el autor, no sea nunca
totalmente separable de la comprensión concreta que el intérprete tiene
de dicho objeto* Si es verdad que no se deben identificar ambas cosas,
también lo es que la diferencia histórica que hay entre lo que un texto
dice sobre un objeto determinado y la comprensión que de éste tiene el
intérprete sólo es articulable a partir de esta comprensión* No hay com-
prensión posible sin que, por grande que sea la diferencia entre texto
e intérprete, no se pueda presuponer que el texto trata de algo recono*
cible para el intérprete, de algo que puede ponerse en relación con su
visión del mundo* También en este sentido es, pues, cierto que la uni-
dad del objeto, en lo que se refiere a su realidad para el intérprete, sólo
se puede realizar en el espíritu de éste, Pero tampoco aquí deja de ser
verdad que eso no significa que el objeto quede al arbitrio del intérpre-
te, tanto si se trata del juicio privado de un individuo como del Magis-
terio que representa a la comunidad eclesial. Por el contrario, a toda
interpretación, tanto a la privada como a la magisterial, se la medirá de
acuerdo con la verdad del objeto- Ningún intérprete puede determinar

E. KASEUANK, Begründet der ncutcstamentUche Kanon die Einheit der Kirche?: Evan-
geii&chc
23
Thcologic 11 (1951/52) 15*21.
Cf. al respecto del Autor. ¿Qué es una afirmación dogmática?, en Cuestiones
fundamentales de teología sistemática. Salamanca 1976. 27-52. csp. 33ss y 35ss [I,
1967, 159-180, csp. 164$* v I66s$l. A la luz de los resultados de la investigación his*
tÓrico-crítica sólo se puede hablar de unidad de la Escritura respecto de ese su
contenido central, no en el sentido de que entre todas y cada una de sus afirma-
ciones no haya contradicción ninguna.

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ló /, La verdad como tema de la teología sistemática

por sí mismo cuál sea esa verdad objetiva, sino que la decisión aconte-
cerá en el proceso de la discusión sobre ella.
Pero ¿qué es la verdad del objeto y cómo se hace valer? El objeto
de la Escritura, es decir, el tema común al conjunto de los escritos del
Nuevo Testamento, más allá de todas las diferencias que se dan entre
ellos, puede describirse provisionalmente diciendo que todos los auto-
res neotestamentarios, cada uno a su manera, dan testimonio de la ac-
ción de Dios en Jesús de Nazaret. Se da testimonio de ella como objeto
de la fe de la Iglesia y de cada cristiano y, de acuerdo con ello, la fe
cristiana se ha vinculado desde un principio a Jesús de Nazaret y a la
acción de Dios en él. Este es el contenido de los credos y de los dogmas
del cristianismo. Y en este sentido los dogmas son, efectivamente, resú-
menes del contenido central de la Escritura. Pero ninguno de esos re-
súmenes expresa exhaustivamente el objeto de la Escritura creído por
la fe cristiana. Cada una de las proposiciones que lo resumen no hacen
más que referirlo de modo provisional. Mientras permanezca abierto el
proceso de la interpretación de la Escritura, los perfiles de su objeto no
estarán nunca definidos del todo. Su conocimiento sigue aún en moví*
miento. Y esto vale tanto de la definición « a c i a del objeto de la Escri-
26 tura y de la fe cristiana como de la cuestión —conexa con ella— de la
verdad de la acción saMfica de Dios en Jesús de Nazaret. Como ha di-
cho Karl Barth, el dogma es un «concepto escatológico»34 tanto respecto
de su contenido como respecto de su verdad. Sólo la revelación definí'
tiva de Dios al final de la historia traerá consigo el conocimiento defi-
nitivo del objeto y de la verdad de su acción en Jesús de Nazaret. A na*
die más que a Dios mismo le compete decirnos la palabra definitiva
acerca de su acción en la historia. Lo cual no quiere decir que no sea
ya también ahora posible un conocimiento de ella bajo una condición
de la que tendremos que hablar todavía, es decir, bajo la condición de
que Dios se quiere dar a conocer a través de su actuación en la historia.
Pero este conocimiento será siempre provisional mientras el tiempo y
la historia sigan adelante y, con ellos, también el proceso de interpre-
tación de los testimonios escriturísticos sobre la acción histórica de
Dios en Jesucristo.

El contenido y la verdad del dogma no se basan, pues, en el con-


senso de la Iglesia. Por el contrario, es el conocimiento del objeto de la
Escritura el que produce el consenso sobre él. Aunque es verdad que la
comunión en el conocimiento cerciora sobre la identidad intersubjetiva
del objeto- Pero el consenso ha de ser renovado continuamente, pues la
interpretación de la Escritura respecto de la cualidad y de la verdad
de su objeto sigue adelante. Las descripciones provisionales de dicho

* K. BARTH, Kirchliche Dogmatik, I/l, 1932, 2W. Cl., al respecto del Autor, Cues-
tiones fundamentales de teología sistemática. Salamanca 1976, Sis [I, 1967, 180].

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J. La dogmática como teóloga sistemática 17

objeto en las fórmulas dogmáticas de los credos de la Iglesia y en las


formulaciones de la teología, son sometidas también a un continuo exa-
men que afecta a la definición de la identidad y a la verdad del objeto
al que se refieren las afirmaciones 2 5 del credo y del dogma de la Iglesia.
Dicho examen es, al mismo tiempo, interpretación del dogma, pues lo
toma en serio en lo que el dogma mismo pretende: s e r expresión resu-
m i d a del contenido central de la Escritura como verdad divina. La in-
terpretación y el examen del dogma, asf entendidos, constituyen la tarea
de la dogmática. Esta se pregunta p o r la verdad del dogma, es decir, se
pregunta si los dogmas de la Iglesia expresan la revelación de Dios —si
son dogmas de Dios mismo— y lo hace interpretando el dogma.

3. LA DOGMÁTICA COMO TEOLOGÍA SISTEMÁTICA

La reflexión sobre el origen del n o m b r e de «dogmática» resulta apro-


piada para mostrar que su tarca no ha de ser simplemente desarrollar
el contenido de la doctrina eclesial, sino también perseguir la cuestión
de si esa doctrina es o no verdadera- Y. ai mismo tiempo, se verá cómo
se lleva a cabo dicha tarea.
El n o m b r e de «dogmática» aplicado a una disciplina teológica par-
ticular data tan sólo del siglo xvn * Pero ya en 1550 había llamado
Mclanchton (CR 14, 147s) «dogmático» al contenido doctrinal de los
testimonios bíblicos para diferenciarlo de sus materiales históricos.
Johann Gerhard le sigue en 1610 c u a n d o divide el contenido de la Es*
critura en dogmática e histórica en el primer volumen de sus Loci theolo*
gici (I. n.° 52). En 1635 J o h a n n Alting utiliza el n o m b r e de theologia
dogmática como concepto contrapuesto al de teología histórica, como
ya un año antes lo habta hecho Georg Calixt en contraposición a la etica.
Y, asf, los libros que aparecen desde mediados del siglo bajo el título
de theologia dogmática tratan del contenido doctrinal de la teología cris-
tiana.
Con esa misma finalidad se venía empleando desde hacía tiempo el
concepto de doctrina, Tomás de Aquino y Melanchton hablan preferido
incluso al de teología el concepto de sacra doctrina o el de doctrina
evangelii, respectivamente. También Agustín lo había empleado ya como
título de un compendio de la fe cristiana. Su origen se remonta en el
pensamiento cristiano al mismo Nuevo Testamento, donde la didaskatia

25
Suponemos aquí provisionalmente Que las proposiciones contenidas en los tex-
tos dogmáticos han de ser tomadas en serio como proposiciones de carácter cog-
nitivo, y ello sin perjuicio de las expresiones perfomativas de compromiso (de
confesión de fe) que conllevan.
» Véase, al respecto del Autor, Teoría de ta ciencia y teología, Madrid 1981, 412s
(1973, 407s].

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18 /. La verdad como tema de la teología sistemática

aparece como el núcleo de la enseñanza apostólica, sobre t o d o en las


cartas pastorales (Tit 1,9 y 2,1; cf, 1 Tim 1,10; 2 Tim 4,3), m i e n t r a s q u e
en otros lugares predomina la expresión didache (por ejemplo, en Jn 7,16
referida a la «doctrina» de Jesús). En la didache, de un modo especial,
el aspecto subjetivo del enseñar y el contenido de la enseñanza son inse-
parables (cf. Me 1,27; Mt 7,28s), pero también es perfectamente posible
una acentuación del contenido doctrinal (Roni 6,17: Cristo como conte-
nido prototfpico —Typos— de la tradición apostólica) 27 *
La concepción de la doctrina como enseñanza autorizada por Dios
está m u y cercana a lo q u e habíamos visto que era el sentido originario
del concepto de teología. Esta no sustituye a la doctrina, sino q u e aclara
su contenido, o mejor, según su concepción más primitiva, la parte de
su contenido que trata acerca de Dios (Atenágoras, leg. 10,4$). El con-
cepto de dogmática se refiere, en cambio, desde un principio a toda
la doctrina cristiana, p e r o de tal modo que la doctrina es, en cuanto
dogma, el objeto de la tarea de la dogmática» Cuando se introduce la
distinción e n t r e dogma, proclamación de la doctrina y dogmática, los
momentos subjetivo y objetivo de la doctrina se separan. La dogmática
se diferencia entonces de la proclamación de la doctrina hecha por la
28 Iglesia por aparecer como una disciplina científica, en el marco de la
teología académica, la theologia dogmática, cuyo objeto es el dogma (en
c u a n t o contenido de la doctrina). En cuanto tal su tarea es exponer
compendiada y coherentemente el contenido doctrinal de la Escritura
o de los artículos de la fe (articuli fidei)*, tanto en el sentido de refe-
rirlo «positivamente» como de argumentarlo « e r u d i t a m e n t e » »

& Sobre la exégesis de este pasaje, cí. U. WILCKENS, Der Brief on die RÓmer, II,
19S0, 35-37.
* Sobre lo que la teología del siglo xin decía acerca de la relación entre las
sentencias de los Padres y de la Escritura como objeto de la *theologia*t cf. U. KOPF,
].c.t M3ss. Tomás de Aquino. por ejemplo, subraya el significado de la Escritura
frente a la autoridad de los Padres como la auténtica base autoritativa de la doc-
trina cristiana {STh I, q I a 8 ad 2). Sobre el concepto de los artículos de la fe.
que han de ser tomados de la Escritura, cf. STh U/2 q 1 a 7 y a 9 ad I. La pri-
mitiva doctrina protestante sobre los artículos de la K\ como la expone, por ejem-
plo. J. A, Qvusstm en su Theotogia didactico-polemica sive systema theolozicum
pers /, cap. 5 (Leipzig 1715, 348s&), coincide también con lo que acabamos de decir,
Pero afirma que la promulgación de dichos artículos acontece ya en la Escritura
misma, niega que estén exhaustivamente compendiados en los símbolos de la Iglesia
primitiva y, sobre todo, se opone a la idea defendida por los escolásticos, como
Tomás de Aquino (STh U/2 q 1 a 10), de que al Sutnmus Pontifcx le competa de-
terminar una nueva formulación del credo («nova edltfo symboli»): cf. QUENSTEDT,
IX,, 356s, En cuanto a la distinción introducida por Wic. Hunníus (Epitome Creden*
dorum, 1625) entre artículos de fe fundamentales y no fundamentales, véase
R. D. Puras, lx. (en la nota 2), 143*154.
** Sobre la distinción entre teología «positiva* y *cnxdíta», cf. del Autor Teoría
de la ciencia y teología, 1981. 249ss 11973, 24Iss]. En cambio, J. A. OUFNSTTOT, Theo-
logia didactico-pottmica* Leipzig 1715, 13, Tesis 21, identifica teología positiva y teo-
logía erudita («didáctica») diferenciándolas de la teología -catcquéiica» (p. 12, Te-

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3. La dogmática como teología sistemática 19

Desde principios del siglo x v m ha tomado carta de ciudadanía el


concepto de «teología sistemática» para la tarea de exponer compen-
diada y coherentemente la doctrina cristiana. Joh. Franz Buddeus lo
explicaba en 1727 diciendo q u e una exposición teológica merece el nom-
bre de «sistemática» cuando responde a dos exigencias:

al trata toda la materia teológica; lo cual significa para Buddeus


q u e tiene en cuenta todo lo necesario p a r a la salvación,
bi y al mismo tiempo desarrolla, p r u e b a y confirma detalladamen-
te t o d o su contenido («explicet, probet, atque confirme!*) x .

La «prueba» y la «confirmación» se hacen ante todo por medio de la


exposición sistemática misma, es decir, m o s t r a n d o la coherencia de las
distintas proposiciones doctrínales cristianas, p e r o también poniendo de
relieve la conexión e n t r e ellas y todo lo demás que cuenta como «ver*
dadero». Es decir, q u e ya la exposición sistemática del contenido de la
doctrina cristiana está en c u a n t o tal en relación con su pretcnsión de
verdad. Es ella misma una puesta a prueba de la verdad de lo que
expone, d a d o que si la verdad solo puede ser una, la no contradicción
y la compatibilidad de todo lo que ha de ser reconocido como verdadero
es u n a implicación elemental de toda pretensión de verdad. En este
sentido en la exposición sistemática de los artículos de la fe va direc-
tamente implicada su verdad y la certeza q u e de ella podemos adquirir.
No se trata de algo q u e haya que añadir a la forma de la exposición
sistemática, porque la cuestión de la verdad del contenido va unida ya
a esa forma misma- En relación con esto está el servicio que la teología
sistemática le presta así a la predicación del mensaje cristiano, p u e s
ésta ha de proponer su contenido como verdadero. Con todo, la predi-
cación se encuentra en una relación con la verdad de la doctrina cris-
tiana que es distinta de la propia de la teología sistemática. Cuando la
predicación propone los contenidos de la doctrina cristiana afirmando
su verdad da por supuesta su coherencia interna y externa con todo lo
verdadero- En cambio, para la teología sistemática es j u s t a m e n t e esa
coherencia la que constituye el objeto de su investigación y de su expo-
sición de los contenidos doctrinales-

Naturalmente que teología sistemática, en el sentido propuesto, no


la ha habido sólo desde la aparición de su n o m b r e . La exposición siste-
mática de la doctrina cristiana es en sí misma mucho más antigua. Ya

sis 17). Sobre la Dogmática como tratamiento y exposición compendiada del conte-
nido de la Escritura, véase del Autor, Teoría de Xa ciencia y teología, 412s [407$].
* J. F. BuDDEl'S, Isagoge historico-theotagica ad theologiam universam sigutasque
etus partes, Leipzig 1727, 30i. El concepto de teología sistemática está documentado
ya antes, por ejemplo, en J. A. QUEKSTTIOT, que lo usa como concepto alternativo
al de theologia didáctica, preferido por ¿1.

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20 f- La verdad contó tema de la teología sistemática

habla sido el objeto de los sistemas gnósticos del siglo n; los escritos
de los apologetas cristianos de aquella época y de los padres antignós-
ticos, como Ireneo de Lyon, muestran también u n a sistematización m á s
bien implícita; y Orígenes presenta ya en su obra «sobre los comienzos»
(rapl ápxtov) una exposición formalmente sistemática de la doctrina cris-
tiana sobre Dios. Luego, en la escolástica latina de la Edad Media, el
auténtico objeto de la discusión sobre la cientificidad de la teología fue
la forma de su exposición sistemática. Por un lado, en las Sumas se
encontró el modo más adecuado de una exposición complexiva autónoma
de la doctrina cristiana y, por otro, los Comentarios de las Sentencias
prestaron el servicio de m o s t r a r la coherencia de sus proposiciones
entre si y con los principios generales del conocimiento racional- En la
discusión de la fundamentación de la cientificidad de la teología, más
que los argumentos específicos sobre el tema —que en el siglo xm se
basaban en el concepto aristotélico de ciencia— 3 1 , lo q u e en realidad
e s t a b a en juego e r a la u n i d a d sistemática de la d o c t r i n a cristiana y. al
mismo tiempo, su relación con los principios generales del saber racio-
nal. Este modo de plantear la cuestión venía dado p o r el reto lanza-
30 do p o r Abelardo en su famoso escrito Sic et Non en el que formulaba
la necesidad de lograr una mediación dialéctica entre diversas senten-
cias de los Padres q u e parecían contradecirse. La colección de Senten-
cias de Pedro Lombardo, inspirada en Abelardo, marcaba también el
mismo camino. La «disciplina» intelectual exigida p o r esa labor se ex-
presaba en concreto en u n a pretensión de cientificidad de la teología.
Las diversas formas en las q u e dicha pretensión se plasmaba están hoy
superadas, pues se muestran muy a t a d a s & su época a causa de su de-
pendencia del concepto aristotélico de ciencia. Pero sí q u e mantiene su
vigencia el interés subyacente por la unidad sistemática de la doctrina
cristiana y p o r el consiguiente acuerdo de la misma con los principios
de la razón.

Por todo lo dicho, las explicaciones de la teología escolástica sobre


el u s o de la razón en la teología 3 2 tienen un significado especial para la
cuestión más particular de la cientificidad de ésta. Uno de los motivos
p o r los que la teología escolástica y luego la teología protestante an-
tigua tendieron a introducir ciertas restricciones a la validez de los
principios de razón para la teología y p o r los q u e dicha teología protcs-

31
Esto vale de la descripción que Tomás de Aquíno hace de la teología como
una ciencia deductiva a partir de unos principios, en el sentido aristotélico, aunque
poniendo en el lugar óc tos principios evidente* de razón los artículos de la fe
fSTh I. q I a 2). Pero vale igualmente de la caracterización de la teología como
ciencia práctica, orientada por conceptos de finalidad. Cf. del Autor, Teoría de la
ciencia y teología. 235-249 {226-2401.
» Sobre el tratamiento de esta cuestión en el siglo xm, cf. U. KJJPF, U„ I74SS,
I78ss.

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3. La dogmática como teología sistemática 21

lante se m o s t r ó partidaria ** de un uso sólo instrumental, no normativo,


de la razón, está en la peculiar comprensión aristotélica de la razón y
del conocimiento racional. Porque si conocer con rigor racional con-
siste en deducir a partir de principios generales, se impone decir que,
dado su origen histórico, las afirmaciones de la doctrina cristiana no
son susceptibles de una tal deducción (cí. STh I, q 32 a I ad 2). Parece
q u e ha sido también su oposición a la concepción aristotélica de la
razón y del conocimiento racional lo que subyace a muchos de los juicios
críticos que hace Lulero contra el predominio equivocado de la razón
del h o m b r e natural en la teología. Por o t r o lado, el mismo Lulero no
sólo enseñaba que la fe renueva a la razón, sino también q u e ésta le
resulta imprescindible a la teología •**. Y. en concreto, a pesar de algunas
formulaciones mordaces, al fin y al cabo mantenía la unicidad de la
verdad y la validez de la deducción lógica, aunque subrayando que la
utilización de esta última ha de respetar la peculiaridad de la temática
teológica para evitar hacer deducciones y formular juicios errados 5 3 . Lu- 31
tero ha subrayado más q u e la teología medieval el concreto enraiza-
miento del u s o fáctico de la razón en la respectiva orientación funda*
mental del h o m b r e como pecador o como creyente. Para hacerse un
juicio sobre la función de la razón en la teología no se puede ciertamen-
te ignorar cómo se encuentra concretamente situada y definida. Pero si
no se reconocen los principios fundamentales de identidad y de no con-
tradicción tampoco es posible argumentación teológica ninguna. Son
principios q u e se presuponen siempre, y de modo especial en el trabajo
de exposición de la unidad sistemática de la doctrina cristiana. El carác-
t e r científico de la labor teológica descansa sobre su aplicación perma-
nente, aunque la forma que esta aplicación adopte sea más la de u n a
argumentación de congruencia q u e la de una deducción racional 3 6 . Un

& Véase, por ejemplo, J. GERRUU>, Loci theologici, L 476 <Ed, por F. FRAKK, Leipzig
1335, 212). Sobre lo que dice J. A. Quenstcdl, cf. J. BAUR, Die Vernunft zwischen
Ontologie und Evangclium. Eine Untersuchung zur Theologie Johann Andreas Quen-
stcdts, Gütersloh 1962, 111-119.
** B, LOHSE, Ratio et Fides: eine Untersuchung über die Ratio in der Theologie
Luthers, 1958, 104ss. B. HXGGLUKD, Thcotogie und Philosophte bei Luthcr und in der
occamistischen Tradition. Luthers Steilung zur Theorie van der doppelten Wahrheit,
Lund 1955. 90ss, 9íss.
E B. LOHST, lx., 116 encuentra la Idea de la unicidad de la ventad en Lulero en
WA 26. 286, S2s; «Lo que no va contra la Escritura y contra la fe, tampoco va
contra ninguna deducción.» Con todo, las duras formulaciones de la Disputatio contra
scholastlcam theoíogiam de 1571 contra la deducción silogística {WA 1, 220,21*3),
aunque él mismo muestra cómo también Lutero argumenta silogísticamente en
otros contextos, le llevan a Lohse a hablar de la suspensión de las reglas de la
lógica »en determinados casos», concretamente en el caso de los artículos de la
fe (117). Naturalmente, esto supondría la presencia de una doble verdad incluso
en la misma argumentación teológica de Lutero. Pero esta impresión tal vez pu-
diera desaparecer si se prestara más atención al perfil histórico del uso de la
razón que Lutero rechaza*
* «Ratio ... quae radie! iam positae ostendat congrucre consecuentes cffectus»

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22 /. La verdad como tema de la teología sistemática

m o d o de a r g u m e n t a r que, p o r cierto, m á s q u e al concepto aristotélico


de ciencia, se acerca a la concepción actual de la argumentación cien-
tífica como exposición de la capacidad explicativa que tienen determi-
nadas hipótesis y modelos teóricos para describir unos fenómenos da-
dos. De modo q u e podríamos decir q u e las reservas de la teología frente
a la aplicación de las argumeniaciones científicas —aristotélicamente
entendidas— a las doctrinas de la fe, en cierta m a n e r a se han adelan-
tado al modo de entender la argumentación científica que iba a conse-
guir el reconocimiento general en la época moderna.
La cientificidad específica q u e se reclamaba desde la escolástica la-
tina para la Dogmática o, como entonces se decía todavía, para la *theo-
iogia* p o r antonomasia, esta, pues, en estrecha relación con la inves-
tigación y la exposición sistemática de la doctrina cristiana. Conexa con
ella se encuentra, al m i s m o tiempo, la cuestión de la verdad del conte-
nido de lo que se expone. Y a d e m á s en la investigación y exposición
sistemática va implicada una determinada concepción de la verdad, es
decir, la de la verdad como coherencia, como armonía de todo lo ver-
dadero. La teología sistemática se cerciora de la verdad de la doctrina
cristiana p o r medio de la investigación y de la exposición de su cohe-
rencia, t a n t o por lo que respecta a la relación de sus diversas partes
e n t r e sí como a su relación con o t r o tipo de s a b e r " .
32 Ahora bien, de este modo la teología sistemática se pone inevitable-
mente en tensión con aquellas concepciones que, con anterioridad a
cualquier tipo de cercioramiento sistemático, dan ya de a n t e m a n o por
sentada la verdad de la doctrina cristiana ya sea recurriendo a la auto-
ridad de la revelación divina o al consenso eclesial sobre el contenido
del dogma. Por lo general, la misma Dogmática tradicional ha compar-
tido esta manera de ver las cosas. De modo que la mencionada tensión
tiene lugar en el seno de la Dogmática misma. Así, para la Dogmática
luterana primitiva, el fundamento suficiente p o r sí solo de la verdad
de una proposición de fe está en q u e proceda de la Escritura. A la razón
sólo le toca la tarea de explicar y exponer esa verdad que se da p o r
supuesta *. Claro que, de todos modos, dicha verdad se m u e s t r a en la
interconexión sistemática de la doctrina cristiana. La coherencia interna
que se pone así de manifiesto no puede ser algo ajeno a la doctrina
misma. Y no cabe duda de que dicha coherencia es anterior a su demos-

(STh 1 q y a 1 ad 2). Es interesante que, como ejemplo de ello, Tomás aduce el


caso de los epiciclos y de las formas orbitales excéntricas que la astronomía pío-
lomcíca suponía para «salvar tos fenómenos*: una forma de descripción que forma
parte
71
de la prehistoria del moderno concepto de hipótesis.
Sobre la teoría de la coherencia acerca de la verdad y sobre la relación de la
coherencia en cuanto criterio de verdad con el concepto de verdad y con los mo-
mentos de la correspondencia y del consenso, propios también de dicho concepto.
cf., más abajo, las páginas 53s, asi como ya 24s.
* J. Buw, lr, ( 113: sobre J. A. Oucnstcdt.

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3. La dogmática como teolo$ta sistemática 2^

tración en la exposición sistemática, pero que eso sea así nu puede ser
sabido más q u e por medio de tal exposición.
También para Tomás de Aquino era la verdad de los artículos de fe
un presupuesto y no un resultado de la exposición teológica. Es la re-
velación la que los comunica como principios de la teología (STh I,
q 1 a 2). De ahí que fuera de esperar q u e la argumentación teológica se
desarrollara en la forma de conclusiones procedentes de las verdades
reveladas. Y, en efecto, bastantes exposiciones dogmáticas posteriores
siguieron ese procedimiento. Pero es notable q u e no sea ése el caso de
Tomás de Aquino. El ducto argumentativo de su Suma Teológica es
u n a reconstrucción sistemática de las proposiciones doctrinales cristia-
nas que parte de la idea de Dios como causa primera del mundo creado
y del h o m b r e * . Tomás se encuentra así m á s cerca del método teológico
de un Anselmo de Canterbury —con su programa de reconstrucción ra-
cional de la verdad de la fe— de lo que podrían dar a entender sus 33
declaraciones sobre el concepto de teología. La Suma Teológica es por
eso un elocuente ejemplo de cómo la exposición sistemática de la doc-
trina cristiana se encuentra en tensión con la aceptación de su verdad
como si se tratara de un presupuesto sentado ya con independencia del
avance de la exposición.
En la reconstrucción sistemática de la doctrina cristiana de lo que,
en efecto, se trata es de mostrar y de acreditar su verdad, aunque para
su «verificación» teórica sea además necesaria una acreditación afectiva
y p r á c t i c a * Por causas que h a b r e m o s de t r a t a r todavía, la reconstruc-
ción sistemática («especulativa») de la doctrina cristiana no puede decir

& Es verdad que Tomás justifica este procedimiento a postertori diciendo que
los artículos de la fe (análogamente a ios principios de la razón) están entre si en
un orden sistemático tal que en el ser de Dios se encuentran incluidos todos los
demás artículos (STh II/2 q I a 7). Pero así no se elimina la tensión implícita en
que, por un lado, su reconstrucción de la mencionada conexión sistemática parte
del ser de Dios, al que se llega a travos de la demostración racional de su existen-
cia, mientras que, por otro lado, si seguimos su concepto de teología, ésta descan-
sa, en cuanto ciencia, sobre principios revelados. Cf. también las explicaciones me-
todológicas de) Aquinate en la Summa contra gentiles. I, 9. en la que la situación
es diferente en cuanto la finalidad de la argumentación es en este caso expresa-
mente apologética. Duns Escoto percibía con agudeza la tensión presente aquí en
el concepto de teología de Tomás de Aquino. Y argüía frente a la tesis de que
todas las verdades teológicas se encuentran contenidas en el ser de Dios que en-
tonces podríamos conocer por razón natural todas tas proposiciones de fe *et ita
totam theologiam naturalíter acquírere» (Ord. prul.t p( Jq 1-3, Ed. Vat„ It 1950,
107. nüm. 159), El sostenía, por el contrario, la opinión de que el conocimiento teo-
lógico del hombre caído no tiene por objeto a Dios en si mismo, sino sólo sobre
la base del concepto general de ser. en cuanto en este se supera la fundamental
diferencia entre ser finito c infinito llbd,, núm. 168» p. 110$)*
40
U. KflpF, l.c, 194-198 (Sobre el problema de la verificación), cf. también 2rt7s,
209$. Recuérdese, asimismo, lo que J. F. Buddcus manifiesta en c] pasaje que he-
mos citado más arriba en la nota 30, atribuyéndole a la teología sistemática la
función de probar teóricamente (probare) y de confirmar argumentativamente (con*
firmare) la verdad de la doctrina cristiana.

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2* ¡, La verdad como tema de la teoiogla sistemática

la última palabra sobre la cuestión de su verdad. Pero esto no quiere


decir que no aporte nada en absoluto a su resolución porque la verdad
de la doctrina estuviera ya asegurada de antemano. Al contrarío, el con-
tenido de verdad de la tradición está de hecho en juego en el proceso
de reflexión y de reconstrucción teológica- Este aspecto de la toma de
conciencia teológica se destaca con claridad cuando la teología —como
ha resultado característico para ella desde el siglo XVITI— toma una
postura expresamente crítica frente a la doctrina tradicional. Pero tam-
bién en la reconstrucción positiva de la doctrina tradicional hay siem-
pre un elemento crítico. La investigación de la historia de los dogmas
y de la teología ha mostrado que en todas las fases del desarrollo del
pensamiento cristiano, comenzando ya por el cristianismo primitivo, la
toma de conciencia teológica no ha dejado simplemente intocado el
contenido de la tradición, sino que lo ha transformado, aun cuando los
teólogos no hubieran pretendido más que decir lo mismo que la tradi-
ción. Precisamente por eso surgió una y otra vez la disputa sobre si las
nuevas formas de enseñar la verdad antigua (Martin Kahler) decían de
hecho objetivamente «lo mismo» que las fórmulas de la tradición.

No se deberla pensar que ambas formas de cercioramicnto acerca de


la verdad de la tradición son alternativas: por un lado, la mera apro-
piación y explicación de una verdad ya presupuesta y, por otro lado, el
juicio decisorio sobre la pretensión de verdad de la tradición. En reali-
dad se trata de dos aspectos que no son totalmente separables al hacer
propia la tradición- Quien se cerciora subjetivamente de la verdad pre-
supuesta de una doctrina recibida sólo la puede percibir y sostener
como verdad en tanto en cuanto dé de sí su conocimiento de ella. Y al
revés» quien se enfrenta a la tradición de un modo conscientemente crí*
34 tico no puede tomar su sentido y su contenido por un producto a dis-
creción de la construcción crítica, sino que habrá de comprender que
el objeto verdadero le es dado previamente a la crítica que lo descubre
como tal. Por su propia naturaleza la verdad es algo previo, dado a su
intelección subjetiva, ya que quien intenta conocer puede tanto dar con
el objeto verdadero como no acertar con él. Y esto vale no sólo en el
caso de la verdad que la tradición reclama para sí. sino también cuando
se trata de conocer las leyes de la naturaleza. Si el objeto no fuera pre-
vio o dado, nunca se podría no acertar con él. He aquí el momento de
la «correspondencia* con el objeto, que es el tema que el acercamiento
de la teoría del conocimiento al concepto de verdad considera funda-
mental. Algo con lo que nos encontramos ya cuando nos planteamos la
cuestión de si alguien «dice la verdad* o si no la dice- Y lo mismo su-
cede también cuando nos preguntamos por la verdad de unos determi-
nados juicios y afirmaciones. Pero, por otro lado, es el acontecer mismo
del conocimiento de la verdad el que ha de mostrar lo que le es dado
previamente como verdadero. Y aqui es donde se plantea la cuestión de

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$. La dogmática como teología sistemática 25

los criterios de verdad que permitan reconocer cuál de las opiniones en


liza corresponde al objeto o al tema de que se trate y cuál no 4 1 . Se ha
mantenido que tales criterios serían el consenso en la formación del
juicio y la coherencia de la interpretación **. En cualquier caso, de lo q u e
se trata en el proceso de la formación del juicio es de examinar deter-
minadas pretensiones de verdad y, en este sentido, la verdad del objeto
se encuentra en juego en él. En principio s u s resultados son siempre
corregibles e incluso deberían permanecer abiertos de hecho a u n a fu-
tura comprensión m á s perfecta, Pero e s t o no obsta en absoluto p a r a
que la verdad que se presupone no pueda ser conocida corno verdad
más q u e en el medio de su conocimiento.
La conciencia de que las cosas son asi se ha ido imponiendo con
mucha dificultad en la historia de la teología y todavía hoy no hay cía*
ridad suficiente al respecto. Es posible q u e esto tenga q u e ver con que
la precedencia de la verdad, a la q u e se encuentra remitido todo cercio-
ramiento subjetivo sobre la verdad, adquiere un peso especial en el caso
de la teología y de la idea q u e ella tiene de sf misma. Pues no en vano
se pone en ella en juego la precedencia de Dios y de su revelación res*
pecto de cualquier opinión y de cualquier juicio h u m a n o . Aquí está el
núcleo de verdad de las concepciones medieval y protestante antigua
de la teología que veían en ella u n a disciplina ligada a u n a autoridad.
Pero no se puede identificar sin más la precedencia de la verdad divina
respecto de toda opinión y juicio del h o m b r e con las instancias huma-
nas en las q u e encuentra la teología las fuentes de la doctrina cristiana
autorizadas por la verdad de Dios, es decir, la Escritura y la doctrina
de la Iglesia.
Ya la teología de la E d a d Media e r a consciente de la problemática
q u e se encierra aquí. La fe que se prestaba a la autoridad de la Escri-
tura era considerada como una m e r a disposición (dispositio) para el
auténtico acto de fe, el dirigido a Dios mismo; o, al revés, se conside-
raba la relación en la que, por creación, se encuentra el h o m b r e con
Dios como su bien supremo, como el motivo del asentimiento p r e s t a d o
a la autoridad de la Biblia *. Pero ya Duns Escoto rechazaba esta solu*

4i En este sentido, cuando se propone la objetividad (o la adecuación a su ob-


jeto: n.t.) de la teología como signo de su clentíficldad ÍK, BARTH, Ktrchliche Dog-
matik, I/1É 1932, 7>, es verdad que se está planteando una exigencia legítima, pero
lo que no se está haciendo es señalar los criterios que nos indiquen cómo se puede
responder a dicha exigencia.
4* LP B. Pt'KTEL, WührheitstPteorien in áer neueren Phitosophie, Darmstadt 1978*
ofrece una panorámica de las diversas teorías de la verdad. Sobre la teoría del
consenso» defendida hoy, sobre todo, por J. Habermas, cf. 142*164, y sobre la teoría
de la coherencia, cí. 172-201» 211ss. Sobre la teoría de la correspondencia (o ínter
pretación semántica del concepto de la verdad) como punto de referencia de todas
las demás teorías de la verdad, cf. ibkl.. 9. Véanse también las explicaciones que
hacemos más abajo en las pp. 49$$.. csp. 53s>
«* Véanse a este respecto las todavía interesantes explicaciones de K. HEIM, Das

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26 /• La verdad como tema de la teología sistemática

ción —desarrollada por Tomás de Aquino— alegando que el asenlimíen-


lo es cosa de la inteligencia y que ésta ha de ser movida a asentir por
su objeto específico*4- Por eso todo el peso de la argumentación habría
de recaer en los criterios de credibilidad de la autoridad de la Escritura,
Ahora bien, para Escoto, igual que para Agustín (PL 42,176), el motivo
fundamental de dicha credibilidad estaba en la autoridad de la Iglesia,
que testimonia la inspiración divina de la Biblia45. De ahí que para el no
hubiera todavía ningún problema en la relación entre autoridad de la
Escritura y autoridad de la doctrina eclesial, pues es el mismo Espíritu,
a cuya inspiración se deben los escritos bíblicos, el que actúa también
en la Iglesia46. Sólo que la cuestión está en saber si la doctrina de la
Iglesia es siempre expresión fiel de esa acción del Espíritu. A Guillermo
de Ockham y a Marsilio de Padua les pareció ya poco después dudosa
esta armonía 47 y aparecieron los primeros conflictos entre doctrina de
la Iglesia y autoridad de la Escritura. El mismo conflicto que habría de
estallar con toda su virulencia en la época de la Reforma. Con todo, las
dos partes implicadas en él siguieron refiriendo sus doctrinas teológicas
a una instancia de autoridad: para la teología protestante antigua dicha
instancia era la Escritura en cuanto documento de la revelación divina
evidente de por sí; para la parte católico romana, por el contrario, la
Escritura en cuanto necesitada de interpretación por parte de la Iglesia
e interpretada de hecho por la doctrina eclesial. Ambas partes trataron
en los años siguientes de mostrar que la posición contraria era lnsoste-
36 niblc; la teología protestante subrayaba que la doctrina de la Iglesia es
criticable desde la Escritura mostrando sus desviaciones del testimonio
bíblico; la teología católica, por su parte, señalaba que las afirmaciones
de la Escritura son diversas, no reducibles sin más a una unidad doc-
trinal y necesitadas, por tanto, de una instancia autorizada de decisión
y de interpretación.

Más tarde la crítica ilustrada de la tradición reunió los elementos


críticos de las dos posiciones confesionales. Siguió con la crítica protes-
tante de la doctrina eclesiástica extendiéndola también a la doctrina
de las iglesias protestantes, demasiado atada todavía, para ella, por la

GewiQhcitsproblem ÍII der systematischen Theologie bis za Schteiermachert Lcíp*


zig 1911. 19ss y 24ss sobre las diversas soluciones dadas al problema por la antigua
escuela franciscana y por Tomás de Aquino. Es cierto que Hcim no ha tenido
en cuenta que la motivación del asentimiento de la fe estaba en la relación a Dios
en cuanto bien supremo* Véase sobre esto, M. SECKIER. Instinkt und GtaubcnswUle
nach
44
Thomas von Aquin, Maguncia 1961, 98ss, cf. ItWss y ya 95ss.
Documentación en J. FINXENZELLER. Oflenbarung ttnd Theologie nach der Lfhrc
des Johannes Duns Skottts, Münster 1961, 94ss, csp. 99s>
« Ibid.. 51s.
* Ibid.. 53.
** Ibtd., 54ss. Mis detalles en H. SCHUS&LER, Der Primaz der Heiligen Schrift úts
theotoglsches und kanvnisíischcs Problcm im Spatmittelalter, Wicsbadcn 1977. 61-
158, esp. 109ss.

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4. Evolución y problema de los ^Prolegómeno* 21

tradición. Y, al mismo tiempo, acentuó la crítica católica de la tesis


protestante de la uniformidad de la doctrina escriturística mostrando
las múltiples contradicciones y contraposiciones existentes en los escri-
tos bíblicos, revisando las tesis tradicionales sobre su autoría y, por
fin, poniendo de manifiesto cómo muchas concepciones bíblicas son
simplemente hijas de su tiempo. Esta crítica de la Ilustración a la Es-
critura y a la doctrina eclesial ha hecho imposible en los tiempos poste-
riores, hasta hoy, que la exposición de la doctrina cristiana pueda tomar
dichas instancias como garantías de la revelación divina de un modo tan
simple como lo habían hecho —porque su situación histórica se lo per-
mitía todavía— la teología medieval y la teología protestante antigua.
A pesar de todo, tanto la teología neoprotestante como la teología ca-
tólica de la época del antimodernismo siguieron manteniendo la tesis
de que la cuestión de la verdad, por lo que toca a la doctrina cristiana,
viene decidida ya de antemano. Mientras que la parte católica de esa
época centraba totalmente la decisión de dicha cuestión de la verdad
en el Magisterio eclesiástico, la teología neoprotestante la trasladaba al
acto mismo de fe. En el lado protestante el desarrollo histórico de los
llamados «Prolegomena* de la Dogmática refleja con claridad esc pro-
ceso de cambio.

4. LA EVOLUCIÓN Y EL PROBLEMA DE LOS LLAMADOS


«PROLEGOMENA» DE LA DOGMÁTICA

No es nada extraño que cuando se va a exponer un tema en lugar de


entrar inmediatamente en su desarrollo se comience por algunas obser-
vaciones sobre el tema mismo y sobre el procedimiento que se habrá de
seguir en su exposición. También las exposiciones de la doctrina cris-
tiana empiezan con consideraciones introductorias de esc tipo. Ahí están
el Prólogo de Tomás de Aquino a su obra sobre las Sentencias de Pedro
Lombardo, y la Quaestio primera de la Suma Teológica; y también las
introducciones de Melanchton a sus Loci communes de 1521 y a sus
Loci praecipui theotogici de 1559* Ahora bien, desde finales del siglo xvi
nos encontramos en la teología protestante antigua con unos Praecognita
o Prolegomena, es decir, introducciones a la exposición de la doctrina
cristiana propiamente dicha, que se van haciendo cada vez más amplios
y temáticamente más complejos. Mientras que el Melanchton que en 1521
se había reducido a los topoi (loci) de los que depende el conocimiento
de Cristo y de sus beneficios (*e quibus locls solis Christi cognitio pen-
det»: CR 21,85), relegando la doctrina de Dios, volvía en 1532 a colocar
a ésta en su sitio, Jacob Heerbrand comentaba en 1573 su Compendio
teológico con un capítulo sobre la Escritura como principium theologiae.
Pero este tratado sobre la Escritura que Heerbrand y, todavía en 1610,

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28 /, ¿4i verdad como tema de la teología sistemática

Johann Gerhard ponían a la cabeza de sus escritos no tenía a ú n carácter


introductorio. Hay que entenderlo m á s bien como el punto de a r r a n q u e
de aquellas exposiciones complexivas de la doctrina cristiana 4 *, q u e eran
concebidas precisamente como un compendio de la revelación de Dios
en la Sagrada Escritura. Con todo, en 1625 Gerhard les a ñ a d e * a sus
Loci un Proemium con algunas anotaciones acerca del concepto de teo-
logía que preceden al t r a t a d o sobre la Escritura. Y más adelante este
tratado fue incluido en dicha introducción a causa de su significado
constitutivo p a r a el concepto de teología; de m o d o q u e la exposición
de la doctrina cristiana propiamente dicha volvía a comenzar —de acuer-
do con la tradición antigua— con el t r a t a d o de Dios. Se impuso asi
(como habla sucedido ya en las ediciones posteriores de los Loci de
Melanchton) la prioridad del t r a t a d o de Dios —radicada, al parecer, en
la misma temática de la doctrina cristiana— frente a la tendencia lu-
terana de liberar al concepto de teología de presuntas especulaciones
sobre la esencia de Dios y de centrarlo en el hombre en cuanto pecador
que ha de ser salvado *°. Es posible q u e en relación con esta tendencia
se encuentre el hecho de q u e a p a r t i r de 1655, con Abraham Calov, se
trate el concepto de religión como objeto general de la teología antes
de pasar a ocuparse de la Escritura como fuente de la religión verda-
dera 5 1 . De este m o d o llegamos al desarrollo completo del catálogo de
temas de los Prolegomena luteranos antiguos, en el q u e al t r a t a d o sobre
la Escritura seguían todavía o t r o sobre los artículos de la fe, en c u a n t o
compendios del contenido doctrinal de aquélla, y algunas consideracio-
nes sobre el uso de la razón en teología. De m o d o q u e los Prolegomena
de la dogmática protestante antigua incluían en su m o m e n t o de pleno
desarrollo los siguientes temas:

1. El concepto de teología.
38 2. La religión cristiana en c u a n t o objeto general de la teología.
3. La Escritura en c u a n t o principio de la teología.
4. Los artículos de la fe.
5. El u s o de la razón.

Al tratado sobre la Escritura en c u a n t o principio de la teología le


corresponde con mucho, en el m a r c o así definido, el espacio mayor.

* Así lo hace B. HXGGLUND, Die HelHge Schríft und ihre Deutung irt der Theot&
gie Johann Gerhards. Eine Untersuchung Über das alttuiherische Schriftverstdndnij,
Lund 1951, 64ss.
* J. WALLUANN, Der Theologiebegriff bei Johann Gerhard und Georg Calixt. 1961,
5. nota 2-
» Sobre la pugna que se da en Gerhard entre esa tendencia y las implicaciones
del concepto de teología, véase J. WAUAIANN. Le, 47ss.
*i Como ejemplo de este modo de exposición puede verse J. F. KÚKIG, Theologfa
positiva acroamática (1664), De rheologiae praccvgnitíonís, §§ 52 y 57ss.

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4. Evolución y problema de los ^Prolegómeno* 2*

Es el elemento nuclear de los Protegomena de la Dogmática protestante


antigua. Para fundamentar su comprensión propia de la tarea teológica,
sobre todo frente a la teología católica romana, aquella Dogmática tuvo
que exponer con detalle su inteligencia de la autoridad y del significado
fundamental de la Escritura para la teología K .
El trasfondo de la doctrina protestante antigua sobre la Escritura
era el divorcio acontecido en la Edad Media entre la autoridad de la
Biblia y la doctrina de la Iglesia. El origen de dicho acontecimiento ha*
bla estado en la victoria de un tipo de exégesis q u e concedía el primado
a la interpretación históricoliterah La interpretación académica de la
Escritura se convirtió asf en una instancia independiente del uso que
el Magisterio eclesiástico hacía de aquélla. Con ello se tenía ya el punto
de apoyo para la concepción reformada de la Escritura como el único
principio de conocimiento teológico normativo y no sólo como el de
más alto rango, superior a los demás (cf. Lutero WA 18, 653ss).
Pero la crítica católica de esta tesis, en particular la de Roberto Be-
larmino, obligó a la teología protestante a engrosar su tratamiento de
la Escritura, convirtiéndolo en un t r a t a d o sobre las notas (affecliones)
que la definen como Palabra de Dios. De estas n o t a s sólo una, la de la
inspiración en la que se basa la autoridad bíblica, procede ya de la
antigua enseñanza de la Iglesia. Las demás, la suficiencia o la perfec-
ción, la claridad o la perspicuidad de la Escritura, así como su eficacia
para la salvación, son todas nuevas creaciones de la doctrina protes-
tante de aquellos siglos encaminadas a hacer frente a la crítica católica
del principio de Escritura de la Reforma. La doctrina de la suficiencia
o de la perfección de la Biblia p o r lo que respecta a todo lo que hay
que saber para la salvación va contra el principio r o m a n o de la Tradi-
ción, formulado en la c u a r t a sesión del Concilio de T r e n t o en 1546
(DS 1501). Según el Concilio, la «salutaris v e n t a s * se encuentra t a n t o
en los escritos bíblicos como en tradiciones no escritas <*in libris
scriptis et sinc scripto traditionibus»). Esta formulación fue entendida
luego p o r a m b a s partes en el sentido de que la tradición complementa
el contenido de la Escritura y legitima así las definiciones dogmáticas
de la Iglesia que van m á s allá del testimonio bíblico.

Hasta 1957, con Hubert Jedin y, sobre lodo, con Josef Rupert 39
Gcisclmann, no se puso en duda esa interpretación del Concilio de
Trento 51 . Los dos encontraron en las actas del Concilio motivos de
S1
R. D* Pwus, The Theology of PosuReformation Liithcranism. A Stttdy of Theo-
toxica! Protezomena, 1970. 255. Cí. también la obra de H. SCMUSSIXR, que menciona-
mos en la ñola 47, en particular por lo que loca a la prehistoria medieval de la
idea de la suficiencia de la Escritura (7Jss),
« H. JÜDIN, Historia del Concilio de Trcntot II, Pamplona 1972. 65-115 [1957. 42-
82); J- &• GEIÍUJÍANN, Das Konzil von Tricnt ¿iber das Verhaltnis der Hciligen
Schrift und der nichtgcschricbencn Tradition, en M. SCHMAUS (Ed.)t Olí mündlichc
Vberlicfcrung, 1957. 125-206. Una exposición mas amplia y definitiva de la opinión
3

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>Q /. ¡A verdad corno tema dt ¡a teología sistemática

peso para pensar que sus formulaciones por lo menos no excluyen


que sea el mismo contenido el que esté vivo en la Iglesia, tanto bajo
la forma del testimunio cscri turístico como también bajo la forma
de la tradición oral. De modo que, a diferencia de lo que se proponía
con otra formulación que fue rechazada («purtim... parlim»). la su-
ficiencia del contenido de la Escritura respecto de la verdad sal-
vífica no habría sido negada en el texto finalmente aceptado por
Tremo, Luego, el Concilio Vaticano II subrayaría la unidad exis-
tente entre Escritura y Tradición (Dei Verbum 9). c incluso dcíini-
ría la Sagrada Escritura como fuente y norma de la doctrina que
la Iglesia predica y de la espiritualidad cristiana: «omnis ergo prae*
dicatio ecclesiastica sicut ipsa rcligio chrístiana Sacra Scriptura
nutriatur ct regatur oportet» (21) w . Por tanto, la contraposición qur
el protestantismo antiguo veía en este punto ha perdido su viru-
lencia. En cambio, en las cuestiones hermenéuticas que tocan a la in-
terpretación de la Escritura todavía no se ha logrado superar del
todo la diferencia confesional.

La contraposición confesional en la cuestión de la interpretación de


la Escritura está en que mientras p a r a la Reforma el contenido esencial
de la Biblia está claro en ella y, p o r consiguiente, no hay m á s instancia
normativa de su interpretación q u e ella misma, para la concepción ca-
tólica los escritos bíblicos necesitan una instancia autorizada capaz de
determinar cuál sea en ellos la verdad revelada vinculante, ya que en
parte son oscuros y, además, tan variados q u e su testimonio no es siem-
p r e exactamente el mismo. La tesis de que la Escritura es clara en lo
que respecta a su contenido esencial fue defendida ya en 1525 por Lu-
tero frente a E r a s m o de Roterdam (WA 18. 606ss) a . Ante los ataques de
Belarmino y de o t r o s teólogos católicos, la Dogmática luterana de aque-
llos siglos desarrolló más dichas tesis convirtiéndolas en la doctrina
de la perspicuidad de la Escritura. Ahora bien, la claridad de la E s a i
40 tura a la que esta doctrina se refiere afecta sólo a su contenido esen-
cial. es decir, a los dogmas o artículos de fe de la Trinidad, de la En*
carnación y de la obra salvadora de Cristo (así lo dice Lutero en WA 18.

de Geiselmann se encuentra en su libro Die Heiiige Schrift und die Tadition, 1962,
csp. 91ss, 15Sss. Sobre la discusión de esta cuestión en la teología católica, cf. tam-
bién P. Li-MíJOTU), Tradición y Sagrada Escritura: su relación, en Mysterütm So*
lutis,
M
I. Madrid 1969, 522-557. esp. 527ss 11965, 463-496. csp. 468ss].
Véase, al respecto, el comentario de J. RATZINGLR. en Das Zweite Vattkariisches
KonzU, LThK, Apéndice II. Friburgo 1967, 573a.
" Una interpretación exhaustiva de la concepción de Lutero es la que da F. Bci-
SSHR, Clariías scripturae bei Martin Luther, 1966, esp* 75-130* Lo que le interesa
defender a Lutero frente a Erasmo es la «claridad externa- de la Escritura, una
cualidad que afecta a la interpretación de ésta que el Magisterio de la Iglesia está
llamado a hacer y que se diferencia de la «claridad interna», propia de la corteza
personal de fe y basada en aquella otra externa (S8ss. 92), A la claridad externa le
corresponde el «juicio externo» (WA 18, 652s). que hace valer el contenido de la
Escritura con fuerza de convicción universal (communis-, sensus iudlciot WA 18.656.
39s). Cf. también del Autor, Cuestiones fundamentales de teología sistemática, 1976,
259s y 32s [1967, I, Ms y 163$].

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4. Evolución y problema de los *Proiegomena* 31

606, 26-28). Y se trata, como añadían los dogmáticos luteranos de en*


lonces, no de una «evidentia rcrum», sino de una «clarilas verborum» 5 6 ,
De modo que, según la antigua doctrina protestante, si se conocen su*
ficicntementc las reglas de la lógica, de la retórica y las lenguas origina*
les, el contenido de la Escritura se deduce de sus propias afirmaciones
con u n a lectura a t e n t a que tenga en cuenta su finalidad, su contexto y
sus circunstancias, asf como la necesaria comparación de diversos tex*
tos 5 7 . Se pensaba q u e el sentido literal, q u e es sólo u n o para cada pa-
saje de la Escritura, se desprendería de la Escritura misma, no de cual*
quier otra tradición distinta de ella. Habría q u e sacarlo de la «exactissima
verborum et sensuum cohaerentia» M . La combinación de la tesis de la
claridad de la Escritura con la del primado del sentido literal en su
interpretación tuvo como consecuencia que la exégesis académica se
alzara con el papel principal en la determinación del sentido de las afir-
maciones bíblicas. Y aquf radica la cuestión nuclear del disenso confe-
sional, pues, por parte católica, es j u s t o esa función la que se le atribuye
al Magisterio de la Iglesia.

El Concilio de Tronío habla amenazado con la excomunión a


quienes retuercen la Sagrada Escritura, según su propio gusto («sa*
cram Scripturam ad suos sensus contorquens») en contra del sen-
tido definido por la Iglesia tDS 1507). Pero con esta formulación no
se tocaba en realidad la cuestión auténticamente disputada, es de-
cir IB del significado de la exégesis científica, metódicamente fun-
damental, en relación con la interpretación de la Biblia que hace el
Magisterio. Ya lo advertía así Martin Chemnitz cuando echaba de
menos una manifestación del Concilio a este respecto *. Este
hueco ha sido llenado por el Concilio Vaticano II. En comparación
con el Tridentino el Vaticano II, en su Constitución sobre la Re-
velación, la Dci Verbttm, le ha dedicado una atención mucho mayor
a las reglas hermenéuticas y a la contribución de la ciencia teoló*
gica a la exégesis bíblica. Allí, se dice (DV 12) que la interpreta*
ción ha de atenerse al sentido pretendido por los autores bíblicos
y que para ello hay que atender, tanto a los géneros literarios como
a las circunstancias históricas de la época de la obra. Y aunque
para terminar se añade que lodo lo que loca a la interpretación de
la Escritura está, en último término, sometido al juicio de la Igle-
sia, se afirma también poco antes que ese juicio es preparado por
la exégesis científica. Si unimos esta declaración de DV 12 a otras

*17 J. A. Oirasrarr, Le.. 169.


Ibitl.i 200s. En esto, Qucnstcdi está fundamentalmente de acuerdo con los
principios de interpretación del catecismo sociniano de Rakow de 1609. Cf.É al res-
pecto, K, SCHOIMR, Urspriínge utid ProbUme der Bibelkrittk im 17. Jahrhundcrtt
1966, 47s. Las diferencias afectan sólo a la exigencia sociniana de concordancia con
la razón (sana ratiot y al rechazo sociniano de que to deducido de las afirmaciones
de la Escritura pertenezca también a la doctrina revelada. Sobre el significado del
principio de no contradicción para la crítica sociniana de los dogmas, cf. ¡bid.. 50*
» QuuNsrarr, lx., 210, cf. ISóss.
» M. CHEMNITZ, Examen Concita Tridentini (1578), cd. por E. PREUSS, 1861, 67, n. 6.

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12 J. La verdad como tema de la teología sistemática

dos, es decir, a la constatación de que el Magisterio no está por en-


cima de la Palabra de Dios, sino a su servicio (DV 10) y a la afir-
mación de que la norma suprema de la fe de la Iglesia es la Sa-
grada Escritura («suprcmam iídei suae regulam*: DV 21), tendría-
mos que pensar que las expresiones del Concilio implican también
una vinculación de la interpretación magisterial de la Escritura al
sentido que es propio de ella —objeto de la exégesis académica—
y que no necesita serle añadido por ninguna otra instancia. Asi, se
habría dado, sin duda ninguna, un acercamiento a la doctrina refor-
mada de la claridad de la Escritura. En cambio, falta todavía al-
guna declaración sobre la función crítica de la Escritura y de su
interpretación respecto de la Tradición* 0 .

Las dos doctrinas polémicas de la Reforma, la de la suficiencia y la


de la claridad de la Escritura, daban por supuesta su autoridad, basada
en la doctrina de su inspiración divina* AI menos así era como la teolo-
gía protestante antigua entendía dichas doctrinas, a diferencia de quie-
nes ven en los escritos neotestamentarios tan sólo los documentos más
antiguos de la predicación de J e s ú s y de los comienzos del cristianismo.
Si los escritos bíblicos han sido producidos por Dios mismo como do-
cumentos de su revelación, orientada a la salvación del hombre, es lógico
suponer q u e sean suficientes para este fin. Del mencionado presupuesto
se sigue también que el contenido de la Escritura, de acuerdo con la
unidad y con la infalible coincidencia consigo mismo de su a u t o r divino,
sea asimismo uno y que tal unidad y ausencia de contradicción se ponga
de manifiesto en la perfecta armonía de sus palabras. Sin el presupuesto
de la unidad de su contenido, la claridad del sentido de las palabras de
la Escritura no serviría de mucho.

La autoridad de la Sagrada Escritura se basa, para la teología refor-


mada, en q u e no es una palabra de los h o m b r e s , sino la misma Palabra
de Dios. La teología luterana antigua subrayaba q u e la palabra de Dios
del Evangelio es la misma en su forma escrita y en su forma oral 4 1 .
En cambio. Cal vi no distinguía con m á s nitidez e n t r e la doctrina divina
(coelestis doctrina) y su consignación por escrito con la finalidad de ser
conservada en la memoria de los hombres (Inst. I, 6,3». Sin embargo,
desde finales del siglo xvi el peso de la idea de «palabra de Dios» se
fue trasladando progresivamente a la inspiración del acto mismo de la
consignación escrita. Johann Gerhard defendía todavía a comienzos del
siglo xvii u n a concepción m u y general de la inspiración en el sentido
de q u e Dios había d a d o a los profetas y a los apóstoles la orden de
42 poner p o r escrito la palabra recibida de El 6 3 . Al menos, frente a la
doctrina romana de la Tradición y frente a los socinianos, identificaba

• Lo mismo dice J. RAT7.I>ÍGER, l.c. en la nota 54. 520.


« H. ENCELLWD, Metanchton, Glauben und Handttn, 1931, 179-189.
« B. HAGOLÜND, J.C. en la nota 4ít H8ss. csp. sobre los Loci II de Gerhard, 217ss,

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4. Evolución y problema dé los «Prolegómeno* M

ya la Palabra de Dios con el tenor literal de la Biblia* 1 - Por el lado


calvinista, Amandas Polanus (muerto en 1610) había calificado ya a Dios
como el auténtico ouctor de la Escritura, garante de su inerrancia 6 4 .
Pero, por parte luterana, la doctrina estricta de la inspiración no se
desarrolló hasta mediados del siglo xvn con Abraham Calov en su dispu-
ta con la concepción «sincretista* de Georg Calixt, el cual no quería
extender la idea de inspiración a la letra de la Escritura afirmando q u e
se referia sólo a su contenido* 5 . La razón última de por qué la mayoría
de los dogmáticos luteranos se pasaron a la concepción extrema de la
inspiración verbal habría que buscarla en su temor a q u e el principio
de Escritura de la Reforma se d e r r u m b a r a por completo en c u a n t o la
Biblia no apareciera ya en su totalidad y en cada una de sus partes como
autoridad divina frente a todo juicio humano. Johann Andreas Quenstedt
expresaba con claridad esc temor: si se concediera que algo de la Es-
c r i t u r a ha surgida de m a n e r a h u m a n a , desaparecería su autoridad di-
vina. En cuanto se aceptara q u e un sólo versículo hubiera sido escrito
sin el influjo directo del Espíritu Santo, Satán afirmaría lo mismo de
todo el capítulo, de todo un libro y, finalmente» de toda la Biblia, y, así,
habría eliminado la autoridad de la Escritura entera**- Y. en efecto,
si se quería tomar plenamente en serio la visión de Lulero según la
cual la Escritura sería el principio del que la teología habría de tomar
todas sus afirmaciones, resultaba inevitable llevar la doctrina de la ins-
piración a aquella versión extrema de la inspiración verbal. Para dife-
renciarse de la concepción que declaraba q u e la formulación del con-
tenido vinculante de la Escritura es una función que compete al Magis-
terio eclesiástico guiado por el Espíritu, se sostenía que el contenido y
la verdad divina de aquélla es algo previo y d a d o a todo juicio humano-
La consecuencia última de esta postura tenía que ser u n a doctrina de
la inspiración objetivista y, de hecho, su contrincante católico y las co-
rrientes q u e en su propio c a m p o tendían a soluciones de compromiso
con el principio de Tradición, obligaron a la teología luterana a llegar
a dicho extremo. Es verdad que del principio de Escritura de la Rotor- 43
ma se habrían podido sacar también consecuencias distintas q u e ha-
brían conducido a o t r a s concepciones m u y diversas. Partiendo del pri-
mado de la interpretación literal e histórica de la Escritura se hubiera

« Ibid.. 71** y esp. 77; cf. 86.


** A. POÍANUS, Syntagma tkeotogiae christianac, 1624, 1. 16 (citado en H. HLJTB
y E, BlZER. Dit Dogtnúttk der evortgelisch-reformierten Kirche, 1958, 11).
** H. CREMER, Inspiration. RE IX, 3? cd., 1901, 191. Véase también R. D. PRECS,
lx. en la nota 2, 273 295.
<* J, A. OfBHSTEnr, Theologia didáctico-polémica sive systema theotogicum, Leipzig
1715. 102: «Si cnim unicus Scripturae versiculus, cessame immediato Spiritus S. in-
fluxu, conscriptus cst. prompfum erlt Satana Ídem de loto capite, de Integro libro,
de universo denique código Bíblico excipere, et per consequens, omnem Scrioturac
auctoritatem elevare.» Cf* ya ibid*, lOQs,

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*4 /. La verdad como tema de la teología sistemática

podido vincular esa tarea a la teología sin necesidad de dar de a n t e m a n o


por decididos los resultados de su trabajo respecto de los contenidos y
de la verdad de la Biblia. Es el camino que siguieron primero los soci-
nianos y los arminianos y después los teólogos de la Ilustración. Pero
entonces la Escritura no hubiera sido ya principio de la teología en el
sentido de que en sus palabras se encuentra dado y garantizado de ante-
mano, frente a toda interpretación humana, t a n t o el contenido de la
doctrina cristiana como su verdad.
En correlación con el objetivismo de la doctrina protestante primi-
tiva de la inspiración se encontraba la antigua concepción sobre el cer-
cioramiento subjetivo de la autoridad divina de la Escritura en virtud
del testimonio del Espíritu Sanio. No se trataba de una instancia ex-
terna a la Escritura q u e actuara acreditándola en la subjetividad del
intérprete. Se pensaba m á s bien tan sólo en la autoevidencia del con-
tenido de la Biblia que no en vano habría sido inspirado por el Espíritu»
es decir, de lo que se trataba era de la «eficacia» de la Escritura misma
en el corazón del h o m b r e 6 7 . Calvino, el creador de esta doctrina, ya se
había manifestado de modo semejante al subrayar la mutua pertenencia
de Palabra y Espíritu. Según Calvino, el Apóstol habla definido su pre-
dicación como ministerio del Espíritu (2 Cor 3,8) p a r a dar a entender
que el Espíritu Santo es de tal m o d o inherente a la verdad que se ex-
presa en las palabras, q u e su fuerza se manifiesta allí donde por medio
de ellas se le reconoce su gloria y su dignidad **. Hasta que no se debili-
tó la doctrina de la autoridad divina de la Escritura como magnitud
previa a todo juicio humano, la doctrina del «testimonium i n t e m u m * no
adquirió el sentido de un principio subjetivo de experiencia y de verdad
diverso de la Palabra externa y complementario de ella, al q u e le corres-
ponde, en definitiva, la decisión sobre la pretensión y el contenido de
verdad de la Escritura. La doctrina del testimonio interno del Espíritu
j u g ó así un papel de bisagra en el paso desde la tesis de la Reforma
sobre la precedencia de la verdad de Dios respecto de todo juicio hu-
mano hasta la convicción del neoprotestantismo de que el fundamento
de la fe y de la doctrina cristiana se encuentra en la experiencia sub-
44 jetiva. Pero el estímulo para q u e las cosas evolucionaran así partió de
los problemas q u e presentaba la interpretación de la Escritura y de su
crítica textual.

* Asi lo subraya B. HXCGLUND al tratar del «testimonfum internum» en J. Ger-


hard (Le. en la nota 4Í, 9Cks, 94ss), y también, de un modo semejante, R. D. Pitras,
Le, 302»,
*< *„.ita suae quam in scripturis expressil veritati inhaerere spiritum sanctum,
ut vim tum demum suam proferat alque cxserat ubi sua constat verbo reverentfa ac
dignitas» {tn*t. re/. chr., I. 9. 3)* Calvlno continúa diciendo que la relación entre
Palabra y Espíritu es mutua: «Mutuo enim quodam nexu Dominus verbi splritus^
que sul certltudinem Ínter se copulavtt; ut solida verbl relígio anünis nostrís In*
sidat, ubi affuJget spiritus qul nos illie (1) Del faciem contemplan faclat.»

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4* Evolución y problema de los *ProIegomerw* V}

Ya los dogmáticos del protestantismo ortodoxo hablan caldo en la


cuenta de las diferencias de lenguaje y de estilo de los diversos autores
bíblicos. Esas peculiaridades las explicaban como fruto de la acomoda-
ción del Espíritu Santo al lenguaje y al m o d o de expresión propio de
cada autor* 9 . Pero la idea de la acomodación se refería a veces también,
en un sentido mucho más amplio, a la coloración epocal de la manera
de p e n s a r de los autores bíblicos. Así la habían usado ya Johann Kepler
y Galileo para explicar lo que se dice en l o s 10,12s sobre cómo se habían
detenido el sol y la luna™. En 1654 el teólogo calvinista Christoph
Wittich usaba sistemáticamente esc concepto amplio de acomodación
para mantener la compatibilidad de la doctrina de la inspiración con
los nuevos conocimientos de las ciencias naturales T l . Según Wittich, las
afirmaciones de la Escritura se orientan a la salvación del hombre y no
a dar informaciones sobre cuestiones científicas o históricas. La vigen-
cia actual de la autoridad de la Escritura debería, pues, reducirse al
campo estrictamente teológico. Pero esto era inconciliable con la con-
vicción ortodoxa de que las afirmaciones de la Biblia, incluso en cues-
tiones secundarias y sin contradicción alguna, son infaliblemente verda-
deras. De ahí que el teólogo de Utrcchl, Mclchior Lcydckkcr. combatiera
en 1677 aquella ampliación del concepto de acomodación. Las tesis de
Wittich y de o t r o s " significarían —para 61— que Dios, enseñando erro-
res, habría obligado a creer cosas falsas y que el mismo testimonio de la
Escritura estaría equivocado 7 1 . Con tales presuposiciones se echarla a
perder la credibilidad de la Escritura, tanto m á s cuanto q u e —como
Lcydckkcr preveía con claridad— con la misma argumentación se podría
decir también q u e incluso los artículos de la fe son sólo algo cpocal.
Con todo, no habla ya quien detuviera la marcha triunfal de la teoría
de la acomodación. Porque ponía al descubierto el punto flaco del tra-
tamiento que la ortodoxia hacía de la verdad de la Escritura dándola
de a n t e m a n o por supuesta como algo previo al trabajo teológico en lu- 45
gar de considerarla como su objetivo. Entendida como algo presupuesto

& Asi lo hace QUTNSTQÍT. Le*. 110 (I c. 4 p. 2 q. 4), remitiéndose a M. Flacius,


Ct, a) respecto, R, D. PRFAISS, lx,, 28flss. Sobre esto mismo y sobre la evolución
posterior de la doctrina de la acomodación, véase G. HORNIC, Die Anfange der his-
torisch-kritischen Theoiogie. Johann Salomo Setniers Schriftverstündnis und seine
Steílung zu Luther, 1961, 2Hss.
» K. Saioura. Urspriinge und Probleme der Bibelkritik im /7. Jahrhundcrt. Ein
Bcitrag zur Entstehung der historischkrittschen Theotogie, 1966, 68s (sobre Kepelcr)
y 73 (sobre Galileo).
*72 SíBOura, U ; . I49s.
También Spinoza. en el capitulo segundo de su Tratado tcológico-patítico (1670),
habla hecho de la idea de la acomodación de la revelación divina a la capacidad
de comprensión de sus receptores una de las reglas fundamentales de su ínter»
prctación de la Biblia (cf. también el cap* séptimo) y en el capitulo sexto la apli-
caba ya a su critica de la fe en los milagros.
w E. Biza, Die reformiertc Orthodoxie und der Cartesianismos: ZThK 55 (1958)
306*372, esp. 367s.

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30 f. La verdad como tema de la teología sistemática

—en el sentido de la doctrina de la inspiración— la verdad de la Escri*


tura, en lugar de ser capaz de integrarlo en la pretensión de verdad de
la doctrina cristiana, no podia sino entrar en contradicción con cualquier
nuevo conocimiento de la verdad.
La idea de la acomodación no contradecía directamente la doctrina
de la inspiración, pero la vaciaba de sentido al dar lugar a la idea de
que las concepciones de los a u t o r e s bíblicos están condicionadas histó-
ricamente y son. p o r tanto, relativas; al fin y al cabo se abría así la
posibilidad de que hubiera oposiciones y contradicciones en sus afirma-
ciones. Las cosas siguieron esa misma dirección con la crítica literaria
y textual de las investigaciones de Richard Simón sobre el Antiguo Tes-
tamento 7 4 . Pero la idea de la acomodación tuvo todavía un papel más
decisivo en la disolución de la primitiva doctrina protestante de la auto-
ridad de la Escritura, ya que gracias a ella los nuevos conocimientos
de la física, de la geografía y de la historia {los de la nueva cronología
en particular) pudieron influir en la incardinación de los datos bíblicos
en una concepción del m u n d o transformada. Como consecuencia de ello.
el doble canon de la Biblia dejó de constituir —en palabras de Johann
Salomo Scmlcr— un «totum homogeneum* (un todo doctrinal divino
vinculante) para convertirse sólo en un «totum historicum» 7 5 , y sus
investigaciones de 1771-1775 sobre el canon de la Escritura pusieron
p o r obra aquella «historia de la Escritura» q u e Spinoza había postulado
como base para su interpretación *, De este m o d o los escritos bíblicos
en su conjunto se retrotrajeron a una lejanía histórica tal que se hizo
inevitable la pregunta de si podría haber en ellos algo que pudiera pre-
tender ser t o m a d o todavía hoy como vinculante y como verdadero 7 7 *

La cuestión de la verdad comenzó entonces a ir unida a la tarea


hermenéutica. Lo cual podría h a b e r significado que la investigación y
la exposición de la doctrina cristiana no iba a considerar ya en adelante
que la respuesta a la cuestión de la verdad de dicha doctrina se da p o r
supuesta, sino que es el fin al q u e tiende su propio trabajo. Pero de
hecho la teología evangélica siguió manteniendo también ante la disolu-
ción del carácter objetivamente vinculante de la autoridad de la Escri-
t u r a que la verdad de la revelación es algo previamente d a d o a toda
investigación o exposición teológica. Ahora bien, la prioridad de la
verdad de la revelación no se podía ya remitir a la autoridad divina

7
* Sobre Simón, cf. P. HAZARD, La crisis de la conciencia europea (1935). Madrid
194173
(ed. de J. Marías). 159473.
Citado en G. HORMG, Die Anfánge der historisch-kritischen Thcologie. Johann
Salomo Semlers Schriftverstandnis und seine Steltung zu Luther, 1961, 70.
T* SPINOZA. Tratado teotógico-polttico (1670), Madrid 1986 (cd. de A. Domínguez),
195 ((99) 30): cf. I9S ([102) 10) v 211 ([111] 20): cap. VII IPhB 93. 1955, 135, 14s;
cf. 77140, 15ss y 150, 2u].
Véase, al respecto del Autor, La crisis del principio de Escritura, en Cuestio*
nes fundamentales de teología sistemática. Salamanca 1976, 15-26 [I, 1967, 11-21).

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4. Evolución y problema de ¡os «Prolegómeno* 37

de la Escritura en su totalidad y en todos sus detalles ni tampoco a los


criterios objetivos de su credibilidad aducidos primero p o r la teología 46
medieval y luego, sobre todo, p o r los socinianos y a s m i n i a n o s w . A lo único
a lo que J. S. Scmlcr podía recurrir para mantener la autoridad divina del
contenido de la Escritura, de la Palabra de Dios, a pesar de sus conoci-
mientos históricos sobre los detalles de su forma humana, era a la vieja
doctrina del testimonio del E s p í r i t u w . Es aquí donde se da entonces
el ya mencionado cambio de función de esta doctrina que hace de la
experiencia subjetiva un fundamento autónomo de la certeza de la ver-
dad cristiana. La autoridad divina de la Escritura pasaba a ser una
cuestión dependiente de la experiencia personal de la fe del cristiano.
Este acontecimiento encuentra también su expresión en el desarrollo
de los «Prolegomcna* de la Dogmática, concretamente a través de dos
cambios que se van introduciendo en ellos desde finales del siglo x v n
y q u e tendrán notables consecuencias. Se perciben a m b o s particular*
mente bien en la teología luterana alemana. Esta había permanecido
al abrigo de las t o r m e n t a s desatadas desde comienzos del siglo en Ho-
landa p o r el cartesianismo y luego en Inglaterra por el deísmo y se
había mantenido, por tanto, d u r a n t e más tiempo en el marco de la
Dogmática ortodoxa dando, por eso, con más lentitud y continuidad el
paso hacia los nuevos planteamientos.
El primero de dichos cambios consistió en la introducción del teólo-
go en el concepto de teología como sujeto de ella. Ya en 1652 había
t r a t a d o extensamente Abraham Calov en el libro segundo de su Isagoges
ad SS Theologiam tibri dúo acerca de las cualidades que se le exigen
al teólogo *°. Por su p a r t e . Johann Andreas Quenstedt en la tesis 37 del
primer capítulo de su Theologia didáctico polémica sive Systema Iheoto*
gicum vinculaba el tratamiento del concepto de teología con el del
teólogo como sujeto de ella. Un poco m á s adelante se dice en aquel
mismo capítulo q u e también quienes no son personalmente piadosos o
«renacidos» pueden poseer el * habí tus», d a d o p o r Dios, del conocimien*
to teológico. También ellos son teólogos, aunque no en el sentido pleno
de la p a l a b r a " . Quenstedt podía expresarse así porque ¿I entendía to- 47

71
Sobre el perfeccionamiento de dichos criterios por Duns Escoto, cf. J. FIN*
KENZELLEX, lx. en la nota 44. JSss, y sobro la inerrancia de la Escritura como con-
dición de la fe en su inspiración» ibid., 42$. Para la antigua Dogmática protestante
Ja doctrina de los criterios de credibilidad desempeñó sólo un papel secundario,
pues, a diferencia del testimonio del Espíritu, ellos sólo podrían fundamentar una
•fides humana», no una certeza completa (cf. R. D. PRÜUS, l.c, 3G0S, y J. A. QUEKS»
TTOT. Le, 140ss). Sobre la concepción socJniana, véase Sonora* 1.a. 45ss.
w
C. HOUNIC, t e , 76* Sobre la distinción de Semlcr enire Palabra de Dios y Es*
entura, cf. ibid., 84-115; y sobre la acentuación que hace de la primitiva predica*
don oral de dicha Palabra, cf. ibid., 64s.
» R. D. PREUS, l.c, 216-226.
« En la segunda parte del capitulo —la polémica— se dice en la q, 3 e. 5:
•Est cntm hace informatio divina, qua fiunt Thcologt. operado gratíae Spiritus S-

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58 /. La verdad como tema de ¡a teología sistemática

davía la teología sólo desde su objeto; y los dogmáticos luteranos pos*


tenores hasta David Hollaz (1707) le siguieron en ello. Pero ya Hollaz
se vio obligado a defender ese m o d o de pensar fíente al subjetivismo
pietista, según el cual la fe del teólogo condiciona el conocimiento y la
doctrina teológicas hasta tal punto que, un decenio después (1718), con
Johann Georg Ncumann, la discusión llegó al extremo de q u e se plan-
teaba la cuestión de si un «no renacido» podría enseñar teología °. Por
el mismo tiempo polemizaba también Valentín E. Loeschcr con el pietis-
mo y contra su introducción del sujeto en el concepto de teología, que
destruía la verdad de la revelación**. Sin embargo, ya en 1724, Franz
Buddeus combina la concepción pietista con la de la Dogmática ortodoxa
y declara que la fe personal del teólogo es condición normativa del con*
cepto de teología 11 . Con todo, también Buddeus estaba todavía muy
lejos de concebir la teología como expresión o exposición de la piedad
del teólogo en lugar de asignarle la reproducción compendiada de la
doctrina de la Escritura. Antes de q u e se pudiera llegar a una orienta-
ción tan profundamente innovadora en la concepción de la tarca de la
teología, tenía q u e producir todavía Iodos sus efectos el segundo cambio
que se estaba introduciendo en la concepción de la teología del proles-
tantismo antiguo, cuyas consecuencias se reflejaron en los «Prolego-
mena» de la Dogmática,

Este segundo cambio consiste en que, al lado de la Escritura, el con-


cepto de religión fue adquiriendo un significado cada vez mayor para
la comprensión básica de la «teología»; tanto mayor cuanto m á s se

non praecise inhabitúnti$t sed potius assistentis, quam gratiam assiMcntcm ceno
modo eliam habent irregeniti el impii. In iltis vero, qui re ct nomine Thcologi sunt,
i.e. qui non tantum habitu Thcologtco, ut sic, instructi. sed simu) renatt sunt, sive
fideles et pü, in Lilis Thcotogia non tantum a Spiritu S. sed etiam cum Spirítu s.
estf ct cum gratiosa ejus inhabliatione conjucta» (!*•, 23).
** R. D. PREUS. I*., 228-232. Preus se equivoca, naturalmente, al imputarle a
Ncumann una postura contraria a la de la Dogmática luterana más antigua*
C* H. RATSQIOW, Lutherlsche Dogmatik zwixchen Reformation und Attfktiirung, l,
1964, ha mostrado que la distinción entre teología y fe personal está ya presente
en Oucnsiedt y Hollaz. pero que no es reinlerpretada en sentido plelisla hasta
Buddeus (37, documentación en 56ss). Sobre las explicaciones de Ph. J. Spener
acerca de la relación entre fe y teología, cf. £• (trasoí, Gesclüchíe der neuern evan-
zelischen Theoloftie, II, 1951, 107ss, lllss. Claro que. según Spener. la necesidad de
la fe para el conocimiento teológico no significaba todavía «que la experiencia re-
ligiosa fuera un momento esencial en la producción del contenido mismo conce-
bido en el pensamiento» <1I5). En este punto, Spener seguía siendo un teólogo
bíblico.
" E. HÍRSOI, U.. 200ss, esp. 202s.
M
J. Fr. B n r a , Compendium Institutionum theotogiae doxmaticae, l-cip7.ig 1724,
I, I. § 48-56 (p, 42ss). Es cierto que Buddeus reconoce que la teología, en el sentido
objetivo de la palabra, como doctrina, es accesible también a los irrezenitis (1, 1,
§ 50). Pero en la nota a § 48 se dice: * habitus ille docendi, el alios in rebus
divinis erudendi, absque fide... non nísi impropric theologia vocatur». Aunque no
es mucha la diferencia respecto de las expresiones de Ouenstedt (cf, nota 81 (, el
cambio de acento es claro.

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<f. Evolución y problema de los «Prolegómeno» w

desmoronaba la identificación clásica e n t r e Escritura y Palabra de Dios.


Después de que ya Calov y Quenstedt lo hubieran introducido como
descripción general del objeto de la teología, el concepto de religión se
convirtió con Johann Musaus en 1679 en concepto genérico con las sub-
clases de «rcligio naturalis» y «religio reveíala». En el tiempo siguiente
iba a ser ya posible tratar y desarrollar la relación entre conocimiento
natural y conocimiento revelado de Dios sobre la base del concepto de
religión, hasta el punto de q u e Matthew Tindal (1730) pensaba que la
revelación del Evangelio» desembarazada en buena parte de sus conte-
nidos sobrenaturales con la ayuda de la idea de la acomodación, era
tina restauración purificada de la religión natural. La teología luterana
del siglo xvi n no fue tan allá: en su gran mayoría sostuvo la necesidad
de que la religión natural fuera completada p o r la revelación. Así, por
ejemplo, Buddcus veía la limitación de la religión natural en que, aun
conociendo la existencia de Dios y de sus mandamientos y también la
situación de oposición a Dios en la que el h o m b r e se encuentra por el
pecado, desconoce el medio de la reconciliación con El* 5 . Medio siglo
más t a r d e Johann Salomo Scmlcr escribía refiriéndose a Tindal: «Si se
imagina una religión natural en los comienzos de tal perfección que
nada queda ya para el contenido de una revelación, es decir, nada que
pudiera ser un importante añadido, porque ya ella habría significado
la salvación del hombre, no cabe duda de que se está d a n d o por su-
puesto mucho más de lo que se puede mostrar»; pues siempre y en to-
das partes serían «los comienzos distintos de la perfección»**.

Con todo, ya Buddeus coloca el concepto de religión al comienzo


mismo de la Dogmática, pues lo liga al concepto de teología, haciendo
incluso de éste un subordinado de a q u é l * . Por eso, ya no entiende al
teólogo simplemente como sujeto del conocimiento de Dios, sino como
maestro en religión (§ 48), porque sólo esta función le diferencia de los
demás creyentes. Así quedaba expedito el camino para las ideas de
Scmler sobre religión y teología: ésta es, para él, en cuanto teología
«académica», en su configuración pública e institucionalizada, «la pre-
paración de los maestros públicos» de la Iglesia 81 , y, más concretamen-
te, su preparación para el servicio de una confesión determinada. De
ahí que la tarca de esa teología pública y académica no sea sin más el

« ibid.. I, I. § 17. cf, § 21 con MI noia,


•* J. S. SEMLXA, Versuch einer freiern theotogwchcn Leltrart, Halle 1777, 97.
** El Ululo del primer capitulo de la Dogmática de Buddeus reza así: De retí
gione ct theologia; y del concepto de teología sólo trata (§ 37&s) después de las
correspondientes explicaciones sobre la religión natural y sobre la historia de las
revelaciones de Dios desde el tiempo de los profetas veterotestamentarios, así como,
en particular, de la revelación de Cristo (§ 27ss) y de los artículos de la fe <§ J3s&).
** SEMLER. I.c, 188 (§ 59). Para el concepto de teología «académica», Semlcr se
remitía a Gcorg Calixt (188). Cf. al respecto J. W.UIAUW. Der Theologiebcgrffl bei
Johann Gerhard und Ceorg Catixt, 1961, 95ss, 197ss y csp. II3ss.

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^0 /. La verdad como tema de la teología sistemático

conocimiento de Dios 1 9 y que los artículos de fe eclesiales que ha de


proponer no sean simplemente los mismos que los de la fe cristiana,
pues h a b r á n de ser los específicos de u n a determinada confesión eclc-
s i a l * . Semler aplicó la idea de la pluralidad de «tipos de doctrina*,
q u e había desarrollado Christoph Matthaus Pfaff (1719), a las diferen-
cias confesionales de la teología sobre la base de una única e idéntica
religión 9 1 . Puesto que los artículos y «conceptos doctrínales» funda-
mentales de las iglesias son algo muy diverso de los artículos funda-
mentales comunes de la fe cristiana, así como también de las doctrinas
bíblicas, no resulta extraño que para Scmlcr «la teología sea sólo cosa
de los sabios*, a diferencia de la fe cristiana que sería para todos * Ahora
bien, ¿se puede ignorar que los conceptos doctrinales de las diversas
iglesias no pretenden otra cosa q u e formular el contenido de la fe cris-
tiana en cuanto tal? Con sólo hablar de la pluralidad de los «tipos de
doctrina* no se evita la pugna que se da entre ellos en c u a n t o que todos,
en su diversidad y contraposición, tratan de la misma fe cristiana y de
su verdad. Por eso la definición q u e Semler hizo de la relación e n t r e
teología y religión sólo resultó efectiva cuando se la modificó en el
sentido de que la teología, aun teniendo que ser la exposición de una
determinada doctrina eclesiástica, mantiene la pretensión de ser en cada
caso la más adecuada al contenido de la fe cristiana en c u a n t o tal. Así.
Karl Gottlieb Bretschneider. en su Manual de Dogmática (primero de
1814). cuyos Prolegomena comienzan también con el concepto de reli-
gión para explicar en conexión con él q u é sea la teología, le asigna a la
Dogmática la tarea de exponer la «doctrina religiosa» pública de u n a
iglesia confesional; de modo que sus fuentes no son los escritos bíblicos.
sino los escritos confesionales (los credos: n.t.i de la iglesia de q u e se
trate 9 1 . Como Bretschneider dice expresamente, la Sagrada Escritura
SO «no es fuente de la Dogmática de la Iglesia, sino más bien principio

w
Más cercana a éste estaría la teología privada que «especula» sobre la reli-
gión, «a lo cual tiene derecho cualquier hombre que piense* y. además, desde «un
punto de visla diverso en cada pensador y propio de ¿1» (l.c., 181 >* Cf* las expli-
caciones de T. REKOTORFF, Kirche und Theotogie, Die systematische Funktion des
Kirchenbegrif{& í« der neiteren Theotogie, 1966. 36ss.
*> SKMLER, í.c,t 196ssf csp. 200ss, también 2W. Véase cómo se da ya una rclativi-
zación del concepto de -31110111 fundamentales» en Chr. M. PFAFF, ¡nstitutionea
thcotogiae dogmática* et moralis, Tublnga 1719. 32 (Prol. art. 2 § 7.1): «Articuli
fundamentales non sunt iidem ómnibus sed pro varia revelatfonis mensura occono-
mlarumque divinarum ratione, pro varia et hominum capacítate animtque dispo-
sitione varia varri singulis sunt.»
M Ibid.. 184, 20*: véase también la expresión -tipos de representación» fVor&
teUungsartcn) en 179, 202, etc. Sobre Pfaff. cf. E. HIRSCH, Geschichte der neuern
evangelischen Theotogie, II, 1931. 336ss. « p , 350.
« Scuum, Le, 192,
** K. G. BRETSCHKEIDCR, Handbuch der Do&matik der evan&eliscMuierischen Kir-
che, I, 1821 <3.' ed,>, 16 (§ Sa) y 24s (§ 7>. Bretschneider se refiere expresamente
a Semler, con quien habría dado comienzo «un nuevo período en el tratamiento
de la Dogmática de nuestra Iglesia» <70, § 12).

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4. Evolución y problema de ¡os *Protegomcna* 41

para su c r í t i c a » w . Pues la p a r t e expositiva de la doctrina eclesiástica


debe ir acompañada de otra p a r t e critica que, por u n a parle, examine
la adecuación de dicha doctrina a la Escritura, según quieren también
los mismos escritos confesionales, y que, p o r otra parte, investigue ade-
m á s su g r a d o de coherencia en sí misma y sus relaciones con las ver-
dades de razón. Por tanto, Brctschneider está pidiendo un triple examen
del sistema doctrinal eclesiástico: u n a crítica dogmática, histórica y fi-
losófica 95 - Para Brctschneider» pues, a diferencia de Semler, la Dog-
mática tendrá que c o m p r o b a r si «el sistema dogmático de la Iglesia
está fundamentado y si es verdadero* % , De este modo se ha eliminado
de nuevo la estricta separación establecida por Semler entre doctrina
particular de u n a Iglesia y fe cristiana universal, pero no se ha esta*
blecido con claridad un criterio p a r a discernir la doctrina eclesiástica.
Porque aunque se concede que la autoridad de la Escritura misma ha
de ser sometida al examen de la razón, a este se le reduce a las cues*
tiones generales de la credibilidad de los escritos bíblicos y de s u s
autores, como lo habían hecho ya los socinianos y los arminianos; un
examen q u e la antigua Dogmática protestante tenía p o r suficiente para
dar base a una «fides humana», pero no para lograr la certeza sobre la
autoridad divina de la Escritura 7 7 .
Y es aquí donde resultó pionera la intervención de Schleicrmachcr
ligando la vinculación de la Dogmática al concepto de religión con el
criterio de la experiencia subjetiva. Su tratado sobre la fe compartía la
fundamentación de la Dogmática en el concepto de religión o —como 61
decía— de piedad. El cristianismo aparece en él como una configura-
ción particular d e n t r o de la temática universal de la religión. Schleier-
macher coincidía ampliamente con aquel m o d o de ver las cosas, que se
remontaba a Semler, para el cual el objeto de la Dogmática era «la
doctrina vigente en un momento d e t e r m i n a d o en u n a sociedad ecle-
siástica cristiana»*. Pero él no distinguía, como Semler. entre teología
privada y teología pública, aunque tampoco las unía, como Brctschneider
y otros, haciendo q u e siguiera a la exposición de la concepción doctrinal
eclesiástica una reflexión crítica consistente en un examen de la misma
de acuerdo con los principios de la Escritura y de la razón **• Su modo
de vincular teología pública y teología privada radicaba m á s bien en su

» Ibid., 26.
* Ibid., 61ss (§ 11); sobre el examen cscriturístico, cf. 62s.
»77 L e , 61.
Ibid., 146-253* Son interesantes las cscépticas declaraciones de Brctschncidci
acerca del «tcstimoníum internum» del Espíritu Santo: cf. 205s.
* F. SCHLEIERMACHER, Der chfisttiche Glaube (1821). 1830 (2- d . \ % 19. Cf. Kun*
Darstetlung des theologischen Studiurns, 1811. 56. § 3 í=Schleiermachers kurze
Darstellung
99
des theotogischen Stuáiums, edición crítica de H. Sarxjt, Leipzig 1935.74).
Cf* la observación de Schleicrmachcr contra un «uso sólo,., crítico de la Es-
critura» en la Dogmática: Der christliche Glaube, 1830 i2.' cd.)f § 1312.

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42 /. La verdad como tema de la teología sistemática

comprensión de las proposiciones de la fe cristiana como expresiones


51 discursivas de los «estados de ánimo cristianamente piadosos»™. De
este m o d o también la Dogmática podía ser entendida como expresión
de la religiosidad subjetiva del teólogo, pues no o t r o era igualmente el
origen de las proposiciones de la fe cristiana- Es comprensible que,
d a d o su modo de entender las proposiciones de fe y de la Dogmática
como expresiones de «estados de ánimo piadosos», Schleicrmachcr re-
chazara decididamente la distinción ortodoxa entre el hábito de la fe
y el conocimiento teológico y, con ella, la posibilidad de u n a «thcologia
irregenitorum»; la cual, por cierto, no era expresión de ninguna prefe-
rencia por la increencia, sino del primado del objeto de la Dogmática
sobre la subjetividad piadosa. Pero, p o r o t r o lado, pedía que la expo-
sición de la Dogmática estableciera u n a conexión entre ortodoxia y hete-
rodoxia 101 . Con esta conexión no sólo se habría de hacer lugar p a r a la
diversidad de conciencias eclcsiales de fe, sino también dar cuenta del
hecho de q u e la concepción doctrinal eclesiástica está en una evolución
viva, todavía abierta. De este modo el dualismo de Semler entre teología
pública y teología privada quedaba realmente superado. Sin embargo,
la cuestión de la verdad de la doctrina cristiana, que aparecía en
Brctschncider cuando exigía su examen lógico, bíblico y filosófico, fue
relegada de nuevo a los presupuestos del discurso dogmático, es decir,
a la conciencia de fe. Schleiermacher, aunque practicó de hecho una
muy aguda revisión de la doctrina eclesial, no pensaba que la funda-
mentación metodológica de ella fuera la necesidad de examinar la pre-
tensión de verdad de dicha doctrina, sino que se remitía simplemente
al derecho a formular discordante, o «peculiarmente», el contenido de
la fe, siempre que se «coincida mejor con el espíritu de la Iglesia evan-
gélica de lo q u e lo hace la letra de los escritos confesionales», de tal
m o d o que la formulación de éstos pudiera, en esos casos, ser tenida por
« a n t i c u a d a » m . El criterio para ello no sería tampoco la letra de la
Escritura, pues ni siquiera en el caso de una Dogmática de tipo bíblico
se debería —según Schleicrmachcr— «sacrificar lo reconocido común-
mente como protestante a lo q u e en la Escritura no es más que local o
epocal ni, mucho menos, a cualquier interpretación discordante de
ella» m . El único criterio del discurso dogmático es, pues, para Schleicr-

w Ibid.. § 15.
X" Ibid., § 19.1 v § 25, asi como ya el § 19,3. Cf. también Kune Darsteílung. 1811,
58s, § HM6 (H SOÍOLZ, 78s).
•* Der christüche Gtaubc, 1830. § 25.
w* Ibid., § 27É 4. Cf. también al respecto § 128, 3, donde Schleiermacher nota
que «en toda la exposición de Ea fe hecha hasta aquí, a esta sólo se la presupone
en un ánimo necesitado de salvación —sea cual fuere el origen de éste—; a la
Escritura, en cambio, sólo se la ha aducido en detalle en cuanto expresión de
aquella misma fe*; no debería darse la impresión de que «una doctrina forma parte
del cristianismo por estar contenida en la Escritura, pues por el contrarío, sólo
está en la Escritura porque pertenece al cristianismo»,

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4. Evolución y problema de ¡os ^Prolegómeno» \\

rnacher. la conciencia de fe, y la doctrina eclesial tendría que ser inter-


pretada como expresión de ella. Así las cosas, la cuestión de la verdad
está ya decidida desde un principio de antemano, de m o d o semejante
a lo q u e sucedía con la doctrina de la inspiración en la teología protes-
tante antigua. Sólo que en Schleiermacher el lugar del principio de
Escritura es ocupado por la conciencia subjetiva de fe, articulación
individual de la conciencia creyente de una comunidad a la que siempre
va unida.
En su nueva definición de la fe subjetiva como fundamento de la
Dogmática. Schleiermacher reducía a unidad el subjetivismo pictista
de la fe. la apelación a la comunidad eclesial y a su tradición doctrinal
y el punto de vista de la individualidad como principio de asunción
crítica de la tradición. De este modo parecía abrirle a la teología un
camino p a r a la fundamentación autónoma de su certeza frente a la
investigación crítica de la verdad de los testimonios bíblicos y de las
doctrinas de la tradición eclesiástica. Así se explicaría la amplia influen-
cia q u e tuvo su concepción de la Dogmática como expresión y exposi-
ción de la conciencia de fe en lo que quedaba del siglo xix y en el si-
glo xx; a pesar de que con ella se sellaba la ruptura con la antigua con-
cepción protestante de la teología basada en el principio de Escritura.
Naturalmente no faltaron intentos de mediación. La teología edificante.
en particular Julius Müller. y la última teología bíblica del Martin
Kahler de Greifswald y de Halle, t r a t a r o n de volver a unir de nuevo
m á s estrechamente e n t r e sí el principio de la fe y el de la autoridad
de la Escritura. Pero la base de estos intentos iba a ser ya la experiencia
subjetiva de fe I W , La teología luterana de la Escuela de Erlangen tam-
bién buscaba ligar entre sí la experiencia de fe. la doctrina eclesiástica
y su base escriturística m á s de lo q u e lo había hecho Schleiermacher.
pero sobre la base de la experiencia de fe •*• Para Isaak August Dorner.
«la experiencia cristiana o la fe cristiana» es incluso la «fuente de cono-

K* Para J. Müller la fe es «la fuente de la que mana todo conocimiento sobre


las cosas de la religión» {Dogmattsche Abhandtungen, 1870. 34). Asi ni se plantea
la cuestión de un saber sobre el que se fundamenta el acto de fe subjetivo. Tam-
poco la autoridad de la Escritura puede, según Müller, ser interpretada en este
sentido. Pues entonces se haría de ella —se dice— *una mera autoridad legalista»
í iblj . 44). Algo semejante leeremos después en M. Kahler: «£/ presupuesto teoló-
gico es la fe»; presupuesto y confirmación de un saber «que se dirige, por medio
de la autoobservaclón, a lo sobrehistórico» [Die Wissenschojt der christlichen Lehrc
(1183), 1893 (2* ed.), 15s], Sobre estas ideas de Kahler. cf. J- WIRSCHIKG, Gott in der
Geschichte. Studien tur theoloRiegeschichtlichen Stellung und systematischen Grund*
¡egung der Theologie Martin Kühlers, 1963. 57ss, 67ss.
KG De un modo ejemplar y teoréticamente pretencioso asi lo hizo F. H. R. v.
FRANK, System der chrisüichen Gem$he¡tt I, Erlangen 1870. 277s (§31) y 2ttss
(§ 32). asf como ya I14ss (§ 17). Los elementos básicos de la argumentación de
Frank han sido detalladamente analizados por H. EDELMANN. Subjektivüiit und Er-
fahrung. Der Ánsatz der theologischen Systembildung van Franz Hermann Reinhold
v. Frank im Zusammenhang des •Erlanger Kreises*, Tesis Doctoral, Munich 19#),

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44 I. La verdad como tema de la ¡coloría sistemática

cimiento» tanto de la Dogmática como de la Etica lto y, en consecuen-


53 cia, transformó los Prolegomena de la Dogmática en un tratado sobre
la fe (pistologla). Con él, Dorner intentaba hacer valer la mediación
histórica q u e conduce a la fe como elemento integrante del concepto
de fe, pero en definitiva ponía el fundamento de la certeza propiamente
religiosa en la experiencia de conversión y de ella distinguía luego o t r a
«certeza científica de la verdad del cristianismo» •*.
Hay teólogos del siglo xix que, sin estar en el ámbito de influencia
de la religiosidad «edificante* (Erweckurigsfrómmigkeit), también po-
nían el fundamento de la Dogmática en una certeza o experiencia de
fe precedente a la labor teológica. Es sobre todo el caso de Albrecht
Ritschl. En la introducción al tercer volumen de su Dogmática, que
trata de «la justificación y la reconciliación», desarrollaba la tesis de
que a la eficacia histórica de J e s ú s «en toda su amplitud sólo se puede
acceder desde la fe de la comunidad cristiana en El» y de que, p o r tanto,
t o d a s y c a d a u n a de las p a r t e s de la doctrina cristiana h a n de s e r con-
cebidas y enjuiciadas «desde la posición de la comunidad salvada de
Cristo»* Ritschl confesaba expresamente allí su acuerdo con lo q u e pre-
tendía Spener al defender la «theologia regenitorum» **. Sobre la base
de este planteamiento la cuestión suscitada por Wtlhelm H e r r m a n n
en 1892 acerca del Cristo histórico como fundamento de la fe no pudo
ser afrontada en toda su radicalidad, pues se puso de manifiesto que la
fe resultaba ser siempre el presupuesto de toda la argumentación 1 0 9 .
Y así siguieron las cosas para los discípulos de H e r r m a n n , Karl Barth
y Rudolf Bultmann, sin que se notara en esto la revolución de la teolo-
gía dialéctica. Bultmann escribía en 1929 q u e la doctrina cristiana «ex-
plícita lo que es mi comprensión implícita de mi existencia», y en 1953
dice completamente en la misma línea, en su Teología del Nuevo Tes-
tamento, que la teología ha de ser un «desarrollo del conocimiento con-
tenido en la fe» n ". En 1927 Karl Barth ponía de manifiesto q u e entender
la teología de esa m a n e r a no es en realidad nada obvio: frente a la fun-
damentación de la Dogmática en la fe, que venía siendo común desde
Schleiermacher, él proponía su fundamentación en la autoevidencia de

•* h A. DORNER, System der christlichen Glaubenstehre, I (1879). 1886 (2.* ed.),


§ 1- Dorner consideraba como un logro de Schleiermacher «el reconocimiento de la
experiencia cristiana como presupuesto de todas las proposiciones de la Dogmá-
tica» í ibid , 4).
><f Ibid. § 12, 146ss. Cf. § II. 4s, I39ss.
K* A* RITSCHL, Die christliche Lchre vori der Rechtfertigung und Versohnung, III
(1874). 1888 (2.* «U 3. 5 y 7s.
W* Cf. W. GRÜIVC, Der Grxmd des Gtaubens. Die Chrtstotogie Wtlhelm fíerrmamts,
1976.
"0 R. BULTMANN, Iglesia y enseñanza en el JVitfvo Testamento (1929), en Creer y
comprender. Madrid 1974, 140 [I. 1933, 157]; Teología del Nuevo Testamento. Sala-
manca 1981, 555, cf. 670ss [195J( 475. el. 578sL

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4, Evolución y problema de los ^Prolegómeno* 4i

la Palabra de Dios 1 "- Por consiguiente, pedía q u e se «comprendiera la


certeza que el h o m b r e tiene de sí m i s m o desde la certeza de Dios y no
al revés». Pero, p o r o t r o lado, hablaba de la «audacia de contar con la 54
Palabra de Dios» y confesaba q u e dicha audacia, desde el punto de vista
de la lógica, tenía «la forma de u n a petttio principit en toda regla» UI .
Ahora bien, procediendo así ¿no se c o n v i e n e la «audacia» humana en
el p u n t o de partida de aquel «contar con la Palabra de Dios»? ¿No funda
también así de facto el m i s m o Karl Barth la Dogmática sobre la íe, si
no entendida ya como «experiencia», sí, en cambio, como «audacia»?
En la Dogmática Eclesiástica iba a decir ya expresamente, en 1932, que
la Dogmática «presupone la fe cristiana», siendo ella misma un «acto
de fe» n j . ¿No se ha pasado así Barth a aquel tipo de fundamentación de
la teología en la fe que procedía de Schleiermacher y q u e él mismo
había criticado en 1927? La concepción de la Dogmática como «acto de
fe» la justificaba en 1932 diciendo que es la Iglesia, no el individuo ais-
lado, quien hace la Dogmática. Al parecer pretende evitar así el proble-
ma implícito en la fórmula de 1927, según la cual la Dogmática empieza
con un acto de audacia, con u n a petitio principa Pero ¿no sigue es-
tando presente ese mismo problema en la inevitable cuestión de en
dónde se fundamenta la fe, o la presunción de fe, que —según dice
a h o r a Barth— se encontraría en el comienzo de la Dogmática? Barth
pretendía mantener un doble supuesto: por un lado, que la realidad de
Dios y de su Palabra precede a la fe y, por otro, que la Dogmática da
desde el principio por sentada dicha realidad. Pero e s t o último no pudo
hacerlo valer m á s que recurriendo al concepto del acto de fe. Con lo
cual la consecuencia inevitable era q u e la pretendida prioridad de Dios
y de su Palabra respecto del acto de fe no podía ser ya temalizada con
claridad. ¿No será acaso necesario renunciar al supuesto de que la rea-
lidad de Dios es una premisa que la Dogmática da ya p o r sentada desde
un principio si es q u e se quiere mantener —con Barth— la prioridad
de Dios frente al acto y a la experiencia de fe?

El problema teológico que plantea la fundamentación ncoprotestante


de la Dogmática en la fe, en lugar de en la Palabra de Dios, lo carac-
terizaba B a r t h con precisión y con agudeza en 1927; «... el sentido y la
posibilidad, el objeto de la Dogmática, no es la fe cristiana, sino la

'*> K. BARTH, Die christtíchc Dogmaiik im Entwurf, 1927, § 7. 83s. Cuando Barth
propone su alternativa está pensando, en primer lugar, en el contenido de la Dog-
mática, pero al mismo tiempo también en su fundamentación, es decir, en «el
modo» en el que la Palabra de Dios «es realidad para nosotros o en el que se nos
da a conocer como realidad» (83).
"2 Ibid., 108 y 105 y 106.
iu Kirchiichc Dv%matikt I/J, 1932, Jó. Esta afirmación se fundamenta diciendo
que no es el individuo aislado el que hace la Dogmática, sino la Iglesia. Al parecer
se pretende evitar así el problema implícito en la (ormulación de 1927, según la cual
en el comienzo de la Dogmática se encuentra la audacia, la 'petitio principü», de
contar con la Palabra de Dios (cf. la nota anterior).

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46 h La verdad como tema de la teología sistemática

Palabra de Dios. Pues la Palabra de Dios no se funda ni cslá contenida


en la fe cristiana, sino la fe cristiana en la Palabra de Dios. Son dos
cosas bien distintas, por más que se hable, desde el otro lado, del lla-
mado contenido objetual de la fe. Y si se invierte la relación, la consc-
55 cuencia inevitable serán falsificaciones sobre falsificaciones, en toda la
línea y en todos los puntos» lM. Las palabras de Barth se oyen como un
eco de la crítica que le hacía Valentín Locschcr a la vinculación pietis-
ta de la teología al sujeto creyente- La historia de la teología neopro
tcstante ha dado la razón, en sus grandes líneas, a la critica que Barth
(y ya antes que él, Erich Schadcr) le dirigía a una cierta concepción
antropocéntrica equivocada, por opuesta a las implicaciones de un len-
guaje serio sobre Dios. La rectificación de este diagnóstico no permite,
claro está, una vuelta a los planteamientos de la antigua Dogmática pro-
testante. La concepción veteroprotestantc de la inspiración de la Escri-
tura no es rcslaurable. También Barth lo vio asi y sustituyó la forma
antigua de la doctrina del primado de la Palabra de Dios por la de las
tres modalidades de la Palabra en la predicación, la Escritura y la reve-
lación. Pero, como acabamos de poner de manifiesto con nuestras refle-
xiones acerca de la audacia, el valor y la petitio principa, esla nueva
construcción doctrinal siguió siendo deudora del subjetivismo de la fe
del que Barth quería distanciarse. Con la apelación de 1932 a la Iglesia
como sujeto de la Dogmática, más que solucionar el problema, lo que
justamente se hizo fue camuflarlo. Pues el concepto de Iglesia ha de ser
desarrollado él mismo en la Dogmática como algo más que un fenómeno
cualquiera de asociación religiosa entre otros tantos. Quien quiera li-
brarse del subjetivismo fiducial propio de la fundamentación neopro-
testante de la Dogmática y devolver a la teología de un modo nuevo el
primado de la Palabra de Dios, deberá darse razón de los motivos que
condujeron desde finales del siglo xvm al cambio de paradigma intro-
ducido por Schleiermacher en la fundamentación de la Dogmática. Barth
lo hizo a su manera en su historia de la teología insertando el giro an-
tropocénlrico de la teología más reciente en el contexto de la antropo-
centrización general que se observa en la historia de la cultura y de la
sociedad del siglo xvui en general De esta descripción se podría dis-
entir como mucho la valoración que Barth hace del acontecimiento y de
la motivación que le atribuye: la rebelión del hombre contra Dios. Pero
el hecho en cuanto tal es indiscutible, aun cuando su explicación verda-
dera haya que buscarla en las dinámicas que necesariamente resultaron
del callejón sin salida al que condujeron las controversias confesionales
del tiempo posterior a la Reforma y, en particular, de la situación de
tablas en la que quedaron después de las guerras de religión del si-
glo xvn las diversas confesiones. Ahora bien, no se puede entender el

IH Die christliche Dogmatik im Entwurf, 1927, 87

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4. Evolución y problema de los ^Prolegómeno* 47

cambio de paradigma que nos ocupa ni sólo ni principalmente como en


función de otros cambios culturales generales. Si asi lo hiciéramos, es*
{arfarnos dando por supuesta la usual comprensión crítica de la religión
como un epifenómeno, mero eco de otros procesos. El cambio de para- 56
digma teológico tiene motivos que radican en la evolución de la discu-
sión teológica misma y, más precisamente, en la disolución del antiguo
principio protestante de Escritura con su formulación propia en la doc-
trina de la inspiración. Si uno se fija bien, lo que sucedió no fue que se
hiciera insostenible la fundamentación de la teología cristiana en la
Escritura como norma de su contenido, sino más bien el intento de es-
tablecer la verdad divina de todas sus partes y detalles a través del
modelo de la inspiración verbal, y de hacer pasar dicha verdad por un
presupuesto que ya no puede luego ser objeto de la discusión teológica
o dogmática. Esto es lo que no era sostenible a la larga frente a los
nuevos conocimientos de las ciencias naturales, de la geografía y de la
historia. Y la idea de la acomodación, que había sido introducida para
defender el origen divino de cada una de las palabras de la Escritura,
acabó por vaciar de contenido dicho intento.

Lo que en principio resultaba entonces pensable era tratar a la Es-


critura como un testimonio histórico de lo originariamente cristiano y,
en este sentido, y a pesar de toda la relatividad epocal de sus contenidos,
como norma permanente de la identidad de la fe cristiana. Y, en efecto,
en esa dirección iba la distinción entre Escritura y Palabra de Dios que
se fue imponiendo progresivamente desde Semler, Pero la cuestión era
entonces cómo y con qué criterios normativos discernir en una Escri-
tura que había de ser comprendida históricamente lo que es realmente
en ella Palabra de Dios. Aquí es donde ya Semler y sobre todo luego
Schlciermacher pusieron en acción su comprensión subjetivista del «tes*
timonium internum» del Espíritu Santo o, lo que es lo mismo, la ape-
lación a la experiencia de fe. La seducción que esta idea ejercía en la
nueva coyuntura procedía de que parecía prometer una recuperación
de la anterior garantía de todos los contenidos de la fe cristiana: una
garantía que si antes era ofrecida por la doctrina ortodoxa de la inspi-
ración, ahora iba a radicar en la subjetividad de la experiencia.

No estaba nada mal insistir en la experiencia frente al objetivismo


y al autoritarismo de la antigua doctrina de la inspiración. En realidad
sólo podemos tener por verdadero y hacer propio lo que se acredita
ante nuestra experiencia. Lo problemático era más bien que, bajo el
influjo del pietismo y del movimiento «edificante», se tendía a estrechar
el principio de experiencia, pues se la reducía a la experiencia de con-
versión. Pero lo que ante todo resultó fatal fue que, apelando ahora a
dicha experiencia, se volvió a querer asegurar la verdad de la doctrina
cristiana en virtud de una garantía previa a todo tratamiento detallado
de sus temas, igual que se había hecho antes con la doctrina de la inspi-

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48 /. La verdad como tema de la teología sistemática

ración. La antigua doctrina protestante sobre la Escritura había fraca-


sado ya en este intento, y lo mismo le iba a pasar también a la funda-
mentación neopro testan te de la doctrina cristiana en la subjetividad del
acto de fe. a la que se confía la tarea de garantizar de antemano para
57 el creyente la verdad de dicha doctrina. Desafortunadamente no fue la
protesta teológica contra ese procedimiento —incompatible con la sobe-
ranía de la Palabra de Dios— ta que lo hizo fracasar. El ejemplo de Karl
Barth pone de manifiesto la trágica confusión en la que la teología se
vio envuelta en este punto. Si se insiste en querer dar por segura la
verdad de la fe cristiana ya antes de toda ponderación de sus contení'
dos, después de que se ha abandonado la idea de la autoridad doctrinal
infalible de los ministros de la Iglesia y tras la disolución de la antigua
doctrina protestante sobre la inspiración, difícilmente se encontrará otro
camino para ello que el del recurso al acto de fe, entiéndasele como
experiencia o como «audacia». Igual que sucedió en su tiempo en el
caso de la doctrina de la inspiración, la evidencia de que este intento
de autoaseguración de la conciencia cristiana de verdad es insostenible
se le impone de nuevo hoy a la teología evangélica desde fuera; desde
la incompatibilidad de ese tipo de argumentación con el auténtico cri-
terio de experiencia. Una experiencia particular no es nunca mediación
de una certeza absoluta, incondícionada, sino, en todo caso, de una cer-
teza necesitada de clarificación y de confirmación en el curso futuro
de la experiencia. Es cierto que en tal certeza subjetiva se experimenta
ya la presencia y la incondicionalidad de la verdad, pero sólo como anti-
cipación de su confirmación y acreditación en la continuación del pro-
ceso de la experiencia. La certeza subjetiva se encuentra condicionada
de este modo porque la experiencia humana es finita- Afirmar que hay
una certeza acondicionada, independiente de todo examen y de toda
acreditación ulteriores, es sólo posible con la violencia de un empeño
subjetivo del yo creyente que se establece a sí mismo como lugar de la
verdad absoluta. No sin razón se ha identificado este fenómeno como
una variante de un cierto fanatismo irracional, del que se dan muestras,
por cierto, no sólo entre los cristianos. Esas manifestaciones no tienen
ya explicación racional, sino psicológica* De ahí que el subjetivismo fi-
deísta, la «huida al compromiso* ,l5 , ponga de jacto a la fe en manos
de la crítica psicológica atea de la religión, la cual reduce la irraciona-
lidad de la necesidad de creer a sus raíces mundanas. Estas conexiones
fueron también descubiertas por Barth con una agudeza y precisión a
las que nada afecta el hecho de que él no fuera capaz de sacar a la

IB Así reza el título del libro de Wt W. BARTLEY, The Retrcat to Commitmem,


1961, que ofrece una aguda diagnosis de la situación de la teología prorestante de
mediados del siglo xx bajo el punto de vista del que hablamos aquí. (_"f. al res-
pecto del Autor, Teoría de ta ciencia y teología, 1981, 51ss [1973, 45ss].

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5- La verdad de la doctrina cristiana como tema de la sistemática 49

conciencia cristiana de verdad del callejón sin salida del subjetivismo


fideísta ni de su desamparo frente a la crítica atea de la religión.
Pues bien, ¿qué significa para la conciencia creyente cristiana y para
la Dogmática renunciar al aseguramiento previo de su conciencia de
verdad? En todo caso con ello no se quiere renunciar a la pretensión de
verdad de la doctrina cristiana. Se trata más bien de hacer precisamente
de ella el tema a tratar.

5- LA VERDAD DE LA DOCTRINA CRISTIANA


COMO TEMA DE LA TEOLOGÍA SISTEMÁTICA

La Dogmática cristiana, justamente en su historia más reciente, más


que declarar la cuestión de la verdad de la doctrina cristiana como tema
de su trabajo, ia ha considerado como su presupuesto formal. Por parte
de la Dogmática protestante esto aparece con claridad en el desarrollo
que los Prolegomena fueron experimentando desde el siglo xvi. De una
u otra manera, al tiempo que se decidía en ellos sobre la fuente o el
principio de la doctrina cristiana, se resolvía también la cuestión de su
verdad ya antes de comenzar a tratar sus diversos temas. Cuando se
llegaba a éstos era ya sólo para ver cómo se derivaban de aquella fuente.
Plantear el tema de la «verdad de la religión cristiana» era algo que se
le reservaba a la apologética. La Dogmática —salvo excepciones— se
ocupaba sólo de su contenido* De un modo análogo se fue configurando
en la teología católica la distinción entre teología fundamental y teología
dogmática. Si a la primera le correspondía la tarea de fortalecer la cre-
dibilidad de la revelación cristiana, a la segunda le tocaba desarrollar
su contenido. Pero ¿está justificada objetivamente una separación de
cometidos como ésta? ¿No tendrá que ir unida a la exposición del con-
tenido de la doctrina cristiana la cuestión de su verdad y de su sentido.
si lo que se quiere hacer no es un inventario de curiosidades históricas.
sino la presentación de dicha doctrina como revelación de Dios? De he-
cho una separación completa de la exposición dogmática y de la cuestión
de la verdad tampoco se ha dado nunca en ninguna parte. Por lo gene-
ral también se esperaba de la Dogmática que defendiera y fortaleciera
argumentativamente el contenido doctrinal que exponía. La misma forma
sistemática de su presentación hizo que de fado haya desempeñado
siempre esa tarea (cf. más arriba el apartado 3) en relación con la uni-
versalidad de su contenido que, fundada en la idea de Dios, hace refe-
rencia a toda la realidad del mundo desde la creación hasta su consu-
mación escatológica. Si se expone la unidad de la creación con la his-
toria de salvación, incluso ante el pecado y el mal de mundo, se estará
de hecho corroborando al mismo tiempo la unidad de Dios como crea*
50 /, La verdad como tema de la teología sistemática

dor, reconciliador y salvador del mundo y, con eso, también su verdad.


su divinidad.
A la inversa, cada cosa particular que la Dogmática refiere a la ac-
ción de Dios, queda así referida también al mismo tiempo a la totalidad
59 del mundo. Esto se ve muy bien en la Cristología 11 *. Pero no vale me-
nos de la relación de todos los demás temas particulares con Jesucristo
y con el Logos divino manifestado en El* La universalidad del tema dog-
mático, que se basa en la idea de Dios, y q u e se expresa en la comprehen-
siva sistematización conceptual de la exposición dogmática, tiene, p u e s ,
sin duda, algo q u e ver con la pretensión de verdad propia de la doctrina
cristiana y con la percepción q u e de ella tiene la Dogmática. En relación
con dicha pretensión está además el hecho de que en la presentación
del m u n d o , del h o m b r e y de la historia a la luz de la revelación de Cristo
se incluya el saber extrateológico acerca de esos mismos temas, en par-
ticular del saber filosófico, orientado ya, por su parte, a la cuestión de
la realidad en su totalidad: también asf está en juego la coherencia
universal de la doctrina cristiana y, por consiguiente, su verdad. Pero,
entonces, ¿qué significa todavía que la Dogmática no tematiza casi nun-
ca formalmente la verdad de la doctrina cristiana, sino q u e la presupo-
ne? Significa que no hay lugar en su problemática para un tratamiento
expreso ni, desde luego, sistemático de la pretensión de verdad de la
doctrina expuesta, sino que en la mayoría de los casos se la recibe sim-
plemente de un m o d o afirmativo. En ese modo de proceder late un mo-
tivo relacionado con la orientación teocéntrica de la Dogmática y que,
p o r eso, ha de ser recogido también en nuestra exposición: lo que se
tematiza es la definición positiva del m u n d o , del h o m b r e y de la historia
desde Dios. La peculiaridad del concepto mismo de Dios lo pide así.
Pero esto no excluye q u e se piense también en la Dogmática el cuestio-
namiento al que «el mundo» somete a la revelación cristiana c incluso
a la realidad de Dios. Que la realidad y la revelación de Dios estén en
cuestión en el mundo es algo que pertenece a la realidad misma del
m u n d o que la Dogmática ha de pensar como mundo de Dios. Lo q u e la
doctrina cristiana diga no llegará a la realidad del mundo, se quedará
suspendido en el aire sobre ella —y, p o r tanto, no será verdadero— si
no asume como interrogante de la propia conciencia de verdad la pro-
blematización, la negación y el alejamiento de la realidad de Dios en los
que el mundo se encuentra. Incluso el hecho de que la realidad de Dios
está en cuestión en el m u n d o h a b r á de tener su fundamento en Dios
mismo, si pretendemos q u e El es el creador del mundo- Por eso la
exposición de la doctrina cristiana no debe partir del presupuesto de su
verdad. A la hora de darse expresamente razón de sí misma, debe hacer

ii* Sobre la universalidad de las proposiciones dogmáticas, cf. del Autor. ¿Qué es
una afirmación dogmática?, en Cuestiones fundamentales de teología sistemática,
27-52# esp. 42$ [I, 1967, 159-180, csp. I72sJ.

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5* La verdad de ¡a doctrina cristiana como tema de la sistemática ^

algo que en la práctica hace ya de Iodos modos: plantearse el hecho de


que la revelación y la realidad de Dios están en cuestión en el mundo*
Es sin duda cierto que la teología cristiana no puede darse sin sus
presupuestos propios. La Dogmática tiene también toda una serie de
ellos: en primer lugar presupone el hecho de que hay una doctrina cris-
tiana y, con ello, la compleja realidad del cristianismo y de su historia,
los frutos culturales procedentes de él y, ante todo, la predicación y la
vida litúrgica de la Iglesia. También presupone la función que le surge
bien pronto en la historia del cristianismo a la Biblia como punto de
referencia y como criterio de la identidad cristiana de la doctrina ecle-
siástica y teológica. Todo ello precede a la reflexión teológica y le viene
dado como realidad histórica, incluidas las diversas pretensiones de ver-
dad implicadas en todo ello. Pero lo que no se debe presuponer es la
verdad divina que la tradición doctrinal cristiana reclama para sí. Esta
pretensión ha de ser presentada, examinada y, si es posible, corrobora-
da por el trabajo teológico y debe, por ello, ser tratada como algo abier-
to, no decidido ya de antemano. Es justo eso lo que la hace interesante
a la teología: que al paso de su pensar y argumentar es la razón de
dicha pretensión de verdad lo que está en juego.
El interés subjetivo del individuo por las cuestiones de la doctrina
cristiana radica las más de las veces en el indeclinable interés que tiene
la fe cristiana en cuanto tal por la verdad del mensaje y de la tradición
doctrinal cristianos. El cristiano que hace teología, antes de dedicarse a
sus investigaciones, ya confía, por su fe, en la verdad del mensaje. Es
verdad que la teología tiene también su función en el proceso por el cual
alguien se hace cristiano, pero podemos prescindir ahora de ella. Por
regla general, la fe es previa a la reflexión teológica. Y, sin embargo,
la certeza de la fe no hace sin más innecesario el cercioramiento teoló-
gico sobre la verdad de la doctrina cristiana. Está muy claro que a éste
le ha tocado desempeñar en la historia del cristianismo una función
muy importante para la misma fe* Lo trataremos más abajo con mayor
precisión* La certeza personal de verdad propia de la fe está siempre
necesitada de una confirmación continua por medio de la experiencia
y de la reflexión y, de este modo, se encuentra de por sí abierta también
a su acreditación en el campo de la argumentación, en el que se trata
del carácter umversalmente vinculante de la verdad creída* No hay
verdad alguna que sea sólo subjetiva ) p . La conciencia subjetiva de ver-
dad* por mayores que sean las tensiones que aquí puedan darse, no
puede renunciar por principio a la universalidad y a la validez universal
de la verdad: mi verdad no puede ser sólo la mía* Si no se la puede
sostener al menos en principio como verdad para todos —aunque, en

•n Véanse, al respecto, las instructivas explicaciones de W. KAULUI, Wisscnschaft,


Wahrhcit, Existenz, 1960, 56ss, «p* 65 y 66s, así como 69ss.

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52 /. La verdad como tema de la teología sistemática

su caso, casi nadie m á s estuviera en situación de poder verlo así— deja


también irremisiblemente de ser verdad para mí.
En la teología se trata de la universalidad de la verdad revelada
y, p o r consiguiente, de la verdad de la revelación y de Dios mismo-
61 En el sentido al que nos hemos referido más arriba esto siempre ha
sido así, aun cuando la teología se entendiera a sí misma como una
ciencia de autoridad o como autopresentación de un determinado punto
de vista de Te subjetivo o comunitario y procediera, p o r tanto, como s¡
la cuestión de la verdad estuviera ya solventada. Claro que estas concep-
ciones estrechas de su tarea dañaron considerablemente la contribución
de la teología a la conciencia cristiana de verdad. Porque entonces la
forma racional de la argumentación teológica aparecía inevitablemente
como algo superficial que no toca en absoluto el núcleo de la cuestión,
la fe. Y una argumentación así da la impresión de ser poco seria, pues
parece q u e le falta la apertura de resultados y el riesgo propios de u n a
ponderación no sometida m á s q u e a la verdad. Hay quien ha hablado.
pensando en ella, de «pensamiento advocatorio» l B , es decir, de aquél
para el que los resultados están seguros ya desde un principio con indi-
pendencia del peso de los argumentos, de m o d o q u e a éstos no les queda
ya m á s q u e la función retórica de convencer propiciando la apariencia
de racionalidad. No son necesarias prolijas demostraciones para hacer
ver c u á n t o ha contribuido y contribuye todavía hoy al descrédito de la
teología ese m o d o de concebir la argumentación teológica. Sólo le su*
pera en ello el espectáculo de u n a «teología» a la que su propio objeto
se le diluye entre las m a n o s de la frivolidad de su reflexión y que ha
alcanzado su forma más extrema en la llamada «teología de la muerte
de Dios».

Anselmo de Canterbury pedía a la teología que en el c a m p o de su


argumentación investigara sola ratione lo creído subjetivamente y, p o r
tanto, q u e no hiciera del presupuesto subjetivo de fe el punto de partida
de la argumentación: sólo cuenta el peso de los argumentos mismos"*.
Hoy no se piensa ya lo mismo que en los tiempos de Anselmo sobre
cuál ha de ser la forma posible o adecuada de dichos argumentos y,
sobre todo, acerca de si se les puede atribuir el poder constringente de
una necesidad lógica. Pero incluso una argumentación orientada tan sólo
a u n a plausibilidad racional resulta imposible cuando para ello se aduce

M<
Formulación de Karl Jaspcrs.
M9 La comprensión del método teológico de Anselmo de Canterbury que insi-
nuamos aquí es la defendida por la mayoría de los intérpretes de su obra; por
ejemplo, por R S. Samtrr (LThK, 1937 (2.* cd.)F 592-594), el autor de la edición cri-
tica completa de sus escritos. Opuesta es la de K. BARTH, Fides quaerens inteltectmtf-
Anseíms Beweis der Extstenz Cotíes im Zusammenhaiig seines theologischen Prfr
gramsf 1931. Cf. también P, MAZMREUA, // pensiero specularivo di S. Anselmo d'
Aosta. Padua 1962. 103-169.

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5, La verdad de la doctrina cristiana como tema de la sistemática 53

la fe ya como premisa. Un cercioramienio racional de la fe acerca de la


verdad umversalmente válida de su contenido sólo es alcanzable por
medio de u n a discusión llevada con apertura total, sin introducir ase-
veraciones de compromiso personal justo tal vez cuando se han acabado
los argumentos- Precisamente el cristiano habría de concederle al con-
tenido de su fe la capacidad de hacer brillar por sí mismo su verdad 62
divina sin necesidad de ningún dispositivo previo para asegurársela.

Ahora bien, si la exposición sistemática de la doctrina cristiana q u e


hace la Dogmática no da ya por supuesta su verdad, sino que hace de
ella el objeto de un discurso del que no se excluye la problematicidad
de dicha verdad, ¿no se convierte entonces la argumentación racional
en la instancia q u e decide en favor (o en contra) de la verdad de la fe?
¿No se hace depender así a la fe de criterios propios del juicio racional
y, en definitiva, del hombre, sujeto de su pensamiento?
Hacer un juicio sobre verdad y falsedad es sin duda alguna —como
todo juicio*— algo condicionado subjetivamente. Con todo, la verdad no
está a disposición del h o m b r e que juzga: éste la presupone y trata de
adecuarse a ella. En su universalidad, vinculante para todos, la verdad
es previa, le es dada al juicio subjetivo. Esta idea era el paso decisivo
de la argumentación de Agustín a favor del carácter divino de la verdad
(De lib. arb. II, 10; cf. 12). No es éste todavía el lugar para ponderar
hasta qué punto es un a r g u m e n t o concluyente a la hora de mostrar
la existencia de Dios. De momento nos interesa la conexión q u e Agustín
establece entre la idea de verdad y el concepto de Dios, porque pone de
relieve que la verdad no se encuentra a disposición del juicio subjetivo
y porque al mismo tiempo subraya el sentido específicamente teológico
de este asunto: la no disponibilidad de Dios mismo v. por consiguiente,
de la verdad del Dogma en cuanto dogma theou*

En contra de la conexión de la idea de la verdad con el con-


cepto de Dios establecida por Agustín se ha hecho valer una y otra
vez la concepción de la verdad como verdad de juicio, la sede de
la diferencia entre verdadero y falso en la facultad humana de dis-
cernir. Se dice que cuando Agustín define lo verdadero, como -id
quod cst» (Solit II, 5), a diferencia de lo falso, que es algo distinto
de lo que aparenta ser, está pasando por alto la relación de juicio
que se da en el concepto de verdad, es decir, la correspondencia
entre ittteilectus y res* Exactamente lo mismo que sucedía ya con
Parménides, para quien el concepto de verdad estaba constituido so*
lamente por la identidad consigo misma üe la coincidencia de todo
lo verdadero en la unidad de la verdad. Tomas de Aquino notaba
que la definición de Agustín no daba cuenta de la auténtica ratio
veri, es decir, de la correspondentia o «adaequatio rei ct intcllectus»
(De ver. I. 1 resp. y ad I). Y asi tiene, en efecto, que opinar quien
defina el concepto de verdad desde el acto de juicio. Pero si esto

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54 I, La verdad como tema de la teología sistemática

es suficiente o no es algo q u e sigue siendo discutido todavía incluso


en el debate de nuestros días sobre el concepto de verdad m .
Es verdad q u e también en este debate la idea de la correspon-
dencia o. lo q u e es lo mismo, la concepción de la verdad c o m o
juicio, es la dominante. Lo q u e las diversas teorías sobre la verdad
t r a t a n luego de hacer es ir eliminando la vaguedad de la idea de co-
rrespondencia buscando criterios q u e p e r m i t a n precisar c u á n d o y
en q u é condiciones se da y cuándo, por tanto, es verdadera una de-
63 t e r m i n a d a proposición. También la teoría de la verdad de Nicholas
Rescher, en su formulación primera, de 1973, se inspiraba en la dis-
tinción e n t r e concepto de verdad (en el sentido de correspondencia)
y criterios de verdad: el criterio de verdad de una proposición, en
el sentido de su correspondencia con su objeto, serta su coinciden-
cia con t o d o lo d e m á s tenido por verdadero. Pero la distinción en-
tre concepto y criterio de verdad ha sido puesta en c u e s t i ó n : ¿puede
ser criterio de la verdad algo q u e no pertenezca ya a su concep-
to? 1 1 1 , Y Reschcr lia a c e p t a d o esta o b j e c i ó n 1 " ,
Ahora bien, entonces, si la coherencia o la unidad sin contradic-
ción de todo lo verdadero pertenece al concepto m i s m o de la verdad,
se plantea la pregunta de en q u é relación se e n c u e n t r a con ella la
«correspondencia* de juicio y objeto. Y no parece descaminado pen-
sar que esa «correspondencia» es una forma particular de la co-
herencia (como también lo sería, por cierto, el «consenso» de los q u e
enjuician algo con compentencia). Y así. la idea de la coherencia re-
sulla ser lo auténticamente fundamental en el concepto de verdad.
El aspecto del juicio —la correspondencia entre juicio y objeto— se
convierte también de este modo, igual q u e el consenso e n t r e los su-
jetos de dicho juicio, en un m o m e n t o derivado del concepto de ver-
dad. Y este concepto, cuando se entiende la verdad a p a r t i r de la
idea de coherencia, toma inevitablemente un giro ontológico: es la
coherencia de las c o s a s m i s m a s (no la q u e luego establece n u e s t r o
juicio sobre ellas) la q u e es constitutiva para la verdad de nuestros
juicios. Y e s t o significa q u e el peso de la idea parmenidiana y agus-
tiniana de verdad pone de nuevo de manifiesto q u e la idea de verdad
e s t á en conexión con el concepto de ser v también con la idea de
Dios, el Absoluto a b a r c a n t e de t o d o : sólo El puede ser el lugar onto-
lógico de la unidad de la verdad q u e viene exigida por la «cohe-
rencia» o unidad de t o d o lo verdadero.

La i d e a a g u s t i n i a n a de q u e Dios es la v e r d a d m i s m a (De ¡ib. arb.


I I , 15) se a p o y a en la p e r s p e c t i v a de la c o h e r e n c i a y de la u n i d a d de
todo lo verdadero- Dios es el lugar de esta unidad; es la v e r d a d idéntica

170
Sobre este debate, véanse, en particular, los volúmenes que citamos en las
dos próximas notas, uno escrito y otro editado por L. B. Puntcl.
i:t
Sobre la teoría de la coherencia de N. Reschcr sobre la verdad, cf. L. B. PUN-
TEL, Wahrhcitstheorien in der neueren Phüosophie, 1978, 182-204. También aquí (203s)
se manifiestan dudas sobre la separación entre concepto y criterio de verdad* Y
véase, además, k> que se dice sobre B. Bianshard (I74ss), quien ya en 1939 había
mantenido la tesis de que la «coherencia* sólo puede constituir un criterio de la
verdad si pertenece también a su concepto.
122 N. RESOIQI, Truth ax Ideal Coherence, 1985 (editado en alemán por L. B. PUN-
TO., en Der Wahrhcit$begrifft Darmstadt 1987f 284-297).

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5* La verdad de la doctrina cristiana como tema de la sistemática 55

consigo misma, y, por tanto, inmutable, que abarca y encierra en sí


misma a todo lo verdadero (ibid*, II, 12). El empeño humano de «cohe-
rencia» no puede, entonces, ser más que un rehacer siempre imperfecto
e inacabado, un repensar aquella unidad de todo lo verdadero que se
funda en Dios. O, si esta unidad de todo lo verdadero en Dios tuviera la
forma de una historia que sólo llegaría a su consumación en el proceso
del tiempo, aquel empeño humano no seria más que un proyecto anti-
cipativo (Vorentwttrf) de ella. Y esto vale también para la exposición
sistemática de la doctrina cristiana que se hace en la Dogmática; sólo
puede ser una reproducción o un proyecto anticipativo de la relación
en la que se encuentra la revelación de Dios con la unidad en El fun-
damentada del mundo y de la historia. La Dogmática no puede apresar
la verdad de Dios en cuanto tal ni presentarla empaquetada en fórmu-
las. En la misma medida en la que está empeñada en comprender y
exponer la verdad, está también siempre atada, en su capacidad de
corresponder a la verdad de Dios, a la conciencia de que nuestra teolo-
gía es un esfuerzo humano de conocimiento, sujeto, en cuanto tal, a los
condicionamientos de la fintuid.

La finitud del saber teológico no se debe sólo a la limitación de


nuestra información sobre un «objeto» que es infinito, según afirma la
tradición entera, ni sólo a las limitaciones de nuestra elaboración de
dicha información; se debe también, y de modo muy especial, a la tem-
poralidad que le es propia: según el testimonio bíblico, la divinidad de
Dios sólo se manifestará de modo definitivo e indubitable al final de
los tiempos y de la historia. Cada una de las posibles posiciones en el
tiempo debe esperar del futuro la manifestación de lo que resulte real-
mente consistente, fiable, por eso, y, en este sentido, «verdadero». La
comprensión bíblica de la verdad, exactamente igual que la griega, con-
cebía lo verdadero como lo que es consistente y fiable por ser idéntico
consigo mismo. Pero quería entender la identidad de lo verdadero con-
sigo mismo no como un presente eterno más allá del fluir del tiempo,
sino como lo que resulta y se acredita de por si como consistente en
medio del paso de los días m. No se separa el tiempo de la experiencia
del ser y de su verdad. Es un modo de entender las cosas que nos parece
muy cercano a la orientación experiencial del pensamiento postidealista
de la Modernidad, en especial a la conciencia de la relatividad que liga
toda experiencia al lugar histórico en el que ha sido hecha, la conciencia
de la historicidad. Esta relatividad no tiene por qué significar que no
hay nada absoluto y que. por tanto, tampoco hay ninguna verdad que
permanezca absolutamente como verdad. La relatividad es, en cuanto
tal, relativa a la idea de lo absoluto, hasta tal punto que si esto no se

•i* Cf. del Autor, ¿Qué es ¡a verdad?, en Cuestiones fundamentales de teología


sistemática, 1976. 53-76, csp. 5Sss [I. 1967, 202-222, esp 305s).

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>t> I. La verdad como tema de la teología sistemática

diera, también ella desaparecería. Pero, al menos para nosotros, el ca-


rácter absoluto de la verdad sólo resulta accesible en medio de la relati-
vidad de nuestra experiencia y de nuestra reflexión. Lo cual significa,
teniendo en cuenta la historicidad de nuestra experiencia, que —como
Dilthey ha mostrado— no somos capaces de determinar definitivamente
el verdadero significado de las cosas y de los acontecimientos de nuestro
mundo mientras continúe el curso de la historia114- De todas maneras,
cuando afirmamos atgo sobre ellas, sí que determinamos de hecho el
significado de las cosas y de los acontecimientos. Pero esas afirmacio-
nes y asignaciones de significado se apoyan en una anticipación. Asf
sucede incluso en el ámbito de los acontecimientos naturales que se
repiten de una manera casi idéntica. Si no anticipáramos que los movi-
mientos celestes tienen una forma aproximativamente igual no tendría
ningún sentido contar los días y los años, hasta llegarían a perder todo
65 sentido estas palabras. En el caso de los episodios de la historia de nues-
tra vida y de los acontecimientos de la historia de nuestras sociedades»
el significado que les atribuimos depende más aún de una anticipación
de la forma completa de esas realidades que se está desarrollando to-
davía en el correr de la historia, es decir, de una anticipación de su
futuro. Las anticipaciones se modifican continuamente al paso del avan-
ce de la experiencia, pues los horizontes se van desplazando con el ca-
mino. Y así, con el paso del tiempo, va saliendo a la luz qué es aquello
en nuestro mundo que era desde los principios consistente y «verda^
dero» y qué era, por el contrario, inconsistente, por más firme y per-
manente que hubiera podido parecer. Las limitaciones que conlleva la
historicidad de la experiencia humana se manifiestan especialmente en
el caso de la experiencia de Dios, pues El no es ningún objeto identifi-
cable en ningún momento en el mundo habitado por los hombres y su
realidad va estrechamente unida a la experiencia del poder sobre el
mundo y sobre la historia que se le pueda atribuir, es decir, sobre la
totalidad del mundo y de la historia* Por eso, sólo el futuro último del
mundo y de su historia podrá mostrar de modo definitivo c incontesta-
ble la realidad de Dios- No se excluye con ello la posibilidad de una
experiencia provisional de la realidad de Dios y de su consistencia en
medio del paso de la historia. Pero todas las proposiciones que se re-
fieran a ella descansan, de una forma específica para todo lenguaje hu-
mano acerca de Dios, sobre la base de anticipaciones de la totalidad del
mundo y, por tanto, sobre el futuro por acontecer de su historia incon-
clusa. La historicidad de la experiencia y de la reflexión humana cons-
tituye la limitación más importante justamente también de nuestro co-
nocimiento humano de Dios. Todo lenguaje del hombre acerca de Dios,

iw Cí. del Autor, übcr historische und theologische Hermeneutik, en Gmndfra-


gen systcmatischer Theologie. I. 1967. 123-125, csp. H3s.

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5. La verdad de ia doctrina cristiana como tema de la sistemática 57

sólo a causa de su historicidad, es ya inevitablemente insuficiente p a r a


un conocimiento pleno y definitivo de la verdad divina. Y así es tam-
bién en el caso del conocimiento de Dios basado en su revelación histó-
rica, como todavía tendremos ocasión de analizar luego con más detalle.
Es precisamente el conocimiento propio de la teología cristiana el que
es siempre un «fragmento» en comparación con la revelación definitiva
de Dios en el futuro de su Reino (1 Cor 13,12). Para ser consciente de la
finitud del conocimiento teológico no le debería hacer ninguna falta al
cristiano el ser adoctrinado por la reflexión moderna sobre la finitud
de nuestro saber, aparejada con la historicidad de la experiencia: ya
está instruido ai respecto p o r la descripción bíblica de la situación del
hombre, y del hombre creyente, ante Dios. Saber que todo lenguaje
sobre Dios es finito e inadecuado es algo propio de la lucidez teológica.
Y esto no lleva en m o d o alguno a minimizar los contenidos de dicho
lenguaje, sino q u e es j u s t a m e n t e la condición de su verdad. Sabiendo
eso, el lenguaje sobre Dios se convierte en u n a doxología en la que el
h o m b r e se eleva p o r encima de las limitaciones de su propia finitud
hasta la idea del Dios infinito 12 *. Y tampoco por ello tienen q u e diluirse
los perfiles conceptuales en algo indeterminado. La doxología puede
perfectamente adoptar también la forma de una reflexión sistemática.
Si afirmamos q u e en la exposición sistemática de la doctrina cris-
tiana está en juego su verdad, no queremos, pues, decir con ello que
sea el teólogo dogmático quien decide dicha verdad. Sus intentos de
pensar la coherencia de la doctrina cristiana y, por tanto, la unidad del
mundo, de su historia y de su futura consumación como expresión de
la unidad de Dios, son sólo reproducción y proyecto anticipativo de la
coherencia misma de la verdad divina. Se basan en anticipaciones que
reproducen la prolepsís del eschaton acontecida en la historia de Jesu-
cristo y que, ante Dios, tienen la función de la doxología. Decidir acerca
de su verdad es cosa del mismo Dios* La decisión será definitiva con la
consumación del Reino de Dios en su Creación, y es ya provisional en
el corazón de los hombres gracias a la acción probatoria del Espíritu
de Dios.
En vista de lo dicho no tendría tampoco que parecer ya extraño que
tanto a las proposiciones de la Dogmática como a las afirmaciones de
la doctrina cristiana expuesta por ella les atribuyamos el status cien-
tífico-teórico de hipótesis ** En a m b o s casos se trata de proposiciones

i» Véan&c a este respecto mis explanaciones en torno al carácter proMptico y


doxológico de las afirmaciones dogmáticas en ¿Qué es una afirmación dogmática/,
en Cuestiones fundamentales de teología sistemática, 1976, 27*52, 45ss (I, 1967. 159*
ISO. 174M1.
"» Cf. del Autor. Teoría de ta ciencia y seotoxia, 1981, 33&350 (1973, 3M-346]. Este
rema desempeñó su papel en mi diálogo con G. Sauter, que deseaba reducir la
aplicación del concepto de hipótesi» a las proposiciones teológicas, sin extenderlo
a las proposiciones primarias de la íe: cf* W. PAKNENBERG/G. SAUTER/S. M. DAECXE/1

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3* /_ La verdad como tema de la teología sistemática

que ni son evidentes de p o r sí ni son necesarias consecuencias lógicas


de o t r a s proposiciones de tal carácter. Son afirmaciones q u e , desde un
p u n t o de vista formal, pueden ser verdaderas o pueden ser falsas. Por
t a n t o , se les p u e d e plantear con sentido la cuestión de si son acertadas.
es decir, si s o n verdaderas y si su verdad depende de condiciones no
d a d a s ya j u n t o con la afirmación misma. Así, p o r ejemplo, la afirma*
ción de q u e Jesús fue crucificado bajo Poncio Pilato es una constatación
histórica cuya pretensión de verdad ha de ser enjuiciada según los cri-
terios históricos comunes. La afirmación de que Jesús resucitó de entre
los muertos es más compleja en cuanto q u e presupone la posibilidad
de un acontecimiento del tipo de una resurrección de un m u e r t o : un
supuesto que sólo dejará de ser discutido c u a n d o sea una experiencia
general que los muertos resucitan- Ahora bien, la designación de J e s ú s
como el Hijo de Dios presupone tanto su resurrección de entre los
muertos como la confirmación que ella significa de su actuación en el
m u n d o . Es decir, q u e la verdad de todas estas afirmaciones depende de
67 ciertas condiciones que pueden ser objeto de opiniones diversas y que
de hecho lo son; condiciones q u e , en todo lo que toca a la filiación divina
de Jesús, tienen q u e ver con la comprensión última de lo que sea la rea-
lidad en cuanto tal. Las afirmaciones son v e r d a d e r a s si sus condiciones
son ciertas. Mientras sea posible la d u d a acerca de é s t a s , la validez de su
verdad es «hipotética» en el sentido más amplio de la palabra 1 7 7 . Pero

H. N. JANOWSII, Grundlagcn der Theoiogie — ein Diskurs, Stuttgart 1974, TQss, Véa-
se también G. SAITER, überlegungen tu einem wciteren Gesprüchsgang über ^Theo-
iogie und Wissenschaftstheorie*, en Evangellsche Theoiogie 40 (1980) 16M68, esp. 162s
y mi
t;:
respuesta, ibd. 168ss, esp. 170-173.
El concepto de hipótesis se utiliza habhualmcnte en sentido restringido para
supuestos a los que -se considera» verdaderos con el fin de describir o explicar
otros asuntos, aunque su propia verdad esté en principio en discusión. Este era
el uso lingüístico antiguo (cf, A. SZAK>, en HWPh 3, 1974, I260s> con el que coinci*
den también las breves explanaciones de Nt Rcschcr (Ibd.. 1266), El concepto expe-
rimenta una ampliación con el análisis del lenguaje que hace el llamado positivis-
mo lógico. Así. R. Caroap designaba como hipótesis en 1928 a todas aquellas afir*
mac iones que. aun siendo «llenas», porque cabría pensar en «experiencias» capa-
ces de decidir sobre su verdad o falsedad, no han sido hasta ahora examinadas y
validadas de dicha manera (Scheinprobíeme in der Phitosophie, reimpresión cd. por
G. Patzig. 1966, 52, cf. 50). Las -experiencias» que dan soporte a afirmaciones «va-
lidadas», y que habrán de darlo todavía a otras, son percepciones sensoriales reco*
gidas y acuñadas en proposiciones de observación. Para M. Schltck (Über das Fun-
dament der Erkenntnis, en Erkenntnis 4 (1934) 79-99» esas «constataciones» son «las
únicas proposiciones sintéticas que no son hipótesis» (ibid*, 98)* Es decir, que, a di*
ferencia de Carnap, según Schlicfc también son hipotéticas las proposiciones reduci-
das a esta base, pues son dependientes de «constataciones». Pero, para Schlick,
incluso las constataciones no se pueden distinguir de las hipótesis más que en el
momento mismo de su formulación: desde ese momento se convierten en meras
hipótesis carentes de certeza Incontestable. De este modo, Schlick se convenía
en pionero de la crítica de que una certeza empírica pueda fundarse sobre tales
proposiciones; la critica posterior se dirigiría sobre todo al hecho de que en dichas
proposiciones-base se hace inevitable la utilización de términos generales (cf.
W. STEGUOUJ», Meraphysik, Skepsis, Wissettschaft, 1969 (2.' cd.)f 279-307). De aquí

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5. La verdad de la doctrina cristiana como tema de la sistemática r<

e s t o n o q u i e r e e n m o d o a l g u n o d e c i r q u e e l q u e p r o n u n c i a e s a s afirma-
c i o n e s d e j e d e l a d o s u v e r d a d °*. E s l o e s t a r í a , e n e f e c t o , e n c o n t r a d i c - 68
ción c o n e l c a r á c t e r p r o p i o d e las a f i r m a c i o n e s d e fe. S e r í a i n c l u s o in-
c o m p a t i b l e c o n l a e s t r u c t u r a lógica d e las a f i r m a c i o n e s e n g e n e r a l , p u e s
ya su mera formulación implica u n a pretensión de que lo afirmado es
v e r d a d e r o . P e r o e s a m i s m a e s t r u c t u r a lógica d e las a f i r m a c i o n e s con-
lleva t a m b i é n la p o s i b i l i d a d de q u e el o y e n t e o el l e c t o r s u s c i t e la cues-
tión de si s o n en realidad acertadas, es decir, de si es j u s t a su preten-
sión d e verdad* P r e c i s a m e n t e p o r q u e l a a f i r m a c i ó n n o e s u n a s i m p l e
expresión de un estado de ánimo, sino que implica u n a pretensión de
v e r d a d , es p o s i b l e la p r e g u n t a de si es a c e r t a d a o n o - La p o s i b i l i d a d de
q u e el o y e n t e o el l e c t o r (o, en su c a s o , c u a l q u i e r a en el p l a n o de la

que resulte comprensible que se haya podido extender el concepto de hipótesis a


toda proposición referida a la experiencia, como hizo ya en 1945 A. J. AYER en /-ow-
guage, Thruth and ÍA>gic {1* ed.). 93s: «Empirical propositions are onc and all
hypothcsís» {Lenguaje, verdad y lógica (Ed. Martínez Roca). Madrid 19S1. 109]. Es
una critica expresada en el fondo ya antes por L- Wittgenstcin en 1921 en relación
con el carácter asertórico de las proposiciones cuando decía en su Tractatus lógico-
philosophicus: «La proposición indica quó pasa si es verdad* Y dice que eso es lo que
pasa* (4.022). La combinación de un momento hipotético y de un momento aser-
tórico en las proposiciones empíricas lúe también puesta de relieve por C. J. U>
wis, An Analysis af Knowledgc and Valuation, 1W6, 22ss.
H* W. Jocst escribe que a la fe cristiana «o se confía uno incondicionalmente
o no se confía absoluto, pero de ningún modo se podrá hacerlo con una reserva
hipotética» (Fundamental! heotogic. THeologische Crundlag.cn- und Methodenproblc-
met 1974, 253). Y esto en. sin duda, cierto como descripción del acto de fe. Pero
la situación es otra en el caso de las proposiciones y afirmaciones a las que la fe
va unida, Es verdad que también ellas tienen un sentido asertórico. pero precisa-
mente por eso tienen también una estructura hipotética para quien las recibe o,
en su caso, en la perspectiva de la reflexión. Las formulaciones de Joest son siem-
pre poco clara» en este punto. Pues, por una parte, dice que la teología parte «de
un presupuesto de le* (tbid.. 240)* Ese «presupuesto fundamental* no lo podría
ella justificar ante ningún «foro general» (252)* No queda claro sí de lo que se
trata con dicho «presupuesto fundamental» es de determinadas proposiciones y
de su verdad. Porque Joest escribe también que el teólogo puede «comprender
cada una de sus proposiciones, con las que desarrolla y explica la revelación de
Dios en Jesucristo, como formulaciones provisionales dependientes de su acredi-
tación futura...» (253). ¿De verdad cada una de sus proposiciones? ¿También las
las de la doctrina eclesiástica y tas de la Biblia? Si es esto lo que se piensa, surge
entonces la dificultad de que sin esas proposiciones nosotros no podemos cono*
cer «la verdad de la manifestación de Dios en Jesucristo» (ibld.). ¿Y en qué re*
loción estaría entonces el «presupuesto fundamental» de la le con el hecho de que
todas esas proposiciones son provisionales y rcvisablcs? Jocst no ha respondido
a esta cuestión, si es que ha llegado a planteársela. Necesitaremos tratarla luego
más detenidamente cuando hablemos de la certeza de la fe. Ahora bien, sí tuviéramos
que entender a Joest en el sentido de que la provisíonalídad de la que habla sólo
se refiere a las proposiciones propias del teólogo y no a las de los credos ecle-
siásticos o a las de la Biblia, entonces se presentan de nuevo las aportas tradi-
cionales del problema de la certeza. Y mucho nos tememos que Joest las resuelve
de un modo subjetivista cuando escribe: «... la convicción de que la fe cristiana en-
cuentra en la revelación de Dios en Jesucristo el fundamento que la alimenta y la
sustenta... es ella misma un acto de esa fe» (ibid„ 253). Al menos la figura argu-
mentativa de la autofundamentación de la fe no es vista aquí como un peligro.

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60 /. La verdad como tema de la teología sistemática

reflexión) pueda tratar la «tesis» de una afirmación como «hipótesis*,


es decir, como pendiente todavía de examen y como, en todo caso, acep-
table por el momento, es ni más ni menos que condición indispensable
para que dicha afirmación pueda ser tomada en serio como afirmación
sobre un objeto distinto de la afirmación misma y del sujeto que la
expresa. Por tanto, cuando en el plano de la reflexión se tratan las afir-
maciones de fe como hipotéticas no se entra en contradicción ninguna
con su carácter asertórico. Al contrario, así es como se le toma en serio.
Y ese carácter desaparecería si no fuera posible preguntar con sentido
si la afirmación de fe es acertada o no- Porque entonces se estaría tra-
tando las afirmaciones de fe como simples expresiones subjetivas de
sentimiento sin ninguna pretensión «cognitiva» de verdad.
Del elemento hipotético encerrado en la pretensión de verdad de las
afirmaciones sólo se cae conscientemente en la cuenta en el plano de la
reflexión (o, en su caso, lo percibe el lector o el oyente) y no en el mo-
mento mismo de la afirmación; a no ser que quien las expresa haga ya
al mismo tiempo una labor de reflexión sobre la acogida escéptica que
sus afirmaciones podrían encontrar en otros. En el acto de afirmar se
da casi siempre por sentada de manera no totalmente refleja la verdad
de lo que se afirma. Es el oyente o el lector el que introduce la distin-
ción entre lo que se afirma y la cuestión de si es también verdad. Sólo
a él se le convierte la afirmación en una #pura afirmación», que habría
aún que examinar si es que no se le quiere atribuir gratuitamente su
carácter de verdad. Y con ello —repetimos— no se rechaza la afirma-
69 ción, sino que se toma en serio su intención de verdad. Esto es válido
también para las afirmaciones de fe y para su tratamiento teológico.
Valorarlas como afirmaciones no consiste precisamente en otorgarles
un asentimiento irreflexivo, sino en tomar su pretcnsión de verdad
como algo que merece ser examinado. Todo esto responde también a la
diferencia que hay entre las afirmaciones de fe y la verdad misma de
Dios que ellas quieren expresar y que el verdadero creyente tiene sienv
pre ante sus ojos como algo que sobrepasa infinitamente su propio len-
guaje y su capacidad de comprensión.

La verdad de Dios se encuentra entre la afirmación y la recepción


de la afirmación y constituye la norma última de tal recepción. Pero
es una norma que nosotros, los hombres, no podemos aplicar, pues
nadie la tiene a su disposición.
El plano de la reflexión teológica se diferencia del de las expresiones
que confiesan la fe en que en él se puede y se debe tener en cuenta que
tanto las proposiciones de fe como las de la teología, junto con la rea*
lidad que en ellas se afirma —y en primer lugar la misma realidad de
Dios—, están también en cuestión; porque el estar en cuestión es algo
propio de la realidad del mundo y de la historia que la Dogmática ha de
presentar como el mundo de Dios, como ¿1 mundo creado, reconciliado

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5. La verdad de la doctrina cristiana como tema da la sistemática 6L

y salvado p o r El- De este m o d o está presentando, a un tiempo, la divi-


nidad de Dios, glorificada por la creación y por su historia. Lo cual sig-
nifica que el hecho de que la existencia y la esencia de Dios estén en
cuestión en este m u n d o es algo que hay q u e entender como fundado en
Dios mismo, en o t r o caso seria una expresión de su impotencia y, en
definitiva, hasta u n a impugnación de su existencia.
La exposición sistemática de la doctrina cristiana t o m a al mundo, al
h o m b r e y a la historia como expresión y testimonio de la divinidad de
Dios- La historia del hombre y del m u n d o constituye para ella el medio
en el que se da la oposición del h o m b r e a Dios y también el paso hacia
su propia transformación en testimonio de la divinidad de Dios. Ese es
el significado de la historia como historia de la salvación en la doctrina
cristiana- La materia de ésta —en la secuencia de creación, pecado, re-
conciliación y consumación— ha sido siempre vista y distribuida desde
la perspectiva de una historia orientada hacia la salvación del h o m b r e y
hacia la renovación de la creación. Ahora bien, estos temas de la econo-
mía divina de la salvación no versan en realidad sobre algo adicional a
Dios, sino que lo que está en su c e n t r o y de lo que se trata en dicha his-
toria y en su exposición teológica es de la divinidad de Dios* La exposi-
ción de dicha historia será teológica en c u a n t o encuentre su unidad en su
carácter de testimonio de la divinidad de Dios. De modo que de lo que
trata la Dogmática, incluso cuando se dedica al mundo, al h o m b r e y a su
historia, es de la realidad de Dios. J u s t o así y sólo así trata también del
h o m b r e y del mundo- Dios es el tema único y abarcante t a n t o de la
teología como de la fe. Ninguna de las dos tiene o t r o tema más que EL
Pero hablar de Dios exige hablar también del m u n d o y del h o m b r e .
de su reconciliación y de su salvación. Declarar que Dios es el único
tema de la teología no es discutirles a la creación y al h o m b r e su dere-
cho de existencia j u n t o a El, sino reconocerles ese derecho que Dios les
otorga. En la existencia y en la consumación del m u n d o y del h o m b r e
se pone de manifiesto la divinidad de Dios, pero también es verdad que,
a la inversa, el mundo y el h o m b r e sólo tienen ser propio y sólo alcanzan
su perfección última glorificando a su Creador.
Así pues, la Dogmática, en c u a n t o exposición de la doctrina cristiana,
tiene que ser teología sistemática, es decir, doctrina sistemática acerca
de Dios y nada más "*. Al exponer sistemáticamente la doctrina cristiana
refiriendo todos y cada uno de sus temas a la realidad de Dios y ha-
ciendo así teología sistemática, se está ya tematizando también su ver*

iw por eso, la distinción entre Dogmática y Etica no se debe sólo a razones de


•economía del trabajo», como se ha afirmado recientemente con frecuencia (así,
por ejemplo. W. JOEST. Dognuuik, I* Ote Wirklichkeit Cotíes, 1984. 20) remitiéndose
a K. Barth i'KD i/2, 1938, 875-890), sino que tiene una fundamentación más mate-
rial: la Etica se dirige al hombre como sujeto de su actuación, mientras que la
Dogmática mira a Dios y a su actuación incluso cuando habla de la creación o de
la Iglesia.
7

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62 /. La verdad como tema de la teología sistemática

dad. Pues sólo en Dios tienen su verdad todas las afirmaciones de la


doctrina cristiana- Su suerte va unida a la de la realidad de Dios. Pero
ésta, dado que existe un mundo, depende, por su parte, de la gloría
que el mundo le tribute a Dios como a su creador, sostenedor, recon-
ciliador y consumador. Por eso, en la presentación sistemática del mun-
do, del hombre y de la historia en cuanto fundados, reconciliados y con-
sumados en Dios, se está tratando de la realidad de Dios mismo. En
dicha exposición está en juego la existencia de Dios y, juntamente con
ella, la verdad de la doctrina cristiana. Y esto no sólo en el tratado espe-
cial sobre la existencia, la esencia y los atributos de Dios, sino en todos
y cada uno de los puntos del desarrollo de los temas dogmáticos hasta
la Escatologfa.
Como teología sistemática, la Dogmática procede tanto asertóríca
como hipotéticamente: proyecta un modelo de mundo, hombre e his-
toria basado en Dios que, si es acertado, «demuestra» la realidad de
Dios y la verdad de la doctrina cristiana, es decir, las justifica mostrando
con su forma expositiva que son consistentemente pensables. De este
modo, la Dogmática interpreta la pretensión de verdad de la doctrina
cristiana: desarrolla cómo habría de ser entendido el conjunto de dicha
doctrina, con sus interconexiones, para que pudiera ser aceptada como
verdadera. Ahora bien, siendo coherentes con la interpretación dogmá-
tica del mundo, del hombre y de la historia como fundados en Dios,
habremos de ver que la decisión sobre la capacidad probatoria y sobre
la verdad de un proyecto dogmático no le corresponde al proyecto mis-
71 mo. Depende de que el mundo, el hombre y la historia resulten reco-
nocibles en ese determinado modelo tal y como los conocemos y hasta
donde los conocemos, es decir, de si es de verdad la realidad del mun-
do. del hombre y de la historia la que dicho modelo expone como fun-
dada en Dios. Por otro lado depende de si es legitima su apelación a la
doctrina cristiana, cuya presentación afirma realizar la Dogmática. Am-
bas cuestiones son objeto de discusión y motivan la critica tanto de
otras exposiciones anteriores de la doctrina como de los nuevos intentos
de desarrollar un modelo más fiel a la doctrina cristiana y más ade-
cuado a la realidad del mundo, del hombre y de la historia. La discu-
sión permanente sobre la coherencia de los modelos dogmáticos anti-
guos y nuevos nos hace caer en la cuenta de que no es lo mismo el
modelo que la verdad de Dios testimoniada de hecho por la creación
y por su historia. Pero, para consuelo del teólogo, podemos contar con
que no son sólo sus propios conocimientos los que son limitados, sino
también los de sus críticos. De modo que los diversos modelos en los
que se presenta la doctrina, a pesar de todas sus limitaciones, sí que
mantienen la capacidad de funcionar como exposición anticipativa de
la verdad de Dios, cuya manifestación definitiva en el mundo espera
la fe.

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% La vtrdud de la doctrino cristiana como t$ma de la sistemática 63

La presentación dogmática de la doctrina cristiana es siempre al


mismo tiempo una crítica de las formas en las que ésta habfa sido ya
expresada antes» sin que su intención de verdad hubiera encontrado en
ellas, bajo uno u otro punto de vista» una correspondencia adecuada.
Claro que también hay otro tipo de critica de la doctrina cristiana que
no adopta la forma de la exposición dogmática. Esa critica no piensa
sólo que es necesario revisar la forma de la doctrina cristiana, sino que
además tiene por caducada su misma pretensión de verdad- Con todo,
si se dirige a la totalidad, también este tipo de crítica tiene que adoptar
la forma de una exposición, tiene que intentar una reconstrucción de la
doctrina cristiana que trate de explicarla suficientemente desde motivos
y factores puramente antropológicos e intramundanos. Si esta critica
resultara ser coherente, el asunto dejaría ya de merecer ser discutido
en el futuro. En los casos extremos dicha crítica cree que ha terminado
en absoluto con la realidad de Dios. Para la Dogmática también son im-
portantes los argumentos de una crítica así. Asumiéndolos explícita o
implícitamente en su propia exposición fortalece su mostración dogmá-
tica de la realidad de Dios y de la verdad de la doctrina cristiana.

Por todo lo dicho, aunque trate todos los demás temas sub ratione
Deir como determinados por El y, por tanto, al tiempo que desarrolla
la idea de Dios, la Dogmática no puede comenzar directamente con la
realidad de Dios, Dicho con mayor precisión: la realidad de Dios se en-
cuentra dada en un primer momento sólo como una representación,
una palabra y una idea del hombre. Que haya que contar con Dios como
una realidad a la que tienden la representación y el concepto siendo
además distinta de ellos —y de qué manera habría que hacerlo— es algo
discutido. Si se pretende ignorarlo, habrá que pagar un alto precio por
ello: se estará dando así irónicamente por bueno que Dios es sólo una 72
representación humana. Quien quiera ir más allá, habrá de entrar en
esa discusión. Ya la cuestión de cómo es que los hombres llegan a con-
tar con Dios como una realidad pedirá entonces una cuidadosa aclara-
ción. Se trata de encontrar el camino para que la realidad de Dios, tes-
timoniada por los escritos bíblicos, pueda ser públicamente discutida
como algo real, para poder ponerse así en el punto de arranque de la
exposición dogmática propiamente dicha.

Antes se llamaba a estas consideraciones preparatorias praeambula


fidei. Hoy se las adjudica de buena gana a una «teología fundamental*,
a la que le correspondería clarificar el fundamento de la Dogmática*
Sólo que hay que recordar siempre que todas esas consideraciones son
«fundamentales* como mucho en un sentido metodológico. Porque ma-
terialmente en la teología sólo es fundamental Dios mismo o su autorre-
velación en Jesucristo: «pues nadie puede poner otro fundamento que
el que ya está echado, que es Jesucristo* (1 Cor 3,11). De acuerdo con
esto, al desarrollar nuestra Dogmática, subsumimos (aufheben) en el

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64 /. La verdad como tema de la teología sistemática

tratado de Dios las consideraciones introductorias acerca de la idea de


Dios, de las pruebas de Dios y de la religión. Y lodo lo demás lo expo-
nemos como un desarrollo de la realidad de Dios en su revelación. Con
ello se invierte el contexto fundamentador (Begründungszusammenhartg).
De todos modos, todo lo que va a continuación del tratado de Dios se-
guirá estando referido también al campo de discusión delimitado en las
consideraciones acerca de la idea de Dios y de la religión- Es el campo
en el que la realidad de Dios se encuentra cuestionada, el mismo que es
el lugar no sólo de la Dogmática, sino también de la existencia del cris*
tiano y de la Iglesia.

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Capítulo II
LA IDEA DE DIOS Y LA CUESTIÓN
DE SU VERDAD

1. LA PALABRA «DIOS*

En las culturas p r c m o d e r n a s las palabras «Dios» y «dioses* tenían


su lugar más o menos preciso en el e n t r a m a d o de la cultura viva y. por
tanto, también en el ámbito del lenguaje h u m a n o : era el lugar de la
cuestión del fundamento último del orden de la sociedad y del c o s m o s
y el de las instancias garantes de dicho orden, a las que había que ofre-
cer un respeto, u n a atención y u n a afección adecuadas. En las culturas
seculares de la Modernidad, al menos para la conciencia pública, la pa-
labra «Dios» ha ido perdiendo progresivamente aquella función y aquel
significado.
Lo primero q u e ha sucedido con ello es que la realidad a la q u e esa
palabra da n o m b r e se ha vuelto insegura. Por eso, en este contexto de
una conciencia pública emancipada de la religión, se ha hecho más lla-
mativo el c a r á c t e r afirmativo de las proposiciones sobre Dios, puesto
que, en c u a n t o tales, presuponen la existencia de su o b j e t o ' . Y esto les
sucede tanto a las afirmaciones procedentes de la teología filosófica
como a las de la tradición y la predicación cristiana. En principio tales
afirmaciones aparecen en el contexto de una cultura pública que se ha
vuelto puramente secular como meras afirmaciones cuya verdad se deja
en suspenso. Es decir, q u e su verdad o incluso su contenido nuclear (en
cuanto proposiciones) no sólo no es tenida ya como algo q u e está por
encima de toda discusión, sino q u e no se la acepta ni como plausible ni
como creíble sin comprobación previa.

• Así lo observa con razón L U. DAUERTH, Exisíenz Cottes und christtichtr Gtau-
be. Skizzen zu eincr eschatologischen Ontoloziet 19MÉ $8s. remitiéndose a la tesis
de W. V. O. QUINE sobre el «ontological commitment» de las afirmaciones, pro*
puesta en From a Logical Point oí View (1953), 1961 (2.- ed,), HTB 566, 12ss-

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bí> //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

Un individuo particular puede tomar la decisión subjetiva de afirmar


algo y la conciencia pública acepta de buen grado las pretcnsiones de
verdad de sus puras afirmaciones si su contenido se refiere a temas es-
trictamente seculares y si se apoya en la autoridad de las ciencias, por
ejemplo, en sociólogos o psicólogos. Pero no sucede lo mismo en el caso
de las afirmaciones sobre Dios; ni siquiera cuando se las presenta con
74 mayor dosis de lucidez y de agudeza de lo que suelen hacerlo los cien*
tíficos cuando presentan las tesis de moda de las ciencias humanas*
Para la conciencia pública las afirmaciones sobre Dios se quedan en
«puras» afirmaciones atribuidas sólo a la subjetividad del hablante.
Y esto no sólo porque se considere que su pretensión de verdad nece-
sita, en un sentido general y obvio, ser puesta a prueba, sino además
porque se presupone, ya de partida, que la prueba no conduciría a nada
y que, por tanto, las pretensiones de verdad de las proposiciones sobre
Dios no son dignas en absoluto de una discusión pública seria.
Todavía más decisivo es un segundo cambio que, con todo, puede
ser entendido como consecuencia del que acabamos de mencionar en
primer lugar. Cuando, en el contexto de una cultura que se ha vuelto
religiosamente indiferente, la función de la idea de Dios palidece para
la vida del hombre, no sólo es la existencia de Dios la que se torna pro-
blemática, también pierde sus contornos el contenido de la idea misma
de Dios» Karl Rahncr ha dicho en la meditación sobre la palabra «Dios»
que abre su Curso fundamental sobre la fe que ésa es una palabra que
al hombre moderno se le antoja tan enigmática «como un rostro que se
ha vuelto ciego» 3 . Es posible que precisamente por eso se trate de una
palabra digna de reflexión para quien sea consciente del significado que
la idea de Dios ha tenido en las culturas históricas de la Humanidad.
Pero también puede dar la impresión de ser un «abakadabra» fuera de
lugar en el ilustrado mundo de nuestros días.

Es, pues, comprensible que incluso a algunos teólogos, a la par que


otros componentes del lenguaje cristiano tradicional, también la palabra
«Dios» les haya podido parecer un lastre para la predicación cristiana*
pues parece ser un obstáculo para que ésta le resulte inteligible al hom-
bre secular. Sólo que sin esa palabra la invitación a creer en Jesús de
Nazaret pierde todo fundamento. En un hombre más junto a otros
que, pese a toda la originalidad de sus enseñanzas y de su historia per-
sonal, es también un hombre como los demás, no podemos creer en el
sentido pretendido por el mensaje cristiano originario. Y, sobre todo,
no se les podrá decir a otros que deben creer en Jesús cuando muchas
de las sentencias suyas que han llegado hasta nosotros, c incluso tam-
bién la idea que él tenfa de si mismo, habrían de ser juzgadas, en ese
caso, como desmesuradas y como superadas por el avance de la historia.

í K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1984 (3/ cd,), 67 [1976. 56],

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i. La palabra *Dios* 67

La predicación y la fe cristiana no pueden, p o r eso, renunciar a la pala*


b r a «Dios»; porque está de tal m o d o en el fondo de la m a n e r a concreta
en la q u e J e s ú s hablaba del «Padre», que su lenguaje no n o s resultaría
inteligible sin ella. Pero entonces ¿cómo a b r i r de nuevo el acceso a lo
que envuelve y oculta el «rostro cegado» de esa palabra?
Puede que hoy resulte particularmente natural responder a esta pre-
gunta con el desiderátum de m á s experiencia, de experiencia religiosa,
como fuente de una nueva definición de la palabra «Dios» 3 - Es algo
que responde al espíritu de un tiempo caracterizado por el empirismo.
Pero esta respuesta es en realidad menos obvia de lo q u e pudiera pa-
recer- Así nos lo índica ya una mirada a la relación que se da e n t r e fe
y experiencia. Aunque se las haya asociado estrechamente, sobre todo
en la tradición de la Reforma —bajo la inspiración de Lulero—, fe y
experiencia no son en m o d o alguno idénticas. La fe se dirige a Jesucristo
en cuanto revelación de Dios mediada por la predicación y por la doc-
trina de la Iglesia. Para Lulero esa fe está relacionada con la experiencia
de una desesperante impotencia ante la ley. Con todo, el mensaje del
Evangelio y, p o r consiguiente, la fe en ól, es algo nuevo sobreañadido
a la experiencia de la conciencia y no puede ser deducido de ella, por
más q u e el Evangelio, por su parte, dé pie a u n a nueva experiencia de
consuelo y de esperanza 4 . El pietismo y el movimiento edificante han
hecho que la asociación de fe y experiencia haya seguido siendo signi-
ficativa en la historia de la espiritualidad evangélica. La fundamentación
de la fe en la experiencia de la culpa fue adquiriendo en ella un peso
cada vez mayor. Ahora bien, desde Nietzsche y Freud ese tipo de fun-
damentación ha sido sometida a u n a crítica tan aniquiladora q u e ya no
es posible seguir ese camino si se quiere mostrar la relevancia humana
de la fe cristiana 5 . Pero para lo que estamos t r a t a n d o ahora es todavía
más importante caer en la cuenta de que la tradición de la Reforma
no fundamentaba la ¡dea de Dios en la experiencia de la conciencia,
sino q u e la presuponía en su interpretación de dicha experiencia.

Quien desee recurrir a la experiencia religiosa para clarificar la idea


de Dios, tendrá q u e trabajar con un concepto más amplio de ella, como
el que ha elaborado, ante todo, la moderna filosofía inglesa de la reli-

3
Por ejemplo. J. TRAC*. Sprachkritischc Vmersuchungen zum christlichcn Reden
von Gvtt. 1977. pide que se fundamente el lenguaje cristiano sobre Dios «en la ex-
periencia religiosa» (242, cf. I85s, 311. 314). También I. U. DANTOTO, Rettgióse Rede
von Cotí, J981, habla de una *basc cxpcricncial del lenguaje de fe cristiano»
(393-394). Dalferth encuentra dicha base en la *cxpcricncia de que Dios nos interpe*
la* por medio de Jesucristo (446É cf. 469ss, 489).
* Sobre la tensa relación entre fe y experiencia en el pensamiento de Lulero.
cf- P. ALTHAUS. Die Theologie Martin Luthers, 1962, 5S-Ó5. asi como también U. KOPP»
en TRE 10. 1982, 114s
* B. LAURET, Schulderfahruntí und Gottes/rage bei Nietzsche und Freud. 1977. ha
mostrado el significado fundamental que tiene la critica psicológica de la con*
ciencia de culpa en el ateísmo de Nietzsche y de Freud.

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68 II. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

gión. Hywel D. Lewis hablaba en 1959 de la admiración (wonder) como


punto de partida de la conciencia religiosa, que «detrás de» o «por en*
cima de» todos los acontecimientos y de todos los hechos percibe una
realidad misteriosa de la q u e depende todo lo d e m á s 4 . Esta descripción
es muy parecida a la de los clásicos William J a m e s y Rudolf Otto. Lo
que Ian T. Ramsey había expuesto dos anos antes (1957) tenía también
76 muchos puntos de contacto con ella. Ramsey respondía al reto que la
filosofía analítica del lenguaje suponía p a r a la teología indicando q u e
la experiencia religiosa se da en «situaciones» en las que de repente a
uno se le desvela algo (disclosure), como cuando decimos q u e uno «ha
caído del b u r r o » 7 . Ponía más énfasis que Lewis en subrayar el carácter
repentino de esa experiencia y su componente de descubrimiento inte*
lectual unido al compromiso personal; con ella la vida entera c a m b i a ' .
E s t o nos recuerda la relación q u e Schlcicrmachcr establecía en su teo-
ría de la religión de 1799 entre visión y sentimiento; y no es probable-
mente algo casual, sobre todo si tenemos en cuenta que también Ramsey.
de m o d o parecido a Schleiermacher. pone la experiencia religiosa en
relación con «the whole universe»*.

Ahora bien. ¿la experiencia religiosa así descrita abre las puertas de
u n a delimitación m á s clara de la idea de Dios? En Ramsey —exactamen-
te igual que en Schleiermacher— sucede más bien lo contrario: la idea
de Dios funciona como Interpretament de la experiencia religiosa ,0. Las
discusiones posteriores de la filosofía analítica de la religión lo han
puesto de relieve todavía con mayor claridad- La experiencia religiosa
sólo puede aparecer como «encuentro» con Dios (o con un dios) si hace
u n a interpretación que se sirve ya de la idea de Dios n . Ha sido sobre
todo John Hick el que ha insistido en que la experiencia religiosa, como

* H. D. LEWIS, Our Experience o¡ Cod, Londres 1959É 1970 (Ed. Fontana), 120, 128.
7
I. T. RAMSEY. Religious Language, An Empiricat Placing o¡ Theologtcat Phrasest
Londres 1957. 1963 <Ed. Bolsillo), 28s, cf. 25s. En este último pasaje se puede otv
servar cómo Ramsey se inspira en Ja psicología de Gcstalt* La introducción del li-
bro (csp. 15) hace referencia al reto del análisis filosófico del lenguaje.
« Ibid., 40s.
• Ibid. 41.
(° Para Ramsey «Dios» es una palabra clave («kcy word»: SI) con la que se
expresa la totalidad del compromiso que va unida a la experiencia religiosa, un
compromiso que no es, por su parte, deducible de percepciones sensibles (48). En
Schleiermacher la idea de Dios pertenece a la reflexión sobre la experiencia reli*
giosa. En la primera redacción de los discursos Sobre la religión, de 1799, la idea
de Dios es una más de las posibles interpretaciones de ese «universo* que, en su
experiencia religiosa, se le muestra al hombre como activo (129 [Ed. de A. Glnzo,
Madrid 1990p 84)). En el Tratado sobre ta ¡e, de 1821 (2.' cd. de 1830), se dicv que
con la palabra «Dios- se expresa la -reflexión más inmediata- sobre el «senti-
miento de dependencia-, dándose a entender con ella «aquello a lo que referimos
esta nuestra manera de ser* (§ 4. 4).
» Lo mismo dice I. U. DUJERTH, Religióse Rede von Con, 1981. 432s, remitién-
dose, ante todo, a R. W. HLPBUHN. Ckristianuy and Paradoxy, 1958, y a J- I CAMPBELL,
The Langaage of Religión, 1971.

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/« La palabra #DÍOÍ- 69

toda otra experiencia, va unida a una interpretación, q u e es la que per-


cibe y entiende lo experimentado «como algo» u . La interpretación de
una experiencia particular necesita denominaciones generales que van 77
más allá de la impresión momentánea y aislada y q u e se encuentran
localizadas en contextos de comprensión más amplios B , Se puede in-
cluir también todo este proceso de interpretación en el concepto de
experiencia. Sólo q u e entonces resultará problemático hacer destacar y
contradistinguir la experiencia, como «base» del lenguaje de Dios, fren-
te a interpretaciones añadidas a ella en un segundo momento. Esto sólo
sería plausible si se pudiera reducir el concepto de experiencia a la
percepción, diferenciada asi de toda elaboración ulterior. Pero es justo
eso lo que se ha manifestado como imposible porque la percepción, en
cuanto «percepción configurada» (Gestaltwaltrnehmung), ya es ella mis-
ma una interpretación que implica amplios contextos de comprensión
mediados histórica y socialmente; contextos que se explicitan herme-
néuticamentc. y que se modifican también, at ser, por su parte, inte*
grados en los contextos de experiencia.

De lo dicho hasta aquí resulta que la palabra «Dios» desempeña, sin


duda alguna, una función en relación con la experiencia religiosa, pero
que no es ella misma deducible de la percepción que acontece en una
«situación de desvelamiento», sino q u e está al servicio de la interpre-
tación de lo q u e en ésta se manifiesta. Y no se puede dar sin m á s por
supuesto que sea ésa la única posibilidad de interpretar y de compren-
der el contenido de dicha situación- Ahora tenemos que aclarar más en
detalle de qué tipo de interpretación y de comprensión de lo manifes-
tado en la situación de desvelamiento se trata. Lo q u e de e n t r a d a pode-
mos constatar al respecto es q u e la utilización de esa expresión designa

" J. HICE, Retigious Faith as Expericneing'As, en G. N. A. VGSEY (ed-K Talk of


God. Hayal Instituto of Philosophy Leciures, II, 1967/68, Londres 1969, 20*35, 25.
También Hick se refiere al carácter de Gcstalt (de configuración) que tienen ya
las percepciones, pero además las ve unidas con procesos de identificación de los
contenidos percibidos que tienen la forma de concepts, los cuales, en cuanto social
producís, pertenecen a un determinado mundo lingüístico* A. JEFFNER, The Study
of Religioiis Language, Londres 1972, I12s, combina la descripción de Hick con la
concepción de F. Fraré» Language, logic and God, Londres 1961, sobre el significado
de los marcos conceptuales mctafí&icos para la interpretación de experiencias par*
tieulares.
11
Así lo vemos en L U. DAUHTTH, Retigióse Rede von Gott. 1981, 454-466. Lo que
no se entiende es cómo puede hallar Dalfcrth «articulado en afirmaciones históri-
cas» (467) el «nivel de experiencia* propio de la experiencia cristiana de encon-
trarse interpelados. Porque esas afirmaciones históricas no contienen simplemente
percepciones, sino estadios muy avanzados de su elaboración por interpretación.
J. Track distingue con más nilidez entre la experiencia religiosa de la «situación
de desvelamiento», que é\ atribuye al «carácter personal» del interlocutor trajeen*
denle, y su catalogación en los diversos contextos de orientación existencial y prac-
tica en orden a conseguir entendernos acerca de dicha experiencia ( l e , 254s)» Pero
también él reconoce que entender la "experiencia inmediata» como experiencia de
Dios es ya una interpretación (284s)

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70 IL La idea de Dios y la cuestión de su verdad

un algo-enfrente (Gegenüber) experimentado en la situación de desvela-


miento. O, dicho m á s exactamente, quien habla de «Dios» en relación
con la situación de desvelamiento la experimenta como «encuentro» con
aquel algo-enfrcntc, La palabra «Dios» sirve entonces p a r a designar ese
78 algo-enfrente 14 . Ahora bien, ¿en qué sentido? ¿Cómo funge esa palabra,
como nombre propio o como descripción identificadora? Es ésta una
cuestión discutida w . En su trasfondo está, e n t r e o t r a s cosas, el a s u n t o
de la relación e n t r e el concepto metaffsico y el concepto teológico de
Dios. Mientras que el análisis filosófico habla de «Dios» como de una
designación descriptiva —incluso c u a n d o poslula para él u n a única ca-
tegoría ontológica propia con un único caso de aplicación— **, el uso
lingüístico teológico se inclina a dar preferencia a la función de la pa-
labra «Dios» como n o m b r e propio. De todos modos, tampoco el uso
teológico se reduce a esta función. Por ejemplo, si no se supusiera ade-
m á s un uso predicativo de dicha palabra, no se podría hablar de la
«divinidad» d e Jesucristo " . Pero e s c l m i s m o desarrollo d e l a compren-
sión bíblica de Dios el que está caracterizado por la dualidad de las
denominaciones «Yahvé» y «Elohim»: la primera es exclusivamente
nombre propio; la segunda, en cambio, aunque sea utilizada también
frecuentemente como n o m b r e propio, originariamente era u n a designa-
ción genérica. Lo característico del uso lingüístico de las religiones mo
notefstas es que la designación genérica «Dios* se convierte en el nom-
b r e de uno solo. Sin embargo, esto no modifica para nada el hecho de
que la palabra «Dios» haya sido antes una designación genérica o una
caracterización general. Sólo asi es inteligible el uso predicativo de la
palabra. Pero, además, sólo sobre esta base se entiende lo que propia-
mente postula el monoteísmo, es decir, la limitación de la categoría de
divinidad a u n o solo. Que la palabra Dios tenga «un uso específicamente
prc- y extracristiano» ", es condición de posibilidad p a r a q u e se entienda
la designación de Yahvé como Dios y también para la inteligibilidad del
lenguaje cristiano sobre la divinidad de Jesucristo- Es asimismo condi-
ción de posibilidad de la inteligibilidad de la afirmación de la «divinidad

l
* Se puede mostrar así que describir la función de ia palabra «Dios» como un
simple cualifkador de una determinada concepción de Ea vida o una determinada
orientación de la praxis, contraponiéndola de este modo a un designador de un
objeto, es no entender lo que quiere decir cl lenguaje religioso. Sobre las apor-
taciones de H. Braun, P. van Burén y F. Kambartc! sobre este tema, cf. I. U. DAL-
FERTH, Existenz Cotíes tmd christlieher Gtaube, Skitze tu einer eschatologischcn
Qrttotogie, Munich 19&4, 89ss. Sobre la propuesta de F. Kambartc! (ZEE 15, 1979,
32-35) de catalogar la palabra «Dios* como una expresión sincategoremálica, véase
ante todo J. TRAC*, l.c, 219SS, 224, 229, 252ss.
»* Véase, al respecto, J. TRACK, Le., I75ss, csp. I85ss, y también I. U. DALFERTH,
Reügiose Rede von Cottt 1981, 571-5*3.
i* Asi, por ejemplo, M. DURJUXT» The Logical Stfltus of *God*r Londres 1973,
15 y 49.
• r I. U. DALFERTH. Religióse Rede von Gvti, 1981, 574ss.
« Ibid., 576.

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I. La palabra *Dio$* 7!

única» de Yahvé, el Padre de Jesucristo» o, en su caso, del Dios trino.


El contenido de esta afirmación estará entonces justamente en la re-
ducción de una categoría general a un caso único de su realización. No
cabe duda de que esto comporta una corrección del uso lingüístico no
cristiano. Pero la corrección no significa que el empico de una misma
expresión no se debiera tomar aquí como un indicio de que «se está
hablando de lo mismo» '* Claro que se está hablando de lo mismo» es
decir, del único «Dios» de verdad, pero, de otra manera, con una correc-
ción fundamental.
Este carácter específico de la palabra «Dios», que hace de ella una
designación general, no es sólo importante para la historia de los orí*
genes del lenguaje bíblico y cristiano sobre Dios» sino que tiene también
hoy su significado como condición de inteligibilidad del lenguaje sobre
Dios. Los nombres propios sólo podemos entenderlos en relación con
designaciones genéricas. Y esto también vale del caso especial en el que
una designación genérica se limita a una única realización. Ahora bien,
el concepto de lo «divino» como designación genérica de los «dioses»
fue sustituido en la teología cristiana por el concepto metafísico de Dios,
que ya comporta de por sí la unidad de lo divino como origen único
del único cosmos. El concepto metafísico de Dios, puesto que también
él poseía la forma de una descripción general, pudo desempeñar en la
teología cristiana la misma función que el concepto general de «Dios»
(Elohim) había desempeñado en los comienzos de la imagen bíblica de
Dios, en particular para la inteligibilidad de la afirmación de la única
divinidad de Yahvé* Ese concepto metafísico funge en la teología cris*
tiana como condición general de posibilidad de la inteligibilidad del len*
guaje cristiano sobre Dios: «Dios», aquel a quien ya ha pensado la fi-
losofía como el único, en contraposición con la multiplicidad de dioses
del politeísmo de la fe popular, existe realmente en el Dios uno de la
Biblia, en el Padre de Jesucristo.

No cabe duda de que aquí el lenguaje extrabíblico sobre Dios no ne-


cesitaba una corrección tan radical, desde el punto de vista de la unidad
de Dios, como en el caso de la contraposición entre Yahvé, el Dios único,
y los dioses de los gentiles. Resultaba más claro que la misión cristiana,
con su mensaje sobre la revelación de Dios único en Jesucristo, a pesar
de todas las correcciones, hablaba «de lo mismo» que los hombres ya
conocían antes también bajo el nombre de «Dios». Cuando la teología
cristiana rechaza hoy la idea de Dios de la teología filosófica, que ha
pensado a Dios como unidad, porque, según se dice, «en la teología se
habla del Dios cristiano y no de cualquier otro» *» está volviendo, aunque
sea sin quererlo, a una situación en la que, en medio de una pluralidad

w
Es lo que dice DAIJÜRTO. íbid.
» DAUTRTH, l e . 563, cf. 5664 568s., 550. 5S2.

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72 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

de dioses, el lenguaje cristiano se refiere, electivamente, justo a ése, al


Dios bíblico, pero uno entre tantos- Ahora bien, quien razona así, cuando
trate de fundamentar la unicidad de Dios con un análisis del lenguaje,
no podrá utilizar ya para ello una argumentación basada en la reduc-
ción que la discusión filosófica ha hecho de la idea de Dios al mono-
teísmo. Y si lo hiciera tendría que aceptar también las implicaciones
metafísicas de esa descripción del uso lingüístico de la palabra -Dios».
Comprendiendo bien que era en interés propio, la teología cristiana las
aceptó desde el principio, porque así podía sacar adelante la validez
universal del lenguaje bíblico sobre el Dios único frente al politeísmo
de la fe popular y frente a los cultos protegidos por los Estados. Las
dificultades que el lenguaje cristiano sobre Dios encuentra hoy para ser
80 comprendido se han agudizado —en el mejor de los casos— porque la
teología cristiana, tal vez sin haberlo pensado suficientemente, se ha
sumado, por lo que a ella le tocaba en su tradición de teología filosófica,
al alejamiento de la «metafísica» propio de la conciencia cultural de la
Modernidad. Ha pensado demasiado poco en las consecuencias que esto
tiene para el carácter vinculante del lenguaje teológico sobre Dios. La
teología evangélica no ha prestado con esto ningún buen servicio a la
inteligibilidad del lenguaje cristiano sobre Dios.

Parece, pues, que recurrir a la experiencia religiosa buscando acia-


ración para el lenguaje sobre Dios da poco resultado. Porque esta pala-
bra es más bien uno de los más importantes elementos de interpreta-
ción de los que se utilizan para comprender el contenido de dicha ex-
periencia. El recurso a la religión y a la experiencia religiosa será signi-
ficativa en otro lugar: cuando se trate de la cuestión de si al concepto
de Dios le corresponde alguna realidad y de qué realidad sea ésa. Vol-
veremos más detenidamente sobre ello en otro contexto. Para la eluci-
dación del contenido de la experiencia religiosa se presupone ya la idea
de Dios, al menos de una forma general susceptible todavía de ulteriores
precisiones. La tradición de la teología filosófica sugiere mucho más
sobre esta idea general de Dios que el recurso a ciertas experiencias
particulares. Porque de lo que dicha tradición trata es de la comprensión
del mundo. La teología filosófica ha entendido a Dios como el origen
de la unidad del cosmos. De este modo entraba sólo parcialmente en
conflicto con lo que afirmaban las tradiciones religiosas acerca de los
dioses. También a éstos se les atribuyen esferas de influencia dentro
del orden cósmico y determinadas funciones en la fundamentación del
mismo. La teología filosófica era critica de las tradiciones religiosas sólo
en cuanto la unidad del cosmos exigía también en último término la
unidad de su origen divino, aun cuando éste pudiera manifestarse ulte-
riormente en una pluralidad de aspectos. De modo análogo la relación
con el mundo y con la fundamentación de su unidad también tuvo
un significado decisivo para el desarrollo de la fe de Israel en su

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/. La palabra riMflfv 73

Dios: desde la idea de la creación hasta la convicción de la unicidad


de la divinidad de Yahvé, plenamente manifestada en el Deuteroisaias
(Is 40,12s; 45,18*21). Por tanto, no hay tampoco contradicción ninguna
con el lenguaje bíblico sobre Dios en que la teología filosófica haya
hecho de su relación con el mundo y, en concreto, con la totalidad del
m u n d o , el criterio de la idea de Dios- La primera teología cristiana man*
tenía también que el Dios revelado en Jesucristo no es o t r o que el crea-
d o r del mundo y, por tanto, el mismo uno y único Dios. Justo esta es la
función fundamental del lenguaje sobre Dios en la teología cristiana: el
creador del mundo se ha hecho presente y se les ha revelado a los
h o m b r e s en Jesucristo. Naturalmente, no se puede sacar el contenido 81
de esa palabra, «Dios», de ninguna experiencia aislada, a u n q u e sea reli-
giosa 1 1 ; si bien, como luego explicaremos, la experiencia religiosa es de
tal m a n e r a que le cuadra particularmente bien el ser interpretada por
medio de dicha palabra. No en vano tenían un origen y un carácter re-
ligioso las visiones del mundo propias de las culturas antiguas en cuyo
seno se desarrolló la idea de Dios, La palabra «Dios», precisamente en
singular, es —para decirlo con Ian T- Ramsey— una «palabra clave» en
una visión del mundo de base religiosa: una palabra que ni es prima-
riamente descripción del contenido de experiencias aisladas ni tiene su
función en el marco de ese tipo de descripción, sino que posibilita una
«explicación última» del ser del mundo en su totalidad (por ejemplo, a
través de la idea de la creación) y q u e es así expresión y fundamento
del compromiso incondicional q u e va unido a la experiencia religiosa n .
También en el contexto del sccularismo moderno va todavía unido
a la palabra «Dios» un cierto recuerdo de la función q u e acabamos de
mencionar. Cuando nos mira como «un rostro cegado», es su propia
extrafleza la que nos recuerda el déficit de sentido de la vida propio
del mundo moderno, en el que se ha abandonado la cuestión de su

*i De ahi que no sea casual que las explicaciones de Dalferth sobre la «expe-
riencia de ta interpelación de Dios» en Jesucristo no concedan lugar ninguno a Ja
referencia si mundo que viene dada ya con la palabra «Dios». Dalferth se pone
a sí mismo la siguiente objeción: «para poder experimentar a Jesús como la in*
terpelación de Dios, «Dios* no debe ser para mí una expresión vacia*. Pero dice
que esta objeción «así planteada no es pertinente», porque con ella se está enten-
diendo la palabra «Dios» como una designación general y no como «designador
rígido» que da nombre solamente a un único individuo (600). Pero no cae en la
cuenta de que la comprensión de ta palabra «Dios* como «designador rígido» pre-
supone ya la unicidad de Dios y la relación de Dios con el mundo que dicha uni-
cidad implica. Ahora bien, si no se tiene en cuenta esta Implicación, hablar de una
«experiencia de la interpelación de Dios» en Jesucristo es algo vacio y que no
dice nada.
** I. T. RAMSEY. Religious Languagc, 53, cf. 83 (sobre ta idea de creación) y 48
(sobre la relación entre key words y percepción) y, finalmente, en 41. la descrip-
ción del «rcligious commitment as a total commitment to the whole universe» que.
a causa de su totalidad, va unido a «palabras clave» que son el fundamento de la
visión de las cosas de la que procede, como respuesta, el compromiso.

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74 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

unidad y de su integralidad y en el que la integralidad de la vida humana


se ha convertido en una pregunta sin respuesta. ¿Qué pasarla sí esa pa-
labra hubiera desaparecido por completo? Karl Rahner responde con
razón: «Entonces el h o m b r e no se encontraría ya colocado ante la to-
talidad única de la realidad en c u a n t o tal ni ante la totalidad de su
propia existencia en cuanto tal. Pues justo eso es lo q u e hace la palabra
82 «Dios* y sólo ella...» 2 3 . Tal vez no haya sido siempre ésta la función de
la palabra «Dios». Mientras se contaba con u n a pluralidad de dioses, la
cuestión de la totalidad del mundo era u n a pregunta que se planteaba
independientemente, que no encontraba sin m á s una respuesta en la
existencia de aquellos dioses. La respuesta le venía de la intelección del
orden del m u n d o de los dioses, reflejado en el orden del cosmos y base
del orden de la sociedad humana. Pero desde que la multiplicidad de
dioses fue reducida a la idea de un Dios único, origen del único mundo,
la palabra «Dios» se convirtió, efectivamente, en la «palabra clave» de
la conciencia del mundo en su totalidad y de la integralidad de la vida
del h o m b r e . En este cambio, j u n t o con el desarrollo de la fe de Israel
desde la monolatría —veneración de un único Dios— al monoteísmo,
como convencimiento de que sólo ese Dios existe, fue la teología filo-
sófica de los griegos la que jugó un papel pionero. Fue ella, en concre-
to, la condición de posibilidad para que los no judíos pudieran entender
y aceptar como plausible el mensaje cristiano sobre la revelación en
Jesucristo del Dios único de todos los hombres (1 Tes l,9s; cf. Rom 3,29).
Y, en este sentido, no se trata de u n a herencia de la q u e se pueda dis-
tanciar sin más —y sin graves consecuencias de largo alcance— el cris-
tianismo de una Iglesia de cristianos gentiles. Es ésta u n a realidad que

a Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1984. 69 [1976. 57]. Cf* también
T. RfcNDTORFF, Cott — cm Wori unserer Sprache? Ein theotozischer Essay, 1972,
18ss. A pesar de una expresión ambigua de la p. 28, la palabra «Dios» no ha de
ser entendida, según Rendtorlf, como el -nombre» de la realidad en su totalidad
(como dice J. Ttuct, l.c. 303, nota 64), sino, de acuerdo con lo que se dice expre-
samente en la p 31, como el «sujeto* de dicha totalidad, es decir, del mundo.
Rcndtorff hace aquí una crítica de E. JÜNGCI, Con — ais Wort unserer Sprache,
en Unterwgs zur Sache. Theologische Bcmerkungen, 1972, 80-104* Retoma y explícita
a su manera la concepción de E. EBOJNG, Cott und Wortt 1966, 60s, que Jüngel re-
chaza (84). Según ella. Dios ya es antes de la proclamación del Evangelio «el mis-
terio de la realidad». Rcndtorff se aparta, es verdad, de la concentración de Ebe-
ling en la «lingualidad», en «la situación básica del hombre como una situación de
palabra» (57). Pero, por lo demás, coincide ampliamente con él en el tratamiento
de la cuestión de Dios como esa «pregunta por el todo, por lo primero y por lo
último» que se da en la conciencia y que incluye en si la pregunta por el mundo
y por el hombre (G. ESELIKG, Wort und Gtaube, I, 1960, 434). Claro que también en
este último lugar subraya Ebeling la mediación lingüística (la «forma de cncuen*
tro») de dichas cuestiones. Ahora bien, sobre esto no tendríamos que discutir ya
más si acordamos que cuando hablamos de palabra y de lenguaje no se trata de
«meras» palabras, sino del lenguaje en su función desveladora de la realidad, fun-
ción a la que pertenece también la distinción que el mismo lenguaje establece
entre palabra y objeto.

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I. La palabra *D¡OSM 75

la teología evangélica, desde AlbrechI Ritsch! y su escuela —de la que


procede también Karl Barth con su rechazo de la «teología natural*—.
ha valorado y expuesto frecuentemente de un modo equivocado. El es*
píritu del helenismo y, en particular, la teología filosófica de los griegos.
no son sin m á s algo así como un factor extraño y falseador del mensaje
presuntamente sólo moral del Evangelio; algo que. p o r tanto, habría que
erradicar del cristianismo. Al menos el pagano-cristiano y u n a Iglesia
pacano-cristiana no pueden enjuiciar este asunto de esa manera tan poco
matizada sin destruir con ello los presupuestos de su propia conversión
al Dios de los judíos como Dios único de todos los hombres.
Sin embargo, con lo expuesto hasta aquí hemos dicho todavía bien
poco sobre la función que le corresponde a esa teología filosófica o «na*
tural» en el marco de la comprensión cristiana de Dios. Más en concre-
to: con la simple constatación de que en este asunto no valen las meras
alternativas, nada h e m o s aclarado todavía sobre la relación en la q u e
se encuentran la teología filosófica y el conocimiento de Dios propio
de la fe cristiana, mediado por la revelación histórica de Dios. Esa cons-
tatación tampoco significa que. j u n t o a la revelación de Dios, pudiera
darse algo así como un conocimiento de Dios sin Dios, un conocimiento
de Dios que no partiera de Dios mismo N : ya h e m o s visto m á s arriba que
de este m o d o se rompería el concepto mismo de Dios. Que la «teología
natural» lo haya afirmado así o no. es algo que habrá de ser aclarado
todavía, p e r o no se le debería i m p u t a r ya de antemano. Por otra p a r t e .
tampoco se debería en principio excluir, sino q u e habría más bien q u e
suponer que en la lucha de tan prominentes teólogos evangélicos de las
dos últimas centurias contra el influjo de la «teología natural» en la
doctrina tradicional acerca de Dios se encierran elementos de verdad
que exigen nuestra atención. Podría incluso resultar q u e un concepto
de «teología natural» de por sí contradistintn de la teología de revela-
ción no fuera realmente adecuado y que fuera mejor abandonarlo, sin
que ello supusiera tener que negarle todo tipo de relevancia en el marco
de la doctrina cristiana sobre Dios a la tradición de la teología filosófica
con sus pruebas de Dios y con sus criterios para una definición positiva
de la idea de Dios. Pero antes de q u e podamos hacernos un juicio míni-
mamente fundado sobre cualquiera de e s t a s cuestiones, será necesario
clarificar el concepto de teología natural y el de sus funciones en la
doctrina dogmática tradicional acerca de Dios

¿* Este es el punto de vista desde el que Jüngel argumenta en el articulo citado


(l.c. 845). El. por su parte, ha puesto a su amplia investigación sobre la idea de
Dios el título de Dios como misterio del mundo (1977). pero le da un giro peculiar
al concepto de «misterio», que habría de ser entendido como una expresión del
hablar divino (322ss) [338ss].

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7b //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

2. CONOCIMIENTO NATURAL DE DIOS


Y -TEOLOGÍA NATURAL*

La Dogmática protestante antigua desde que comenzó a estudiar con


detenimiento el concepto de teología (por tanto, desde Johann Gerhard
en el caso de la teología luterana) distinguía dentro de la theologia
vialorum una teología natural y o t r a revelada B * Esta distinción estaba
ya prefigurada en la escolástica católica barroca, p e r o no la encontró-
84 mos en la escolástica primitiva del siglo x i n * . En cambio era comple-
tamente normal hablar de u n a noticia o conocimiento natural de Dios
(notitia o cognitio naturatis) en el sentido en el q u e lo hace Rom l,19ss,
según el cual el poder y la divinidad de Dios le son patentes al conocí-
miento del h o m b r e «desde la creación del mundo» r -

Siempre, desde los comienzos de la teología cristiana, se habla


subrayado o, al menos, tratado como algo obvio el hecho de ese
tipo de conocimiento general de Dios. Lo cual no obsta para que.
como veremos luego, el hecho haya sido interpretado de diversas
maneras. Pero hasta la teología evangélica de comienzos de este si*
glo nunca se había negado que se trata de un tipo de conocimiento
de Dios distinto del de la revelación histórica de Dios en Jesucristo
y que el mensaje cristiano se remite a él aceptándolo como una
noticia provisional que el hombre tiene acerca del mismo Dios
anunciado por el Evangelio. Es en este sentido en el que Tomás de
Aquino hablaba de una cognitio naturalis diferenciándola de la cog-
nitio supernaturalis mediada por la revelación histórica de Dios2".
A pesar de la critica más dura que Lutcro hace de la perversión que
el hombre siempre ha hecho de dicho conocimiento, también él en*
tendía al Apóstol en el sentido de que todos, justamente también los
•adoradores de Ídolos», poseen un conocimiento del verdadero Dios*

B Sólo G Calixt se aparta de la construcción conceptual proveniente de Ger-


hard y excluye del concepto cristiano de teología a la teología natural. Véase al
respecto J. WALUIANN. Dtr Thevlogiebcgritf bei Johann Gerhard und Georg Calixt,
1961. 97ss.
» Cf. lh KOPF, Die AniihtfLC der theologischen Wissenchaftstheorie ím 13. Jahrhun-
den* 1974, 231ss, nota 34. En cambio, el concepto general de thcologia viatorutn,
con el que se significa la forma actual de nuestro conocimiento de Dios (theologia
nostra) en contraposición a la del estado original y a la propia de los bienaven-
turados. procede de Duns Escoto. Este distinguía la theologia nostra tanto del co*
nocimiento que Dios tiene de si mismo como del que los bienaventurados tienen de
El: cf. Lectura in Librum Primttm Sententiarum, prol. pars 2 q 1-3. en Opera Omnia.
ed. Vat., XVI, 1960, 31s (nums. 87 y 88) y Ordmatiot prol. pars 3 q 1-3, ed. Vat.. IP
1950. UOs <núm. 168), 114 (núm. 171), y 137 (núm. 2Ü4ss).
n Sobre la exégesis de este pasaje, véase U. WIICTEJÍS, ÍJX Carta a los romanos. I,
1989. I23ss. 135ss (1978. 95ss, 105ssJ y sobre su influencia ulterior, llóss, También se
puede ver. G. BORNKAMM, Die Offenbarung des Zornes Gottes, en Das Ende des Ge*
setzes. Pautusstudien, 1952, 9-34, 18ss.
* STh 11/2, q 2 a 3 ad 1: «.„quia natura hominis dependet a superiori natura,
ad ejus perfectionem non sufflcit cognitio naturalis, sed requiritur qaedam super-
naturalis*. Cf. I, q 3 a 8.

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2, Conocimiento natural de Dios y * teología natural* 77

y por eso. no tienen excusa c u a n d o se vuelven a los ídolos y no a


É l » Algo parecido sucede con Cal v i n o * , mientras q u e la teología
protestante antigua m á s tardía» t a n t o por parte luterana como re-
formada, bajo el influjo de Melanchton, llegó a valorar de manera m á s
bien positiva el conocimiento de Dios p r e y extracristiano, sobre t o d o
lo q u e los filósofos anteriores al cristianismo decían sobre la esen*
cia de Dios 3 1 . La critica a la q u e se sometió a la teología natural
a partir de Schlcicrmachcr tampoco condujo —hasta q u e no llegó
Karl Barth— a negar un conocimiento «natural» de Dios previo a
la revelación de Cristo. E incluso B a r t h dice todavía, i n t e r p r e t a n d o
Rom I,20s, «que el h o m b r e , aunque no sea por si mismo, sino por
el poder de la revelación de Dios, claro q u e le conoce a Dios por
medio de la creación... y q u e sabe, por tanto, q u e está en deuda con
E l - (KD 1/2, 1938, 335). Pero B a r t h remitía el origen de este cono-
cimiento por revelación al acontecimiento de la revelación de Cristo
(cf. KD I I / U § 26, csp. 124, 131ss>- «Todo e s t o se les concede, se les
atribuye, se les imputa a los paganos como verdad sobre ellos mis-
mos sólo porque en Jesucristo en y con la verdad de Dios se ha
revelado también la verdad del hombre» (133). No se trata, pues, de
un conocimiento q u e los h o m b r e s tengan en sí m i s m o s , a u n q u e fue*
ra de m o d o oculto y t r a s t o c a d o en idolatría, sino q u e es un cono-
cimiento q u e se les concede desde fuera. Al parecer, B a r t h no quiere
ver. porque no es compatible con su comprensión de la revelación
de Cristo c o m o la única revelación de Dios, q u e la proclamación de
la cólera de Dios q u e se hace en Rom 1,18 remite al h o m b r e a un
conocimiento del m i s m o Dios q u e es anterior a ella. Pero ¿ n o se está
poniendo tal vez así de manifiesto q u e es justo la comprensión bar-
thiana de la revelación de Cristo la q u e es insuficiente? ¿No podría
ser q u e fuera propio de dicha revelación el presuponer la pertenen-

»WA 56, 176, 2óss (sobre Rom 1,20). A continuación <WA 36, 177) dice que
esc conocimiento incluye el poder» la justicia, la inmortalidad y la bondad de Dios
y que es indeleble (¡nobscurabiíist, pero que la veneración de Dios que se seguiría
de él se le ofrece equivocadamente a los ídolos. Tal vez haya que interpretar en
este mismo sentido otras manifestaciones posteriores de Lulero, según las cuales
aunque la razón sabe «que hay un Dios-, lo que no sabe es quién es (WA 19, 207,
3ss). Véanse todas las citas que recoge P. Aimu s. Die Theólogie Martin Luthers,
I962r 27ss. Cf. también B. Loftst, Ratio imd fides. Eine Vntersttchung über ate ratio tn
dtr Theotogie Luthers, 1958. 45ss, 59ss.
w W. NIESCL, Die Theólogie Calvins. Munich 1957 (2/ ed.), 39-59. Calvino. a pesar
de que insiste en el indeleble sensus divinitatis (Inst. I, 3, csp* I. 3, 3) impreso en
el hombre y en el testimonio que la creación da de la existencia y de la gloria
di Creador «niega que en su estado actual le sea posible al hombre llegar por esos
medios a un pleno conocimiento de Dios. Pero hay que tener en cuenta que para
él este conocimiento pleno sólo se da junto con una adecuada veneración de Dios:
«Ñeque enim Dcum. propric loquendo, cognoscl dteimus ubi nulla cst religio nec
pictas* (Inst. I. 2, 1).
'J En sus Lod praecipui theotogici de 1559 Mclanchton decía de la descriptio Dei
platónica (que él resumía asi: «Mcns aeterna» caussa boni in natura») que sus ideas
«verac et eruditac sunt et ex firmts demonstrationibus natac». aun cuando fuera
necesario añadirles los asertos procedentes de la revelación bíblica («addcndum
est»): CR 21. 610. Sobre el tratamiento que hace Melanchton de las pruebas de
Dios y sobre su influjo en la teología reformada, cf. J. PLATT, Reformed Tliought
and Scholasttcism. The Argutnents for the Existence oí God in Dutch Theotogy
/575-/Ó50, Leiden 1982, csp. 346 y 49ss (sobre Ursinus).

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ra //, La idea de Dios y la cuestión de su verdad

cía del m u n d o y del h o m b r e al Dios q u e anuncia el Evangelio y, p o r


consiguiente, un cierto s a b e r acerca de dicha pertenencia, por m á s
q u e tanto el u n o c o m o la o t r a aparezcan bajo una luz totalmente
nueva con la revelación de Cristo? Porque, según J u a n , el Hijo de
Dios no vino en modo ulguno a un lugar extraño, bino «a su pro-
piedad» (Jn 1,11). Claro está que, según se dice a continuación, los
suyos no le recibieron, pero la hiriente dureza de este hecho está
j u s t o en q u e los h o m b r e s q u e no le recibieron no e r a n precisamente
u n o s e x t r a ñ o s , sino los suyos desde siempre. Si e s t o es asi, no es po-
sible q u e haya sido siempre algo totalmente ajeno a su ser ni,
por consiguiente, a su saber de si, pues el ser de las c r i a t u r a s tam-
bién el ser del pecador— está constituido por la presencia creadora
de Dios, de su Legos y de su Espíritu en ellas* En todo caso, Pa-
blo habla expresamente de un conocimiento de Dios proporcionado
por Dios m i s m o «desde la creación del m u n d o * (Rom 1,20). es decir.
mucho a n t e s de su revelación histórica en Jesucristo* Como ha des-
tacado G ü n t h e r B o r n k a m m , ese conocimiento no es una posibilidad
del h o m b r e que. por así decirlo, tuviera q u e realizarse gracias a
sus esfuerzos. Se trata, m á s bien, de un hecho b a s a d o en Dios al
86 q u e los hombres se tienen q u e a t e n e r y q u e pone de manifiesto q u e
no es disculpable su idolatría 5 2 . De ahí, q u e nos parezca por lo me-
nos ambigua la formulación del Concilio Vaticano I (1870) c u a n d o
afirma q u e Dios «puede» (ceno cogrtosci posse) u ser conocido a
p a r t i r de las cosas c r e a d a s c o m o el origen y el fin de todas ellas,
Porque este m o d o de formular da a e n t e n d e r q u e se trata de una
posibilidad y de una capacidad de la razón h u m a n a (naturali hu-
manae rationis lamine) y no simplemente de la facticidad del co-
nocimicnto de Dios 3 4 . Es cierto que dicho conocimiento táctico in-
cluye también su posibilidad en el sentido general de la palabra,
pero aquí se t r a t a de una «posibilidad* que le sigue siendo cercana
al h o m b r e aun c u a n d o el no quisiera s a b e r nada de ella: no se es-
capa a la presencia de Dios en óL Karl B a r t h ha criticado no sin
razón esa formulación i.KD 11/1,86), en c u a n t o se refiere a un co-
nocimiento de Dios c o m o una posibilidad de la q u e el h o m b r e puede
disponer, pues veía en ella una transgresión del principio fundamen-
tal de «que a Dios sólo le conocemos por Dios* (ibid*>* Y, en e f e o
lo, a diferencia de Pablo, el texto del Concilio no describe expresa-
mente el conocimiento de Dios adquirido a partir de las o b r a s
de la creación c o m o un efecto de la comunicación de Dios* Por o t r o
lado, está claro q u e no e r a intención del Concilio excluir una fun-

» G. BoftNlAHM, 1*C, 19,


* DS 3004, el* 3026*
** DS 300*. Es extraño que un observador tan agudo de esta temática como es
E. JUNGEL, Das Dilema der naiürlichen Theotogte und die Wahrheit ihres Problems,
en Entsprechungett: Gou — Wahrheit — Mensch Theologische Erórterungen, Munich
1980, 158*177. 169, piense que justo esc posse es un «concepto relativamente crítico»
de la teología natural. Más allá todavía va la propuesta de interpretación de dicho
texto de H. Oír, Die Lehre des /. Vatikanischen Konzils. Ein evangelischer Kommen*
lar, Basilca 1963. 48. Según ella, con el conocimiento de Dios se trataría de una po-
sibilidad dada en principio, pero de hecho no realizada «en la situación actual del
género humano» a causa del pecado. Esta concepción se aleja de Pablo todavía más
que ta formulación del Concilio, pues excluye la facticidad del conocimiento de
Dios que el Apóstol subraya en Rom 1,21: YVÍVTE.;* TÓV SEÓV*

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2* Conocimiento natural de Dios y 'teología natural» 79

damentación de dicho conocimiento en Dios ni tampoco propiciar


una «división del concepto de Dios», como Barth (KD 11/1,91$) le
ha imputado. El aserto del Concilio, en tanto en cuanto pretende
constatar un conocimiento «natural» de Dios a la luz de la razón
humana y a partir de las obras de la creación, no puede ser recha*
zado en nombre del Nuevo Testamento, siempre que se suponga
que ese hecho se fundamenta en Dios mismo, que le da a conocer
al hombre su divinidad valiéndose de su creación. Cuando el Con-
cilio Vaticano I! recoja luego las filmaciones del Vaticano I en su
Constitución sobre la revelación <DV 6) incluirá también el cono-
cimiento natural de Dios en el marco señalado por el designio re-
velador de Dios: el de la historia de la salvación.

Mientras que de conocimiento «natural» de Dios tenemos que hablar


—igual q u e Pablo— como de un hecho que afecta a todos los h o m b r e s ,
la «teología natural» es algo que está lejos de estar tan extendido. Para
entender bien el complejo asunto del que aquí se trata es necesario dis- 87
tinguir con toda nitidez entre el conocimiento «natural» de Dios —cual-
quiera que sea el m o d o de describirlo más precisamente— y el fenóme-
no de la «teología natural». Es verdad que ésta estará de algún modo en
conexión con aquel conocimiento, pero no se identifica con él. La falta
de distinciones claras en este tema es una de las causas de la increíble
confusión que reina en la reciente discusión sobre la «teología natural».
Ya el uso lingüístico de la teología protestante primitiva dio pie a la
confusión al juntar bajo el concepto general de theologia naturatts, por
un lado, el conocimiento de Dios propio del hombre en cuanto criatura
(cognitio ínsita) y, por o t r o lado, el conocimiento filosófico de Dios como
el caso más importante de conocimiento de Dios adquirido (cognitio
acquisita). Si, como hacía esa teología, se entiende que todo conocimien-
to de Dios es un cierto tipo de «teología», se oscurece el hecho históri-
camente demostrable de que precisamente la «teología natural» es un
fenómeno específico en la historia de los conceptos teológicos. Ella sí
que es una «posibilidad» muy particular del hombre: la doctrina sobre
Dios argumentativamente desarrollada por los filósofos.

La expresión «teología natural» la encontramos documentada p o r


primera vez en Panaitios, el fundador de la Estoa media, a través de
cuyas relaciones con el círculo que se movía en torno al joven Escipión
pudo llegar a Roma el pensamiento estoico en la segunda mitad del
siglo II antes de Cristo. Panaitios llamaba «teología natural» a la doc-
trina filosófica sobre Dios diferenciándola, por u n a parte, de la «teolo*
gía mítica» de los poetas y, p o r otra, de la «teología política» de los
cultos organizados bajo la autoridad estatal y mantenidos p o r los Es*
tados 3 5 . El sentido de la expresión tiene que ver con la cuestión, susci-

** SVF (Stoicorum Veterum Fragmenta), II, IÜ09. Sobre Panaitios, véase


M. PoHLENZ, Dle Stoa. Geschichte einer geistigen Bewegung, Gotinga 1959, I, 191*207;
sobn; su teoría de los tres tipos de teología, cf. ibid.t 198 y II, 100.

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so //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

tada por la Sofística, de lo verdadero «por naturaleza», es decir, de por


si, a diferencia de lo que debe su validez sólo a disposiciones humanas
(thesis), bien sea por c o s t u m b r e y tradición, bien p o r determinación
política *. Por teología «natural» hay q u e entender entonces el discurso
sobre Dios adecuado a la naturaleza, a la esencia misma de lo divino,
no distorsionado por los intereses políticos aparejados a los cultos es-
tatales, ni sometido tampoco a los vicios procedentes de las imagina-
ciones poéticas, de las «mentiras» de los poetas. Por tanto, el conocí*
miento filosófico de Dios no es «natural» por e s t a r de acuerdo con la
naturaleza del h o m b r e o con los principios y con la capacidad de la
88 razón humana; lo es m á s bien p o r estar en correspondencia con la «natu-
raleza» de lo divino, con la verdad de Dios mismo: lo contrarío de lo
que sucede con las falsificaciones que hace de esa verdad la religión en
su configuración «positiva», basada en disposiciones h u m a n a s .

La expresión acuñada p o r los estoicos conceptual izaba lo que habla


sido la finalidad de la doctrina filosófica acerca de Dios ya desde la
primitiva filosofía de la naturaleza de Mileto. Werner Jáger ha mostrado
que, en contra de la clásica comprensión de los filósofos m á s antiguos
como «físicos» —que se r e m o n t a hasta Aristóteles—, ha sido la pregunta
por la forma verdadera del origen divino del mundu la que ha sido in-
cluso el motivo impulsor del desarrollo de la filosofía presocrática T \

Un planteamiento de esc tipo presupone, en primer lugar, un modo


de pensar que permitía que la comprensión griega de Dios fuera,
al parecer, capaz de considerar que un dios extraño es el mismo
que el dios propio y que desempeña la misma función que él, dan*
donsele también, por tanto, la misma denominación 0 . No hay lo*
davía claridad sobre lo que dio históricamente ocasión a ese modo
de pensar al trabarse conocimiento entre culturas extrañas a tra-
vés de las conexiones comerciales que tenían las ciudades griegas
o en la expansión del poderío persa en el Asia Menor. En todo caso,
esa parece haber sido la condición que hizo posible que se llamara
divinas a determinadas funciones o atributos con independencia
del nombre del dios. £n segundo lugar, está claro que una compren-
sión de Dios centrada en su función de ser causa de los fenóme-

* El tratado clásico sobre este tema es el de F. HEINIMANN, Nomos und Physis.


Hcrkunft und Bedcutung einer Antithese ím griechischen Denken des 5, Jakrhun-
derts, BasiJea 1945, 1972 (reimpresión), esp. 110-162.
» W. JAGEK, La teología de los primeros filósofos griegos, Mixico/Madrid/Bucnos
Aires 1952, 1977 (reimpresión). De la comprensión aristotélica trata en I2s y, ade-
más, 2011 ñola 17, En las pp. 14ss, JSger expone programáticamente su visión de las
cosas. Sobre el concepto de arché ya en Anaxímandro. cf. 33s, y sobre su función,
cf. 41s.
u B. SKELL, Las fuentes del pensamiento europeo, Madrid 1965, 46 [1955 (3.* cdj„
44], subrava que es algo específicamente griego que Hcrodoto en sus viajes a Egipto
haya descubierto con toda naturalidad en los dioses de aquel país a Apolo, Dioniso
y Artemls. Snell cree que esto pone de manifiesto que los dioses griegos pertene-
cen «al orden natural del mundo* y que. por eso. «no están atados a fronteras
nacionales ni a determinados grupos» (47 [45]),

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2- Conocimiento natural de Dios y 'teología natural* ti

nos intrnmundanos *\ se ligó con las visiones cosmogónicas y teo*


púnicas de procedencia oriental sobre el origen del cosmos ente-
ro 4 3 porque —en tercer tugar— aquello que sea el origen de todas
las cosas no podría tener principio ni fin, es decir, que tendría que
ser inmortal y «abarcante» poseyendo así las propiedades de los
dioses incluso en un grado mayor que ellos mismos y aventajando.
por consiguiente, en divinidad a los dioses de la propia tradición
mítica AK

La «teología natural» primitiva no argumentaba con el fin de demos- 89


t r a r la existencia misma de Dios- La existencia de un principio divino
del mundo se daba por supuesta sin discusión alguna. No era. pues, la
duda sobre la existencia de lo divino, sino la pregunta p o r su modo de
ser lo q u e constituía el objeto de la teología filosófica. A esa cuestión
era a la que se referían ya las diversas tesis de tos filósofos jónicos
de la naturaleza sobre el origen divino. Las diferencias entre esas tesis
son de tal tipo que la sucesión de los distintos intentos de solución per*
mi te reconstruir la historia articulada de un mismo p r o b l e m a 4 . La re-
vuelta critica frente a la tradición mítica estuvo p r o n t o ampliamente de
acuerdo sobre la unidad, el carácter espiritual y también sobre la in-
mortalidad y la eternidad no originada del origen divino. Además, a par*
tir de su función como supremo fundamento de todo cambio, se pudo
deducir también que tal origen ha de ser pensado como invariablemente
igual a sí m i s m o 0 .

Con todo, algunos de los argumentos que se orientaban a elucidar el


modo de ser del origen divino del mundo pudieron ser también utiliza*
dos para m o s t r a r la existencia de la divinidad así configurada- Por ejem-
plo, según refiere Jenofonte (Memorabitia I, 4,2s), ya Sócrates usaba la
argumentación procedente de Anaxágoras sobre la condición espiritual

» Sobre la función de causalidad, cf. el ejemplo de la Ufada que trae B. SNELL.


ibíd,, 53ss |51s], donde aparece Atenea como causante del cambio de opinión de
Aquiles en ta Canción Primera 194-122. En 1959 explicaba yo la pregunta filosófica
por el arché como una simple «inversión» de este hecho, de modo que lo que ella
hace seria remontarse inductivamente a ta causa (divina) a partir de sus efectos:
cf- Cuestiones fundamentales de teología sistemática, 1976, 98s [I, 1967. 300$]* Sin em-
bargo, no se puede observar todavía en los textos antiguos un procedimiento in-
ductivo formal.
«a U, HÜLSCMEK, Anaximander und die Anfange der PhilosopMe, Hcrmcs 81, 1953.
reimpreso en H. G. GADAMER (ed.), Vm die Bezriffsweh der Vorsokratiker, Darmstadt
1968, 95*176, ha mostrado la posibilidad de que haya relaciones entre los plantea-
mientos cosmogónicos de la filosofía milesia de la naturaleza —que no encontramos
hasta esas fechas en las tradiciones griegas— y las ideas del Antiguo Oriente» Sobre
Tales de MMcto, véase en particular, ibid». 129-136.
** Cf. W. JXGER, I.C, 36-42, y la extensa nota de la p. 204ss sobre el concepto de
lo «divino», especialmente lo que se dice en la p. 205 sobre Anaximandro. Cf* tam-
bién U Hfrscrot, l.c, 174s.
*- Cf. al respecto, ante todo, el artículo de U. HtiLsa«t, citado en la nota 40.
4> Para más detalles al respecto, cf, del Autor, Cuestiones fundamentales de teo-
logía sistemática, 176, 100-106 [I, 1967, 3023081»

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82 II, La idea de Dios y ¡a cuestión de su verdad

del origen divino, b a s a d a en el orden que se puede encontrar en el


mundo natural, para d a r fundamento a la convicción referente a la
existencia de un «maestro de obras sabio y amigable» q u e lo ha dispues-
to todo de un m o d o tan acertado. Luego, en los esfuerzos de Platón por
mostrar q u e p a r a la explicación de los movimientos de los cuerpos se
necesita recurrir a un principio anímico, y también en la versión aris-
totélica de esa misma argumentación, encontramos los orígenes de la
prueba de la existencia de Dios a partir del movimiento* 4 . De este modo
la pregunta por el modo de ser del origen divino pudo ir convirtiéndose
en una argumentación a favor de su existencia. Pero es i m p o r t a n t e rete-
ner q u e lo que estaba en el punto central de la «teología natural» de los
filósofos era la cuestión del modo de ser r de la «naturaleza» de lo divino.
Porque sólo desde este punto de vista será posible comprender su rela-
ción crítica con la tradición mítica.

Es también desde ahí desde donde hay que comprender la asimila-


ción de los resultados de la «teología natural» por p a r t e de la teología
cristiana primitiva. A pesar de toda la polémica contra el modo de vida
y contra la idolatría de los filósofos, dicha asimilación aconteció de facto
90 p o r todas partes en la patrística cristiana 4 *. No se ha llegado a entender
bien este acontecimiento cuando se le considera sólo u n a acomodación
al clima espiritual de aquella cultura en la q u e tocaba predicar el Evan-
gelio. Se trata de mucho más q u e de una, por así llamarla, «conexión»
pedagógica. Lo que estaba en juego era la verdad del Dios cristiano en
cuanto Dios de todos los h o m b r e s , que no es sólo el Dios nacional ju-
dío 4 0 . La «teología natural* de los filósofos había establecido criterios
para definir las condiciones bajo las que el dios afirmado p o r una deter-
minada tradición podía ser pensado con seriedad como el autor de todo
el cosmos y la predicación cristiana tenía que someterse a esos criterios
si quería ser tomada en serio con su pretensión de que el Dios que salva
en Jesucristo es el creador de cielo y tierra y, por tanto, el Dios único
y verdadero de todos los hombres. El someterse a los criterios de la

11
En Las Leyes (893b-899c) Platón utiliza esta argumentación para fundamen-
tar la fe en la existencia de tos dioses, Pero la había desarrollado antes como
prueba de la inmortalidad del alma iFedónt 245 c 5-246 a 2). Más tarde, Aristóteles
describió el asunto de tal manera que consiguió evitar la idea de que el alma se
mueve a si misma, que le parcela sin sentido (Metafísica, 1071 b 3-1072 b 13; el. Físico,
25645a 13-260 a 10).
Véase, sobre esto del Autor, La asimilación del concepto filosófico de Dios
como problema dogmático de la antigua teología cristiana, en Cuestiones funda-
mentales de teología sistemática, 1976, 93ss [I, 1967, 312ss).
* E. JCNCEL, DOS Dilema der natüríichen Thcotogic und dic Wahrheit ihres Pro*
btems, en Entsprechu ngen: Gott —Wahrhcit^ Mcnsch. Theologische Erórterungen,
1980, 158-177, 162. no menciona que ha sido esta la causa que «obligó» a la fe cris-
tiana a «entenderse entonces también en el lenguaje de la filosofía» a sí misma.
Pero esa «obligación» —de la que el mismo Jüngel habla— no parece que haya po-
dido ser motivada por el «hecho» mismo de la asimilación crítica, según el dice
en ese lugar,

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2, Conocimiento natura! de Dios y ^teología natural» S>

teología filosófica no tenía por que excluir la revisión crítica de sus


fórmulas. Y los Padres hicieron esa revisión, pero más bien poco a fondo
y demasiado parcialmente, de modo que no hay aquí ningún exceso de
severidad q u e lamentar 4 7 * Ahora bien, la revisión tenía q u e m o s t r a r su
razón de ser en el mismo campo de la argumentación filosófica para
poder reclamar para si la universalidad en la que se pone de manifiesto
la verdad del Dios uno y único.
Era una tarea q u e el mismo Pablo le había puesto ya a la teología
cristiana ai decir q u e los dioses que los gálatas adoraban antes de su
conversión, a diferencia del Dios del mensaje cristiano, «no son dioses
por naturaleza* (<pvatt n ^ oíioiv SEOU;: Gal 4,8). Este aserto implica que
el Dios de la Biblia, cuya revelación proclama el evangelio paulino, es
el único Dios verdadero, es decir, el único que es Dios «por naturaleza».
En este punto, la formulación de Pablo coincide exactamente con la
cuestión filosófica propia de la «teología natural» en su sentido origi-
nario, es decir, con la pregunta por aquello que sea lo divino «por na-
turaleza» 4 *. La confrontación del pensamiento cristiano con los criterios
formulados por los filósofos sobre lo verdaderamente divino, q u e haya
de ser pensado como origen del mundo, resultaba inevitable. Había q u e
mostrar o bien que el Dios anunciado por los cristianos respondía a
aquellos criterios, dicho de o t r o modo: q u e poseía los atributos defini-
dos por los filósofos, o bien que los criterios no estaban correctamente
formulados, es decir, q u e no describían satisfactoriamente la función
de causalidad que es indispensable para hablar del Dios uno.

Aunque la Patrística cristiana se sometió de hecho a la tarea que se


le planteaba en la situación descrita, sin embargo estudió con relativa
poca frecuencia el concepto de «teología natural». Fue a n t e todo Agus-
tín quien lo hizo en su De Civitate Dei Tertuliano (ad Nationes 2) y
Eusebio de Cesárea (Praeparatio Evangélica IV, 1) lo mencionan más
bien de pasada. Agustín había conocido la división estoica tripartita
del concepto de teología en la forma que le había d a d o Publius Mucius
Scaevola, transmitida por Marcus Terentius Varro, una forma que con-
vertía dicha división en «una defensa de la religión del Estado» 4 9 . A Va-

47
Véase al respecto del Autor, Cuestiones fundamentales de teología sistemática,
1976, 109s. Í27ss. !43s [310s, 32óss. MU]. E. JÜNGEL. I.c, 164, ve. en último término y
con razón, el motivo de la necesidad de «rechazar el conocimiento filosófico de
Dios» —bien entendido que en el mismo «plano filosófico»— en que es muy pro-
blemática la «convertibilidad» de los conceptos de naturaleza y creación. En mi ar-
tículo citado en la nota 45 digo lo mismo hablando de la diferencia entre una
comprensión historial del mundo y otra que es ahistórica.
* Véanse mis observaciones al respecto ya en Cuestiones fundamentales, 108s
[I. SftM. En su discusión conmigo, en el articulo citado en la nota 46, E. Jilngel
no habla ni de esta afirmación paulina ni del problema objetivo que con ella se
plantea, que es el decisivo para la recepción cristiana de la antigua teología natural.
« M. PrwLTN7, Die Stoa, I. 1959. 262s. Agustín nombra a Scaevola en De Civt
Dei IV, 27, pero por lo general con quien él polemiza es con M. Terentius Varro.

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84 //. La idea de Dios y ¡a cuestión de su verdad

rro, cuya erudición admiraba, Agustín le crítica el h a b e r puesto en entre-


dicho sólo a la teología mítica y no a la política, mientras que propug-
naba reducir sólo al ámbito de las discusiones académicas a la teología
natural de los filósofos (Crv. Dei VI, 5). Contra la q u e Agustín se volvía
sobre lodo era contra la teología política, de la que pensaba, con razón,
que estaba estrechamente unida a la mítica (VI, 7). En cambio, enjui-
ciaba de un m o d o fundamentalmente positivo a la teología natural de
los filósofos, pues, en su opinión, el filósofo verdadero es un amante
de Dios 5 *- Claro está q u e también opina que esto no es verdad de todos
ellos por igual. De un recorrido por las diversas escuelas filosóficas
(VIII. 2ss) se sigue para él q u e los platónicos son los que más se acer-
can a los cristianos, ante todo a causa de su concepción espiritual de
Dios (VIII. 5). De ahí que valga para ellos de manera especial la p a l a b r a
de Pablo de Rom 1.19. porque h a n conocido el poder y la divinidad
invisibles de Dios (VIII. 6). Sin embargo, a pesar de esa cercanía, Agus-
tín no era aerifico frente a Platón y a los platónicos. Eso si, su crítica
se concentraba en la antropología y en la doctrina sobre el alma 5 1 y
apenas si afectaba a la doctrina sobre Dios. Creía q u e los platónicos.
a u n c u a n d o sus manifestaciones al respecto no estuvieran exentas de
errores, conocían incluso la Trinidad (X. 23 y 29); lo único que les
habría permanecido inaccesible habría sido la Encarnación (X. 29).
92 Está claro que para Agustín la doctrina cristiana acerca de Dios no

era por principio distinta de la «teología natural» de los filósofos en la


forma q u e le daban los platónicos n . De ahí q u e esa teología natural no
fuera para él un estadio anterior a la teología cristiana, sino que la
doctrina cristiana acerca de Dios seria lo mismo que u n a determinada
forma purificada de la teología verdaderamente «natural», es decir, ade-
cuada a la naturaleza del mismo Dios, la cual habría encontrado en los
testimonios bíblicos su expresión más clara.
La comprensión de la relación q u e . según somos capaces de ver, es-
tablecía Agustín entre la revelación bíblica de Dios y el concepto de
teología natural, sufrió un cambio en la Edad Media latina. A partir del
siglo xii, sobre todo por medio de Gilberto de Poitiers. se fue impo-
niendo la idea de q u e el conocimiento racional sólo puede acceder a la
unidad de Dios, no a su Trinidad 5 3 . Este límite de la teología filosófica

* De Cív. Dei VIII, 1: «Porro si sapicntia Dcus cst. per quem facta sunt omnia,
sicut divina auctorítas veritasque monatravít. venís philosophus cst amatar Dei».
Cf. 51VIH, II.
Cf. lo que explico en Christentum und Platottismus. Die kritische Platonrezep-
tiort Au&ustins írt íhrer Bedeututig für das gegcnwártigcn chrístlicfien Denken, ZKG
96 (1985) 147-161. esp. 152ss.
H En De Civ* Dei VIII 10, 2 se dice que están de acuerdo con los cristianos
(nobiscum sentiunt) todos los filósofos que, como los platónicos, enseñan que Dios
es la causa del universo, asi como la luz de la verdad y ta fuente de la felicidad.
5* I. A. SOOIIDT. Gottheit und Trinitat nach dem Kommentar des Gitbert Porreta
ZM Boethius De Trinitate, Basilca 1956.

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2. Conocimiento natural de Dios y «teología natural» 85

resultó más evidente aún cuando Aristóteles se convirtió, en lugar de


Platón» en el filósofo más influyente de la época. Tomás de Aquino dis-
tinguía nítidamente entre lo q u e es accesible al conocimiento racional
(cognitio naturalis) y los artículos de la fe (articuti fidei) y remitía lo
primero a la introducción que hacía preceder (praeambula) al trata-
miento de los segundos (STh I, 2 ad 1). Pero, p o r o t r o lado, también
Tomás podía desarrollar su doctrina sobre Dios, incluida la doctrina
de la Trinidad, argumentando sin solución de continuidad a partir del
concepto de Dios como causa primera del mundo. Los dos órdenes del
conocimiento, el de u n a teología natural j u n t o a otra sobrenatural, no
estaban todavía estrictamente separados. Fueron el tomismo posterior,
la escolástica barroca y la neoescolástica quienes llevaron a término la
construcción del «esquema de los d o s pisos» que es juzgado hoy de
manera crítica también por muchos teólogos católicos w .
AI reaparecer en la escolástica barroca y en la teología protestante
antigua como opuesto al de teología de revelación, el concepto de teolo-
gía natural cambia profundamente de significado. «Natural» ya no sig-
nifica «acorde con la naturaleza de Dios», sino «acorde con la naturaleza
del hombre». Se convertía así en u n a designación que recordaba ante
todo las limitaciones de la naturaleza h u m a n a , en particular de la razón,
a n t e la realidad sobrenatural de Dios. Pero, por o t r o lado, la «teología
natural» así entendida podía presentarse también como la forma de
conocer a Dios adecuada al hombre, acorde con su naturaleza. Bajo esta
segunda perspectiva, los siglos XVII y XVIII son testigos de u n a nueva
coyuntura favorable para la antigua contraposición e n t r e qjvox^ y Séoic*
entre la espontaneidad de la naturaleza y la positividad de las dispo-
siciones y de la tradición h u m a n a . Tras la catástrofe de las guerras de
religión, las pretensiones encontradas e n t r e sí de los diversos p a r t i d o s
cristianos respecto de su ser revelación parecían meras disposiciones
fruto de la tradición. Y frente a esa positividad de las pretcnsiones re-
ligiosas de verdad, que se descalificaban m u t u a m e n t e , había q u e pensar
en «lo natural» del hombre como base de un nuevo orden social y de
u n a nueva cultura. La Ilustración estaba al mismo tiempo convencida
de que lo adecuado a la naturaleza h u m a n a era también lo verdadera-
mente adecuado a Dios, pues nadie más que El es el Creador del h o m b r e
y de la razón.

A la imagen ilustrada del hombre se le ha criticado que los elementos


rotos de la realidad humana apenas encuentran en ella más que un lugar

w Cf. W. KASPCR, El Dios de Jesucristo. Salamanca 1985, 95 (1982. 102), Fue este
el resultado de la discusión en torno a La llamada «NouvcMc Thcologic*, sostenida
durante los dos decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial a partir, sobre
todo, de la obra de H. DE LURIC, SurnatttreL Etttdes historiques, París 1946. Una
breve panorámica de ella se encuentra en H. KONG, ¿Exbte Dios? Respuesta al pro-
blema de Dios en nuestro tiempo, Madrid 1979, 706-712 [1978, 570-575).

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86 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

secundario. En concreto, la confianza en la razón permanecería comple-


tamente incólume. Sin embargo, el alcance de este hecho es poco para
el asunto que aquí nos ocupa. Porque justamente una conciencia de no
identidad es sólo posible sobre la base del conocimiento de la identidad
y, por tanto, también de la verdad- No se puede tampoco llevar teológi-
camente tan lejos la perversión causada por el pecado que resulte que
no se pueda ya encontrar en el hombre una criatura de Dios. Y mien-
tras sea criatura, se dará una correspondencia entre la naturaleza del
hombre y su Creador. Ahora bien, esto vale sólo si el Creador existe.
Lograr una certeza de ello partiendo del hombre y de su naturaleza es
el problema de las pruebas de Dios que. de este modo, se ha convertido
en el punto crítico de la configuración moderna de la teología natural.

3. LAS PRUEBAS DE DIOS Y LA CRITICA FILOSÓFICA


DE LA TEOLOGÍA NATURAL

Si el conocimiento de Dios hubiera de ser de la incumbencia de la


«teología natural)* en el sentido de que tuviera que ser adquirido por
medio de la reflexión y de argumentos de razón, sería que descansa,
en último término, sobre las pruebas de Dios* Es verdad que una teología
natural de ese tipo incluye algo más que las pruebas de la existencia
de Dios: también forman parte de ella el tratamiento de sus atributos
y la aclaración del modo en el que se construyen las afirmaciones sobre
ellos. Además, en la Época Moderna también se han tenido como parte
del concepto de teología natural la obligación de prestar culto a Dios
y otros temas conexos con éste, al menos cuando no se distinguía con
94 claridad la teología natural de la religión natural. Pero la relevancia de
todos estos temas particulares depende de la presuposición de la exis-
tencia de Dios. Y si se piensa que todo conocimiento de Dios es un
conocimiento adquirido, esa relevancia está en último término en manos
de las pruebas de la existencia de Dios- Esta era ya la opinión de Tomás
de Aquino. aunque él no empleaba todavía la expresión «teología natu-
ral» para designar su doctrina racional acerca de Dios y aunque él re-
conocía que el hombre está a temáticamente referido a Dios como a su
bien supremo: para Tomás sólo a través de la experiencia del mundo
llega el hombre a alcanzar una noticia y un conocimiento de Dios, una
idea de Dios; al menos en esta vida presente- Cierto que, según Tomás,
alguna forma de conocimiento de Dios es propia siempre de la natura*
leza humana, pero en esta vida terrena el hombre sólo la alcanza por
el camino del conocimiento del mundo material, por el camino de la
experiencia de las cosas perceptibles para los sentidos 55 . Esta concep-

B De Vertí. 13f I ad I: «Sic igitur diccadum c&t. quod intclligcnüac huraanac

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3, Pruebas de Dios y critica filosófica S7

ción era consecuencia del empirismo aristotélico. Por eso. a diferencia


de los teólogos de la escuela agustiniana, como Buenaventura o Enrique
de Gante, Tomás piensa que la experiencia del mundo es el único acceso
al conocimiento de Dios. De ahí que las pruebas de Dios a partir de dicha
experiencia llegaran a adquirir para él un significado fundamental.
La íunción fundamental de las pruebas de Dios siguió siendo también
una de las características de la teología filosófica de la Modernidad glo-
balmente considerada; aunque ésta ya no iba a centrar tanto su interés
en las pruebas que parten del mundo como lo habla hecho Tomás. El
punto central de la discusión fue, más bien, durante casi doscientos
años, la prueba oncológica, que deduce la existencia de Dios como nece-
sariamente vinculada al concepto de su esencia *• A esa prueba, que 95
había sido formulada por Anselmo de Canterbury y rechazada por To-
más de Aquino, Descartes le da una nueva b a s e n p o n i é n d o l a e n e s -

secundum quemlibet statum esl naturale aliquo modo cognoscerc Deum, sed in
suo principio, id cst in statu viac, cst ei nalurale quod cognoscat Deum per crea-
turan scnsibíles». Es verdad que en la tendencia del hombre a la felicidad se da
ya también un saber confuso acerca de Dios (*sub quadam confusione»), pero con
ella no se le conoce como Dios (STh I, 2 a 1 ad 1)*
» Este es el sentido preciso de la designación de Dios como ens necessaríum.
E. JÜNCEL, Dios como misterio del mundo. Salamanca 1984, 32-56 [1977, 164}). bajo
el epígrafe de «¿Es Dios necesario?*, no distingue el mencionado sentido de ne-
cesidad de la necesidad «mundanal* de Dios (35s [19s]), es decir, la necesidad de
la existencia de Dios como causa del ser del mundo (cf, esp. 50s [36s]). El con-
cepto de Dios como erts necessaríum no se refiere —justo también en el caso de
Descartes y de Leibniz— ni a la relación de Dios con el mundo ni a su necesidad
«para la res cogitans humana* (160 [156]). Significa tan sólo que Dios existe de
modo absoluto y que no está sujeto a la posibilidad de no existir: su existencia es
inseparable del concepto de su esencia. Quien entienda el sentido del concepto de
tns necessaríum no podrá valorar la tesis de Jüngcl de que Dios es «más que ne-
cesario* (44 (30)) como una aportación positiva a la elucidación critica de dicho
concepto. En cambio, la tesis de Jüngcl tiene su sentido para expresar la libertad
de Dios respecto del mundo. Porque, en efecto. Dios es no sólo el origen de la
existencia dd mundo que hay que presuponer necesariamente* En cuanto creador
es su origen libre y en cuanto Dios de la reconciliación y de la salvación es, otra
vez, libre frente al mundo. Ahora bien, por esto no hav que negar la necesidad
de Dios para el mundo. Estar necesitado de Dios es algo propio de su ser erratu-
ral. Quien niega la necesidad de Dios para el mundo, le niega a este su ser crea-
tura!. Y esto vale con independencia de que se pueda conocer a Dios a partir del
mundo como a su creador y sostenedor y de que haya una concepción del mundo
en cuyo marco el supuesto de la existencia de Dios no sea «necesario» para la
intelección del mundo. La teología, si no quiere dar por perdida la doctrina de la
creación, tendrá que considerar que este tipo de comprensión del mundo, que de
hecho se ha ido desarrollando en la Modernidad, es deficiente.

B R. DESCARTES, Medttationes de prima philosophia (1641). V. 7ss [Tr. esp* d e


Vidal Pena, Madrid 1977, 55s*]. Véase al respecto D HBmtai, Der ontotozlsche
Goitesbcweis. Seitt Problem und seirte Geschíchte in der Neuzeit, Tublnga 1960,
10-22. Henrích muestra que la idea de Dios como ens necessaríum. es decir, la irres-
cindible mutua pertenencia del concepto de la esencia de Dios y de su existencia.
tuvo un significado decisivo en la nueva fundamentación que Descartes te dio a
la prueba ontológica. Ante esto no resulta muy convincente que Jüngcl diga preci-
samente de Descartes que ha «descompuesto* la certeza de Dios porque su plan-

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*8 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

trecha relación con su afirmación de q u e en el espíritu del h o m b r e hay


una idea innata de Dios 3 . Claro está que la viva discusión que se man-
tuvo, ante todo en el siglo XVHI, sobre la consistencia de la prueba
ontológica dio pronto como resultado q u e su punto de partida no puede
ser fundamentado suficientemente si no se recurre a u n a argumentación
cosmológica. La tesis de Descartes sobre u n a idea de Dios originaria.
constitutiva de todas las acciones y de todos los pensamientos del espí-
ritu humano, retrocedió, en cambio, a un segundo plano*
El argumento cosmológico, que se remonta a un origen de la exis-
tencia de las cosas del mundo partiendo de su contingencia, un origen
que no necesita ninguna o t r a causa p a r a ser él, sino que existe por sí
mismo, de tal m o d o que la existencia es algo perteneciente al concepto
de su esencia, adquirió importancia en la discusión en torno a la p r u e b a
ontológica de Descartes porque conduce al concepto de un s e r que existe
necesariamente (ens necessarium), concepto éste que es la clave del
desarrollo de la p r u e b a ontológica, al m e n o s en su forma m á s consis-
tente. El argumento cosmológico consiguió darle u n a valide?- objetiva
a la idea de un ens necessarium hasta que Kant declaró ilegitima la uti-
lización del concepto de causa más allá de las fronteras del m u n d o sen-
sible.

Ya Leibniz combina en su Monadologfa (1714) la prueba onto-


lógica con el argumento cosmológico 9 . Esto no significa, sin em-
bargo, que pretendiera fundamentar la prueba ontológica en los
resultados de la argumentación cosmológica que habla desarrollado
previamente. Leibniz creía, más bien. que. por distintos caminos,
ambas conducen al concepto de un ser necesariamente existente*
96 Porque pensaba que a este concepto se puede llegar también a par-
tir de la idea de un ser absolutamente perfecto, es decir, puramente
a priori*0, con independencia de toda experiencia. La idea de un
ser absolutamente perfecto {aliquid qito maius cogitari nequit) habla
sido para Anselmo de Canterbury el punto de partida de la prueba
ontológica* 1 y, en un principio, también para Descartes, pues para
éste la idea de lo Infinito, subyacente a todo lo que pensamos, era
equivalente a la idea de la perfección absoluta 61 * Pero en el curso
de la discusión sobre su nueva formulación de la prueba ontológica
Descartes se dio cuenta M de que la idea de la existencia necesaria,

teamiento de las cosas le obligaría a «distinguir de un modo fundamental la certe-


za de la esencia... de la certeza de la existencia de Dios» (í.c, 166 [163])*
» Una tesis que Descartes desarrolla ya en la tercera Meditación (trad. de
Vidal Peña. Madrid 1977. 39s$).
» G. W. Leinnz, Monadolotfa (1714), núm. 44s, cf, 38 [en Obras (ed. de P. de
Azcárate). Madrid 1878 <?), vol. I. 45«s]. Véase también la Teodicea I. 7 {Obras,
ed. de P. de Azcárate, Madrid, vol. 5. IMs) y. además. D. HENRICH. IX.> 45&S, esp. 46s.
*> Monadología 45.
*' ANSEIMO DE CAKTCMURY, Prostogion. 1077/78*
« Med. III, 28 y 30.
** En la contestación a Caleros, en la p. 153 de la edición de las Meditaciones

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J. Pruebas de Dios y crítica filosófica tW

m o m e n t o de la idea de la perfección absoluta, tiene un significado


decisivo para la contundencia de su prueba, de modo q u e propia*
mente es esc concepto de la existencia necesaria el Que constituye
el núcleo o incluso el fundamento de dicha prueba, dando por su*
puesto, claro e s t á , q u e se trata de un concepto esencial y no de un
p r o d u c t o de la fantasía subjetiva. J u s t o este supuesto es el q u e al-
gunos críticos hablan puesto en d u d a q u e se diera en el c a s o de la
idea de lo absolutamente perfecto. Pero en el caso de lo necesaria-
mente existente se t r a t a b a de una idea cuya objetividad e r a asegu-
rada por la argumentación cosmológica, que conduce desde la con*
üngencia de las cosas linitas a suponer q u e hay algo q u e existe
necesariamente.
Leibniz, sin embargo, no se adentró por ese camino, a u n q u e era
m u y consciente de la debilidad de la fundamentación de lo necesa-
riamente existente en la idea de lo absolutamente perfecto* Lo q u e
él intentó fue una deducción distinta, p u r a m e n t e conceptual, del
supuesto de eso q u e existe necesariamente 6 4 . En c a m b i o . Chrislian
Wolff sí q u e puso el a r g u m e n t o cosmológico c o m o base de su Theo-
logta naturolis (1736/37) **, La idea de Dios como el ser perfeetí*
simo la introduce secundariamente. También Alejandro B a u m g a r t c n
siguió este m i s m o proceder e incluso todavía K a n t en la Introduc-
ción a la critica de lus pruebas especulativas de Dios en su Critica
de la razón pura (1781, A 584-587). Pero Baumgartcn no consideraba
ya q u e el a r g u m e n t o cosmológico en su forma tradicional —una
simple deducción de un origen existente por si m i s m o a p a r t i r de
las c o s a s q u e existen sólo contingentemente— fuera, en m o d o al-
guno. u n a p r u e b a inequívoca de Dios, pues necesariamente exis-
tente podría ser también la materia*** Ideas semejantes a esta eran
las que había discutido ya Samuel Clarke* 7 y son algunas q u e en-
c o n t r a m o s en la actualidad*** El concepto de lo necesariamente exis*
tente necesitaría entonces ser precisado por medio de la idea de
lo absolutamente perfecto para alcanzar así la necesidad con la que
existe el ser q u e goza de toda perfección **• Descartes, por el con-
trario, habla pensado que. para conseguir un p u n t o de partida se-

hecha en Amstcrdam en 1685 con todas las objeciones y sus respuestas (en la edi-
ción de Vidal Peña, p, Í7ss [PhB 27. 105]). Véase a) respecto HENRICH. Ir.. 12s,
** Cf. las explicaciones de D, HEKRIQI, l*c„ 52ss*
* Ibid*. 55ss*
** Sobre Baumgartcn. véase HÍMUCH, l.c-, 62-68; sobre su juicio acerca del ens
necessarium, ibid., 64.
*7 Véase al respecto W. L* ROWF. The Cosmológica! Ar&ument, Princenton/Lon*
dres 1975, 222-248. esp. 235*.
** Por ejemplo, en A. KEKNEY. The Five Ways. St. Thomas Aguuias' Proofs of
Gods' Existence. Londres 1969. 69. Cf.. por el contrario, cómo observa H. SEIDC„ en
el volumen editado y comentado por él. Die Gottesbeweise in der *Summe gegen
dte Heidcn* imd der *Siunme der Theologie», PhB 330. Hamburgo 1982, 152sP que.
en el marco de la ontología aristotélica y tomasiana, lo necesario no causado sólo
podía ser «una substancia puramente inmaterial**
<* D. Hcnrich observa al respecto que Baumgartcn de esc modo «hace depender
a posteriorí el concepto de ens necessarium de la prueba ontológica* Quien lee con
atención la metafísica de Baumgartcn y llega a considerar que la primera prueba
onlológica (c.d., la hecha a partir de la idea del ser perfecto: W*P.) no es con*
cluyente. se plantea inevitablemente la pregunta de qué será lo que al fin habré
que entender por 'ser necesario*» ( l e . 66).
yo //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

glifo para el a r g u m e n t o ontológico, es el concepto de lo absoluta-


mente perfecto el q u e necesita una precisión ulterior por m e d i o
del de lo necesariamente existente. Y Leibniz habla o p i n a d o q u e la
idea de lo necesariamente existente e r a ya equivalente de la idea
de Dios 1 0 . Semejante iba a ser el juicio q u e emitiría después Hegel:
se podría —dice— conceder perfectamente «que Dios y sólo Dios
es el ser absolutamente necesario, a u n q u e esta definición no agote
lo q u e de El piensa el cristianismo, el cual, en efecto, encierra en
st c o s a s m á s profundas q u e dicha definición metafísica propia de
la llamada teología natural..,» 7 1 . ¿ H a b r á seguido, pues, Kant dema-
siado poco críticamente a Baumgarten en este punto, es decir, en
su opinión de q u e la deducción de un ser necesariamente existente
a p a r t i r de lo contingente a lo q u e conduce es sólo -a la existencia
de un cierto ser necesario»? 7 1 . En cualquier caso, lo q u e desde aquf
podemos entender es la idea de Kant de q u e la prueba cosmológica.
c o m o prueba de la existencia de Dios, va m á s allá de ser un primer
paso de acceso al concepto de un ser necesario p o r q u e «de la ne-
cesidad absoluta que caracteriza a un cierto ser [deduce] su rea-
lidad ilimitada» y, de este modo, conlleva una característica pro-
pia de la p r u e b a ontológica c o m o es «la vinculación de la necesi-
dad absoluta con la realidad suprema» (A 604). Es a este p r e s u n t o
segundo paso de la prueba cosmológica al q u e se dirige la crítica
de Kant (A606&) c u a n d o le o b j e t a tener c o m o b a s e el a r g u m e n t o
ortológico, q u e conduce de la perfección absoluta a la existen-
98 cia 7 3 . Pero ¿sigue siendo ese todavía el a r g u m e n t o cosmológico?

Hegel rechazó la afirmación kantiana de que la p r u e b a cosmológica


descanse sobre la ontológica porque él cree q u e la argumentación
de aquélla, j u n t o con la idea de lo q u e existe necesariamente, alcan-
za también ya su existencia como condición de posibilidad de la
existencia de las cosas contingentes. Por eso, no sería necesario d a r
el paso a la idea de lo absolutamente perfecto (o. lo q u e es lo mis-
mo, de lo ilimitadamente real) p a r a poder deducir de ella la exis-

tt Cí. otra vez la Monadologia, núm. 45,


TI G. W. R HEGEL» Lecciones sobre las pruebas de ta existencia de Dios <ed. de
G. R. de Echandia), Madrid 1970, 205s IPhB 64. 1966, 140].
** I. KAOT. Crítica de la razón pura (1781) A 586, cf. A 606.
» A 608. Cf. el tratamiento que Kant hace de la prueba cosmológica en Der
cinziftc mogtichc Bcwcis&rund ztt einer Demonstraban des Dasetns Cotíes, 1763 (A).
194ss y 199*. 204s. Porque nos aclara el juicio que se da de dicha prueba en la
Critica de la razón pura. En aquel escrito Kant decía que la deducción de un
origen independiente de otras cosas a partir de la contingencia de ¿slas estaba
•bien demostrada» (194). Estaba también dispuesto a «subscribir» el paso siguien*
te: que dicha «cosa independiente [seria] absolutamente necesaria* (ibid*); pero no
las demás conclusiones acerca de su perfección y sobre su unidad, que. como en
el caso de la prueba «cartesiana», se basan «sólo en conceptos». En una nota
(I.C., 196) Kant añade que es «completamente innecesario presuponer la existencia
de un ser necesario haciendo que se siga ya del concepto de lo infinito*. Puesto
que entonces Kant tenia todavía por posible una prueba apriórica de Dios, no se
daba cuenta de que lo que estaba en juego en aquella «presuposición» era la ga-
rantía de un punto de partida objetivo para la prueba ontológica. Pero tampoco
pensaba que la prueba cosmológica fuera «va capaz de la precisión propia de una
demostración» (204) porque sólo permite remontarse a «un cierto incomprensible
gran autor del conjunto de todo lo que se ofrece a nuestros sentidos, pero no a la
existencia del ser más perfecto de todos los posibles* (199s).

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3. Pruebas de Dios y crítica filosófica 9\

tcncia del ens necessarium: «en la prueba cosmológica ya se tiene


ese ser por otro lado» (Le*. 142).

La q u e Kant llama prueba cosmológica no ha sido en la historia la


única q u e se r e m o n t a del m u n d o a Dios como a su origen. Pertenece
m á s bien a toda una familia de argumentos de ese tipo q u e son muy
distintos e n t r e sí. El mismo Kant, a d e m á s de su a r g u m e n t o «cosmo-
lógico», se ocupó también del «físico-teológico», que se remonta del
orden de la naturaleza al a u t o r inteligente del mismo, a su «artífice»
divino, y que, por tanto, tiene también un carácter «cosmológico». Es el
equivalente de la última de las «cinco vías» para la demostración de la
existencia de Dios recogidas p o r Tomás de Aquino en su Suma y selec-
cionadas de entre un n ú m e r o mucho mayor de argumentos q u e se dis-
cutían en la época 7 4 . Como tercer argumento, en esta lista ya clásica,
nos encontramos con el q u e lleva de la contingencia de las cosas a lo
que existe por si mismo y, por tanto, necesariamente, la causa de la
existencia del m u n d o ; a u n q u e la forma en la que se presenta es muy
distinta de la que adopta la prueba de la contingencia de Leibniz, q u e
es la que Kant presupone. También las o t r a s tres pruebas, de esas «cinco
vías», tienen todas carácter cosmológico. La c u a r t a arranca de los di*
versos grados de perfección q u e se encuentran en las cosas para concluir
que tiene que h a b e r algo que sea lo más perfecto y q u e pueda fungir
como medida de los grados de perfección de t o d o lo demás. Es decir,
que esta cuarta vía conduce al concepto de lo absolutamente perfecto,
que ha jugado un papel tan importante en la historia de la p r u e b a onto-
lógica de Dios, p e r o al que Tomás fundamenta p a r t i e n d o de la expe-
riencia del mundo. Este argumento, igual que la deducción del artífice
divino a partir del orden de la naturaleza, se remonta a la filosofía
griega 7 5 . Y lo mismo se puede decir de la primera de tas que Tomás Ha*
ma «cinco vías»: la demostración de Dios a p a r t i r del movimiento, que
se remonta a Aristóteles, e incluso ya a Platón 7 6 . Esta prueba, que de-
duce de la constatación de que todo lo q u e se mueve es movido p o r algo
distinto de ello q u e hay un m o t o r primero, era para Tomás especial-
mente convincente (manifestior vía) 7 7 . Resulta, p o r eso, m á s chocante

« Cf.p al respecto, J. CLAITON. Cotsesbewcise II, en TRE 13. 1984, 732s. Véase, ade*
más, el análisis critico, que incluye también una historia de cada uno de los ar-
gumentos. hecho por A. KUNKT, The Fivc Ways, Sí* Thomas Aquinas* Proofs oí God's
Existence, Londres 1969. En un anexo del libro citado en la ñola 68 se encuentra
la defensa que H. SEIDL hace de Tomás frente a las objeciones de Kenny.
» Según D. SCMLOTER, HWPh 3. 1974. 821, el «fundador de la posterior prueba de
los grados» es Plalón con la descripción que hace en El Simposio <2I0e2Ilc) de la
elevación a la idea de «lo bello mismo- y con la doctrina que expone en Lú Re-
pública (504a*5Ü9b 10) acerca de lo bueno como Idea de las ideas. Véase también
Aristóteles, Aftr 993b. 26-31.
*77 Cf. más arriba la nota 44.
STh I, 2 a 3 resp. Sobre la prueba misma, cf. A* KENNY. l.c., 6-33, y tas co<
rrecciones de su interpretación por H. SEIDL, l,c*t 142s.

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92 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

a ú n q u e t a n t o esta vía c o m o la segunda, cuya argumentación es seme-


j a n t e (la deducción de una causa primera a p a r t i r de la presencia de
causas diversas) n , a p e n a s hayan j u g a d o ya papel ninguno en la discu-
sión m o d e r n a sobre las p r u e b a s de Dios. En lugar de ellas ha sido la
tercera de las vías de T o m á s de Aquino, es decir, la llamada prueba de
la contingencia, la que se ha convertido en la Edad Moderna en la prue-
ba cosmológica por antonomasia, a u n q u e sea con una forma d i s t i n t a 7 ' .
¿Cómo se explica esto?
Es una cuestión que exige investigaciones históricas que no p o d e m o s
hacer aquí. Pero sí p o d e m o s mencionar cuál fue la condición de posibi-
lidad de q u e tanto la prueba a p a r t i r del movimiento c o m o la p r u e b a
de un p r i m e r m i e m b r o en la cadena de las causas hayan perdido validez
para el pensamiento m o d e r n o . Ambas p r u e b a s descansan sobre el su-
puesto de que es imposible remontarse infinitamente en la cadena de las
c a u s a s , sin llegar nunca a un p r i m e r m i e m b r o de ella. La razón que se
100 aducía e r a que sin un p r i m e r m i e m b r o se desharía toda la cadena, es
decir» q u e no podría haber ni movimiento ni causalidad. Esto está claro
m i e n t r a s que al p r i m e r m i e m b r o de la c a d e n a no le corresponda sólo
la función de d a r comienzo, sino que, además, sea necesaria su acción
p e r m a n e n t e para que el movimiento y la actividad se dé t a m b i é n en
todos los m i e m b r o s posteriores de la cadena: algo parecido a lo q u e

* Véase al respecto ScG I, 13» hacia el final del capitulo, y. además, las expli-
caciones de W. L. CfUic, The Cvsmological Ar&ument ¡rom Plato to Leibniz, Nueva
York 1980, 175-181* En la ScG I, 13, para fundamentar su idea de la imposibilidad
de que la cadena de las causas pueda prolongarse infinitamente Tomás se remite
la Metafísica (9Wa 5-8) de Aristóteles. Pero allí no se trata de causas de la existencia
de las cosas. £1 verdadero origen del argumento de la cadena de causas asi conce-
bido parece que habría que buscarlo en la filosofía árabe» en concreto, en al-Farabl:
cí. R. Huutoxo, The Phitosophy of Alfarabí and Its Inftucnee on Medieval Thought,
Nueva York 1947. 19ss.
'* Algunas interpretaciones recientes de la tenia vía de Tomás de Aquino han
acentuado tan fuertemente la diferencia entre ella y el argumento de contingentia
mundi desarrollado después por Leibniz, que resulta incluso dudoso si se los puede
considerar a los dos como pertenecientes a un mismo tipo. Véase csp. A. KESKI, Le.
4649. y W . L CIUIG. Le*, 18lss. 276s. y. también, el juicio de J. CurroN, TRE 13,
1984, 748. Se llama con razón la atención sobre que la prueba de Leibniz se basa
en el principio de la razón suficiente, mientras que el fundamento del argumento
de Tomás está en el principio de causalidad (cf* esp* ScG I. 15). Además, el con-
cepto de necesario no excluye aquí el ser causado, de modo que también en este
argumento se plantea el problema de un regreso que termine en lo necesario no
causado. Sus paralelos más cercanos se encuentran en Moisés Maimonides <cf*
CRAIÜ, l-C( 142-149). pero se remontan ya a ibn-Sina y a al-Farabi (Ibid.. 88ss-
Cf. R. HUIUO\D, Le. 20$). Que se pueda considerar el argumento de Leibniz como
una variante del mismo tipo, a pesar de todas las diferencias, depende sobre todo
de si hay que entender los conceptos de «posible* y de «necesario» en el sentido
de necesidad lógica o de necesidad física (cf. KENKY. Le. 48ss). H. SRIDL, Le. 152ssf
se ha manifestado —con toda razón— en contra de una alternativa así. Por eso. a
pesar de todas las dificultades, podemos entender la tertia via de Tomás de Aquino
como una variante de ese tipo de prueba cuyo itinerario es posible seguir desde
la filosofía árabe, pasando por la escolástica cristiana, hasta la Edad Moderna.

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5. Pruebas de Dios y crítica filosófica 9?

sucede con la mano q u e sostiene la pluma, que no se puede parar de


moverla mientras se quiera seguir escribiendo. Ya Guillermo de Ockham
había n o t a d o a este respecto q u e u n a causa primera no es indispensable
en el orden de la producción, sino sólo en el de la conservación de lo
producido. Pues en la cadena de lo producido, esto puede permanecer
también cuando el productor ha dejado ya de existir, como lo muestra
el ejemplo de la sucesión generacional. Sin embargo, la dependencia
en el orden del sostenimiento en la existencia exige un p r i m e r principio
sostenedor, porque de su actividad depende el mantenimiento de su
efecto sostenedor y de todas las causas instrumentales * Ahora bien,
suponer la existencia de Dios como principio de la conservación de las
cosas finitas en su existencia y en sus movimientos y acciones resultó
superfluo cuando Descartes introdujo el principio de la inercia, perfec-
cionado después por Isaac Newton (como vis ínsita). Porque dicho prin-
cipio atribula a cada cosa una tendencia a permanecer en su estado, ya
sea un estado de reposo o de movimiento. Así, en el marco de una
concepción mecanicista del m u n d o , la idea de Dios resultaba inevita-
blemente innecesaria para la comprensión del acontecer n a t u r a l w .

En la medida en que la deducción de una causa primera del movi-


miento y la deducción de un primer miembro en la cadena de las causas
fueron perdiendo su capacidad de convencer, los esfuerzos p o r mostrar
la existencia de Dios a partir de la experiencia del mundo tuvieron que
ir trasladándose, p o r una parte, a las reflexiones sobre la ordenación
íinalística de la naturaleza y, por otra, a las observaciones sobre la
contingencia de toda existencia finita. Lo primero sucedió en la coyun-
tura favorable que vivió la «fisicotcologfa» en la época de la Ilustra*
ción 1 3 , lo segundo, con la concentración en la prueba de la contingencia, 101
a la q u e se tenía por la p r u e b a cosmológica de Dios p o r antonomasia.
La idea de Dios como el ser absolutamente perfecto, que resultaba,
para Tomás, de la cuarta vía (la prueba de los grados) contaba todavía
para Leibniz como «el concepto de Dios m á s común y más significativo

90 W. OCXÜUI, Ordlnatio I d 2 q 10, en Opera, IV. Nueva York 1970, J5*, 17ss.
Cf- sobre esto, Ph. BOEMNER, Collcctcd Anides on Ockham (ed. E. BITÍTAERT, Nueva
York 1958, 399-420 y, además, también el breve resumen de E. GiLSON/Ph. BOEHNER,
Chrístliche Philosophie vori ihrert Anfünten bis Nikolaus von Cues. 1954 (3* ed.), 617 s.
«i Cí. sobre esto m¡ articulo Gott und dU Natur, en Theologie und Philosophie 58
[1983) 481-500, esp. 485s; además, I. NEWTON, Principia, I, def 3. La consecuencia de
la que hablamos en el texto no fue sacada todavía por Descartes, porque él no
consideraba aún a la inercia como una vis Ínsito. Pero tampoco Newton la sacó,
porque 61, a diferencia de Descartes, no reducía todos los cambios a efectos me-
canicislas de unos cuerpos sobre otros. Pero la consecuencia se siguió en cuanto se
unieron el concepto newtoniano de la inercia y la reducción de todas las fuerzas
a los cuerpos. Sobre algunos intento* tomistas de defender la «primera vía» de
Tomás de Aquino frente a las consecuencias de la introducción del principio de la
inercia, cf. KEKNV, l o , 29ss.
*1 Véase W. pHmpr, Des Wcrden der Aufklarung i>i theologiegeschtchtlícher Stchit
Gotinga 1957. 21-73.
*

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9^ f/. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

q u e tenemos» 5 5 . Pero su fundamentarían cosmológica no era ya para


él la de los diversos grados de mayor y de m e n o r perfección que se
encuentran en el mundo, sino la prueba de la contingencia, que, en
virtud del principio de la razón suficiente, p a r t e de la existencia con-
tingente de las cosas del mundo para conducirnos hasta el concepto
de un ser necesario**. Descartes no había deducido la idea de Dios como
el ser m á s perfecto de la experiencia del mundo, sino que la consideraba
como inmediatamente unida a o t r a idea implantada en el hombre: la de
lo infinito 1 5 . En su respuesta a Catcrus manifestaba el motivo de su
aversión a las pruebas de Dios «a partir del orden visible del mundo»:
la inseguridad de las reflexiones sobre la imposibilidad del regreso infi-
nito en la cadena de las causas* Que no sea posible comprender la idea
de una secuencia infinita de causas, de las cuales ninguna sería la pri-
mera, no permitiría concluir q u e tiene que ser alguna la que haya sido
la primera. «Por eso preferí tomar como punto de partida de mi argu-
mentación probatoria mi propia existencia, la cual no depende de nin-
guna cadena de causas y es tan conocida para mí que nada me podría
resultar m á s conocido».»**. En esta observación encontramos el paso
de la fundamentación cosmológica a la fundamentación antropológica
de las pruebas de Dios que arranca de Descartes.

Descartes no veía todavía que con este giro antropológico se iba a


poner en peligro la objetividad de la idea de Dios. El opinaba incluso
q u e la idea de Dios no puede ser entendida como un p r o d u c t o del es-
píritu humano, porque lo supera infinitamente CT . Pero ya la mayoría
de los interlocutores de Descartes manifestaron sus d u d a s sobre la so-
lidez de este argumento. También Descartes concedía que la idea de
Dios como el ser absolutamente perfecto puede ser construida p o r
nosotros, pero pensaba que justo a una capacidad constructiva como
ésa le tenía que corresponder una causa adecuada al contenido objetivo
de la idea q u e se construye t t * La inseguridad de esta argumentación nos

u G. W. LEIBNÍZ. Discurso de metafísica 1 (cd. de J. Marías, Madrid 1982, 2/ ed., 57


[Obras, voK 1, 87; PhB 260, 1958. 2s]).
** G. W. LEIBKIZ, Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en ta razón,
1714, 8ss {Obras, voK 1. 402ss [PhB 253, 1956, !5ss]>. A partir del concepto dri ser
necesario (8) se deduce aquí su perfección (9).
K R. DESCARTES. Mcd III. 27$$, csp. 41$ [Ed. de Vidal Peña, p. 39ss]. Aunque
es la idea de lo infinito la que está en la base de la argumentación, en seguida
se le ¡unta, en el número 28, el concepto de lo perfectum.
•* R. DESCARTES, Meditaciones, ed. de Vidal Pena, p. 91 [PhB 27, 96 (140 en Ja
edición de 1685)]. Descartes añade que asi queda también inmediatamente patente
«por qué causa soy yo sostenido en el momento presente», es decir, «sin secuencia
ninguna de causas-.
n Me<L III, 27 (cd. de Vidal Peña, p. 39$).
* Asi lo dice en su respuesta a las segundas objeciones en Meditaciones, 1685.
179 (ed. de V. Peña, p. 107ss; PhB 27, 121, cí. lllss, 163ss). Gassendi había afirma-
do que la idea de ta perfección absoluta podía provenir de la combinación y su-
peración de la perfección de las cosas finitas (4I2$s; cd. de V. Peña, p. 238ss;

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5. Pruebas de Dios y críticü filosófica 95

permite entender p o r que Samuel Clarke m y Leibniz echaron mano de


nuevo del a r g u m e n t o cosmológico para asegurar la objetividad de la
idea de Dios. Y es digno de señalarse que la forma en la que Leibniz
presenta la prueba cosmológica no necesitaba refutar la idea del regreso
infinito, refutación que Descartes consideraba imposible' 0 - Pero el prin-
cipio de la razón suficiente, del que partía Leibniz. no procede de la
experiencia del mundo, sino que se basa en la razón humana, de modo
q u e la prueba de contingencia que él propone puede ser entendida sin
dificultad como expresión de una necesidad de la razón en relación con
la experiencia del mundo. Así surge de nuevo la cuestión de la validez
objetiva de lo exigido por la necesidad que tiene la razón de explicar
las cosas. Puesto que lo que pudo explicar fue u n a necesidad de la razón,
pero no la validez objetiva del principio de la razón suficiente, Leibniz
contribuyó de modo decisivo, a u n sin quererlo, a la interpretación an-
tropológica del mismo argumento cosmológico y le p r e p a r ó el camino
a la critica kantiana de toda la teología racional, considerada, sí, como
expresión de una necesidad de la razón, pero sin validez objetiva.

Es verdad q u e Kant destruyó en su Critica de la razón pura «los


motivos probatorios de la razón especulativa» (cf. A 583ss) respecto de
la existencia de un ser supremo. Pero lo que se pasa fácilmente p o r alto
es que, al mismo tiempo, afirmó la necesidad de ese ser supremo como
ideal de la razón, «en el que basa su necesaria y suprema unidad toda
la realidad empírica y al q u e no podemos pensar m á s que en analogía
con una sustancia real que, según leyes de razón, seria la causa de todas
las cosas* (A 675). Es cierto q u e es posible prescindir de hacerse esa
idea, p e r o sería una omisión «incompatible con t r a t a r de lograr u n a
unidad sistemática perfecta en nuestro conocimiento» (cf. A 698s). Es
decir, que la idea de Dios sigue siendo irrenunciable para la razón, aun* 103
que «no poseo el más mínimo concepto ni de la posibilidad interna de
su suprema perfección ni de la necesidad de su existencia» (A 675). Se
trata j u s t a m e n t e de la necesidad inevitable de la razón de pensar desde

PhB 27, 2fi9&s). Descartes explicaba al respecto que nuestra capacidad de «superar
las perfecciones de todas las cosas creadas» tíos permite descubrir «que vive en
nosotros la idea de una cosa mayor, es decir, de Dios» (518; ed. de V* Peña»
p. 289; PhB 27. 336). Pero ya Cateáis habla apuntado que la constitución de las
ideas particulares (y, por tanto, de la idea de Dios) podía estar fundada justa-
mente en la imperfección de nuestro entendimiento que no es capaz de abarcar
el universo con un solo concepto (Primeras objeciones; 120; ed. de V. Peña. p. 82s;
PhB 27, 83).
** S. CIARKF-, A Demostraron of the Being and Attributes of God, Londres 1705.
Véanse los detallados análisis al respecto de W. L. Rowe, The Cosmológica! Argu-
mentt Príncenton/Londres 1975. 60-248.
» W. L CRAIC, The Cosmological Argument from Plato lo Uibnit, 1980, 276
acentúa, con ratón, la diferencia que se da aquí respecto de la tenia vía de Tomás
de Aquino. No cabe duda de que es una diferencia debida a que el argumento de
Leibniz se basa en el principio de la ratón suficiente, no en el de causalidad. La
que resulta menos clara es la tercera diferencia que Craig menciona (277).

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% //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

su fundamento la unidad de la realidad experimentare. En esta misma


línea de argumentación antropológica se encuentra también lo que Kant
muestra respecto de las leyes morales: éstas «no presuponen meramente
la existencia de un ser supremo, sino que, por... ser absolutamente ne-
cesarias, lo postulan con razón, aunque, por supuesto, sólo en la prác-
tica» (A 634). Es lo que la Critica de la razón práctica tenia que mostrar.
De este modo Kant termina de dar el paso —iniciado por Descartes—
que lleva de una fundamenlación cosmológica de la idea de Dios a una
fundamentación antropológica. La renovación de las pruebas de Dios
llevada a cabo por Hegel no volvería tampoco atrás este resultado- Pues
Hegel no concebía ya las pruebas de Dios como constructos teoréticos
aislados que demuestran la existencia de Dios, sino como una expresión
de cómo el espíritu humano se eleva por encima de lo dado a los
sentidos y sobre todo lo finito en general hasta la idea de lo infinito y
hasta la generalidad del concepto. «Las llamadas pruebas de la exis-
tencia de Dios han de ser \istas sólo como las descripciones y los aná-
lisis del camino del espíritu en si mismo, el cual es un pensador que
piensa lo sensible. La elevación del pensamiento sobre lo sensible, su
ir más allá por encima de lo finito hasta lo infinito... todo esto es el
pensamiento mismo, este traspasar no es más que pensar»91.
Hegel, pues, entendió, como Kant, que la idea de Dios es una idea
necesaria de la razón. Pero, a diferencia de Kant, no contemplaba a la
razón como algo meramente subjetivo, sino que pensaba que la separa-
ción entre sujeto y ser en sí es una forma de pensamiento subjetiva, del
entendimiento, que es superada por el conocimiento racional- Con todo,
también Hegel aplicó su crítica a la forma que adoptan las pruebas de
Dios. Porque tratan las cosas finitas como firme punto de partida, al
tiempo que hacen aparecer la existencia de Dios como una consecuencia
dependiente de ese punto de partida 92 . Según Hegel, la verdad es lo
contrario. «No se da la necesidad absoluta porque exista lo contingente,
sino más bien porque esto es un no-ser, sólo apariencia, porque su ser
no es verdadera realidad; es aquélla la que es su ser y su verdad* w .
La elevación sobre lo finito que se realiza en las pruebas de Dios, sig-
nifica. en oposición a la forma lógica de su argumentación, que lo finito
no posee un ser últimamente autónomo.

*' G. W. F. HEGEL, Enciclopedia de tas ciencias filosóficas (1817), 1827 (2.' cilj,
§ 50 u-d. de H. Ovejero y Maury, Madrid 1917, voL 1, 95). Cf. su critica de la unf-
lateralidad de la theologia naturáíis, que no habría hecho también tema suyo la
«relación del hombre con Dios», sino sólo la idea de Dios en si (El concepto de
religión,
w
cd. de A. Ginzo, México/Madrid/Buenos Aires 1981. 199s [PhB 59. 1925, 1561).
lisia habla sido la crítica de las pruebas de Dios Que hacía F. J. Jacobi en
sus cartas sobre la doctrina de Spinoza (1785).
« Lecciones sobre tas pruebas de ta existencia de Dios, Madrid 1970, 147 [PhB 64É
1966. 103], Cf. Ciencia de ta lógica, cd. de A. y R. Mondolfo, Buenos Aires 1968
(2/ cd.)f 389 [PhB 57, 62], y, también, las lecciones sobre filosofía de la religión:
El concepto de religión, o.c.f 248ss [PhB 59p 2Ü7ss],

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J, Pruebas de Dios y crítica filosófica 97

Según Hcgel, las pruebas de Dios, en cuanto expresión de cómo el


espíritu humano se eleva más allá de lo finito hasta la idea de lo infi-
nito. están en correspondencia con la vida propia de la religión. Son
como un concentrado conceptual de la elevación religiosa a la participa-
ción de la realidad divina, pero expresada en la forma propia del enten-
dimiento 94 . De ahí que Hegel haya intentado también establecer una
correspondencia entre los diversos tipos de pruebas y los diversos gra-
dos de desarrollo de la religión: la prueba cosmológica se correspon-
dería con la religión natural, la prueba fisicoteológica. con las religiones
de la subjetividad espiritual y la prueba onlológica, con la religión de
revelación, como expresión de la autorrevelación de Dios95- De este
modo, además de poner de manifiesto que la teología filosófica depende
de las diversas formas históricas concretas de la religión, Hegel adelan-
taba los resultados de la investigación más reciente sobre la historia de
las pruebas de Dios que nos muestra cómo la forma que éstas adoptan
en cada caso está en relación con la comprensión de la divinidad de la
respectiva tradición religiosa y cómo experimentan profundas modifi-
caciones cuando cambian de contexto tradicional pasando a otras cul-
turas religiosas. Así, por ejemplo, la prueba aristotélica de una causa
primera del movimiento se convirtió en el marco del Islam y del pen-
samiento cristiano medieval en una prueba del Dios creador 96 . Ahora
bien, la investigación cuidadosa de estas relaciones pide también una
cierta corrección de la asignación que Hegel hace del argumento cosmo-
lógico a la religión natural: justamente la forma que Lcibniz le dio a
ese argumento que parte de la contingencia de lo finito, la misma criti-
cada por Kant. no fue posible más que en el marco de la fe en la crea-
ción, desarrollada, tanto en el Islam como en la filosofía judía y en el
cristianismo, sobre base bíblica.

Pero la interpretación antropológica de las pruebas de Dios y de la


misma idea de Dios fue también el humus en el que pudo desarrollarse
la argumentación atea que describe la idea de Dios como una expresión
de necesidades humanas puramente subjetivas y como producto de la
proyección de formas de pensamiento bien humanas en la idea de lo
infinito. No fue Ludwig Feuerbach el primero que desarrolló ese tipo
de argumentación. Lo encontramos ya en los escritos de Johann Gottlieb
Fichtc sobre la disputa en tomo al ateísmo, en concreto en su intento
de mostrar que representarse a Dios como sustancia y como persona
es contradictorio por no ser estas categorías adecuadas a la idea de lo
infinito w . Se pueden estudiar en este ejemplo las consecuencias que se 105

** El concepto de rciigiótil I20s [68s].


* G. W. F. HitGEL, ReligionsphÜQSophic, lt Ñapóles 1978 (cd. de K.-H. Ilting),
273s. 417ss, 505s. {Lección de 1821.)
* Cf.. al respecto, la constatación de J. CLAYTGN. TRE 13. 1984, 762.
77
J. G. FICHTC* Uber den Grund tinseres Claubens an eine gdttliche Wettregicrung,

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98 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

siguen del a b a n d o n o de la exigencia sostenida p o r la metafísica clásica


respecto de la no-contradicción interna en la idea de Dios: los momentos
esenciales de esta idea caen entonces inevitablemente bajo la sospecha
de formar un conjunto heterogéneo para el cual sólo se encuentran luego
explicaciones de tipo psicológico. Es el camino que ha seguido la teoría
psicológica de la religión de Feuerbach y de todos sus seguidores moder-
nos. En cuanto la idea de Dios deja de ser un -idea! correcto» (Crítica de
la razón pura, A 641) de la razón, como lo era todavía para Kant, ya no
puede ser contemplada como una expresión de la naturaleza misma de
la razón, sino que será juzgada inevitablemente como el p r o d u c t o de
u n a aplicación errada de sus reglas y, p o r tanto, como una equivocación
en principio superable,

La función de las «pruebas de Dios» de tipo antropológico consiste,


por el contrarío, en mostrar que la idea de Dios es un elemento esencial
de la comprensión adecuada de si mismo del ser humano, ya sea por lo
que toca a la razón, ya en relación con otros rasgos fundamentales de
su existencia. Al g r u p o de los que argumentan de un modo expresa-
mente antropológico pertenecía ya Agustín cuando mostraba cómo la
conciencia del que conoce necesita la luz de la verdad, q u e no proviene
de ella misma *. También será luego Descartes uno de ellos con su jus-
tificación —en la tercera Meditación— de una idea de Dios innata en
el saber acerca de lo infinito que la conciencia h u m a n a tiene con ante-
rioridad y por debajo de cualquier representación de las cosas finitas,
A dicho grupo pertenecen a d e m á s Kant, con su p r u e b a moral de Dios
en la Crítica de la razón práctica; Fíchte, con la descripción que hace en
sus doctrinas tardías sobre la ciencia en c u a n t o autoconciencia q u e se ve
a sí misma fundada en lo absoluto 9 * como libertad que existe p o r el ser
absoluto m ; Schleiermachcr, con sus razonamientos sobre un sentimien-
to absoluto de dependencia, base de la conciencia humana 1 0 1 ; y Kierke-
gaard, con su tesis de la relación constitutiva de la conciencia con lo
infinito y lo eterno 1 0 3 . La lista de intentos de este mismo tipo se ex-
tiende hasta nuestros días. Mencionemos solamente la tesis de Karl

Philos. Journal 8 (1798) 1-20. esp. 15ss. Cf. Gerichttiche Verantwortungsschrift gegen
dtc Anktagc des Atheísmus (1799), en H. Lirauu (ed.)p Die Schriftcti w /. G. Fichtc's
AtheismusStreitr Munich 191?, 196-271. 221ss, csp. 226 y 227ss.
» Aerarte, De libero arb., II, 12; cf. 15,
» J. G. Fiom, Dle Wissenschúftslehre (1804), PhB 284. 1975, 266s; cf. ya 75.
K* J. G. FtOfTE, Darstethmg der Wisscnschaftslehre (1801/1802). PhB 302, 1977, 86,
cf. 219ss.
ioi D. F. SCMLEIERIÍACHER, Der Christtiche Glaube, 1821, § 4,
i© S, KIEMEGURD, La enfermedad mortal (1849). Víase sobre todo la definición
del espíritu como relación con !o infinito que se relaciona consiso misma: en la
cd de D. G. Rivera, Madrid 1969, p. 47 [SV XI, 127]. A pesar de la critica que
Kierkegaard hace en Fragmentos filosóficos (1844) de que se intente probar la
existencia de Dios (ed, de A. Cartclüú México/Buenos Aires 1956. Tlss [SV IV,
207ssJ>, no podemos dejar de considerar su descripción de la constitución del hon>
bre en relación con Dios como una de las «pruebas de Dios» de tipo antropológico.

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3. Pruebas de Dios y critico filosófica 99

Rahner de que c u a n d o el hombre se autotrasciende en su anticipación


de ser (Vorgriff auf Sein)t está ya «afirmando también» la existencia de
Dios IQ); y la interpretación teológica q u e Hans Küng ha hecho de la
significación constitutiva que, según ha mostrado Erik H. Erikson, le
corresponde a la confianza fundamental en el desarrollo del indi-
viduo l0*.
Ninguno de eslos argumentos antropológicos es capaz de d e m o s t r a r
la existencia de Dios en el sentido estricto de la palabra. En la mayoría
de los casos tampoco se pretende eso, sino tan sólo afirmar la relación
del hombre con una realidad que ie trasciende a él y al mundo y que,
además, es inescrutable. Se trata de asegurarle un apoyo en la realidad
de la autoexpe r i e n d a h u m a n a al nombre de Dios de la tradición religio-
sa 10S. Pero además no e s t a m o s ya ante una prueba de Dios propiamente
dicha desde el momento en que la existencia de Dios tiene que ser mos-
trada en relación con la realidad entera del mundo y no sólo en relación
con el hombre* He a q u í el punto donde radica todavía hoy el interés con-
ceptual del significado p e r m a n e n t e de las demostraciones de tipo cosmo-
lógico. De Dios —sobre todo como palabra únicamente singular— sólo
se puede hablar con sentido bajo la condición de q u e le podamos pensar
como origen del mundo y de que la realidad del mundo tengamos que
entenderla como pendiente de u n a fundamentación de su ser que no es
alcanzable desde ella misma; fundamentación cuyas condiciones han sido
formuladas p o r los argumentos cosmológicos* Ahora bien» estos argu-
mentos tienen, a su vez, una base antropológica en c u a n t o que lo que
está en el fondo de ellos es la necesidad de la razón humana de buscar
u n a explicación última de la existencia del mundo. Este es el motivo
p o r el que tampoco el argumento de la contingencia de Leibniz consigue
u n a estricta demostración de la existencia de Dios, sino tan sólo mos-
trar la necesidad de que el pensamiento h u m a n o se eleve p o r encima
de la contingencia de todo lo finito a la idea de un origen q u e existe
de por sí- El a r g u m e n t o cosmológico dice, pues, antes que nada, algo
sobre la necesidad de sentido de la razón humana ante la falta de con-
sistencia propia de las cosas del mundo. Pero al m o s t r a r esto está apor-
tando algo al menos a la inteligibilidad del lenguaje sobre Dios •*. Y, al

icu K. RAHNUL Oyente de la Palabra. Fundamentos para una filosofía de la reli-


gión (19*0), Barcelona 1967, 86s (1963 (2/ cd,(p 83s]¡ cí., también, I25ss [119ss).
"H H. KCNC, ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo,
Madrid 1979, 601-650 [1978, 490-528]. Véase lo que digo al respecto en Anthropotogie
üt theologischer Perspektivc, Munich 1983, 224s.
*6 En este sentido, he interpretado también yo mismo ta autotrascendenaa o
apertura del hombre al mundo como apertura a Dios {El hombre como problema*
Barcelona 1976, 25s [1962, 12s]). Y, en contraposición al «ateísmo de la libertad»
(Cuestiones fundamentales de teología sistemática. Salamanca 1976, I59ss [1967, I,
353ss]), he desarrollado la tesis de que Dios es el ongen de la libertad (Gottesge-
danke und menschtiche Frcihcit, Gotinga 1972, 25ss, 3M7, 73s).
i* Cf., también, el juicio da J. Hicx, Argttments for the Existence of God, Lon-

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LOO //. La idea <te Dios y ¡a cuestión de su verdad

107 m i s m o t i e m p o , c o n s e r v a l a i m p o r t a n t e función q u e y a K a n t l e a s i g n a b a
al c o n c e p t o r a c i o n a l de « u n s e r o r i g i n a r i o » , a s a b e r ; ^rectificar [afir-
m a c i o n e s s o b r e Dios d e o t r a p r o c e d e n c i a ] ... y s o b r e t o d o p u r i f i c a r l a s
de lo q u e pudiera ser contrario al concepto de un ser originario y de
t o d a i n t e r f e r e n c i a de l i m i t a c i o n e s e m p í r i c a s » m .
E s t a h a b í a s i d o l a función o r i g i n a r i a d e l a a n t i g u a teología n a t u r a l
f r e n t e a la t r a d i c i ó n religiosa; función a p a r t i r de la c u a l se h a b r í a de
d e s a r r o l l a r y a e n l a A n t i g ü e d a d — e s c i e r t o — u n a teología filosófica fun-
d a d a s o l a m e n t e s o b r e l a b a s e d e l a reflexión filosófica. L a t e o l o g í a cris-
tiana primitiva le reconocía también su función crítica, p e r o no la pre-
t e n s i ó n d e p o d e r f u n d a m e n t a r u n c o n o c i m i e n t o d e Dios s o b r e l a ú n i c a
b a s e de la reflexión filosófica. A D i o s sólo se le p u e d e c o n o c e r p o r D i o s
mismo 1 0 *- P o r e s o e l c o n o c i m i e n t o d e D i o s s ó l o e s p o s i b l e g r a c i a s a l a
r e v e l a c i ó n d e l a r e a l i d a d divina- A n t e e l h e c h o d e q u e l a e x i s t e n c i a d e
D i o s e n e l m u n d o e s t á e n c u e s t i ó n — u n h e c h o p u e s t o t a m b i é n d e mani-
fiesto j u s t a m e n t e p o r l o s e s f u e r z o s q u e s e h a c e n p o r p r o b a r l a — n o pa-
r e c e q u e s e a fácil a f i r m a r q u e d i c h a r e v e l a c i ó n h a y a a c o n t e c i d o y a irre-
s i s t i b l e m e n t e a n t e los o j o s d e t o d o s e n ¿ 1 a c o n t e c i m i e n t o m i s m o del
m u n d o . L o s r e s u l t a d o s a l o s q u e h a l l e g a d o l a h i s t o r i a d e las p r u e b a s
d e D i o s y d e l a d i s c u s i ó n e n t o r n o a s u c a p a c i d a d p r o b a t o r i a indican
que a r g u m e n t o s de ese Upo no pueden hacer c a m b i a r de m o d o decisivo
dicha situación de cuestionamiento de la existencia de Dios. Sin embar-
go, s o n a r g u m e n t o s q u e c o n s e r v a n s u s i g n i f i c a d o c o m o d e s c r i p c i o n e s d e
l a r e a l i d a d d e l m u n d o y del h o m b r e q u e a s e g u r a n l a inteligibilidad d e l

dres 1970, 4655. Hick ni siquiera trata la forma más sólida del argumento cosmo-
lógico, que es la prueba de la contingencia de Leibniz, pero entiende los argumentos
de Tomás de Aquino de modo neotomista como una expresión de la necesidad de In-
teligibilidad de la experiencia del mundo (e*p. 43s).
*n L K\m, Crítica de ta razón pura, 1781, A 6 » .
w> Esto es lo que, según Hegel, expresa la prueba ontológica, a diferencia de
las que parten de las cosas finitas. En ella no se da la inadecuación que se observa
en la forma de estas otras, en las que la existencia de Dios se sigue de la existencia
de las cosas finitas. Para Hcgci la unidad de concepto y de ser de Dios no acon-
tece más que en la revelación de la idea absoluta para sí misma y, así, también
para nosotros: no acontece tampoco para ¿1 en el pensamiento humano (Vorlesun-
sen über die Phttosophie der Religión III. Die ahuolute Religión, PhB 63, 37ss, 53ss).
Ya en la Lógica interpretaba Hegel la prueba ontológica como automanífestación
de Oíos en su acción: «A Dios sólo se le conoce en su actuación como el Dios vivo,
es más. como el Espíritu absoluto. Ya pronto se encontró el hombre remitido
a conocerle en sus obras; sólo de éstas se pueden seguir aquellas determinaciones
que llamamos propiedades, igual que su ser está contenido en tales determinacio-
nes. Es asf como el conocimiento conceptual de su actuación, es decir, de él mismo.
concibe el concepto de Dios en su ser y su ser en su concepto» {Ciencia de ta Ió-
nica, o.c, 622 IPhB 57p 354sl). Ahora bien, la prueba ontológica comprendida así,
como automanifestación de Dios, deja de ser una prueba que el pensamiento hu-
mano pueda realizar de por %ít porque nuestro concepto del ens necessarium sólo
puede ser pensado de modo abstracto, nunca en ta completa concreción que es
propia de la esencia de Dios. €f, también, las observaciones que sobre la fórmula
de Anselmo id quo maius cogitan nequit hace F. JÜNGEL. Dios como misterio del
mundo. Salamanca 1984p 197s [1977, lOTs].

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4, Critica teológica de la teología natural 101

discurso sobre Dios y que, por tanto, son también capaces de tunda-
m e n t a r algunos criterios de control de dicho discurso. En este sentido,
la teología cristiana tendrá que conceder que la filosofía y, en particular.
la teología filosófica tienen u n a función crítica respecto de su propio
discurso sobre Dios l0?. Pero ¿se sostiene esta solución también frente
a la crítica que la teología evangélica m á s reciente le ha hecho al con-
cepto y al método de la «teología natural» o se verá, más bien, ésta al-
canzada por dicha crítica?

4. LA CRITICA TEOLÓGICA DE LA TEOLOGÍA NATURAL

Ya h e m o s mencionado más arriba (p. 79) q u e la teología protestante


de los primeros tiempos no distinguía e n t r e conocimiento natural de
Dios y teología natural. Tampoco hacía distinción e n t r e teología natural
y religión natural. Es un dato que en parte resulta comprensible porque
el concepto de teología natural y de conocimiento natural de Dios se
justificaba con una combinación de Rom 1,18-20 con Rom 2,14: el cono-
cimiento de la ley divina tenía q u e incluir necesariamente tanto un
saber acerca de El como la obligación de reverenciarle IW. Entonces el
problema no podía estar m á s q u e en si era suficiente p a r a la salvación
la reverencia y el culto a Dios correspondiente al saber natural acerca
de El, cosa que afirmaba Hcrbert de Cherbury 1 1 1 . La ortodoxia lute*
rana tardía lo negaba, pues creía que, a u n siendo conocido de m o d o
natural el m a n d a t o de dar culto a Dios, no lo era la forma adecuada
de hacerlo 1K\ Los deístas seguidores de Herbert se burlaban, no sin
razón, de esa argumentación: ¿cómo iba un Dios b u e n o a imponer a los
hombres el deber de darle culto ocultándoles la forma de hacerlo recta-
mente? Johann Franz Buddeus se limitó por eso a señalar que el conoci-
miento natural de Dios no tiene a la mano ningún medio para aplacar
la ira divina cuando aparece el pecado líK Los deístas, en cambio, se-
guían también en esto el parecer de Herbert de Cherbury negando la

w* He escrito más detalladamente sobre esta cuestión en Christliche Theologie


und philosophische Kritik, en Gottesgedankc und menscMiche Freiheit, Gottinga
1972, 48-77.
no As( piensa, por ejemplo. D. Hou.iz, Examen Theologicum acroamaiicum. Star-
gard 1707, 2925. Ya Lulero y Melanchton habían conectado la interpretación de
Rom 1J&-20, con el saber sobre la ley de Dios que. según Rom 2.14. les correspon-
de a los paganos por naturaleza. Véase J. PIATT, Reformed Thought and Schotasti*
cisrtí, Lcidcn 1982, IGsv
"• HERBERT te CHKHBIRÍ, De veníate (1624), Londres 1645 (1* cd»), 224s, y, de)
mismo. De Causis Errorum Una Cum Tractatu de Religione Laici, Londres 1645. 152ss.
"3 D. HOLLAX, I.C., 307. Véase la crítica que de esta tesis —sostenida también por
S. 11
Clarke— hacia M. TIHÜAL, Christianity as oíd as the Creation, Londres 1730, 394$.
J J. F. BUDDEL'S, Compendium ¡nstitutionum Theologiae Bogmaticae, Leipzig
1724, 15 (I, par. 16) y 16 (par. 17).

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102 //. La itlt-i de Dios y la cuestión de su verdad

necesidad de aplacar la ira divina con el argumento de que Dios, si hay


arrepen i ¡míenlo, ha de eslar tan dispuesto a perdonar como El mismo
lo pide de nosotros m , También Buddeus, igual q u e Samuel Clarke, su-
ponía que al menos la esperanza de una futura reconciliación y de una
salvación futura encontraba ya su base en el conocimiento natural de
Dios 115 , De Adán habría pasado a los Patriarcas sin deformaciones, mien-
t r a s que en las religiones paganas ese conocimiento originario de Dios
se encontraría ya ahogado por la superstición 1 1 6 .
Todas estas concepciones presuponen que la religión natural de la
Ilustración habría sido también la religión originaria de la Humanidad*
Esta presuposición recibió un d u r o golpe con la tesis defendida por
David Hume en su Natural Htstory of Religión, ya en 1757. aunque sólo
a largo plazo se dejarían sentir plenamente sus efectos; no es el mono-
teísmo de la «religión natural» lo que se encuentra al comienzo de la
historia de la religión de la Humanidad» sino un culto politeísta de
fuerzas naturales nacido de la ignorancia, del miedo y de la esperanza I n .
El espíritu h u m a n o sólo se eleva paso a paso de lo imperfecto a lo más
perfecto- De ahí q u e la purificada idea de Dios del teísmo no pueda estar
m á s que al final del desarrollo religioso de la H u m a n i d a d n * . Hume
creía todavía que era ella la que. en principio, estaba de acuerdo con
la razón, a u n q u e difícilmente hubiera podido estar también en sus orí-
genes h i s t ó r i c o s , w . El monoteísmo habría surgido m á s bien de las pa-
siones de la ambición y de la adulación, igual que los serviles cortesanos
se entregan a su señor: de esa m a n e r a se habría ido levantando una
divinidad particular, el Dios de Abraharn, de Isaac y de Jacob, hasta
llegar a ser finalmente el Dios único m .

n* M. TINIMI* lx.p 392: «nothing, surc. can be more shoking, (han to supposc
the unchangcablc God. whose Sature, and Property k ever to lor&ivc, was not, at
al] Times, cqually wílling thcy should have ihc Satisfaciion of knowing ii».
i" BLTOEUS, ibid., 16 (§ 17). Cf. S. CLUÜCU, The Being and Attributcs of God,
Londres 1705, 197.
i** J. F. Bnxcirs, Le, 19ss (§ 23 y 24). También los deístas compartían la opi-
nión de que c! conocimiento originario de Dios habría sido falsificado con supers-
ticiones en las religiones de los pueblos (incluida la de los judíos) con el correr
de la historia: cf. TIND.IL, Le, cap* 8 (85-103).
»* D. HUME, The Philosophicaí Works, Londres 1882ss (ed, por T. H. Creen
y T. H, Grose), voL 4, 309ss, esp. 310ss: «That polythcism was the primary Religión
of Mcn», y 3l5s.
»* Ibd., 311: *It seems certain, that, accorcUng to the naural progresa of human
thought, the ignoran! mullitudc must fivst entertain some grovcling and familiar
notíon of superior powcrs, beforc they slrfch iheir conception to that perfect
Being, wo bestowed order on (he wholc framo of na ture... The mind rises gradualiy,
from inferior to superior; By abstracting from what is imperfecta II forms an idea
of perfect Ion.»
<» Ibid.: -But though I allou-, ihat Ihe order and framc of the universe, when
accurately examined, affords such an argument; yet I can never think that this
consideration could have an influence on mankind, when they formed their first
rudc notions of religión.»
•» Ibid., 331: «How much more natural, therefore, is it that a limited drity,

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4. Crítica teológica de ¡a teología natural 105

La comprensión que hasta entonces se había tenido de la realidad


de la religión y de su historia se cambiaba radicalmente si se seguían 110
las explicaciones de Hume. Por así decirlo, se la ponía de cabeza: no
es ya la razón, sino las pasiones de los hombres las que ahora cuentan
como origen de la religión- Las religiones positivas no aparecen ya como
formas degradadas del monoteísmo originario, el cual no habría sido
otra cosa que la religión natural de la Ilustración, sino que, por el con-
trario. se las entiende como estadios de una evolución que desemboca
al fin en el monoteísmo; y, además, los motivos de esta evolución son
bien diferentes de los propios de la religión racional.
Sin esta orientación completamente nueva de la intelección de la
realidad histórica de la religión que partió de H u m e difícilmente se pue-
de c o m p r e n d e r el enjuiciamiento q u e hace Schleiermacher de la «reli-
gión natural* en relación con las religiones positivas. En el último de
sus Discursos sobre la religión de 1799, dedicado a la multiplicidad y
diversidad de las religiones, al hablar del concepto de «religión natural»
decía Schleiermacher de él que t en comparación con las religiones posi-
tivas, «no es m á s que una imprecisa idea, insuficiente y pobre, que pro-
piamente nunca puede existir sola» l21. En su Doctrina de la fe de 1821
dirá luego que la religión natural no existe «como base de u n a comu-
nidad religiosa en ninguna parte», sino que contiene «tan sólo lo que
se puede a b s t r a e r uniformemente de las doctrinas de todas las comuni-
dades religiosas de mayor rango por encontrarse en todas ellas, aunque
sea en distinta forma en cada una» (§ 10 Anexo).

En los Discursos Schleiermacher daba a entender q u e era consciente


de que. minusvalorando la «religión natural», se encontraba en oposición
a la opinión dominante en la época ilustrada. En cambio, no menciona
el nombre de Hume. Pero está claro que sí q u e sacó sus consecuencias
para la teología de la nueva situación propiciada p o r la visión de la his-
toria de la religión propuesta p o r Hume. Eso sí, su concepto de religión
era muy distinto de el del filósofo inglés. Gracias a él pudo Schleier-
macher, a diferencia de Hume, valorar favorablemente la pluralidad de
religiones positivas p o r medio de la idea de la individualidad. Su va-
loración de la «religión natural», q u e no encontramos en Hume de esa
forma, está también en relación con ello. Con todo, era grande su pro-
ximidad a Hume, pues también éste había subrayado que el monoteísmo
no es ningún p r o d u c t o de la religión racional, sino que ha surgido de
otros motivos. H u m e no había dicho q u e la religión racional de la Ilus-

who ai first ís supposcd only thc i m medíate author oí thc particular goods and
ills in lifc, should ¡n thc end be represented as souvereing maker and modifícr of
the universe?... Thus. thc God of ABRAUAU* ISAAC and JAGO», became iht supremo
deity or JEHOVA of the JEWS.»
VI F. SCHLXIERMACWR, Sobre la religión. Discursos a sus menosprectadores culti-
vados (ed. de A. Ginzo), Madrid 1990. 161 [1799, 248].

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104 //- La idea de Dios y la cuestión de su verdad

tración fuera el producto de una abstracción a partir de las religiones


positivas más desarrolladas porque, a pesar de todas sus reservas frente
a los argumentos de la teología racional ilustrada, se mantuvo en prin-
cipio fiel a ésta como opción por la filosofía frente a la superstición
111 de toda religión positiva. En cambio, el logro de la teoría de la re-
ligión de Schleicrmacher fue precisamente la rehabilitación del concep-
to de religión positiva; así le fue posible sacar las consecuencias de
la nueva visión de la historia de la religión que afectaban también al
concepto mismo de religión natural, es decir, q u e ésta no es m á s que un
p r o d u c t o de la reflexión q u e abstrae lo común de las religiones más
desarrolladas, un producto, p o r tanto, dependiente de las religiones po-
sitivas- Todo esto supone relativizar la teología filosófica remitiéndola
a la historia de la religión. Y esta relativización implica, p o r su parte,
la historicidad de la razón misma. Sin duda que Hcgcl pensó esta histo-
ricidad m á s a fondo que Schleiermacher, pues éste estuvo siempre más
atado que aquél a un tipo de planteamiento filosófico trascendental.
La crítica que Schleiermacher hizo de la religión natural no procedía
de ningún postulado teológico, sino que era u n a consecuencia del avan-
zado estado al que la teoría de la religión había llegado en su tiempo
—incluida su propia aportación— a u n sin que se hubiera caído todavía
en la cuenta de ello de un modo general. No se puede decir lo mismo
de la crítica que casi cincuenta años después le dirige Albrecht Ritschl
a la intromisión de la teología natural en el desarrollo de la doctrina
cristiana sobre Dios. De e n t r a d a llama ya la atención que esa crítica de
Ritschl no haya jugado un papel de cierta importancia hasta su escrito
polémico titulado Teología y metafísica (1881) m . En él se defendía con-
tra quienes le objetaban que su exposición de la doctrina cristiana se
había centrado demasiado en la relación entre religión y moral. Frente
a esto se hacían valer unos fundamentos metaffsicos del concepto de
Dios que Ritschl rechazaba como «una increíble intromisión de la me-
tafísica en la religión revelada» , : \ Lo que a n t e todo tenía él delante era
la metafísica griega, la aristotélica y la neoplatónica en particular, y la
recepción que de ella había hecho la teología de los primeros tiempos,
p e r o sin caer en la cuenta del significado fundamental de la cuestión
filosófica de Dios p a r a que los paganos hubieran podido creer en el Dios
judío como el Dios de todos los h o m b r e s y, en definitiva, p a r a q u e hu-

121 En los Geschichiliche Studten zur christtichen Lehre van Gait (1865) no apa-
rece —que yo sepa— el tópico «teología natural». En la obra principal de Ritschl,
Die christUchc Lehre von der Rechtfertigung und Versahnung (3 vols.. 1870-1874)
aparece sólo en algunos pocos lugares del tercer volumen en su segunda edición de
18ft3. Es, pues, comprensible que H. J. BIKKM K. Natürüche Theologie und Offcnba-
rungstheologie. Ein theotogiegeschichtlicher Überblick: NZSTh 3 (1961) 279-295. %e
haya apoyado principalmente en el escrito polémico citado en el texto al escribir
sus páginas sobre Ritschl (289-291).
tu Die christUchc Vottkommenheü. Theoio^ic und Metaphysik, Golinga 1902, 42.

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4. Crítica teológica de la teología natural 105

biera podido surgir una Iglesia paganocristiana. La recepción de la doc-


trina metafísica de Dios p o r la Iglesia antigua cayó en desgracia para
Ritschl porque habría sido «indiferente ante la diferencia de género y
de valor q u e hay entre el espíritu y la naturaleza* y habría tratado «a 112
Dios como un correlato de su valoración filosófica del mundo en gene-
ral» •*. La teología cristiana «juzga y comprende, desde el punto de vista
de la comunidad salvada de Cristo» i a tanto la doctrina sobre Dios como
todas las demás partes de la doctrina cristiana. La incursión de ideas
metafísicas en ella habría tenido lugar, según Ritschl, por medio de la
idea de u n a revelación natural de Dios. J u n t o con las pruebas metafí-
sicas de Dios, esa idea es p a r a él «el nido en el que se ha cobijado
desde siempre el conocimiento metafísico de Dios» **. Según lo expone
Riischl, Melanchton es el responsable de que se haya seguido d a n d o en
la teología evangélica la mezcla confusa de motivos cristianos y meta-
físicos en la comprensión de Dios- Tampoco Schleiermacher habría su-
perado el «error fundamental de esa forma doctrinal», porque no parte
de la concepción específicamente cristiana de la fe, sino de la generalidad
de la conciencia religiosa de s í i n .

El concepto q u e tenia Ritschl de conocimiento natural de Dios o, lo


que para él es lo mismo, de teología natural, en comparación con el de
Schleiermacher era confuso *". Al oponerse al papel de la metafísica en
la doctrina cristiana de Dios, su critica no se dirige sólo contra la reli-
gión y la teología naturales de la Ilustración —como era el caso de
Schleiermacher—, sino que iba ya también contra la recepción de la
teología filosófica antigua por la Iglesia de entonces. Ritschl no cali-
b r a b a bien que con esa crítica estaba poniendo en cuestión el presu-
puesto histórico más importante para la aceptación del Dios de Israel

"• Lx.t 35; cf. 34s. Paro Ritschl la indiferencia írenie a la diferencia entre es-
plrttu y mundo natural es irreligiosa porque el Dios de la religión es justamente
quien le asegura al espíritu humano su superioridad sobre la naturaleza (cf. 33s).
De ah( que opine que, a diferencia de lo que pasa con las pruebas de Dios cosmo-
lógica, Ideológica y oncológica, que son todas metafísicas (36. 39s.), «el argumen-
to moral de Kant [se encuentra] bajo el inconfundible influjo de la concepción
cristiana del mundo* (40).
t& Ote christliche Lchre vort der Rechtfcrtigung und Versohtiuttg, III, 18M
12.' ed.), 5.
1» Theoiogie und Mctaphysik, 32.
i*7 De ahf el veredicto de Ritschl: «...su doctrina general sobre Dios es teología
natural, exactamente igual que en el caso de Melanchton» (I.c, 92). Sobre Melanchton,
cf.. también. Rechtfertigutig und Versóhnung III, 2/ cd., 4. Se enjuicia aquí la doc-
trina del estado original como la base de un «conocimiento racional natural o
general de Dios que es indiferente frente al conocimiento cristiano de Dios...».
Con lo cual no se distingue entre conocimiento natural de Dios y teología natural.
u* En su Tratado sobre la fe Schleiermacher distinguía incluso de nuevo entre
religión natural y teología natural cuando escribía sobre Us cosas comunes ab*<
traídas de las religiones monoteístas —el conocimiento natural de Dios— que de
lo que se trataba con ellas era *no unto de una religión natural cuanto de una
doctrina de la fe natural, como habría que decir con más propiedad» (§ 101 Anexo).

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ICó il. La idea de Dios y ¡a cuestión de su verdad

como único Dios de todos los hombres por parte de los DO judíos*
¿Cómo iban, si no, los no judíos a creer en el Dios de Israel como el
único Dios sin hacerse ellos judíos? Tampoco Adoll von Harnack valo-
raba suficientemente el peso de esta cuestión cuando exponía la historia
de los dogmas y de la teología de la Iglesia antigua como la historia
de una helenización. es decir, del enajenamiento helenizante del Evan-
gelio, En esta exposición de Harnack seguía influyendo la crítica de
Ritschl a la recepción de la teología filosófica en la antigua Iglesia. Pero
Rilschl, al fin, había estado movido en su crítica por un interés de ac-
tualidad, apologético- Intentaba exonerar a la teología de su vinculación
con una metafísica que parecía obsoleta a los ojos del positivismo pro-
pio de las ciencias naturales de la época. E intentaba también mantener
la independencia de la conciencia religioso-moral frente a una visión del
mundo materialista, marcada por una ciencia natural mecanicista. Justo
cuando pensamos que ese interés era una interpretación del Evangelio
pedida por aquel tiempo 1 *, tenemos que sentir que su arropamiento en
una lucha contra la metafísica antigua estaba fuera de lugar. Porque
ésta, al menos la platónica, se había ocupado precisamente de la supe-
rioridad del espíritu sobre el mundo expcrimcntablc para los sentidos.
El reproche de indiferencia frente a la diferencia entre espíritu y natu-
raleza sólo puede ser caracterizado, por lo que a ella respecta, como
un craso error. Al parecer, la rudeza de esa catalogación estaba sola-
mente al servicio del objetivo de liberar a la teología de una metafísica
que le parecía enmohecida a una época ilustrada por la ciencia. Si esto
es asi, lo que Ritschl hizo fue acomodarse al espíritu de la época pre-
tendiendo. con el mismo golpe, entrar en discusión con él. Sin duda que
lo que no tenía claro era hasta qué punto socavaba con su crítica los
fundamentos históricos de la génesis y de la continuidad de una Iglesia
paganocristiana. No lo veía porque, irónicamente desde el tiempo de la
Ilustración, al menos desde Johann Salomo Semler, se infravaloraba el
grado de dependencia del mensaje de Jesús acerca de Dios respecto del
judaismo, pues se pensaba que Jesús habla sido el fundador de una
nueva religión totalmente independiente de la judía.

Pero esta constelación, ya compleja de por sí, que encontramos en


el trasfondo de la lucha de Ritschl contra la «teología natural», se com-
plementa aún con otra línea de argumentación, la que para el mismo
Ritschl era sin duda la decisiva. Se trata de la polémica contra toda
sombra de mezcla de lo específicamente cristiano con otros asuntos y
contra su coordinación con conceptos generales, «indiferentes» frente a
la diferencia entre lo cristiano y lo no cristiano; por ejemplo, una an-
tropología general, al menos cuando se la declara la base de una deter-

!» Así piensa G. GESTOICU, Dic unbcwaltitfc natürtichc Theotogic: ZThK 68 (1971)


82420. 108.

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4. Crítica teológica de la teología natural 107

minada experiencia de Dios, como hacían Melanchton y Schleiermacher,


No cabe duda de que, por lo que toca a la analogía entre Melanchton y
Schleiermacher, Ritschl no ha tenido en cuenta que, a diferencia de
Melanchton. la doctrina de Schleiermacher sobre la religión no puede
ser caracterizada como «teología natural» ni en el sentido antiguo ni en
el sentido m o d e r n o de la palabra. En este punto, Ritschl ensancha de
tal m o d o el concepto de «teología natural* que rompe todos los marcos
históricos de su utilización. Si toda articulación de lo específicamente
cristiano con conceptos generales, en particular con los de la antropolo-
gía, se tuviera que llamar ya «teología natural», esta expresión se con-
vertiría inevitablemente en un instrumento del que se podría echar mano
casi sin limites al servicio de la estrategia de etiquetación teológica. Pues
¿qué teología puede evitar describir lo específicamente cristiano p o r
medio de conceptos generales? De este modo, mientras se hace pasar la
propia por una estricta teología de revelación, se puede descubrir siem-
p r e en todas las demás algún elemento de «teología natural». Por des-
gracia fue justo esta linea de argumentación de Ritschl la que resultó
más influyente en la historia de la teología, más aún que su veredicto
sobre el influjo de la metafísica en la doctrina sobre Dios- Y lo que re-
sultó entonces inevitable fue que una teología tan estrechamente ceñida
a consideraciones generales sobre la relación e n t r e moral y religión,
como era la del m i s m o Ritschl, no tardara tampoco en caer bajo la
sentencia condenatoria de: «teología natural» uo . La lucha de Ritschl con-
tra la «teología natural» es retomada y llevada adelante en el siglo xx
anle todo p o r Karl Barth que. como discípulo de Wilhclm H e r r m a n n ,
procedía de la escuela de RitschL Es verdad que se ha dicho con razón
que Karl Barth se vuelve relativamente tarde, hacia 1930, contra la
«teología natural» como modelo opuesto a la teología de revelación
desarrollada por él U1. Pero esto no significa que Barth no hubiera com-

130 Es a H. J. BIRJLNER (en su artículo citado en la nota 122} a quien le corres*


ponde el mérito de haber llamado la atención sobre el peculiar fenómeno del en*
sanchamicnto del concepto de teología natural que se va Llevando a cabo paso a
paso desde Schleiermacher hasta Barth pasando por Ritschl, y del sometimiento
inmediato del predecesor correspondiente al veredicto implicado en aquel proceso
de ensanchamiento* La historia más reciente del concepto de metafísica presenta
un curioso paralelismo con dicho fenómeno. También en este caso ha ido cambiando
de autor en autor el contenido del concepto; lo único que permanece Invariable
—como en el caso de la «teología natural»— es su función de etiquetación: ambos
conceptos designan lo que no debe ser. en un caso, en teología, y en el otro, en
filosofía* En todo caso, el concepto de «teología natural» es sometido por primera
vez con A* Ritschl a esc proceso de vaciado y de funciona) ización al servicio del
acotamiento del propio campo. Fue el el primero que utilizó esa palabra como un
•apelativo para herejes», como dice Birkncr (l.c,f 2£8), desligándola de cualquiera
de sus «manifestación[es] histórica[s] concretáis]» (289),

ui A* SZTXERES, Karl Barth und die natürliche Theologie: EvangeJische Theologie 24


(1%4) 229-242. 230s.

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IOS //. La idea de Dios y h cuestión de su verdad

batido ya antes lo mismo que luego iba a convertir en objeto de su


polémica bajo et n o m b r e de «teología natural».
En la confrontación m á s profunda de Barth con el tema de la «teolo-
gía natural», en el parágrafo 26 de la Dogmática Eclesiástica, se la define
como «aquella teología de la que, por naturaleza, procede el hombre»
(KD I I / l , 1940, 158)* En c u a n t o expresión de su «autoprotección y de su
autoafirmación» (150) frente a Dios y a su gracia, la «teología natural»
es una «autointerpretación y autojustificación» (151) del hombre. Los
frentes trazados p o r estas afirmaciones eran ya característicos de la
teología de Barth desde la época de la segunda edición de su comen-
tario a la Carta a los Romanos. Corresponden a lo que allí se decía de la
religión como posibilidad humana en oposición a Dios tl? . En 1927 apa*
recen los mismos frentes como «contraposición» de la Palabra de Dios
«con todo lo que el h o m b r e mismo podría decir sobre Dios»1*3, En el
mismo año Barth aplicaba dicha contraposición a su relación con la
historia reciente de la teología desde «la transformación de la teología
en antropología con Schleiermacher» 1M. De todos modos el adversario
no se llama aún «teología natural». La evidente inseguridad que Barth
mostraba entonces ante conceptos como *utheologia'\ "revelatio" y
"religio naturalis"* IW nos permite c o m p r e n d e r que todavía no había to-
mado u n a decisión definitiva sobre la relación de estos conceptos con la
contraposición básica y típica de su teología- La tomaría a comienzos
de 1929, Es entonces cuando la sospecha de pretender nivelar la contra-
posición de la Palabra de Dios con un conocimiento de Dios basado en
antropología se dirige ya contra la «representación sinergística de un co-
nocimiento de Dios 'natural' y o t r o revelado que se complementan armó*
nicamente»; ahora «teología natural» era ya tanto como autojustificación
del hombre 1 3 6 . Así quedaba puesta la base del rechazo sin compromisos
de toda «teología natural» que iba a caracterizar en adelante la teología
de B a r t h y q u e marcaría pocos años después su discusión con Friedrich

i= K. BARTH, Der Romcrbrief. 1922 (2/ ed.), 213-255.


'» K. BAR™, Das Worr der Theolvgie ron Schleiermacher bis Ritschl, en Die Theo-
togie und die Kirche, voL 2, 1928. 190.
u*tf K. BARTH, Die christliche Donmatík im Entwurf, 1927. 86, cf. 82-87.
> Ibid.. 135*. Es verdad que para Barth estos conceptos son ya de por sí «sos-
pechosos». Pero todavía considera posible que de lo que se trata con ellos sea «la
unidad y el todo de la verdad» de la revelación (136). El punto candente del inte-
rés de Barth está ya aquí en la unidad de la revelación. Por eso. le parece que el
presupuesto de un enjuiciamiento positivo de los conceptos clásicos de teología,
revelación y religión naturales, está en que no se dé con ellos «una revelación 'na*
tural1 particular, sino la misma revelación una c idéntica» (148). Es digno de seña*
lar&c aquí que el principal reproche que Barth le hacía todavía en 1940 a la doc-
trina teológica del conocimiento del Concilio Vaticano I era el incurrir en una «di-
visión del concepto de Dios», en una «abstracción de la obra y de la actuación
real de Dios en beneficio de un ser de Dios en general» (KD II 1 91&).
-J* K. BAR™, Schicksal und Idee in der Theologie, en Theologische Fragen und
Antwcrtcn, Ges. Vortráge 3, 1957, 54-92, csp. S5ss. Las citas son de las p. 86 y 87.

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4. Crítica teológica de la teología natural 109

Gogarten , J 7 y con Emil B r u n n e r 1 * Un rechazo que B a r l h en el fondo


no iba a r e t i r a r nunca, aunque el tono de antitesis abrupta se transfor-
m a r a a la hora de t r a t a r la doctrina de la creación y de la reconciliación
en un recurso a las «luces* de la creación al servicio de un universalismo
crislológicamente f u n d a d o l w .
Ahora bien, ¿con qué derecho objetivo se emplea la expresión «teo-
logía natural» para designar la autoafirmación del h o m b r e frente a Dios
y a su revelación? Está claro ya de entrada que la descripción q u e hace
Barth no tiene nada que ver con la «teología natural» de la Antigüedad
ni con su pregunta p o r lo verdaderamente divino. Parece que B a r t h nu
llegó nunca a darse cuenta de en qué consistió propiamente ese fenó-
meno. En cambio, no cabe duda de que sí hay una relación entre su
descripción de la «teología natural» y el conocimiento de Dios propio
de la naturaleza racional del hombre al que la Dogmática protestante
antigua y la teología ilustrada llamaban «teología natural». De todos mo-
dos, tampoco en este caso se trataba de u n a contraposición con el Dios
de la revelación. Incluso la enorme valoración de la religión racional
propia del deísmo se basaba en el presupuesto de q u e el conocimiento
de Dios adecuado a la razón creada por Dios tendría que ser adecuado
también al Creador de ella y, en todo caso, m á s adecuado que el de la
tradición religiosa, sometida siempre al peligro de falsificaciones por
causa de deformaciones tendenciosas- De modo q u e se esperaba que del
poner de relieve la coincidencia del cristianismo con la religión natural
se seguiría un fortalecimiento de la autoridad de la revelación cristiana.
Contra lo que el deísmo polemizaba era solamente contra la tradición
religiosa h u m a n a q u e se atribuye a sí misma desorbitadamente u n a
autoridad divina para camuflar así sus muy humanas deformaciones
de la verdad. 0 sea, q u e en quienes veían los pioneros de la Ilustración
u n a rebelión del h o m b r e contra Dios era justo en los representantes de
las diversas tradiciones religiosas q u e se combatían unas a otras carga-
das de intolerancia. Puede ser que este m o d o de ver las cosas les haya
parecido ya a los defensores de la ortodoxia dogmática de aquel tiempo

i* KD I/l, 1932, 123-136. esp, 134.


u* K. BARTII. Nein! Antwort on Emil Brunner, 1934, Iss.
i* H. KÜKG, ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo,
Madrid 1979, 716ss [1978, 57Sss]t veía en esto una «secreta revisión» de su rechazo
de antes de toda teología natural (llevada a cabo, sobre todo, en KD IV/3. 1959.
107f 122 y 157ss). Pero A. SZEXERES pencaba con razón que no se puede hablar de
* ningún cambio de sus intenciones teológicas originarías» en Barth ( l e , 240). Pues
Barth «nunca habría negado que Dios se haya revelado también en la naturaleza,
lo que siempre había negado era que esa revelación fuera «natural», es decir, in-
herente a la naturaleza misma como una cualidad suya» (23? con H. U. v. BALTHASAR,
Kart Barth. Darstcllung und Deutung sciner Thcoloftict Colonia 1951, 155). Efecti-
vamente, asi como en KD II/I, 133 se decía de la revelación de Dios en la creación
que le es «Imputada, asignada, concedida» al hombre, de igual modo se dirá después
que las mencionadas «luces» de la creación son externas a ella en cuanto tales.
es decir, se las califica como «luces» sólo a partir de la revelación de Cristo.
i.1
110 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

una negación de la verdad de la revelación sobrenatural de Dios, pero


está claro que no se puede mostrar la verdad de esta revelación si no se
mantiene la unidad de Dios, del Dios de la revelación y el Dios de la
creación. Por eso la superación del deísmo no vino de un apuntalamiento
obstinado de la autoridad divina de la tradición, sino de una nueva coift-
prensión de la realidad de la religión y de su relación con la razón.
Karl Barth, además, trabajaba con una concepción de la religión que
117 no era tampoco ya la de Schleiermacher ni la de Hegel. El interpretaba
la religión en general y luego la religión y la teología natural en par-
ticular, como un producto del h o m b r e que se hallaba sin y contra Dios:
era la teoría psicológica de la religión de Ludwig Feuerbach l40. Se ha
dicho que en Barth la crítica feuerbachiana de la religión desempeña
el mismo papel de «base y presupuesto» de la teología de revelación que
antes le había locado desempeñar a la teología natural M1. Claro q u e
B a r t h no asumió alegremente, sin reparo ninguno, la crítica de la reli-
gión de Feuerbach- J u n t o con Hans Ehrenberg criticaba su base antropo-
lógica porque opinaba que Feuerbach había sido un ^desconocedor de
¡a muerte» y un «ignórame del mal» "*. Pero es de más peso su tercera
objeción: el h o m b r e real no es el «ser genérico» feuerbachiano con su
ficticia infinitud, sino el individuo, que es en c u a n t o tal h o m b r e malo y
mortal m . Porque, en efecto, Feuerbach necesitaba la idea de la infinitud
del género h u m a n o p a r a poder p r e s e n t a r la constitución de la idea de
un Dios infinito como fruto de una proyección en virtud de la cual lo
que es u n a propiedad de la naturaleza humana aparece como un ser
distinto del hombre, d a n d o así lugar a u n a alienación, es decir, a ima-
ginarse la esencia que en realidad es la propia del género h u m a n o como
u n a esencia s u p r a h u m a n a . La crítica de B a r t h no e n t r a b a en este modo
de deducir la idea de Dios a partir de una comprensión equivocada que

>* Al hacer su interpretación de la religión Barth se remitía a Feuerbach ya


en la segunda edición de su Carta a los Romanos; «Feuerbach resulta tener razón
en un sentido más preciso- (220); más preciso porque, según Barth, es el pecador
el que objetiviza en la religión su propio deseo de infinitud.
m H, J t BIRKNER, l.c.( 294. Otros muchos han asumido este parecer, entre ellos
W. 143
KASFER, Et Dios de Jesucristo. Salamanca 1985. 100 [1982. 104],
Asf lo dice en su lección sobre Ludwig Feuerbach de 1926: en Die Thcologie
und die Kirchet Gen. Vortrage 2, 1928, 212-239, 237. La primera de dichas objeciones
difícilmente se podrá mantener frente at autor de La idea de la muerte y eviden-
temente critico de la idea de la inmortalidad: cf.» al respecto, P. CÜRNEHU Feuerbach
una die Naturpkilosophie; NZSTh II (1969) 37-93, csp. 5üss, y lambién 67, Tampoco
la segunda objeción es realmente convincente: Feuerbach, acentuando la doctrina
de Hegel sobre este tema, consideraba que el egoísmo del individuo es La raíz de
todo mal y se encuentra asf de lleno en la tradición de la doctrina agusttniana del
pecado original. Eso sí, ni Agustín ni Hegel habían condenado como mala la indi*
vidualidad en cuanto tal,
w* K. SARTH, l£u 237s. ES ésle el punió de vista que se convierte —con razon-
en el central en el resumen que Barth hace de su propia exposición de Feuerbach
en su historia de la teología: cf. Die protestarttische Theotogic im 19. Jahrhundeft.
ihre Vorgeschichte und ihre Geschichte. 1952 Í2." edj, 4M-489, 489.

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4. Crítica teológica de la teología natural 111

el hombre tendría de sí mismo. Y parece claro que presuponer que


Feuerbach «tal vez hubiera abandonado su identificación de Dios con
el hombre» si «hubiera caldo en la cuenta del carácter ficticio de aquel
h o m b r e general...» 1 U no es e s t a r a la altura del reto que supone la crí-
tica de la religión que arranca de Feuerbach para la conciencia de verdad
propia del lenguaje cristiano sobre Dios. La comprensión feuerbachiana
del h o m b r e como ser genérico (del género humano) se podía sustituir
p o r la alienación social del hombre, cuyo presunto reflejo sería la aliena-
ción religiosa - c o m o sucedió con Marx— o ( en el caso de Nietzsche y ng
de Freud, p o r la tesis del origen neurótico de la religión en la conciencia
de culpa. El reto que esto significa para todo lenguaje sobre Dios —tam-
bién para el c r i s t i a n o * ' tiene que encontrar una respuesta en el c a m p o
de la antropología, como muestra la misma argumentación de B a r t h .
Y para ello no se puede pasar por alto la deducción antropológico-
psicológica de las ideas de Dios y de la religión, sino q u e hay q u e plan-
tearse la pregunta de si se puede mostrar que la idea de Dios —cualquier
idea de Dios— es un p r o d u c t o de u n a mala intelección de sf mismo por
p a r t e del h o m b r e . El procedimiento de Barth, al reconocer que el m o d o
en el q u e Feuerbach deduce la religión es válido para todas las religio-
nes, pero no para el cristianismo, sólo puede ser calificado de demasiado
ligero. Son demasiado estrechas las interconexiones genéticas y las ana-
logías estructurales que hay entre la historia de la religión bíblica y su
continuación en el cristianismo, incluidas la predicación y la teología
actuales, por una parte, y las religiones no cristianas, por o t r a parte,
como para que una estrategia de ese tipo pudiera resultar a la larga
convincente. Pero peor aún, si cabe, era la imputación que Barth le hacía
a toda la teología evangélica m á s reciente de llevar un n i m b o que, con
su concentración en el h o m b r e y en la conciencia de Dios, iría a p a r a r
a donde Feuerbach, es decir, acabarla disolviendo las ideas religiosas
en su base o su medio a n t r o p o l ó g i c o m . No obstante, es verdad que
B a r t h aseguraba q u e se le haría una injusticia a los teólogos neopro-
testantes, «se le haría una injusticia también a Schleicrmachcr, si se les
tachara de que, en lugar de teólogos, querían ser antropólogos en el
mismo sentido que Feuerbach» l46. Pero esto no mejoraba mucho las
cosas; porque lo que se estaba diciendo con ello era q u e la cadencia

»** K. BAKTU. Die protestantische Thcotogie..,, 489.


i« En la lección sobre Feuerbach de 1926 escribía: «Pero ¿se puede negar que
sea el resultado (euerbachiano el pumo en el que parecen converger con toda
exactitud e imparablemente todas las lineas?» (Die Thcologie una die Kirche, Oes.
Vortrage 2t 1928, 226).
M* Die christliche Dogmatik im Entwurf, 1927, 92; cf. 108 y KD 1/1, 220. Tampoco
es sostenible llamar —como se hace en el último pasaje citado— «cartesianismo
directo* a la concepción que «pretende hacer del sujeto humano el creador de la
situación en la que se encuentra determinado por Dios». También Barth habría
tenido que saber que Descartes dice exactamente lo contrario en la tercera Me*
dilación.

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112 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

objetiva de su pensamiento era de hecho tendente hacia la interpreta-


ción de la religión hecha por Feuerbach como un producto del h o m b r e l ° .
Barth tenía q u e saber que e n t r e Schleiermacher y Feuerbach se levan-
taba como u n a cresta divisoria de aguas la cuestión de si el h o m b r e es
esencialmente religioso y, p o r tanto, de si —quiéralo o n o — el hombre
es «absolutamente dependiente» de otro, de aquel o t r o al que está refe-
rida la conciencia religiosa, o de si, p o r el contrario, la conciencia de
Dios de la religión es un equívoco del hombre sobre sí mismo que él
estaría en condiciones de deshacer. No se trata aquí de buenas o de
menos buenas intenciones, sino de la cuestión de cuál sea la verdad
acerca del hombre.
Si se acepta, con Barth, la teoría de la religión de Feuerbach, claro
está que entonces la «religión natural» y el «conocimiento natural de
Dios» no serán más que u n a m e r a creación de la imaginación humana.
Pero lo que no podrá hacerse ya será entenderlas como un d o c u m e n t o
de la rebelde autoafinnación del hombre frente a Dios, como B a r t h
quería. Pues entonces se le habría sustraído el suelo a la pretensión de
verdad de cualquier discurso sobre Dios, incluido el de la predicación
cristiana •*. En cambio, a la teología natural del Barroco y de la Ilus-
tración» a pesar de todas las críticas que se le deben hacer, hay q u e re-
conocerle el mérito de q u e su argumentación se dirigía j u s t a m e n t e al
objetivo contrario: m o s t r a r que la existencia del h o m b r e y de su m u n d o
no serla posible sin presuponer la existencia de Dios. Esta era también
la tesis de la tercera Meditación (III, 26s) de Descartes, injustamente
denostado por B a r t h . Al menos aquella teología le aseguró en su tiempo
al discurso cristiano sobre Dios su pretensión de validez universal w .
En cambio, Barth en este punto apenas tenía m á s q u e retórica q u e ofre-
cer- Ahora bien, la fuerza de convicción de la teología racional de la
Ilustración estaba agotada desde finales del siglo XVIII, al menos p o r lo
que respecta a su pretcnsión de d e m o s t r a r la existencia de Dios de m o d o
estrictamente racional. Las pruebas de Dios, interpretadas antropológi-
camente desde Kant y Hegel, nos dicen ya sólo algo sobre el hombre,
es decir, sobre la necesidad en la que se encuentra su razón de elevarse
hasta la idea de lo infinito y absoluto más allá de la finitud del propio
ser y de las cosas del mundo. De ahí q u e no estén ya en situación de

*** Cf- la declaración de Barth en Die christliche Dogmatik im Entwurf, 303:


•una refutación de Feuerbach partiendo de Schleiermacher es una contradictio 1)1
adieeto**
i** Barth decía en 1927 (Die christliche Dogmatik im Entwurl, 61) que la «au-
dacia de la predicación» se basa en un «encargo» y Que por eso no se podría ha-
blar en este caso de una •antrupolotfización» tn el sentido de Feuerbach. Pero esto
es poco convincente porque, supuesta la teoría feuerbachtanu de la religión, no
se puede hablar ya de ningún encargo de Dios.
W9 También. E. JUNGEL, Entsprechimgen, 1980, 175ss. ve en esto la verdad del
problema de la teología natural, ya que no de la teología natural misma.

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4. Crítica teológica de la teología natural 113

fundamentar un conocimiento de Dios autónomo, independiente de las


religiones positivas ™ La idea de Dios no tiene realidad más que en las
religiones positivas. Sin embargo, la posibilidad de mostrar q u e es nece-
saria la elevación más allá de lo finito hasta la idea de lo infinito y
absoluto, sigue siendo significativa p a r a la pretensión de verdad de cual-
quier discurso sobre Dios, incluida la predicación cristiana de la acción
reveladora de Dios en Jesucristo. Porque t o d o discurso sobre Dios h a b r á
de acreditarse siendo capaz de m o s t r a r en la experiencia del m u n d o el
poder divino de Dios, de tal m o d o que este poder «se presente como lo
que es en nuestras experiencias cotidianas» m . Se incluyen aquí la am-
pliación del alcance de las experiencias ordinarias llevada a cabo por las
ciencias y la reflexión que sobre todo ello hace la filosofía. Por eso, todo
mensaje religioso habrá de dar cuenta también de su pretensión de ver-
dad a n t e la reflexión filosófica sobre la relación de la condición del hom-
b r e con la religión. Aunque esta reflexión filosófica sobre la necesidad
antropológica de elevarse a la idea de lo infinito y absoluto no sea ya por
si sola suficiente como p r u e b a teorética de la existencia de Dios, sí q u e
sigue teniendo aquella función crítica que asumía la teología natural
antigua frente a cualquier forma de tradición religiosa q u e consistía en
hacer valer las condiciones mínimas a las que ha de responder un dis-
curso sobre Dios q u e pretenda ser t o m a d o en serio. En este sentido si-
gue siendo completamente posible «un concepto marco [filosófico] de
aquello a lo que merecidamente podemos llamar 'Dios'» ;I-\ Si no se re-
conoce esta posibilidad renunciamos también a cualquier posibilidad de

:
'*' Claro que. en genera), tampoco la teología natural del Barroco y de la Ilus-
tración pretendía «mostrar el carácter racional de la revelación metodológicamente
de antemano, con anterioridad a la revelación de Dios, al fin y al cabo acontecida
ya»* E. JÜNGEL, l.c, 176, piensa que ahí estaba *cl engaño teológico de la thcolo-
gia naturalls». En todo caso fueron los deístas quienes pretendieron algo seme-
jante en cuanto trataron de reducir el contenido verdadero de la revelación histó-
rica de Dios al contenido de la religión natural Por lo general, las verdades reve-
ladas se entendían como algo adicional al conocimiento natural de Dios, un aña-
dido cuva «racionalidad» habla que mostrar específicamente y que, en todo caso»
presuponía dicho conocimiento natural. Hoy tenemos que -negarle* (JITNGEL, 177)
también al conocimiento natural de Dios esa función de praeambuta fidei en cuan-
to que implique un estatuto de conocimiento autónomo de la existencia de Dios*
Pero véase lo que decimos más abajo en lo que viene en el texto*
I;-1
E. JÜKütx. Le. 176. C"f. mis explicaciones en Teoria de la ciencia y teología,
Madrid 1981, 339ss [1973, 335ss) y también D. TRACT, Blessed Ra&e for Order. The
new Pluraltsm üt theotagy, Nueva York 1975 43-63.
152
lí. JÜNGJ2L, I c.P 177, lo niega, pero no distingue entre la posibilidad de íornui-
lar un conceuto marco de ese tipo y la pretcnsión de demostrar la existencia de
Dios, como lo hacían los antiguos praeambuía ad artículos fidei, antes de haber
hablado de su revelación, Jüngcl rechaza, con razón, la concepción que pretende
que «las características de Dios verbalizadas por la revelación no pueden entrar
en contradicción» con el concepto marco del que hablamos* ¡Claro que pueden:
ya en la Patrística sucedió asi en muchos casos! Sólo que las razones por las
que se entra en contradicción con ¿1 tendrán que justificarse en el mismo campo
en el que se discute la constitución del concepto marco que se contradice*

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114 //. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

reclamar justificadamente para el lenguaje cristiano sobre Dios alguna


validez general. La teología cristiana no puede menos, por eso, de desear
que la filosofía no abandone a la larga la tarea de formular principios
críticos para el discurso sobre Dios.
Hoy ya no podemos esperar de la teología filosófica un conocimiento
autónomo de la existencia y de la esencia de Dios, o sea, independiente
de la reflexión de la filosofía de la religión sobre las pretensiones de
verdad de las religiones positivas. De ahí que no la deberíamos llamar ya
«teología natural»: no haríamos con ello más que difuminar algunas di-
ferenciaciones significativas. Pero diciendo que es imposible una teología
fundamentada de una manera puramente racional, no hemos respondido
todavía a la cuestión de si es posible y de si es real un conocimiento
natural de Dios, entendiendo por este un conocimiento del mismo Dios
anunciado por el mensaje cristiano que existiría de hecho en el hombre
y que le sería propio desde siempre. Es decir, en la terminología de la
Dogmática protestante primitiva, si es posible una cognitio Dei naturalis
ínsita, a diferencia de la cognitio Dei naturalis acquisita ejemplificada
tanto por la antigua teología natural como por la teología y la religión
natural de la Ilustración.

5. EL CONOCIMIENTO -NATURAL» DEL HOMBRE


ACERCA DE DIOS

Dios, y en concreto, el Dios del Evangelio apostólico. le es conocido a


todo hombre por naturaleza, es decir, a partir de la creación (Rom l,19s).
No es ésta una afirmación de la «teología natural», sino una proposición
sobre el hombre hecha a la luz de la revelación de Dios en Jesucristo.
Tampoco es una afirmación cuyo contenido se pueda encontrar sin más
atestiguado en el hombre mismo ni en su experiencia del mundo, por
más que en Rom l,!8ss y 2,15 resuenen algunos elementos de la teología
cosmológica y de la doctrina del derecho natural estoicas. Es una afir-
mación sobre el hombre que pretende ser válida también allí, y preci-
samente allí, donde hay hombres que de por sí no quieren saber nada
de Dios, al menos del Dios único y verdadero que anuncia el mensaje
cristiano* En este sentido no le faltaba razón a Barth cuando pensaba
que dicho conocimiento le es «imputado» (KD I I / l , 133) al hombre —a
contrapelo— por el Evangelio. Pero tampoco es que se le «asigne» de
un modo tan externo a él que el mensaje cristiano no pudiera remitirse
al hombre mismo, a ése que se ha apartado de Dios. Puede muy bien
tomarle por testigo contra él mismo. ¿Por qué es esto así? He ahí la
pregunta a la que responde la doctrina del conocimiento innato (cognitio
innata) que el hombre tiene acerca de Dios.

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5* El conocimiento «natural* de Dios 11}

La idea de que el alma tiene un conocimiento innato de Dios es común


en la teología del occidente cristiano desde Tertuliano lM. La tradición
agustiniana de la teología medieval no la olvidó nunca, aun c u a n d o el
sensualismo aristotélico la habla hecho retroceder a un segundo plano.
Incluso Tomás de Aquino, a pesar de su insistencia en q u e el conoci-
miento de Dios es mediado por las cosas del m u n d o que percibimos
p o r los sentidos, reconocía q u e hay en nosotros una cierta forma de
conocimiento de Dios que, aunque confusa (sab quadam confusione), se
encuentra implantada en nosotros por naturaleza (esi nobis naturaliter
¡nsertum) LS*. Otros le atribuyen a este conocimiento de Dios implantado
en el hombre p o r naturaleza un significado más amplio y lo localizan
en la sindéresis, la cual, según los escritos tardíos de Tomás de Aquino,
sólo es la sede de principios prácticos de razón innatos en la naturaleza
humana, p e r o que, en opinión de otros, incluye asimismo, j u n t o con el
derecho natural, los rudimentos de la religión y, por tanto, también el
conocimiento de Dios U5. Esto último parecía evidente porque el conoci-
miento q u e según Rom 2,15 tiene el hombre de la ley divina, asignado,
desde Abelardo, a la conciencia ***, tenía que a b a r c a r también los man-
damientos de la primera tabla del Decálogo, en particular el culto de
Dios y, p o r tanto, un conocimiento de su existencia*

Siguiendo este último modo de ver las cosas, también Lutero j u n t a b a


en sus lecciones sobre la Carta a los Romanos de 1515/16 el dicho del
Apóstol de Rom l,19s sobre el conocimiento general de Dios a partir de
la creación con el o t r o de Rom 2,15 sobre el conocimiento de la ley divina
«inscrito en el corazón» de los hombres 1 5 7 . De igual modo seguía Me-
lanchton en sus Loci commtmes de 1521 esa misma concepción. El co-
nocimiento «natural» de Dios es tratado allí en el locus que versa s o b r e
la ley que Dios ha «esculpido» en el espíritu humano, como atestiguarla
también Cicerón 158 . A ella pertenecería, en primer lugar, el mandamiento

m TEKTIXIANO, De tcsthnonio atiimac, MPL I, 607*618. W. KASPU. El Dios de


Jesucristo, Salamanca 1985, I29ss [1982. I36s] recoge más testimonios, sobre todo
de los escritos de Aguslín, como muestras de la €prueba antropológica» de la exis-
tencia de Dios.
** STh I, q 2 a I ad I,
LB Así, por ejemplo, Alberto Magno, remitiéndose a Basilio y a Pablo (Rom 2, 15)»
enseñaba que hay un conocimiento innato del derecho natural {Summa de bono.
Opera Omnia 28, Münstcr 1951. 5WÉ p 263, 19ss) que él localizaba en la sindéresis
y que incluiría también una obligación de dar culto a Dios (cf. núm. 525. p. 274,
59ss).
i* MPL 178. 814ss.
HJ WA 56É 176» 26-177. Sobre el uso que el joven Lutero hace det concepto de
sindéresis, cf. E. Hmsot. Luthersiudiat Ip Güiersloh 1954, 1W-I28. Hirsch muestra
que este concepto abarca, para Lutero, la diferencia entre razón y voluntad (110$).
Sobre cómo en escritos posteriores Lutero mantiene la idea aunque cambie la ter-
minología, cf. I22ss.
u* CR 21, I16s; "lex naturac . quam deus in&culpslt cuiusque animo». Inmedia-
mente dcspi*ís Melanchton se remite a la doctrina estoica de los xcwai iwoíai
y a Cicerón, leg. I, 5, 15ss, Sobre esto y sobre lo que sigue, cf. J. PUTT, Le.» IW3.

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116 // 1M idea de Dios y la cuestión de su verdad

de d a r culto a Dios. Y Mclanchton explica expresamente q u e el conoci-


miento innato de Dios q u e va implicado en dicho mandato es aquel al
que el Apóstol se refiere en el capitulo primero de la Carta a los Ro-
manos w .
En Lutero y en el p r i m e r Melanchton la acentuación del conocimien-
to innato de Dios como diferente del adquirido iba estrechamente unida
a su desconfianza frente a la razón, que, después de la caída del pecado,
se encuentra prisionera y ciega (capta occaecataque: CR 21, 116). La
vuelta a los ídolos acontece, según Lutero, a causa de las consecuencias
erradas q u e la razón extrae del conocimiento de Dios q u e los h o m b r e s
se encuentran d a d o en su corazón y que es inextinguible (inobscurabilis),
La razón asocia equivocadamente con la idea de Dios cualquier o t r a cosa
que ella cree igual a Dios ***. O sea, que en el asunto del conocimiento
123 de Dios la razón no es fiable. Pero este m o d o de ver las cosas le plan*
teaba a Melanchton la dificultad de q u e en Rom 1,19$ está bien claro
que el conocimiento de Dios va unido a la experiencia del mundo. En su
comentario de la Carta a los Romanos de 1532 reconocía que ahí se traía
de un conocimiento discursivo q u e se consigue por inducción. Pero man-
tiene, sin embargo, que este conocimiento no seria posible si no tuviera
como trasloado el conocimiento innato a m o d o de principio desde el que,
con ocasión de la experiencia del m u n d o , $e llega luego al conocimiento
de Dios como su creador 1 6 1 . En adelante ya no excluye la cognitio a&
quisiía al interpretar el conocimiento de Dios que tiene originariamente
el h o m b r e . De ahí q u e en las ediciones posteriores de los Loci haya
también lugar para las pruebas de Dios M . Pero siempre sobre el funda-
monto de la nolitia innata.

No cabe duda de que la combinación que Lutero y Melanchton hacen


de las afirmaciones paulinas de R o m l,19s y de Rom 2,15 va m á s allá de
lo q u e se puede obtener de la sola exégesis. Por más justificado que
sea preguntarse p o r la relación en la qu£ ambas proposiciones se en-
cuentran en el pensamiento del Apóstol y por m á s justificado que sea

w»Ibid„ 117a.
»« WA 56. 177, 14ss, Cí, también en WA 56, \7¡ cómo se describe la deducción
errada que conduce a la idolatría. Esta idea de una deducción errada a partir de
los principios de la sindéresis se encontraba ya en la doctrina de Alberto Magna
sobre la conciencia mal formada (cf. E. HIRSCU, l.c.f 2Sss>. Cf. también Tomás de
Aquino. De ver., 17. a 1 ad 1.
i« Obras de Melanchton ed, por R. Stuppericli, vol. V. 71. 29-72. 4: «Ouamquam
enim, ut postea dicit (Pablo), mens ratiocinatur aliquid de De© ex considerationo
mlrabilhim etus operum in universa natura rcrum, tamen hunc syllogismum ratio
non haberct. nísi etiam Dcus quandam notitiam xol itp4XTp]*v indidisset mentlbus
nostris. Ex illa mirabüia spectacula rcrum in natura sunt signa, quac commone»
faciunt mentes, ut de Dco cogitcnt at Ulam TtpáATpJav exeilent*. J. PLATT, I C.+ 17.
nota, con razón, acerca de este pasaje que Melanchton ha logrado con él una con-
cepción unitaria en la que se asocian ambos tii*os de conocimiento.
1*2 Desde 1535 esto ya no sucede en el ÍAKÍIS acerca de la ley. sino en el de la
creación: CR 21. 64lss.

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5. El conocimiento * natural» de Dios 117

también suponer que tiene q u e haber una idea fundamental que las
abarque a las dos, no deja de e s t a r claro q u e exegéticamente no se puede
conseguir saber al respecto nada que sea más preciso. Con todo, la idea
de la cognitio innata, que se remonta a las mismas raíces del pensamien-
to estoico, de las q u e también son tributarías las dos afirmaciones de
Pablo, licnc la doble ventaja de establecer, p o r un lado, una posible
conexión entre a m b a s afirmaciones, respetando, por o t r o lado, el núcleo
m á s delicado de lo que se dice en Rom l,29s sobre un conocimiento de
Dios no sólo posible, sino fáctico. De ahí que sea comprensible y q u e
esté objetivamente justificada la preferencia de la Reforma por la cog-
nitio innata, si bien el texto de Pablo no permite en absoluto que se la
contraponga a la cognitio acquisita por reflexión racional. La Dogmática
protestante antigua, en particular la luterana, se esforzó p o r mantener
esa conexión entre los dos aspectos. Además de Rom 2,15, se aducía
también a Cicerón como testigo del significado básico que le correspon-
de a la cognitio ínnataM. Ahora bien, desde Johann Musaus* 4 se fue
imponiendo la concepción de que la notitia Ínsita, a causa de su vincu-
lación con la cognitio acquisita, es u n a disposición para el conocimiento 124
de Dios, u n a especie de hábito o de instinctus naturatis, pero, en todo
caso, no un conocimiento de hecho (cognitio actualis). Un conocimiento
de este tipo sólo se adquiriría en el m a r c o de la experiencia del mundo,
cuando se llega a realizar la distinción entre las cosas finitas y Dios
como el primum ens w . Pero he aquí que de este m o d o el peso de la
doctrina del conocimiento general de Dios pasa, al fin, de la notitia
Ínsita a la notitia acquisita y la lección extraída p o r Lulero y p o r Me>
lanchton del tipo de argumentación paulina de Rom l,18s, según la cual

•** CICERÓN, De natura Deorum II. 12: -ómnibus tnim innalum est el in animo
cuasi insculptum esse Déos». CL Tuse* I, 13, 30. Los dos pasajes aparecen citados
en D, HOIAAZ. Examen theatogicum acroamatteum, Stargard 1707. 293. Ya en Cice-
rón se encuentra también la conexión entre ambos tipos de conocimiento: »ut déos
csse natura opmamus, qualesque stnt ratione cognoscimus» (Tuse, i, 36).
1,4
1. MrMrs. Introdttctío ín theologtam, Jcna 1679, daba preferencia al con*
cepto de lumen nüturae (ibid,p 41) frente al de notitia Ínsita. Aquélla conduciría a
través de las cosas del mundo, percibidas por los sentidos, a una Theoíogia Natu-
raJis (41s; cf. 34s). Y puesto que hacía uso de la doctrina aristotélica del intelecto
agente para explicar su idea de la turnen nüturae, está claro que Musaus no daba
Tugar propiamente a una notitia Ínsita autónoma, sino que. en el fondo, para él
sólo contaba la notitia acquisita de la theoíogia naturalis.
W D. HOLUZ. I.c.. 294. Ya A. CALDV, Systema tocorum theotogicorum, Wiltenbcrg
1655, voL 2. 80sp se habla expresado de modo semejante. Cf. el interesante panorama
ofrecido por K. GiRGENSOHX, Dic Religión, ihre psychtschen Formen und ihre Zen-
tratidet, Leipzig 1903. sobre la relación del conocimiento de Dios innato y adqui-
rido tanto en los antiguos dogmáticos luteranos (17-32) como en los más recientes
defensores de ideas semejantes (33ss). Girgensohn rechaza todas estas concepcio-
nes porque las entiende equivocadamente como afirmación de una •religión natural
innata» (42$$ ><

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]¡B II. La idea de Dios y la cuestión de su verdad

el conocimiento fáctico de Dios se degrada en seguida convirtiéndose


en idolatría, quedaba relegada a un segundo lugar m .
No se puede tratar adecuadamente el problema que le planteaba a
la teología de la Reforma la exégesis de Pablo en lo tocante a la relación
de Rom 1.19s y Rom 2,15 si no se entra en el fenómeno de la conciencia.
Tampoco hoy sería posible. ¿Permiten los actuales conocimientos s o b r e
este problema u n a formulación nueva de la relación e n t r e conciencia y
conocimiento de Dios? En un importante articulo Gerhard Ebcling ha
puesto de relieve cómo Dios, el mundo y el h o m b r e se encuentran j u n t o s
en la experiencia de la conciencia w t E s t o n o s sugiere una comprensión
125 de la conciencia que no se reduce a la conciencia ética de la norma, sino
que, de modo semejante a lo que sucedía con la sindéresis en el joven
Lutero, auna de raíz entendimiento y voluntad. ¿ P e r o cómo se puede
justificar esta concepción frente a la extendida idea de que la conciencia
es la sensibilidad para lo bueno y para lo malo o incluso tan sólo la
internalízación de una determinada conciencia social sobre la n o r m a ?
La historia del concepto de «conciencia» nos m u e s t r a q u e los co-
mienzos de esta expresión, q u e se retrotraen hasta el siglo vi griego,
coinciden con los orígenes mismos de la percepción conceptual de u n a
autoconciencia. La conciencia de sí pudo ser percibida en un primer
momento en la experiencia de que el h o m b r e lleva dentro de sí mismo
a alguien que sabe de sus actos j u n t a m e n t e con é l M . El significado
más general —no sólo moral— que tiene este descubrimiento se expre-
saba aún en la identificación que hacían los estoicos de la sineidesis
con el hegemonikon del alma, el togos presente en el hombre* Cuando
más tarde se separe de la conciencia teorética de si mismo la conciencia
práctica de sí, el concepto de conciencia sufrirá un estrechamiento. Pero

w* En lugar de eso ahora se declara que la luz natural permite conocer que
hay un Dios (aliquod Numen) al que se le debe la mayor veneración, pero que de
ahí no se puede sacar nada sobre cuál sería la forma adecuada de venerarle (Cf*
HOLLU. 307), Con esto, ta Dogmática luterana se encontraba lejos de la opinión
de Latero, según la cual los hombres, en lugar de identificarla con diversos objetos
al gusto de sus pasiones, habrían tenido que respetar y venerar el poder y la di-
vinidad que habían llegado a conocer en su desnudez (nudam: WA 56. 177. fe). Pero
tampoco Pablo habría podido acusar a los hombres de no haberle dado gracia"
a Dios y de no haberle venerado (Rom 1,21) sí se les hubiera habido dejado su*
midos
|<T
en la ignorancia sobre el modo de la veneración que se les pedia.
G. EBEUNG, Theotogische ErwSftungen über das Gewissen, en Wort und Gtau-
be I. 1960. 434: * en la conciencia se traía de la totalidad, porque se trata í*c
lo últimamente válido* Por eso. preguntarse por el mundo como la totalidad de la
realidad es algo Que afecta a la conciencia, igual que la afecta el preguntarse por
el hombre misma Y estas dos cosas no son, a su vez. separables de que Dios ÉC
presenta como la pregunta en un sentido radical. la pregunta por el todo, por lo
primero y por lo último* Sólo donde nos encontramos con Dios como una cues-
tión de conciencia lomamos al hombre y al mundo como una cuestión de con
ciencia». Cf. también G. EBELING. Dogmatik des christlichen Claubens I. 1979. 107,
•** Véase la amplia documentación al respecto que ofrezco en mt libro Anthrv*
pologie in theologischer Perspekttve, 1983, 286-303. esp. 287ss.

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5* El conocimiento ^natural» de Dios 1!0

además este desarrollo es el responsable de que la moderna filosofía de


la subjetividad no haya sido apenas fructífera por lo que respecta al
concepto de conciencia, aun cuando de lo que en ella se trata es justa-
mente de la identidad del yo, eso sí, en el contexto más amplio del mun-
do social y de la realidad en general.
La relación con uno mismo que implica la conciencia es algo próximo
al grupo de los sentimientos acerca de sí mismo- Pero dentro de este
grupo le corresponde «un lugar especial, porque con ella no está sólo
presente de una manera vaga la totalidad de la vida en estados de ánimo
elevados o bajos, sino que el propio yo aparece ai mismo tiempo como
objeto de la conciencia», aun cuando esto acontezca ante todo bajo la
forma de desaprobación; lo cual implica que se da también una cierta
relación con la posible identidad positiva del yo. «De ahí que la con-
ciencia. con la negatividad de su contenido propio, constituya el paso del
sentimiento de uno a la conciencia de sf en el sentido más reducido de
experiencia y conocimiento de uno mismo» '*
De ese mundo de los sentimientos, en el que se encuentra enraizada,
es de donde le viene a la conciencia su relación atemática con el todo
de la vida, en el cual sujeto y objeto, mundo. Dios y yo-mismo, se en-
cuentran todavía juntos, imbricados el uno en el otro. Por su parte, ese
modo de ser propio del sentimiento y de los sentimientos responde a la
localización extática de los comienzos del desarrollo individual del niño
en una «esfera simbiótica» en la cual el bebé se encuentra unido con su
madre (y con el mundo en general) durante las primeras semanas de su
vida, sin saberse todavía distinto de la madre. Esta unión simbiótica
con el mundo, propia de los comienzos de la vida individual, encuentra
en cierto modo una continuación en el mundo de los sentimientos ™f J26
Pues bien, la diferenciación de las diversas dimensiones de Dios, mundo
y yo-mismo, que en un comienzo no aparecen diversificadas, es producto
del desarrollo cognitivo del niño, es decir, de la experiencia que va ha-
ciendo del mundo y de su elaboración ,71 , No es óbice para esto que ya
bien pronto vaya unida a la cualidad de placer o de disgusto propia de
los sentimientos una cierta relación atemática consigo mismo. La expe-
riencia de la conciencia es la forma en la que esa relación consigo mismo
comienza a ser tema tizada.

Con la temática que acabamos de describir se puede poner en rela-


ción una gran parte de lo que ha dicho la tradición filosófica y teológica
sobre el conocimiento natural de Dios en el sentido de cognitio Ínsita.

• lbid., 299s.
iaj
lbíd,, 241ss, esp, 243. Sobre la unidad simbiótica de vida en los comienzos
de :Tr
la vida infantil, cf. ibid.. 219ss.
Cf. ibid., 244s mi confrontación con el concepto de sentimiento de Schlcicr-
macher y las referencias que hago a los resultados de las investigaciones de J* Loe*
vinger.

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120 //. La idea de Dios y la cuestión de su vetdúá

Tenemos que empezar de nuevo p o r Lulero. Porque se nos plantea


la cuestión de en q u é relación se encuentra con la fe el conocimiento
natural de Dios que, según él, se da en la sindéresis. Pues era justamen-
te para el joven Lutero para quien la fe, en cuanto mtetlectus fidei,
constituía el verdadero conocimiento de Dios l ? I . Y era también él quien
insistía expresamente en q u e el conocimiento de Dios de la sindéresis
no es igual que la fe r \ es decir, que la fe auténtica, la fides divina de
la Escolástica. Pero Lulero también hablaba de «la fe» en o t r o sentido.
El testimonio más conocido de ello es la famosa explicación del primer
mandamiento que hace en el Gran Catecismo de 1529: «...que sólo la
confianza y la fe del corazón los hace a los dos, a Dios y al ídolo* m .
J u n t o a la «fe verdadera» que responde al «único Dios verdadero» se
presenta aquí la fe errónea, la confianza en los ídolos. Tanto en uno
como en o t r o caso es válido que: «aquello en lo que pones y confías tu
corazón (digo yo ahora), eso es propiamente tu Dios*- De este m o d o no
se ha aclarado quién sea el verdadero Dios. Lo decisivo para esta aclara-
ción será, según Lutero, la capacidad que tiene el Dios bíblico de crear
el ciclo y la tierra. En la explicación del artículo primero del Credo apos-
tólico dice sobre la fe en Dios Padre: «Fuera de este único, nada tengo
yo p o r Dios, pues ningún o t r o hay q u e pudiera crear cielos y tierra* *.
127 En cambio, en la explicación del primer mandamiento no había todavía
respuesta para la cuestión de cuál es el verdadero Dios y, por tanto, la
verdadera fe. Pero lo q u e sí se presupone allí es que, en cualquier caso,
el h o m b r e tiene que apoyar su confianza en algo de tal m a n e r a q u e en
ello pone su corazón y a ello se abandona. He aquí, en el fondo, lo que
hoy se llama «la forma de vida exocéntrica* del hombre: no le queda
o t r o remedio q u e asentarse sobre algo exterior a él. No tiene otra elec-
ción* Lo único q u e puede elegir es sobre q u é se asienta. Si ponemos
e s t o en relación con las afirmaciones de Lutero sobre el inamisible co-
nocimiento de Dios que se le ha d a d o al corazón del h o m b r e y sobre
el mal uso que hace de él (cf. 116), resultará que este mal uso consis-
tiría en poner la confianza en los dioses falsos; en cambio, el conoci-
miento inamisible de Dios no debe ser confundido con la fe verdadera,
porque consiste tan sólo en este inevitable e s t a r referido del h o m b r e a
un fundamento para su vida entera que se le muestre como fiable para

ro R. ScBWWZ, Fides, Spes, Caritas beim jungen Luther, Berlín 1962. 134ss: so-
bre las lecciones primeras sobre los Salmos de 1513*1515.
ra WA 5f 119: Operationes in Psatmos (1519). sobre el Sal 4,7. Véase al respecto
E. HIRSCH, l<c.t M6s. Hirsch cita aquí también otro pasaje de las segundas leccio-
nes sobre los Salmos, de 1518.
«* Bekenntnisschrifften der evangetiscMutherischen Kirche 560, 15-17 (WA 30/i.
133). En la discusión actual sobre ta funda mentación del lenguaje sobre Dios Schu-
bert M. Oiu.r\, The Rcality of God and other e$say$t Nueva York 1963. 22ss, presenta
una concepción de la fe como fenómeno antropológico que es muy semejante a la
de Lutero, aunque no lo cite expresamente.
n» Ibid.. 647. 4346 (WA 30/1. 183).

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5. El conocimiento ituitutal» de Dios 121

poder poner en él su confianza; pues así «sabe» el hombre lo que sig-


nifica tener un Dios. Claro está que para poder «confiar* se presupone
ya u n a conciencia, al menos rudimentaria, de la diferencia entre el yo
y el m u n d o . A la configuración de esta conciencia y, p o r tanto, de la
confianza, le precede una inserción del individuo en un contexto vital
simbiótico. También este contexto se le va haciendo presente a la con^
ciencia como algo que supera de un modo indefinido la propia existencia
al tiempo y en la medida en que el individuo va siendo él mismo y va
haciéndose consciente de sí mismo (en un primer momento con las sen-
saciones de placer y de disgusto). Y será sólo el proceso del desarrollo
cognitivo y de diferenciación de las cosas el que haga posible distinguir
los posibles objetos de la confianza y el que, por consiguiente, haga
también posible la elección entre ellos*
He aquí que todo este asunto tiene un equivalente en la situación
básica de la conciencia cognoscente según la describía Descartes como
un conocimiento inmediato de Dios. Al carácter indefinido del contexto
vital simbiótico le corresponde aquí la idea de lo infinito que, según
Descartes, es condición de posibilidad de la percepción de cualquier
objeto finito, incluido el propio yo (Med. I I I . 28). Porque sólo se puede
pensar algo finito introduciendo límites en lo infinito- El hombre, si-
tuado ante el horizonte abierto de lo infinito, tiene presente de modo
indefinido tanto su propia existencia como la totalidad de la realidad
y el fundamento divino de lo finito. Pero no siempre es así de m o d o
temático: la intuición de lo infinito no es ya ella misma de p o r sí con-
ciencia de Dios, aunque a nosotros, q u e reflexionamos sobre esto desde
la posición de un saber experiencial completamente desarrollado, n o s
parezca que aquella intuición conlleva ya esa conciencia. Caterus le
habla objetado ya a Descartes que nuestra percepción de lo infinito es
sólo confusa, no clara ni distinta. Descartes le respondió q u e es cierto
que nosotros no comprendemos lo infinito, p e r o q u e entendemos lo que
significa en cuanto q u e «no notamos ninguna limitación» 176 en ello.
Ahora bien, sólo la reflexión sobre nuestra percepción de lo finito nos
permite conocer qué sea «limitación». De modo que tener conciencia de
lo infinito en cuanto tal —también para el m o d o en el que lo describe
Descartes— sólo le es posible a quien sabe de las cosas finitas y refle-
xiona sobre su finitud. Es decir, que la conciencia de lo infinito en
cuanto tal no se adquiere más que por negación de los limites de lo fi-
nito, no es ya previa a toda percepción de lo finito. La prioridad de la
idea de lo infinito respecto de cualquier percepción de lo finito, de la
que se habla en la tercera Meditación, no puede tener más q u e la forma
de un atemático estar-notando en el que mundo, Dios y yo se cncuen*

H* Meditaciones. Primeras objeciones, l e , 82ss (PhB 27, 86]. La respuesta de


Descartes se encuentra ibid». 95s (102).

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122 //. La idea de Dios y ¡a cuestión de m verdad

tran todavía en uno- Aún no se puede hablar de u n a idea explícita de lo


infinito en c u a n t o tal, diferenciado de lo finito. De ahí que dicha con-
ciencia inmediata no pueda ser definida todavía explícitamente como
conciencia de Dios. Sólo después, cuando, desde un estadio de la expe-
riencia y de la reflexión al que se llega m á s tarde, se haya visto que lo
infinito propiamente dicho sólo es uno e idéntico con el único Dios, se
puede decir q u e aquella conciencia atemática de lo infinito era ya en
realidad conciencia de Dios. Porque a la conciencia expresa de Dios y
de los dioses sólo se llega en el proceso de la experiencia, de modo pa-
ralelo a como se llega a la definición progresiva del saber acerca de las
cosas finitas y del propio yo. Es decir, que dicha conciencia no está ya
configurada con la conciencia primordial, sino q u e se va formando a lo
largo de la vida, en el proceso de la experiencia - e n el sentido m á s
amplio de la palabra— con la experiencia del mundo y de los poderes
q u e actúan en él superándole: en definitiva, en la historia de la re-
ligión.

Con todo, es posible decir, con toda razón, que el h o m b r e se en-


cuentra inmerso ya desde un principio en un «misterio» que le supera;
que le supera de un m o d o tal q u e «la indisponible y callada infinitud
de la realidad se le está presentando continuamente como misterio» m .
Este misterio adquiere un perfil concreto en los comienzos de toda his-
129 toria humana en la cercanía de la p r i m e r a persona de referencia, nor-
m a l m e n t e la figura de la madre, que le hace posible al niño enfrentarse
confiadamente al mundo en general, a su vida y, con ellos y al mismo
tiempo, a Dios, su creador y sostenedor. Ahora bien, que de lo q u e ahí
se trata sea de un «conocimiento (¡temático de Dios» m t eso es algo q u e
sólo se podrá afirmar después, mirando hacia a t r á s desde la conciencia
explícita de Dios que se adquiere más tarde-
Dados estos hechos, no parece apropiado definir esa conciencia pri-
mordial como un «apriori religioso», en el sentido de una conciencia

i*1 K. RAKMJSI, Curso fundamental ¡obre la /e, Barcelona 1979, 55, el. 39ss [1976,
46; cf. 32$]. Que a esta realidad se la llame «trascendental» o incluso «experiencia
trascendental» (38 [31$]) —una expresión que a una sensibilidad lingüistica acos*
lumbrada al lenguaje kantiano le tiene que sonar algo asi como «círculo cuadrado»—
sería frente a la realidad misma algo secundario. De lo que no cabe duda es de
que aqui se trata de una condición general de posibilidad de toda experiencia y
no de un principio estructurador de sus contenidos, como podrían ser las catego-
rías o las Ideas de la razón de Kant, Sobre la problemática del concepto de «tras-
cendental» en Rahner, cf, F. GREISER, Oír Mcnschtichkeit der Of/cnbarung. Die
transzendcntaíc Grundlegung der Theologit bei Karl Rahrter. Munich 1978. Por es-
tos motivos no puedo compartir la opinión de D. TRACY, IX., 55S, según la cual el
concepto de «trascendental» sería adecuado para designar lo que antes se enten-
día por «metafísico». Pero estoy muy de acuerdo con él en subrayar la necesidad
de la metafísica para la teología y también en lo que respecta a la exigencia de la
fundamentación antropológica de la metafísica, planteada hoy por la situación de
la filosofía en el mundo moderno*
178
Ibid., 39 ct passim [32],

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5* El conocimiento *wturol» de Dios 12)

explícita de Dios previa a cualquier experiencia. Ernst Troeltsch, apo-


yándose en u n a terminología kantiana, mantenía esa tesis de una con-
ciencia apriórica de lo «absoluto» 179 . Rudolf Otio y Anders Nygren la
desarrollaron y la modificaron en direcciones diversas. Pero la concien-
cia primordial no es aún u n a conciencia del «totalmente Otro» ni del
«Santo» de los q u e habla O t t o i m . Otto hablaba, con razón, de un «sen-
timiento» de lo infinito1*1- Pero el sentimiento de por sí no conoce u n a
diferenciación m u d a entre sujeto y objeto m y, por tanto, no puede ser
conciencia del «totalmente Otro» y del «Eterno». Los sentimientos re-
feridos a objetos van siempre mediados p o r la percepción de los objetos.
Por eso la experiencia del objeto s a n t o o del ser-enfrente va antes q u e el
sentimiento de lo Santo. El sentimiento sólo es anterior en c u a n t o pura
existencia (ais reine Befindlichkeit) sin relación objetual. Y por eso te-
n e m o s que rechazar también la concepción de Anders Nygren sobre lo
«Eterno» como «categoría trascendental básica de la religión» 1W , Tanto
lo Santo como lo E t e r n o son ideas q u e presuponen ya u n a experiencia
de lo finito cotidiano y temporal, de lo que ellas se distancian; y lo pre-
suponen de forma generalizada, es decir, que son ideas que no son
propias de la experiencia inmediata, sino de la reflexión sobre ella.

El «saber atemático» acerca de Dios, propio de la situación primor-


dial del hombre, no es ya de p o r sí, en c u a n t o atemático, un «saber
sobre Dios», pero no p o r ello deja de tener la forma de lo actual. No es
u n a mera disposición o u n a mera preparación del h o m b r e . Tampoco es
u n a m e r a «pregunta» por Dios. La idea de que el h o m b r e es en c u a n t o
tal una «pregunta» por Dios estaba m u y extendida en la teología evan-
gélica después de la Primera Guerra Mundial. En cierto m o d o realizaba
la función de la antigua «teología natural» en una época en la que el
poder probatorio teórico de las p r u e b a s de Dios se había vuelto proble-
mático, pero q u e no quería renunciar a la elevación del h o m b r e a la idea
de Dios representada p o r dichas p r u e b a s I M , En la teología católica se

n* E. TROGLTSCU, Sobre la cuestión del *apriori* religioso (1909), en id.É El ca-


rácter absoluto del cristianismo. Salamanca 1979, 177-189 [Gcs. Schriften II, 754ss]
y Ernpirismus ttrtd Plotonismus in der Retigionsphitosophic* Zur Erinncrung an
William James (1912). Ges. Schriften IL 364*385, csp. 370s. En el primero de estos
artículos Troeltsch reconocía algunas diferencias respecto de la función lógico*
trascendental de lo apríóríco en Kant. La tesis del apriori religioso la había in*
traducido en Psicología y teoría del conocimiento en la ciencia de la religión (1905)
ten El carácter absoluto.. t 191-225].
1,0
R. OTTO, KantÍsch*FrÍesschc Religionsphitosophie und ihre Anwendung auf dte
Thcologie (1909), Tubinga 1921. U3ss. N. Südcrblom parece haber orientado decisi-
vamente la concepción de Otto sobre to Santo. Cf.. al respecto. C WQCH, Protestant
Thought in the Nineteenth Century 2, New Havcn y Londres 1985, 120s.
wi Ibid.. 83.
IB La fundamentación de esto puede verse en mi libro Amhropologie in theolo*
gischer Pcrspektive, 1983, 243s,
-<* A. NYCREN, Díe GiUtigkeit der religiósen Erfahrung, 1922, 72s.
*** Cf. del Autor, La pregunta sobre Dios, en Cuestiones fundamentales de teolo-

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124 í/. LQ idea de Dios y la cuestión de su verdad

encuentra también la misma idea, aunque bajo la forma m á s general


de la pregunta p o r el ser como característica de la existencia h u m a n a m .
En realidad, la pregunta es un fenómeno privilegiado para ser utilizado
como metáfora de la situación de dependencia en la q u e se encuentra
el h o m b r e respecto de un fundamento m á s allá de él mismo sobre el que
asentar su propia vida. Pero el h o m b r e está muy lejos de existir en la
apertura permanente de la pregunta "*. Eso sería sólo u n a patética abs-
tracción. En realidad los hombres viven desde un principio de «respues-
tas» provisionales a la «pregunta» de su existencia; respuestas q u e se
mantienen mientras se muestran sólidas, mientras ofrecen un apoyo
fiable a la confianza fundamental. El «saber» atemático sobre Dios tiene
ya esa forma. Pero él. p o r su parte, hace surgir un preguntar del que se
puede decir que es un preguntarse por Dios al menos implícito 1 * 7 : el
propio de la insatisfacción a n t e las cosas finitas de la experiencia del
mundo. Este preguntar surge en cuanto se distinguen con suficiente
claridad los contenidos de la experiencia unos de otros y del propio yo,
y en cuanto se toma conciencia de su finiuid. Está claro q u e surge
también aun cuando no se tenga una formación y una orientación ade-
cuada de la conciencia religiosa. Pero también aquí es incuestionable
que la insatisfacción ante lo finito sólo puede adquirir la forma de pre-
gunta por Dios bajo el presupuesto de un saber acerca de El procedente
de o t r o lugar m *
131 Pero, d a d a s estas circunstancias, ¿cómo podemos seguir llamando

saber acerca de Dios, aun atemático. a aquella conciencia primordial?


¿Cómo puede Pablo cargar a los hombres con la responsabilidad de co-
nocer a Dios? Lo entenderemos si pensamos q u e en nuestra vida es un
h e c h o el q u e , a la luz de experiencias posteriores, lo q u e h e m o s vivido

gía sistemática. Salamanca 1976. 167-196 [I. 1967, 361-386]. Sobre cómo se exponía
dicha tesis, cf. esp., P. Tiuidi, Teología sistemática, I, Salamanca 1981, S6ss.
>«s K. RAHXER, Espíritu en el mundo (1939), Barcelona 1963, 73P etc. [Í9M, 71, etc.)
y fd.,
1W
Oyente de ¡a palabra <1941}( Barcelona 1967, 52ss 11964 <3,' ed.), 5lssJ.
Es la critica que 1c hacia ya a K. Rahncr P* EICHER, Die anthropoiopsche
Wende. Kart Rahners philoxophixcher Weg vum Wesett des Mcnschcn zur persortalen
Existenz* Friburgo de Suiza 1970, 331s. Ahora bien, esta critica le afecta a la teología
de Rahncr sólo en parte* Es mucho más devastadora para el principio de W. Wei-
schedel sobre el radical ser-pregunta de la existencia humana, en el que hacía des-
aparecer todos los contenidos de la teología filosófica: cf. W. WEISCHEDCL, Der Gott
der Philosophen, Darmstad I, 1971, 27, 30s; II, 1972, 153ss, I78ss. Las consideracio-
nes de Weischedel sobre el «desde dónde del ser-pregunta» (II, 206$$) Quedan así
radicalmente superadas. Véase, también, E. JUNGEL, Dios como misterio del mundo,
Salamanca 1984, 3l9ss [1977, 334»].
187
Cf. lo Que Lutero dice sobre el deseo de Dios y del Bien Que nace del cono-
cimiento alematico de Dios de la sindéresis: WA 3, 238, sobre el Sal 42; ibid.. 535,
sobre el Sal 77. Véase, al respecto, E. HIRSCH, l.c, I lis*
"* En este sentido tenia razón K. Barth cuando insistía en Que la respuesta va
ya por delante de la pregunta: lo decía ya en su conferencia de Tambach de 1920,
Der Christ in der Cescllschaft, reproducida en J. MOLTMANX (ed.), Anfange der
dialektischen Thcotogic 1, 1962, 4. Pero véase también lo que dice P. TILLICII, Teo-
logía sistemática f!. Salamanca 1981, 27ss.

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5. El conocimiento *natural* de Dio* 125

antes nos parece tener un significado distinto. Así, p o r ejemplo, en la


narración sacerdotal de la aparición de Yahvé a Moisés se dice q u e a los
padres se les había aparecido como el «Dios todopoderoso» (el saddajh
aun cuando «bajo mi nombre, que es Yahvé, no me había d a d o aún a
conocer para ellos» (Ex 6 3 ) . Pero desde Moisés, el Éxodo y la conquista
de la Tierra, Israel sabe que Yahvc se les había aparecido a los Padres
como su Dios, a u n q u e ellos no le conocían todavía por su n o m b r e :
Yahvé. De modo semejante está presente y es conocido Dios en la vida
de cada hombre, aunque todavía no se sepa de él como Dios.
Ahora bien, el conocimiento de Dios que. según Pablo, se da «por
medio de sus o b r a s desde la creación del mundo» (Rom 1,20) no puede
consistir solamente en un sentimiento vago de la infinitud. Se ha dicho,
con razón, que en dicho pasaje no se trata de una notiíia innata (como
en Rom 2,145), sino de u n a notitia acquisita, de un conocimiento ligado
a la experiencia del mundo y adquirido p o r medio de ella. El mismo
Melanchton tuvo q u e avenirse ya en 1532 a esta concesión (cf. p. 116).
Pero mantuvo también, con toda razón, que en el fondo había siempre
u n a notitia innata: a la intuición de algo infinito indeterminado, del
misterio del ser que supera y da asiento a la vida del h o m b r e animándole
a la confianza, no se la distingue de las cosas finitas m á s q u e en el curso
de la experiencia del m u n d o . Ahora bien, en el proceso de la experiencia
del mundo y en la conciencia de Dios que nace de ella no está en juego
en primera instancia la «teología natural» de los filósofos, sino la expe-
riencia de Dios de las religiones. E s t a s llegan a la conciencia de la acción
y de la esencia de Dios por medio de las o b r a s de la creación m . No ha
habido ya «desde la creación del mundo» u n a teología natural filosófi-
ca. Lo que siempre ha t o m a d o una u otra forma en la historia de la
Humanidad es la conciencia explícita de Dios que surge en relación con
la experiencia de las obras de la creación* Por consiguiente, la relación
con las religiones en la q u e se encuentran las afirmaciones paulinas
sobre el conocimiento de Dios a partir de las obras de la creación, im-
plica que no se las puede juzgar ya de e n t r a d a solamente como idola-

»•* N, SÜHDERBLOM, Natürliche Theologie und allgememe Religionsgeschichte, 1913,


csp. 58ss, partiendo de la idea de Schlciermachcr de que la religión natural es un
producto secundario de ta abstracción, y de los avances de la ciencia de la religión
de final del siglo xix, concluía que la antigua función de la teología natural ha-
bría do ser sustituida en la Dogmática por la historia de la religión* Pero, a dife-
rencia de los defensores del apriori religioso, no tuvo en cuenta el elemento de
verdad que se encierra en la doctrina de la notitia innata. O, mejor, igual que les
pasará luego a tos fenomenólogos de la religión, confundía esc elemento de verdad
con la notitia acquisiia porque no buscaba en la historia de la religión las diferencias
y las contradicciones existentes entre las religiones, sino que perseguía —con Karl
Hasc— «lo común en las manifestaciones religiosas» (78s). Como consecuencia, no
acertó tampoco con la contribución especifica que aporta el acercamiento histó-
rico a la comprensión de la revelación de la divinidad de Dios en el proceso de
la historia de la religión.

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126 //. La ¡dea de Dios y la cuestión de su verdad

trías. No cabe duda de que en ellas se da, «desde la creación del mun-
do», un conocimiento del Dios verdadero, aunque también —es v e r d a d -
la equivocada sustitución del Dios incorruptible por las cosas creadas
(Rom 1,23 y 25). La interpretación unilateral de las afirmaciones pauli-
nas de Rom l,19s, que las refería sólo a la teología natural de los filóso-
fos, contribuyó a que la teología valorara de un modo negativo, y no
menos unilateral, a las religiones no cristianas. Hoy es indispensable
corregir ese error y llegar a formar un juicio matizado sobre el mundo
de las religiones.

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Capítulo III 133

LA REALIDAD DE DIOS Y DE LOS DIOSES


EN LA EXPERIENCIA DE LAS RELIGIONES

I. EL CONCEPTO DE RELIGIÓN Y SU FUNCIÓN


EN LA TEOLOGÍA

Desde q u e la doctrina de la inspiración verbal se vino abajo, el con*


cepto de religión se convirtió para la teología evangélica más reciente
en el fundamento de la sistemática teológica. Es verdad que no se intro-
dujo expresamente para eso. Era ya un concepto usual en la teología
reformada desde los tiempos mismos de la Reforma- La teología lute-
rana de los siglos xvi y xvii lo había comenzado a utilizar en el contexto
de la controversia confesional. Pero ni siquiera su u s o de tipo funda-
mental para designar el objeto de la teología —uso habitual en la Dog-
mática luterana desde Abraham Calov (1655)— ! habla competido con el
principio de E s c r i t u r a o con la doctrina de la inspiración. Era, m á s bien,
un uso propio del «método analítico», para el cual no era Dios en sí el
que debía ser tenido por objeto de la teología, sino el h o m b r e en su
relación con Dios- Y la Escritura inspirada seguía siendo también en
este m a r c o el principio de la teología. Fue precisamente Calov quien dio
los últimos pasos en el desarrollo pleno de la doctrina de la inspiración.

Pero al disolverse la doctrina de la inspiración, tenía q u e recaer ne-


cesariamente un peso diferente y mayor sobre el concepto de religión
para designar el objeto de la teología- Fue entonces cuando el concepto
de religión cristiana o de cristianismo se convirtió en criterio de discer-
nimiento de lo q u e se podía tener como «verdad doctrinal* dentro de
los escritos bíblicos o de lo que en ellos estaría condicionado por el

i Cí. R. D. PREUS. The ThcotoRy ol Po$t*Reformati<m Lutheratiism. A Study of


Theological Prolegomaiat St. Louis/Londres 1970. 207 215. Sobre c! desarrollo ulte-
rior del tema por parte reformada, cf, K. BARTH. KD 1/2É 1938. 310ss. Sobre el tema
en ül, véase allí mismo todo el apartado § 17. 1: Das Probicm der Religión in der
Theologie. ibid,. 305-324.

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I2& ///. La realidad de Dios en las religiones

t i e m p o y n o p o d r í a y a s e r t e n i d o c o m o r e l e v a n t e p a r a e l presente**
Se trata, pues, según Christian August Crusius y J o h a n n Gottlieb Tollner,
d e d a r c o n «lo esencial d e l a religión». E s é s t e e l p l a n t e a m i e n t o q u e
c o n d u c i r í a l u e g o a J o h a n n J o a c h i m S p a l d i n g y a J o h a n n F r i c d r i c h Wíl-
h e l m J e r u s a l e m a la c u e s t i ó n de la « e s e n c i a del c r i s t i a n i s m o » , el c u a l ,
s e g ú n J e r u s a l e m , e s , p o r s u p a r t e , l a «religión m á s esencial» d e t o d a s 3 .

Pero ¿con q u ó criterio se p o d r á discernir el contenido esencial de la


r e l i g i ó n ? ¿ S e r á tal vez u n c r i t e r i o a n t r o p o l ó g i c o , y a q u e l a religión e s
u n a e x p r e s i ó n d e l a esencia del h o m b r e ? P a r a l a t r a d i c i ó n e n l a q u e e l
c o n c e p t o de religión se d e s a r r o l l ó d i c h o c r i t e r i o e r a la r e v e l a c i ó n y el
c o n o c i m i e n t o de Dios, a los q u e se t e n í a p o r p r e v i o s a la religión. E s t e
e r a , e n p a r t i c u l a r , e l c a s o d e l a d o c t r i n a d e l a i n s p i r a c i ó n : p a r a ella los
e s c r i t o s bíblicos s o n , e n c u a n t o p r o d u c t o d e l a r e v e l a c i ó n d i v i n a , l a b a s e
d e l a religión c r i s t i a n a y n o s i m p l e m e n t e u n a e x p r e s i ó n m á s d e ella. P e r o ,
b a j o las c o n d i c i o n e s d e l a M o d e r n i d a d , e s t a r e l a c i ó n s e h a i n v e r t i d o .
E l c o n o c i m i e n t o d e D i o s s e h a c o n v e r t i d o e n u n a f u n c i ó n d e l a religión.
E s é s t e u n h e c h o q u e exige u n a e x p o s i c i ó n y u n t r a t a m i e n t o m á s detalla-
dos, pues sus consecuencias son de gran alcance.

a) R£UC1ÓN Y CONOCIMIENTO DE DlOS

E l c o n c e p t o a n t i g u o d e religión h a c í a r e f e r e n c i a a l a r e v e r e n c i a q u e
se t r i b u t a a D i o s en el c u l t o . Así, p o r e j e m p l o . C i c e r ó n definía la reiigio
c o m o cultus deorum4, S e t r a t a d e l o f r e c i m i e n t o d e l a r e v e r e n c i a q u e s e
les d e b e a los d i o s e s . D e a h í q u e o c a s i o n a l m e n t e t a m b i é n s e p u d i e r a
r e f e r i r e s a e x p r e s i ó n a l a relación c o n l o s h o m b r e s , e n t a n t o e n c u a n t o

* J. S. SEULER, Versuch einer freiern thcotogisthen Lehrart, Halle 1777, 253 (III.
1, par. 75): El objetivo último del maestro de hoy es «proporcionar a nuestros
contemporáneos un conocimiento suficiente üe su piedad y de su religión de hoy»*
* Cf. H. VI\V(;I:M:\M\UJI, Das Wesen des Chnsientums, Eine begriffsgeschtchüiche
Untersuchung, Maguncia 1973, 177ss, I81ss, 189ss, 20Qss. Wagcnhammcr muestra tam*
bien que la expresión «esencia del cristianismo verdadero* (essentialm) veri chris*
tianistnt) aparece ya en Chr. M. Pfaff (174) en conexión, en su caso, con la doctrina
de los artículos fundamentales (176). Es muy probable que esta construcción doc-
trinal de la ortodoxia pro testante tenga mayor importancia de lo que Wagcn*
hammer (69) está dispuesto a conceder para el problema de la esencia del cristia-
nismo que se plantea la dogmática ilustrada.
4
De natura deorum II, 8. Cf. AGUSTÍN, De Civ. Dei X, 1, 3. Sobre la dominancia
de este significado de la palabra religión y para más documentación de autores
latinos profanos y eclesiásticos, cf* W. C* SMITH, The Meaning and End of Religión.
A New Ápproach to the Religious Traditions of Mankind (1962), Mentor Book 575.
Nueva York 1964, 24* Todo el segundo capítulo de este libro e s l í dedicado a la
historia de) concepto de religión desde sus orígenes en la literatura latina hasta
el siglo xix» Una vez concluido ya nuestro manuscrito apareció el libro de E. FEIL,
Reiigio. Die Ceschichte eines neuzcUUchen Grundbegriffs vom Frühchristentum bis
zur Reformaiíon, 1986*

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h El conctpto de religión y h teología 129

se les debe una reverencia comparable- Cicerón distinguía la religio,


entendida como deber moral, del temor tabuistico de la superstitio*.
Esta delimitación diferencia el concepto latino de religión del concepto
griego de threskeia, que abarca incluso las formas excesivas y aberrantes 135
de reverencia cúitica y que también en los escritos neotestamentarios
significa «religión» en el sentido de reverencia cúitica 6 . Más cercana a
la rcligio de Cicerón está la theosebeia, menos ligada» en cambio, al
c u l t o 7 . En Cicerón la «piedad» (pietas) es la actitud anímica que se ex*
presa en los actos de reverencia cúitica respecto de los dioses*. Con
todo. Cicerón no identifica piedad con religio. Esta última está m á s
bien en relación con los ritos y con su realización 9 . Tampoco llama
religio al conocimiento de Dios. Cicerón subraya en su obra sobre las le-
yes que el conocimiento de Dios distingue a los hombres de los animales
{leg. I, 24), pero no lo denominaba aún «religión». Por el contrario,
creía q u e era necesario un cierto conocimiento de la naturaleza de los
dioses para «disciplinar» las expresiones cúlticas de reverencia («ad
moderandam religionem»: en De natura acortan, \, 1).

A diferencia de Cicerón, Agustín subrayaba, por el a ñ o 390 en su


escrito De vera religione, que en la religión no se pueden separar el
conocimiento y la reverencia de Dios, Por eso para él hay también una
íntima conexión entre religión y filosofía: doctrina y culto son insepa-
rables w . Es verdad que Agustín se remitía aquí a Platón ll , p e r o era
ante todo en la Iglesia donde él encontraba realizada la unión de doc-
trina y de culto. Pues la religión verdadera se hallaría allí donde el alma
no adora cosas creadas, sino al Dios eterno, uno c inmutable. Y en el
tiempo presente (nostris temporibus) esa perfecta religio se identificaría
con la Christiana religio, cuyas doctrinas habrían sido expuestas por el

* Cf. OcKRCix, l£., II, 71. y 1P 117, donde se caracteriza la superstición como temor
infundado a los dioses (timor inanis deorum) en contraposición a la religión, que
serla la reverencia piadosa de los mismos*
* Sant lJ6s; Hcch 263; cf*, también, 1 Cl 45,7 y 62.1. En Col 2,18 se muestra la
ambivalencia
7
de esta palabra (cf. ThWNT 3, 1938. 156s).
Así lo muestran también tos dos testimonios neotestamentarios, Jn 9J1. y
Tim 2,10. Sobre otros usos lingüísticos, cf. ThWNT 3, 124ss. Agustín consideraba
esta expresión, igual que la más amplia de eusebeta, como equivalente de la latina
pietas
1
(ep. 167, 3, etc.).
En D¿ ftat. deor*, I, 3. (cf. I, 14) describe los conceptos de pietas, sanctitas y
relisio en estrecha relación entre ellos y en I, 117 y I, 45 la pietas constituye la
nota característica que diferencia a ta religión de ta superstición. Cf. también
Agustín, De civ. Det X, 1,1.
9
CICEHÓX, l.c, I, 61: «cneremonias rcügionesque»; cf. II. 5 y De leg.. I, 43. Vea*
se rotambién E. FJII, l.c-, 46s.
AGUSTÍN. De vera religione, 5: «Sic cnim creditur ct docetur, quod cst huma-
nae salutis capul, non aliam csse Philosophiam, id cst, Sapientiac studium, ct
aliam Religionem, cum ü quorum Doctrinam non approbamus, nec Sacramenta no
bíscum communicanl». Cf. ya sobre religio y sapientia, LICTAXCIO, De ira Dei, 7, 6
y 8. 7. Más testimonios en E, FEXL. Le., 6064.
u AGUSTÍN, IX., 3.

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no ///. La realidad de Dios en Un religiones

mismo Dios omnipotente (per se ipsum demonstrante)il. Estas doctrinas


consisten en el anuncio profético y en el relato histórico de los aconte-
cimientos de salvación realizados p o r la providencia divina para la reno-
vación del género h u m a n o u .
Naturalmente, la inclusión agustiniana del conocimiento de Dios en
el concepto de religión no tiene el sentido de convertir dicho conoci-
miento en algo dependiente del comportamiento religioso del hombre.
Por el contrario, lo q u e Agustín pretendía era ligar la religión al ver-
d a d e r o conocimiento de Dios, a la verdad, revelada por Dios mismo, que
excluye de sí todo e r r o r (cf. la nota 12). Para él debió ser imposible la
inversión de esta relación: así se lo exigiría la estrecha unidad en la que
veía el conocimiento religioso y el filosófico.
En la Edad Media no parece que la postura agustiniana de incluir el
conocimiento de Dios en el concepto de religión haya sido ocasión de
ulteriores reflexiones. El mismo concepto de religión, que había sido
tan frecuentemente usado en los textos patrióticos h a s t a el siglo iv.
aparecía poco en los tiempos siguientes. Iba a ser necesario esperar al
Renacimiento para que volviera de nuevo a jugar un papel mayor.
\V. C. Smith ha ofrecido u n a explicación ilustrativa de este llamativo
hecho: al parecer sólo se acude al concepto de religión cuando la con-
ciencia de una cultura está marcada por la pluralidad de cultos o de
religiones, como era el caso de la Antigüedad tardía hasta el siglo i\\ y
luego, o t r a vez, del Renacimiento H . La cultura medieval, definida desde
todos los ángulos por el cristianismo, usaba fundamentalmente los con-
ceptos de fides y de doctrina para designar lo común cristiano. Tomás
de Aquino empleaba la expresión religio también de un modo genérico
referida a la reverencia q u e se le debe a Dios (STh I I / 2 , 81), pero, sobre
todo, referida a la perfecta entrega a El (II/2, 186, 1) en contraposición
a la vida m u n d a n a de algunos cristianos. Tomás retoma el sentido de
religio como cultus Dei refiriéndolo a la perfección de u n a entrega a
Dios que se muestra también en el comportamiento exterior, corporal
(cf- ya I I / 2 , 81, 7) I S , La cuestión de la unidad de la religión o de la
pluralidad de «religiones» se suscita en lo tocante a la pluralidad de
órdenes religiosas (11/2, 188, 1). Nada podría m o s t r a r de m o d o más claro

u Ibid., 10, 19s; pero cf* Reír \. 13; «...res ipsa quac nunc Christiana religio
nuncupatur, eral el apud Antiquos, nec defult ab fnltio generis humani, quousque
Chrístus venlret ín carne, unde vera Religio quae iam erat coepit appellari Chris-
liana».
11
De vera reL, 7, 13: «Huius Rcligionis sectandac caput cst Historia ct Prophetia
dispensationis lemporalis divinac Provídcniiae pro salute generis human! in aeter*
nam vitam reformandi atque reparando*
M W. C. SMITH, The Meaning and End of Religión, 1964, 27. 32s, 50s.
'* Como ya sucedía con Abelardo, Tomás asigna la religión a la virtud de la
justicia, en cuanto que es ella la que le da a Dios lo que le corresponde. Véase
E. HECK, Der Begriff religio bei Thomas von Aquin, Munich 1971, 55$s, esp. 705»,
Cf. 30ss.

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I. El concepto de religión y la teología 131

que Tomás cuando usa la palabra retigio piensa ante todo en el m o d o


de vida cristiano dentro de la Iglesia y en sus configuraciones espe-
cíficas.
Dos siglos m á s tarde, con Nicolás de Cusa, nos encontramos con un
uso lingüístico totalmente diferente. Ya en De docta ignorantia, de 1440,
se habla de diferentes «religiones», sectas y países (regiones), que hacen 137
que los h o m b r e s adopten opiniones y juicios diversos 1 *. El diálogo De
pace fidei, escrito después de la conquista de Constantinopia por los
turcos en 1453, desarrolla un programa para superar las contraposiciones
entre las religiones. Se trata de lograr u n a unidad que, de acuerdo con
la unidad de la verdad, sólo admita una religión, pero diversas formas
de culto: religio una in riíuum varietate™. El concepto de religión se
separa aquí de la acción cúltica, del rito, e incluso se contrapone a ellos.
La religión se convierte en una reverencia de Dios puramente espiritual
que, según Nicolás de Cusa, es previa a todos los ritos, p o r m á s diversos
que sean u . Esta formulación del Cusano nos recuerda —seguro que no
p o r casualidad— la idea ciceroniana de un conocimiento de Dios propio
del h o m b r e p o r naturaleza y también la concepción de Agustín según la
cual la verdadera y única religión, a la que a h o r a se llama cristiana, es-
taba ya presente en la H u m a n i d a d desde un principio. Ahora bien, ese
conocimiento de Dios común a todos los hombres se convierte ahora en
criterio de discernimiento de la verdadera religión, también de la cris*
liana. Mientras que para Agustín dicho criterio había sido la verdad his-
tóricamente revelada por Dios, ahora el peso se traslada a la coincidencia
de la doctrina cristiana con el conocimiento n a t u r a l de Dios w . Bajo estas
condiciones, la inclusión agustiniana del conocimiento de Dios en el con-
cepto de religión abrió la posibilidad de q u e aquél fuera mediatizado
por ésta, es decir, de que en lugar de ser el fundamento de la religión,
el conocimiento de Dios se convirtiera en algo que está en función de
ella, cuando no incluso en su producto.

i*
17
De docta ignorantia. III, 1.
De pace ftdei. I; cf* también III: el plan de Dios sería poner iin a las mu*
tuas persecuciones a causa de la diversidad de religiones reduciéndolas a una sola
por medio de un consenso general: «omnem rcligionum diversitatera communl
omnium hominum consensu in unicam concorditer reduci». El lénnino retigio apa-
rece frecuentemente en los primero* capítulos de In obra.
K Ibid., VI: *Una cst igitur rcligio ct cultus (!) omnium mtellectu vigemium,
quae in omni diversitate rituum praesupponitur**
i* Con todo, en el Renacimiento la tendencia en esta dirección se insinúa sólo
muv ocasionalmente. Así. por ejemplo, Marsilio Fiemo, en su escrito De christiana
rehgione. de 1474, menciona tan sólo en el capítulo inicial la religión natural que
diferencia a los hombres de las bestias, y en todo el resto de la obra fundamenta
su prueba de la verdad del cristianismo en la limpieza de Cristo y de sus discí-
pulos, en la autoridad que Jesús tiene a causa de sus milagros, incluso entre los
paganos y los musulmanes y. no en último lugar, en el testimonio de las sibila*
y de los profetas (Opera Omniat ed. P, D. Kristcllcr, Turín 1959. I. 1-81).

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132 III. La realidad de Dios en las relig¡ort€S

El punto de partida de este proceso fue el concepto de religión natu-


ral. No cabe duda de q u e aquí la autonomía de Dios y de su actuación
reveladora frente a la conciencia q u e el h o m b r e tiene de El, sobre todo
en el caso de la notiria ínsita, quedaba mucho menos clara que en la fe
cristiana: ésta se sabe fundada en una actuación reveladora de Dios, que
es histórica, que ha precedido al sujeto creyente y que se recoge en til
138 testimonio de los escritos bíblicos, siempre externo a la conciencia del
creyente. Por el contrario, en el caso de la religión natural la autonomía
de Dios frente a la conciencia que el h o m b r e tiene de El (su autonomía
como origen de esta conciencia) dependía sólo de la solidez de las argu-
mentaciones de la teología natural, argumentaciones q u e . por su parte»
habrían de ser realizadas p o r el hombre mismo en c u a n t o sujeto de la
religión natural. Una vez que la mediatización del conocimiento de Dios
por la subjetividad de la religión se abrió así paso, pudo también exten-
der su influencia a la comprensión de la religión cristiana. Y así sucedió
en la medida en que se comprendió la revelación de la salvación de Dios
como fundamentada en la conciencia de la religión natural acerca de la
existencia y de la esencia de Dios.

El proceso al que nos referimos iba a abrirse efectivamente paso en


la teología evangélica en t o r n o al cambio de siglo del x v m al xix. Pero
hasta el siglo x v m lo estorbaron d o s obstáculos. Uno era la fundamen-
tación del conocimiento cristiano de Dios en la autoridad de la Escri-
tura. Esta era para la teología reformada el criterio de distinción e n t r e
falsa y verdadera religión; y no sólo respecto de los paganos, judíos y
mahometanos, sino j u s t a m e n t e también d e n t r o del cristianismo. Todavía
en 1707 dice David HoIIaz: la religión verdadera es la q u e se encuentra
en conformidad c o n la Palabra de Dios 1 *. En la antigua Dogmática pro-
testante esto valía incluso para la religión n a t u r a l Lo que se decía sobre
este tema se fundamentaba también en los contenidos de la Escritura y
sólo de m o d o secundario era explicado con argumentaciones fílosóficas-
Pero el o t r o obstáculo que se oponía a la disolución de la conciencia de
Dios en u n a función de la religión se hallaba en el mismo concepto de
religión natural, al q u e se vinculaba a la teología natural de la razón.
Esta no sólo aseguraba la validez general de la conciencia subjetiva
acerca de Dios, sino también el primado del conocimiento de Dios en o
incluso frente a toda realización religiosa concreta. Así, p o r ejemplo,

a
D. HOUAZ, Examen iheologicum acroamaticum, Stultgart 1707. 39: «vera Re-
ligio est, quac verbo divino cst conformis». El concepto de falsa religio se aplica no
sólo a ta reverencia de dioses falsos, sino lajnbién a la reverencia equivocada del
Dios verdadero (ibid.p 83). Esic era el uso lingüístico del tiempo de la Reforma:
cf. H. ZUINGLIO, De vera et ¡alsa rctigiotte commentarius, 1525 (CR 90t 1914, 590512.
csp. 674, 21ss; y sobre religto ve/ pietas, 668, 30ss. 669. I7s). HoIIaz considera re-
ligión falsa también a ta Rcligio Pontificia <44s), aunque piensa que contiene tañía
ventas residua que sus fieles pueden obtener la salvación, igual que los fieles de 1»
Religio Lutherana. que es para él la verdadera (41).

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í. El concepto de religión y la teología 133

decía Johann Wilhelm Baier, remitiéndose a LacIancio F que religión y


sabiduría van j u n t a s de (al m a n e r a q u e la segunda abre el camino y la
p r i m e r a la sigue, pues es necesario en p r i m e r lugar conocer a Dios
antes de poder reverenciarlo D , Con t o d o . Baier contaba el conocimiento
de Dios, junto con todos los demás medios necesarios para alcanzar la
salvación, como p a r t e de la religión en el sentido amplio de la palabra:
u n a inclusión del conocimiento de Dios en el concepto de religión se-
mejante al que ya había hecho Agustín. Es posible que esta orientación
agustiniana sea la responsable de la falta de u n a distinción clara e n t r e
conocimiento natural de Dios y religión natural que se observa en la
mayoría de los representantes de la antigua dogmática protestante. Tam-
bién Buddeus incluía el conocimiento de Dios en el concepto de re*
ligión como presupuesto del culto d i v i n o n y sólo por eso podía co-
menzar su Dogmática con un capítulo sobre el concepto de religión.
El capítulo empieza de inmediato con la afirmación de la existencia
de Dios como algo que sería conocido para todos los hombres en vir-
tud de la razón. Sólo después se explica el concepto de religión en cuan-
to tal.

Fueron, pues t dos los obstáculos que retrasaron la reducción del co-
nocimiento de Dios al concepto de religión: el antiguo principio protes-
tante de la Escritura y la vinculación de la religión natural con el cono-
cimiento de Dios propio de la razón. El primero de ellos desapareció
con la disolución de la antigua doctrina protestante de la inspiración de
la Escritura. Entonces para poder comprender la religión cristiana re-
velada, es decir, para poder comprender su contenido «esencial», se hi-
cieron decisivas las consideraciones sobre los puntos en los q u e la reli-
gión natural era insuficiente p a r a la salvación de los h o m b r e s y nece-
sitaba ser completada 3 *. Desde este punto de vista se consideraba la
doctrina del pecado y la doctrina de la muerte expiatoria de J e s ú s como
el contenido esencial de la religión revelada cristiana, si es que no se
estaba dispuesto a verla, a una con los deístas, sólo como la expresión
m á s purificada y perfecta de la misma religión n a t u r a l .

Pero con la crítica que H u m e y Kant hicieron del primado de la re-


ligión natural y al mismo tiempo de la validez teorética de la teología
natural, desapareció también el obstáculo q u e t radicado en el mismo

n J. w. BAIER, Compatdium Thcologiac positivac (1686). Jcna 1694 (y* cdj.


reimpresión de E. Preuss, Berlín 1864. 105, Prol.. Ip § 7b: • .. sapicntia praccedit, rcli-
gio sequilur; quia prius cst, Dcum scire, con&cquens cokre.» De este modo se inter-
preta restrictivamente la expresión religio —que se define en § 7 como «actus men-
tís ct voluntatis circa Dcum oceupati. quibus recle agnoscilur recle colitur Deus»—
remitiéndola al conocimiento de Dios, pero no se la elimina* Sobre la prioridad del
conocimiento de Dios respecto de la religión, cf. también la formulación de F. Bi'R-
UKSS en su Synopsis Thtologiae de 1678, citada en K. BAKIH, KD 1/2, 312.
72
i. F. BUDÜEUS, Compendium Instituiwnum Thcologiae Dogrttaticae, Leipzig 1724.
I. § 4 <p. 5>.
s IbiA, I, § 17 (p. I5s>. Cí. ya HOLLAZ, U., 307.

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H4 til, La realidad de Dios en tas religiones

concepto de religión natural, había impedido la reducción del conoci-


miento de Dios al comportamiento religioso del hombre. La religión,
incluida su conciencia de Dios, apareció entonces como expresión de las
necesidades prácticas del hombre en su calidad de ser racional- Es ver-
dad que el tema religioso mantuvo todavía de esta forma, a la sombra
de Kant, un nivel de generalidad racional tanto para racionalistas como
para sobreña tu ralistas y que, sobre la base de esta nueva situación, se
pudo desatar de nuevo la discusión sobre si la religión racional por sí
sola sería suficiente para la salvación del hombre o si habría que pre*
suponer además una revelación sobrenatural. Pero los presupuestos de
esta discusión eran muy distintos de los de la controversia entre deístas
y antideístas, por cuanto que ahora ya no se podía hablar de una auto-
nomía del conocimiento de Dios frente al aspecto antropológico de la
religión. La discusión tenía que concentrarse más bien en la cuestión de
si, más allá de la mera posibilidad de una revelación sobrenatural, exis-
tía para el hombre una legítima necesidad religiosa de aceptar de hecho
una tal revelación.
En esta situación los discursos Sobre ta religión de Schleiermacher
supusieron una nueva fundamentación de la autonomía de la religión.
Su independencia de la metafísica y de la filosofía moral no era ya en-
tonces una autonomía debida a la autoridad de la verdad de Dios, sino
fundada en el terreno de la antropología, con la pretensión de poseer
«una provincia propia en el sentimiento» w. La idea de Dios aparece como
un producto de la religión, en concreto, como una intuición (Anschauting)
que no tiene por qué ser necesariamente religiosa **. Más tarde Schleier-
macher entendió que la relación entre la religión (o. como entonces de-
cía, la piedad) y la idea de Dios era más estrecha. En su Doctrina de ¡a
fe dice que el sentimiento de dependencia radical se da de por sí, y no
como efecto de la fe en Dios. Pero a la idea de Dios la entiende, a la
inversa, como una «reflexión inmediatísima» sobre dicho sentimiento.
por tanto, como muy estrechamente unida con é l * . Es ella la que hace
explícitamente consciente la instancia a la que se refiere (Wovon) inv
plícitamente el sentimiento de la dependencia- Pero tanto en la Doctrina
de ¡a fe como en los Discursos se mantiene que la conciencia de Dios es
expresión de la religión o de la piedad y nunca al revés, que éstas sean
consecuencia del conocimiento de Dios*

En el tiempo posterior siguió siendo discutida la función que le co-


rresponde a la idea de Dios en la comprensión de la religión. Unos veían
en ella el punto de partida, otros, sin negar el primado objetivo de la
idea de Dios frente a la conciencia religiosa, intentaron mostrar cómo
su origen psicológico estaría en la conciencia religiosa. En conjunto se
* Sobre ta religión (cd. de A. Ginzo). Madrid 1990. 25s [1799, 371,
* Ibid.. «Oss. esp. ttss (123ss. esp. 128ss].
* R ScwtxiERM.iaffR, Der christlichc Ctaubc (1821), 1830 (2/ cdj. 5 4. 4.

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/• El concepto de religión y la teología 135

i m p u s o lo que defendían Hegel y la teología especulativa (por ejemplo,


Alois E, Biedermann frente a Cari Schwarz y Otto Pfleiderer) Ti9 es de-
cir, la prioridad de la idea de Dios sobre la conciencia religiosa. I s a a k
August Dorner t r a b a j ó expresamente sobre el significado fundamental
del conocimiento de Dios para la certeza religiosa de la fe :*- Pero tam-
bién E r n s t Troeltsch llegó a establecer la tesis de la prioridad de la
«idea de Dios» en la religión en sus primeros ensayos sobre psicología
de la religión: estudios de psicología que él juzgaba decisivos para la
«autonomía de la religión» y su pretcnsión de verdad, y a los que consi-
d e r a b a c o m o el fundamento para el t r a t a m i e n t o ulterior de su historia w ,
Sin embargo, toda esta argumentación se movía sobre la base de una
concepción de la religión c o m o un fenómeno propio de la naturaleza del
h o m b r e * . La base antropológica constituía el único fundamento seguro
sobre el que m o s t r a r el rango de la idea de Dios en el fenómeno de la
religión.
Es comprensible que K. Barth p r o t e s t a r a a p a s i o n a d a m e n t e contra
todo este procedimiento de «subordinar metódicamente la realidad de
Dios a la realidad de la religión», pues así se renunciaba «irreparable-
mente» —decía— a la realidad de Dios 3 1 . En efecto, tanto la fe cristiana

& Cf. R, LEUZE, Theologie una Retigionsgeschichte. Der Weg Otto Pfleiderers,
Munich 1980, 180ss; sobre C. Schwarz, ibid., 62s* En su Religionsphilosophie auf
geshichtticher Grundla&e (1878), Pfleiderer intentó responder a dicha critica (185ss,
esp. 188). De HH,M . cf. Vorlesungen iiber die Philosophie der Religión, III (cd.
íi. Lasson), PhB 63, 196óP 5, y Enciclopedia de las ciencias filosóficos § 564 (cd. de
E. Ovejero y Maury), Madrid 1918, vol. 3, 3I4ss [PhB 33].
a
B I. A. DORNER, System der Chri&ttichen Glatibenslehre I (IS79) 1886 (2. cd.)r
157, 162: remitiéndose a Liebner, Rothc y Mancasen, y criticando expresamente a
Schlcicrtnachcr (160s), pero también a la Erwcckuttgsthcolozíe y al subjetivismo de
Eriangen, asf como también especialmente a Lipsius (24s). Pero Lipsíus había
subrayado con más fuerza que Schlciermacher el significado fundamental de la idea
de Dios para la conciencia religiosa: cf. Lchrbuch der evattgelisch-protestatuischen
Dogmattk (1876), Braunschweig 1879 (2.* ed.). 39 y 42s (§ 43 y § 49).
» E, TftOELTSca, Die Setbststandigkeit der Religión: ZThK 5 (1895) 36M36, esp. 382
y 396s. Sobre la función de la psicología de la religión y su relación con la historia
de la religión, cf. Ibid., 370. Más tarde, Troeltsch trató de fundamentar por vía de
teoría del conocimiento la decisión sobre el «contenido de verdad* de la concicn*
cia religiosa, decisión que aquf se le atribuye aún a la psicología (cf, más arriba
la nota 179 del capítulo II).
* Sobre el estado actual de la discusión sobre la -mediación antropológica de)
concepto teológico de religión*, cf. M. SECXLER, Der theotogische Bcgriff der Religión,
en Handbuch der Fundamentalíheotogie I, 1985, 173-194, esp. 18óss. Para F, WAGNE»,
WÚS ist Religión? Studien ¿II ihrem Begriff und Thema in Geschichte und Gegen*
wartr Gütcrsloh 1986, ahí se encuentra la -apoda básica de la religión*: en que «sólo
puede apuntar hacia la divinidad remitiéndose a la comprensión de sí mismo del
homo religiosas' (322, cf. 379, 384sP 392s. 442s, 54*, 573s). Pero no es que se trate
de una apoda de la religión en cuanto tal, sino, en todo caso, de la «apoda bá-
sica» de las modernas teorías de la religión (véase al respecto el próximo epígrafe)*
No haber sabido distinguir esto es un defecto fundamental del libro de Wagner.
31 K. BARTO, Díe christtiche Dogmattk im Entwurf, 1927, 302s. También lo que
Barth dice en KD 1/2, § 17, 1 se orienta decididamente contra «la inversión de la
relación entre revelación y religión» (318, cf. ya 309 y 311).

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136 ll¡. La realidad de Dios en las religiones

como la comprensión religiosa que de sí mismas tienen otras religiones.


parten del primado de la realidad divina y de su aulomanif es (ación
frente a todo culto humano de Dios. Asi lo documentan ya los orígenes
antiguos de la historia del concepto de religión. Pero además también lo
han visto así teólogos del siglo xix como Ernst Troeltsch. El punto de
vista de Barth en este tema decisivo para él no es en modo alguno total-
mente opuesto al de los teólogos a los que él combate- Por lo demás,
Barth tiene también razón cuando defiende que con el primado de la
realidad de Dios y de su revelación frente a la religión lo que está en
juego es la divinidad de Dios- Ahora bien, en medio de la situación cul-
tural gestada con la Modernidad, no se puede hacer valer dicho primado
sin mediaciones* Si se intenta hacerlo, el intento tendrá ya desde un
comienzo el carácter de las afirmaciones puramente subjetivas, por más
que éstas se presenten como hechas en nombre de una institución bajo
el título de Dogmática «eclesiástica». El carácter absoluto de ese tipo
de afirmaciones resulta entonces difícilmente difcrcnciable de otros fa-
natismos de contenido diverso. Para hacer valer el primado de la divi-
nidad de Dios frente a cualquier religión del hombre de un modo argu-
mentativamente sostenible hay que recurrir a una mediación argumen-
tativa en tugar de a afirmaciones no mediadas. La «asunción y supera-
ción» (Aufhehung) de la religión en la revelación de Dios, que Barth
proclamaba en el título del § 17 de la Dogmática Eclesiástica, no se con-
sigue con afirmaciones dogmáticas ni con contraposiciones tajantes. Hay
que entrar argumentativamente en la problemática que ha conducido, a
partir de la Ilustración, a que el concepto de religión se convirtiera en
dominante en la fundarnentación de la Dogmática. Ya hemos hablado
de las condiciones en las que surge dicha situación: la disolución de la
doctrina de la inspiración y la destrucción o reducción antropológica de
la teología natural. Además hay que hacer una valoración positiva de los
elementos de verdad que se contienen en el moderno dominio del con-
cepto de religión- Dichos elementos están ligados precisamente a un
hecho que Barth constata sólo polémicamente: desde el paso del xvín
al xix la antropología se ha convertido en el campo en el que se toman
las decisiones —o al menos las pre-decisiones— sobre el carácter um-
versalmente vinculante o puramente subjetivo de cualquier lenguaje
sobre Dios.
Esta situación general tampoco ha sido modificada por Barth. Sí $e
la tiene presente no se puede aceptar como correcto lo que Barth pro*
ponía como motivo de aquella «inversión de la relación entre revelación
y religión» que él juzgaba, con toda razón, problemática, a saber: que
la teología protestante se hubiera «tornado insegura» «respecto de una
idea que había estado tan clara para los Reformadores: que la decisión
sobre el hombre ha sido tomada de una vez por todas y desde todos los

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J. El concepto de religión y la teología 137

puntos de vista en Jesucristo..*» 32 . Barth sabia muy bien que «también


los teólogos protestantes recientes habfan dicho (lo mismo)». Ahora bien,
¿«contaban realmente con que eso es de hecho así»? Barth lo dudaba sin
razón suficiente. Hombres como Buddeus y Dorner, pero también y pre-
cisamente Schleiermacher, se empeñaron con toda la fuerza de su pensa-
miento en hacerlo valer en medio de las condiciones de su tiempo. Puede
que sus propuestas de solución sean criticables, Pero la crítica que se
les haga sólo será convincente cuando se plantee al mismo tiempo la
tarea a la que ellos trataron de hacer frente. Y esa tarea es: ¿cómo
puede la teología hacer inteligible el primado de Dios y de su revelación
en Jesucristo y hacerlo valer aspirando a sostener su verdad en un tiem-
po en el que, de entrada, cualquier discurso sobre Dios se encuentra
reducido a lo subjetivo, como lo muestran tanto la historia social de la
Modernidad como el destino moderno de las pruebas de Dios y de la
teología filosófica?
En los próximos apartados intentaremos identificar los momentos
antropológicos de verdad que se hallan en el enfoque que adopta la
teología moderna partiendo del concepto de religión. Nos mueve el in-
terés de asumir y superar faufheben) esos elementos en la perspectiva
de una teología guiada por el primado de Dios y de su revelación. Pero
antes debemos poner de relieve todavía otro aspecto de la moderna con*
centración en el concepto de religión de la que venimos hablando:

b) EL CONCEPTO DE RELIGIÓN, LA PLURALIDAD DE RELIGIONES


Y «EL CARÁCTER ABSOLUTO» DEL CRISTIANISMO

La pluralidad de religiones no suponía todavía para la Dogmática


protestante antigua ningún problema que afectara a la verdad del cris-
tianismo. La palabra de Dios de la Escritura inspirada era el criterio
por el que se discernía entre verdadera y falsa religión, y todas las re-
ligiones no cristianas eran anotadas con toda naturalidad en el libro de
las religiones falsae. Tampoco los deístas ni los antideístas de la pri-
mera Ilustración tenían aquí problema ninguno. Para ellos era la religio
naturalis la que servía de medida de la religión verdadera y la coinci-
dencia de la religión cristiana con ella, fundamentada de una u otra
manera, valía como demostración de la aspiración de verdad del cris-
tianismo. Así, por ejemplo, Buddeus, después de hablar de la religión
natural y de su transmisión desde Adán hasta los Patriarcas, trataba
sólo brevemente de la corrupción de dicha religión en la religio genti*
Hum** para dedicarse inmediatamente a la Mosaica religio, con la que

** KD 1/2, 318. Las citas que siguen son de 318s.


a Buucus, U., 20» (I. 1 § 24; cf. también el § 23).

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138 ///. La realidad de Dios en las religiones

habría de concelar la religio Chrisíiana. Semler iba a distinguir luego


más esta última de la religión mosaica dándole el t r a t o de u n a mag-
nitud independiente. Por lo demás tampoco Semler sentía todavía nin-
guna necesidad teológica especial de u n a visión sistemática de la plu*
ralidad de religiones ni de definir el lugar que el cristianismo ocupa
e n t r e ellas. La situación no iba a cambiar hasta q u e H u m e hiciera
plausible que las religiones positivas son las originales, frente a la lla-
m a d a religión natural, convirtiendo así a ésta en una pálida abstracción.
Pero tampoco entonces se sintió en seguida la necesidad de orientarse
en el m u n d o de las religiones como condición previa para la definición
del lugar del cristianismo. Lo q u e sucedió m á s bien en un primer mo-
m e n t o fue que la religión natural fue sustituida en su función de criterio
de la verdad del cristianismo p o r la religión racional en el sentido de la
filosofía práctica de Kant. La pluralidad de religiones sólo se habría de
convertir en relevante para la comprensión de sí mismo del cristianismo
cuando la validez de la religión racional fuera sacudida por el ateísmo
del primer Fichte, cayendo bajo sospecha en cuanto construcción filo-
sófica. Es lo que sucedió, de manera diversa, en el caso de Schleierma-
cher y en el de Hegel.

Para Schleiermacher la religión racional no podía ya fungir c o m o


criterio de la verdad del cristianismo desde el m o m e n t o en q u e sus
discursos Sobre ¡a religión defendían la independencia de dicha verdad
respecto t a n t o de la moral como de la metafísica. Pero aun cuando en
el discurso quinto se enseñaba a ver la individualidad de las religiones
positivas como la realidad concreta de las religiones, no se llegaba a la
peculiaridad y a la cierta preeminencia del cristianismo sobre las demás
religiones por medio de una comparación e n t r e éstas, sino gracias a u n a
reflexión sobre el concepto general de religión. Esta era la perspectiva
en la que se presentaba al cristianismo como «la religión de las reli-
giones*: su contenido particular y expreso es lo q u e constituye el con-
cepto de religión en cuanto t a l es decir, la mediación de lo finito con lo
infinito. Y justo por eso, p a r a el cristianismo todas las demás religiones
—igual que «todo lo real de la religión en general*— son objeto de «po-
lémica* (y de acción misionera), por cuanto q u e esas religiones son for-
mas todavía insuficientes de la mencionada mediación M .

Este procedimiento de Schleiermacher para constatar el lugar espe-


cial del cristianismo en el mundo de las religiones adolece de una cierta
inconsecuencia en cuanto que de hecho si que resultó determinante en
él un concepto general de religión. Pero ¿no era éste m á s bien de natu-
raleza filosófica que religiosa? Emplear dicho concepto como criterio

** F. Sonxii'JtuAOirií, Sobre la religión, o.c.É 201 [1799, 310) («religión de las re-
ligiones»), 195 [3011 (*la gran idea .. de que todo lo finito necesita una mediación
más elevada para poder estar en relación con la divinidad»), 190ss |29lsst esp. 294s]
(el carácter polémico del cristianismo).

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/. El concepto de religión y la teología 159

no c u a d r a b a bien con la tesis de la autonomía de la religión. Tal vez sea


éste el motivo —o uno de los motivos— p o r el que Schleiermacher bus-
caría más tarde o t r o camino para determinar la posición del cristianis-
mo en el mundo de las religiones. En la Doctrina de ta fet de 1821, es-
boza el procedimiento de investigar comparativamente cada u n a de las
religiones y de clasificarlas en el m a r c o de u n a sistematización general
de las mismas. En esta sistematización el cristianismo se encuentra en
el grupo de las religiones monoteístas y, dentro de éste, j u n t o con el
judaismo, pertenece al tipo de religión de cuño ético («teleológico»), La
diferencia especifica respecto del j u d a i s m o se deriva luego de su rela-
ción con Jesús de Nazaret como Salvador* 5 . Con todo, al proceder de 145
esta m a n e r a —con la distinción e n t r e tipos de fe de cuño ético o esté-
tico— también adquiere un significado decisivo el marco de la sistema-
tización de la religión, es decir, en concreto, la idea de que hay u n a evo-
lución desde u n a conciencia confusa a otra minuciosamente subdividida
(politeísmo), y desde ésta» a la unidad del monoteísmo, ¿No habría, en-
tonces, que pensar m á s radicalmente ese papel del concepto general de
religión, tácticamente dominante a la hora de contemplar de m o d o com-
parativo el mundo de las religiones?

Hegel, al definir la peculiaridad del cristianismo y de su verdad en el


círculo de las demás religiones, partía de modo plenamente programáti-
co del concepto de religión tomando la pluralidad de religiones como la
historia de la realización de dicho concepto. A diferencia de Kaní, Hegel
no se acercaba a las religiones concretas sólo con la idea abstracta de
una religión racional como criterio para enjuiciarlas. Al contrario, pos*
tulaba q u e la corrección de un concepto ha de ser probada en confron-
tación con la realidad que se quiere comprender. De este m o d o también
se hacía necesaria para él la construcción de una visión de conjunto
sobre la totalidad de las religiones. Sólo una exposición de este tipo, la
comprobación de su realidad, justificaría el concepto general de religión.
Es verdad q u e luego, en su Filosofía de la religión, Hegel define al cris-
tianismo de modo semejante a como lo hiciera Schleiermacher en su
quinto discurso, como la realización perfecta de dicho concepto general,
como «religión revelada» en la que la esencia de la religión en cuanto
tal se hace patente al convertirse en contenido de la conciencia reli-
giosa * Pero esta idea tiene en el marco de la filosofía de la religión de
Hegel una función distinta de la que tiene en el discurso quinto de

* Der christliche Glaube (1821), 1&30 (2/ cd.)( § II y. en genera), § 7-§14.En§8,


14 la diferencia con el judaismo se encuentra en la concepción de la elección, re-
ducida en éste al pueblo judio («al tronco abrahámico»), en lo cual habría «un pa*
rentesco con el fetichismo»* Frente a esto, y frente al «contenido fuertemente sen-
sual» de las concepciones islámicas de la fe, el cristianismo se mostraría como «la
configuración más pura de monoteísmo aparecido en la historia».
* G. W, F, HECEL* Lecciones sobre filosofía de la religión. 3. La religión consu*
mada <ed. de R. Ferrara), Madrid 1987, 171ss [PhB 63, 1966. 5 y 19ss].

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L4Q III. La realidad de Dios en las religiones

Schleiermacher. Porque Hegel ha descrito anlcs todas las demás reli-


giones como realizaciones de rasgos o momentos particulares del con*
cepto de religión, es decir, como realizaciones unilaterales del concepto
que con el cristianismo alcanzarla su manifestación final y completa.
Schleiermacher y Hegel no encontraron en el siglo xix más que una
parcial continuación de sus esfuerzos por lograr una sistematización de
las religiones como condición necesaria para valorar la peculiaridad del
cristianismo y su aspiración de verdad. Mientras la teología evangélica
creyó que podía rehacer para el creyente la autoridad de la Escritura
—cuestionada por la crítica histórica— remitiéndose a la experiencia
subjetiva de la fe, y que podía luego mostrar que esta certeza subjetiva
estaba justificada de un modo general poniendo en conexión la expe-
riencia de fe con la problemática moral de la vida, no fue necesario
ningún tipo de consideración comparativa de religiones. Pero ¿era real*
mente posible extraer y justificar los contenidos de la doctrina cristiana
tradicional desde la experiencia de la conversión, tenida por su condi-
ción de posibilidad? Y al revés, ¿se podía explicar la piedad de conver-
sión {Erweckungsfrümmigkeif), o cualquiera de sus variantes, como
efecto específico de la figura histórica de Jesús de Nazarct? Quien no
quería construir su convicción de que la fe cristiana es verdadera sólo
sobre la base de la experiencia de conversión necesitaba, de modo com-
plementario al menos, una reflexión en torno a la figura histórica de
Jesús y a su mensaje, asi como también al lugar de éste entre las demás
religiones de la humanidad. Y lo que se hizo fue mostrar la verdad del
cristianismo como religión explicando su «carácter absoluto» frente a
las demás religiones. Este procedimiento tenía todavía algo de los es-
fuerzos anteriores de la teología por evidenciar la coincidencia única
del cristianismo con la religio naturatis. Sólo que la sustitución de la
religio naturalis por el concepto de religión exigía la prueba de que a
dicho concepto le correspondía alguna realidad, de que abarcaba de
verdad la realidad de las religiones. Si la prueba tenia éxito, entonces
se podía interpretar la coincidencia del cristianismo con el concepto de
religión como su realización perfecta, la cual va más allá del mero con-
cepto, lo mismo que se reivindicaba antes para la religión revelada fren-
te a la natural.
Fueron, sobre todo, los teólogos de la línea especulativa y los de la
liberal, procedente de aquélla, quienes intentaron una y otra vez mostrar
la perfección o el «carácter absoluto» del cristianismo como religión en-
tre las religiones. Olto Pfleiderer fue quien con toda probabilidad más
tuvo en cuenta la investigación sobre las religiones no cristianas; sus
trabajos, a su vez, fueron apreciados por los investigadores de la religión
de su época. La evolución del pensamiento de Pfleiderer pone de re*
lieve —de un modo particularmente impresionante— los problemas que

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J. El concepto de religión y la teología 141

se derivan de relacionar el concepto general de religión con la diversi-


dad de las religiones p a r t i c u l a r e s * .

En su primera obra, de 1869, Pfleidcrcr pensaba todavía poder


deducir el curso de la historia de la religión a partir de un concepto
general de la esencia de la religión-1*. Siguiendo a Cari Schwarz, dis-
tinguía, de modo semejante a como lo hacía por el mismo tiempo
Alois E. Biedermaiin, una descripción psicológica de la esencia de
la religión de otra metafísica. La descripción psicológica trataría del
origen de la religión en el hombre, la metafísica, en Dios y en su
revelación w . La psicología de la religión venía, por una parte, exi*
gida por la crítica de la religión de Feuerbach, de tipo psicológico*,
y, por otra parte, le creaba a la teología liberal cierta conciencia
de superioridad sobre una filosofía de la religión construida sólo
a base de conceptos 41 . Sólo que esa psicología era también una
construcción conceptual, aunque no de lo Absoluto, sino de la na-
turaleza del hombre. De ahí. que fuera necesario complementarla
con un tratamiento metafísteo (o dogmático) de la esencia de la
religión, pues na era posible deducir la realidad de Dios como ob-
jeto de la religión partiendo del origen antropológico de esta.
Pero justamente por lo que toca a la relación entre la descrip-
ción teológica y la descripción metafísica de la religión se daba una
significativa vacilación que arroja luz sobre la problemática rela-
ción en la que se encuentran el concepto general de religión y la
pluralidad concreta de las religiones históricas. Para Biedcrmann
ya a descripción psicológica ha de caracterizar a la religión como
«elevación personal del yo humano a Dios» y lo que haría la re-
flexión metafísica sería tan sólo confirmar o asegurar que el fun*
damento de dicha elevación se halla en una realidad, la de lo At>
soluto, que es distinta del hombre 4 2 . Para Pfleiderer (y Lipsius),
por el contrario, a la psicología de la religión le corresponde, ante
todo, describir la tensión existente en la naturaleza de la autocon-
ciencia entre la dependencia del hombre (en cuanto ser natural) y
su libertad; la resolución de dicha tensión la constituye luego la

H Véase al respecto la monografía de R. Leuzc citada en la nota 27.


** O. PFUsiMJtni, Die Religión, ihr Wesen und ihre Geschichte. vol. 2: Dic Ge-
schtchte der Religión, Leipzig 1869, 40*$. 54ss. Cf. también R. H. LIPSH s. a Lehrbuch
der evangelisch'proiestantischcn Dogmatik (1876). Braun&chwcig 1879 (2. cd.), 97
(§ 120). Les había precedido C. SCHWARI, Das Wesen der Religión, Halle 1847.
* O, PnEroauat, en el vol. I de la obra citada, Das Wesen der Religión, 1869, 3s;
cf. el desarrollo del tema en SI58, csp. 68ss, asi como también 159-410, esp. 159ss.
A. BiEDHUiANN, Christliche Dogmatik (1869) 1884 (2/ ed.), § 69ss (pp. 193-242) y
§ 81ss (pp. 243-327), En la esencia íntima de la religión distingue, a su vez, entre un
fundamento metafísico en Dios (§ 81404) y la revelación divina <§ 1QS-117). En cam-
bio, LIPSIUS, I L., 41ss, contraponía en seguida la descripción «dogmática» a la
descripción psicológica de la religión, es decir, que creía que una fundamentación
objetiva de la religión en Dios y en su revelación sólo se da en la fe.
* Cf. LIPSIUS, Le. § 32, donde se advierte con razón que, en el fondo, A. Ritschl
argumentaba de modo parecido at presentar la religión como condición de la au-
tonomía interna del hombre frente a la naturaleza. Cf. también R. H. LIPSIUS, Dog~
matische Bcttra&c zur Vertheidigung und Eríatttertmg meines Lehrbuchs, Leipzig
1878, lis.
« O. PFULIDERBR, Lc.t vol. 2, 29 (contra Hegel) y 40 (contra Scheliing).
*i A. E. BiEuntiuNK. l e , § 69 (193) y § 83 (243s).

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L4> ///. La realidad de Dios en las religiones

idea de Dios 4 1 . Pero también Pfleiderer y Lipsius creían q u e la idea


de lo divino es común a todas las religiones, y e s o divino lo su-
ponían c o m o una realidad unitaria 4 4 , de modo q u e su diferencia con
Biedermann es menor de lo q u e parece a p r i m e r a vista. En efecto.
sólo la idea monoteísta de Dios —a. mejor dicho, la idea cristiana
de Dios, según piensa Pfleiderer— puede ser comprendida como el
fundamento de la unidad e n t r e dependencia y libertad. En este sen-
tida. el concepto psicológico «general» de religión en Pfleiderer (y
Lipsisus) presupone ya como n o r m a una concepción m u y determi-
nada de religión y de Dios, es decir, la cristiana, la de la teología
evangélica a l e m a n a posterior a Schleiermacher y a Hegel con sus
esfuerzos por a u n a r las definiciones básicas de religión hechas por
esos dos pensadores. De modo q u e no llama p a r t i c u l a r m e n t e la
atención q u e una subdivisión y exposición de la historia de la re*
ligion hecha sobre el fundamento de un concepto tal de religión
148 acabe por llegar a la conclusión del carácter a b s o l u t o del cristia-
nismo 4S.
En su t r a t a d o posterior sobre la filosofía de la religión Pfleiderer
acentuó m á s el peso de las investigaciones empíricas sobre la re*
ligio», hasta el p u n t o de q u e en la tercera edición de e s t a o b r a
(1896) no trata de la «esencia* de la religión sin h a b e r expuesto an-
tes su desarrollo histórico. Pero dice q u e la esencia de la religión
es «uno de los hechos de experiencia interna» u n o de los acontecí*
mientos y e s t a d o s de la vida anímica q u e conocemos de e n t r a d a
por experiencia propia y, a d e m á s , por asunción experiencia! de lo
experimentado por otros», de m o d o q u e para su clarificación seria
competente el análisis psicológico, O sea, q u e la exposición prece*
dente del desarrollo de la historia de la religión no parece tener
ningún significado constitutivo para su concepto de la esencia de
la religión 4 6 . Nos lo m u e s t r a asi con toda claridad el hecho de que
la concepción del «origen racional» de la idea de Dios en la nece-
sidad de presuponer un fundamento de unidad por encima de la
contraposición entre el yo y el m u n d o , idea q u e Pfleiderer exponía
ya en la p r i m e r a edición de su o b r a antes de presentar los mate*
ríales de tipo histórico, permaneció inmutable desde entonces 4 7 .
P o r o t r o ludo, ya en aquel m o m e n t o (1878) habla renunciado a apli-
c a r el concepto general de la esencia de la religión como principio
definitorio al exponer la historia de la religión 41 . Con todo, habla

43
Compárese LIPSIUS, § 18, con lo que P I U I D Í H H dice en el vo!. I, 68s.
44
Lirsit-s, § 23 (27). PFLEIDERER, vol. 1, 159s.
* PFL^IDHUX, vol. 2, 488. La critica que le hace R. LEUZE, Te., 173, se refiere a la
concepción de M. Muller sobre una religión primitiva de adoradores de una divi-
nidad suprema, el influjo de esta concepción en la exposición que Pfleiderer hace
del curso de la historia de U religión le inducirla a cierta incoherencia (cf. ibid.,
5ó$s), pero podría también contribuir a explicar la cuestión de que tratamos arriba.
En cambio, la tensión entre una concepción psicológica y otra ontológica de la
relación entre dependencia y libertad de la que habla LEUZE, l.c, 174, no parece
que se pueda mantener en esos términos sobre la base de una psicología metafí-
sica*
46
O* PFLEIDERER, Rtligionsphilosophic auf gcschichtlicher Grundlage, 1896 (3.' cd.),
326s. Cf. la critica de R. LEUZE, LC„ 380S.
47
PFUICOIER, Le*, 34Qs. Sobre el concepto de religión de Pfleiderer en la primera
edición de su obra, cf. Lixm, 185s.
46
LEL-ZH, 252, 299. Como Leuze señala (30ls), Biedermann le criticó por ello*

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f. E¡ concepto de religión y la teología 143

organizado la exposición de esta historia y, sobre todo P la de la evo-


lución de la idea de Dios según el modelo sugerido por Max Müller
y Paul Asmus, q u e pensaban que en el cristianismo se sintetizan dos
tipos de religión: el ario (representado por la India. Irán y Gre-
cia) y el semita**. Es decir, q u e el concepto psicológico de la esen*
cía de la religión y la presentación de la historia de la religión
i n f o r m a d a % por la investigación empírica de las religiones se en-
c u e n t r a n fundamentados independientemente el uno de la o t r a , pero
también dispuestos hacia la convergencia* Por tanto, vale también
para la última filosofía de la religión de Pfleiderer lo q u e Bieder-
m a n n le objetaba, es decir, q u e nadie se acerca a a historia de la
religión sin haberse formado ya a n t e s una opinión sobre la esencia
y sobre la verdad de la religión 5 1 . La argumentación de Pfleiderer
sólo avanzó en precisión. En c a m b i o , el problema contrario, es de-
cir, el de q u e un concepto general de religión presupone siempre la ¡491
perspectiva determinada de una religión —en el caso de Pfleiderer,
la del cristianismo— permaneció sin r e s o l v e r u .

E r n s t T r o e l t s c h s o m e t i ó a u n a c r í t i c a y a definitiva l a c o m p r e n s i ó n
del c u r s o d e l a h i s t o r i a d e l a religión y d e l a v e r d a d d e l c r i s t i a n i s m o
como realización de un concepto general: lo históricamente único y lo
individual no puede ser deducido de conceptos generales *\ Es verdad
—pensaba Troeltsch— q u e en la historia se da lo universaImente válido.
Pero lo umversalmente válido son valores y normas, procedentes de una
c o n s t r u c c i ó n ideal r e a l i z a d a p o r e l e s p í r i t u h u m a n o , q u e t i e n e n , a s u
vez. un o r i g e n h i s t ó r i c o y q u e , p o r lo q u e r e s p e c t a a su á m b i t o de va-
lidez, s o n o b j e t o d e c o n f l i c t o s históricos 5 *- C i e r t a m e n t e las d i f e r e n t e s
c o n s t r u c c i o n e s d e v a l o r e s s e o r i e n t a n h a c i a c o n t e n i d o s y fines c o m u n e s .
p u e s e l e s p í r i t u h u m a n o e s igual e n t o d o s l o s i n d i v i d u o s ; p e r o p o r s e r
d i f e r e n t e s e n t r a n i n e v i t a b l e m e n t e e n conflicto, d e m o d o q u e n o s e p u e d e
l o g r a r n i n g ú n r e s u l t a d o a b s o l u t a m e n t e definitivo m i e n t r a s l a h i s t o r i a
siga a d e l a n t e 5 5 -

** LEUZE, 260*262, 270$. Esta visión de las cosas está todavía presento en la ter-
cera edición.
& R LEUZE, 188-247 y 260ss, documenta de manera impresionante cómo Pfleiderer
recibió amplfei mamen te la investigación de la ¿poca en el campo de la historia
de la religión.
Si A. E. BnwjtMANN, Pfleiderers Rttigionsphilosophie, Protestan! ische Kircherwei-
tung t Berlín 1878, csp. 1103. Cf. LLUZE 302. Es una pena que Lcuzc no haya valo-
rado suficientemente la sistematización implícita en la convergencia entre psicolo-
gía e historia de la religión en la filosofía de la religión de Pfleiderer, en particu-
lar por lo que se refiere a La tercera edición de la obra.
£ Cf. la nota 44$. Este asunto serla denominado luego «circulo psicológico-rc-
ligioso» por G. WOBBERMIS, Die religionspsychologische Methode in Religionswts-
senschaft und Theolo&ie, Leipzig 1913, 405ss. Calificándolo de circulo inevitable
Wobbermin abría de par en par las puertas al subjetivismo.
u E. TROELTSCH, El carácter absoluto dei cristianismo, Salamanca 1979, 57-74 [1902,
1912 (2*ed.|, 25-411.
» Ibid., 63 [27J, cf. 79ss [54ss, csp. 57sl.
3$ Sobre la igualdad de contenidos y fines, cf. ibid., 81ss (56$, 60 y 68ss (aplica*
ción a la temática religiosa)!. Cf., también, E. TROELTSCH, Geschichte und Meta*

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144 IIL La realidad de Dios en ¡as religiones

Lo nuevo de la visión de Troeltsch sobre la historia de la religión no


era t a n t o el rechazo de la tesis del «carácter absoluto» y de la recons-
trucción del curso de la historia a partir de un concepto. Pfleiderer, en la
última fase de su trabajo, habla preparado o incluso adelantado ya estos
d o s p u n t o s de la concepción de Troeltsch. Nuevo era, en cambio, el sig-
nificado dominante q u e Troeltsch le asignaba a la confrontación e n t r e
distintas normas y valores, surgidos históricamente, en u n a lucha por la
universalidad de su validez. De aquí surgía como de p o r sf la imagen
de un proceso abierto, aunque, por supuesto, Troeltsch personalmente
defendía la tesis de la validez suprema del cristianismo en la actual si*
tuación religiosa del mundo 3 6 .
En cambio, lo m á s flojo de la proposición de Troeltsch era la inser-
ción de sus explicaciones sobre la esencia de la religión en el m a r c o
de u n a función psíquica «fundamental» constructora de «sentimientos
150 ideales de valor». El h o m b r e se rendirla al «poder elevante y conductor
del espíritu» de dichos sentimientos. E n t r e ellos la religión tendría como
contenido propio «la relación con un poder infinito, o infinito según la
medida de nuestro entendimiento». En esa relación «va siempre inex-
p l i c a b l e m e n t e implicado el carácter práctico de la religión en c u a n t o
anhelo de un bien supremo» 5 7 . En 1895 Troeltsch creía todavía q u e en
ese «dato primordial» de la psicología estaba la garantía de la verdad
de la conciencia religiosa como conciencia de Dios M . Más t a r d e se dio
cuenta de que la psicología sola no podía cargar con el peso de e s a
prueba y la complementó con una tesis de tipo trasccndental-filosófico
sobre una disposición apriórica del h o m b r e para la religión' 9 . Por fin
se inclinó de nuevo al supuesto de que para ello era en realidad insus-
tituible la fundamentación metafísica. Hacía tiempo que Pfleiderer y
Bíedermann habían expuesto la necesidad de u n a descripción metafísica
de la religión, como complemento de la psicológica. Además, en Troeltsch
no encontramos nada equivalente a las ideas de Pfleiderer (y de Lipsius)
sobre la relación interna en la q u e se encuentra la conciencia religiosa
individual con la conciencia del mundo y con el sistema social. Pero

physik: ZThK 8 (1898) 1-69. csp. 40. Sobre la trascendencia de lo absoluto respecto
de la historia, cf. El carácter absoluto del cristianismo, 79ss (57s, 69s, 80 y también
98ss].
& El carácter absoluto del cristianismo, 91ss [89s). Cf, Geschichte xmd Meta-
physik: ZThK 8 (1899) 35.
* E. TROELTSCH. Die Selbstandigkeit der Religión; ZThK 5 (1895) 36M36. csp. 390*.
392 y 396. En El carácter absoluto... no avanza nada en esta cuestión [cf. sólo la
p. 56s de la 2.* cd.]. Más tarde, Troeltsch retiró la terminología de psicología de
valores y hablaba sólo de una «autorrclación a un absoluto presente en el alma»
como •núcleo de los fenómenos religiosos» (Ges. Schriften, II, 1922. 370).
* ZThK 5 (1895) 406s.
* E. TitOíXTsca. Psicología y teoría del conocimiento en la ciencia de ¡a religión
(1905) [en id.. El carácter absoluto del cristianismo. Salamanca 1979. 191*225], Cf.. al
respecto, la nota 179 del capitulo anterior.

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2. Esencia antropológica y teológica de la religión 145

incluso la descripción psicológica es mucho más precisa en Pfleiderer


(en concreto, en su primera obra) que en Troeltsch, Es cierto que ésle
describía ya desde un principio la conciencia religiosa como conciencia
de un poder «infinito* que eleva al hombre. Pero, como si fuera algo
evidente, concebía que dicho poder era uno solo e incluso se asombraba»
en 1912, de que William James encontrara más bien rasgos politeístas
que monoteístas en la psicología de la experiencia religiosa «°.
De modo que tampoco Troeltsch resolvió el problema del condicio-
namiento previo de la formulación del concepto de la esencia de la re-
ligión en la perspectiva de una determinada religión histórica. El trata-
miento de este problema nos conducirá a la conclusión de que es nece-
sario distinguir entre la base antropológica de la religión y la religión
concreta. Una distinción que habrá de inspirarse en la cuestión de la
relación en la que se encuentra la religión con la realidad de Dios y de
los dioses. A lo cual vendrá luego ligado el tema de la relevancia teológi-
ca de la historia de la religión.

2. LA ESENCIA ANTROPOLÓGICA Y LA ESENCIA


TEOLÓGICA DE LA RELIGIÓN

A esa unidad que, a pesar de la diversidad de las imágenes de los


dioses y de la variedad de los cultos, presenta la temática religiosa, la
Modernidad primera le daba nombre presuponiendo la existencia de una
religio naturalis. Las religiones de los pueblos aparecían entonces como
distintas formas de degradación de aquellos orígenes unitarios de la
religión ligados a un estado original de la humanidad. La revelación cris-
tiana, en cambio, era considerada como la recuperación purificada de
dichos orígenes.
Pero esta concepción no podía ya sostenerse cuando, en los humbra-
les de nuestra época contemporánea, se abrió paso la convicción de que
la realidad originaria y concreta de la religión no hay que buscarla en
una religión natural de validez humana universal, sino en las religiones
positivas e históricas de los pueblos. Lo que quedaba entonces como
lazo de unión en medio de esta pluralidad de las religiones era tan sólo
el concepto general de religión, el concepto de su común «esencia». Lo
común a toda religión no era, pues, ya algo que precediera realmente a
la pluralidad histórica de las religiones, como sucedía antes con la figura
de la «religión natural»; tampoco era ya, al modo de la «religión racio-
nal», el origen trascendental de dicha pluralidad empírica- Lo común
de la religión se encuentra sólo en y con la pluralidad concreta de las

*° Empirismus und Platonismus in der RctigivnAphiiosophie, en Gesammeite


Schríften II, 364-385, csp. 380.
146 l¡L La realidad de Dios en las religiones

r e l i g i o n e s . Ahora b i e n , sólo s i c o n t a m o s con u n c o n c e p t o a s i d e l o esen-


cial d e l a religión * \ p o d r e m o s , p o r u n a p a r t e , h a b l a r d e «la» religión
152 c o m o f e n ó m e n o u n i t a r i o y , p o r o t r a , i d e n t i f i c a r e n c u a n t o tales, e s d e c i r ,
c o m o r e l i g i o n e s , l a p l u r a l i d a d h i s t ó r i c a d e las m a n i f e s t a c i o n e s religiosas,
p u e s s ó l o é l n o s h a c e p o s i b l e c o m p r e n d e r l a s c o m o m a n i f e s t a c i o n e s di*
v e r s a s d e l a m i s m a e s e n c i a d e l a religión.
S c h l e i e r m a c h e r t r a t a b a , p o r e s o , e n e l s e g u n d o d e s u s d i s c u r s o s Sobre
la religión, de 1799, d e l f u n d a m e n t o c o m ú n s o b r e el q u e se a s i e n t a la
p l u r a l i d a d d e las m a n i f e s t a c i o n e s religiosas. T o d a s e l l a s d e s c a n s a n s o b r e
i n t u i c i o n e s y s e n t i m i e n t o s del « u n i v e r s o » . C o n e s t a d e s c r i p c i ó n se des-
ligaba e l c o n c e p t o esencial d e l a religión d e l a i d e a d e D i o s 6 2 . S e g ú n l o s
Discursos, Dios n o e s m á s q u e u n a i n t u i c i ó n r e l i g i o s a e n t r e o t r a s . L o
cual es coherente con la tarca que se proponían: formular el concepto
d e religión c o m o c o n c e p t o g e n e r a l d e tal m o d o q u e s e p u d i e r a d e s i g n a r
c o n 61 no s ó l o lo q u e es c o m ú n a las religiones m o n o t e í s t a s , s i n o tam*
b i e n l o q u e , e n c u a n t o religiones, u n i r í a a las religiones n o m o n o t e í s t a s
con a q u é l l a s .

E s é s t a u n a t a r e a q u e sigue s i e n d o h o y t e m a d e las d i s c u s i o n e s e n

** A, JEFFNEJU The Study oí Religious Lauguage, Londres 1972, 9. propone que,


a falta de una definición unitaria de «religión» generalmente aceptada, nos con-
tentemos con la constatación de una «semejanza de familia* entre los fenómenos
que habríamos de denominar religiosos. Pero esto no basla para justificar el uso
de! concepto de religión en todos esos casos. Es preciso dar nombre a eso común
que se pone de manifiesto en las mencionadas semejanzas. Algo similar habría
que decir también de la propuesta de reducirse a enumerar «rasgos esenciales»
(W. TRILUIAAS, Religionsphilosophte, Berlín 1972, 30ss), Esos rasgos esenciales sólo
pueden ser tenidos por rasgos esenciales de la religión si se puede mostrar que
forman parte del concepto de la esencia de ésta. L T. RAMSEY, Relígious Language. An
Empirical Placing of Theologícal Phrases (1957), Macmillan Paperback 129, 15ss, re-
curre a «situaciones» de experiencia religiosa* Tampoco esto puede reemplazar a
un concepto unitario de religión —cosa que, por lo demás, no era la intención
de Ramsey— sino que más bien lo presupone como criterio para distinguir dichas
situaciones de otras. De estas situaciones sólo se puede partir a modo de introduc-
ción a la definición del concepto de religión. Según Ramscy la linca diferenciad ora
está en el motivo de la «dísclosure» (2ós*0. Pero los ejemplos de «disclosurc» no
religiosa que el mismo Ramscy aduce nos hacen dudar que ese motivo sea capaz
de actuar como criterio dtfercnciador de las situaciones religiosas de otras de tipo so
mejantc. A lo específicamente religioso llega Ramscy cuando describe el compro-
miso con el que se responde a la «disclosurc* como un «total commitment* (31),
pero de este modo lo está definiendo sólo antropológicamente* Su explicación
de que el compromiso religioso ha de ser entendido como «a total commitment
to the whole universo (41), nos recuerda el concepto de Utttversutn de Schleier-
macher, pero sigue siendo demasiado poco especifica como definición del conteni-
do del comportamiento que haya de ser calificado de «religioso». F, WACKER, Was isi
Religión?. 1986, I6f !9s., 24, i35s,, ha subrayado, con razón, la importancia del con-
cepto general de religión para las pretcnsiones religiosas de estar en posesión de
una verdad de validez humana universal.

*3 F. StHLEiERsuatfJi, Sobre la religión no trata de Ea idea de Dios más que a modo


de apéndice al final del capitulo sobre la «esencia» de la religión (80ss [123ss]) y
considera que es una idea que aparece como dependiente de la «dirección» de la
fantasía religiosa (84s [128s]).

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2. Esencia antropológica y teológica de la religión [47

t o r n o al concepto de religión. Los intentos de definir este concepto han


alcanzado u n a variedad inabarcable. En el fondo porque se han desligado
de su vinculación con la idea de Dios, pues en esta desvinculación se
encuentra la causa de que, inexorablemente, u n a y otra vez se revelen
como insatisfactorios.
Para fundamentar la necesidad de desligar el concepto de religión
del concepto de Dios se acude a que las imágenes de la divinidad son
m u y plurales, en particular por lo q u e hace a concepciones monoteístas
y concepciones politeístas. Pero no sólo a esto: además, y ante todo, se
remite también a que hay religiones que carecen de toda imagen de
Dios, como el budismo primitivo t ó . El resultado suele ser entonces u n a
definición puramente antropológica del concepto de religión como, por
ejemplo; u n a dimensión de la vida humana (si bien, la últimamente
válida: ultímate)** en la q u e se expresa un compromiso incondicional o
u n a m u y intensa y comprehensiva asignación de valores 6 5 .
No cabe duda de q u e definiciones del concepto de religión de ese
tipo, p u r a m e n t e antropológicas, no son simplemente erróneas. Describen
disposiciones y modos h u m a n o s de vivenciar las cosas que surgen en
conexión con los contenidos religiosos. Lo mismo se puede decir de las
llamadas definiciones «funcionales» de la religión que comprenden su
esencia a p a r t i r de su función para la unidad de la sociedad o de la
cultura, ya sea como «curación de la contingencia» o también, más en
general, como fuente de la conciencia que el h o m b r e tiene de si mismo
o de un sentido global del mundo y de la sociedad 6 6 . En realidad, la
religión desempeña de hecho funciones de ese tipo- Uno de los efectos
históricos más característicos de las religiones es el de fundamentar la
conciencia individual y social de sentido, así como también, en intima
conexión con eso, el de dar unidad al m u n d o social- Sin embargo, una
definición de la religión dirigida por dichas funciones, u n a definición
funcional, no llega a tocar el punto neurálgico del q u e p a r t e el efecto
mencionado, el único del que puede partir. De ahí q u e se haya pedido.

** Un ejemplo más reciente de este tipo de argumentación se encuentra en


F. FERRÉ. Basic Modern Phitosophy of Religión, Londres 1968.46. Cf. también E- Duwt-
HEIM. Las formas elementóles de la vida religiosa (1912). ed. de R. Ramos. Madrid
1982. 26ss. Cf.. más abajo, nuestra critica de esta argumentación en las pp. 152s.
** J. F. STRENC, Vnderstanding Retigious Ufe (1960). 2? cd.. 1976, 5ss. se remite
a esta tesis de P. TILLÍCH [Religión as a Dimensión in Man's Spiritual Life, en
K. C. Kmaux (cd.). Theotogy of Culture. Oxford UP 1959] y la desarrolla convir*
tténdota en la tesis de que «religión is a means of ultímate transformalion» (7).
** Así. F. FERR¿. Le.. 69,
" Esta última concepción ha sido muy influyente, sobre todo, en la sociología
de la religión a partir de E. Durkhcim. Pero se la defiende en muchos otros ám-
bitos. como hace, por ejemplo, recientemente H. LÜBSE. Religión nach der Aufkla-
rung, Cra2. etc.. 19S6. 219-255 contra críticos como R. SFABUNN, EinsprÜche. Chris-
tuche Reden, Eínsicdeln 1977. 51-64.

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148 ///. La realidad de Dios en las religiones

con toda razón, que, más allá de la descripción funcional, se dé una


definición de contenido (sustantiva) de la religión 6 7 .
Ya en 1917 le objetaba Rudolf Otto a la definición que daba Schleier-
macher de la religiosidad, como sentimiento de total dependencia, que
no se trataba en ella más que de un mero «sentimicnto-de-wno-mismo»,
el cual sólo indirectamente, es decir, a través de u n a inferencia de la
causa originante, estaría unido a la idea de Dios. Ahora bien, la con-
ciencia religiosa se orienta ^primera y directamente a un objeto fuera
de mt»é Por eso definir el concepto de religión por medio de un senti-
miento de uno-mismo estaría «totalmente en contra de la situación aní-
mica real»**. Sólo como «efecto subsequentc», es decir, como «una deva-
luación de sí mismo del sujeto de la vivencia» iría aparejado a la viven-
cia de lo numinoso un sentimiento de dependencia o. mejor dicho, un
sentimiento de crcaturidad **.

Otto no habría podido hacer esta crítica a la teoría de la religión de


Schleiermacher en su versión originaria de los Discursos. Allí el senti-
miento religioso aparecía claramente pensado como efecto producido por
o t r o que está «fuera de mí*, es decir, como un efecto del «Universum»,
al que se atribuye una acción sobre los hombres que es la causa y el ob-
j e t o de las intuiciones y de los sentimientos religiosos 7 * Por eso prefería
decididamente Otto la concepción de la religión del Schleiermacher de
los «Discursos» a la expresada luego en la «Doctrina de la fe» 71 . Lo que
hizo fue, claro está, sustituir el concepto schleiermachiano de «Univer-
sum», como designación general del objeto religioso, por el de lo «San-
to». Ya en 1915 había visto N. Soderblom en este último concepto u n a
mejor «varita mágica» —en comparación con la idea de Dios— para
poner al descubierto lo común a toda religión, «desde la sociedad más
primitiva hasta la cultura m á s elevada» 7 3 . Pero el concepto de lo s a n t o
padece la misma deficiencia que el de «Universum» de Schleiermacher:

*T P. BERCER, Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona 1971. 241-246.


esp. 245 J1967. 175-178. csp. I77s].
*» R. OTTO, LO santo (1917), cd. de F. Vela, Madrid 1965. 22 [1947 (2/ cd.) 10].
** Ibid., 22s flll Véase lambían la crítica del Autor a la argumentación de
Schleiermacher en Anthropotogie. 246. ñora 33.
*7 F. SOÜÍIERMWIER, Sobre ta religión. 37ss, cf. 45 [1779, 55s, cf. 67].
' Sobre el significado que tuvo para Otto la concepción de la religión de los
•Discursos», cf. H.-W. SCHUTTC, Religión und Chrístentum in der Theologie Rudolf
Ottos,
72
Berlín 1969, 22-23.
N. StioERBLOU, Das Werdett des Gottesglaubens* Untersuchung über die Anfdnge
der Religión. Leipzig 1915. 2.a cd., 1926, 181. Duiuwm había utilizado ya en 1912 el
concepto de lo santo, como «caraclfcrc commun» de todos los contenidos religiosos
de le, para hacer una «definición» del concepto de religión (Les formes élétnentai-
res de la vie retigicusc, París 1912, 50ss). Y ya antes había tratado W. WIMM-JUND
el concepto de lo santo como el concepto fundamental de su filosofía de la religión,
aunque aún en el sentido del prototipo de los valores y de las normas que confi-
guran la vida lógica, ética y estética (Das Hcilige. Skizze zur Religiofjsphilosophie,
1902, en Prdludien 2, Tubinga. 5.' cd., 1914, 295-332. esp. 305).

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2. Esencia antropológica y teológica de ¡a religión 149

no define el objeto concreto de la experiencia religiosa, sino una esfera


general en la que la reflexión encuadra dicho objeto. O t t o lo hacía con-
traponiendo esa esfera a la de la experiencia profana del mundo, es de-
cir, una visión del mundo religiosa a otra naturalística 7 3 .
En cambio, el «Univcrsum» de Schlciermacher no hacía referencia
a un m u n d o distinto del de la experiencia ordinaria. AI contrario, abría
la posibilidad de u n a comprensión m á s profunda de la misma realidad
finita poniendo lo finito en conexión con lo infinito, ya que a lo finito lo
«recortamos* siempre de lo infinito y está, por eso, permanentemente
en relación c o n ello 7 4 . La grandeza de la comprensión schleiermachiana
de la religión está, en muy buena parte, en no haber contrapuesto la
religión y su contenido al resto de la realidad del h o m b r e y de su m u n d o
como algo añadido a ellos, sino en haberlos visto como una comprensión
m á s profunda y m á s consciente de la realidad única de la vida. Por el
contrario, el concepto de religión marcado p o r lo santo, entendido en
oposición a lo profano, implica el dualismo de una visión religiosa del
mundo frente a otra no religiosa* Pero si exceptuamos esta diferencia.
la descripción que hace O t t o comparte con la de Schleiermacher la sus-
titución del objeto de la experiencia religiosa p o r u n a reflexión sobre
la esfera objetual (Gegenstandlichkeit) religiosa general- Incluso el ob*
j e t o de u n a experiencia religiosa que todavía permanece indefinido es
algo distinto de la mencionada esfera: aun c u a n d o la experiencia fuera
experiencia de un numen, es decir, de u n a magnitud cuyas propiedades
aún se desconocen, su objeto no es nunca «lo numinoso»*
La esfera objetual religiosa general estaría bien descrita como la di-
mensión religiosa de la subjetividad humana y del horizonte mundanal
de esta- De ahí que no forme parte todavía de la experiencia religiosa
concreta, q u e supone ya un estar tocados por un encuentro con la divi-
nidad. Esta consideración afecta t a n t o a Otto como a Schleiermacher.
Con todo, la descripción q u e Schlciermacher hace en su segundo Dis-
c u r s o sobre la religión acierta mejor con lo fundamental de la men-
cionada dimensión religiosa de la subjetividad que el concepto de lo
santo de Otto- Este concepto p r e s u p o n e u n a conciencia del m u n d o de
lo profano q u e se retira de este m u n d o para oponerle el mundo de lo
santo. Y entonces, si se mantiene que en lo s a n t o encontramos el tema
fundamental y abarcante de la religión, no es difícil que la conciencia
religiosa aparezca como algo secundariamente añadido a la conciencia
profana del m u n d o 1 5 . Por el contrario, el concepto schleiermachiano de

71
Según Otlo la apologética religiosa, al contrario que el naturalismo* trata la
naturaleza como «algo que hace referencia a lo divino, como algo que apunta más
allá de sí mismo* Waturatistische und retiñióse Vfeltansicht, 1904. 3/ eu\É 1929, 280)-
w F. SCHLEIERMACHER, l.c, 37 [53],
w Víase también la critica de la definición del concepto de religión por medio

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¡50 III. La realidad de Dios en ¡as religiones

universo —en t a n t o que equivalente del de infinito— contiene la condi-


ción de posibilidad de la configuración de la conciencia de los objetos
finitos y, por tanto, también del mundo profano mismo. La conciencia
religiosa se opone a la profana sólo porque ésta no se da cuenta de que
ios objetos finitos lo son bajo la condición de ser «recortados», es decir.
«definidos», sobre el fondo de lo infinito. Aquí hay también en la con*
cepción schlciermachiana de la religión un lugar para la contraposición
entre sagrado y profano, contraposición que resulta, empero, ser un
m o m e n t o derivado y subordinado. De ahí que, a diferencia de la de
Otto, la teoría de la religión de Schleiermacher sea capaz de explicar
por qué la conciencia religiosa entiende q u e lo santo es constitutivo
también de la realidad profana de la vida del h o m b r e : porque saca a la
luz la verdad de lo finito» verdad que permanece oculta p a r a la concien*
cia profana del m u n d o , orientada superficialmente a lo tangible y a lo
útil de las cosas finitas, es decir, la verdad de que lo finito no se encuen-
tra fundamentado sobre si mismoo. sino «recortado» sobre el horizonte
de lo infinito y del todo.

Era la conciencia atemática de lo infinito como condición de posibi-


lidad de cualquier captación de lo finito lo q u e habla constituido el ar-
gumento decisivo que Descartes presentaba en su tercera Meditación
como prueba de su presupuesto de q u e hay en cada h o m b r e un conoci-
miento de Dios originario, innato. Nosotros hemos aclarado ya que la
intuición de lo infinito que precede a todos los demos contenidos de la
conciencia sólo puede ser tenida por conocimiento de Dios a posteriori,
es decir, partiendo de la conciencia explícita de Dios de las religiones
monoteístas. Es entonces cuando se puede efectivamente convertir en
un testimonio probatorio de que el h o m b r e se encuentra siempre, en
todas las expresiones de su vida consciente, remitido al Dios que la reli-
gión le anuncia como su creador, Pero de p o r slP incluso ya p o r carecer
del carácter explícito de lo tematizado, no hay ahí todavía conciencia de
Dios, ni siquiera conciencia religiosa explícita. Esta conciencia se adquie-
r e , según Schleiermacher, cuando el h o m b r e descubre en algún objeto
finito que eso que el objeto es sólo lo es en el horizonte de lo infinito,
es decir, como una demarcación en lo infinito acontecida en virtud de la
«definición» de su especificidad* El joven Schleiermacher describía la
toma de conciencia de dicho acontecimiento como una «acción» de lo in-
finito, del universo, que se hace valer en la conciencia del hombre a través

del concepto de lo santo hecha por W. DITPKÉ, Religión in Pritnitive Cultures. A


Study in Ethnophilosaphy; Montón, etc.» 1975, I37s. Lo que, en cambio, subraya
Duprt es la tendencia de la conciencia mítica a concebir contextos universales de
sentido (138). No habría que aislar a lo santo de los contextos de significado en
los que se lo experimenta (139), De este modo, se encontraría siempre ligado a la
«dinámica of culture génesis» <139s. CJ. 246ss y 255*). Cf., también. R. RtintCHT,
Zum Problem der reíigiósen Erfúhrung, en Wissenschaft und Praxis in Kirchc tmd
Gesetlschaft 63 (1974) 289ss, csp. 292s.

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2, Esencia antropológica y teológica de la religión 151

del objeto finito en el que, desde ese momento, lo infinito «se pone a
nuestra vista», es «intuido» (*ange$chaut* wird)* Porque el paso de la
comprensión profana de lo finito a la religiosa no se puede explicar con
los medios de la conciencia profana, que es ella misma finita. De ahí que
el hecho de que lo infinito, el «universo», aparezca en lo finito tengamos
que entenderlo como una acción del universo mismo.
Uno de los p u n t o s flacos de la teoría de la religión de Schleiermacher
de 1799 está sin duda en no haber tematizado la figura específicamente
religiosa de esa realidad que se le muestra en el objeto finito a la con-
ciencia religiosamente despierta. Una figura que es distinta t a n t o del
objeto finito, medio de su mostración, como del horizonte general de lo
infinito o del universo 7 6 . Y precisamente esa figura que es distinta de
la mediación finita, pero que sólo en ella nos sale al encuentro, es el
objeto religioso concreto al que la más reciente ciencia de la religión
designa, con una caracterización general, como «poder» 7 7 . Pero hoy ese
«poder» que habita determinados objetos finitos c incluso también de-
terminados seres humanos ya no es tratado como la idea central y auto*
noma de una fase originaria de la religión, llamada «prean ¡mista», a
partir de la cual se habría desarrollado luego la idea de Dios. Se piensa
más bien que se trata de un aspecto parcial de la experiencia misma de
Dios. Los elementos de esta experiencia los resumía ya Gerardus \\ der
Lecuw con la fórmula «poder y voluntad configurados en un nombre» 7 *. 157
El ser humano, al sentirse afectado de una determinada manera por un
poder para ól desconocido, lo experimenta como u n a «voluntad». De ahí
que las experiencias de poder y de voluntad vayan originariamente
juntas *

** Es muy probable que de lo dicho arriba dependa también la confusa ambi-


güedad que acusa el concepto de intuición (Anschauung) religiosa en la versión orí*
gínal de los Discursos. En el segundo Discurso (esp* 38ss (56ss]> parece que en
la intuición religiosa se trata de que algo finito, que es también objeto de la per-
cepción normal, es experimentado como medio de la presencia del universo, de lo
infinito y del todo, es decir, que estaríamos ante una «percepción inmediata» (39 [St]).
En cambio, las «intuiciones* de ias que habla el Discurso quinto son mas bien, en
cuanto «intuición central» (168s, cf. 171s, I81s [259$ cf. 264s, 281s]> de una religión
positiva particular, representaciones (Vorstctlungent generales; asi, por ejemplo, la
«idea... de la retribución general inmediata» (186 [287]) o, en el caso del cristia-
nismo, «de que todo lo finito necesita una mediación superior para poder estar
en relación la divinidad» (195 [301]). Cómo se pasa de la intuición religiosa en el
primer sentido a !a entendida en el segundo sentido es algo que Schleiermacher
no ha aclarado.
77
F. HF:TIJ-:KP Erscheinungsformen tind Wesen der Religión, Stuttgart 1961, 33,
habla del «vuelco» que ha experimentado la moderna ciencia de la religión «con
el descubrimiento del concepto de *podcrV Sobre la historia del «concepto de
poder» en la ciencia de la religión desde R. R. Marctt, cf. W. DurnÉ, Religión and
Primitive Cultures, 1975, 46ss.
" G. VAN DES LEEVW, Fenomenología de la religión (1933), México/Buenos Aires
1964.
79
139 § 17 [1551.
W. Dupré habla de una «primordial coincidencc bctween thc personal and the
powerful» en la experiencia de las religiones primitivas (Le, 279).

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152 f//. La realidad de Dios en las religiones

Frente a ta concepción de la religión como fenómeno puramente an-


tropológico, expresión y creación de la conciencia h u m a n a , la moderna
ciencia de la religión la considera, con razón, como «una magnitud de
doble cara»: «abarca al h o m b r e y a la divinidad», pero de tal modo que
la divinidad aparece en esta relación «como algo preveniente, atemori-
zante, absolutamente válido, intocable» *\ Ya Rudolf O t t o se había vuel-
to de un m o d o semejante contra la reducción del concepto de religión
a antropología llevada a cabo por Schleiermacher en su Doctrina de
¡a fe. Pero, al parecer, esa reducción no la puede evitar fácilmente la
ciencia de la religión, ni cuando cae en la cuenta del problema. Es ver-
dad q u e Nathan Soderblom, por ejemplo, en su revisión del Compendio
de historia de ta religión de Tiele. definía la religión como «la relación
entre el h o m b r e y los poderes suprahumanos en los que cree y de los
que se siente dependiente» 1 1 . Pero sus explicaciones muestran que de lo
que en el fondo se trata es de la relación con la divinidad desde el lado
del h o m b r e . Parecida era la descripción del concepto de religión que
había hecho William J a m e s como la denominación de «los sentimientos,
los actos y las experiencias de los hombres» «en cuanto éstos se saben
en relación con un cierto poder divino, como quiera que se imaginen
este poder» 1 2 . Es decir, que es el hombre, con sus sentimientos, acciones
y experiencias, el q u e constituye la base de las investigaciones de las
ciencias de la religión. G. van der Leeuw ha manifestado sin rodeo nin-
guno que ese método de la ciencia de la religión está en contradicción
con la intención propia de las religiones: «En la religión es Dios el agente
en su relación con el h o m b r e ; la ciencia» en cambio, sólo nos habla de
la acción del h o m b r e en su relación con Dios, nada de la acción de
D i o s » " , Al parecer van der Leeuw asumía esta contradicción como algo
inevitable. Pero así no se hace sino alimentar la sospecha de q u e la
ciencia de la religión, ya p o r su mismo planteamiento metodológico,
yerra su objeto, pues éste, como ha subrayado con razón Friedrich
Heiler, se caracteriza por la precedencia de la divinidad. Ahora bien,
tampoco Heiler ha hablado de la acción de la divinidad en el cuerpo

» F. HEILER. Le., 4.
*' TieteSoderbtoms Kompendium der RcligionsBCSchichte. 5.' ecL Berlín 1920. 5*
** W. JAMES, Las variedades de la experiencia religiosa {\93l\ Madrid 1986. 34
[New York 195Í, 421. G. LAKGEKOWSKI, en su Einführung rn die Retigitmswisscnschaft,
Darmstadt 1980, defiende <25s) la descripción general de la religión como «mutua
relación existencia!» entre la divinidad y el hombre (23) tanto contra la tesis de
que no es la divinidad, sino lo santo el objeto primario de Ea religión, como
contra quienes objetan que esa es una definición demasiado estrecha por no ser
aplicable al budismo primitivo (24). A esto último replica, con P Wilhelm Schmidt,
haciendo referencia al carácter de filosofía del budismo originario* Lo decisivo
para su argumentación parece ser el hecho de que la historia de ta religión de ta
India, de la que surgió el budismo, habla estado, sin duda ninguna, marcada por
la experiencia de poderes divinos.
« G. VAN DCR U¿im'. Fenomenología de ta retigión, México/Buenos Aires 1964, 13
[1956. 2/ ed.t 31.

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2. Esencia antropológica y teológica de la religión 153

de su libio, y menos en el capítulo final en el q u e trata de la esencia


de la religión; habla del «trato dinámico» del h o m b r e con lo «santo» y
describe sintéticamente la religión como «adoración del misterio y en-
trega a é l » w . La adoración y la entrega son, sin duda ninguna, acciones
del h o m b r e . La tesis de Heiler, pues, de que «toda ciencia de la religión
es teología en cuanto tiene que ver... con la vivencia de realidades del
más allá» 1 5 se ha q u e d a d o en un programa que él no ha desarrollado en
su propia obra m á s que, en el mejor de los casos, reduciendo la variada
pluralidad de las religiones a la identidad de u n a experiencia mística.
De este m o d o lo históricamente peculiar de cada experiencia religiosa
queda minusvalorado en medio de o t r o s aspectos más institucionales de
la vida de la religión.

Esta problemática no se soluciona tampoco evitando de raíz el con-


cepto de religión y hablando, en su lugar, de fe (faith) y de formas de
f e * . Es cierto q u e el concepto de fe acentúa el momento de la relación
personal con la divinidad, p e r o también era ése el caso del concepto de
religio, al menos originariamente, y también la fe es, como la religión,
u n a forma de conducta humana. Y, además, puede ser tenida, incluso
todavía más fácilmente q u e la religión, por algo sobreañadido y m á s o
menos marginal a la realidad de la vida h u m a n a en el m u n d o , es decir,
como un compromiso personal m á s o m e n o s subjetivo. En favor del
concepto de religión está también el hecho de que tematiza con mayor
claridad que el de fe el carácter social de la conducta religiosa, que va
más allá de la relación individual y personal con Dios. Lo mismo se
puede decir del carácter universal de la temática religiosa, que abarca
a toda la humanidad y que se expresa con el u s o en singular de la pala-
b r a religión* 7 .

Contra la critica del uso en singular del concepto de religión, dada 159
la pluralidad de la conducta religiosa, se ha dicho, con razón, q u e es un
concepto imprescindible precisamente como concepto general, porque
da nombre a lo que de común a todos los hombres hay en medio de la

" F HEILEK, l.c, 561s.


* Ibid., 17.
** Es lo que hace W, C. SMITH, The Meaning and End of Religión (1962), Mentor
Book 575, 1964. 109-1)8, 141. Smilh mantiene el uso del adjeiivo «religioso» (176).
pero piensa que el sustantivo es una «reillcadón» (117, 120) y producto de la
perspectiva de un cspcciador: -The partid pan t is concemed wilh God; Ihe otacr*
ver has been concemed with 'religión'» (119)*
** También W. C. SMITH, Towards a World Theology. Faith and Comparativa His*
tory of Religión, Londres y Basingstokc 1981, 50ss, asume esta tendencia universal
y abarcadura de toda la humanidad que lleva históricamente unida consigo el con-
cepto de religión, pero como un tema propio de la teología. No porque quiera
excluir la participación del hombre en el concepto de religión, sino en contrapo-
sición a una cierta concepción de la religión como un mero añadido a lo huma-
no (51).

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154 ///, La realidad de Dios en tas religiones

multiplicidad de los fenómenos religiosos t t . Los fenómenos religiosos,


y en particular las ideas de Dios, son múltiples y diversos, mientras q u e
la estructura de la experiencia y del comportamiento h u m a n o s , gracias
a la unidad de la naturaleza humana, puede constituir un nivel de refe-
rencia unitario para esa multiplicidad. Al menos eso parece, y así lo ha
visto la fenomenología clásica de la religión. Aquí radica la tendencia a
reducir el planteamiento de las ciencias de la religión al aspecto h u m a n o
de los fenómenos religiosos, si es q u e no procede simplemente de los
prejuicios de la moderna cultura secularizada y de su correspondiente
concepto de ciencia. Pero contra este m o d o de ver las cosas está ha*
blando su postura contrapuesta a la conciencia religiosa misma, orien-
tada siempre por la primacía de la realidad divina. Esta contraposición
difícilmente se podrá mantener si es que la ciencia de la religión no
quiere exponerse a la justificada sospecha de no acertar con la peculia-
ridad de su propia temática ya desde el punto de arranque de su meto*
dología. Ahora bien, ¿cómo h a b r á de reflejarse en la ciencia de la reli-
gión el primado q u e la realidad divina tiene en la experiencia religiosa?
Una cuestión sobre la que se ha vuelto una y otra vez después de q u e
se cayó en la cuenta con claridad de la situación del problema. Pero lo
que en cualquier caso parece ser condición de toda posible solución es
que a la unidad de los fenómenos religiosos, de la p a r t e del hombre,
no sólo le corresponde una unidad abarcante de cada uno de ellos, de la
parte de la realidad divina, sino que esta unidad está ya en la base de
aquella o t r a . Naturalmente no se puede poner en juego aquí la unidad
divina de manera inmediata, en el sentido en que lo hacen las concep-
ciones monoteístas de Dios, para que el ámbito de validez de las afirma-
ciones de la ciencia de la religión no quede limitado ya de e n t r a d a a las
religiones monoteístas**.

m
Cf la argumentación de G. LANCUCOWSKI, l.c, 23, y de F. W.ACKER (cf*, más
arriba, la nota 61).
** En esto estoy totalmente de acuerdo con U. TWORUSCHEA, Kann man Reltgio-
nen bcwcrten? Probleme aus der Sicht der Religionswissenschfat, en U, TWORUSCH-
U/D. ZlLLESSEN (edsj, Thema Wettreügionen. Ein Diskussicms und Arbeitshuch
iür Religionspddagogett und Rcligionswissenschattlem, Franlcfurt y Munich 1977,
43-53. Pero Tworuschka ha entendido mal lo que yo digo en Teoría de ta ciencia
y teología, Madrid 1981, 3l0ss [1973, 304ss]: como si yo mantuviera que hubiera
que someter desde un principio las investigaciones sobre religiones no cristianas
a un criterio monoteísta cristiano* En realidad, la reflexión que hago en cJ men-
cionado pasaje sobre el concepto nominal de Dios (monotelstamente concebido)
como realidad determinante de todas las cosas está allí para mostrar que es po-
sible evaluar las afirmaciones sobre Dios por medio de las experiencias del mun-
do que hacen quienes le dan culto sin que esto signifique hacer valer un criterio
distinto de la misma divinidad de Dios, Se presupone que esto ultimo sería reli-
giosamente inaceptable. Pero las afirmaciones sobre Dios las estamos evaluando
de acuerdo con sus propias implicaciones, cuando, para ello, las contrastamos
con acontecimientos que. en principio, hay que incluir en el ámbito del poder
divino. Luego esto se puede aplicar también a las formas politeístas de concebir

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2. Esencia antropológica y teológica de la religión 155

Wilhelm Dupré, en u n a investigación sobre la religión de las culturas 160


primitivas, ha desarrollado una interesante tesis. La idea de Dios de di-
chas culturas estaría originariamente en conexión con la unidad de la
conciencia mítica, una bien organizada universalidad de relaciones sim-
bólicas que no es, p o r su parte, más q u e un aspecto del proceso cultural:
concretamente, el aspecto del origen de la cultura como un todo unita-
rio 9 0 . No hay, por tanto, u n a separación clara entre los diversos dioses.
Estos son concreciones de un c a m p o de poder que es absolutamente
trascendente y, al tiempo, omnipresente. En este sentido es posible ha-
blar de q u e en la comprensión de Dios de las religiones primitivas hay
unidad, sin perjuicio de la pluralidad de figuras divinas; «The God of
prímitive religión is the nameless one who is all-present» 4 1 . Sus concre-
ciones m á s o menos permanentes y diferenciables aparecen como figu-
ras divinas concretas. De esta manera nos resulta comprensible q u e los
dioses creadores de las culturas primitivas, q u e Andrew Lang (1898)
había observado y que le condujeron a él y, sobre todo, luego a Wilhelm
Schmidt (desde 1912) a la tesis del monoteísmo primitivo, puedan con-
vivir en dichas culturas con u n a pluralidad de o t r a s figuras divinas.
Ya Natham Soderblom había visto en 1915 q u e la alternativa de un
monoteísmo y un politeísmo puros es inadecuada para describir ese
fenómeno y que, p o r tanto, hay que dejarla de lado al t r a t a r la cuestión
del origen de la idea de Dios'". Es u n a alternativa q u e tendrá su lugar
en fases ulteriores del desarrollo de la historia de la religión. Pero la
interconexión originaría de a m b o s aspectos ha adquirido plausibilidad
con la «miticidad» de la constitución de la conciencia en las culturas
primitivas estudiada por Duprc; miticidad que constituye el marco de
la comprensión de Dios en dichas culturas.

De modo que las diversas figuras divinas tienen su lugar en el con-


texto de la concepción mítica de la unidad del mundo de la cultura,
tanto del orden natural como del orden social, unidad constituida gra-
cias a la acción de los dioses. Con razón ha destacado Jan Waardenburg
que la realidad de la religión es «el fundamento último de todo orden,
de todo criterio de orientación y de la atribución humana de sentido
(Sitwgebungi**** Sólo q u e para la conciencia religiosa no se trata prc-

J Dios. Sólo que en este caso el ámbho de poder de un Dios es mas estrecho,
pues
w
se encuentra limitado por el de otra* divinidades*
Religión in Primitive Cultures, 1975. 246ss. 255. 263 («myihicity»), 270ss (unió
mythica como «inicial reality ot prímitive religión»: 272)* Con estas explicaciones
de Dupré converge la constatación de W* C. Sumí, Towards a World Thcology.
1981, Sis. de que la ciencia occidental de ia religión se ha acostumbrado indebida*
mente a hablar de la religión como de una esfera particular de la vida con el ca-
rácter de un añadido respecto del mundo secular.
» W. DLTPRÉ, o.c, 279, Cf. también E* HMNUNC, Der Eme und die Vicien. Ágyp-
tischen Gottesvorstellungcn, Darmsladt 1971, csp. 42ss y, también. 142s, 183$*. 249.
TC
41
N. SftOERBiou, Das Viesen des Cottesglaubens, 1926 (2/ cd.). 159s.
J. WAABDEKBURG, Religionen und Religión, Berlín 1986. 24. Mientras que en

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15b ///. La realidad de Dios en /as religiones

161 casamente de ninguna atribución humana de sentido, sino de la fundación


divina de la unidad de sentido del mundo.
Relacionando la pluralidad de las imágenes de Dios con la unidad
del m u n d o de la cultura queda relativizada la contraposición e n t r e uni-
dad y pluralidad en la comprensión de la divinidad. Relativizada, p e r o
no resuelta. Ante todo no se ve q u e se haya s u p e r a d o la contraposición
e n t r e unidad y pluralidad partiendo de la comprensión misma de Dios-
Es verdad que se pueden apreciar inicios de un desarrollo hacia un sis-
tema de divinidades politeísta o también, en la dirección contraría, hacia
el monoteísmo. Pero, en el contexto de las culturas descritas p o r Dupré,
no está todavía desarrollada ninguna de estas dos soluciones.
¿Se trata de una competencia latente» o incluso abierta en algunos
momentos, entre las diversas figuras de los dioses, y posiblemente tam-
bién e n t r e los lugares de culto a los que iba ligada especialmente cada
divinidad, p o r conseguir el puesto preeminente en la cultura y en su
orden político? Así interpretó Hermann Kees en 1928 la atribución de
las mismas funciones, en particular de ser origen del mundo, a divini-
dades y lugares de culto diversos en la cultura del antiguo Egipto: a los
Nueve de Hermópolis. a Atón de Hcliópolis. a Ptah de Menfis y a Amón
de T e b a s w . Entonces la vinculación de la monarquía primero con Ptah.
luego con el dios sol Re y, por fin, con Amón, habría que juzgarla tam-
bién como el resultado de la competencia e n t r e las diversas divinidades
y de sus respectivos lugares de culto; y la tendencia de la historia de
la religión de Egipto a fundir e n t r e ellas a e s t a s divinidades resultaría
comprensible por el mismo motivo. Pero lo q u e aquí se t o m a por un
resultado ¿no será tal vez un dato originario, u n a peculiaridad de la
religión egipcia, capaz de intercambiar los nombres de los dioses por-
q u e sus mismas figuras no se encuentran claramente separadas unas
de otras, sino mezcladas entre ellas?'' 3 . En este caso el predominio de
un dios sobre todos los d e m á s , el llamado henoteísmo, sería un fenómeno
subjetivo q u e . según Erík Hornung. se limita incluso al m o m e n t o de la
a d o r a c i ó n * . En todo esto no sería posible descubrir ningún inicio de

este pasaje se habla todavía del concepto de -criterio de orientación» como de


una característica más de la religión, entre otras, en lo que sigue el concepto de
«sistema de criterios de orientación» es usado como formulación provisional del
concepto mismo de religión (34ss). Sobre la Interconexión de religión y conciencia
de sentido se me permitirá remitir a mi artículo Sinnerjahrung, Religión und
Gottesfrage: Theologie und Philosophie 59 (1964) 178-190 (extracto en Experiencia
de sentido, religión y pregunta por Dios: Diálogo Filosófico 1 (1985) 26*301 y taro*
bien a las exposiciones más antiguas de Eschatologie und Sinnerfahrunz: Kerygma
und Dogma 19 (1973) 39-52, csp. 4&>, y de Teoría de la ciencia y teología. Madrid
1981, 319s (1973, 314s].
•* H. KRFS, Der GÓtterglaube im alten Aegypten, 1941. Berlín 1956 (2.* edj.
» Así piensa E. HORKING, Der Etne und dte Vielen, Darmstadt 1971, esp., por
ejemplo, p. 142. y la polémica con Kees en 220ss.
* Ibid., 232s.

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2. Esencia antropológica y teolópcQ de la religión 157

evolución hacia el monoteísmo. El monoteísmo de Echnaton seria una 162


consecuencia, según Hornung, de «un repentino cambio radical en el
modo de pensar» 97 . Esta última conclusión, con su reconocimiento de
incapacidad para clarificar la motivación religiosa de los cambios fun-
damentales en la comprensión de Dios, nos pone al descubierto un punto
débil de la concepción de Hornung. Otro de estos puntos débiles estaría
en que la conciencia religiosa de que una divinidad determinada funda-
menta el orden y la unidad del mundo parece irrelevante, en la exposi-
ción Hornung, para el culto de esa misma divinidad. Pero sea como fueret
en Hornung aparece aún más claramente que en Kees la tensión no re*
suelta en la relación entre la unidad y la pluralidad de la divinidad res-
pecto de la función de fundamen (ación de la unidad del mundo de la
cultura. En consecuencia» la explicación de la unidad de la cultura egipcia
tiene que recaer —al menos para nosotros— sobre el nivel de los proce-
sos sociales y políticos, es decir, sobre la parte humana de la vida de esa
cultura: lo contrario de lo que sucedía con la comprensión mítico*
religiosa que de sí misma Icnía la religión del antiguo Egipto.
De modo que relacionando la pluralidad de las imágenes de Dios con
la unidad de la conciencia cultural se puede mitigar la contraposición
entre unidad y pluralidad de divinidades, pero no solucionarla. Lo mismo
vale, con más razón aún, para las relaciones enere diversas culturas.
Es cierto que los viajeros pensaban frecuentemente que los dioses de
otras culturas eran análogos a determinados dioses que les eran fami-
liares en las suyas. Pero si se quisiera encontrar ya en tales apreciacio-
nes de similitud una conciencia de la identidad y de la unidad de lo
divino, se estarla minusvatorando la individualidad de las diversas figu-
ras de los dioses desarrollada a lo largo de la historia. La primera en
adquirir tal conciencia fue la reflexión filosófica que los griegos hicieron
primero sobre sus propias divinidades y luego también sobre las extran-
jeras, reduciendo su realidad a sus contenidos de sentido filosófico.

Sin embargo, en la ambivalencia de unidad y pluralidad en la com-


prensión de la divinidad se esconde un cierto punto de apoyo de la ca-
pacidad evolutiva de las figuras de los dioses, en particular, de la ten-
dencia a vincular nuevas esferas de influencia a determinadas figuras
divinas. Nunca o muy rara vez se ha reducido a una imagen de dios a
una única función, aunque sea cierto que los sistemas politeístas pueden
desarrollar la tendencia de identificar a las diversas divinidades ante
todo a través de determinadas funciones especializadas. A un dios que
se ha ido desarrollando a lo largo de la historia se le atribuye por lo
general todo un complejo de funciones más o menos destacadas, muchas
de las cuales pueden tener puntos o áreas de coincidencia con las com-
petencias de otros dioses. El crecimiento de una figura divina de este

w Ibid.. 180, cf. 239.


u

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13* ///• La realidad de Dios en los religiones

163 tipo parece que se da cuando se experimenta al poder que en ella toma
c u e r p o y n o m b r e como influyente también en ciertas áreas que h a s t a
entonces no eran de su competencia. Así es como se descubrió al Dios
de Israel, después de terminados los movimientos n ó m a d a s de las tribus
y una vez que éstas se hicieron sedentarias en las tierras de cultivo,
como el Dios de la fertilidad de la tierra, la cual se le había a t r i b u i d o
antes a B a a l * . Y de tiempos anteriores se cuenta que el Dios que guía
a su pueblo en la historia había sido descubierto como «héroe de la
guerra» en la liberación de Israel de sus perseguidores egipcios en el
Mar Rojo (Ex 15,3), Pero la ampliación m á s importante de su ámbito
de actuación le sobrevino a la figura de Yahvé con su vinculación a la
idea de creación. Según todos los indicios, no era la creación algo ori-
ginariamente s u y o * , sino que iba unida al dios ugarftico-cananeo El, fil
q u e se identificó con el Dios de Abraham, y de este modo, luego también
con Yahvé, tal vez ya en tiempos anteriores a la constitución del Estado,
p e r o ciertamente en la época de la monarquía jerosolimitana de David lC0-
Ampliaciones de este tipo del ámbito de influencia atribuido a una
determinada figura divina no han sido en m o d o alguno una particulari-
dad de la historia de la religión de Israel. En el caso de Israel son tam-
bién ellas el m a r c o en el que se da el paso de u n a relación con Dios de
«monolatría», de adoración de un solo Dios, la cual tenía sus fundamen-
tos en la antigua idea de la «celosa santidad» de Yahvé 101 , al monoteís-
mo, la convicción de q u e sólo existe un Dios. Hasta el Deuteroisaías el
Dios de Israel no adquiere un carácter inequívocamente monoteísta; y
para mostrar la unicidad de Dios, el Deuteroisaías se basaba en muy
buena p a r t e en la fe en la creación m .

La historia de c a d a figura divina e r a siempre también la historia de


una confrontación con o t r o s dioses y o t r a s pretensiones de verdad en
competencia con ella. Esto es, sin d u d a alguna, especialmente cierto
respecto del Dios de Israel, dada su pretensión de recibir un culto ex-
clusivo. Pero, en principio, toda figura de Dios desarrolla sus complejos

94
Sobre Os 2,4-17. cf. el comentario de H. W. WOUT en el comentario bíblico
del AT, XIV/I, Neukirchcn 1965 (2.- coU 37*35, esp. 40ss.
* Cf. la visión de conjunto que ofrece G. vos R*D, Teología del Antiguo Testa*
memo, I, Salamanca 1978, lWss [I, 1957, 140$].
•°° Gn 14,17*20 hay que compararlo con la inscripción Karatepc (ANET 500b)
que no le llama a El creador del cielo y de la (ierra, pero sí, al menos, creador
de la tierra* Cf. también H. OTTEK, Die Religionen des alten Kteinasien, Handbuch
der Orientalisiik VIII/1, 1964, 92ss, esp. 117. Para una critica de la tesis de E. AJt,
que asegura la existencia de una fe especial en el Dios de los padres en la historia
primitiva de Israel, cf. J. VAK SETERS, The Religions of the Patriarchs in Ceftesis:
Bíblica 61 (1980) 220-233.
wi Sobre Ex 20,3, cf. G. VOK RAO, Teología del Antiguo Testamento, I, Sala-
manca 1978, 262ss [I, 1957, 203ss, esp. 309*2X1).
*o Is 41 ¿8s; 43P10: 44¿ss. Cf. R. RENOTOUT, Die theotogísche Stetlung des Scho-
pfungsglaubens bet Deuterofcsaja: Zeitschrift íür Theologic und Kirche 51 (1954)
3-13, y también K. Kot*, Die Profeten, II, 1980, 135-140.

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2. Esencia antropológica y teológica de la religión 159

perfiles en el proceso de una confrontación semejante. En el caso del


Dios de Israel el resultado de este camino fue el monoteísmo. Dada la 164
expansión adquirida por las religiones procedentes de esa raíz, ¿no
significa lo dicho que la historia de las confrontaciones entre los dioses
ha sido el camino q u e ha conducido a la constitución de la unidad de la
realidad divina que, por fin, a través de la actividad misionera de las
religiones monoteístas universales, ha d a d o lugar a u n a situación reli-
giosa del m u n d o abarcante de toda la humanidad, con la cual, si cierta-
mente no se ha puesto fin todavía a la lucha por la identidad de la reali-
dad divina, sí q u e se ha superado una yuxtaposición m á s o m e n o s suelta
de las diversas culturas? 1 0 3 . ¿No es, pues, la unidad de la realidad divina
el auténtico objeto de la lucha que se libra en la historia de la religión?
En este caso, frente a la unidad indefinida de lo divino, en tensión con
la pluralidad de sus figuras concretas, característica de las llamadas
culturas primitivas, tendríamos la unidad definida y explícita de Dios
en las religiones monoteístas, que h a n integrado en la figura del único
Dios las formas concretas en las que aquella unidad se manifiesta*

Del mismo modo que, según se entienden a sí mismas las religiones,


a la base de la religión se encuentra la acción de los dioses, así ha de
tener su origen y su fundamento la unidad de la temática religiosa en la
unidad de la divinidad- Puesto que, según lo que hoy sabemos, la con-
ciencia de u n a unidad de la divinidad dominante sobre la pluralidad de
sus diversas manifestaciones no existía en los comienzos de la historia
cultural de la humanidad, al menos de un modo definido, sino, a lo
s u m o , de m o d o implícito en las tensiones entre lo uno y lo múltiple,
parece apropiado q u e contemplemos la historia de la religión como la
historia de la manifestación de la unidad de Dios, historia hecha p o r el
mismo único Dios como camino hacia la revelación de su esencia. Sin
duda que este m o d o de contemplar la historia de la religión presupone
el punto de vista de las religiones monoteístas w . Pero, evidentemente,
tiene en cuenta el conjunto de todas las religiones y lo integra en su com-
prensión de la religión. Difícilmente se le podrá reprochar a este m o d o
de proceder su afinidad con la posición de las religiones monoteístas,
siempre que no se la haga valer de m o d o directo y exclusivo- Porque,
dada la pluralidad aún vigente de dioses y de formas de fe y de su

w* Un modelo aaí de una teología de la historia de la religión es el que pre-


sentí en 1967: Erwagungert ztt einer Theologte der Reli&ionsgcschichte, en Grundfra*
gen systematischer Theoíogie, IP 1967. 252-295.
»• Esto es válido respecto al esbozo de teología de la historia de la religión
mencionado en la nota anterior, pero no de la misma manera respecto de mis con-
sideraciones metodológicas de Teoría de la ciencia y teología, Madrid 1981, 306-308
[1973, 300-303] sobre la verificación de la pretcnsión de verdad de las afirmaciones
religiosas. Sobre esto, véase mis arriba la nota 89. Ante todo, estas últimas con-
sideraciones metodológicas no presuponen la verdad de ninguna fe. ni de la
monoteísta, ni de ninguna otra, sino que formulan un criterio para la verificación
de estas pretcnsiones de verdad*

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160 ///. la realidad de Dios en las religiones

competencia entre ellas, sigue siendo una ilusión el pretender construir


un concepto de religión que no llevara la marca de una posición propia
165 en la historia de la religión. Si la definición correcta del concepto de
religión exige el reconocimiento de que a la divinidad que se le mani-
fiesta al hombre le corresponde el primado en la relación religiosa de
su culto y de la comunión con ella en dicho culto, al formular el con-
cepto de religión, no se puede dejar de lado tampoco la pluralidad y el
antagonismo de los dioses y de las ideas de Dios. Que de hecho haya un
concepto de religión unitario no es objeción para lo dicho. Lo que hay
que hacer es no ignorar que ese concepto unitario de religión, de una
u otra manera, tiene él mismo un lugar en la historia de la religión; con-
cretamente, sólo ha podido concebirse sobre la base de una religión
monoteísta.
La historia del concepto de religión, de la que hemos tratado en el
epígrafe anterior, es una prueba inequívoca de lo que estamos diciendo.
La inclusión del conocimiento de Dios en el concepto de religión que
hizo Agustín —a diferencia de Cicerón— ha hecho posible el moderno
concepto de religión, que incluye también las ideas de Dios. Pero la
tesis que Agustín defendía sobre la unidad de la «verdadera» religión
en la historia de la humanidad desde sus comienzos, presuponía al único
Dios como punto de referencia. Algo parecido sucedía también con el
concepto de religión del Gusano y con el de religio naturales de la pri-
mera Edad Moderna. Hasta los comienzos de la Modernidad no se llegó
a basar la unidad de la religión en la unidad de la humanidad, sin tomar
en cuenta la configuración de la idea de Dios. Pero incluso entonces
siguió estando relacionada la idea de la unidad de la humanidad con la
unidad de Dios, aun cuando fungiera ahora en su lugar el universum,
o lo santo, o la «realidad última», o aun cuando esa unidad no hubiera
aparecido más que con la «evolución» de las religiones.

La idea de la unidad de la humanidad, más allá del círculo del propio


mundo cultural, no es, en efecto, evidente de por sí. En una cultura
elevada, como la del antiguo Egipto, los «hombres» eran los que vivían
en Egipto, los que tenían parte en el orden de vida fundado allí por
los dioses 105 . Un sentido semejante parece que tuvieron en la antigua
Mesopotamia las concepciones del hombre como el esclavo creado para
el trabajo en el estado terrestre de los dioses; el hombre es pensado
como un miembro del orden establecido por los dioses. Algo equivalente
podría decirse también de otros «imperios cosmológicos» —como los
llama Eric Voegelin— de las antiguas culturas superiores. En cualquier
caso, por más evidente que se le haya hecho para el heredero del mundo
cultural troquelado por la tradición bíblica y helenística, la aparición

KB J. A, WILSON, en FRAKKFORTAVILSDS/JACÜBSEN/IRWIKG, The ¡ntellectuaí Adven*


ture of Ancient Man (1946*, Chicago 1965, 31-121, 33s.

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2. Esencia antropológica y teológica de ¡a religión lol

de la idea de una identidad del hombre que va más allá de las fronteras
del propio ámbito cultural, definido por la religión, no es evidente de por
sí. La unidad de la humanidad, en el sentido de una igualdad de principio
de todas las culturas, pueblos y razas respecto de su definición humana,
es una idea que tiene determinados presupuestos histór ico-religiosos,
Parece que está en estrecha conexión con el desarrollo de las concep-
ciones monoteístas. En el caso de Israel se trata de que la especial re-
lación del pueblo con Dios no se basa en un orden cosmológico, sino en
una elección divina de entre una multiplicidad de pueblos, los cuales,
con todo, se derivan todos de la creación del hombre por Dios, como
muestra la tabla de los pueblos del capítulo décimo del Génesis. En el
caso del Helenismo la igualdad básica de los hombres se debía a su
naturaleza racional, su participación en el logos divino, del cual se daba
por sentado que era el contenido común a las diversas ideas de Dios
de los distintos pueblos. En cualquier caso, en la tradición cultural que
tiene sus rafees en la fe de Israel y en el pensamiento de los griegos,
la idea de la unidad de la humanidad se fundamenta de una u otra ma-
nera en la idea del único Dios.

Ahora bien, el proceso secularizador de la Modernidad ha separado


la idea de la unidad de la humanidad de sus raíces religiosas. Primero
se la seguía vinculando todavía con el único Dios de la religión natural,
hasta que, por fin, pudo convertirse la misma idea de la unidad de la
humanidad en la base de la idea de la unidad de la religión superando
la diversa realización de ésta en las diversas culturas. En este proceso
es donde tiene la moderna ciencia de la religión su lugar propio en la
historia de la religión. Sin embargo, aquí se plantea también la pregunta
de si la idea de la unidad de la humanidad como punto de referencia
para la diversidad de sus culturas y de sus religiones, no sigue impli-
cando todavía, a modo de presupuesto, el monoteísmo. La alternativa no
es una religión politeísta, sino la concepción atea de la idea de la unidad
de la humanidad sobre la base de la igualdad natural de todos los hom-
bre*, La pluralidad de dioses no sería entonces más que el producto
de la fantasía humana que, por uno u otro motivo, se crea imágenes de
dioses- Pero ¿es posible en absoluto fundamentar ateamente la unidad
de la humanidad y la igualdad de los hombres? o ¿se las puede simple-
mente presuponer como datos al parecer aproblemáticos? En cualquier
caso, la ciencia de la religión que trabajara sobre esta base llevaría el
lastre de estar en contradicción con el testimonio de las religiones mis-
mas, las cuales hacen proceder de la acción de la divinidad no sólo sus
propias experiencias e instituciones, sino también sus mundos cultura-
les en su conjunto. Cuando se entiende como unidad el mundo de la
religión a partir de la idea de la unidad de Dios, no se está en contra-
dicción con la comprensión que la religión tiene de sí misma. Sólo se
cambia la ambivalencia de unidad y pluralidad de la divinidad, caracte-

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162 ///. La realidad de Dios en las religiones

rística del pensamiento de las culturas primitivas, por una conciencia


de unidad que ha superado y asumido en si aquella pluralidad*

167 3. LA CUESTIÓN DE LA VERDAD DE LA RELIGIÓN


Y LA HISTORIA DE LA RELIGIÓN

La definición de la esencia de la religión no supone ya una respuesta


a la cuestión de su verdad, es decir, a la cuestión de la verdad de las
cosas que se afirman, q u e se creen y que se transmiten en las distintas
religiones. Claro que a las descripciones puramente funcionales del con-
cepto de religión esta cuestión ni se les plantea; o bien presuponen que
responderla es asunto de la confesión de fe personal o comunitaria **
En cualquier caso, está claro que antes de que se puedan investigar las
funciones de un credo y de su correspondiente praxis religiosa en la
vida de los individuos y de la sociedad, tiene que h a b e r quienes crean
en esa religión. La teoría de la religión sí tiene p o r suficiente, como base
de sus investigaciones, el hecho de que hay individuos q u e tienen y que
practican un credo religioso, puede entonces dedicarse completamente
a la cuestión del contenido y de las funciones de esa praxis creyente.
Claro q u e entonces tendrá q u e renunciar a la clarificación de las con-
diciones especificas del credo religioso y de la praxis a él vinculada, o,
en todo caso, podrá hablar de condiciones psicológicas o sociales, que
son siempre algo externo a la conciencia y al comportamiento religiosos.
Pero así a la religión se la percibe sólo de un m o d o reducido: como ex-
presión del pensamiento y del comportamiento de un individuo o de
un grupo. Y entonces, en abierta contraposición con la comprensión
que las religiones tienen de sf mismas, se trata como algo secundario a
las pretensiones de verdad que conlleva la esencia teológica de la reli-
gión, es decir, al credo religioso que confiesa q u e la divinidad en la que
se cree determina la vida del creyente y el ser y la existencia del mundo.
Así que este m o d o de proceder se equivoca sistemáticamente ya desde
un principio en lo que respecta a la esencia de la religión.

El caso de las descripciones critico-negativas de la religión es dis-


tinto. Como se oponen expresamente a su legitimidad, toman en serio
las pretensiones de verdad de las religiones. Se oponen a su legitimidad
haciendo responsable de la constitución de las ideas religiosas no a
Dios, sino al hombre con sus necesidades, sus deseos, sus compensacio-

i* Tal es ci caso de H. LUBÍE, Religión nach der Aufkütrung, Graz, etc., 1986.
Lubbe discute ampliamente la crítica que se le hace a la teoría funcional de la
religión, en particular, la de R. SFAEAIANN, Elnsprüche. ChristlicHe Reden. Einsledeln
1977, 51ssf 58, y Die Frage nach der Bedeutung des Wortes *Gott*: Communio 1
(1972) 54-72, 57. Cf*. también, R J. ScapíProra. Ist Gott ein Placebo? Eme Anmerkung
zu Robert Spaemann und Hermann Lübbe: Zcitschrift für evangelischc Ethik 25
(1981) 145-147.

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3, La verdad de ¡a religión y la historia de la religión 161

nes, sus falsas interpretaciones de sí mismo o sus neurosis. De este modo


se supone, por lo general, que la verdadera naturaleza de la religión es
otra muy distinta de la que tienen por verdadera los creyentes mismos.
Ahora bien, para hacer plausible esta suposición suya, los críticos de la
religión tienen que reconstruir el mecanismo que conduce a la produc-
ción de ideas religiosas sobre una base que suponen puramente mun-
dana, no religiosa ia7. Todavía según Fcucrbach, de lo q u e se trataba era
de la fatuidad y del egoísmo de los individuos que le atribuyen también
al género h u m a n o su propia finitud, al tiempo q u e toman la infinitud
que propiamente le corresponde a la especie humana p o r un ser extraño
a ésta. La poca verosimilitud interna de esta construcción movió a los
seguidores de Feuerbach a b u s c a r otros mecanismos de producción de
las ideas religiosas. Marx, por ejemplo, veía estas ideas como expresión
de una compensación por la miseria real de la alienación social, u n a
compensación q u e puede tener también la función de u n a «protesta*
contra esa miseria. Pero ¿cómo es q u e se vincula esa compensación
imaginada precisamente con la idea de Dios? Nietzsche ha respondido
a esta cuestión con la función que la idea de Dios juega en la ínternali-
zación de las normas por la conciencia moral y en el sentimiento de
culpa que de ella deriva. Freud, p o r su parte, remitía la vinculación de
la conciencia de culpa con la idea de Dios al hipotético asesinato de un
padre primitivo, al que correspondería en el desarrollo de cada indi*
viduo el complejo de Edipo 1 0 8 . De este m o d o ha ganado terreno para
incluir también en su crítica a aquellas formas de conciencia religiosa
q u e no están tanto al servicio de la fijación de la conciencia de culpa,
c u a n t o de su elaboración, en correspondencia con la solución del com-
plejo de Edipo gracias a la identificación con la autoridad paterna. En
cambio, lo que les sigue costando llegar a integrar a e s t a s reconstruc-
ciones de la conciencia religiosa es la relación de la fe en Dios con la
unidad del m u n d o , tanto del cosmos natural como del orden social co-
rrespondiente. A esta «miticidad» de la conciencia religiosa la crítica
psicológica de la religión tiene q u e tratarla o bien como secundaria,
como expresión de un intento de conocimiento cuasi científico del mun-
do emprendido todavía con medios insuficientes, o bien como expre-
sión de un cumplimiento ilusorio del deseo narcisista de seguridad en
|m
Sobre lo que sigue, cf. del Autor, Tipos de ateísmo y su significación teoló-
gica, en Cuestiones fundamentales de teología sistemática. Salamanca 1976, I5M66,
csp. 153ss [I, 1967. 347-360, csp. 348ss] sobre Fcucrbach; y 159ss (353ss] sobre
Nietzsche Además, F. WACNER, Was ist Religión?, 1986, 90-106. En su exposición
sobre Nietzsche, Wagner acentúa con razón (en la p. 102) que. según aquél, los
valores acuñados religiosa, cris llanamente tienen un carácter hostil a la vida, Pero
esto no hace variar en nada el sentido aleo que llene ya la interpretación de
Dios como el valor supremo, porque con esto, como Heidegger ha visto muy acer-
tadamente, se reduce el ser de Dios a la voluntad valoradora.
X* Véase la exposición y explicación de F. WA^KER, O.C, 260SS a este respecto;
y para el tema del narcisismo, en particular, 296its.

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164 ///. La realidad de Dios en las religiones

el contexto de un todo regido por una autoridad y por una solicitud


predominantemente paternales.
Los que defienden a la religión desde la filosofía de la religión y
desde la teología le han salido frecuentemente al paso a la negación crí-
tica de la verdad del discurso sobre Dios, los dioses y la actuación di-
169 vina en el mundo y en el hombre, recurriendo a la experiencia religiosa
y a la fe. Incluso los científicos de la religión, filósofos de la religión y
teólogos que destacan el primado de la realidad de Dios frente a la con-
ciencia religiosa del h o m b r e en sus descripciones de la esencia de la
religión, incluso ellos, se remiten no pocas veces a la experiencia reli-
giosa o de fe, es decir, a la subjetividad de la conciencia religiosa, cuan*
do se trata de preguntarse p o r la verdad de las afirmaciones religiosas.
Esta verdad —dicen entonces— sólo se le hace patente al creyente o al
q u e hace u n a experiencia religiosa.
Por lo q u e toca a la teología evangélica m á s reciente ya hemos tra-
tado en el primer capítulo (p. 43ss) de su tendencia a justificar sus con-
tenidos p o r medio del recurso a la experiencia de fe o a la decisión de
creer. Lo correspondiente a este m o d o de proceder en la filosofía de la
religión basada en la analítica del lenguaje es su referencia a las «situa-
ciones de descubrimiento» (T. Ramsey; cf. m á s arriba la nota 61). Una
concepción semejante aparece también en la más reciente filosofía de la
religión, en el caso, por ejemplo, de Henrich Scholz, cuando le objeta
simplemente a la crítica de la religión de Feuerbach que la religión «no
procede de necesidades, sino de vivencias», pero reconociendo luego que
su objeto existe «en cuanto tal sólo p a r a el sujeto que lo vivencia» 10 ".
También cuando se promueve el *tomar en serio tas pretensiones retí-
giosas de verdad» —a pesar de la multiplicidad de las religiones— sobre
todo porque sus contenidos «son realidades para los hombres religio-
sos» n o , se está presuponiendo el carácter subjetivo de la verdad reli-
giosa; parece claro q u e aquí «tomar en serio» no significa verificar di-
chas pretensiones de verdad, sino un «comprensivo» darles crédito 1 1 1 .

Recursos de este tipo a la facticidad de la vivencia religiosa están, en


efecto, lastrados con la «aporía fundamental» de q u e la divinidad de la
que se dice que es el origen de la conciencia religiosa aparece necesa-
riamente como algo puesto (Setzung) por esa misma conciencia. Pero
no es ésta en m o d o alguno u n a aporía que sea característica de la con-
ciencia religiosa en c u a n t o tal m , porque a ésta no se le puede ni siquiera
ocurrir hacer p a s a r a su subjetividad por la instancia garantizadora de
la realidad de su objeto. No ha sido m á s q u e la cultura secular de la

•» H. SOOLZ. ReligionspMosvphie. Berlín 1921. 13Gs. 172.


i» F. HEILER. Ersehcinttngstormcn und Wtsen der Religión, 1%I, 17.
"n Sobre C. H. RATSQWW. Meihodik der Rcligionswisserischali (1973). 364ss. cf.
F. WAGNER, ce., 31Jíss.
"i Como dice F. WACXM. o.c.# 322, 379t 3Ws, 392s, 443, 546.

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5. La verdad de ta religión y la historia de la religión 165

Modernidad occidental la que ha declarado a la religión como asunto


de la subjetividad y a su contenido, por tanto, como algo privado y
dependiente del sujeto* Las teorías de la religión que hacen propia esta
visión de las cosas tienen la ventaja de estar en armonía con la con-
ciencia de verdad secular de la cultura pública. Con todo, aun c u a n d o
consideren q u e la convicción sobre la verdad de una religión positiva.
de una determinada revelación de Dios, es un asunto de vivencia y de
toma de postura subjetivas, rara vez han renunciado a atribuirle a la
religión en c u a n t o tal un significado constitutivo para la humanidad
del h o m b r e . Entonces» ciertamente, se considera que cada puesta en ac-
ción de la predisposición religiosa del hombre es algo seguro sólo para
el creyente o para el q u e tiene la vivencia; en cambio, se piensa que dicha
predisposición religiosa en c u a n t o tal es un hecho susceptible de ser
descrito de un modo umversalmente accesible.
Cuando se presupone que la predisposición religiosa es p a r t e inte-
grante de la humanidad del hombre, se está proclamando la verdad de
la conciencia religiosa y de sus expresiones en general, aunque no en
particular. Pero no se trata de la verdad de la religión misma, de la
verdad de su contenido, es decir, del Dios al que una religión afirma
y de su revelación; se habla de verdad primariamente en el sentido de
que la religión es constitutiva para la realidad del hombre. El clásico
de esta concepción de la verdad de la religión ha sido Schleiermacher.
El reclamaba para la religión «una provincia propia en el sentimiento
(Gemüte)*, sosteniendo así que la religión es una parte inexpurgable del
ser humano, no un fenómeno secundario, derivado de o t r a s raíces y,
p o r eso, tal vez superfluo. Se le podrá objetar a Schleiermacher que su
concepto de religión no ha sido pensado a partir del primado del objeto
de la religión, pero no es en absoluto a c e r t a d o reprocharle que la reli-
gión en cuanto tal (y. p o r tanto, también su contenido) haya sido para
61 una mera «disposición» (Sctzung) de la conciencia humana. Esto pre-
supondría que la conciencia h u m a n a ya estaría completa también sin
religión. Sólo bajo esle presupuesto se podría declarar la religión como
una «disposición» de la conciencia q u e ésta podría realizar o no.

En este punto la concepción de la religión de Schleiermacher. y la de


todos los q u e . después de él, han sostenido que la «predisposición reli-
giosa» es inexpurgable de la humanidad del hombre, se diferencia de
manera fundamental de la concepción de la religión propia de la crítica
radical de Feuerbach, Marx, Freud y sus seguidores 1 1 3 . Porque para la

113
Claro que Schleiermacher le facilitó un puntu de apoyo a la crítica de la
religión de Feuerbach en cuanto que no tenía u la idea de Dios por parle necesa-
ria de la religión o por su fundamento mismo, al menos en la primera redacción
de sus Discursos. Feuerbach pudo, por eso, remitirse a él cuando decia que «Dios
no es un consírucío necesario para la explicación de la existencia humana» (F. WAG<
SER, o,c.P 94), persiguiendo demostrar, al mismo tiempo, contra Schleiermacher, que
la religión es superflua. pues Feuerbach. como discípulo de Hcgel —a diferencia

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III. La realidad de Dios en ¡as religiones
m
171 crítica radical de la religión es de vida o muerte la afirmación de que
la religión no pertenece constitutivamente a la humanidad del hombre,
sino que, por el contrario, a pesar de su prolongado influjo sobre la
historia de la humanidad, tenemos q u e juzgarla como un extravío o ( en
el mejor de los casos, como u n a forma inmadura de comprensión de la
realidad que, gracias a la cultura secular de la Modernidad occidental
o bien gracias a una nueva sociedad q u e hay todavía que construir, ya
ha sido en principio superada y desaparecerá definitivamente. Pero si la
religión es, al revés, constitutiva para la humanidad del hombre, no
podrá haber nunca sin religión una vida humana sana y armónicamente
desarrollada. Y entonces reprimir este hecho de la conciencia pública
del m u n d o cultural secularizado tendrá que aparecer como un peligro
potencial para la supervivencia de dicho mundo.

Un indicio válido de que la religión es, de u n a u otra forma, consti-


tutiva para la humanidad del hombre, podría ser su expansión universal
desde los m á s primitivos orígenes de la humanidad y, en particular, su
importancia fundamental para todas las culturas antiguas, como tam-
bién, probablemente, para la génesis del lenguaje 1W. Que la moderna
cultura secular no ha superado, sino sólo reprimido la necesidad de la
religión, se muestra especialmente en el desmoronamiento de la legiti-
midad de sus instituciones públicas 115 - La fáctica difusión universal de
la temática religiosa en la humanidad se corresponde con la peculiar
estructura del comportamiento h u m a n o descrita como apertura al mun-
do, exocentricidad o autotrascendencia 1 *. Esta estructura se concreta

de Schleiermacher— Juzgaba, con razón, que la idea de Dios es fundamental para


el concepto de religión. Pero, al fin y al cabo, tampoco para el Schleiermacher
de los Discursos era conccciblc una religión sin contenido, de modo que, con su
misma tesis del carácter incxpurgablc de la religión, si que tenia «medios a su
disposición* «para poder hacer frente fundamentadamente a la evaporación del
objeto y de los contenidos de la religión» {contra WAGNIH, 95). No es cierto que
los contenidos de la religión sean indiferentes para el concepto de religión de
Schleiermacher ni que se los pueda caracterizar por ser «arbitrariamente inter-
cambiables» {73, Cf. 67). No es cierto ya respecto de los Discursos (sobre la reJi-
gión), como muestran las explicaciones del discurso quinto sobre la constitución
de la religión individual (IWss [1799r 2ólss]) ni, mucho menos, respecto de la Doc*
trina de ta fe con sus explicaciones sobre el curso de la historia de la religión
(§ 8)
114
y sobre la necesidad de la salvación (§§ 86ss).
Véase sobre esto la contribución del Autor sobre Religión und menschliche
Natur en e! volumen por el editado, Sind wir von Natur aus religiós?, Dusseldorf
1986, 9-24. yÉ también, con más detalle, Anthropologie í» theologischer Perspektiv€t
Gotfñga 1983, 460ss. csp. 469s. y J45ss.
n* AiUhropotogie in theologischer Perspektive, 198J. 459s.
n* Tbid.f 32ssP 40ssf 57ss. F. WAGNQL o.c„ 500, me ha imputado una mala ínter*
pro tac ton del concepto de exocentricidad de Plessner. Sin embargo, también yo he
subrayado que con esc concepto Plessner está pensando en la conciencia de si
(como Wagncr, 502). Ahora bien, yo he definido este asunto de manera distinta
que Plessner valiéndome de una reflexión crítica de su posición a la luz de la
concepción de Schclcr sobre el primado de la conciencia intencional {Aiubropologic,
60s). Mejor seria saber distinguir entre lo que es una critica y lo que es una
mala interpretación de una postura. La infundada suposición de Wagner (502) de

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3. La verdad de la religión y la historia de ¡a religión 167

biográficamente en la vida de los individuos en la relevancia de la lla-


mada confianza fundamental para el proceso de formación de la perso-
nalidad. para la constitución de la identidad del y o m . Se puede hablar,
a la vista de este fenómeno, de una «predisposición» (*Antage*) del
hombre para la religión que es inseparable de su humanidad. Claro que
de esa predisposición para la religión no se sigue que las afirmaciones
religiosas sobre la realidad y la acción de Dios o de los dioses sean ver-
daderas. Aun cuando, en contra de la definición puramente antropológica
del concepto de religión, la referencia a una realidad divina sea siempre
constitutiva para la religión, no se puede deducir la existencia de Dios a
partir de la predisposición religiosa del hombre m. Porque sobre esta
base no se puede excluir que justo su predisposición religiosa haya po-
dido envolver a la humanidad en una ilusión natural. En este caso a la
religión no se la podría tener por una capacidad del hombre para com-
portarse de un modo adecuado a la realidad. Pero tampoco seria una
«disposición» (*Setzung*) l w a t r í b u i b l e a u n a c o n c i e n c i a c o n s t i t u i d a c o n

que no he «reflexionado» sobre que la estructura básica de la cxoccntricidad (tal


y como yo la habría «sacado») «implica desde un principio el momento estruc-
tural de una autoconcicncia de referencia a uno mismo», ignora que mis expli-
caciones se dirigen precisamente contra esa concepción. Se puede, no cabe duda.
criticar mi intento de describir la autoconcicncia como secundaria respecto de la
conciencia intencional v como derivada de ésta. pero no tiene sentido hacerlo
atribuyéndome como evidentes para mf las concepciones que yo rechazo. Justo esto
es lo que Wagncr hace continuamente (cf. 506s). Como supone la existencia pre-
via de un yo autoconscicnte, Wagncr no podrá imaginarse la formación de la
instancia-yo a partir del otro en el proceso de socialización dd nifto m i s que
como un «choque» (507)*
iff Anthropologic in thedogischer Pcrspektive, 1983, 217-235. La aplicación que
hace R WACNER, O,C„ 293, d e la tesis de N. Luhmann sobre la autorreferencia de
la confianza al concepto de «confianza fundamental» de Erikson no es adecúa*
da. Pero es cierto que las explicaciones de Erikson hay que precisarlas
distinguiendo entre la unidad vital simbiótica del nifto con su persona de refe-
rencia primaria y el acto de confianza propiamente dicho, el cual presupone
ya una autodiferenciación respecto del medio (Anthropoíogie. 220ss, cf. también
más arriba. 119ss). Esta diferenciación es Importante para evitar la sospecha de
que suponiendo la presencia de una confianza fundamental se está cayendo en
un narcisista mundo de deseos.
•« Como hace M. SCHELER, Vom Ewigen im Menschen (Ges. Wcrkc 5, Berna 1954É
249ss, esp* 2SS) [tr. csp. de J. Marías; De lo eterno en et hombre, Madrid 1940).
Lo que dice Schcler sobre la insuperable «evidencia* de los actos religiosos y
de la realidad divina que se aprehende en ellos (ibid. 130, I54s. 257) fundamenta
su plausibilidad en esa presuposición suya. En este sentido, la filosofía de la
religión de Schcler es un ejemplo de combinación de la predisposición religiosa
y los actos religiosos (de lo cual trataremos en el próximo epígrafe) para funda»
mentar la afirmación de la verdad de la religión.
"9 Así interpreta F. WAGNER. O.C, 498 mis explicaciones sobre el posible carác-
ter ilusorio de una religión descrita sólo antropológicamente. A Wagner le falta
aqui precisión, porque ¿1 supone que a todos los actos conscientes les corresponde
siempre un sujeto de la acción completo ya (cf. también 144). Pero no toda ilu-
sión se basa en una «disposición». Esto sería asi sólo si se dice que la ilusión es
el producto de una instancia que, en el momento de la «disposición», no habría
sido presa todavía de la Ilusión. Por lo demás, Wagner le atribuye carácter circu-
lar a la concepción de la religión como elemento necesario de la estructura de la

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168 III. La realidad de Dios en los religiones

independencia de toda religión que podría tanto ejecutar dicha dispo-


sición como dejar de hacerlo. Asi es como la crítica radical de la reli-
gión nos lo ha pintado.
Sí hay en él una predisposición religiosa perteneciente a su natura-
leza. el h o m b r e seguiría siendo «incurablemente» religioso a u n cuando
los objetos de su conciencia religiosa fueran todos ilusorios. Pero esta
posibilidad de q u e la conciencia religiosa de una realidad divina pudiera
s e r u n a ilusión que formara p a r t e de la naturaleza del hombre, no nos
173 permite afirmar la realidad de Dios solamente en virtud de la predis-
posición religiosa del hombre,
Por el mismo motivo no es tampoco admisible hacer valer las expe-
riencias o vivencias religiosas en combinación c o n la predisposición del
h o m b r e para la religión como p r u e b a de la verdad de las afirmaciones
religiosas sobre la realidad divina y sobre su actuación. Las variadas y
frecuentemente contrapuestas afirmaciones de las religiones sobre los
dioses y sobre su actuación no podemos tomarlas sin m á s a todas como
igualmente verdaderas porque se encuentre en su trasfondo la realidad
de un h o m b r e referido siempre a la esfera de lo santo. Es más, esa
realidad ni siquiera nos garantiza la verdad del núcleo del objeto de la
religión, de lo divino en general, si es que es verdad q u e el dato general
de la predisposición humana para la religión no es ya muestra de la
realidad de una divinidad.

Sin embargo, el dato de que la religión es constitutiva para el ser del


hombre, constituye una condición indispensable, aunque no sea sufi-
ciente. de la verdad de las afirmaciones religiosas sobre la realidad di-
vina. sobre todo de la verdad de la fe monoteísta en un solo Dios; al
menos, cuando se le considera a este único Dios como causa del mundo.
Porque si el Dios uno es su creador, entonces el hombre, en c u a n t o ser
autoconsciente. tendrá q u e tener algún tipo de conocimiento de ese ori-
gen suyo, p o r más inadecuado q u e sea. Su existencia como h o m b r e ten-
dría que llevar la marca de su creaturalidad y e s t o no le podría perma-
necer totalmente oculto a la conciencia del h o m b r e sobre si mismo. Si la
religión no fuera un tema constitutivo del ser del hombre, nada le fal-
taría a la integridad de la vida h u m a n a con su ausencia. Ahora bien, e s t o
constituiría una grave objeción contra la verdad de la fe en la realidad
de Dios. Por eso tiene que interesarse también la teología cristiana en
la cuestión de si el h o m b r e se encuentra predispuesto por su propia
naturaleza p a r a la religión. Si no fuera éste el caso, si la génesis de la
conciencia religiosa se pudiera incluso describir como el producto de
u n a subjetividad existente con independencia de toda religión, por ejem-

existencia humana, sea ilusorio o no (143s, cf. también 52 Is). Pero no tiene razón*
Pues, por el contrario, esa concepción se basa en los datos concretos de la historia
de la cultura, de la prehistoria y de la psicología evolutiva a los que hemos hecho
breve referencia en el texto.

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1* La verdad de la religión y la historia de la religión 169

pío» como expresión de ciertas desviaciones patológicas de dicha subje-


tividad en la comprensión de si misma, entonces se le habría eliminada
la base de su plausibilidad a toda afirmación de la realidad de Dios.
también a la cristiana. Esto tiene u n a particular vigencia en el contexto
de la cultura occidental moderna, en el que, por una parte, se ha decía*
r a d o a la religión como asunto que, política y socialmente, es cosa pro-
pia de la subjetividad y de la autocomprensión individual y, por otra
parte, como consecuencia de la desvinculación de la imagen científica
del mundo de todo presupuesto religioso, la antropología se ha con*
vertido en la base del cercioramiento sobre la realidad de Dios U) .
Claro q u e la fe en el único Dios no sólo implica que él es el poder 174
fundamentador y perfeccionador de la existencia humana, implica, ade-
más, q u e hay que pensarle como el origen y el creador del mundo. La
barrera del antropocentrismo se salta cuando se reconoce que Dios de-
termina no sólo la propia existencia del creyente y ni siquiera sólo la
naturaleza del h o m b r e en general, sino cuando él. el único Dios, se mues-
tra como el poder que determina y rige al mundo entero. De este modo
desaparece la posibilidad de q u e las representaciones religiosas sobre
Dios —al menos por lo que toca a la parte de ellas q u e promete salva-
ción y seguridad— puedan ser declaradas globalmente como producto
de deseos narcisistas; porque lo que constituye la regresión narcisista
es la contraposición del mundo subjetivo de los deseos con la conciencia
de la realidad orientada p o r la experiencia del mundo. Pero, además, al
reconocer al Dios de la religión como el poder que determina y rige a!
mundo entero, se rompe también el hechizo de la sospecha de que
la idea de Dios pudiera ser una ilusión aneja a la naturaleza del hom-
bre, si no «dispuesta» p o r el hombre mismo. Es ése un hechizo que no
desaparece sólo con pensar la idea de lo absoluto en sí misma, pues
también la idea de lo absoluto —justamente en su abstracción concep-
tual— sigue siendo u n a idea humana U1. La conciencia q u e la religión

139
Por eso le he atribuido a la antropología el rango teológico-fundamental de
ser la base de la «teología de la religión*: cf. Teoría de la ciencia y teología, Ma-
drid 1981, 429 [197?. 424s). Naturalmente que esto tiene solamente el sentido de
una prioridad metodológica. No se trata de que hubiera que concebir a la antro-
pología como el fundamento material (der Sache ñachi de la teología (cf.P ibid.,
424 [419]; aquí. mds arriba, 57&S, y W. PANNENBERC <ed.jÉ Sind wir yon Natur aus
religios?, Dusseldorf 1986, lMss, e*p. 165*).
' i ' F. WAGNER. OX.( 576SS( cf. 444, parece ser de la opinión de que pensar lo
absoluto como absoluto supera la barrera de su vinculación a la subjetividad de
la conciencia de todos los demás contenidos de ésta. Pero ¿por qué habría de es-
tar libre del condicionamiento subjetivo la idea de lo absoluto si, según Wagner,
el Dios de la conciencia religiosa queda siempre atrapado en él, aunque la fe le
confíese como libre frente al hombre? El mismo Wagner concede que «lo absoluto
sólo puede ser pensado como idea de lo absoluto* (587). Que su cualidad concep-
tual «se base en una autointerpretación de lo absoluto», como asegura Wagner
[ibidO, es algo que se puede afirmar, pero no «mostrar» (ibidj, como ét piensa.
La idea de lo absoluto queda incluso más fuertemente atada al contexto de rr*

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170 ///, La realidad de Dios en las religiones

l i e n c d e Dios sólo s e p u e d e c e r c i o r a r d e s u p r o p i a v e r d a d s i e l m u n d o
s e m u e s t r a c o m o d e t e r m i n a d o p o r e l Dios e n q u i e n e l h o m b r e c r e e y a
175 q u i e n el h o m b r e p i e n s a m . P o r e s o , la r e s p u e s t a q u e el G r a n C a t e c i s m o
d e L u l e r o d a a l a p r e g u n t a d e q u i é n e s Dios, s e g ú n e l p r i m e r m a n d a -
m i e n t o , d i c e q u e e s Dios P a d r e , q u e hizo e l cielo y l a t i e r r a : « f u e r a d e
e s t e u n o n o t e n g o y o a n a d a p o r Dios, p u e s n i n g ú n o t r o h a y q u e p u d i e r e
c r e a r l o s c i e l o s y la t i e r r a » {WA 3 0 / 1 , 183).
L a c u e s t i ó n d e l a v e r d a d d e las a f i r m a c i o n e s r e l i g i o s a s s o b r e Dios
encuentra, pues, su respuesta en la esfera de la experiencia del m u n d o
cuando éste —incluyendo al hombre con su historia— se muestra como
d e t e r m i n a d o p o r D i o s . N o a l m o d o d e l a p r u e b a c o s m o l ó g i c a d e Dios
p o s t u l a n d o u n o r i g e n o a u t o r del m u n d o , e x i s t e n t e p o r s í m i s m o , p o r
m e d i o de u n a i n d u c c i ó n a p a r t i r del m u n d o , en p a r t i c u l a r , a p a r t i r de la
c o n t i n g e n c i a de t o d o lo finito. P a r a la fe de las religiones en Dios la
idea d e Dios e s y a , p o r e l c o n t r a r í o , e l p u n t o d e p a r t i d a d e s d e e l q u e e l
h o m b r e se a c e r c a a la e x p e r i e n c i a del m u n d o . A é s t a le c o r r e s p o n d e
la función de a c r e d i t a r o no la p r e t e n s i ó n inicial de la i d e a r e l i g i o s a de
D i o s s e g ú n l a c u a l D i o s e s l a r e a l i d a d d e t e r m i n a n t e d e todo 1 2 *. E n e l
c a s o , p u e s , d e q u e p o r m e d i o d e l a e x p e r i e n c i a d e l m u n d o s e llegue a l a
a c r e d i t a c i ó n o verificación p o s i t i v a d e d i c h a p r e t e n s i ó n , d e l o q u e s e
t r a t a e s d e l a a u t o m o s t r a c ion, e n m e d i o d e e s a e x p e r i e n c i a , del Dios

flexión del pensamiento humano que el Dios de la religión* Porque lo absoluto


es una idea filosófica junto con la cual —como pasa con todas las demás ideas
filosóficas— hay que pensar siempre también al sujeto pensante. Mientras que a
la conciencia religiosa la reflexión sobre la subjetividad de su lenguaje sobre
Dios es algo que, en cuanto conciencia intencional» le resulta siempre periférico,
Wagner, al contraponer la idea de lo absoluto —que habría que pensar como
autointerpretación de lo absoluto— con la subjetividad de la conciencia religio-
sa, retrocede respecto del concepto de religión de Hcgcl, para quien la «elevación*
religiosa era siempre bipolar: elevación de la conciencia finita sobre su finllud
hasta la idea de lo infinito y absoluto y, al mismo tiempo, un ser levantada dicha
conciencia por el absoluto que le sale al encuentro al movimiento subjetivo de la
conciencia religiosa (cf. G. W F. HLGI \. Lecciones sobre los pruebes de la exis*
tencia de Dios, ed. de G. R. de Echandía, Madrid 1970, 107ss [PhB 64t 1966, 77sJ.
Cf. también sus explicaciones sobre el concepto de culto en la primera parte de
la filosofía de la religión: El concepto de religión, ed» de A. Ginzo, México/Ma-
drid/Buenos Aires 1981, 201s (PhB 59, lMssl). Wagner, por el contrario, elimina la
elevación religiosa realizada por el hombre en favor de un movimiento que parte
unilate raimen le de lo absoluto: eso es un barthianismo hegeliantzantc.
n* En mis reflexiones sobre Erwagungen zu eirter Theotogie der Retigionsge-
schlchte, en Grundfragen systematischer Theotogtet I, 1967, 252-295, hablaba yo de
un «trato* («I/mgang») del hombre con la realidad del misterio divino presupuesto
por la estructura de su existencia (283$). Después de mis trabajos sobre teoría de
La ciencia acentúo m i s el hecho de que esc trato tiene lugar en la experiencia del
mundo y en la confrontación con sus implicaciones cuando estas implicaciones
se vinculan con el saber atematko que el hombre lienc de Dios, el cual, en reali-
dad, sólo se convierte en un saber expreso sobre Dios con la experiencia de los
poderes que determinan la realidad del mundo.
&y Sobre esta definición nominal de Dios, cf. Teoría de ta ciencia y teología,
Madrid 1981, 310 [1973. 304s}.

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5. La verdad de la religión y la historia de la religión 171

al que se prestaba fe w . Y, al contrario, en el caso de su no acredita*


ción, el Dios objeto de la fe aparecerá necesariamente como una idea
m e r a m e n t e h u m a n a , una mera representación subjetiva del h o m b r e .
En principio algo semejante vale también para las representaciones
de Dios politeístas. De lo que se trata igualmente en las religiones poli-
teístas es de la veneración de poderes que se le muestran como eficaces
y reales a la experiencia humana y que tienen que mantener siempre
ese m o d o de presentarse. Si la manifestación de poder no se da alguna
vez, puede hacerse la interpretación de que la divinidad está temporal*
mente inactiva o también de q u e ha retirado su gracia. Pero si no se da
nunca, la fe misma se tambaleará: esa divinidad se muestra impotente
y r p o r tanto, como irreal. De m o d o que la verificación de la pretensión
de verdad que las religiones plantean con sus afirmaciones sobre el ser
y el actuar de los dioses, no acontece primariamente bajo la forma de
investigaciones y de apreciaciones científicas, sino en el proceso de la
vida religiosa misma. La pauta para dicho examen no es tampoco ningún
criterio extraño a la divinidad. Someterla a pautas extrañas a ella y
juzgarla según ellas sería un acto irreligioso que lesionaría la majestad
del dios y que eliminarla el concepto mismo de divinidad. A un Dios
sólo se le puede aplicar la medida que él mismo establezca. Y esto es
j u s t a m e n t e lo que sucede cuando se verifican las afirmaciones sobre la
realidad o la actuación divina en sus implicaciones para la comprensión
de la realidad finita del mundo indagando si ese Dios se muestra real-
mente en la experiencia de los hombres como el poder que se afirma
que e s m .

La verificación de las representaciones religiosas de Dios por medio


de la experiencia del mundo no acontece bajo la forma de un acto único
definitivo ni en el caso de las religiones monoteístas ni en el de las poli-
teístas. Aunque pueden perfectamente darse algunos acontecimientos y
experiencias que hacen tambalearse la fe en el poder y en la realidad

i* lbid-, 308 1302].


123 u, Tworuschka dice que la pauta que yo he establecido «es de raigambre
inconfundiblemente judcocristiana» y que no sirve, por eso. como criterio general
para la creación de opinión en el ámbito de la ciencia de la religión (Kann man
Religionen bewerten? Probleme aus der Sicht der Religitmswisscnschaft, en U. Two-
RUSOKA/D. ZIUSSSEN (eds.), Thema Weltrehgionen, Frankfurt y Munich 1977. 4S-53.
esp. 40). Es un malentendido* Porque es cierto que he explicado el criterio casi
siempre con el ejemplo de la idea monoteísta de Dios, es decir, con la definición
mínima de la idea del único Dios como ta realidad determinante de todo. Pero
se puede aplicar también de una manera formalmente idéntica a toda afirmación
de un determinado «poder» atribuido a una divinidad. En cambio, los criterios de
valoración que Tworuschka propone (49ss) están expuestos a que se les objete que
son periféricos a la correspondiente idea de Dios; incluso en el caso de los cri-
terios • interiores a la religión» (49s), pues estos criterios no se dirigen a la ima-
gen de Dios, sino a la «teoría propia» de la tradición religiosa (50). Al parecer,.
Tworuschka no ha tenido en cuenta que de ese modo se eliminarla la idea mis*
ma de Dios al tratarla como mera disposición de la conciencia religiosa.
172 ///. ¡M realidad de Dios en ¡as religiones

de un Dios o que. por el contrarío, le dan un fundamento duradero. Este


último fue el caso de la fe en el Dios de Israel con el acontecimiento
del éxodo y, en particular, con la salvación del Pueblo en el Mar Rojo
(Ex 14,15ss, esp. 41,31). Los dioses que son objeto de veneración religiosa
no son sólo magnitudes de un momento, sino poderes de los que se espe-
ra permanentemente determinadas acciones de poder* Pues bien, como
el proceso de la experiencia de los individuos y de los pueblos se encuen-
tra abierto hacia un futuro todavía desconocido y como la realidad del
mundo se nos presenta de continuo por sí misma de un modo diverso
y sorprendente, es más, según se cree modernamente, incluso como
inacabada en sí misma, inmersa todavía en su devenir, la cuestión del
poder de la divinidad se plantea una y otra de nuevo. En un Dios se
cree como poder idéntico en el transcurso del tiempo. Que posea real-
mente el poder que se le atribuye es algo que se tiene que demostrar
constantemente de nuevo y que puede, por eso, ser problemático
(strittig).

En relación con que la experiencia del mundo no está cerrada, hay


que ver su parcialidad y también la pluralidad de perspectivas de la
experiencia de una misma realidad del mundo. Una misma tierra está
habitada por hombres de culturas diversas. Sus espacios vitales limitan
tal vez con los mismos mares- El mismo sol y la misma luna surcan
sus cielos. Pero los poderes que aparecen en todo ello no sólo reciben
nombres distintos. Se los experimenta, además, con diversas vincula-
ciones con otros fenómenos. Incluso las divinidades astrales, los dioses
sol y las diosas luna de las diversas culturas, no son simplemente idén-
ticos, se diferencian en algo más que en sus nombres. Entonces, cuando
las diversas culturas se encuentran, surgen preguntas como éstas: ¿cuál
de estas divinidades es la más poderosa? ¿Cuál es el nombre más pro-
pio, el más adecuado, del poder que se oculta tras estos fenómenos y
que se manifiesta en ellos? ¿Estamos ante esferas de poder indepen-
dientes o sólo ante diversas formas de mostrarse un poder único que
rige en todas ellas?

¿De qué tipo eran las motivaciones y los impulsos religiosos que se
manifestaron en la fundación de las antiguas culturas, como, por ejem-
plo, en la unificación de los reinos de Egipto en el tercer milenio antes
de Cristo o de los de China en el segundo? El paso de la hegemonía de
una ciudad a otra en Mesopotamia se lo atribuía el mito sumerio al dios
de la guerra, Enlil. Pero ¿qué sucedió en realidad cuando en los comien-
zos del segundo milenio Marduk, el dios de la ciudad de Babilonia,
arrinconó a Enlil y se colocó en su lugar? ¿Qué impulsos radicaban en
la peculiaridad de la misma figura divina de Marduk que condujeron a
tan profundas transformaciones y, en general, a la configuración del
antiguo imperio babilónico? ¿Y luego, a partir de la época tardía del
segundo milenio, cuáles eran las pretensiones religiosas que estaban

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3. La verdad de la religión y la historia de ¡a religión V>

t r a s el ascenso y la expansión del poder militar asirio? ¿Cuáles estaban


t r a s el ascenso y la expansión del imperio mundial persa a partir del
siglo séptimo antes de Cristo?
Todo parece indicar q u e cuestiones de este tipo no han sido todavía
suficientemente investigadas. La mayoría de las veces se ha d a d o p o r
supuesto como algo evidente que los cambios religiosos eran meros fe-
nómenos concomitantes o consecuentes de los cambios políticos y eco-
nómicos en la historia y en la intcrrelación de las culturas. Así, por
ejemplo, Max Weber describía la competencia que los dioses se hacen
entre sí en la vida religiosa habitual de la siguiente manera: «Donde
existe un dios local político, el primado va a p a r a r naturalmente a sus
manos. Luego, cuando las conquistas ensanchan el círculo del g r u p o
político, en el seno de una pluralidad de sociedades sedentarias en las
que se había llegado ya a la configuración de divinidades locales, la
consecuencia regular es que los diferentes dioses locales de las socie-
dades fusionadas se asocian en un todo... El dios local de la sede m á s
importante de un señor o de un sacerdote: el Marduk de Babilonia, el
Amón de Tcbas, suben entonces al rango de dioses mayores, para volver
frecuentemente a desaparecer de nuevo con un eventual derrocamiento
político o con el traslado de un lugar de residencia» °*. Pero ¿es verosí-
mil que, en la vida de las culturas antiguas, determinada por la religión,
los cambios políticos y económicos sucedieran por motivos puramente
seculares y que los cambios religiosos Fueran meros fenómenos conse-
cuentes de aquéllos? ¿No tendremos m á s bien que contar con que, p o r
regla general, las actuaciones políticas y económicas necesitaban u n a
motivación religiosa? ¿Y esta motivación no habríamos de remitirla a
las características propias de los dioses venerados en esas culturas?
¿No tendría, pues, la historia de la religión q u e adoptar la forma de
una descripción de la historia de la c u l t u r a q u e explique sobre una base
religiosa los cambios culturales —incluidas las grandes transformaciones
políticas y sociales—, poniéndolos en relación con los conflictos que
acontecen e n t r e los dioses a quienes los hombres a d o r a n ?

Contra el supuesto de Weber, de que normalmente los cambios re-


ligiosos hay que entenderlos como en función de las transformaciones
políticas y sociales, no habla solamente el resultado de su estudio sobre
el capitalismo, que demostró, frente al materialismo histórico de los
marxistas, la importancia de motivaciones religiosas, como la doctrina
calvinista de la predestinación, en algunos procesos sociales de la Edad
Moderna. En esta misma dirección apuntan también algunas peculiari-
dades de la historia de la religión del Antiguo Oriente a las que Weber
se refirió especialmente en Economía y sociedad* El dios babilónico

>» M. WEBHI. Economía y sociedad < 1922>, ed. de J. Roura ParelLa, México IWf
rol, II, 95 U976 (5." ed,), 255J.
14

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174 í//. La realidad de Dios en las religiones

Marduk sobrevivió durante mucho más tiempo a la caída del imperio


de Babilonia de lo que lo hizo el sumerio dios de la guerra Enlil al
derrumbamiento de Sumer. La estatua de Marduk que los hititas se
llevaron en 1531 pudo ser recuperada. La fama del Dios de la sabiduría,
al parecer especialmente vinculado con esa estatua, era tan grande que
el rey de Asiría, Tukultininurta I, después de haber destruido Babilonia
en 1234, se la volvió a llevar para Asur. Parece que allí grupos de la
población asiría se sinlíeron tan atraídos por el culto del sabio y bené-
volo Marduk que resultaron vanos los intentos del rey de poner por
encima de él al dios imperial Assur. El rey fue asesinado en 1198 por su
propio hijo y, al parecer, hubo en esto una conexión con la cuestión
religiosa, pues la estatua que había sido sacrilegamente secuestrada fue
devuelta inmediatamente a Babilonia. El mismo acontecimiento se re-
pitió de nuevo en el año 689 cuando Scnaqucrib asoló Babilonia y la
convirtió en tierra inhabitable por medio de inundaciones. Su hijo
Assarhaddon, que pertenecía al partido babilonio en la corte asiría, hizo
asesinar a Senaquerib en el año 681, condenó la actuación de su pudre
contra Babilonia como sacrilegio abominable y lo primero que hizo fue
reconstruir la ciudad y su templo para aplacar a Marduk.

Esta historia del culto de Marduk tras la caída del antiguo imperio
babilónico no se puede en absoluto entender como un fenómeno conse-
cuente de procesos político-económicos. Fue ella, por el contrario, la
que tuvo consecuencias importantes en la historia política de Asiría.
Otro ejemplo de la influencia de motivos religiosos en el curso de la
historia política es la lucha que el faraón Eknaton libró en vano contra
el culto del habitual dios del imperio, Amón de Tebas, y a favor de su
sustitución por el culto de la esfera solar, Atón. Es posible que unü de
las razones de la política religiosa de Eknaton haya sido que la venera-
ción de la esfera solar no se reducía a Egipto, sino que era familiar
también y sobre todo a las regiones del Asia anterior que habían con-
quistado sus predecesores. Mejor dicho, aquellas regiones habían sido
sometidas desde el tiempo de Tutmosis IV en nombre de Atón w y la
expansión victoriosa del Nuevo Imperio egipcio hablaba claramente en
favor de su poder divino. No sería acertado ver en Atón sólo un símbolo
a posteriori de la constitución del imperio mundial egipcio. Ante la ex-
periencia de los contemporáneos aparecía realmente como el «dios del
mundo» (Eberhard Otto). El fracaso de la fe en Atón, con su exclusi-
vidad monoteísta, no parece que se haya debido en primera línea a las
manipulaciones de los sacerdotes de Amón, sino más bien a que esa
figura divina no presentaba relación ninguna con la temática de la
muerte y del otro mundo y. sobre todo, a que el ascenso del poder hitita
supuso para Atón una pérdida de su antiguo brillo en su campo más

Et OTTO, Ágypten* Der We& des Pharaoncnrctches, Stuttgart 1953, 160s.

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J. La verdad de la religión y la historia de la religión 175

propio ™. Lo que debió ser decisivo fue que la figura de Atón carecía
de! potencial interpretativo necesario para elaborar, por u n a parte, los
temas de la muerte y del más allá y, por otra, los reveses políticos y
militares de Egipto en el Asia anterior. La decisión sobre la acreditación
o no acreditación de u n a figura divina en la experiencia q u e hacen del
mundo s u s adoradores, no parece depender de los cambios en el ámbito
de la experiencia del m u n d o en c u a n t o tal, sino de la capacidad que
tenga dicha figura para afrontar e interpretar tales cambios.
Sirva como ilustración de lo dicho nuestro último ejemplo: la expe-
riencia que Israel hizo con su Dios en la agitada ¿poca de la caída del
antiguo reino judío y del exilio babilónico. Como los demás pueblos, 180
el antiguo Israel del tiempo de los reyes esperaba que su Dios mostraría
su divinidad prestando su asistencia para el mantenimiento y el forta-
lecimiento del Reino, en este caso, de la dinastía de David, p o r él elegida
(cf. Sal 2,8s y 110,Is). El profeta Isaías, en el tiempo de los grandes apu-
ros ocasionados por los asirios en el siglo v m , había considerado todavía
que la elección de David y de Sión p o r el Dios de Israel era irrevocable.
¿No se tenía q u e interpretar entonces la conquista de Jerusalén p o r los
babilonios en el año 586 y el fin del reino davídico como u n a manifes-
tación de la impotencia de Yahvc frente a los dioses de Babilonia, en
el sentido de Jueces 11,24? Si así hubiera sido se habría seguido la lógica
de los principios de sociología de la religión establecidos p o r Weber.
Pero la fe en Yahvé había adquirido a lo largo de la historia de la pro*
fecfa de Israel un potencial interpretativo tal que Jeremías, ya antes de
q u e los babilonios destruyeran Jerusalén, había podido interpretar este
hecho como un acto de poder del juicio divino en lugar de como expre-
sión de la impotencia del Dios de Israel. Con todo, el Deuteroisaías era

u* Ibid., líóss, esp. 169, U, TWORUSCHKA, O.C, 47, cree que plantearse si un Dios
en quien se cree se manifiesta en realidad para los creyentes como el poder que
creen que es, es algo que puede rechazar como «metódicamente cuestionable y
además como prácticamente irrealizables El primer lugar, porque él piensa que
el criterio empleado depende de presupuestos oca dental-cristianos (cf. sobre esto.
más arriba, la nota 125). Pero, en segundo lugar, porque «acerca de las reacciones
de los hombres antiguos ante consecuencias deseadas, pero no acontecidas en
realidad» nosotros no sabríamos nada. Ahora bien, yo no he hablado de la oración
escuchada en las antiguas religiones, sino de las expectativas que van vinculadas
a una determinada figura divina respecto de la realidad experimentada. Tworuschka
dice lapidariamente: «Si unos dioses no tienen ya poder, se los abandona y otros
dioses más poderosos pasan a ocupar su lugar» (ibid.). Pues bien, justo ése es
el tema de la acreditación o (como en este caso) no acreditación del poder airi-
buido a un dios, tema que yo creo necesitado de una investigación y clarificación
más detallada como punto de partida para el tratamiento de la cuestión de la
verdad de la fe religiosa. Las representaciones de fe no son siempre necesariamente
tan «ajustadas» a la experiencia de la realidad como puede imaginarse el investí*
gador de la religión que trabaja con los medios de la fenomenología de la religión.
La historia nos ofrece más bien muchos ejemplos del hecho de una pugna en
torno a la interpretación religiosa de la realidad. La decisión sobre si unos dioses
tienen o no tienen poder es sólo resultado de dichas confrontaciones. Hay que
esclarecerlas si se quiere comprender el curso de la historia de la religión.

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176 ///. La realidad de Dios en las religiones

bien consciente en el exilio babilónico de cuánto habla sido «profana-


do» el n o m b r e de Yahvé e n t r e los pueblos p o r causa de la humillación
de Israel {Is 48,11). Era algo q u e formaba sin duda parte del trasfondo
de su esperanza de que la divinidad de Yahvé se pondría de manifiesto
a n t e Iodos los pueblos por medio del persa Ciro, a quien 61 esperaba y
anunciaba como vencedor de Babilonia (Is 45,6; cf. 48,14-16): una espe-
ranza que no se iba a cumplir asi, evidentemente, pues Ciro no fundó su
imperio en el n o m b r e del Dios de Israel.
Si la solución de la cuestión de la verdad de u n a religión depende
fundamentalmente de la verdad de sus afirmaciones sobre la divinidad
y si esta verdad se decide, p o r su parte, en el contexto de la experiencia
del mundo que van haciendo los adoradores de la divinidad en cuestión,
lo primero q u e se necesita es u n a clarificación de las condiciones gene-
rales en las q u e se d a n estos procesos. Porque parece claro que los cam-
bios en el ámbito de la experiencia del m u n d o no llevan consigo auto-
máticamente los correspondientes cambios religiosos. Lo que parece
más bien es que aquellos cambios exigen de la conciencia religiosa u n a
respuesta q u e puede resultar de uno u o t r o signo. Sólo de esta respues-
ta depende, en cada situación, la decisión sobre la verdad y la supervi-
vencia de la fe correspondiente.

¿Cómo hay que entender e s t o más exactamente? ¿Cómo es que se


puede siquiera poner afirmaciones religiosas en relación con contenidos
de la experiencia del mundo de tal manera que no se trate sólo de inter-
pretaciones puramente subjetivas, intercambiables e n t r e sí a discreción,
totalmente periféricas a la experiencia del m u n d o en c u a n t o tal? Sólo
parece ser posible bajo la condición de que los mismos contenidos de la
experiencia del m u n d o conlleven implicaciones de sentido que no se
tematizan expresamente m á s que en el nivel de las afirmaciones reli*
181 glosas, pero que también éstas pueden decir mal a . El punto de vista
]
-' Sobre lo que sigue, cf. Jas explicaciones del Autor en Teoría de la ciencia
y teología, Madrid 1981, 319ss [1973. 314ss] y las que se presuponen sobre el con-
cepto de sentido: Ibid,. 212-231 [206-224]. F. WAGXEH, O.C. 471SS, ha criticado la con-
cepción desarrollada allí, es decir, que el contenido de sentido de cada experiencia
finita se encuentra vinculado a un contexto de interconexiones de experiencias y
de cosas (concepto contextúa! de sentido) y que, por tanto, el significado que se
le atribuye a cada experiencias particular y a sus contenidos depende en ultimo
término de un horizonte global de sentido, aun cuando este no aparezca temati-
zado en cada experiencia particular. Wagner afirma que sólo puede haber sentido
particular, pero no un todo de sentido, ya que éste sólo «existe por la gracia de
una disposición conceptual» (474). Pero no recoge en su crítica el hecho por mi
subrayado de las implicaciones de un contexto de sentido (y, por tanto, también
de un contexto último, de un indefinido todo de sentido de la experiencia) que se
encuentran en cada sentido particular experimentado. Cierto que para una expe-
riencia particular lo que hay. en primer lugar, es sólo el sentido particular. Pero
si es verdad que todo significado particular, todo sentido particular, depende de
un contexto, éste podrá quedar lucra de la atención en la experiencia de un
sentido particular, podrá quedar indefinido, pero está también ahí. Luego, la in-
terpretación será la que reconstruya el contexto como condición del significado
particular ya experimentado. En esto consiste la actividad de la interpretación del

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J. La verdad de ¡a religión y la historia de la religión L7?

d e q u e las a f i r m a c i o n e s r e l i g i o s a s t e m a t i z a n las i m p l i c a c i o n e s d e s e n t i d o
q u e s e h a l l a n e n l a e x p e r i e n c i a p r o f a n a del m u n d o s e e n c u e n t r a y a e n
l o s d i s c u r s o s Sobre la religión de S c h l e i e r m a c h e r , P o r q u e c u a n d o allí se
d i c e q u e t o d o l o finito, con l o s l í m i t e s q u e c o n s t i t u y e n s u p a r t i c u l a r i -
d a d , e s t á « r e c o r t a d o » 1 3 0 d e l o i n f i n i t o , s e e s t á s i g n i f i c a n d o c o n ello q u e
t o d a e x p e r i e n c i a p r o f a n a d e l m u n d o , e n c u a n t o e x p e r i e n c i a d e l o finito,
i m p l i c a s i e m p r e q u e l o finito e s u n a r e p r e s e n t a c i ó n (Darsleltung) d e l o
i n f i n i t o , d e l Universum. S ó l o q u e e s o no lo t e m a l i z a la c o n c i e n c i a de la [g2
e x p e r i e n c i a p r o f a n a . E s s ó l o l a c o n c i e n c i a religiosa l a q u e c o n t e m p l a
e x p r e s a m e n t e e l t o d o e i n f i n i t o e n l o finito; e s ella l a q u e t e m a t i z a , p o r
tanto, las implicaciones de sentido de la experiencia profana que no
llegan a h a c e r s e e x p r e s a s e n é s t a . P e r o S c h l c i c r m a c h c r h a b l a b a d e «in-
t u i c i o n e s » (*Anschauungen*) religiosas, n o d e a f i r m a c i o n e s . P o r e s o n o
t r a t ó tampoco de la pretensión de verdad que va unida a la forma de
la afirmación o proposición: no se planteó, p o r tanto, la pregunta de

sentido» que puede acertar con el contexto de sentido implicado en la experiencia


particular que se interpreta, pero que puede también no dar con él o deformarlo.
Por eso —para hablar con P. Tillich— el contenido de sentido, presente al modo
de Implicación, va siempre por delante del esfuerzo hermenéutico de la Interpre-
tac ion explicitadora de sentido y, desde este punto de vista, por delante también
de la «forma de sentido». Lo cual c5 válido no sólo respecto del «sentido ¡acon-
dicionado» como fundamento de todas las formas de sentido, al cual —según Ti-
llich— va orientada la religión <cí. sobre esto G. WBNZ. Subjekt und Sein. Die Ent-
wicUung der Theologie Paul Tiltíchs, Munich 1979. 120ss)p sino que vale también
para todos los contextos de sentido, presentes por implicación en el sentido in-
dividual (del significado Individual) y temáticamente aprehendidos y tematlzados
sólo por una Interpretación ulterior. Naturalmente que lo dicho vale también y,
sobre todo, para el modo en et que el fundamento incondicfonado de sentido se
encuentra en la experiencia individual como fundamento de la unidad de la tota-
lidad de sentido, la cual se halla presente en cada experiencia individual como ho-
rizonte de significado, aunque sea atemática y, por tanto, indefinidamente. Tillich
lo ha dicho con acierto: ninguna forma de sentido (léase: interpretación de sen-
tido) puede recoger totalmente, ni mucho menos, superar, el contenido incon-
dícionado de sentido fFilosofia de ¡a religión, 1925. Buenos Aires 1973. 44s [Ge-
sammette Werke, I. 319]; c L sobre esto, G. WENZ. o.c.t 120SS). Pero la funda-
mentación que aduce, basada en el concepto de lo incondicionado. es vulne-
rable (el. la critica de WAGKES, OX., 382SS>. El carácter de ínexhaurible que tiene
la totalidad de sentido —otemáticamente presente en cada experiencia particular--
para las interpretaciones explícitas de sentido y el sentido incondicional subya-
cente a aquella totalidad, se basa más bien, en primera linea, en su modo ate-
mático e implícito de darse y, además, en la temporalidad propia de la apertura
de ta experiencia. WENZ. O . C , 124ss, subraya con razón la proximidad objetiva de
Tillich al concepto contextúa! de sentido de la hermenéutica de Dilthcy y, al mis-
mo tiempo, su independencia de este* Sobre una valoración ontológica de esc con-
cepto de sentido que va más allá de la limitación de Dilthcy a la «vida del espí-
ritu». el. del Autor, Smnerjahrung, Religión und Gottcsfragc: Theologie und Philo-
sophíe 59 (1984) 178-190, esp. I80ss [extractado en Experiencia de sentido, religión y
pregunta por Dios: en Diálogo Filosófico 1 (1985) 26-301. Sobre la problemática
aludida en la critica de Wagner respecto de la categoría del todo, véase el artícu-
lo del Autor no mencionado por el, Die Bedeuitmg der Kategoríen • Teíh und «Gan-
tes» für die Wissenscka/tstheorie der Theologie: Theologie und Philosophie 53 (1978)
48M97. esp. 490s.

t» Sobre la religión, cd. de A, Ginzo. Madrid 1990. 37 [1799, 531.

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178 (II, La realidad de Dios en tas religiones

si las «intuiciones» religiosas aciertan con las implicaciones de la expe-


riencia profana o si las dicen mal. Con todo, en el Discurso quinto decía
que la religión cristiana conlleva u n a función crítica de las formas insu-
ficientes de mediar lo finito con lo infinito que adoptan o t r a s religio-
n e s 0 1 . ¿No implica esto que esas o t r a s formas de intuición religiosa no
aciertan con la verdadera interconexión de lo finito con lo infinito o
que t al menos, la captan sólo insuficientemente?
La critica de Hegel al concepto de intuición de la teoría de la religión
de Schleiermacher era que se hacía de la intuición «algo s u b j e t i v o * i n .
A Schleiermacher le habría faltado «consolidar» la expresión de la in-
tuición. es decir, concebirla como la integración de un contexto de refle-
xión, tal y como Hegel mismo lo había descrito poco antes en su escrito
Diferencia... El tema de tal reflexión es la relación de lo finito con lo
finito, pero también con lo infinito, es decir, exactamente lo mismo q u e
Schleiermacher sólo insinuaba con su rica imagen de q u e lo finito se
recorta del contexto de lo infinito. Para Hegel, la síntesis de dicho con-
texto de reflexión que la intuición ha de llevar a cabo «la postula la re*
flexión* misma y tiene incluso que «ser deducida» de e l l a , w . En sus
grandes o b r a s posteriores —en las q u e el concepto (Begriff) vendrá a
ocupar el lugar de la intuición especulativa— Hegel expuso cómo dicha
síntesis se da p r i m e r a m e n t e bajo formas unilaterales que dan ocasión
para u n a reflexión ulterior. Lo que aquí nos interesa de esto es que
la reflexión no «postula» la intuición especulativa, como síntesis de un
contexto de reflexión que vincula lo finito con lo infinito, sino que,
al parecer, se la somete a crítica en cada u n a de sus nuevas formas
en cuanto que se va m o s t r a n d o en éstas como una síntesis unilateral
y. p o r tanto, insuficiente. De aquí no se sigue q u e se pueda estable-
cer una lista de todas esas síntesis de m o d o que cada m i e m b r o pos-
terior de la cadena fuera una síntesis de rango superior en todos los
183 sentidos al de su predecesora. Y menos aún se puede postular desde ahí
que sea posible c e r r a r la cadena por medio de una intuición q u e supe-
rara todas las unilalcralidades de sus predecesoras y que sería entonces
la idea especulativa de la cosa misma, es decir, en nuestro caso, de lo
absoluto «*.

ui o.c, 189ss [293ss]. El carácter polémico del cristianismo no se dirige, según


Schleiermacher, sólo contra otras religiones, aunque también contra ellas; parece
que, al decir esto, pensaba en primera línea en la religión judía del tiempo de
Jesús
« G> W. F. HECEI-, Clauben und Wissen, 1802, citado según PhB 62b. 1962, 89$.
i» C- W, R HEGEL, Diferencia entre tos sistemas de filosofía de Fichte y Schetling,
1801. ed< de M" del Carmen Paredes, Madrid 1990, 47 [PhB 62a, 32]. -La intuición
sin esta síntesis de opuestos es empírica, dada, inconsciente» (45 [31])*
u* Hegel intentó establecer en su Lógica una serie semejante de conceptos me-
tafísicos fundamentales como «definiciones de lo absoluto* (G. W. F. HEGET, Cien*
da de la lógica, o.c, 69 [PhB 56, 59]). En correspondencia con ella, aunque no
en el sentido de una «aplicación» rígida de la serie lógica, está la exposición

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1 La verdad de la religión y la historia de la religión 179

La exigencia hegeliana de poner la «intuición» de Schleiermacher en


relación con la reflexión resulta apropiada para introducir precisiones
en el pensamiento schlcicrmachiano que nos abran el camino de un
análisis m á s exacto de la problema!icidad (Strittigkeit) de las visiones
religiosas en el proceso de la vida religiosa y de su historia. Las intui-
ciones religiosas, si lo que hacen es tematizar la relación implícita de los
contenidos de las experiencias finitas con lo infinito, son susceptibles
de q u e se les pregunte si responden adecuadamente de la complejidad
de dicha relación. Es, no cabe d u d a , una pregunta con sentido, puesto
que la función de las intuiciones religiosas consiste en conseguir u n a
expresión de ese todo complejo de relaciones de sentido, a la que ten-
dremos q u e llamar «simbólica» en c u a n t o que dice el «todo» del t/ni-
versum en relación con una experiencia particular y, por tanto, bajo un
aspecto concreto, p a r a poder asi —como decía Schleiermacher— con*
templar lo infinito en lo finito. Para lograrlo, la intuición religiosa tiene
que ser representativa del todo del q u e —según Schleiermacher— «se
recorta* cada cosa finita. Es lo que ha captado, con más precisión que
Schleiermacher mismo, la concepción hegeliana de la intuición como
síntesis. Pero estaba también implícitamente presupuesto en las expli-
caciones del Discurso quinto sobre la «intuición central» o «intuición
fundamental» de una religión a la cual habría que referir todos los
demás contenidos de la experiencia de sus seguidores. Las intuiciones
religiosas permanecen, por tanto, sometidas a la pregunta de si reali-
zan adecuadamente su función de propiciar la contemplación (tur An-
schauung zu bringen) de lo infinito en lo finito 135 .

Dicho de otra manera: los dioses de las religiones tienen q u e mostrar


en la experiencia que los h o m b r e s hacen del m u n d o q u e son los poderes

de la historia de la religión como una serie de tipos de religión en cuyo final se


encuentra La religión absoluta. Naturalmente, una serie tipológica de este tipo no
le hace justicia a la historia real de la religión, porque en el proceso concreto de
la historia, no encontramos a las diferentes culluras y religiones simplemente unas
detrás de otras, sino unas junto a otras en amplios espacios de tiempo, ya sea
sin relaciones entre ellas, ya vinculadas entre sí por numerosos lazos. Las diver-
sas culturas y religiones tienen cada una su historia al lado de la de las otras du-
rante milenios, una historia que no admite ser constreñida a un único tipo. Mu-
chas van recorriendo diversas lases, evolucionando de manera semejante a lo que
se puede observar en otras. La unidad de la historia de la religión no se pro-
duce por la sucesión de las religiones al modo de una serie tipológica, sino que
resulta de los crecientes contactos, conflictos c influencias mutuas entre las cul*
turas, De modo que la imagen de la historia de la religión que Hcgcl nos ofrece
ya no es aceptable hoy. aunque su acentuación —frente a Schleiermacher— del
primado de la idea de Dios para la conciencia religiosa sigue teniendo mucho sig-
nificado.

us Cf. Sobre la religión, 168a [259ssT En este sentido, las «intuiciones» religiosas
tienen el carácter de afirmaciones, es decir, que conllevan una pretensión de ven
dad, AI menos por lo que toca a la •polémica» del cristianismo con las represen-
taciones insuficientes de la presencia de lo infinito en lo finito por otras religio-
nes. también Schleiermacher vería la posibilidad del conflicto entre diversas pre-
tensiones religiosas de verdad.

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180 III. La realidad de Dios en las religiones

que pretenden ser. Tienen que acreditarse en las implicaciones de sen-


tido de la experiencia del mundo de tal manera que cada uno de sus
contenidos puedan ser entendidos como manifestación del poder y no
de la impotencia del dios en cuestión. Estas interpretaciones no son
posibles a discreción. Dependen, por una parte, del potencial interpre-
tativo propio de cada divinidad determinada- Así, por ejemplo, en el
caso de la historia de Israel la concepción de Dios elaborada por los
Profetas permitió la interpretación de la caída de Judá como acción
enjuiciadora de Dios sobre su propio pueblo. Y. por otra parte, las inter-
pretaciones de la experiencia del mundo tienen que acertar con su con-
tenido de sentido implícito, no pueden equivocarse al respecto. Así. por
ejemplo, la interpretación de la caída de Jerusalén como juicio de Dios.
tenía en su contra que el acontecimiento al que se refería tenía necesa-
riamente que aparecer a primera vista como expresión de la impotencia
del Dios de Israel. De ahí que el Deuteroisaías remitiera, por una parte.
al anuncio profetice que había sido hecho de ese acontecimiento en el
nombre de Yahvé (Is 42.9; cf. 48.3-6). y que, por otro lado, esperara sólo
de la futura acción salvadora de Dios, es decir, de la vuelta de los
exiliados de Babilonia y de la restauración de Jerusalén. la eliminación
de la profanación que había sufrido el nombre de Yahvé entre los pue-
blos (Is 48,11).

La decisión sobre la verdad de una religión —lo cual significa en


primera línea: sobre si se acreditan como dioses los dioses que sus se-
guidores sostienen que lo son— se toma, pues, en el proceso de la ex-
periencia del mundo y en la pugna por su interpretación. Para una com-
prensión más exacta de este hecho hay que tener todavía en cuenta tres
cosas:
1. La acreditación o no acreditación de las afirmaciones religiosas.
en particular, sobre el ser y la actuación de los dioses. la perciben y la
constatan en primera línea los miembros de la comunidad religiosa en
cuestión, los adoradores de la divinidad de la que se trata. La falta de la
esperada confirmación del poder de un dios no les conducirá a apartarse
inmediatamente de él. sino que la experimentarán como mera tentación
de la fe en él y la sobrellevarán como tal. Pero, en cualquier caso, en
la tensión entre fe y experiencia la verdad de un dios en quien se cree
está en juego en primera línea para el creyente mismo. La misma ten-
sión aparece luego en el proceso de la tradición religiosa en el momento
en que se trata de que el dios conocido y adorado por los mayores les
resulte también a los más jóvenes evidente en su divinidad. Tal vez sea
aquí donde se encuentre la ocasión más importante del cambio de las
representaciones de fe en el curso de la integración de la experiencia
185 del mundo en la fe en la divinidad y en su actuación. Y. por fin, esa
misma tensión que obliga a interpretar tanto la tradición como la expe-
riencia común del mundo, vuelve a aparecer cuando se trata de intru-

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J. La verdad de la religión y la historia de la religión leí

ducir en la fe en un dios a hombres que hasta ese m o m e n t o no perte-


necían al circulo de sus adoradores.
2. La cuestión de la acreditación o no acreditación de la fe en un
dios y, p o r tanto, de la verdad o falsedad de la divinidad del dios, se
encuentra en muchos casos bajo la presión de la competencia que hacen
las pretcnsiones de verdad de o t r a s divinidades q u e reclaman para sí
los mismos ámbitos de la experiencia como muestra de su divinidad.
Piénsese solamente en la confrontación e n t r e Yahvé y Baal en la his-
toria de la religión del Israel antiguo. Este cuestión amiento de la com-
petencia de un dios por el potencial interpretador alternativo de otra
figura divina no constituye tal vez en todas partes un problema para la
vida religiosa ordinaria y para su tradición. Aparece especialmente en
situaciones de contacto, mezcla o colisión de diversas culturas, pero
también como expresión de deslizamientos ocurridos dentro de la mis-
ma cultura. Este último es. por ejemplo, el caso de las culturas poli-
teístas cuando u n a determinada figura divina tiende a a t r a e r hacia ella
competencias que pertenecían hasta entonces a la esfera de o t r a s divi-
nidades,

3. Justamente cuando la fe en u n a divinidad sale victoriosa del reto


de acreditación al que la someten los cambios en la experiencia del
mundo, el m o d o de concebir el ser y el a c t u a r del dios en cuestión, que
sale reafirmado de la prueba, no deja de experimentar también trans-
formaciones. Las religiones mitológicas las retroproyectan al tiempo
primitivo del mito. Porque en la conciencia mítica, marcada por la idea
de la inquebrantable normatividad de los orígenes, no hay lugar para
transformaciones del orden original del mito y de su origen divino. En
cambio, cuando se tematizan como tales los cambios históricos de la
concepción de Dios, se rompe la orientación mítica de la vida. Es lo que
aconteció en la historia de la religión de Israel m . Aunque en las tradi-
ciones israelitas y cristianas se puede observar todavía una multiforme
supervivencia de materiales míticos, motivos individualizados o formas
de pensar míticas, a los que les surgen allí nuevas funciones m . Para
Israel la misma experiencia del cambio histórico se convirtió en el
medio de su conciencia de Dios ya en las tradiciones del tiempo de los
Patriarcas y más aún en la tradición del éxodo, en el recuerdo de la

|J
* Véase sobre esto la contraposición (necesitada, es verdad, de algunas ma-
lizaciones) de la teología de La historia del antiguo Israel con la orientación ha*
da los tiempos originarios propia del mito, en M. ELUDE. El mito del ctertw re-
torno ¡1951). Madrid 1984 (5.a ed.). Sobre el concepto de mito y la historia del
mismo, véase también mi investigación sobre Cristianismo y mito (1917) en Cues-
tiones fundamentales de teología sistemática, Salamanca 1976, 277-351 [II, 1980,
13-65].
u* Ilustraciones de ello se encuentran en Cristianismo y mito, en Cuestiones futí*
damentales de teología sistemática. Salamanca 1976, 303-330 y 340ss III. 1980. 31-56.
y 57ss],

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1*2 ///. IA realidad de Dios en tas religiones

elección de David, de su dinastía y de Jerusalén como lugar del culto,


186 y, por fin, en el mensaje de los Profetas. De este modo se tuvo que
tomar conciencia de que cada acreditación de la fe en una situación
histórica, cada experiencia de una nueva actuación de Dios, no sólo
arrojaba nueva luz sobre todo lo pasado, sino que ella misma resultaba
provisional. Es asi como se plantea la cuestión de una automanifesta-
ción definitiva de Dios en el futuro, una cuestión que se abrió camino
para Israel sobre todo con la profecía del tiempo del exilio y que luego
fue recogida por la apocalíptica con su espera de los acontecimientos
finales.
Su historia, con un futuro aún abierto, que incluye el futuro del mun-
do y de la humanidad, se convirtió para el Israel que hacía la experiencia
de ella en la historia de la manifestación de Dios. La interpretación de
la experiencia del mundo como expresión del poder de Dios, de su ac-
tuación, repercutió sobre la misma comprensión de Dios; su divinidad
y sus atributos van manifestándose progresivamente en la historia, no
con un progreso regular —porque el curso de los acontecimientos cono*
ce también momentos de tinieblas—, pero sí en camino hacia un futuro
en el que la gloria del Dios de Israel se revelará definitivamente para
todos los hombres en su actuación histórica.
Si la concepción israelita de la historia como historia de la manifes-
tación de Dios se basa en que Israel, a diferencia de las religiones mi-
tológicas de su entorno, tematizó de tal modo la cuestión de la acredi-
tación de la divinidad de Dios en cada nueva situación de la experiencia
del mundo que pudo entender esas situaciones como otras tantas nuevas
actuaciones de Dios, entonces tendremos que calificar también como
historia de la manifestación de los dioses a esa acreditación y autoafir-
mación de los dioses mismos en el mundo de las religiones que se va
realizando de forma histórica en el curso de la historia de la religión.
Cuando la fe en un dios se acredita en la experiencia de sus adoradores,
no podemos hablar sólo de una excelente tarca interpretativa de dichos
creyentes: es el dios mismo el que se manifiesta en su divinidad, aunque
sea provisionalmente. Un tratamiento de la historia de la religión que
no sólo tiene a la religión y a sus dioses por representaciones humanas,
sino que además se toma en serio la pretensión de verdad que conlle-
van, difícilmente podrá adoptar un punto de vista distinto de éste sobre
las transformaciones histórico-religiosas que investiga y que describe.
Claro que hay figuras divinas que desaparecen en ese proceso, una vez
que su impotencia se ha puesto de manifiesto. También la divinidad de
los dioses que se mantienen durante largo tiempo frente a constantes
nuevos retos de la experiencia del mundo sigue siendo problemática
(strirtig) mientras la historia está en curso. Lo cual vale también para
el Dios de Israel, Lo dicen los mismos testimonios de fe del Antiguo
Testamento cuando hablan de una mostración definitiva de la divini-

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5* La verdad de la religión y la historia de la religión l£3

dad de Dios hecha p o r él mismo en el futuro. La fe monoteísta niega la


realidad de otros dioses. Y desde que el monoteísmo bíblico se vinculó 187
con la filosofía griega, la inexistencia de otros dioses se ha convertido
en una evidencia cultural en el ámbito de la cultura de impronta cris-
tiana. Pero una mirada a la situación religiosa del mundo nos muestra
que no es todavía del todo tan aproblemática la i r e v e r s i b i l i d a d de ese
paso de la historia de la religión. Y, p o r supuesto, mucho más proble-
mático aún resulta cuál sea la figura definitiva de la realidad divina
e n t r e las diversas formas de fe monoteísta, así como e n t r e éstas y la
religiosidad atea q u e pone en duda la concepción personal de la reali-
dad divina.
Pudiera parecer —si se mira superficialmente— que esta compren*
sión de la historia de la religión como crítica de las religiones y como
«historia manifestadora* del misterio divino que se oculta en ellas XMI de
la verdadera realidad de Dios, es una visión dogmática diseñada desde
un punto de vista monoteísta. Pero concebir al misterio divino como u n a
unidad y referir en último término las pretensiones de poder de las di-
versas figuras divinas, y los conflictos entre ellas, a la unidad de u n a
realidad divina que se manifiesta en todo ello, está simplemente de
acuerdo con la unidad del concepto de religión y. más concretamente,
con la unidad de la humanidad en su ser religioso que dicho concepto
implica, así como con la idea, también implícita aquí, de q u e la historia
de la religión es u n a a pesar de toda la pluralidad religiosa existente.
Se podría añadir también la relación de dicha concepción del misterio
divino como unidad con la unidad del m u n d o y con la unidad de la
verdad: de esta unidad se trata con la problematicidad de la divinidad
de los dioses y de las religiones, porque lo que está en juego con ella
es la verdad de la fe en la divinidad de un Dios ante la experiencia del
mundo y ante las pretensiones de verdad de otros dioses que entran en
competencia con él. Por su parte, ya hemos mencionado que el suponer
la unidad de la religión y de su historia es algo que tiene su lugar his-
tórico-cultural propio, condicionado por la realidad del monoteísmo.
Pero ello no significa hacer jugar la perspectiva monoteísta de un m o d o
dogmático. Que se pueda leer la historia de la religión como la historia
de la manifestación de la realidad divina e igualmente como un proceso
de crítica de las concepciones h u m a n a s insuficientes de dicha realidad,
tiene su fundamento en que aquella historia no es solamente u n a his-
toria de ideas y de comportamientos humanos, sino q u e de lo q u e se
trata en las figuras de los dioses de las religiones es de la verdad de la
misma realidad de Dios. La unidad de la religión en la historia de las
religiones tenemos que suponerla, a pesar de toda su pluralidad, en
correspondencia con la unidad de la realidad divina que se manifiesta

i* CÍP mis Erwagungen zu einer Thcotogic der RcIigUmsgeschíchtc, en Grundlra*


gen systematischer Thcologie, I, 1967. 252-295. esp. 288ss.

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184 ///. La realidad de Dio* en las religiones

en dicha historia a través de sus cambios y de sus rupturas* Pero dicha


unidad no se encuentra ya dada ahí como un resultado. Al contrario, su
figura concreta sigue siendo problemática y discutida (stritíig) en medio
de las diversas pretcnsiones de verdad que nos presentan las religiones.
La manifestación de la realidad divina, incluso en medio de los con-
flictos no resueltos entre diversas pretensiones de verdad religiosas e
ideológicas, se llama revelación. La clarificación del concepto de revela-
ción y de su problemática teológica nos mostrará que este concepto se
corresponde con el de la historia manifestadora de Dios en la historia
de las religiones, aplicado aquí, claro está, como interpretación de la fe
cristiana y, por tanto, del Dios que esta fe confiesa y de su lugar en el
mundo de las religiones. El lenguaje cristiano sobre la revelación de
Dios no añade nada extraño a la historia de la manifestación de la reali-
dad divina en la pugna de las religiones. Al contrarío, el concepto de re-
velación se ha convertido en el curso de la misma historia de la religión
en el modo de dar nombre al resultado de la automanífestación de Dios
en el proceso de la experiencia histórica. Pero que la historia sea el
ámbito de la automostración de Dios ha sido un descubrimiento de
Israel heredado por el cristianismo.

La automanífestación de Dios tiene también consecuencias para la


relación del hombre con él, es decir, para la veneración de Dios; la reli-
gión en el sentido reducido del término* No siempre está la relación
religiosa del hombre con Dios en correspondencia con la verdad de Dios
puesta de manifiesto por la automostración histórica del mismo Dios.
Por el contrario, esa relación religiosa hay que corregirla partiendo de
la automostración de la verdad divina* Justo la inadecuación del modo
en el que se realiza la relación del hombre con la verdad divina contri-
buye a que ésta sólo se le pueda mostrar al hombre en el proceso de una
historia*

4. LA RELACIÓN RELIGIOSA

Si no se hace distinción entre la religión, por un lado, y el conoci-


miento de Dios o de los dioses como presupuesto de aquélla, por otro,
sino que» como sucede desde Agustín» se incluye este saber en el con-
cepto de religión. la cuestión de la verdad de la religión se refiere, en
primera línea, a la verdad de sus afirmaciones sobre la divinidad. A es-
tas afirmaciones les tiene que corresponder un puesto privilegiado en la
vida religiosa de los hombres, pues la realidad de Dios es algo en sf
previo a toda veneración humana; justamente por eso, le corresponde
el derecho de ser venerada. Por otro lado, si se incluye en el concepto
de religión el conocimiento de Dios, se está considerando ya a la con-
ciencia humana sobre Dios —como hizo Agustín— como una forma de

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4. La relación religiosa l*>

veneración de Dios. Efectivamente, loda veneración de Dios tiene que


empezar p o r q u e el h o m b r e le recuerde y sea consciente de él* La reli-
gión, en c u a n t o veneración de Dios, comprende también, por supuesto,
o t r a s formas del comportamiento h u m a n o . El conocimiento de Dios no
es en modo alguno la forma más elevada de la veneración religiosa, pero
sí es fundamental para todas las demás. La verdad de la religión en
cuanto veneración de Dios consiste, entonces, en su adecuación con el
Dios verdadero y con su revelación. La idea de la verdad de la religión
o de la «verdadera religión* —tomada en este sentido— presupone ya
la verdad de Dios (y, p o r tanto, también la verdad objetiva de las afir-
maciones sobre él) y se refiere a que el comportamiento del h o m b r e
en sus formas de veneración de Dios sea adecuado a Dios y no trate,
por ejemplo, de escapársele o de utilizarle para sus fines.
La descripción m á s acertada de este asunto en la historia de la mo-
derna filosofía de la religión la ha hecho Hegel en sus Lecciones sobre
el concepto de religión. En la lección de 1821 comenzaba su descripción
de este concepto diciendo en seguida que la religión es, en t o d o caso,
«tener en absoluto conciencia de Dios»- Esta conciencia habría adqui-
rido una forma objetivizante en la doctrina metafísica de Dios (la theolo-
gia naturalis), siendo así que en la vida de la religión sería «la cara
subjetiva un elemento esencial» IW. Hegel subrayaba de este m o d o no
t a n t o el condicionamiento subjetivo de las representaciones que nos ha-
cemos de Dios —algo que para él era evidente—, sino más bien la cir-
cunstancia de que a la conciencia de Dios va vinculada la conciencia de
la propia finitud del h o m b r e religioso y de su estar s e p a r a d o de Dios en
su aislamiento y en su nada (Nichtigkeit) ^-como dirá más t a r d e — w .
Pues esa forma de concienciar la propia subjetividad forma ya p a r t e
de la misma conciencia religiosa, no sólo de la reflexión crítica s o b r e
dicha conciencia. Hegel adelantaba aquí lo que la moderna fenomenolo-
gía de la religión ha descrito desde Rudolf Otto como el «sentimiento
de ser creatura» q u e acompaña a la experiencia «de lo numinoso». Ade-
más, el conocimiento de la distancia en la que se está de Dios, que va
unido en el h o m b r e religioso a su conciencia de Dios, constituye el pun-
to de partida para la comprensión de lo que, para Hegel, es el tema
central de la vida religiosa: el culto, p o r medio del cual se supera la
separación del h o m b r e de la divinidad. De modo q u e la interpretación
que Hegel hace del concepto de religión es cualquier o t r a cosa m e n o s
intelectualista- Es verdad que la conciencia de Dios, la representación
mental de la divinidad, constituye la base de su concepto de religión,

i» G, W. F. HEGEL, ReiigionsphitosQphie, vol. I: Die Vorlesung von 1821, cd. por


K H. Uting, Ñipóles 1978, 65. 9 y 69, 20 (en el original, subrayadas las dos frases).
i* En la edición de 1840 de las Lecciones de filosofía de la religión, en Ilting.
P 68. En la lección de 1821 se habla del conocimiento del sujeto como -aislado.
de por sí individual... pasajero, que desaparece» (7If 3 y 6).

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m III. La realidad de Dios en las religiones

190 pero su culmen sólo se encuentra en el culto. Hegel, poniendo el sentido


del culto en la superación de la separación del h o m b r e Dios, recoge y
renueva el antiguo concepto de religión como cultus deorum. Y, además,
de ese modo puede darle al concepto de culto u n a amplitud tal que en
él tienen cabida todas las formas de salvar la infinita distancia e n t r e
Dios y el h o m b r e p a r a conseguir la participación de éste en la divinidad:
desde la acción externa de la celebración cultual pública, con sus sacri-
ficios y rituales, hasta las formas interiores de culto, como la piedad
y la fe m , Pero el culto no es concebido aquí en m o d o alguno sólo como
u n a acción humana. Hegel tenía muy claro q u e ninguna acción del hom-
bre puede p o r sí sola vadear el abismo q u e separa de Dios a la n a d a
de lo finito. Para ello no sólo se necesita que la reconciliación de lo que
está separado parta de Dios M , sino que tiene que ser sostenida por él
en toda su amplitud, tal y como se deslaca en la comprensión cristiana
de la realización del culto en el medio de la f e m . Se podría pensar en
un cierto acento específicamente luterano de la concepción hegeliana
de culto en este punto. Claro que, al mismo tiempo, lo que aquí se ex-
presa es la concepción de la filosofía de la identidad, según la cual, la
unidad del espíritu procede de la interpenetración de los movimientos
de la autoconciencia divina y de la humana a través de su m u t u o des-
poj amiento*

Según Hcgel, el culto supera la distancia en la que se encuentra a sí


mismo el h o m b r e religioso respecto de Dios. Claro q u e . conociendo esa
distancia, Hegel habría tenido motivo para tematizar cómo a veces el
h o m b r e no acierta con la realidad de Dios c u a n d o se esfuerza por vincu-
larse a ella en el culto. Según la descripción que él hace, el desacierto
es inevitable cuando la elevación del h o m b r e a Dios no es adecuada a la
verdad de Dios, no está sostenida p o r su abajamiento previo encamina-
do a reconciliarse el m u n d o finito. Pero como, según Hegel, una ade-
cuación plena de la elevación religiosa del hombre con la revelación de
Dios sólo puede darse en la etapa de la religión absoluta, la relación del
culto con la verdad de Dios tenía inevitablemente que estar quebrada
en todas las etapas anteriores. Hegel no ha tematizado este asunto por-
que al culto de cada etapa de la historia de la religión sólo lo ponía en
relación con la comprensión de Dios correspondiente a esa etapa, nunca
con la verdad divina, revelada sólo en la etapa de la religión absoluta.

La ciencia de la religión del tiempo siguiente perdió incluso ya el


punto de p a r t i d a de un planteamiento como el descrito. La hegeliana
división tripartita de la descripción del concepto de religión —objeto,
191 sujeto y comunión de a m b o s en el culto— halló un cierto eco todavía
en la clásica exposición de la fenomenología de la religión hecha por

«i Cf. o.c„ 71, 20ss, 77, 14, y sobre el concepto de piedad fAndacht), 111, 19ss.
» Cf. o.c„ 79s.
«* Cf. OXN, 685ss,

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4. La relación religiosa 167

Gerardus van der Leeuw J44 . Pero mientras que para Hegel la religión
estaba caracterizada p o r la tensión entre la realidad absoluta de Dios
y la subjetividad finita del hombre, en van dcr Leeuw todo se ha des-
lizado a lo antropológico. Al «objeto» de la religión se le trata ya sólo
bajo el punto de vista de las representaciones h u m a n a s del poder santo,
aunque se haga mención de q u e el hombre religioso concibe ese objeto
como sujeto activo- El hombre constituye ya aquí, donde se trata del
objeto de la relación religiosa, la base de la exposición. Posiblemente
esté en relación con esto el que al «sujeto» finito de la religión no se le
presente, como todavía en Otto, bajo el punto de vista de su distancia
y de su aislamiento respecto de Dios, sino sólo bajo el punto de vista
de su participación en la esfera de lo religioso: al poder s a n t o le corres-
ponde el «hombre santo» M . Con esto se ha perdido la tensión de la
relación religiosa fundamental que Hegel había trabajado y que también
Otto había visto todavía. Ya no necesita en absoluto ser solucionada por
medio del culto. Sin embargo, también van der Leeuw pone a ú n u n a
tercera parte en la q u e se exponen las relaciones entre «objeto y sujeto
en su influencia reciproca». Pero ya no aparece en ella ninguna interpe-
netración de la acción divina y de la acción humana, sino tan sólo la
acción interior y exterior del h o m b r e implicado, y además, concretamen-
te, en la perspectiva del dominio de la vida por medio de las celebra*
ciones r i t u a l e s 1 *

La fenomenología de la religión, como ciencia sistemática de la reli-


gión, se presenta así como una contribución a la antropología del com-
portamiento religioso w . Pero el m a r c o sistemático de esta antropología
no se puede basar solamente en datos empíricos. El procedimiento apa* 192
rentemente empírico de la fenomenología deja en la oscuridad los mo-
tivos que subyacen al orden estructural de los fenómenos. La única q u e

*** Esas son las tres primeras parles de G. VAN DCR LÍEUW, Fenomenología de la
religión (1933)* Siguen todavía una cuarta («El mundo») y una quinta parte («Figu-
ras»)» Las observaciones críticas de G. WIÜENGREN. Eintge Bemerkungen Über die
Methoden der Phanomenologie der Religión, 1966. en G. LANCZXOWÜII (cd.). Setbstver*
standnis und Wesen der Religionsyvissenschaft, Darmstadt 1974. 257-271. no se di-
rigen contra la disposición sistemática de Ea obra.
"i VAN titR Ltmw. o.c.. I82ss [208ss].
>** Cf. o.c, 326ss [3831. Puede que en esta acentuación de los temas haya tenido
algo que ver la unilateral orientación de van dcr Lccuw a las religiones de los
pueblos sin escritura, orientación criticada por G. WIDCNGREK, l.c. 263.
i*7 Cf*, al respecto, mis Erwdgungen zu einer Theologie der Religionsgeschichte
en Grundfragcn systcmatischer Theologie, I. 196?, 252*295. esp. 257ss. 26Qs. Junto
con esta valoración positiva de su función, se encuentra aQui una crítica de la
abstracción que hace la fcnonrenología de la religión del contexto histórico de sus
materiales cuando aduce datos de procedencias totalmente diversas para Ilustrar
la presencia de estructuras típicas (259s). Una critica semejante se la ha hecho tam-
bién la ciencia de la religión, en particular en el Congreso de Marburgo de 1960.
Pero cf, ya R- PHTTAZONI en Numen 1 (1954) 1-7. y los comentarios de U. BIAKCSI
sobre el Congreso de Marburgo en Numen 8 (1961) 64-76, como también los plan-
teamlentos de G. WIDENGREX, de 1968. en el articulo citado en la nota 144.

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L8S ///. La realidad de Dios en las religiones

puede ayudar a resolver esta cuestión es una reflexión explícita sobre


las interconexiones de la conducta religiosa con los datos y estructuras
generales del comportamiento humano. Y entonces el intento de lograr
un orden sistemático de los datos empíricos sobre el comportamiento
religioso podrá adoptar la forma de una ejemplificación y, también, ma-
tización de otros supuestos generales sobre las formas fundamentales
del comportamiento.
La orientación objetual de la conducta religiosa se da así ya por su-
puesta y en la fenomenología de la religión se Id especifica ante todo
bajo el punto de vista de los diversos medios finitos en los que aparece
para los hombres el poder divino, sea en fenómenos naturales como el
sol, la luna, el río, el mar» la tormenta y la lluvia, sea, en el ámbito de
la vida social humana, en los poderes del amor, del derecho, del poder y
de la guerra, de la sabiduría y de la imaginación. Pero se plantea la cues*
tíón de qué sucede realmente cuando estos podertfs se convierten en ob-
jetos de la veneración religiosa junto con los llamados dioses creadores
o dioses superiores. También ésta es una pregunta que debería formar
parte de la antropología del comportamiento religioso. Pero la cuestión
no puede ni suscitarse si ya desde un principio se tematiza el objeto de
dicho comportamiento religioso sólo bajo el punto de vista de las repre-
sentaciones humanas de la divinidad- Las representaciones religiosas pue-
den estar en tensión con su objeto* Nos lo han indicado ya las considera-
ciones del epígrafe anterior sobre la cuestión de la verdad de las repre-
sentaciones religiosas sobre Dios y sobre el significado de la experiencia
histórica como verificación de las pretensiones religiosas de verdad. La
investigación de las condiciones generales bajo las que se dan dichas
tensiones entre imagen de Dios y realidad divina forma también parte,
al menos parcialmente, de la tarea de una antropología del comporta-
miento religioso. Pero para ello, a diferencia de lo que sucede en la
fenomenología religiosa, habría que introducir el supuesto de una reali-
dad divina a la que se refiere el comportamiento religioso. En este punto
es donde radica la superioridad de una descripción filosófica de la re-
lación religiosa como la ofrecida por Hegel, frente a una fenomenología
que no es capaz de descubrir en los fenómenos religiosos más que expre-
siones del comportamiento humano.

La suposición de una realidad divina, diferenciable de las represen-


taciones religiosas que los hombres se hacen, no se puede apoyar dog-
máticamente en una determinada imagen religiosa de Dios. Pues de ese
modo se daría preferencia a una de estas imágenes religiosas de Dios
frente a todas las demás, pero no se habría dado ese paso atrás, propio
de la reflexión, que retrocede tras todas las imágenes religiosas de Dios.
Es un paso que sólo se puede dar en una filosofía de la religión que
recurra al concepto metafísico de lo absoluto como condición de toda
experiencia de lo finito. Es cierto que el concepto metafísico de lo ab-

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4. La relación religiosa 189

solutamenle infinito es aún deficitario en comparación con el Dios de


las religiones en cuanto que no tiene el carácter de lo personal, del
poder que se le presenta personalmente a uno. Pero igual q u e se desarro-
lló en sus comienzos a partir de la reflexión crítica sobre las afirma*
ciones de la tradición religiosa en t o r n o al ser y a la actuación de los
dioses, también se le puede aplicar ahora a la interpretación de las re-
ligiones. Al aplicarlo asi. el concepto de lo verdaderamente infinito o
absoluto designa la realidad divina q u e persiguen las representaciones
religiosas y q u e ha de ser distinguida críticamente de ellas. Una reali-
dad divina que es concebida, frente al politeísmo, como única. El con-
cepto filosófico de lo absoluto es convergente, en este sentido, con la
idea monoteísta de Dios. Pero esa convergencia es el resultado de la
abstracción que hace el concepto metaffsíco de lo absoluto de todos
los rasgos particulares del encuentro con el poder divino y de nuestra
experiencia de él; u n a abstracción que condiciona también a dicho con-
cepto haciéndolo diferente del carácter personal del único Dios de la
religión monoteísta. En comparación con la concreción del Dios de la
religión, el concepto metafísico de lo absoluto es siempre deficitario.
El n o m b r e «Dios* —incluso— sólo le corresponde al concepto de abso-
luto en virtud de su relación con la religión: por un lado, porque su
origen está en la reflexión crítica sobre las imágenes de Dios de la tra-
dición religiosa y, p o r o t r o lado, dada su utilización en la filosofía de
la religión. De ahí que no podamos valorar lo absoluto de la metafí-
sica m á s q u e como un acercamiento a las imágenes de Dios de las re-
ligiones, eso sí, como un acercamiento desde el punto de vista de la
generalidad racional "*. Lo mismo se puede decir respecto de la cuestión
de la existencia de Dios. Puesto q u e el modo propio de s e r de Dios no
le es accesible a la reflexión metafísica m á s que, en todo caso, de u n a
forma m u y general y, por tanto, m u y limitada, y puesto que, además,
la idea metafísica de lo absoluto, sin una teoría definitiva de la realidad
del mundo que le corresponde, puede aparecer como una necesidad de
la reflexión h u m a n a m e r a m e n t e subjetiva, tampoco puede la metafísica
emitir un juicio definitivo sobre la existencia de Dios. En último térmi-
no tiene que dejar este juicio a la pugna de las religiones sobre la verdad
de sus concepciones de Dios, a u n q u e le corresponda a ella u n a función
regulativa en dicha contienda. Pero también en la confrontación de las
religiones siguen siendo problemáticos el modo de ser y la existencia
de la divinidad que ellas definen. De ahí que el concepto metafísico de lo
absoluto pueda ciertamente ser concretado en la filosofía de la religión

*** La constatación crítica de Dutis Escoto de que la metafísica no es capaz de


tratar de Dios en su realidad concreta, sino sólo bajo el punto de vista de su te-
mática especifica, fa del concepto general de ser (Ord. I d. 3 q 1-2 c, ed* Vat, III,
1954, 3Sss), vale también mutatis mutandis para otras concepciones sobre el tema de
la metafísica.

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190 ///. La realidad de Dios en las religiones

194 según el correspondiente lugar histórico de la reflexión filosófica- Pero,


dada la apertura de la experiencia del mundo, tampoco la filosofía de
la religión podrá lograr una perfección definitiva de dicho concepto*
Con todo, el concepto filosófico de lo absoluto nos permite diferen-
ciar criticamente las imágenes que las religiones se hacen de Dios de la
realidad perseguida con ellas, siempre en medio de una provisionalidad
abierta a la autorrevelación de la realidad divina en la pugna entre las
diversas pretensiones religiosas de verdad. Por eso puede la filosofía
de la religión percibir la ambivalencia de la relación religiosa del hombre
con la divinidad; una ambivalencia que consiste en lo siguiente. Por una
parte, el hombre, en el contexto de su experiencia del mundo, se hace
explícitamente consciente de su abocamiento al misterio divino que sub-
yace a todas las manifestaciones de su vida (la cognitio Dei innata) y
experimenta esc misterio como el poder que le domina y con el que se
encuentra en su experiencia del mundo- Pero, por otra parte, ese mismo
hombre fija la infinitud de la realidad divina en determinadas formas
limitadas de su manifestación concreta.

Se puede concebir y juzgar de muy distintas maneras esa ambiva-


lencia de la relación religiosa. La finilización a la que las representacio-
nes religiosas someten a la realidad infinita de lo absoluto puede pare-
cer algo inevitablemente ligado a los contenidos finitos de la experiencia
del mundo, al menos en el punto de partida del proceso evolutivo de la
religión. Asi, la presentación que Hegel hace de la elevación religiosa
sobre lo finito comienza con la manifestación de lo absoluto en objetos
de la naturaleza, para pasar luego, en las religiones de la subjetividad
espiritual, a la conciencia de la diferencia entre lo absoluto y el mundo
natural. Pero la vinculación de las imágenes de Dios con los contenidos
finitos de la experiencia del mundo se puede convertir también en un
punto de apoyo para la crítica de la religión. Esta pone de manifiesto
que la capacidad humana de imaginación es siempre inadecuada res-
pecto de la realidad de lo absoluto, hasta el punto de llegar a construirse
representaciones antropoformas de la divinidad. Lo cual no es pura cor-
tedad intelectual- Los hombres, igual que intentan conseguir el control
de sus condiciones de vida en su trato cotidiano con el mundo, tratan
también de hacerlo en su relación con el poder divino con el que se
encuentran de un modo concreto en los poderes del mundo dominando
su existencia. Y esto es justamente lo que se hace por medio de la
finitud de los fenómenos que pertenecen a la realidad del mundo. Tiene
razón van der Leeuw al encontrar en el origen de todas las acciones
cúlticas una tendencia a ejercer control sobre la vida <cf. más arriba la
nota 146). Tal vez haya dejado demasiado a la sombra su otra cara: el
impulso de entrega en reverencia que muestran los hombres cuando el
poder divino se les manifiesta* Pero difícilmente se podrá negar que

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4. La relación religiosa 191

el impulso de veneración y la tendencia a controlar van inextricablemen-


te unidos.
Curiosamente van der Leeuw no puso de relieve que con ese tipo de
conducta el hombre religioso incurre en contradicción con la realidad
divina. Con tanto mayor énfasis ha subrayado la crítica teológica de la
religión este aspecto de la relación religiosa. Karl Barth ha definido a 195
la religión como la arbitrariedad del hombre en «resistencia* contra
la revelación de Dios (KD 1/2, 329); arbitrariedad que conduciría, por
eso, a «la idolatría y a la justificación por las propias obras» (KD 1/2, 343).
En anos posteriores Barth pudo hablar también de la religión como
«confirmación» de que Dios no ha arrojado al hombre de su relación de
alianza con él, de que «por parte de Dios esa relación no ha sido suspen-
dida» (KD IV/1, 1953, 537s). Pero esto no era obstáculo para que siguiera
viendo también entonces al hombre religioso sólo «en pugna» contra la
relación de alianza establecida por parte de Dios (ibid., 538). Siguiendo
la reconstrucción atea de la génesis de la religión hecha por Feuerbach,
Barth podía definirla como una expresión del «miedo» que tiene el
hombre que carece aún del Evangelio (KD IV/3, 924). Puesto que incluía
también al cristianismo en este juicio negativo (1/2, 357ss), parece que
Barth no expresaba con él simplemente un rechazo de las demás reli-
giones en favor de la propia. Pero esta apariencia es engañosa, porque
la separación de religión y revelación hecha por Barth no se puede sos-
tener en esos términos, pues la revelación divina, sin perjuicio de su
prioridad respecto del hombre que la acoge, sólo está y es revelada allí
donde es acogida por él, es decir, en el medio que constituye la religión.

La autoseparación del cristianismo de otras religiones por medio del


recurso a la revelación divina, como si las demás religiones no remitieran
también en buena parte su conocimiento de Dios a una revelación, es un
cortocircuito lógico. Pero esto no nos debe impedir la recepción del ele-
mento de verdad que contiene la crítica teológica de la religión hecha
por Barth: ciertamente el comportamiento «refractario y caprichoso»
(1/2, 329) de los hombres respecto del misterio divino no caracteriza
de un modo exclusivo a la religión, pero sí que está siempre presente
en ella. La religión no se reduce a ese comportamiento porque su base
está siempre y en todas partes en que, como dice el Apóstol (Rom 1,20),
Dios ha manifestado su eterno poder y su divinidad en las obras de la
creación. Y esto no lo anula la perversión humana, no lo anula el que
los hombres hayan cambiado la gloria del Dios incorruptible por la fi-
gura de las cosas finitas (Rom 1,23). El veredicto general de que los
hombres no han dado gracias al Dios revelado en las obras de la crea-
ción y de que no le han dado la gloria que Dios se merece (Rom 1,21),
sino que se la han atribuido a imágenes de cosas finitas, no excluye que
valga también para los hombres que viven en contextos de religiones
paganas lo que en Romanos 8,19ss se dice de toda la creación: que «es-

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192 IIL La realidad de Dios en las religiones

pera con ansiedad» la revelación de los hijos de Dios para verse libre
del peso de la caducidad. En Rom l,2Üss( Pablo se adhiere a la polémica
judía contra las religiones paganas con la intención de aplicarles tam-
196 bien a los judíos el mismo juicio14*. De modo que la condena de las
religiones paganas no es un fin en sí para la argumentación paulina.
Claro que esto no cambia nada en el hecho de que Pablo, en este con-
texto, ha hecho suyo el juicio de la polémica judía. Pero al menos re-
sulla dudoso que estas frases puedan ser leídas como una valoración
exhaustiva en todos los sentidos del fenómeno de las religiones extra-
bíblicas. £1 testimonio bíblico en su conjunto es considerablemente m¿s
complejo. No tanto a causa de las expresiones más suaves de los Hechos
de los Apóstoles sobre el tema (Hech 14,16s; 17,22ss), sino, sobre todo,
ante el hecho de que la fe judia no siempre se mostró totalmente refrac-
taria respecto de otras divinidades. La confesión de fe en la unicidad de
Yahvé pudo hacerse también identificando al Dios de Israel con el dios
creador canaanita El y, más tarde, con el dios persa del ciclo (Es 5 ( U;
6,9s; 7,12ss). E incluso la eliminación de Baal sólo se consiguió recono-
ciendo en cuanto tales las funciones que se le atribuían en la fertilidad
de la tierra y reclamándolas luego como propias de Yahvé- Parece que
tampoco en la perspectiva de la fe de Israel fuera rechazable todo lo
relacionado con la fe en Dios de otras religiones.
La polémica judía contra la fe en Dios de los otros pueblos, cuya
opinión asume Pablo en la carta a los Romanos, subraya unilateral-
mente el momento del cambio del Dios incorruptible por la figura de
cosas corruptibles. Pero lo cierto es que este es también uno de los
aspectos de la realidad de las religiones. No lo podemos negar sin más.
Es algo tan propio del comportamiento religioso del hombre, que Pablo
pudo aplicar el juicio judío sobre la impiedad de los paganos a los mis-
mos judíos. Y Barth, al incluir también a los cristianos en dicho juicio.
era fiel, sin duda ninguna, a la intención de la argumentación paulina.
Aunque de esta manera el fenómeno de la religión en su conjunto no
quede suficientemente bien caracterizado, al menos su ambivalencia sí
que resulta muy nítidamente iluminada.
¿En qué consiste la ambivalencia? Dicho en general, es decir, en el
lenguaje de la filosofía de la religión, se la puede reducir a que la rela-
ción religiosa del hombre con lo absoluto, con lo verdaderamente infi*
nito, se halla constreñida a encontrar lo infinito en el medio de la ex-
periencia del mundo, es decir, el medio que le proporcionan los conte-
nidos siempre finitos de dicha experiencia. También para la teología
cristiana es importante el poder describir en estos términos ese hecho.
Pues sólo así se puede superar el malentendido de que no se trata de

w* Cf.t sobre esto, U. WIUXÜNS, La Carta a los romanos. Salamanca 1989. 149,
cf. !2Sss (lf 1978, 116, cf. 97ss].

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4, La relación religiosa I»

un hecho de la vida religiosa susceptible de una aproximación descripti-


va. sino q u e sería tan sólo un fruto del a u t o d i s t a n d a m i e n t o de la reli-
gión bíblica de revelación de todas las demás religiones.
En primer lugar, el hecho al que nos referimos se halla en corres-
pondencia con la constatación paulina de que Dios se ha manifestado 197
a los h o m b r e s en las obras de su creación: el Dios infinito en el medio
de las cosas finitas. Este es el presupuesto necesario p a r a que el h o m b r e
pueda c a e r en imaginarse al poder divino que se le está manifestando
en ellas según la imagen de esas cosas finitas. Merece la pena q u e pres-
temos atención a que la critica paulina no va contra el hecho en c u a n t o
tal de que el poder incorruptible de Dios sea visto en las cosas de la
creación. Al contrario, eso lo confirma también el Apóstol, Su crítica se
dirige sólo a que se represente el poder de Dios según la imagen dc las
cosas perecederas, confundiéndole así con las c r i a t u r a s (Rom 1,25).
Además, las religiones en general han distinguido muy bien entre los
objetos de la realidad del mundo, en los q u e se manifiesta el poder di-
vino. y la divinidad misma. La piedra sagrada, o el árbol, el fuego, el
agua, son portadores de poder sagrado y un medio de su manifestación.
p e r o no son idénticos con el poder divino m i s m o 1 9 . Algo semejante se
puede decir también de las estrellas, el sol y la luna, e incluso del am-
plio cielo que lo abarca todo 1 5 1 . Claro q u e la identificación del poder
divino p o r medio de u n a esfera determinada dc su manifestación con-
lleva también siempre una reducción a un d e t e r m i n a d o aspecto de la
experiencia del mundo. Esto se puede decir incluso de las divinidades
uránicas a las que, a causa de su vinculación con la amplitud del cielo.
se las concibe como abarcantes de todo, como omniscientes y, frecuen*
tcmente. como creadoras del mundo. Porque precisamente a causa de
esa generalidad suya q u e d a n como algo distinto de los poderes más es-
pecíficos que determinan la vida de la naturaleza y del h o m b r e ; y, justo
así, se convierten fácilmente en la historia de las religiones en «divini-
dades de segundo plano». A causa de la limitación de las esferas en las
que acontece su manifestación, el poder único e infinito se divide en
u n a pluralidad de poderes para el hombre que trata dc aproximarse a
su auténtico s e r a partir del medio en el que dicho poder se manifiesta.
Pero esos poderes no son, en su pluralidad, más q u e aspectos partícu-
la Con ratón decía G. VAK raí LEEUW. Fenomenología de la religión (1933), M6
xico/Buenos Aires 1965. 42 [1956, 2.a cd*. 381: no es «a la naturaleza ni a los ob-
jetos de la naturaleza a los que el hombre venera, sino al poder que se revela
en ellos».

«i M. ELUDE, Tratado de historia de las religiones Morfología y dialéctica de lo


sagrado. Barcelona 1990, 141s. cf. 73-144, esp. S7ss. después de presentar una visión
de conjunto dc las diversas formas que los seres supremos uránicos adquieren
en las religiones de los pueblos, constataba que «no se las puede reducir a hiero
famas uránicas. Son más que eso, son «figura* (Geatalt), y esto presupone una
manera dc ser propia no deductlble de eventos uránicos ni dc la experiencia
humana».

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194 ///. La realidad de Dio* en las religiones

lares de lo infinito uno. Con todo, los hombres no pierden la conciencia


de que lo divino es u n o . Una conciencia que se pone de manifiesto en
la creación de la idea del dominio de los dioses supremos —frecuente-
mente los dioses del cielo o de las estrellas— sobre los demás dioses.
Además, cada u n a de las imágenes de dios representa frecuentemente
para sus adoradores a la divinidad en c u a n t o tal, en su unidad, como
ha m o s t r a d o Erik Hornung con el ejemplo de Egipto. Desde aquí pode-
mos entender la tendencia que se puede observar en la historia de tantas
figuras divinas a extender su competencia hacia nuevos círculos de in-
fluencia q u e no estaban originariamente vinculados con ellas.
¿Contra qué se dirige exactamente la recriminación de que se tinitiza
el poder eterno y la divinidad del único Dios? ¿Contra la concepción
particularizante del poder divino a partir de las diferentes esferas en
las que se manifiesta o sólo contra la imagen de culto, contra la repre-
sentación de la divinidad a imagen de la realidad creada?
No cabe duda de que era e s t o último lo q u e estaba en el c e n t r o de
la polémica judía contra el paganismo q u e Pablo recoge en Rom l>20ss.
Se entiende bien desde la prohibición de las imágenes del Decálogo
(Ex 20.4), Pero ¿se trata efectivamente, en el caso de las imágenes de
culto de las religiones, de reproducciones de criaturas q u e se confunden
con el Dios invisible? Hay razones importantes para dudarlo. Como ha
m o s t r a d o Hubert Schrade l u , lo que pretende la imagen de culto de un
dios es precisamente hacer visible la forma propia de la divinidad que
permanece oculta en las formas habituales en las que se manifiesta el
poder divino. Al servicio de esto están, en particular, los rasgos antro*
pomorfos de la imagen de culto: lo q u e expresan en primera linca no
es u n a similitud del dios con los h o m b r e s , sino la diferencia de la forma
propia de la divinidad respecto de la esfera sobre la que actúa. Frecuen-
temente sólo se reconoce cuál es esta esfera p o r medio de los atributos
que adornan la imagen del Dios. Los rasgos humanos de la divinidad
expresan también su cercanía personal, su atención a los hombres y la
cercanía de los hombres a ella, pero sólo de modo secundario. Un mo-
tivo que no le es extraño tampoco al Dios bíblico. No cabe duda de que
concebir la imagen de culto como «reproducción del hombre corrupti-
ble* es u n a mala interpretación polémica de su intención religiosa. De
m o d o semejante, nada tenía que ver con la autocomprensión de las reli-
giones paganas la crítica —tan ilustrada— que les hacía el Dcutcroisaías:
los idólatras adoran la obra de su manos {Is 44.9-20)* Aunque crean que
el dios está presente en la imagen, no piensan que sea simplemente
idéntico con ella 1 ". Por lo que respecta a la mala interpretación de los

uz H SCHRADE. Der verborgene Cotí. Gottesbitd und Gottesvorstetlung írt israel


und im Alten Orient, Stuttgart 1949» esp. el primer capitulo sobre la fe en las
imágenes de la antigua Asia anterior y de Egipto.
u* Cf. K.-H. BERNHARETT, Gott und Biídt Berlín 1956. 17-68. Y lambfcn el articulo

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4. La relación reitgto&a 195

rasgos antropomorfos de la imagen del dios como reproducción deJ


hombre, hay q u e tener en cuenta q u e en la tendencia de las representa-
ciones arcaicas a j u n t a r elementos antropomorfos con elementos tero-
morfos y con o t r a s formas de estilización q u e deforman el aspecto hu-
mano de la imagen transformándola en algo monstruoso, nada h u m a n o .
se expresa el sentimiento de la trascendencia de la divinidad también
frente a los hombres. Y donde se representa al dios de una forma pura-
mente humana, se trata m á s bien de visibilizar lo sobrehumano como
medida de lo humano, no de una mera reproducción del h o m b r e pere*
cedero.
Es posible q u e tampoco la prohibición bíblica de las imágenes de
dioses haya ido dirigida en p r i m e r a línea contra la forma de la repre-
sentación en cuanto tal. Más bien parece que se dirigía contra la pre-
tcnsión de manipular a Dios por medio de la imagen, igual que la prohi-
bición del *mal uso* del n o m b r e de Dios (Ex 20,7) pretendía evitar su
manipulación por medio del nombre 1 5 4 .
No en vano constituía el núcleo de la fe en las imágenes la presencia
en ellas de lo q u e reproducen: las imágenes no sólo presentan, sino que
representan lo q u e reproducen, sin identificarse con ello. En la imagen
se halla presente el representado, igual q u e en el nombre se halla el que
lo lleva. Por eso. a través de la imagen de culto se le hace posible al
h o m b r e concentrar su relación con la divinidad en un lugar determinado
de su presencia y granjearse su benevolencia a través del culto que le
tributa. E s t o no tiene por qué acontecer en el sentido de una manipu-
lación «mágica* de la divinidad con fines profanos 1 **. Pero ya en la
oblación piadosa q u e el h o m b r e hace de sí en la veneración cúltica hay
u n a ambivalencia, cuya c a r a oscura aparecerá en el abuso mágico del
nombre de Dios y en las perversiones de la imagen de culto que la toman
p o r el mismo dios en ella reproducido **.

de C. H. RATSCHOW en Religión in Gexckichte und Gegenwart, I, 3.' cd. !270s, que,


siguiendo a E* Lehcmann. termina como sigue: «en cualquier caso, la ausencia
de imágenes de culto no es ningún criterio de valor».
13* K.-H. BERNHARm\ O.C., < * t » .
i*? W. DUPRÉ. Religión in PrimUive Cultures. A Study in Ethnophilosophy, Mou-
ton, etc., 1975. rechara como un •idcological dogma» (I47p cf. I46s) la concepción
de que ta religión se ha desarrollado a partir de la magia —tan difundida desde
R, R. Martctt (1909) y J, G. Frazer— y caracteriza, por el contrario, a la magia
como una forma degradada de religión «where a coercive or compulsive attitude
toward thc world or the symbolie could be noted» (143); •...magic attempts to
reverse thc uncondillonal presence of the ultímate beginníng and end into the
avaüability of objeets, formulae. rimáis and instituíions» (ibid.), Mientras que el
supuesto del origen mágico de la religión se encuentra en grave contradicción con
el hecho probado de la existencia de la fe en un dios supremo que se remonta a
tiempos tempranos, Dupré puede evitar este conflicto hablando de una «unió
raythica* (268ss), en lugar de la famosa «unió mágica» que uniría al hombre pri-
mitivo con su mundo, tan traída y llevada desde L**vy-BruhL
>56 También W. DunuCt ox-f 146s-

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1% ///- La realidad de Dios en las religiones

De modo que la crítica judía de la religión, que se fue desarrollando


en conexión con la prohibición que el Decálogo imponía de imágenes de
culto y en cuya tradición se inscribe aún la argumentación paulina de
Rom 1,20, no se dirige contra la percepción del poder divino en las obras
de la creación, ni siquiera contra el hecho estético en cuanto tal de las
representaciones de la divinidad, sino contra la deformación de la rela-
ción religiosa que la convierte en una manipulación mágica de la divini-
dad. Claro que, una vez dicho esto, hay que añadir inmediatamente que
200 desde el punto de vista de la fe bíblica en Dios, dicha manipulación de
la divinidad no es solamente un fenómeno marginal en la vida de las
religiones, sino que penetra de tal manera todas las expresiones del
comportamiento religioso que, hiperbólica y polémicamente vista, la
deformación de la relación con Dios aparece como lo absolutamente
típico de dicho comportamiento religioso. La tradición profética aplicó
también esta crítica hacia adentro al comportamiento religioso del pue-
blo judio, con su característica seguridad en sí mismo. El apóstol Pablo
continuó en esta tradición extendiendo la argumentación polémica judía
contra la relación de los paganos con Dios a la relación legalista de los
judíos con Dios. Y cuando haya motivo para ello, hay que aplicar la
misma crítica al comportamiento religioso de los cristianos. Natural-
mente no se puede olvidar que un comportamiento merecedor de dicha
crítica está en contradicción con la auténtica piedad judía y cristiana.
El abuso de la relación con Dios para manipularlo en aras de una auto-
aseguración del hombre mismo ha sido y seguirá siendo siempre una
perversión de la fe. Pues bien, esto hay que decirlo también en favor
de las religiones no bíblicas, sin perjuicio ninguno de la crítica que se
les dirige sumariamente en Rom l,20ss. Expongamos todavía con alguna
mayor exactitud hasta qué punto afecta dicha crítica a la estructura
misma de la relación religiosa y a la ambivalencia que conlleva desde
sus mismos fundamentos.

El sentido auténtico del culto es la veneración de la divinidad y la


renuncia del hombre a su particularidad ante la presencia universal de
aquélla. La esencia del culto se realiza sólo cuando el hombre se olvida
completamente de sí mismo teniendo en cuenta sólo a la divinidad y su
acción. Ese es el sentido de la representación y del recuerdo cúl ticos
de lo que el mito narra: introducir al hombre en la acción de la divini-
dad para que vuelva a recibir de su mano la existencia con una pureza
renovada- De esa entrega del hombre a la divinidad se trata, por ejemplo,
en el sacrificio, aunque se le pueda degradar también a un mero servicio
que el hombre le presta a la divinidad- La entrega a la divinidad es lo
que constituye, de igual modo, el sentido del éxtasis religioso de la danza
cúltica, de la meditación y de las devociones. Pero» al mismo tiempo,
todas estas formas de comportamiento religioso son siempre ambivalen-
tes: todas ellas se pueden convertir también en medios de manipulación

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4. La relación religiosa 197

del poder divino, en técnicas para ponerse a seguro ante su presencia


interpelante, o para utilizarla en favor de una existencia humana ase-
gurada.
La posibilidad de esa deformación de la relación religiosa radica ya
en la forma fundamental de la percepción religiosa, es decir, en que lo
infinito se manifiesta en lo finito, el Creador en sus criaturas. Esto hace
posible la identificación de la divinidad desconocida por medio de la
particularidad de sus formas de manifestarse en la realidad del mundo.
En cuanto esa identificación se exclusivlza. es decir, en cuanto se desdi-
buja la trascendencia de la realidad de la divinidad, que sobrepasa el
medio particular de su manifestación, para fijar lo propio de su ser en
una forma determinada de manifestarse, estamos ya ante una deforma*
ción: no se confundirá simplemente el medio finito de su manifestación
con la divinidad, pero se lo tomará de tal manera como base definitoria
de lo propio del ser de ésta, que no se concebirá al poder que se muestra
en ese medio concreto (el sol, por ejemplo) como idéntico con la divini-
dad que se encuentra en otros aspectos de la experiencia del mundo;
con lo cual, la unidad de la divinidad se desintegra en una pluralidad de
poderes divinos y el trasfondo del mundo que queda aún como común
a todos ellos pasa a definir, a su vez, otra divinidad distinta de aquéllos.
O sea, que ya la definición del ser propio de la divinidad, partiendo de
su manifestación en sus obras, puede llevar a una deformación que,
como resultado final, pone en cierta manera al medio finito de su ma-
nifestación en el lugar de la divinidad misma.
La representación de la divinidad en la imagen de culto, en cuanto
que la imagen representa a la divinidad en su diferencia respecto de la
esfera de su manifestación, prohibe que se la identifique con el medio
de su acción. Pero, por otro lado, a través de la imagen se localiza a la
divinidad vinculándola al lugar de su presencia cúltica, en el que se la
puede interpelar Es verdad que a este lugar de la presencia cúltica de
la divinidad se le separa del mundo profano por medio de rígidas reglas
de respeto piadoso y de normativa cúltica para que el hombre no dis-
ponga de un modo profano de esa presencia. Sólo se puede acercar a
ella bajo determinadas prescripciones que tiene que observar rigurosa-
mente. La profanación de su santidad tendría como consecuencia la
muerte del sacrilego, Pero la delimitación de un recinto sagrado, sepa-
rado del mundo profano, trae también como consecuencia que fuera de
él el hombre puede dedicarse a sus propios fines con relativa despreocu-
pación- Y algo análogo pasa con la fijación de tiempos sagrados en los
que recordar y adorar especialmente a la divinidad. Su asignación a
determinados lugares y tiempos sagrados limita a la divinidad y a su
servicio a los ámbitos de la vida asf delimitados.

Delimitar recintos sagrados es convertir en profano al resto del mun-


do en el que se vive y al comportamiento diario en él. Pero ¿cómo se

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19* ///. La realidad de utos en los religiones

relacionan entre si estos dos ámbitos de la vida, el sagrado y el profano?


Por una parte, el lugar de eulto constituye el centro del mundo para las
sociedades de impronta religiosa y las fiestas eúlticas son los puntos
culminantes del año en torno a los que se articula su curso. A partir de
los lugares y tiempos sagrados adquiere sentido la vida entera del hom-
bre religioso. Pero de este modo, por otra parte, la vida sagrada, la vida
cúltica realiza una función respecto de las esferas profanas de la vida
que hace posible que se venere a los dioses no por ellos mismos» sino
por la función que desempeñan en el mantenimiento del Estado y en el
bienestar de los individuos.
Evidentemente, la afirmación y la aseguración de sí mismo que el
hombre consigue con la ayuda del poder sagrado al que venera en el
202 culto permanecen atemáticas y subordinadas mientras la relación esté
religiosamente definida. El hombre religioso lo que quiere precisamente
es vivir su vida cotidiana profana desde la verdad divina que celebra y
festeja en el culto. Que de hecho suceda también lo contrario en su
comportamiento real, que someta lo sagrado al servicio de su vida pro-
fana, es algo que va en contra de la intención fundamental de la religión-
La magia sí que utiliza de modo plenamente intencional lo sagrado para
fines profanos, subordinándolo así a estos fines. Por eso es el compor-
tamiento mágico una forma degradada de religión, porque, a diferencia
de lo que ocurre en la adoración, la divinidad deja de ser un fin en sí
misma. Pero las fronteras entre magia y religión son fluidas y es en ellas
donde ocurren los horrores de la vida religiosa, los excesos de ios sacri-
ficios. del fanatismo, de la arrogación y del abuso del poder por parte
de los sacerdotes. Frecuentemente se encuentran inextricablemente en-
tremezclados el carácter extático de la adoración religiosa y su degra-
dación en rito mágico. Al menos el peligro de bascular de la religión a
la magia se encuentra en todas partes. También en el comportamiento
de los cristianos, en su práctica religiosa y en su oración. La degradación
de la adoración que la convierte en una obra que cumplir y, por tanto,
en un acto mágico, encuentra una coyuntura favorable cuando las esfe-
ras seculares de la vida se autonomizan, sobre todo al principio de ese
proceso de independización. Pero la secularización radical, que hace del
mundo en el que se vive un mundo sin Dios, puede convertirse también
en el comienzo de una vuelta a Dios que se distancia de la secularización.

La relación religiosa se encuentra siempre amenazada de ambigüe-


dad: ¿será en definitiva el propio yo lo que le pueda importar al hom-
bre en su relación con la divinidad? El punto de arranque de la ambi-
güedad lo constituye la finitud de las esferas o de la imagen en las que
la divinidad se manifiesta, que son susceptibles de ser incluidas y loca-
lizadas en otros contextos globales de la vida. Cuando esto sucede se
arruina de hecho la infinitud o el carácter absoluto de la divinidad. Se
la «cambia» por la forma finita en la que se manifiesta.

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4. La relación religión 199

La finilización de lo infinito, además de en tas ideas sobre Dios y en


el culto, se da también en la esfera que proporciona la mediación e n t r e
ambos, en el mito. Por una parte, el mito narra las acciones de los dioses
y, por otra, el culto celebra lo que el mito narra. Lo q u e el mito narra
son las acciones de los dioses en los inmemoriales tiempos originarios
en los q u e se pusieron los fundamentos del orden de la naturaleza y de
la sociedad 157 . La celebración cultual hace efectiva para los que viven
ahora aquella acción que los dioses realizaron en los tiempos originarios.
Con esa celebración se renuevan los órdenes q u e cobijan sus vidas y sus
vidas mismas. De este modo no es su movilidad histórica lo que se te-
matiza, sino sólo la consistencia de un orden establecido ya desde los
originarios tiempos fundacionales. Ahí radica la reducción de p e r s p e o 203
tivas típica de la conciencia mítica con su fijación conjuratoría de los
dioses y de su acción, a través del culto, en lo sucedido en los originarios
tiempos fundacionales- Ahí radica la manipulación de la acción del poder
divino que tiene lugar en el modo de pensar mítico y en la actividad
cúltica con él vinculada: se soluciona unilateral me me el problema del
presente y del futuro a partir de lo acabado ya en los tiempos origina-
rios, y, en cuanto tal, cerrado y dominable. Como ha m o s t r a d o Mircca
Eliade en 1953 a t el hombre, ateniéndose a los prototipos míticos de todo
lo que acontece, se asegura frente a la incertidumbre del futuro. Lo
nuevo contingente que el futuro trae o se ignora, como una anomalía,
o da lugar a u n a revisión de la imagen del tiempo mítico originario, es
decir, se rctroproyecta al pasado.

La tradición de la fe bíblica supone un profundo cambio respecto


de esa forma de conciencia mítica. Un cambio que p a r t i ó probablemente
de las raíces n ó m a d a s de la imagen del Dios de Israel —divinidad a la
que se concebía como una guia—, pero que luego, en conexión con la fe
en la creación, afectará y transformará ya toda su concepción del mun*
do w . Es verdad que también en Israel ha habido lugares y tiempos sa-
grados y q u e también allí se dio la correspondiente diferencia e n t r e lo
sagrado y lo profano- Por ejemplo, el acontecimiento del éxodo, en co-
nexión con la liturgia pascual y con la fiesta de los ácimos, adquirió el
tinte de lo míticamente originario y normativo. Algo semejante acon-
teció con la recepción de la Ley en el Sinaí. También Israel retropro»
yectó experiencias nuevas a la imagen del mítico pasado originario,
teniendo, al mismo tiempo, su autoridad por inmutable e insuperable.
Pero, con todo, se mantuvo la memoria del origen del Pueblo en un

157
Sobre esta función del mito. cf. del Autor, Cristianismo y miro, en Cuestio-
nes fundamentales de teología sistemática. Salamanca 1976, 277-351, esp. 281ss (II,
1980, 13-65, csp. 15ssJ.
u* M. EuACt. Et mito del eterno retorno (1953).
« Las correspondientes referencias documentales del resumen que damos a
continuación se encuentran el trabajo citado en la nota 157, 303$$, 311$$ [31$s, 37ss].

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200 ///. La realidad de Dios en las religiones

contingente acontecimiento histórico de elección y la profecía enseñó a


Israel a entender a su Dios como quien seguía actuando históricamente
en los acontecimientos que se le presentaban a su experiencia en el
presente, en su propia historia y tambiín en la ascensión y en la caída
de las potencias mundiales. Por fin, la experiencia del juicio de Dios
sobre su Pueblo condujo a que se entendiera la historicidad de la ac-
ción de Dios como yendo más allá incluso de los antiguos acontecimien-
tos de salvación, orientada hacía un futuro que habría de superar todo
lo pasado. Con ello se había roto con la orientación de la conciencia
mítica hacia los tiempos originarios. Un significado normativo no podía
ya incluso ser atribuido más que al futuro del reinado de Dios, en lugar
de al originario tiempo fundacional, como sucedió finalmente en las
sectas cscatológicas del tiempo postexílico, en particular en el tiempo
de los Macabcos, pero sobre todo en el mensaje de Juan el Bautista y de
Jesús de Kazarct.
204 El paso de una orientación hacia el tiempo originario, propia de la
conciencia mítica, al primado del futuro de Dios, propio de la espera
cscatológica, no supuso sin más la pérdida del interés por un orden
permanentemente válido para la vida y la convivencia de los hombres.
En este sentido, la escatologla bíblica no es, como pensaba Eliadc, una
forma de huir del mundo m . Es necesario observar que los rasgos del
mito siguen presentes en el contexto de la conciencia histórico-salvífica,
aunque con una función ya diversa. En Israel se historizó el culto y la
monarquía, incluyéndolos así en el marco de dicha conciencia. En este
mismo marco de la conciencia histórica tenía lugar en Israel la celebra-
ción periódica de los acontecimientos salvíficos fundacionales para el
Pueblo, así como la renovación de la monarquía cada vez que un nuevo
rey accedía al trono. Pero, incardinadas en la historia de la salvación,
las instituciones del culto y de la monarquía se convirtieron en algo
superable ya en principio. La esperanza escatológica se dirigía ahora
hacia la realización irrestringida del sentido salvífico de dichas institu-
ciones, las cuales, bajo las condiciones de la experiencia histórica an*
terior, no hablan podido realizarlo más que de forma fragmentaria. Fi-
nalmente, en el cristianismo, como consecuencia de su reivindicación de
que en Jesús de Nazareí ha despuntado ya la plenitud escatológica, pero
bajo la forma de un acontecimiento histórico que se volvió en seguida
pasado para la comunidad cristiana, sucede, en cierto sentido, un rena-
cimiento de la vida mítica. El acontecimiento de Cristo adoptó la función
de un originario tiempo mítico que se celebra y actualiza en el culto
cristiano, en el bautismo y en la eucaristía. Pero las estructuras cuasi
míticas se han convertido en elementos arquitectónicos de un organismo

itf M. ELIADE» O.C*, 104$, había CK° que igual que el mito ignora el futuro» la es-
catologla destruye la historia.

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«f. La relación religiosa 201

surgido de otras fuerzas totalmente distintas. La función de tiempo ori-


ginario fundacional no sólo le toca aquí a un acontecimiento intrahistó-
rico y a una determinada época de la historia, sino que además se basa
en una anticipación del futuro escatológico, plenitud de la historia, que
está aún por venir también para la Iglesia y para sus miembros. De ahí
que los elementos de retorno cuasi mítico de unos hechos de tiempos
originarios que hay en el año litúrgico cristiano se hayan convertido, de
hecho, en algo distinto: porque ya no tienen sentido en un marco de re-
ferencia mítico, sino histórico-salvífico. Con todo, es importante ver que
el mito no ha sido simplemente eliminado en el cristianismo, sino inte*
grado y superado. Lo cual se corresponde con una comprensión de Dios
que no define lo propio del ser de Dios exclusivamente a partir de la
función que desempeña en el primigenio establecimiento del orden del
mundo, sino que cree que, como creador, reconciliador y salvador del
mundo, Dios abarca todas las dimensiones de la realidad de la vida,
superando, a partir de la plenitud escatológica, la separación entre lo 205
sagrado y lo profano. De modo que no es ya el tipo de conciencia mítico
lo determinante de la comprensión cristiana de Dios, sino el aconteci-
miento de la revelación, de la au tomos trac ion de la divinidad de Dios
en el proceso de la historia de salvación.

Tendremos que mostrar que la finitización de lo infinito, caracterís-


tica de la relación religiosa del hombre con Dios, ha sido superada en el
cristianismo; no, ciertamente, desde el comportamiento cúllico de los
cristianos, pero si en el acontecimiento de la revelación de Dios. La reía*
ción de los hombres con Dios se restablece en tanto en cuanto dicha
superación de la perversión de la relación con Dios propia de la religión
se hace efectiva en la vida de los cristianos y de la Iglesia por medio
de la conciencia de la fe. Claro que, como enseña su historia, tampoco
los miembros de las iglesias cristianas se encuentran a salvo de las per-
versiones que convierten a la religión en magia.

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Capítulo IV 207
LA REVELACIÓN DE DIOS

L LA FUNCIÓN TEOLÓGICA DEL CONCEPTO


DE REVELACIÓN

El conocimiento de Dios es el punto de partida de la religión porque


la realidad de Dios es el presupuesto de su veneración por parte de los
hombres. Pero el conocimiento humano de Dios sólo puede ser verda-
dero, un conocimiento adecuado a la realidad divina, a condición de que
tenga su origen en la divinidad misma. A Dios sólo podemos conocerlo
cuando él se da a conocer. La realidad de Dios es tan sublime que queda
fuera del alcance del hombre si no parte de ella el darse a conocer. Siem-
pre que se ha concebido a Dios o a los dioses como un poder incompa-
rablemente superior al hombre, o incluso como el poder único que todo
lo abarca y todo lo determina, ha resultado evidente también que el
conocimiento de Dios sólo es posible como un conocimiento propiciado
por el mismo Dios. En cuanto se concibiera el conocimiento que el hom-
bre tiene de Dios de tal manera que fuera él, por sus propias fuerzas.
quien arrancara a la divinidad el misterio de su ser, se habría destruido
ya la divinidad de ese Dios. Un conocimiento de Dios así entendido no
sería nunca conocimiento de Dios porque su misma idea estarla ya en
contradicción con la idea de Dios* De ahí que el conocimiento de Dios
no sea nunca posible más que por revelación,

Naturalmente que con lo dicho no se ha decidido aún nada respecto


al cómo de la revelación a través de la cual Dios (o un dios) se da a
conocer. Puede que el modo propio de ser de la divinidad se muestre
ya a la experiencia tan evidentemente presente en el medio de actuación
de su poder que cualquier otra revelación especial, además de ésa, re-
sulte superflua. Si seguimos a Walter F. Otto, éste habría sido el caso
de la Antigüedad griega'. Pero esa comprensión de los dioses como seres

' W. F. OTTO, Theophania. Der Geist átr altgríechischen Religión, Hamburgo 19S6É
29$: los dioses griegos -no necesitan revelación autoritativa»; pues «dan testimo-

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2W tV. La revelación de Dios

que. en medio de (oda su sublimidad, son semejantes a los hombres y,


por tanto, también accesibles p a r a el intelecto humano, parece ser di*
ffcilmentc imaginable sin la mediación del m i t o , y da la impresión de
208 que presupone el proceso de gestación de la mitología griega concluido
ya en sus rasgos fundamentales 1 ,
Al Dios de la Biblia, p o r el contrario, suele contársele entre los tipos
divinidad oculta que sólo resultan cognoscibles p o r medio de una reve-
lación especial. Pero esta impresión necesita s e r matizada y también
corregida. En Rom l,19ss Pablo cuenta con que todos los hombres co-
nocen a Dios e incluso con que deberían reconocer correctamente el
poder e t e r n o y la divinidad del único Dios a partir de las creaturas,
a u n q u e de hecho rechacen este conocimiento y lo ignoren reverenciando
poderes creaturales. Esta es u n a concepción q u e sigue presente en la tra-
dición judía, la cual, en último término, se remonta a la fe veterotesta-
mentaria en la creación. Las historias del Antiguo Testamento sobre los
orígenes y sobre los padres no sugieren en ninguna parle que el Dios
creador, q u e se ha acercado de un m o d o especial a Abraham y a su des-
cendencia, sea totalmente desconocido para el resto de la humanidad.
Tanto a Caín (Gn 4,6) como también a Noé (Gn 6,13), Dios les habla en
condiciones totalmente normales, de donde se puede deducir que ellos ya
le conocían. En la narración de la alianza con Noé (Gn 9) y en la lista
sacerdotal de los pueblos (Gn 10) puede q u e se encuentren unidas tradi-
ciones originariamente distintas (J y P), pero al combinarlas en el texto
actual del Génesis no se encontró, al parecer, ninguna dificultad en q u e
los hijos de Noé (Sem, Can y Jafet), q u e según Gn 10 eran los p r i m e r o s
padres de familias enteras de pueblos, estuvieran presentes cuando Dios
sella la alianza con Noé (Gn 9,8) ni en q u e Dios se dirigiera también a
ellos, j u n t o con Noé. Pero, por o t r o lado, este Dios es el Dios de Abraham
y de Israel de u n a manera muy particular: se ha vinculado a Abraham
y a su descendencia por medio de promesas especiales y a Moisés le ha
d a d o a conocer su n o m b r e y su idea del derecho.

Estos datos de sus tradiciones concuerdan con el hecho de q u e Israel


haya empleado la denominación general etofrim para el Dios de la elec-
ción de Abraham y del Éxodo, es decir, u n a expresión con la que se podía
denominar también otros dioses (por ejemplo: Jue 8,33; 11,24; Sal 82,1).
El uso de dicha expresión implica q u e el discurso sobro el Dios de Israel
se hacía presuponiendo ya u n a base de inteligibilidad general* Pero esto,
naturalmente, no quiere decir que, sin tener en cuenta los testimonios

nio do si mismos en todo ser y acontecer, y lo hacen tan maní fies lamen te que,
en los siglos de oro. con excepción de muv pocos casos, ni siquiera existe la
falta de fe- (29).
2 Cf. las observaciones de M. P. NILSSÜN, Gcschichte áer griechischer Religión 1,
1941, 32s, y, también, 47s, 49. sobre la interrelactún entre anlropomorlizaci6n y mi-
toloíla en Hesfodo. Por lo demás, Nilsson contaba más bien con que las fiaras
4e los dioses se configuran en d culto Í206).

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t, La función teológica del concepto de revelación 20*

de fe de Israel, también los otros pueblos conocieran ya ese modo pro-


pio de ser de su Dios que le había llevado a manifestarse a los Padres,
a Abraham y al Pueblo de la Alianza. £1 modo propio de ser de Dios,
descubierto al Pueblo de la Alianza, no se puede deducir sólo del cono-
cimiento de Dios o de lo divino en general. De ahí que el conocimiento
de ese modo de ser de Dios, al que Israel tuvo acceso, no sea ni susti- 209
tuible por dicho conocimiento general ni superfluo donde ya se dé éste.
Ahora bien, a la inversa, tampoco se deriva sin más del conocimiento
del Dios de Israel que él, y sólo él, sea idéntico con Dios en absoluto.
De entrada, para quien le contempla desde fuera, aparece sólo como el
Dios particular de ese pueblo, al lado de los dioses de otros pueblos.
El primer mandamiento determina que para el Pueblo de la Alianza,
además de ese Dios uno, no cuenta ninguno otro de los dioses (Dt 5,7;
Ex 203). Pero que él sea el único Dios en absoluto, no sólo el Dios de
Israel, tampoco fue evidente siempre para la conciencia de fe del Pueblo.
Es algo que no empezó a ser reivindicado con decisión hasta el Deutc-
roisaías; es decir, interesantemente, hasta los años del exilio babilónico,
una situación en la que los exilados judíos se encontraban directamente
confrontados con otros dioses que reivindicaban su poder frente al del
Dios de Israel.
Pero ¿cómo se justifica la reivindicación que Israel hace de la divi-
nidad única de su Dios? Vamos a ver que con la situación del exilio la
idea de revelación adquirió una nueva función que la hizo transformarse
y que terminó por conformarla de un modo totalmente nuevo. Nos refe-
rimos a la función de mostrar, en el contexto de la pregunta por la ver-
dad definitiva y exclusiva del Dios de Israel, que sólo él es verdadera*
mente Dios. No siempre y en todas partes fue aparejada con la idea
de revelación una función comparable a ésta. Si con el contenido de la
experiencia de revelación se capta ya al mismo tiempo la instancia de
la que procede una determinada revelación —un desvelamiento de algo
que, si no, quedaría oculto—, lo normal es que, al recibir la revelación,
se dé ya por supuesta aproblemáticamente la realidad de aquella ins-
tancia. Lo cual no excluye que también ese saber presupuesto se base
en una aulomanifestación de la divinidad. Pero, en la mayoría de los
casos, lo que las tradiciones religiosas nos cuentan sobre las experien-
cias de revelación no se refiere precisamente al comienzo absoluto de
todo saber sobre los dioses y sobre lo divino. Lo que se «desvela» en la
experiencia de revelación es normalmente algo diferente de la divinidad
que lo revela. E incluso en los casos en los que la divinidad misma se
«aparece» al que recibe la revelación no suele ser para mostrarle asi su
propia realidad, sino para darle una autoridad especialmente enfatizada
a lo que se le comunica o se le encarga al receptor de la revelación. La
cuestión de la realidad de la divinidad, si es que se plantea, se plantea
fuera de esos acontecimientos y entonces se refiere más bien al conté-

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206 IV. La revelación de Dios

nido de la concepción de Dios que se explícita en el mito. Por eso, el


hecho de la experiencia de una revelación no garantiza la divinidad del
dios de quien se recibe o, en el caso de un sueño, a quien se atribuye la
revelación. Más bien se mide la importancia del desvelamiento en cues-
tión de acuerdo con el rango, ya conocido, de la divinidad a la que el
receptor de la revelación cree que le debe lo que se le ha desvelado.
210 Pero lo que más importa es que lo desvelado en la experiencia de una
revelación, o lo que se ha deducido de ello, se confirme en otros ámbitos
de la experiencia: los augurios se cumplen, o no se cumplen; un sueño
se muestra como verdadero; el sentido de un oráculo, que de entrada
resulta difícil y cifrado, se va descubriendo en el curso de la experiencia.
Algo semejante se puede decir también de la realidad de la divinidad
que se da por supuesta en la experiencia de una revelación y a la que se
atribuye el contenido de dicha experiencia. La idea de revelación sólo
adquiere una función respecto de la cuestión de la verdad y de la validez
universal de una determinada concepción de Dios, cuando la realidad
misma de la divinidad que se da por supuesta en las experiencias de
revelación se convierte en objeto de la idea de revelación. Sólo así se
puede convertir la idea de revelación en el fundamento de la certeza
de que el Dios que se revela es verdaderamente Dios.

Al menos inicialmcnte ese paso se ha dado ya en las disputas del


tiempo del exilio sobre la divinidad de Yahvé, reflejadas en las palabras
del Deuteroisaías. En cambio, no tenemos ningún punto de apoyo para
pensar que una «revelación especial» —entendida de esta manera— se
encontrara ya en los comienzos de la historia de la fe de Israel. De acuer-
do con lo que podemos alcanzar a ver, lo que habla en aquellos comien-
zos era un saber previo acerca de lo divino que iba siendo modificado
en cada caso por las experiencias concretas de los hombres. Algo que
concuerda fundamentalmente con los datos que tenemos de otras reli-
giones. La función de las experiencias de revelación tampoco consiste
primariamente para ellas en demostrar la realidad de la divinidad que
se revela. No tenemos que decidir aquí si se llegó siquiera a dar un
paso de ese tipo fuera de Israel. Es una cuestión que podemos dejarle
a la investigación empírica de las ciencias de la religión. Pero sí que se
nos permitirá decir que normalmente las religiones fundamentaron su
certeza sobre la realidad y el poder de los dioses por otros caminos,
concretamente, a través del mito y de la posición que tenía una deter-
minada divinidad en la interpretación mitológica de una cultura. Al mito,
por su parte, es verdad que se le tenía por inspirado, pero su forma
específica de reivindicar su veracidad estaba menos ligada a su origen
en la inspiración —compartido por el mito con otras formas de expe-
riencia mántica— que a su función en la interpretación del mundo.

En el antiguo Israel lo que correspondía a la función fundante del


mito era, por una parte, el derecho divino, por lo que hace al orden

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/, La función teológica del concepto de revelación 207

social, y, por otra parte, la elección histórico-salvífica de Dios como fun-


damentación de la relación de alianza, base de la obligatoriedad del de-
recho divino para el Pueblo (cf. Ex 20,2). El orden jurídico de la socie-
dad no era visto en correspondencia directa con el orden cósmico, como
acontecía en los «imperios cosmológicos» (E. Voegelin) de las antiguas
culturas. Al contrario, entre la creación del mundo y de su orden, por
un lado, y la originalidad de la relación de alianza con Dios en la que
Israel se encontraba, por otro lado, se encontraban las tradiciones de
elección actuando como mediadoras y, por tanto, la conciencia de una
historia que había llevado a Israel a convertirse en el Pueblo de Dios, 2 j i
También entraban aquí en juego diversas «experiencias de revelación»,
pero sólo como piezas integrantes de dicha historia. Ahora bien, al menos
a partir del Deuteronomio, es decir, todavía en la época tardía de los
reyes judíos (siglo vn), a los acontecimientos que componen esa histo-
ria en la que se basa la identidad del Pueblo se les atribuye la función
de propiciar el conocimiento de la divinidad de Yahvé (Dt 435; cf- 4,39
y 7,8s). Puede que incluso se trate de una idea bastante más antigua
(cf. Ex 14,31). Tendremos que explicar más adelante cómo se relaciona
esto con las «experiencias de revelación» especiales. Pero de lo que sin
duda ninguna se trata aquí, a diferencia de lo que acabamos de decir
más arriba sobre el contenido de dichas experiencias de revelación, es
ante todo de la automanitestación de la divinidad de Yahvé para Israel.
Esto no supone que estuvieran en discusión ni la identidad de Yahvé
con el Dios creador ni la unicidad de su divinidad en relación con otros
dioses. No será éste el caso hasla el Deuteroisaías, y entonces ya no
retrospectivamente, con la vista puesta en el acontecimiento del Éxodo,
sino prospectivamente, mirando a una acción futura de Dios que mos-
trará también a los pueblos paganos que el Dios de Israel es el único
Dios verdadero, el creador del mundo.
Todo parece indicar que para el Deuteroisaías, en la crítica situación
de los exilados en Babilonia, incluso la divinidad de Yahvé como Dios de
Israel dependía de aquella acción futura suya, anunciada por el Profeta,
que le iba a mostrar ante todos los pueblos como el Dios único, el crea-
dor del mundo. Para las generaciones posteriores, las que vivieron la
restauración de la comunidad cúltica judía en Jerusalén por los reyes
persas o las que podían contemplar estos hechos ya como pasados, la
situación tuvo que ser distinta: el mundo pagano no habla llegado en
absoluto a conocer la divinidad única de Yahvé. Pero, en cambio, Yahvé
sí que se había acreditado de nuevo como el Dios de Israel gracias al
restablecimiento del Pueblo y de sus lugares de culto- La certeza de la
divinidad de Yahvé como Dios de Israel dejaba de ir ligada al reconoci-
miento de la unicidad de su divinidad por los pueblos paganos. Quedaba
restaurada una continuidad con las antiguas obras salvíficas de Dios que
el Deuteroisaías, en la perspectiva del exilio, no había visto así. Se man*

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208 IV. IM revelación de Dios

tuvo la conexión de la certeza de la unicidad de la divinidad de Yahvé


con la fe en la creación. Es uno de los datos básicos de la literatura
sapiencial postexílica. Pero el reconocimiento general de la divinidad
única de Yahvé por los pueblos paganos —sin el cual, por cierto, la fe
de Israel en Yahvé como el único Dios tenia necesariamente que quedar
cuestionada— se convirtió en cosa de un futuro alejado hasta el fin de
la historia.
Desde el Deuteroisafas se vinculó también terminológicamente el con-
cepto de revelación con la futura automostración de Dios; «se desve-
lará la gloría de Yahvé y todos los hombres juntos la verán» (Is 40,5).
El kabod de Yahvé, es decir, Yahvé mismo, su gloria divina, es el que
aparece aquí como objeto del «desvelamiento». Cuando, con la literatura
apocalíptica, la futura auto man licitación divina, la revelación de la glo-
212 ría de Dios, se retrasó hasta fundirla con el final del tiempo de este
mundo, se mantuvo la idea del desvelamiento futuro de la gloría de Dios,
es decir, de la misma divinidad de Dios (csp. Bar Sir 21,25). Entonces,
a la luz de la gloría de Dios se podría conocer también la condición de
los hombres, de los malos y de los justos (4 Esdras 7,42). Pero esta
vinculación de la realización de lo anunciado por la palabra profetica
o por la visión apocalíptica con el futuro o con el fin de la historia no
aparece en otros ámbitos de la terminología ve tero test amentaría de re-
velación- Por eso es comprensible que, desde un punto de vista pura-
mente cuantitativo, esas expresiones no resulten sin más representativas
de las concepciones de revelación propias del Antiguo Testamento. Por
otra parte, muchas de las experiencias a las que se califica terminológi-
camente de «revelaciones» no nos permiten comprender por qué el tema
de la revelación tiene que tener tanta relevancia para la teología como
se le ha atribuido al menos desde la Edad Media. Además, también en
el Nuevo Testamento han aparecido distintas ideas de la revelación con
un peso teológico diverso. Se podría incluso dudar de que la idea de
revelación sea realmente necesaria para describir o para fundamentar
los contenidos centrales del mensaje de Jesús y el anuncio apostólico
de Cristo. Sólo muy rara vez se acude a la idea de revelación como
principio formal del conocimiento de fe, tal vez sólo en Mt 11,27 (Le 10.221.
Y para el anuncio apostólico de Cristo las ideas de revelación parece que
tuvieron una función menos de fundamentación que de interpretación.
La literatura patrística ofrece una imagen semejante.

De estos datos no se sigue en modo alguno que haya sido una equi-
vocación que la teología medieval, y más aún la discusión teológica mo-
derna, hayan elevado la idea de la revelación a la función de principio
absoluto de la teología. Ante todo sigue teniendo validez, a pesar de los
matizados datos bíblicos, el argumento de que a Dios no se le puede
conocer si no parte de él el darse a conocer. Es cierto que no es éste el
punto clave de todas las ideas bíblicas de revelación. Pero es un presu-

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/. La junción teológica del concepto de revelación 209

puesto que subyacc, implícita o explícitamente, a todo lenguaje religioso


sobre Dios y, p o r tanto, también a los testimonios bíblicos. No tiene, por
eso, que ser tematizado siempre, al contrario, la mayoría de las veces se
lo da simplemente p o r supuesto. Por motivos q u e tendremos todavía
que estudiar, para la teología medieval y, sobre todo, para la moderna,
ese presupuesto dejó de ser evidente. Por eso hubo que tematizarlo ex-
plícitamente; y en la Modernidad de un modo distinto que en la Edad
Media y que en la primera Edad Moderna. De ahf que el definir m á s
precisamente el concepto de revelación se haya convertido en un tema
central de la teología en la Modernidad.

Se podrá calificar como apologético el recurso a que la pretcnsión


de verdad de las afirmaciones teológicas tiene un origen divino 5 .
Pero, en todo caso, no se trata de un esfuerzo apologético que se
pueda acentuar o dejar de lado a discreción, sino de la condición
de posibilidad de las afirmaciones del anuncio del mensaje cris-
tiano. Este anuncio sólo puede responder de sus afirmaciones si
se sabe autorizado para ellas por Dios*. Si no, estas afirmaciones
aparecerían necesariamente como una expresión entre otras de la
subjetividad humana, eso si, profundamente pretenciosa. La reivin-
dicación que las afirmaciones cristianas hacen de su verdad podrá
seguir siendo problemática, pero el hecho mismo de presentar di-
cha reivindicación y de formular las afirmaciones sin las que el
mensaje cristiano desaparecería es algo inimaginable sin la con-
ciencia de que se tiene para ello la autorización de Dios, a quien,
en definitiva, se refieren todas esas afirmaciones. Que esto no se
haya tematizado como principio de todas las afirmaciones tcológi*
cas hasta la Edad Media necesita una explicación; una explicación
que tendrá que partir, sin duda, de la diversa situación en la que se
encuentra la teología medieval con respecto a la del discurso argu-
mentativo cristiano en el mundo de la cultura helenístico-romana.
Sin embargo, estas consideraciones no bastan para mostrar que
el tema de la revelación no es solamente fundamental, desde el
punto de vista de la filosofía de la religión, sino también teológica-
mente. Si se afirma que la idea de revelación es fundamental pre-
cisamente para la reivindicación del Dios bíblico de ser el único
Dios verdadero, habrá que encontrar también en los testimonios bí-
blicos una base adecuada para ello. No tiene por qué ser una tesis

* Es lo que hace J. BARR, Revelation Through History in the Oíd Testament and
in Modern Theology: Interpreta don 17 (1963) 193*205. csp. 203, un artículo al que
se ha prestado mucha atención. La crítica de Barr se refiere aquí concretamente
a la idea de la revelación de Dios en la historia. Pero luego, Barr se opuso tam-
bién a todo uso del concepto de revelación «as a general term for man's source
for knowlcdgc of God* (The Concepts of History and Revelatiott, en Oíd and New
in Interpretaron, Londres 1966, 65-102, 88). Volveremos más adelante sobre la ar-
gumentación
4
de Barr.
Esto lo ha descrito con pleno acierto la doctrina de K. Barth sobre la Pa-
labra de Dios cuando remite la palabra de la predicación al testimonio de la
Escritura y éste, a su vez, a Jesús como la Palabra reveladora de Dios. Soto que
con esto no se ha mostrado la verdad de La pretcnsión implícita en esas rctrorre-
ferencías, es decir, de que Jesús sea realmente la revelación de Dios.
210 IV. LÜ revelación de Dios

explícitamente sostenida por ellos en todas partes. Bastará en mu-


chas ocasiones con que se la pueda encontrar allí de un modo
implícito. Pero tendrá que aparecer también explícitamente en los
textos bíblicos, supuesto que son ellos el testimonio normativo de
la revelación de Dios y que la limitación humana de sus autores, con
la que ciertamente hay que contar, difícilmente habrá podido ser
tan grande que este asunto les haya pasado totalmente desapercibido»

Pues bien, es indiscutible q u e los testimonios bíblicos hablan expre-


samente de la revelación divina, aunque sea con una terminología y unos
modos de concebirla m u y variados. Sólo q u e hay que liberarse de la
idea de q u e p o r revelación no se pueda entender m á s q u e el mensaie
214 transmisor del primer conocimiento que se tiene de la divinidad 5 . Tam*
poco se puede esperar q u e Dios mismo sea no sólo el autor, sino el con-
tenido de los diversos tipos de revelación. Y ( por fin, hay q u e contar
con que en los casos en que el Dios bíblico se manifiesta a sí mismo,
es decir, cuando transmite un conocimiento de él mismo, m u y frecuen-
temente su divinidad se mostrará solamente como la divinidad del Dios
de Israel —aunque sea una divinidad muy superior— y sólo para el
conocimiento de los miembros del Pueblo mismo: no se manifestará
como la única divinidad para todos los hombres. Tanto más significativo
resulta, por tanto, que al menos haya una línea e n t r e las concepciones
de revelación veterotestamentarias que a p u n t e hacia la automostración
de la divinidad del Dios de Israel para todos los pueblos.

Era de esperar q u e esta línea del pensamiento judío sobre la reve-


lación habría de adquirir un significado central en el Nuevo Testamento
para el paso a la misión entre los gentiles y también, m á s radicalmente,
para la reivindicación de verdad escatológica que conllevaba la presencia
de Jesús. Y, efectivamente, hay una serie de expresiones neotestamenta-
rias que aplican explícitamente a la persona de Jesús u n a idea de reve-
lación de base apocalíptica. Pero mucho m á s frecuentes son los casos en
los que se puede mostrar, al menos como probable, la presencia implí-
cita de dicha idea. Sin embargo, el Nuevo Testamento presenta también
otras ideas de revelación de estructura diferente y hay lugares en los
que no se argumenta expresamente con ningún tipo de concepto de re-
velación en absoluto.

Estos hechos nos obligan a dedicarle más por extenso nuestra aten-
ción a la variedad de aserciones bíblicas sobre la revelación y a definir
el valor que les corresponda a cada una de ellas. Si no, el recurso teoló-
gico a la revelación del Dios bíblico para la fundamentación de las afir-

* Es la idea subyacente en la critica que hace J. Barr del concepto de revela-


ción: cf. su contribución en Oíd and New in ¡nterpretation, 1966, 89$ y 92 (citada
en la nota 3). Su propuesta de hablar de «communication* en lugar de revela*
ción, la basa, entre otras cosas, en que las •Communications* pueden &er tam*
bien «from onc alrcady known» 187>+

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r La funcióti teológica de! concepto de revelación 211

maciones de la doctrina cristiana carecería de base bíblica; o, de tenerla,


serla una base por lo menos dudosa. Al mismo tiempo, la evolución de
las ideas bíblicas de revelación, que esta investigación nos exigirá des-
cribir. nos llevará de la fenomenología de las experiencias de revelación,
tan abundantemente atestiguada en el mundo de las religiones, al tema
de la revelación del Dios de Israel como el Dios de todos los hombres.
Es importante que este paso se haya dado en el seno mismo de la his-
toria de la religión y que no sea algo propio solamente de la reflexión
teológica actual.
Del resultado de dicha investigación se seguirá también un cambio
de la forma en la que tendremos que continuar con el desarrollo de la
cuestión de la verdad del mensaje cristiano sobre Dios, Comenzábamos
la exposición por la idea de Dios como dato del uso humano del lenguaje
y de la construcción humana de conceptos, para toparnos luego en el
mundo de las religiones con la afirmación de una realidad divina, afir-
mación unida ciertamente a la pugna de los dioses entre sí por sus res-
pectivas competencias en la fundamentación y en la explicación de la
realidad del mundo y del hombre. La evolución de las ideas bíblicas
sobre la revelación nos conduce ahora a un punto en el que se tematiza
expresamente la experiencia histórica humana como muestra del poder
y de la divinidad de los dioses, reivindicando, en conexión con ello, que
el Dios de la Biblia se iba a mostrar como el único Dios de todos los
hombres o, en su caso, que ya se había mostrado como tal en Jesucristo.
Por tanto, en este punto, la indagación sobre la verdad del mensaje cris-
tiano tendrá que adquirir la forma de pregunta por la posibilidad de que
dicha reivindicación se pueda sostener de un modo coherente; a partir
de aquí se someterá a prueba esa reivindicación reconstruyendo siste-
máticamente la doctrina cristiana desde su punto de partida en la que
ella considera como la revelación histórica de Dios.
Una teología sistemática que tematiza la cuestión de la verdad no
puede comenzar inmediatamente con una reconstrucción de este tipo. Al
contrario, primero tiene que despejar el punto de partida para esa re-
construcción de la reivindicación de verdad sostenida por la doctrina
cristiana en el contexto en el que ésta se encuentra históricamente in-
crustada, es decir, en medio de la realidad de las religiones, que son su
mediación. Y, antes que nada, tendrá que despejar, de igual modo, el
acceso al tema de la religión como testimonio de la realidad divina por
medio del tratamiento de la idea de Dios y de su relevancia general para
la comprensión de si mismo del hombre. Entonces, al constatar la lema-
tización de la revelación de Dios en el proceso de constitución de una
determinada tradición religiosa —constatación, de entrada, descriptiva—,
es decir» en la historia de la religión judía, se da el giro en el desarrollo
de la cuestión de la verdad hacia la reconstrucción del lenguaje sobre
Dios de la tradición de la doctrina cristiana.

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212 ÍV. La rfvtíoción de Dio*

En principio este procedimiento podría aplicarse también a otras re-


ligiones en tanto en cuanto lo permitan las condiciones propias de su
modo de ser particular. Entre ellas, la primera deberla ser la tematiza-
ción de la unidad de la realidad divina en concordancia con la unidad
de la religión. Una segunda condición sería que la religión en cuestión
tema tizara también que la manifestación de la divinidad de Dios se da
en el proceso de la experiencia de la historia, el cual ha sido identificado
como el campo en el que acontece de hecho la confrontación entre las
religiones en torno a las reivindicaciones de verdad respectivamente man-
tenidas- La automostración histórica de la divinidad tendría que apa-
recer como parte integrante de la manifestación de sí misma de la divi-
nidad testimoniada por la religión de que se trata, y no como una pura
A reflexión actual de la filosofía de la religión. En relación con esto está
—como hemos de indicar todavía— la tercera condición: que la proble-
maticidad que afecta de hecho a la divinidad del Dios respectivo en el
proceso de la historia esté ya prevista, por su parte, en el contenido y
en la forma de su automanifestación» como inevitable, aunque sea limf
216 tada en el tiempo. Pues el mero hecho de que la impugnación de la
verdad de su automanifestación le viniera a la divinidad solamente desde
fuera, darla ya de entrada y razonablemente pie para un juicio contrario
a la reivindicación por ella mantenida de ser la realidad fundamentados
de todas las cosas, es decir, también de la situación de su propia proble-
maticidad en el mundo.

De modo que en el próximo epígrafe trataremos de cómo se pasa


históricamente de la fenomenología general de las experiencias religio-
sas de revelación a la tematización de la automanifestación divina. Y, cO
conexión con ello, pasaremos luego a ocuparnos de la historia del con-
cepto de revelación en la teología cristiana. La reflexión sobre la historia
de los conceptos ha desempeñado ya en los capítulos anteriores algunas
funciones importantes a la hora de definir la temática de cada uno de
ellos. Además, presta un buen servicio a la objetivización del uso del
lenguaje que hace la teología sistemática, evitando la arbitrariedad a Ifl
que. si no, se encuentra fácilmente expuesta. Preguntarse por el lugar
histórico de los conceptos dogmáticos es metodológicamente imprescin-
dible para conseguir la precisión que, con toda razón, se le puede pedir
a la teología sistemática, aun en el caso de que el uso lingüístico del
teólogo se aparte (fundadamente) de otros modos de definir los con-
ceptos. Pero la clarificación histórica de conceptos no siempre puede
ocupar el mismo puesto en el curso de la exposición sistemática. Mien-
tras que el capítulo sobre la religión y la definición de los conceptos
de «teología» y de «dogmática», hecha en el primer capitulo, empezaban
con una panorámica de historia conceptual, en el capítulo sobre la idea
de Dios no pudo ir al principio el epígrafe sobre la historia de los con-
ceptos de -teología natural» y de «conocimiento natural de Dios» porque

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2. Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre lú revelación 213

antes había que determinar su valor para el tratamiento de la idea de


Dios. Ese capítulo empezaba, por eso, con el estudio de la palabra «Dios»,
de su función semántica y de su relación con la experiencia religiosa- El
carácter previo de la semántica de la palabra «Dios» respecto de toda
experiencia religiosa concreta, cuya interpretación será luego una de las
funciones principales de dicha palabra, justifica que nos hayamos valido
de la teología filosófica para responder a la cuestión de la idea de Dios,
Echando una mirada hacia atrás desde el capítulo sobre la religión, po-
demos decir que de ese modo la teología filosófica asumía la herencia
del mito, en cuya función explicativa del mundo habría que buscar el
lugar semántico primigenio de la idea de Dios. Y ahora, con el tema de
la revelación, también hemos tenido que despejar primero el marco en
el que pueda encontrar su lugar la historia teológica del concepto de
revelación. Se trataba de salvaguardar la conexión con el capítulo sobre
la religión y, al mismo tiempo, de clarificar la función de transición
hacia la reconstrucción sistemática de la doctrina cristiana, en los pró-
ximos capítulos, que le corresponde al tema de la revelación,
Por fin. tras la historia del concepto de revelación tendrá que venir
un tratamiento sistemático de los distintos modelos de comprensión de
la revelación, los cuales parecen constituir alternativas excluyentcs. La 217
exposición de la historia de la reflexión teológica sobre el tema de la
revelación habrá de desembocar en dicha confrontación: ¿hay que ha-
blar en teología de que Dios se revela a sí mismo por medio de su pala-
bra o más bien a través de su actuación en la historia? Veremos que no
se trata de dos concepciones que tengan necesariamente que excluirse
mutuamente, puesto que. por un lado. las diferentes nociones bíblicas
sobre la palabra divina se integran en la idea de una autorrevelación de
Dios a través de su actuación histórica y. por otro lado, la expresión
«Palabra de Dios» puede convertirse también en una designación suma-
ría del acontecimiento revelatorio.

2. LA MULTIPLICIDAD DE CONCEPCIONES BÍBLICAS


SOBRE LA REVELACIÓN

Si se deja uno guiar por la discusión moderna sobre el concepto de


revelación, podrá parecer que dicho concepto designa el acontecimiento,
o el tipo de acontecimientos, por medio de los cuales llega el hombre a
conocer a la divinidad por vez primera. Con esto concuerda, a primera
vista, la descripción que ha hecho lan T. Ramsey de las situaciones de
«descubrimiento» (disetosure) como punto ele partida de la experiencia
religiosa 6 , igual que Schleiermacher declaraba ya en 1799 que a «toda

* I. T. RAWSFÍ, Retigious Language, Londres 1957, etl. paperback 1963. 26ss

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214 IV, La revelación de Dios

intuición primigenia y nueva del universum» hay que llamarla revela-


ción 7 . Ahora bien, también se podría t r a t a r de experiencias que presu-
ponen ya un cierto conocimiento de la divinidad al que añaden simple*
mente un nuevo elemento. Esta concepción de la función de las expe-
riencias de revelación estaría m á s de acuerdo con el hecho de que la
semántica de la idea de Dios no puede ser reducida a ninguna experiencia
religiosa particular, sino que, al revés, sirve para interpretar dichas ex-
periencias s . Su lugar originario habría que buscarlo en la miticidad de
la conciencia religiosa.
Pero contra el supuesto de q u e en las experiencias de revelación se
trata de la recepción del primer conocimiento de la divinidad están tam-
bién los d a t o s empíricos. Es verdad que muchos pueblos h a n desarrolla-
do en sus intuiciones religiosas diversas ideas sobre revelaciones, pero
los contenidos de é s t a s no tienen nada que ver, por lo general, con comu-
nicaciones que tengan directamente por objeto a la divinidad- Lo que
aparece en primer plano es más bien el desvelamiento de asuntos ultra-
m u n d a n o s que permanecen habitualmcnte ocultos para el h o m b r e . Son.
218 a n t e todo, asuntos q u e afectan a su futuro 9 . La divinidad es m e n o s
contenido de las experiencias de revelación que fuente de información
sobre lo que está oculto en la vida ordinaria, Pero está lejos de ser la
única fuente. De ahí q u e fuera necesaria en Israel la prohibición de
consultar a los espíritus de los muertos y a los adivinos (Lev 19,31; 20,6;
Dt 18,10$). Prohibiciones q u e no iban dirigidas contra el interés por lo
oculto en c u a n t o tal, sino sólo contra que se buscara información al
respecto en o t r a s instancias distintas del Dios de Israel. En cambio, era
perfectamente permisible «consultar al Señor» a través de oráculos de
la suerte, sueños o profetas (1 Sam 28,6). Llama la atención que uno de
estos tres medios legítimos de indagar el futuro sea. j u n t o con la suerte
y los sueños, la palabra profética, al parecer, en la función de oráculo.
La legitimidad de estos tres medios se fundaba sin duda ninguna en q u e
reconocían al Dios de Israel como el único señor del futuro* A él se re-
mitían tanto el contenido de los sueños como el de la suerte echada ade-
cuadamente. es decir, por los sacerdotes. Y lo que el profeta decía con-
taba como palabra del mismo Dios (cf. J o b 33,14ss).

Con el oráculo de la suerte, el sueño y el oráculo profético nos en-


contramos en el m u n d o de la mántica. En o t r a s religiones este mundo
incluye también diversas formas de interpretación de signos, como la
observación del vuelo de las aves, el examen de las entrañas, el «juicio

* F, D, E, SCHLEIFRMMUFR. Sobre la religión, ed. de A. Gínzo, Madrid 1990. 77


[1799. 118).
* Cr, más arriba, el cap. II. p. 66ss.
' Véase, a) respecto, una exposición más detallada en mi contribución Offenba*
rung ttnd *Offenbarungen* im Zeugnis der Geschichte, en Wt Kiw\ H. J. POTTUE*
VER/M. SECXLER, Handbuch der Fundamentalthevhgie 2: Traktat Olfcnbanmg, Fri-
burgo 1985, &4ss. csp. 85ss.

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?. Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 215

de Dios» bajo la forma del duelo o de la prueba del agua o del fuego» De
todas estas formas de la técnica mántica (de la llamada inductiva), el An-
tiguo Testamento permitía sólo el oráculo de la suerte, mientras que la
experiencia de los sueños y la inspiración profética (es decir, la mántica
«natural» o «intuitiva») eran t r a t a d a s al parecer con menos desconfian*
za l0. En todo caso, parece que los orígenes de la idea de revelación se
encuentran en el mundo de la mántica también en Israel.
El cristianismo juzgó con mayor reserva aún q u e Israel las acciones
adivinatorias del futuro. Tampoco el oráculo de la suerte debe ser uti-
lizado ya sin necesidad, pues se convierte fácilmente en expresión de
u n a arrogancia que no se recata de tentar a D i o s l l inmiscuyéndose en lo
oculto del futuro, es decir, en la esfera q u e Dios se ha reservado para
sí mismo. La actitud reprobatoria del cristianismo frente a t o d a s las
técnicas mánticas es probable que esté en relación con el rechazo mos-
t r a d o p o r Jesús frente a la petición de signos de Dios. Dios hace mila- 219
gros por su propia voluntad, incluso a través de los hombres, p e r o ya en
el cristianismo primitivo se consideraba un atrevimiento el pedirle a Dios
tales signos ícf. Me 5.7). Al parecer el hacerlo se entendía que era ya
«tentar» a Dios, u n a incursión en la soberana esfera de su libertad. Mien-
tras que no toda petición de signos caía bajo la prohibición de tentar a
Dios en la ley veterotestamentaria (Dt 6,16 y Ex 17,7), Jesús rechazó la
d e m a n d a q u e se le hacía de pedir a Dios signos legitimadores de su
misión (Mt 12,38s; 16,14 p a r ) " .
La problemática de la petición de signos y su rechazo por p a r t e de
Jesús son muy iluminadores para el tema de la revelación porque el
complejo de los «signos* —ya sean indicios previos o señales de acre-
ditación—, igual que o t r a s formas de oráculo, tiene que ver con el cono-

m
Esta diferenciación de dos formas tunda mentales de mántica se remonta a
la Estoa (Cic, De Divin. I. II; II, 26) y se encontraba ya prefigurada en la contra-
posición que Platón hacia entre inspiración divina e interpretación humana de
signos (Fi\i. 244 a Sd 5).
H Tomás de Aquino, STh H II, q 95 a 8 c.
tt El Antiguo Testamento tenia todavía una relación relativamente aproblcmáti-
ca con la petición de signos como legitimación de una misión divina. Así. por
ejemplo, está claro que en la tradición del Éxodo el cayado milagroso de Moisés.
(Ex 4Jss) o de Aarón (Ex 7,9ss) está al servicio de la acreditación de su misión.
Y, de modo semejante a como to hizo Moisés, Ccdeón le pide a Dios un signo
como prueba de que el encargo que se le ha encomendado procede efectivamente
de Dios (Jue 6,l7ss). Pero aquí el signo no es para acreditarse ante otros, sino
para el cercioramicnto propio. Lo mismo sucede con el signo que Istias le exige
pedir a Dios al rey Ajab (Is 7,11). La negativa del rey, fundada en que no quería
tentar a Dios, no fue valorada por el profeta como expresión de su fe, sino, por
el contrario, como una falta de disponibilidad para confiarse a Dios, concretamente
al mensaje que Isaías le anunciaba. Pero Jesús rechazaba justamente por este
motivo la demanda que se le hacia de pedir un signo: él esperaba que sus oyentes
percibieran en su mensaje la interpelación del Dios de Israel sin necesidad de un
signo certificador. De ahí que, según el mensaje de Jesús, el pedir signos sea en
realidad escamotear la interpelación que significa su persona.

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216 IV. La revelación de Dios

cimiento de lo que estaría oculto sin ellos, es decir, actúan como medio
de «revelaciones». Y mientras que por lo que respecta a o t r a s experien-
cias de revelación h e m o s tenido que decir que. p o r lo general, no tienen
a Dios como contenido, en el Antiguo T e s t a m e n t o es j u s t a m e n t e el signo
proveniente de Dios el que se convierte en la forma de su autocomuni-
cación. Así. por ejemplo, Yahvé mostró sus «signos» en Egipto para que
los israelitas le «reconocieran» (Ex 10,2), es decir, para que se dieran
cuenta de que era su poder el que estaba d e t r á s de Moisés y de Aarón.
La conducción del Pueblo fuera de Egipto sucedió entre «signos y
prodigios» (Dt 7.19; cf- 4,34; 6,22; 26,8) u . Pero también el juicio de Dios
cuya amenaza pesa sobre el pueblo que se ha a p a r t a d o de sus manda-
mientos es anunciado como «signo y prodigio» de advertencia para to-
das las generaciones siguientes (Dt 28,46)- Isaías entendía ya su propio
anuncio de la desgracia y el de sus discípulos como un «signo y prodi-
gio». como un indicio precursor y como u n a contraseña de Dios para su
220 Pueblo Israel (Is 8.18). De modo semejante iba también Ezequiel a con-
vertirse en un signo para el Pueblo con su dolor p o r la muerte de su
mujer (Ez 24.24 y 27). De una manera formalmente similar el mismo
J e s ú s presentaba todavía su propia presencia como un signo d a d o p o r
Dios a su Pueblo (Le 11,30). En este caso se trata evidentemente de un
signo de la cercanía e incluso de la presencia del Reino de Dios, De modo
que Jesús, a pesar de su oposición a legitimarse a sí mismo p o r medio
de signos, no era sin más contrario al signo como medio de proclama-
ción de las intenciones y del plan histórico de Dios. Según la fuente O.
a la pregunta del Bautista sobre si era él el que tenía que venir, Jesús
respondía remitiéndose sin dificultad ninguna a los signos que acom-
pañaban su presencia: los mismos que se esperaban para el tiempo de
salvación que había de llegar (Mt 11.4s; Le 7P22s)l*. Se trataba en ambos
casos de signos procedentes de la iniciativa divina, no producidos p o r
los hombres ni arrancados a Dios por la fuerza. Aquí debe de estar la
explicación de p o r qué Jesús acepta en estos casos la función de los
signos mientras que, por o t r o lado, rechaza la petición de signos a Dios.

El fenómeno de la revelación tiene su suelo —en el contexto de la fe-


nomenología de la religión— en el ámbito de la mántica. Pero no tenemos
que pensar primariamente en la mántica inductiva o artificial, sino en
la intuitiva, en los fenómenos del sueño y de la visión pi cíclica, así como
en los «signos» q u e proceden de la iniciativa de Dios. Las inspiraciones
y los «signos» tienen su significado para et conocimiento de Dios. Con

» Sobre la recepción tipológica de esta fórmula —vinculada a la tradición de la


salida de Egipto— en los Hechos de los Apóstoles y en Pablo, cf. K. H. RENGSTORF,
en Theotogisehes Wórterbuch zum Neuen Tcstament, VII, 238ss, 258s; sobre la crí-
tica14 joinlca de la misma fórmula (Jn 4,48), cf. ibid,, 242ss.
Sobre la discusión exegética en torno a la función de los signos en la ac-
tuación de Jesús, ct la nota 8 (p. 88) del articulo del Autor citado en la nota 9.

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2. Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 217

todo, no son ellos los que constituyen la base primera de dicho conocí*
miento. Al contrario, esas formas diversas de «revelación» presuponen
ya un cierto conocimiento de Dios. Parece que ha sido éste el caso tanto
en Israel como en o t r a s culturas de impronta religiosa. Lo cual significa
que los sueños y las inspiraciones proféticas son referidos a dioses a los
que ya se conoce. El dios de que se trate está primariamente vinculado
con ellos en cuanto q u e se le tiene por el a u t o r de tal * revelación».
Por tanto, si el contenido de la «revelación» lleva aparejada consigo
la conciencia de q u e su a u t o r es Dios, la conciencia de revelación incluye
ya un m o m e n t o de reflexión ", a no ser q u e se vea incluso cómo Dios
mismo comunica su contenido, como podría ser en el caso de una cara
vista en un sueño (así sucede en Gn 28,12ss). El hecho mismo y el 221
contenido de la comunicación se reciben como expresión de la iniciativa
divina y como manifestación de la voluntad de Dios, a u n cuando no sea
Dios mismo el contenido y el objeto de la experiencia. Una comprensión
refleja de la revelación, en el sentido q u e decimos, es la q u e caracteriza
en particular la recepción de la palabra profética —la forma bíblica fun-
damental de desvelamiento de lo oculto, especialmente de lo futuro aún—
como expresión de la voluntad divina.

En el antiguo Israel se describe el acontecimiento de la recepción de


la palabra como un ser cogido por el Espíritu divino o p o r la «mano» de
Dios (ambas cosas van ligadas en Ez 3,12ss; 8,lss). Parece que se trata
de un estado de trance que, según Num 12,6-8, acompaña al sueño
(cf. también Dt 13,2), mientras que Jeremías lo separa del sueño
(Jer 23,25), aunque tal vez hable, más q u e de la forma de la experiencia,
de su contenido, que es lo que importa, es decir, de la «palabra» de
Dios. Esta palabra se refiere sobre todo a la inminente actuación de
Dios con su Pueblo, pero también secundariamente al futuro de perso-
nas particulares o de o t r o s pueblos. Si se quiere entender bien la recep-
ción de la palabra, no se debe acentuar demasiado el hecho de que se dé
por medio del lenguaje: el hebreo dabar significa tanto la palabra como
la cosa que la palabra significa *, y lo que importa en la recepción de la

i' M. SEOXER en el Handbuch der Fundamentaltheologie (2. 1985, ó0£3. csp. 67)
siguiendo a P. EICHHR {Ofíenbarung. Prinzip neuzeitücher Theologie, 1977. 21ss, 43ss)
ha distinguido un concepto cxpcricncial de un concepto reflejo de revelación* Es
una distinción valiosa pora aclararse en medio de la a primera vista desoricntadora
pluralidad de fenómenos a los que se llama hoy «revelación»* Puede ayudar par-
ticularmente a perfilar, en medio de dicha pluralidad, el concepto teológico de re-
velación, que es sin duda ninguna un concepto reflejo, en el sentido propuesto por
Seckler, diferenciándolo de las experiencias inmediatas a las que se llama -reve-
laciones». Pero la reflexión no comienza en el nivel de la construcción concep-
tual de la teología sistemática* La vivencia de una «experiencia de iluminación» y,
sobre todo, la comunicación de su contenido a otros, va acompañada ya de refle-
xión. Lo cual se puede decir sobre todo de la atribución que se hace de la autoría
de la vivencia de revelación a una divinidad conocida ya por otro camino.
i* Ya W. PROCKSCH señalaba en su articulo sobre el concepto hebreo de palabra
en el Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament Á, 1942. 90 que dabar signí-

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21S IV. La revelación de Dios

palabra es esc contenido. El dabar que se le descubre al profeta y q u e él


comunica no es sino la futura actuación de Dios: el resultado y las con-
secuencias de dicha actuación es lo que aparece a n t e sus ojos. En algu-
nos casos se puede ver todavía claramente cómo el profeta transforma
impresiones de la vida ordinaria en una visión de fondo, refiriéndolas
a la necesidad de esperar un acontecimiento futuro: la actuación de Dios
con su Pueblo.

Asi, por ejemplo, el profeta Amos de repente ve en la plomada


de un albañil la actuación de Dios con Israel: asi va a examinar
Dios al Pueblo y a poner al descubierto sus fallos (Am 7,8). En otros
casos es el doble sentido del lenguaje el que proporciona la ocasión
de la visión de fondo* Así, para el profeta Amos la vista de un cesto
de cosechar se le convierte en una referencia al juicio que va a venir
(Am 8 t ls) y la vista de un almendro le comunica a Jeremías el men-
saje de que Yahvé «vigila sobre su palabra para realizarla» (Jer IJls).
La imagen de una desgracia cercana se le presenta al mismo Jere-
mías cuando ve una olla vertiéndose al cocer, que despierta en ¿1
la visión de la invasión desatada por Babilonia desde el norte so
bre el Pueblo (Jer U3s).

222 Por lo general, la palabra profética se refiere a Dios sólo de un m o d o


indirecto en c u a n t o que se le considera el autor de los contenidos de Id
visión n . Para lo cual se presupone un conocimiento de Dios de distinta
procedencia. Pero ¿no n o s hablan también las tradiciones proféticas de
q u e los profetas han tenido unas experiencias fundamentales de Dios
q u e se diferencian de todas las recepciones ulteriores de la palabra en
q u e constituyen la base de la familiaridad del profeta con Dios? ¿No ha-
b r í a q u e calificar entonces e s t a s vivencias de vocación c o m o experiencias
de revelación en el sentido estricto de la palabra, puesto q u e en ellas es
Dios mismo el q u e se da a conocer?
Electivamente, la recepción de la palabra profética presupone que el
profeta conoce de un modo especial las intenciones de Dios con respecto
al Pueblo y que ha sido llamado para dar testimonio de ellas. El profeta
tiene q u e haber estado ante el trono de Yahvé p a r a poder predicar M»
palabra (Jer 23,18.22). Por eso p u d o Miqueas ben Jimia desenmascarar
a los falsos profetas contando cómo habia recibido a n t e el t r o n o mismo

fica menos el acto de hablar que el contenido de una palabra, el «concepto» de la


cosa. Cf. también C. v. RAD, Teología del Antiguo TesiamcniQt vol. II. Salamanca
1972. 109s [1960. 94s]. La dinámica vinculada al dabar, subrayada también, entre
otros, por Procksch, hay que entenderla, por eso. como la dinámica propia de la
cosa17
designada, que surge de ella,
Según 1 Sam 321 Dios mismo se le -desvela- (glh) al profeta a través de la
palabra que procede de cL Aquí se expresa también terminológlcamenle como tfl
desvelamiento está en una relación indirecta con Dios mismo. A lo que el desvela-
miento se refiere directa e inmediatamente es al contenido comunicado por Dío*<
al dabar (cf* también 9,15), Pero al tiempo que ese contenido, Dios mismo se le
«desvela» también a quien recibe su comunicación como autor de ella.

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2. Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 219

de Yahvé el m a n d a t o de confundirlos (1 Re 22,19ss). Asi también fue


arrebatado Isaías hasta cl trono de Yahvé, mientras estaba en cl templo
de Jerusalén. para recibir cl encargo de su misión {Is 6. esp. 6,8ss).
De modo semejante recibió a ú n Ezequiel su llamada y su encargo del
t r o n o mismo de Dios (Ez 1-3). Son estas experiencias fundamentales las
que permiten q u e experiencias de o t r o tipo se conviertan para los pro-
fetas en ocasiones para una visión de fondo q u e encuentra articulado en
estas experiencias ordinarias cl acontecer decretado p o r Yahvé para el
futuro, su palabra. El arrobamiento profético se puede comparar con el
m o d o en el que los poetas y los rapsodas de la Antigüedad griega se
sabían poseídos e inspirados p o r las Musas, p e r o la inspiración de los
profetas se diferencia de la del poeta en que conoce a Yahvé como a u t o i
y comisionador de lo que se les comunica en el éxtasis.

Las tradiciones de Israel presentan el grado supremo de esa fami-


liaridad con Dios y con su voluntad en la figura de Moisés: sólo con él
ha hablado Yahvé «cara a cara», en un tú a tú inmediato. Sólo de él se
dice que haya visto la figura de Dios, su rostro (Num 12,8), mientras
q u e a los profetas, Dios se les ha d a d o a conocer en visiones y les ha
hablado en sueños (ibid., 6). Sin embargo, también Moisés tuvo que ser
llamado primero a esa cercanía (Ex 3,4ss). Las narraciones de vocaciones
posteriores de profetas, como la de Jeremías, coinciden en u n a serie
de rasgos estereotípicos con la narración de la vocación de Moisés
(Jer l,4ss; cf. también la vocación de Gedeón en Jue 6,15ss). El Deutcro-
nomio ve en la actuación de los profetas una continuación de la misión 223
profética de Moisés (Dt 18,15). Y las narraciones de los éxtasis frente al
trono de Yahvé dejan traslucir u n a amplia familiaridad de los profetas
con Dios, como les concede Num 12,6ss. De todos modos, a ninguno de
ellos se le ha atribuido una cercanía de Dios tan íntima como a Moisés.
El sentimiento de distancia va creciendo con la historia de la profecía.
Mientras q u e Isafas ve todavía a Yahvé mismo y percibe las palabras
que se pronuncian ante su t r o n o en el consejo, Ezequiel ve ya sólo la
gloria q u e irradia de Dios " y a los videntes apocalípticos sólo les ha*
blará ya el ángel de Dios, no Dios mismo. Sólo J e s ú s se atreverá a reivin-
dicar una cercanía de Dios no sólo semejante, sino incluso superior a la
de Moisés, la cercanía del hijo con cl padre.

No cabe duda de que las experiencias de vocación tenían un signifi-


cado excepcional para quienes las recibían. Pero no son el fundamento
de un conocimiento de Dios totalmente nuevo. No es que el Dios que los
llama no hubiera sido en absoluto conocido para ellos **. Al contrario,

WW, Zmurau, Ezechiel, I, 1969, 35s; cf. 18ss. K, BALTZGR, Die Biographic der
Prophcten, Ncukirchcn 1975, 114s (sobre Jcr 23,21 y 15,19) subraya que también Je-
remías presupone que cl profeta se encuentra ante Yahvé en su consejo y Que es
en esa situación donde recibe su misión.
t* J. BARR, Oíd and New in interpretation, Londres 1966, 82 y 89ss, tiene razón

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220 IV. La revelación de Dios

es el conocimiento de Dios fundado en la tradición el que hace posibles


dichas experiencias * por mus que ellas, a su vez. modifiquen la concep-
ción tradicional de Dios.
Parece que incluso en las apariciones de Dios a los Patriarcas sucede
algo semejante* En la tradición de los padres se presentan todas las
teofanías que les acontecen a Isaac y a Jacob haciendo referencia a
Abraham, pues la divinidad que se aparece en ellas se presenta a sí
misma como «el Dios de tu padre Abraham» (Gn 26,24) o, en su caso,
como «el Dios de tu padre Abraham y Dios de Isaac» (Gn 28,13$$;
cf. 31,13). Y la tradición no nos ofrece base ninguna para suponer q u e
el caso del mismo Abraham fuera diverso, puesto que en Gn 12,1 se
cuenta como algo totalmente natural que Dios le hablara a Abraham.
de modo q u e no podía t r a t a r s e de un Dios desconocido para él.
También ante Moisés se identifica Dios a sí mismo, cuando se le apa-
rece, como «el Dios de tu p a d r e , el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y
224 el Dios de Jacob» (Ex 3,6). O sea, que tampoco la aparición de Dios en la
zarza fue entendida como una experiencia de revelación aislada en si
misma, como u n a evidente manifestación de la esencia de Dios en ese
solo hecho aislado, sino q u e era necesaria u n a identificación por medio
de la referencia a la tradición de los padres. Este es el sentido de la
«autopresentación» de la divinidad en la aparición: no se traía preci-
samente de su automanifestación fundamental, sino de su identificación
por medio del recurso a o t r o acontecimiento conocido ya por tradición
p a r a el interesado 1 1 .
En curioso contraste con lo dicho nos encontramos con el hecho de
q u e la tradición de Moisés al parecer si que quiere mantener q u e Moisés
tenia una familiaridad con Dios mayor que la de los padres. Así aparece
especialmente en el código sacerdotal, según el cual el n o m b r e de Yahvé
se le habría comunicado por primera vez a Moisés (Ex 6.3), mientras
que la forma original do la narración más antigua de la vocación de
Moisés presuponía q u e ya los padres conocían dicho n o m b r e . Ahora bien,
en la forma más tardía de la narración (E). la determinante todavía hoy
del texto de Ex 3. en la pregunta de Moisés p o r el nombre del Dios q u e

al indicarlo asi* Su crítica del concepto de revelación y su preferencia porque se


hable de «comunicación» parece que están condicionadas por una comprensión
de la revelación que excluye el conocimiento previo de la persona que se revela.
Es cieno que este concepto de revelación no concuerda con los testimonios bíbli-
cos. Pero con eslo no se ha demostrado aún que todo concepto de revelación sea
inapropiado o incluso superfluo.
*> Véase, más arriba, p. 68s y. por lo que hace a los datos bíblicos, las p. 93s
de la contribución del Autor citada en la nota 9.
*• Es lo que dice R. REKDTORFF, Las concepciones de la revelación en el antiguo
Israel, en W. PANNENBERG (Ed.)P La revelación como historia, Salamanca 1977. 43ss
|1961. 32&) en controversia con W. ZIMMERLI, Ich bin Yahwe, en V.\ F. ALBKICHT y otros,
Geschickte und Altes Testament, Tubinga 1953. 179*209. Pero también Zimmerli men-
ciona al menos de paso (194) el asunto subrayado por Rcndtorff.

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2. Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre ¡a revelación 22\

se le había presentado como el Dios de los padres (Ex 3.13) se expresa


un deseo de un mayor conocimiento de su esencia. De modo q u e la «apa-
rición» de Yahvé ante los padres no parece que hubiera sido la forma
suprema del conocimiento de Dios. Está claro que la automanifestación
de Dios a través de la comunicación de su nombre va más allá de las
teofanías. Pero esta comunicación del n o m b r e de Dios en Ex 3.14, no se
hace sin u n a notable resistencia frente a la importunidad de preguntar
por el n o m b r e . Es u n a resistencia que puede que esté en conexión con
las ideas del antiguo Medio Oriente sobre q u e las personas y las cosas
resultan manipulables para quien conoce su nombre. En todo caso, la
explicación que se da en Ex 3,14 del n o m b r e de Dios («Yo soy [seré] el
que voy a ser») remite a u n a identidad de Dios consigo mismo q u e se
pondrá de manifiesto en su actuación histórica y q u e se sustrae a toda
influencia humana 2 *. De un m o d o seguramente pretendido se desplaza
asi la pregunta por el nombre de Dios hacia el encargo recibido por
Moisés, con respecto al cual se le habla prometido (3,12) la asistencia
del Dios que habla sido ya el Dios de sus padres (3.15). De este m o d o
el deseo de conocer a Dios es orientado, más allá de la comunicación
de su nombre, hacia la experiencia futura de la actuación divina en la
historia: la comunicación del nombre de Dios no tiene a ú n el sentido 225
de una autorrevelación definitiva e insuperable.

Es posible que la finalidad atribuida al acontecimiento del éxodo de


dar a conocer la divinidad de Yahvé (Dt 4 3 9 ; cf. 7.9) se remonte a «fór-
mulas de manifestación» profóticas más antiguas (como 1 Re 20.13.38$;
cf. 1 Re 18.37.39) que vinculan el conocimiento de la divinidad de Yahvé
con un acontecimiento que ha sido predicho en su nombre. Esa vincu-
lación —que convierte al acontecimiento identificable como actuación
de Dios, gracias a la predicción profética. en el medio de la automos-
tración divina— pudo haber sido una creación nueva de la primera pro-
fecía y haber sido introducida de un modo secundario en la exposición
de la actividad milagrosa de Moisés en Egipto hecha p o r la tradición
del éxodo (Ex 7,17; 8.6.18; 9.14; 10,2). Es posible también que haya sido
al revés. Pero, en t o d o caso, después de los sucesos deuteronomistas, el
código sacerdotal incluía también en su exposición de la tradición del
éxodo una orientación finalística de los acontecimientos hacia la mani-
festación del poder de Yahvé y hacia el consiguiente conocimiento de
Dios (Ex 14.4.18; cf. ya 6.7 y 7,5). Y. por otra parte, la profecía tardía
aplicaba las fórmulas de manifestación a las experiencias actuales y fu-

& Cf. G. v. RAO, Teología del Antiguo Testamento, I. Salamanca 1978. 234-242 [I.
1957, 181-187;. El análisis lingüístico realizado por R. BARTELUUS, HYH. Bedeutung
und Funktion eines hehrdischen *Allerweltswortes+t St. Otiiicn 1982. 232, ha de-
terminado con mayor exactitud aún que se trata de una combinación de una ex-
presión clasificadora con una expresión existencia! que (icnc una referencia tem-
poral de futuro. Bartclmus traduce; *Yo seré el que quiera que sea.» Cf. tam-
bién 234s, así como W H. SoLuiur, Éxodos (BKAT II, 3) Neukirchen 1983, 17?s.
iT

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222 IV, IM rtvetmón <fc Dios

turas del Pueblo. Así, después de que la profecía clásica de perdición


rompiera con la fe en la inalterable permanencia de los antiguos hechos
salvadores de Yahvé, la profecía del tiempo del exilio aplica la fórmula
de manifestación 2 3 a los nuevos sucesos que ella anuncia, a saber: t a n t o
al juicio de Dios sobre su Pueblo, todavía por c o n s u m a r (Ez 5,13; 6,7,10,
etcétera; 12,15s; cf. J e r 16,21) como al nuevo acontecimiento salvador
esperado para después (Is 41,20; 453-6; 49,23; pero también Ez 16,62;
20,42,44; 3430; 37,13).
El conocimiento de Dios q u e se promete p a r a el futuro consistirá, en
primer lugar, en el conocimiento del poder y de la divinidad de Yahvé
en el espejo de los acontecimientos anunciados en su nombre, los cuales
son entendidos como acciones suyas y, por tanto, como expresiones de
su divinidad, p o r h a b e r sido anunciados en su nombre- Al mismo tiempo,
en esos acontecimientos se p o n d r á n también de manifiesto los pensa-
mientos de Yahvé, tanto en su juicio sobre Israel como en su renovada
cercanía a él como su Pueblo elegido. En ambas cosas van a reconocer
a Yahvé como el Dios verdadero no sólo Israel, sino también los pueblos;
en sus juicios, porque en ellos se muestran su poder y su divinidad como
guardianes del derecho y de la justicia, y en su acción salvadora de Is*
i ael, porque gracias a ella se le devuelve su honor al «nombre* de Yahvé
entre los pueblos (Ez 36,22ss; cf* Is 48,9ss).

Si echamos u n a ojeada retrospectiva a la variedad de formas q u e


226 adopta el lenguaje ve tero testamentario sobre la «revelación» 14 , podemos
constatar que presupone siempre un conocimiento de Dios p o r p a r t e
de quien la recibe 2 5 . Pero con la experiencia de la «revelación» ese co-
nocimiento experimenta u n a modificación. Por lo que respecta a los
tipos de experiencias de revelación se pueden distinguir los siguientes:
en primer lugar, vivencias de mántica intuitiva, como sueños y estados
de trance proféticos, cuyo contenido no es u n a visión o una audición de
Dios mismo, pero que se entienden como inspirados por éL En segundo
lugar, vivencias en las que se da u n a visión de Dios, como en los encuen-
tros de los Patriarcas con él o en las experiencias proféticas de vocación.
En tercer lugar, la comunicación del n o m b r e de Dios a Moisés. Estos
t r e s tipos de «revelaciones» tienen un contenido diverso. En cambio, en
c u a n t o a la forma en la q u e se recibe la revelación, parece que perte-
necen a un mismo género de vivencias de mántica intuitiva, igual que

*> Cf.. al respecto, W. ZIIUIERU, Erkenniuis Cotíes nach dem Buche Etechtel,
Zunch 1954.
* Sobre la diversa terminología referente a la revelación como desvelamiento,
aparición y darse a conocer, cf. lo que dice R. RENDTORFF, en La revelación como
historia, 1977, 31ss [1961, 3ss],
5 El todavía no «conocía* a Dios de 1 Sam 37 no quiere decir, naturalmente.
que el joven Samuel no hubiera oído hablar nada en absoluto del Dios de Israel»
sino que todavía no se habla encontrado con él bajo la forma del «desvelamiento*
protético.

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2* Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 223

otras experiencias semejantes en otras religiones. Es posible que tam-


bién sea este el caso, en cuarto lugar, del núcleo de la revelación de la
voluntad de Dios, vinculada por la tradición con la estancia del Pueblo
en el monte Sinaí. En cambio, la situación es distinta en la quinta forma
de * revelación*: la fórmula profética de mostración. También ella
tiene la forma de una inspiración profética, pero, en su caso, la función
revelatoria no va ligada a esa forma de comunicación, sino a los acon-
tecimientos históricos que anuncia- Si buscamos algo análogo a esto v lo
más fácil es que lo encontremos en el mundo de los signos y de su ínter*
prefación. Sería posible distinguir aún entre los «signos y prodigios»,
que Dios realiza por propia iniciativa, y los acontecimientos históricos,
anunciados como actuación suya. Se trata siempre, también en el caso
de los «signos y prodigios», de sucesos históricos que Dios mismo realiza
solo, sin participación ninguna de la mántica artificial o inductiva- Claro
que sólo son identificables como acciones de Dios en el contexto de la
tradición religiosa de Israel *. En algunos casos la base para dicha iden-
tificación viene dada por el anuncio profético de los respectivos sucesos
en el nombre del Dios de Israel. Pero aun cuando no hayan sido prece-
didos de ningún anuncio de ese tipo, son sucesos que, en el contexto de
la tradición de fe de Israel, tienen que ser entendidos como acciones del
Dios que actúa en la historia, el objeto de dicha tradición.
De estas cinco formas de «revelación», la segunda, la tercera y la
quinta tienen a Dios no sólo como autor, sino también como contenido.
En las apariciones de Dios a los Patriarcas el contenido informativo, lo 227
nuevo de cada comunicación, consiste menos en la aparición en cuanto
tal que en las promesas aparejadas con ella: promesas de la tierra, de
bendición, de una descendencia numerosa. Son estas comunicaciones las
que introducen aquí nuevos elementos en la comprensión de Dios- Pero,
según lo ve la tradición misma, hasta la revelación del nombre de Dios a
Moisés nada había dado ocasión a un nuevo estadio en el conocimiento
de Dios. Por otro lado, justamente la revelación del nombre de Dios
aparece caracterizada como una automanifestación de Dios tan sólo pro-
visional, porque el nombre tiene que adquirir todavía un contenido a
través de la futura actuación histórica de Dios. Si se vincula el concepto
de autorrevelación con una apertura definitiva e insuparable del propio
yo-mismo fSelbst), entonces hay que decir que la comunicación del nom-
bre de Dios narrada por Ex 3 no significa una autorrevelación en ese
sentido preciso, aunque no cabe duda de que en las apariciones de Dios
a los Patriarcas, y más aún en la revelación del nombre de Dios, se tra-
taba ya de una automanif estación de Dios en un sentido más general.
Incluso las inspiraciones recibidas en un sueño o en el estado extático

* Esto estaba ya subrayado en La revelación como historia. Salamanca 1977, 128s,


cf- !74s 11961. 100. cf. 137sl.

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224 ¡V\ La rvvckicién d* Pios

de un trance incluyen un elemento de automanifestación de Dios en cuan-


to que, indirectamente, dan a conocer algo de aquel a quien se tiene por
su autor. Pero no son autorrevelación en el sentido de una comunicación
tendente a abrir el propio yo-mismo ni, mucho menos, en el sentido de
que ese yo-mismo se hubiera descubierto definitivamente a sí mismo.
Autorrevelación, en ese sentido, lo seria en todo caso el conocimiento de
Dios definido por los profetas del tiempo del exilio como ct objetivo de
la futura actuación salvífica de Dios.
Las generaciones siguientes vivieron, ciertamente, la vuelta de tos
exilados, pero no aquel tiempo de salvación de un brillo superior a todo
lo anterior que habían anunciado los profetas. La experiencia de distin-
tas formas de dominación de las potencias mundiales dio lugar, en cam-
bio, a que se esperara la definitiva realización —escatológica— del Reino
de Dios para cuando concluyera la serie de los imperios mundiales. Y, en
relación con esto, empezó a esperarse que la justicia de Dios se realizaría
para los individuos más allá de esta vida terrena gracias a la resurrec-
ción de los justos y al juicio al que los malvados se enfrentan después
de la muerte. AI vidente apocalíptico la visión le «desvela» (Hen 1,2;
cf. 80,1; 106,9) lo que se le revelará a todo el mundo sólo al final de este
eón, es decir, «todas esas cosas ocultas del cíelo que entonces han de
acontecer sobre la tierra» (Hen 52,2; cf. 5)*
La visión apocalíptica del futuro último del mundo, oculto en Dios
y presente ya para él, es distinta de la palabra profética, la cual, a la
luz de los designios divinos sobre el Pueblo elegido, se refería a algo
inminente ya en este mundo. Pero formalmente también la apocalíptica
se sirve de una palabra que apunta hacia el acontecer futuro como auto-
228 manifestación del poder y de la divinidad de Yahvc: «Pues asf como
todo lo que ha acontecido en este mundo ha tenido su comienzo en la
palabra y su fin en la manifestación (consummatio in rnanifestatione),
asi son también los tiempos del Altísimo: su comienzo acontece en la
palabra y en los augurios, pero su fin, en hechos y en milagros (in actione
et in miraculo)* (4 Esdras 9,5).
En los textos apocalípticos se habla de «revelación» en un doble sen*
tido- Por un lado, se hace referencia al «desvelamiento» del futuro esca-
tológico (y del camino hacia él) que el vidente experimenta en la visión.
Es el aspecto correspondiente a las experiencias de revelación de la
mántica intuitiva, en particular a la recepción profética de la palabra.
Por otro lado, se llama también «revelación» a la futura realización de
lo visto en la visión, a la manifestación al final de los tiempos de lo que
ahora está todavía oculto en Dios. De modo análogo a lo que se espera
en la fórmula profética de manifestación, también aquí se llegará al final
de los tiempos al conocimiento de Dios: la «revelación» final de lo oculto
ahora en Dios irá acompañada también de la manifestación de la «glo-
ria» misma de Dios (Bar Sir 2U2ss; cf* Is 69,19ss; 4 Es 7,42). En el fondo

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2* Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 22?

nos encontramos de nuevo con la idea de la au torre velación de Dios p o r


medio de lo q u e va acontecer en el futuro* Pero es u n a idea que los textos
apocalípticos no tcmatizan explícitamente- Posiblemente porque, a dife-
rencia de la profecía clásica, que los entendía como actuaciones siempre
nuevas de Dios, la apocalíptica concibe los acontecimientos de la historia,
y también el acontecimiento de su fin. como la realización de un plan
que el Dios eterno tiene ya fijado.
La comprensión apocalíptica de la revelación constituye el marco de
referencia para entender lo q u e se dice en el Nuevo Testamento sobre la
revelación. No importa que las ¡deas apocalípticas aparezcan modifica-
das en él, porque lo específico del lenguaje neotestamentarío sobre la
revelación lo captaremos precisamente en esas modificaciones. No os
u n a concepción global totalmente opuesta a la comprensión apocalíptica
de la revelación la que aparece aquí: lo que el cristianismo primitivo
dice sobre la revelación adquiere su perfil propio en un proceso de mo
dificación de las ideas apocalípticas. Naturalmente, el resultado final
será una nueva comprensión global de la revelación divina. Hay que
constatar, de entrada, que en el Nuevo Testamento, igual que en el An-
tiguo. no hay una terminología de revelación unitaria. La pluralidad ter-
minológica 7 7 responde también aquí a u n a compleja diversidad de ideas
sobre el tema, la mayoría de las cuales está, sin embargo, en relación con
el esquema apocalíptico dual de un desvelamiento actual y un desvela-
miento universal en el futuro. Pero esta regla tiene también sus exeep- 229
ciones. La más importante de ellas es la revelación del poder y de la
divinidad de Dios en las obras de la creación, de la que nos habla Pablo
en Romanos 1.19- Se pueden encontrar sus antecedentes en la literatura
sapiencial judía y en los salmos.

La cercanía con las concepciones apocalípticas es evidente en el


logion de Mt 1026/Lc 12.2: nada hay oculto q u e no se haya de mani-
festar (cf. Enoc 52.5). También Me 4.22 (cf. Le 8.17) se refiere, con otra
terminología Gpavcpoüv)» a la manifestación que acontecerá al final. Son
pasajes q u e aluden a que el juicio de Dios revelará quiénes son los jus-
tos y quiénes los impíos (cf. Rom 2,16; 1 Cor 3,13 y 4,5; 2 Cor 5.10). La
manifestación futura del Señor Jesucristo, cuando vuelva para el juicio
(1 Cor 1.7: &itoxdXum]/tc; también 2 Tes 1,7), tiene también aquí su
lugar. Con otra terminología se habla de la vuelta de Cristo como «epi-
fanía» de su presencia («parusfa») (2 Tes 2,8; cf. 1 Tim 6,14; 2 Tím 4,8).
Su vuelta irá unida a la manifestación de su gloria (1 Pe 4.13; cf. Tit 2,13).
También los creyentes participarán entonces de esa gloria suya (1 Pe 5,1;
cf. Rom 8,18s). La futura manifestación de la salvación de los creyentes

P Junio a AnoxaXúttT£íritai/áTroxáXuTOj/v7 están cpavtpoOv/vavípkxn*; y una serie


de derivados de «patvecrtai* así como im>avvít£iv ' J n i4*2,s) >' STJXÜÜV. Esta variedad
terminológica fue descrita ya por H- SOTOME, Der Begriff der Ofíenbarung ím Neuen
Tcstament, 1949.

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226 lVt La revelación de Píos

(1 Pe 1,5), p o r su participación en Jesucristo, se expresa también con el


concepto de «herencia» (ibid., M ) ( el cual tiene siempre en el Nuevo
Testamento un sentido escatológico,
Si exceptuamos su referencia cristológica, lo q u e se dice sobre la
futura manifestación del juicio final se mantiene casi p o r completo en
el marco de las ideas apocalípticas. En cambio, ese m a r c o sufre una
fuerte modificación c u a n d o se habla de la manifestación actual de lo
que se ha de desvelar en el futuro. Aunque también en este caso nos
encontramos con expresiones en íntima correspondencia con la idea
apocalíptica del desvelamiento anticipado —para el vidente— de lo q u e
está aún oculto en Dios y que sólo se revelará en el acontecer final.
Entre ellas h a y q u e contar la declaración del apóstol Pablo de que Dios
le ha revelado a su Hijo (Gal 1,16) n t pero también la respuesta de Jesús
a Pedro diciéndole, según Mt 16,17, que aquello (es decir, la mesianidad
de Jesús que sólo el futuro habría de poner de manifiesto) se lo había
«desvelado» el Padre del cielo. Sin embargo, lo específico de a m b o s
casos, en comparación con las comunicaciones recibidas por los videntes
apocalípticos sobre los acontecimientos finales, es su concentración crís-
tológica: lo único q u e aquí se desvela es la identidad del futuro Mesías
y Juez de los m u n d o s ••
230 Una corrección m á s a fondo de las ideas apocalípticas referentes al

desvelamiento anticipado de lo que se habría de manifestar para todos


en los acontecimientos finales la encontramos en los textos que llaman
ya «revelación* a la presencia terrena de Jesús- Son sobre lodo textos
de Pablo. Según Rom 3,21, en la m u e r t e redentora de Cristo (Rom 3,24$)
se ha manifestado frtiqxxvéparcat) la justicia de Dios «atestiguada» por
la ley y los profetas, es decir, anunciada p o r ellos para su futura mani-
festación (cf. Rom 1.2). De ahí q u e también pueda Pablo escribir en
Rom 1,17 que la justicia de Dios se ha desvelado (aTtoxaXúrrrccu) por
medio del Evangelio. Esto no significa q u e el Evangelio se le haya mani-
festado al Apóstol gracias a un desvelamiento anticipado de los aconte-
cimientos del fin, sino que, en c u a n t o anuncio de Cristo, el contenido
del Evangelio es el acontecimiento de la «revelación» de la justicia de
Dios atestiguada por la ley y los profetas*. He ahí una peculiar forma

» Entre esos desvelamientos anticipados de los «mlterios» <más abajo habla-


remos de ellos) que han de manifestarse aún, por un lado, y las experiencias de
revelación en el sentido amplio de la palabra, por otro, el lenguaje paulino conoce
unas «revelaciones del Sefior» que ocupan un lugar intermedio: de ellas se habla
en 2 Cor 12.1 y 7. En cambio. Cal 1,12 pertenece claramente al tipo de las expe-
riencias de revelación.
í* La concentración cristológica es también lo típico óc la afirmación con
la que comienza el Apocalipsis de Juan (Ap 1,1) caracterizando todo lo que sigue
como una «revelación» de los acontecimientos finales comunicada por Dios a Jesu*
cristo, el cual se la habría transmitido luego, por medio de un ángel, a su «siervo»
Juan.
v
Sobre Rom 3,21 como «base* de la carta a tos Romanos y como explicación

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2* Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 127

de interpenetración de los d o s aspectos de la comprensión apocalíptica


de la revelación: el «desvelamiento» del final de la historia y el que se le
otorga actualmente al vidente. Pues a lo q u e se dirige el testimonio de
la ley y de los profetas es a la consumación final, p e r o descubrir el sen-
tido de ésta es algo que sobrepasa la capacidad humana. Por eso, igual
que p a r a la interpretación de los sueños es necesario un don divino de
interpretación (Dan 2,28). de manera semejante es también aquí nece-
sario q u e la inspiración de Dios «desvele» el sentido de aquella consu-
mación, como de hecho sucede en el libro de Daniel (Dan 9) con la pro-
fecía de Jeremías sobre los setenta años del dominio de Babilonia
(Jer 25,lis; cf. 29,10). Lo cual significa, dicho a m o d o de principio gene-
ral, q u e las palabras del profeta comunican en clave el plan salvador de
Dios. De ahí que el desvelamiento anticipado de los acontecimientos fi-
nales, a d e m á s de en forma de visión, pueda darse también p o r medio
de una instrucción sobre el sentido escatológico oculto de las palabras
proféticas. Asi, en los textos de Oumran se dice que Dios ha manifestado
a los maestros de la justicia todos los secretos encerrados en las pala-
bras de sus siervos los profetas (1 QHab 7,4-6). Pero según Rom 3,21,
estos secretos no se le h a n comunicado sólo personalmente al Apóstol,
sino que su contenido se ha realizado ya en un hecho histórico, en la
cruz de Jesucristo, y consiste en aquella justicia de Dios, cuya realiza-
ción histórica habían anunciado los profetas como u n a necesidad divina,
Ahora bien, según añade Pablo inmediatamente, esa realización ha
acontecido en Jesucristo sólo para el creyente (Rom 3,22). Pues la cons-
tringencia universal de la «revelación» del acontecimiento escatológico 231
acontecido ya en Jesucristo está reservada para cuando él vuelva como
Juez (1 Cor 1,7), En este sentido, la revelación comunicada por el Evan-
gelio tiene todavía un momento de provisionalidad, del mismo modo que
la revelación de tos acontecimientos finales q u e se le otorga al vicíenle
apocalíptico es una anticipación. Es esta la combinación de definitividad
y provisionaltdad q u e caracterizaba ya el mensaje de Jesús sobre el
Reino de Dios: el Reino despunta con su misma presencia, pero sigue
siendo todavía futuro. La misma combinación de definitivo y provisional
q u e caracteriza al mensaje pascual cristiano: la realidad salvadora de-
finitiva de la vida resucitada, superadora de la muerte, está ya presente
en Jesucristo, p e r o para nosotros está aún por llegar. Es la misma conv
binación que se repite en la tensión paulina e n t r e el «ya» de la presencia
de la salvación y el «todavía no» de su consumación 3 1 . Una tensión que

de Rom 1,17. cf. U. WILCXEKS. IM Carta a tos romanos. Salamanca 1989. 247ss; cf.
130ss [1978, Í99s; cf. lülss],
Ji Sobre esta temática que atraviesa en .su totalidad los testimonios neotcat*-
mentarios vinculándolos con la predicación misma de Jesús, cf, U. WILCXEKS, IM
comprensión de la revelación en la historia det cristianismo primitivo, en W. PANNEJÍ-
BERG (Ed.), La revelación como historia. Salamanca 1977. 55-116 [1961. 42-90]. Aun-
que entonces Wückens todavía no investigaba allí la relación de la terminología neo

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228 IV. La revelación de Dios

es precisamente, según Pablo, la que posibilita el acceso del creyente a


la justicia de Dios manifestada en Jesucristo, pues al pecador se !e abre
todavía una oportunidad de conversión y de participación de la salvación
antes del acontecimiento del juicio f i n a l n .
Los seguidores del Apóstol combinaron más tarde el concepto apo-
calíptico de «misterio» —usado ya por aquél en I Cor 2,7-9 en referencia
al plan de salvación de la sabiduría divina—- con el concepto de reve-
lación, d a n d o asi lugar a una compleja expresión global. La encontramos
del modo m á s desarrollado en la doxología final de la Carta a los Ro-
manos (Rom 16,25*27), considerada p o r la mayoría de los exegetas como
un texto postpaulino. Allí se dice q u e al predicar a Cristo se desvela el
«misterio» del plan salvífico divino, q u e había permanecido oculto desde
la eternidad, pero que ahora —es decir, en Jesucristo— ha sido manifes-
tado 1 4 . Formulaciones semejantes se encuentran también en las c a r t a s
a los Colosenscs (l,26s) y a los Efesios (3,5 y 9s)P en las cartas Pastorales
232 (2 Tim l,9s; Tit l,2s) y en la primera carta de Pedro (1,20). Según todas
ellas, el plan salvffico de Dios q u e se ha manifestado en Jesucristo
(concretamente, según 1 Pe 1,19 y Rom 3,21ss, en su m u e r t e expiatoria)
consiste, igual que para Pablo (Rom 11,25), en q u e todos participen de la
salvación por la fe. La carta a los Efesios lo subraya de u n a manera
especial. En la primera carta de Pedro (l,10ss) se habla, igual q u e en la
fórmula final de la carta a los Romanos, de q u e los profetas veterotes*
l a m é n t a n o s habían predicho ya esta salvación*. Pero en Rom 16,25-27

testamentaria explícitamente referente a la revelación con el concepto apocalíptico


de revelación.
» Asi decía ya u. WJLCKENS, O.C- en Ea nota anterior: «Para Pablo, el mantener
abierta la espera de lo futuro, frente a la tendencia gnóstica a actualizar radical-
mente el futuro cscaiológico, tenía el sentido de mantener como gracia el destino
de Cristo <rxtp fyuav 188 [69]).
¿> Cf. también Rom 11,25. G. BORNLUIU ha demostrado en su artículo sobre
tuxxrVtfysv en el Thtologisches Worterbuch zum Ncuwt Tcstament 4, 820*823, que en
ta terminología apocalíptica ese termino significa el plan salvífico de Dios.
3* Cf., al respecto, U. WILCKEHS, Der Brief an die Romcr 3 (EKK IV/3). Neuklr
chen 1982, 147ss.
35 No me parece convincente lo que sostienen tanto W. Schmithals, D. Lührmann
y Y Kasemann, como también U. Wilckcns (ox., 150): que con «escritos proteicos*
no se hace aquí referencia a los profetas del Antiguo Testamento, sino al «canon
de los escritos sagrados (de! Nuevo Testamento) que se encontraba entonces en
gestación». Puesto que en Rom 3,21 se habla con toda claridad del «testimonio* de
«la ley y los profetas- sobre la revelación de la justicia de Dios en Jesucristo (cf.
también 1, 2 y 15, 4), tendria que haber motivos de mucho peso para suponer que
en Rom 16*25-27 se piensa en otros «escritos profetices». a los que esta expresión
se referirla de un modo singular. No se puede aducir como paralelo el texto de
Ef 3,5, que habla, en el modo habitual del primitivo uso lingüístico crisliano, de
los «santos apóstoles y profetas- a los que se les ha revelado el plan de salvación
de Dios por medio del Espíritu, pero no de escritos proteicos como Rom 16^5-27.
La razón más importante para referir esta expresión a los escritos cristianos pri-
mitivos parece ser entonces que, según Rom 16,26 los escritos proféticos anuncian
«ahora» a todo el mundo la revelación acontecida en Jesucristo. Pero ¿no es que
'os escritos proféticos de) Antiguo Testamento resultan «ahora* recognoscibles en

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2- Multiplicidad de concepciones bíblicas sobre la revelación 229

la revelación acontecida en Jesucristo es puesta de u n a manera muy


especial en relación con los escritos proféticos; se dice que son ellos
los q u e anuncian esa revelación a todos los pueblos (v. 26). Es verdad
que se distingue e n t r e esc anuncio y la revelación acontecida en Jesu-
cristo*- Pero que en Jesucristo haya acontecido la revelación del plan
salvador de Dios es justamente lo q u e no se puede reconocer sin la
p r u e b a de profecía tomada de los escritos de los Profetas. El punto
candente de la revelación es sin duda ninguna Jesucristo, del q u e el
kerygma da testimonio (Rom 16,25), pero su destino no es revelación
del plan salvador de Dios más que en relación con los anuncios profeti-
ces, cuyo misterioso sentido queda ahora «desvelado». El u s o cristiano
primitivo del Antiguo Testamento como prueba escriturística del anun-
cio de Cristo y r al mismo tiempo, como fuente de afirmaciones y de tí-
tulos cristológicos quedaba, pues, reducido de esta manera a una fórmu-
la tan breve como compleja-
En ninguna o t r a p a r t e del Nuevo Testamento se dice con tal explici-
tud que Jesús en persona sea la revelación de Dios como en el m a r c o
de ese «esquema de revelación» **, Hay q u e sumarle también la expre- 233
sión hímnica de 1 Tim 3,16: el plan salvador divino 3 1 se ha manifestado
(«apareció») en la carne. Una expresión que, al parecer, iba a resultar
incomprensible pronto y que la tradición del texto refiere al Cristo
preexistente o a Dios. Pero una formulación expresa de que Dios «se ha
manifestado a sí mismo» en su Hijo Jesucristo no la encontramos hasta
Ignacio de Antioqula (Magn 8,2) y también él tiene todavía como tras-
fondo el «esquema de revelación» de Rom 16,25-27: lo delata el añadido
en el que dice que ese Jesucristo es «la Palabra (de Dios) que surge del
silencio». Ahora bien, en Ignacio no sólo falta la referencia a las predic-
ciones proféticas, sino q u e el lugar del plan salvífico de Dios lo ocupa
ta «Palabra».

su función de profecía sobre Jesucristo, cuando, una vez aparecido este, son ellos
los que posibilitan, a la inversa, el reconocimiento del acontecimiento de Cristo
como 'revelación»? Asi había entendido ya Orígenes este texto (de princ. IV, 1. 6)*
Y esto no tiene nada que ver con la problemática ampliación textual que tí añade.
La intcrrelactón que Orígenes ve en este pasaje entre la revelación en Jesucristo y
la profecía veterotcstamentaria corresponde exactamente a la (unción que la teolo-
gía de la Iglesia primitiva le atribuía a la prueba de profecía.
* Es lo que dice V. WIICTFNS, o.c.f nota 708, de la difícil relación dentro de la
frase de las dos construcciones de participio.
& E! lojtion de Mt 11,27 (Le 1022) según el cual sólo el Hijo conoce al Padre y
aquel a quien et Hijo se lo quisiera revelar le define al Hijo como mediador de la
revelación fcf. también Jn 17*6), pero no le declara a él mismo como la revelación
del Padre. La función del Hijo corresponde aquí más bien a la del ángel cuando el
vidente apocalíptico recibe una revelación. La idea de que Jesucristo trasmite una
«revelación» recibida del Padre se encuentra también en la primera frase del Apo-
calipsis de Juan (Ap 1,1). El paralelismo con la función del ángel como mediador
de la revelación apocalíptica resulta allí especialmente llamativo,
* La cópula relativa 6 parece ser más antigua que ¿£\

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230 IV. La revelación de Dios

Naturalmente que, aunque sin una explícita terminología de reve-


lación, también podemos encontrar en el Nuevo Testamento expresiones
equivalentes en cuanto al contenido- Por ejemplo, cuando en el Prólogo
del Evangelio de Juan se habla de que la Palabra se hizo carne (Jn 1,14)
o la frase inicial de la Carta a los Hebreos que contrapone la forma
escatológica en la que Dios nos habla «a nosotros» ahora por medio
del Hijo a sus otras formas de hablar en otros tiempos por los profetas
(Heb l,ls). Expresiones como éstas son aptas para que se las tome como
sumarios autónomos del mensaje de Cristo. Especialmente la idea joáni-
ca de la encarnación del Logos desempeñó esa función con una influen-
cia histórica arrolladora. Pero también Heb 1,1 y Jn 1,14 tienen que ser
leídos en el contexto del testimonio del Nuevo Testamento y de toda
la Biblia sobre la acción reveladora de Dios. Y entonces, tanto estos
textos como el de Ignacio en Magn S,2 aparecen como fórmulas abre-
viadas del resultado de la evolución de la cristologfa primitiva. De acuer-
do con las declaraciones paulinas sobre la revelación de la justicia de
Dios en la muerte redentora de Cristo (Rom 3,21), con el «esquema de
revelación» (Rom 16r25s) y con las demás expresiones de este tipo, dicha
evolución cristológica se dio a la luz de una lectura de los escritos vete-
rotestamentaríos como promesa y como profecía.
Si echamos una mirada retrospectiva a la historia de las ideas bíbli-
cas sobre la revelación, nos encontramos con un decisivo punto de in-
flexión en la fórmula profética de mostración, en particular en la
aplicación que de ella hace el Deuteroisalas. La inflexión radica en el
desplazamiento de la «revelación» decisiva al futuro (ya es así en Is 40,5).
234 El concepto apocalíptico de revelación fue capaz de asumir el motivo
de la vivencia de revelación, que había predominado en el uso más
antiguo del lenguaje; lo asume, como un momento subordinado, en el
sentido de un desvelamiento proléptico de lo que el futuro habrá de
revelar aún de un modo universal. De este modo la vivencia de revela-
ción se convierte en algo provisional, cuya verdad depende de la auto-
mostración de Dios en el futuro. Lo cual no impide en absoluto que
el vidente apocalíptico, igual que el profeta, se supiera ya bajo la luz
de la verdad que se iba a revelar en el futuro. Vivían con la conciencia
de que la verdad definitiva ya se les había manifestado a ellos entonces.
Con todo, nadie hasta Jesús había reivindicado que en su predicación
y en su actuación irrumpía ya en realidad el mismo Reinado de Dios.
El mensaje pascual cristiano entendió que en lo que anunciaba estaba
la confirmación de la reivindicación que Jesús había hecho. Por eso
podía proclamar que en su destino había acontecido ya la revelación
final de Dios y que en él se encontraba la fuente de la participación
actual en la salvación. Pero al mismo tiempo fue siempre consciente
de que había una revelación de Dios todavía por llegar, para cuando
Jesucristo volviera. El mensaje cristiano comprendía esa tensión pre-

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5. Función de la revelación en la historia de la teología 231

cisamcnte como condición de posibilidad de la participación actual en


la salvación escatológica.
Estos d a t o s son relevantes para la cuestión de la realidad de Dios
planteada en el conflicto entre pretensiones religiosas de verdad diver-
sas o contradictorias entre si. La idea apocalíptica de revelación y su
reformulación y desarrollo cristianos, al tiempo que a s u m e n en el pre-
sente la verdad cscatológica de su divinidad, dan cuenta de la proble-
maticidad tStrittigkeit) de la realidad de Dios, al menos implícitamente.
Contemplándolos desde nuestros días, eso es ni más ni menos que un
indicio de su capacidad de verdad: asumiendo en su propia compren*
sión de la verdad la problematicidad de las pretensiones religiosas de
verdad se acreditan a sí mismos en la realidad del mundo tal y como
tísta se presenta hoy a nuestra experiencia. En el caso del mensaje cris-
tiano e s t o se puede decir no sólo de su forma, sino también de su con-
tenido. Porque lo que llevó a Jesús a la cruz fue justamente la reivindi-
cación de verdad q u e presentaba; y el Evangelio apostólico, en cuanto
mensaje de la revelación de Dios en Jesucristo, es también siempre u n a
palabra de cruz,

3, LA FUNCIÓN DEL CONCEPTO DE REVELACIÓN


EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA

En la teología patrística el concepto de revelación no había asumido


aún la función básica que le iban a atribuir luego el medievo latino y,
sobre todo, la teología moderna en la exposición de la doctrina cristiana.
De todos modos, tanto el por qué de ese fenómeno como el u s o que la
teología patrística hizo de hecho del concepto de revelación * son m u y 235
interesantes j u s t a m e n t e para poder hacerse cargo de la moderna proble-
mática y función del concepto de revelación.
Los Padres apostólicos siguen utilizando todavía en p a r t e el len-
guaje apocalíptico sobre la revelación, sobre todo el Pastor de H e r m a s :
especialmente a la recepción de una visión la llama apokalypsis (vis. 11,2;
11,4; 111,1), también cuando va ligada al desvelamiento de las predic-
ciones proféticas contenidas en la Escritura (11,2). Pero en la mayoría
de los casos nos encontramos más bien con la idea de manifestación o
de que algo es manifestado (<pavEpoüc6at): idea aplicada tanto a la revé*
•ación de lo que se encuentra de m o m e n t o oculto en el juicio futuro (en

^ Véase, al respecto, R. LATÜURELU, L'idée de revelarían chez les peres de le


Véglisc: Sciences ecclésiastiqucs II (1959) 297-344, y también la selección de docu-
mentos del Hlsiorischcs WÜrtcrbuch der Philosophic 6, 1984. 1105-1130. esp. 1106*s.
Desafortunadamente la exposición del Handbuch der Dogmengcschtchte 1/la, 1971.
trata demasiado poco de la terminología de revelación y de las peculiaridades del
uso lingüístico al respecto.

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232 /V, La revelación de Dios

1 Cl 503 en referencia a los justos), como a la manifestación actual o


acontecida en el pasado del orden del cosmos (1 Cl 6 0 . 1 ) c o del Señor
mismo y de su Iglesia en la c a r n e {Bern 5,6 y 6,7; 2 Cl 143)-
La idea de la revelación como epifanía es un desarrollo específica-
mente patrística del tema apocalíptico de la revelación al final de los
tiempos de lo que hasta entonces había permanecido oculto. El desairo*
i lo se produce a partir del u s o q u e el Nuevo Testamento había hecho
de esa idea de la revelación del final de los tiempos para describir el
significado de la persona y del destino de Jesucristo. La peculiar para-
doja que esta revelación proléptica conlleva no le creaba ya ninguna
dificultad a la idea de epifanía. De ahí q u e la fórmula de la autorreve-
lación de Dios por medio de su Hijo (Ign Magn 8,2) pudiera llegar a
convertirse en un medio de interpretación (Interpretament) de la idea
de la encarnación- Ocasión para ello la ofrecía la vinculación del logion
en el que J e s ú s dice que sólo el Hijo conoce al Padre (Mt 1 i ,27) con la
manifestación del Hijo en la carne- Asf, Ireneo dice que el Hijo revela
al Padre manifestándose él mismo a los hombres {adv. haer. IV,63 como
exógesis de Mt 11,27). Poco después escribe que cl Padre ha hecho que
el Hijo se manifestara para q u e todos le conocieran a él mismo (adv.
haer. IV,6,5). Según Justino, ya el Hijo preexistente había revelado al
Padre, porque habría sido él quien se habría aparecido a los Patriarcas
en los encuentros de éstos con Dios de los que habla el Antiguo Testa-
m e n t o . Pues el Padre permanece siempre invisible c indecible, de m o d o
que tiene que ser el Hijo quien, en su lugar, le dé a conocer a los
h o m b r e s . Pero para ello tiene q u e hacérseles visible de alguna manera
(Dial 1273-128,2). Lo cual acontece de un modo definitivo en su aparición
en la carne. También según la segunda carta de Clemente, el Hijo ha
236 aparecido en carne (143) para eso, para salvarnos (14,2)- El Dios único
e invisible «nos ha enviado (en él) al salvador y al autor de la inmorta-
lidad, por medio del cual nos ha revelado la verdad y la vida del cielo»
(203)- Pues al «Padre de la verdad* (ibid.) lo hemos conocido p o r Cris-
to (3,1). Todavía en Atanasio aparece la misma idea fundamental: el
Logos apareció en el cuerpo para que llegáramos a conocer al Dios invi-
sible (c. Gentes 54, MPG 25,192).

Estas expresiones, que hablan de u n a epifanía refiriéndose a la en-


carnación, ¿omiten simplemente el contexto en el que se fundamenta la
función reveladora de la aparición de Jesucristo, presuponiéndolo im-
plícitamente, o estamos ante una idea totalmente distinta, análoga a las
concepciones helenísticas sobre la epifanía de la divinidad en figura
humana? La resonancia de las ideas helenísticas sobre la encarnación

*° Lo que Pablo dice en Rom 1,19$ sobre la revelación de la divinidad y cl podet


de Dios en las obras de la creación, aunque sea una temática muy similar a ésta.
es algo distinto. Sobre la influencia de esta idea en ta Patrística, cf. Handbuch der
Dogmcngcschichte l/laÉ 1971, 32$ y 90ss.

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5. Función de la revelación en la historia de la teología 233

en algunas de las formulaciones citadas es evidente. Además, la frecuen-


cia con la que aparece la idea del logos en el m u n d o helenista cultivado
puede permitirnos comprender que haya pasado a un segundo t é r m i n o
el concepto apocalíptico y paleocrístiano de un plan divino p a r a la histo-
ria que se manifiesta en Jesucristo plenamente realizado 4 1 . En su lugar
nos encontramos con u n a reflexión sobre una función directamente re-
veladora del Logos, el cual, en otros contextos, puede estar, a pesar de
todo» vinculado con el «mysterium» de la divina sabiduría, el plan
históricosalvífíco de Dios- Lo que dice Justino en su Diálogo es particu-
larmente ilustrativo: en c u a n t o se pensó que el Logos era el mediador
del conocimiento del Padre invisible, se planteó también la cuestión de
qué figura habría de t o m a r para poder darse a entender a los hombres.
Asi es como convergen el concepto de revelación y las fórmulas de en-
carnación. Sin embargo, esto no quiere decir q u e resulte ya innecesaria
la prueba escriturística a base de los escritos veterotestamentarios. Su
significado en el conjunto de la o b r a de teólogos como Justino o Irenco
nos prohibe separar de esc contexto las formulaciones referentes a la
encarnación como acontecimiento rcvelatorio. Ahora bien, para Ireneo
la prueba escriturística a base del Antiguo Testamento era necesaria
ante todo para los judíos (adv. haer. IV, 23) y les facilitaba a los mi-
sioneros el trabajo con ellos. Los paganos, en cambio, «recibieron la
Palabra de Dios sin haber sido instruidos por la Escritura* (adv. haer
IV. 243). pero también para ellos es provechoso el Antiguo Testamento,
pues contiene u n a descripción anticipada de lo que se iba a convertir
en realidad en la Iglesia «para q u e esté segura nuestra fe» (adv. haer.
IV. 32,2) ^ En la Apología de Justino se expresaba esta idea con mucha
m á s fuerza todavía: la prueba decisiva de la doctrina cristiana la basa
él en el cumplimiento de las predicciones proféticas (Apol 30-35). La fe
en Jesucristo carecería de fundamento «si no nos hubiéramos encon-
t r a d o con testimonios conocidos ya antes de su llegada en la carne y si
no los hubiéramos visto confirmados por ésta» (53).

La diferencia en la valoración de la prueba escriturística q u e hacen


Justino e Ireneo podría estar en relación con que p a r a este último los
escritos apostólicos ya habían adquirido la figura consolidada de una
autoridad propia. Pero todavía Orígenes, como Justino, concedía un alto

4
* Con todo, la Carta a Díogneto se mantuvo todavía sobre esa base. Allí se pu*
de leer que el Dios Invisible «se ha manifestado a sf mismo* (iavrov fatSci^ev*
8, 5) comunicándole desde el principio a su Hijo su plan de salvación para que el
lo pudiera «desvelar* y manifestar (8f 11). Aquí se conserva todavía la idea apoca-
Hptico-palcocristiana del plan salvador de Dios como objeto de la revelación y el
conocimiento de Dios hecho posible de esa manera es indirecto. Según F. G. Dow-
SINO, Has Christianity a Revelaron?, Londres 1964, 135, la Carta a Diogneto pre-
senta «for the first time, something likc a thcology of rcvclation»*
« Véase también, al respecto, la «prueba de la predicación apostólica» de Ire-
neo (II, 3, 86).

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234 /V, La mutación de Dios

valor al significado de la prueba escriturfslica ve tero testamentaría vincu-


lándola, siguiendo a Rom 16,25-27, con la revelación acontecida en Jesu-
cristo. Sin embargo, hay que observar aquí un desplazamiento de acen-
tos, con respecto a Rom 16, que va a tener consecuencias muy importan*
tes en la historia de la teología cristiana-
Corno muchos otros teólogos de la Iglesia antigua anteriores a él,
Orígenes enseñaba, basándose en Mt 11,27, que el Hijo revela al Padre,
pero añadía que el Espíritu Santo aclúa como mediador de esa revela-
ción 41 . Tal vez está en relación con esto su interpretación de Rom 16,
25-27 remitiendo la revelación del misterio divino a los «escritos profe-
tices» que allí se mencionan: estos escritos inspirados, llenos del Espí-
ritu, son la mediación de la revelación acontecida en el Hijo (De princ.
IV, 1,7). Es verdad que, totalmente de acuerdo con su idea de la unión
del Hijo y del Espíritu en el acontecimiento de la revelación, a la refe-
rencia de Rom 16,26 a los escritos proféticos le añade él otra referencia
a «la aparición de nuestro Señor y Salvador Jesucristo». Pero se vio
obligado a hacerlo solamente por haber referido la palabra qjavepwSevTor
de Rom 16,26 a los escritos proféticos, siendo así que el texto distingue
la «revelación» del misterio divino acontecida «ahora» (es decir, en Je*
sucristo) de su «anuncio* (yvwpioübrTQc) por los escritos proféticos 41 .
La inclusión de los escritos proféticos en el acontecimiento de la re-
velación responde a la idea de que la acción del Espíritu y el testimo-
nio de la Escritura se pertenecen mutuamente; una idea que Orígenes
había expuesto en el amplio tratamiento de la doctrina de la inspiración
de los escritos bíblicos que hace en el primer capítulo del libro cuarto
de su obra. No es casual que al final de esc capítulo aparezca citado
Rom 16,25-27. Orígenes podía leer en 2 Tim 3,16 que los escritos que
predicen la aparición de Jesucristo están inspirados por el Espíritu de
238 Dios. Pero él observaba además que hasta la llegada de Jesucristo la
inspiración divina de dichos escritos no se había demostrado (IV, 1,6).
En esto se expresaba, para Orígenes, cómo el Hijo y el Espíritu van
inseparablemente unidos en el acontecimiento de la revelación. Y por
eso podía también concluir, a la inversa, que «los escritos que anuncian
su venida y su doctrina han sido redactados con pleno poder y con toda
autoridad» (ibid.), es decir, que a los escritos apostólicos hay que con-
siderarlos tan inspirados como a los de la Antigua Alianza. Si el Espí*
ritu es el mediador de la revelación del Hijo y si esa mediación se ha
decantado en los escritos inspirados por el Espíritu de Dios, los escritos
apostólicos del Nuevo Testamento tendrán que ser tenidos al menos
por tan inspirados como los del canon veterotestamentario.

*J ORÍGENES, De princ. I, 3, 4: >Omnis cnim scicntia de paire revelante filio io


spirítu
44
sancto cognoscitur.»
Véase, al respecto, U, WILCIEMS, Der Brief an die Romcr, 3. 1982, 150, nota 708.

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3. Función de la revelación en la historia de la teología 255

De m o d o que con Orígenes se abre ya camino una concepción de la


revelación que entiende por tal la inspiración de los escritos bíblicos.
Pero, p o r o t r o lado. Orígenes estaba lejos de limitar el concepto de re-
velación a la inspiración de la Escritura. Será en la Edad Media y, sobre
todo, en el antiguo protestantismo cuando se desplace hacia la inspira-
ción de la Escritura el punto de gravedad de la concepción de la reve-
lación o, al menos, de su función teológica. Para la patrística la idea de
revelación permaneció siempre referida en primera linea a Cristo, sin
duda ninguna bajo el influjo de Mt 11.27 sobre todo 4 5 . Lo m i s m o se
puede decir de los primeros pasos de la idea de una revelación doctri-
n a l * Mt 11,27 siguió siendo vinculado a la idea de la encarnación.
Siguió manteniendo también su influencia el punto de vista de una
revelación de la divinidad de Dios en tas obras de la creación, proce-
dente de Rom 1,20, Y, por fin, siguió igualmente presente el punto de
vista históríco-salvífico, en o t r o tiempo apocalíptico, según el cual lo
que antes había estado oculto se ha «desvelado» para los tiempos pos-
teriores, en particular con la aparición de Cristo 4 7 .

Los Padres no le atribulan todavía al concepto de revelación una


función fundamental en la presentación sistemática de la doctrina cris-
tiana. Merece la pena meditar el por qué. Para el mundo de la cultura
romano-helenística el cristianismo era también una doctrina nueva que
se presentaba, de hecho, a sf misma como el anuncio de q u e había acon-
tecido una revelación, una epifanía del Hijo de Dios en la carne para
instruirnos sobre el Padre* Pero no era ésta la base de su argumentación.
A la cultura helenística le era ya familiar tanto la idea del Dios único
como la del logos divino q u e gobierna el mundo. La teología cristiana
podía, por eso t a r g u m e n t a r inmediatamente de manera crístológica afir- 239
mando que aquel logos divino había tomado figura humana en Jesús de
Nazaret. Y eso es justamente lo q u e significa la idea de revelación en su
versión central, la crístológica. Pero también j u s t a m e n t e por eso la idea
de revelación no podía proporcionar la fundamentación necesaria en ese
punto. Es verdad q u e Justino intentó fundamentar la aparición del logos
en figura humana partiendo de su esencia como revelador del Padre.
Pero la «prueba» de q u e de hecho había acontecido esa aparición no la
desarrolló más que a base de las predicciones del Antiguo Testamento.
También la Epideixis de Ireneo prueba las afirmaciones centrales de la

** Más referencias documentales en P. STOCKMEIER, OUenbarung in der friUien


Kirche, en Handbuch der Dogmcngeschichtc I/la, 1971. 4&. 62s, 67ss.
** La afirmación de que sólo el Hijo conoce al Padre y que se to revela a quien
él quiere, movió a Tertuliano a concluir que el Hijo les había comunicado esa re*
velación a los apóstoles, concretamente bajo la forma de una doctrina que les ha-
bría confiado (de praesc. haer. 21. 2, 4, CCSL I, 202s).
«r W. WIEIAND, OUenbarung bei Augustmus, Maguncia 1978, csp. 262-311. 320-353,
366-370, estudia y documenta ampliamente el gran significado que tuvo esa ideo pura
Agustín,

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236 IV. La revelación de Dios

historia de la salvación a base de las predicciones proféticas del Antiguo


Testamento, a u n q u e aquí, a causa de la controversia interna entre los
cristianos, se subraya más la autoridad de los escritos apostólicos. La
fuerza argumentativa de la prueba de profecía no se basaba en u n a fe
—presupuesta ya para ello— en la inspiración de la Escritura, sino so-
lamente en la coincidencia de las profecías con su cumplimiento en
Jesucristo- Fue m á s bien al revés: como decía Orígenes, la fe en la inspi-
ración de los escritos proféticos halló su fundamento —al menos para
los no judíos— cuando se cumplieron sus predicciones en Jesús. Por
o t r o lado, el cumplimiento en Jesús de Nazaret de lo anunciado p o r los
Profetas constituyó la base de la fe en su filiación divina y, p o r tanto,
en la revelación de Dios por medio de él, el Hijo encarnado; de donde,
a su vez, se derivó la fe en la inspiración divina de los escritos apostóli-
cos. De modo que la idea de la revelación era menos la base que el obje-
tivo de la argumentación; y la fe en la inspiración de la Escritura fue u n a
consecuencia posterior de ella,

Las cosas cambiaron en la Edad Media europea. Hacía tiempo q u e la


Iglesia se había convertido para los pueblos de Europa en la autoridad
q u e garantizaba, a su vez, la Habilidad de los fundamentos autoritativos
sobre los que se apoyaba, es decir, la Habilidad de la autoridad de las
doctrinas y de los escritos de los Apóstoles. La idea de autoridad que se
impuso en el medievo latino había comenzado a abrirse camino ya con
Agustín 4 *. En la nueva constelación, configurada por la contraposición
e n t r e una autoridad basada en la revelación divina, por u n a parte, y la
razón y la experiencia, p o r o t r a parte, al concepto de revelación le corres-
pondía una función teológica fundamental, en estrecha relación con el
concepto de la autoridad de la Escritura. Así, según Tomás de Aquino,
240 la verdad salvífica divina, puesto que excede a la razón h u m a n a , tiene
q u e ser comunicada por revelación **, una revelación que se les ha hecho
a los Profetas y a los Apóstoles y q u e puede ser encontrada en los es-
critos bíblicos *\

El cambio de función del concepto de revelación acontecido en la

* Sobre la relación entre Iglesia y autoridad de la Escritura en Agustín, cf.


G. Snwvp. Schrifigcbrauch. SchrifiaxutUgung tmd ScHrtttbeweis bei Augustirt, Tu-
binga 1959, 48-53 y 63-68. Sobre las bases de su idea de autoridad y, en particular,
sobre la contraposición de auaoritas y rano, véase la excelente investigación de
K. mH. LCrax, *Auctoritas* bei Augastin. Stuttgart 1968.
STh 1, 1( 1 resp,: «Unde necessarium fuit homint ad salutem quod ei nota
fíerent quaedam per revelationem divinam, quae rationem humanam excédante
» STh I, 1, 8 ad 2: «... argumentan ex auctoritate esl máxime propius huius
doctrinac, co quod principia huiuü docirinae per revelationem habentur; et sic opor-
tet quod credatur auctoritatí corum quibus rcvclatio facta esc... Auctoritatibus
autem canonicac Scripturac utitur propie ct ex necessítate arguendo... Innititur enim
fulos nos Ira revela l ion i Aposiolís et Propbctis factae qui canónicos libros seripserunt.
non autem revelationi, si qua luil aliis doctoribus facta>.

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3. Función de la revelación en la historia de la teología 2J7

Edad Media 51 , siguió marcando también de m o d o decisivo tas ideas de


la Reforma sobre la relación entre la revelación y la autoridad de la
Escritura; aunque también se pueden encontrar e n t r e los reformadores
concepciones más antiguas de la revelación que llegaban hasta ellos p o r
medio del lenguaje bíblico 5 1 . La vinculación e n t r e revelación e inspira*
ción de la Escritura s * que proponían Melanchton y los teólogos dogmá-
ticos de la antigua ortodoxia protestante no era ninguna innovación, e r a
la tradicional, como lo muestra la cita de Tomás aducida m á s arriba
(nota 50), Lo controvertido en la disputa teológica interconfesional era
solamente la competencia para una interpretación vinculante de la Es-
critura y el uso de la Escritura como criterio para la crítica de la tra-
dición de la Iglesia y de la autoridad reivindicada p o r la Jerarquía.
Un nuevo y profundo cambio del concepto de revelación acontece
como consecuencia de la crítica a la que la Ilustración somete a la
autoridad. El desmoronamiento de la doctrina de la inspiración verbal
de los escritos bíblicos, cuyo cometido era asegurar la comprensión de
la Escritura como el lugar de decantación de la revelación hecha p o r el
Espíritu de Dios a los Profetas y a los Apóstoles, se convirtió en el
punto de arranque de las discusiones de la teología moderna tardía so-
bre el concepto de revelación. Desde Christoph Matthaus Pfaff el debate
se aleja de la problemática de la inspiración de la Escritura y, desde
1792, con la obra de Fichte titulada Ensayo de una crítica de toda reve-
lación (Vcrsuch einer Kritik aller Offenbarung), se centra en la distin-
ción entre revelación por la palabra y revelación p o r los hechos* Mien-
tras tanto Scmlcr, Lcssing y Kant seguían dentro del ámbito que consi-
deraba a la revelación como una comunicación inspirada de algo, aun-
que ellos le asignaban un nuevo valor: contribuir a una historia en la
que la humanidad va siendo educada bajo la guía de la providencia de
Dios (es el caso de Lcssing, p e r o también el de Kant).

En el m a r c o del debate suscitado por Fichte fue ante todo Cari


Ludwig Nitzsch quien aportó una nueva definición del concepto de re-
velación que iba a marcar los derroteros del tiempo posterior. En sus

« Más referencias documentales sobre el lema, en U. HORST, Das Ofíenba-


rungsverstandnis der Hochscholastik, en Handbuch der Dogmcngcschichte I/la,
1971, 133ss, 167ss, Pero véase también la observación de Abelardo sobre Rom 1,20
citada por M. SITBÜUJ, lb¡d„ 102, nota 53* Abelardo dice ya que la naturaleza divina,
revelada desde siempre a la razón humana sin necesidad de la Escritura, se le ha-
bría revelado ahora al mundo «por medio de la ley escrita* («revelatam est mundo
per legem scriptam»: PL 178. 802),
& Referencias documentales al respecto, en H. WALMNITLS, Die Offenbarung von
der Reformation bis zur Gegetwvart, en Mandbuch der Dogmengeschichte I/Ib, 1977,
20-52.
** Según Melanchton la revelación, que es la base de la doctrina de la Iglesia.
está constituida por las «sententiae a Deo tradilac* (CR 21. 604> que se encuentran
en los escritos de los Profetas y de los Apóstoles. Cf también la documentación
que aporta el artículo sobre la revelación del Htstorísches Wórterbuch der Phili>
sopMe, ót 1984, 1114s.
ü
238 IV, La revelación de Dios

lecciones de 1805 sobre dicho concepto contraponía a la revelación «ex-


terna y pública» de Dios o t r a revelación «interna y privada», recibida
por los a u t o r e s bíblicos, a la que. según él, habría que llamar, más co-
rrectamente, inspiración**. Aunque no cita a Fichte, lo que Nitzsch dice
coincide casi totalmente con sus tesis sobre la necesidad de una revela*
ción que ponga de manifiesto a Dios en el mundo sensible como legisla-
d o r moral* 5 . Nitzsch. igual que Fichte y que Kant. identificaba el con-
tenido de la revelación con la moralis religio9*. Sin embargo, él distin-
guía de esa materia de la revelación la forma de su proclamación, y
como tal contaban, en su opinión, los «hechos» de la historia del Salva-
dor, incluyendo los milagros que la jalonan y las profecías que la pre-
paran yT. Fichte, en cambio, había excluido del contenido de la revelación
los milagros y las profecías porque no veía cómo se los podía «tener
p o r verdaderos» * Pero también para Nitzsch la función de los milagros
y de las profecías no era otra que a p u n t a r hacia Dios como legislador
moral; esta función práctica le permitía relegar las objeciones teóricas
que habría habido q u e h a c e r l e s " , Con todo, los hechos históricos no
podrían revelar a Dios directamente, sino tan sólo a través de s u s efec-
tos en la conciencia moral *. Nitzsch subrayaba la superioridad de esta
242 nueva formulación suya del concepto de revelación sobre la equipara-
ción de la revelación con la inspiración de los autores bíblicos o de la
Escritura, una equiparación que se viene abajo en c u a n t o se encuentra
un solo lugar en el que los escritos bíblicos digan algo probadamente
equivocado- En cambio, la revelación externa, acontecida p o r medio de

s* C. L. Nrraai, De revelatiane religionis externa eadamque publica prolusiones


ocademicae,
55
Leipzig 1808, 5, cf. 8.
Véase, al respecto. M. Stx&i¿J<, Aufklarutig und Qffcnbarung, en Christlicher
Gtaube in moderner Geseltschaft. 21, 1980, 8-78. csp. 49-59. También, la introduc*
ción de H. J. VERWEYEN a su nueva edición del tratado de Fichte sobre la revela*
ción en la Philosophischc Bibliothek 354. 1983. Además, M. KESSUK, Kritik atler
Offettbarung* Untcrsuchwigcn zu ehiem Forschungsprogramm /. G. Fichtes und
zur Entstehunft und Wirkungen seines *Versuchs* von 1792. Maguncia 1986*
» C L. NITZSCH, or. ( 85. Cf. § 9 del tratado de Fichte sobre la revelación (Philo-
sophische Bibliothek 354, 81): «Pero ¿cuál puede entonces ser su contenido si es
Que no ha de contener nada desconocido para nosotros? No cabe duda de que
aquello a lo que nos dirige a priort la razón práctica: una ley moral y sus postula-
dos»; eso si, de tal modo que sus mandatos son dados a conocer «sin más como
órdenes de Dios, sin ninguna otra deducción desde algún principio» (82),
** Nnzscn, ox., 18 y 93ss, asi como csp. 178ss (lilis sobre los milagros y lUs so-
bre las profecías).
5* FICHTE, ox.. 79. Fichte notaba, con todo, que muchas de esas cosas se las po-
dría tener por «representaciones sensibles dc.„ postulados directos de la razón»
(79s). Puede que esto haya sido un punto de apoyo para la distinción que hace
Nitzsch entre materia y forma de la revelación. Cf., al respecto, M. KESSLJR, O.C.#
263SS.
» NITZKH, o.c, IÍ3s, cf. !80s.
*o O.c., 181: «Intercederé debet effectus eorum intemus ct moralis. qui quidem
apud testes statim ab ipsis lilis factls profiscetur, apud posteros autem ab eorum
fructibus externis.»

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3. Función de la revelación en la historia de la teología 239

los hechos de la historia sagrada, no pierde su validez a causa de las


imperfecciones de los testimonios bíblicos q u e la critica histórica pone
de manifiesto 6 1 . Pero también la inspiración de los Apóstoles adquiere
un fundamento sólido, como revelación interna, gracias a su relación
con la revelación exterior. No hay nada en aquélla que no estuviera ya
en ésta o que no pudiera ser t o m a d o de ella*2*
La distinción y mutua ordenación de revelación externa o pública
manifestación de Dios en algunos acontecimientos de la historia, por
u n a parte, e inspiración, como efecto e interpretación de esos aconte-
cimientos en la subjetividad de los testigos bíblicos, por otra parte, se
convirtió en algo fundamental en la discusión ulterior del concepto de
revelación en el seno de la teología evangélica del siglo xix y de comien-
zos del xx. En 1826 August D. Chr. Twesten fija el término «manifesta-
ción» (*Man¡festation*) para referirse a la revelación externa, dándole
así al tema su propia versión terminológica, q u e iba a convertirse en
clásica 41 - Como ya había acontecido en las contribuciones supranatura*
listas sobre el concepto de revelación 61 , el acento recae aquí más sobre
el concepto de milagro t í - La presencia de acontecimientos que no son
explicables m á s que sobre la base de una unidad originaria de natura-
leza y espíritu, tendría que a p u n t a r hacia la existencia de Dios. La idea
de milagro es destacada ahora porque al concepto de revelación ya no
se le asigna —como habían hecho Fichte y sus seguidores— la función
de anunciar y confirmar externamente, en el m u n d o de los sentidos,
ideas de razón, es decir, u n a religión moral. Siguiendo a Schleiermacher,
de lo que se trataba era de pensar la autonomía del contenido de la 243
revelación t a n t o respecto de la razón práctica como de la teórica* 6 . Y se
hizo refiriendo dicho contenido a la conciencia religiosa sobre un Dios

*• 0.c„ 186s: *...ad removendam illam Naturalistorum dubitationem nihil nobis


reliquum esse videatur quaní ut aliara sequamur notioncm, secundum quam revela-
tionis perfectio non pendeat a tali Scripturac pcrfcctíonc» camque non desideret,
imo ne admittat quidem».
** 0\., 44: «Ñeque existimandum cst, internam alíquid habuisse, quod non iam
fuerit in externa, nce ab ca prolicisci potucriL» Para fundamentarto Nitzsch .se
remite a Jn 14,26, Cf. todo el pasaje 35-70, asi como 106ss.
tt A* D. CHR. TWESTEN, Vortestmgen über die Dogmatik der evangeliscMuteri&chen
Kirchc, I, Hamburgo 1826, 400. Cf. también K. G. BRETSCHKEIDEX, Systtmatische Ent-
wickhmg úller in der Dogmatik vorkommenden Begrif/e, I. Leipzig 1825 (3.B ed.),
166ss (§ 28) y, crítico respecto de la definición terminológica de BretscJineJder,
C. I. NITZSCH, System der christticheti Lehre (1829), Bonn 1837 (3." cd.)P 67s.
** Según Fr. KÜPPEN, Vber Ollenbarung in Beziehung auf Kantische und Fichte-
sche Philosophie, Lübeck y Leipzig 1802, la necesidad subjetiva de suponer !a existen*
cia de Dios (86) no puede llegar a la convicción de que Dios existe realmente (90)
más que por medio de «razones objetivas» (87). La ocasión para estas razones la
dan, además de las -disposiciones generales de la naturaleza», algunos aconteci-
mientos particulares «fuera del curso ordinario de la naturaleza* (89) que se trans-
miten a la posteridad como «hechos históricos» (92, cf. 99s).
*» TWESHEN, o.c„ 363-379*
& Por eso se distanciaba también en este punto de Fichte K. H. Mo,, Christti*
che Apologetik. Versuch cines Handbuches, Hamburgo 1829, 73sf csp. nota 74*

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240 IV. La revelación de Dios

personal c o m o fundamento de la misma 6 7 . De m o d o que la revelación


de Dios tiene que acreditarse tanto en la experiencia que el h o m b r e
tiene de sf m i s m o c o m o en los fenómenos de la naturaleza: en a m b o s
lugares se ha de «mostrar» la divinidad como «personalmente pre-
sente»**,
En este p u n t o el t r a t a m i e n t o de la revelación «externa» en aconteci-
mientos históricos, c o n t r a d i s t i n t a del fenómeno de la inspiración, se da
cita con la idea de que la revelación no sólo tiene a Dios por sujeto,
sino también p o r o b j e t o y contenido exclusivo. El concepto de autorre-
velacíón de Dios, en e s t e sentido estricto del término, posee una larga
prehistoria en la que n o s podemos r e m o n t a r hasta Filón y Plotíno 6 *.
Es un motivo que resuena de diferentes m a n e r a s en textos patrísticos»
escolásticos y reformados, pero sin llegar a t e n e r en ellos el sentido ex*
elusivo de que Dios es el único contenido en absoluto de su acción revé-
244 ladora w . Lo que significa la idea de la autorrevelación está incluido en
la concepción patrística de la epifanía del Logos (y en sus p u n t o s de
apoyo bíblicos en Jn 1 y H e b 1,1) y también, sin duda, en la aplicación

« O*., 77ss.
** 0 . c , 80*). U cita es de la p. 81*
* Según Plotino (Enn. III, 7,5) la eternidad es «el Dios que se manifiesta a sí
mismo como él es» (6 attov 8E6<; í^poívojv nal itp&patvuv íavróv oéóc, ttrxi)* Pero es-
ta manifestación no tiene lugar en el tiempo y en la historia. Por el culinario, la
aparición de la causa divina en sus efectos mundanos es siempre fragmentaría, como
Proclo habría de exponer (Element. iheoi 29, cf. 125. 140), Filón, en cambio, creía
que Dios aparece como él es al menos para las almas sín cuerpo iSomn I. 212). En
la nota siguiente se documenta la presencia de esta misma Idea en Tomás de
Aquino. Sobre Plotino, cf. W. BEIERWATTES, Plotin über Ewigkeit una Zeít (1967),
Frankfurt 1981 ( 2 / ed.X 195s.
70
Una idea asi de revelación aparece en la Patrística además de en Ignacio
(Afufif 8,2) en Orígenes (c. Celso VII, 42), En la Escolástica medieval. Buenaventura,
por ejemplo» dice que Dios hace todo lo que hace para manifestarse a si mismo
(«ad sut manifestationcm»: 2 Sent 16JJ; Obras II, 394b). Lo cual no significa aun,
claro está, que la única forma de revelación sea la autorrevelación. También Tomás
de Aquino habla de autorrevelación de Dios refiriéndose a la finalidad de la bien*
aventuranza eterna; «Dominus cnim di Ice ton suo promittit manifestationcm sui
ipsius, in quo vita eterna consiste!» (De car, 13), Según Tomás la revelación de
la esencia de Dios está reservada a la futura visión de Dios de las almas liberadas
del cuerpo —con excepción de éxtasi» como los acontecidos a Moisés y a Pablo
(De ver, 13*2)* En cambio, la revelación prolétlca (De ver. 12,7$$) no da a conocer nada
de la esencia divina <lbid„ ó; STh ¡MI, 173, 1). La revelación comunicada a los
Apóstoles y Profetas, sobre la que se apoya nuestra fe (STh I, 13*2; cf. I, 1J), hay
que distinguirla también de la autorrevelación prometida a los bienaventurados
(cf. STh II-IÍ. 147, ó y 121, 42: «perfeetto autem divinae rcvelationis erit in patria»).
Aunque llame a la le, siguiendo a Hebreos 11,1, «prima incohatio rerum speran-
darum in nobís» (STh IMI, 4,1). Tomás no habla de una autorrevelación inicial
de Dios en la fe, sin duda porque de esta se dice que es precisamente «argumentum
non apparentium* (tbid.). Más cerca de la idea de que toda revelación es autorre-
velación están el intérprete de Tomás, Cayetano («Deus dicens seipsum*: referen*
cías documentales en el Handbuch der Dogmengeschichte I/la, 28), Melanchton en
sus Loci praecipue theotogici (1559) (CR 21, 608, a diferencia de 601$) y también Cal
vino en su Institutio, I, 5,1 (CR 30,41). Sobre la dimensión cscatotógica de la revé*
1 ación r víase también Lulero WA 3, 262, 5ss.

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5. Función de la revelación en la historia de la t 241

que Jeremías y el Deuteroisaías hacen de la fórmula profética de mos-


tración, pero allí no aparece descrito terminológicamente como autorre-
velación de Dios. Y tampoco sucede así en el llamado esquema de reve-
lación de Rom 16,25-27, pues aquí no se designa a Dios mismo como con-
tenido de la revelación, sino al «misterio» de su designio de salvación.
Es la filosofía del Idealismo alemán la p r i m e r a q u e ha pensado el
concepto de la autorrevelación de Dios en el sentido de una estricta
identidad e n t r e sujeto y objeto de la revelación. Así, Schelling habla ya
en el 1800 de un revelarse a sí mismo de lo Absoluto, «el cual no puede
más que revelarse a sf mismo en t o d a s partes* 7| , En Schelling 72 r y toda-
vía más claramente en Hegel, ese revelarse de Dios a sí mismo es, en
primera línea, un estar patente a sí mismo del espíritu divino pensado
según el modelo de la autoconciencia. A la conciencia humana Dios se
le revela sólo en tanto en c u a n t o se le da parte en aquel estar p a t e n t e
a sí m i s m o de Dios. Esta idea, que según Hegel constituye el concepto
del cristianismo como religión absoluta 7 3 , implica ya la unicidad de la
revelación: Dios o está revelado como él mismo es, tal y como él se
encuentra patente para sí mismo, o no está revelado, al menos en el
sentido preciso de esta palabra. Karl Barth —tal vez a través de Mar-
heineke— asumirá luego esa vinculación de las ideas de autorrevelación
de Dios y de unicidad de la misma y la hará j u g a r contra la suposición
de cualquier otra fuente de conocimiento de Dios 74 .
Ahora bien, ¿dónde acontece la autorrevelación de Dios de tal manera
que sea recibida por el hombre, es decir, que Dios esté patente no sólo
para sí mismo, sino también para aquél? Según Hegel. en el cristianismo,
la religión absoluta. El primer Schelling pensaba más bien en todo el
proceso de la historia 7 5 o también, más globalmente aún, en la creación

7» F. W. J, SOJELUNG, Sistema del idealismo trascendental (1800), cd. de J. Rivera


de Rosales y V. López Domínguez, Barcelona 1988, ¡99 [Hamburgo 1957, 2701- Con
todo. Dios no se revela AQUÍ «a sí mismo» de modo directo, sino a través de la
actuación libre de los individuos rn el proceso de la historio en cuanto «funda-
mento unificado! > de las acciones individuales 0%&* [267]).
D F. W. J. SCHELLING, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad
humana (1809), ed. de H. Cortés y A. Lcytc, Barcelona 1989, lJ7s (WW 7, 1860, 3471.
" G. W. F. HEGEL, Fenomenología del Espíritu, ed. de W. Roces, México/Ma*
drid/Buenos Aires 1966, 439ss [(cd. de J. Hoffmeister). Hamburgo 1952 (6/ edX
5281; cf- Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 564( cd. de E, Ovejero y Maury,
Madrid 1918, 3I4ss, y también, Vortesungen Über dte Pkttosophie der Religión (cd. de
G. Lasson), Hamburgo 1966, Parte III, 3*s, eap. 5 [cu parte, en Lecciones sobre fi-
losofía de la religión, 3> ha religión constunada, ed. de R. Ferrara, Madrid 1987,
16955], a5Í como la RclÍRÍon$philosophÍe. Die Vorlesung van IS21 (cd. de K. H. II-
ting), Ñapóles 1978, 491s, 495.
** K. Rumi, KirchUche Dogmatik I/l, 3llss. Sobre esto y sobre la relación de
Barth con el concepto de revelación de Marhcineke, cf. W. PAKKEMBCRC (Ed.), la re*
velación como historia. Salamanca 1977. IJs [1961, 1982 (5.* ed.). 9s],
w F. W. J. SCHELLING, Sistema del idealismo trascendental (1800), ox.P 401 [Ham*
burgo 1957, 272J.
242 IV* La revelación de Dios

del mundo que culmina en el hombre 7 6 . Es decir, q u e Schelling refería


el concepto de revelación o de autorrevelación a Iodo el proceso del
origen del mundo de lo finito en Dios, y Hegel más bien al resultado
de ese proceso v en el conocimiento de Dios por p a r t e del h o m b r e . Para
la teología del siglo xix las d o s concepciones eran sospechosas. Ambas
parecían expresar una identificación «pantefsta» del proceso del mundo
con Dios, De m o d o que. a u n desarrollando el concepto de u n a autorre-
velación de Dios en la historia, la teología evangélica se orientó siempre
más bien a ciertos d a t o s históricos concretos. Es lo que dio lugar a que
pusiera el acento en el concepto de milagro en lugar de identificar el
conjunto del proceso de la historia con la autorrevelación de Dios.

Hay q u e explicar por qué adquirió un significado central la idea de


la revelación de Dios como autorrevelación» tanto para la teología como
para la filosofía idealista de la religión, j u s t a m e n t e a comienzos del si-
glo xix. Y la explicación tal vez haya que buscarla en un doble desmo-
r o n a m i e n t o : e l d e l a antigua doctrina p r o t e s t a n t e s o b r e l a a u t o r i d a d d e
la Escritura, vinculada a la idea de la revelación como inspiración divi-
na, p o r un lado, y el de la teología natural ilustrada, p o r o t r o . Si la des*
trucción de la doctrina de la inspiración por la crítica histórica le había
sustraído su suelo a la fe en la autoridad de la Escritura como expresión
inmediata de la revelación de Dios, la crítica kantiana de la teología ra-
cional de la Ilustración había hecho tambalearse a la idea de la realidad
misma de Dios. Es verdad que Kant había fundamentado de nuevo la
certeza sobre la existencia de Dios como un postulado de la razón prác-
tica y que el p r i m e r Fichte había definido de nuevo la revelación como
u n a introducción histórica de la religión moral {fundada sobre aquella
idea de Dios) hecha a base de d a t o s del mundo sensible. Pero la solidez
de la fundamentación filosófica moral de la idea de Dios resultó muy
pronto dudosa* Entonces el cercioramiento acerca de la realidad de Dios
podía fundarse sobre u n a reflexión metafísica que, tematizando el con-
j u n t o de la experiencia humana en su proceso histórico, incluyera y supe-
rara. como un momento de ella misma, el alejamiento del hombre de la
certeza sobre Dios; o bien, sobre la autonomía de la experiencia religiosa,
que remite a su propia base, es decir, a Dios; o bien, p o r fin. sobre u n a
combinación de los dos caminos mencionados. Pero de u n a manera o de
otra, la idea de la revelación de Dios, de su autorrevelación, tenía que
convertirse ahora en la base de la afirmación de su realidad.
246 Pues bien, si se quería evitar q u e el recurso a la experiencia religiosa

* M.. Investigaciones filosóficas sobre la estncia de la libertad Humana (1809),


OX, 269s: cf. 199s y 209s (el hombre como *la más alta cumbre de la revelación»)
[WW 7, Stuttgart 1860. 401s; cf. 373 y 377). Sobre la «libertad» de la «autorrevela-
ción. de Dios, también 251s [394J.
™ Pero cf. Encicl § 383s.

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3. Función de la revelación en la historia de la teología 24 s

como medio de la certeza sobre Dios recayera totalmente sobre la subje-


tividad del hombre religioso, lo propio era vincular la idea de la autorre*
velación de Dios con lo que se habla venido discutiendo, bajo la inspi-
ración de Fichte, sobre una revelación de Dios «externa y pública» por
medio de determinados acontecimientos históricos» Ahora bien, si estos
acontecimientos no sirven ya solamente para atraer la atención de la
conciencia humana, orientada por la experiencia sensible, hacia una idea
de Dios fundamentada propiamente ya en la razón práctica, la cual le
concibe como el autor del orden moral del mundo, sino que tienen que
convertirse en el único fundamento de la certeza sobre la realidad de
Dios, el recurso a dichos acontecimientos históricos reveladores de Dios
llevará necesariamente un peso mucho mayor del que había llevado en
Fichte o en Nitzsch el viejo. Puede que aquí se encuentre la explicación
de por qué ganó nueva actualidad en la escuela de Schleiermacher el
concepto de milagro, que Fichte habla rechazado: el milagro, suceso
inexplicable en el estrecho contexto del acontecer natural, remite a un
poder superior actuante en el mundo, al Dios de la religión, el Señor
de la naturaleza-
Richard Rothe es quien ha formulado de modo más llamativo esa
ampliación ulterior de la idea de Cari Ludwig Nitzsch sobre la revela-
ción «exlerna» en contraposición con la idea de la inspiración. Según
Rothe, si nos atenemos a los testimonios de la Escritura misma, no se
puede pensar que la revelación coincida con la inspiración de la Escri-
tura, sino que hay que concebirla como «una serie continua y coherente
en sí misma de hechos y de realizaciones históricas milagrosas»*- Una
serie de «hechos históricos» cuyo fin es la salvación del hombre gracias
a una purificación de su conocimiento de Dios, Rothe se sumaba así a la
tesis que Cari Immanuel Nitzsch había formulado bajo el influjo de
Schleiermacher, según la cual habría que pensar que la acción reveladora
de Dios va ligada a su actividad salvadora 79 . Pero como la salvación «se
inicia» con «la purificación y el fortalecimiento de la conciencia de Dios
en el hombre»* la revelación, precisamente con vistas a su función sal-
vadora, tiene que ser autorrevelación de Dios: «Cuando se revela, Dios
se revela a sí mismo; Dios y sólo Dios es el objeto de la revelación, pues
la revelación divina revela a Dios y nada más» 01 . Esta revelación tiene
que partir «de fuera», del mundo sensible, porque —éste había sido ya
el argumento de Fiehlc— el hombre es un ser con sentidos; y, si quiere
transformar al hombre, tiene que comenzar con hechos «nuevos». Unos

™ R. ROTHE, Offenbarung (Theologischc Studien und Kritiken 31, voL I, I85Í, 3-49).
según recoge en su Dogmatik, Goto 1863, 55*120, 59.
™ Ibid. Cf, C. I. Nmsoe, System der christtichen Uhre (1829), 1837 (3/ ed.) 57s
(§ 23).
*> R. ROTHE, O.C„ 60.
*» 0.a, 61.

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244 /Vt La revelación de Dio*

247 hechos que h a n de estar «constituidos de tal manera» que la conciencia


h u m a n a , «siguiendo puramente las leyes naturales de la psicología, pue-
da generar con evidencia a partir de ellos la idea de Dios, la correcta
idea de Dios... Estos hechos externos tienen q u e ser, por tanto, de tal
tipo que, por u n a parte, sólo sean explicables gracias a la idea de Dios,
por no poder s e r deducidos causalmente del m u n d o (entendido éste en
su más amplio sentido), en u n a palabra, de tal tipo q u e aparezcan como
sobrenaturales,., y que, por otra parte, reflejen la verdadera imagen de
Dios» tt . Esto último sólo sería posible a través de u n a serie de aconte-
cimientos que permita reconocer que la actuación de Dios se propone
determinados objetivos y los lleva a cabo, pues sólo de ahí se podría
deducir cuál sea su «carácter»,

De modo q u e Rothe no basa la idea de la revelación de Dios c o m o


manifestación en acontecimientos milagrosos aislados, sino en una serie
ininterrumpida de ellos, en u n a «historia sobrenatural». Sin e m b a r g o ,
esta historia no abarca todo lo que acontece en absoluto* Por tanto, des-
cansa sobre el concepto de milagro, un acontecimiento que se a p a r t a
del curso del acontecer ordinario. Justamente por eso es necesario, se*
gún Rothe, asociarles una interpretación a los hechos externos, una ex-
plicación inspirada, pues sin ella el acontecimiento excepcional no pasa-
ría de s e r más q u e «un relámpago sin consecuencias» *\ A diferencia de
Cari Ludwig Nitzsch, para quien la inspiración, o revelación interna, no
contendría nada q u e no fuera deductible de la externa (véase m á s arriba
la nota 62), para Rothe la explicación inspirada es algo complementario
q u e hay que añadirle a la manifestación: una consecuencia de la distinta
valoración del milagro. Según Rothe, manifestación e inspiración sólo
coinciden en la persona del Salvador* 4 .

El problema de la concepción desarrollada p o r Twesten, Cari Imma-


nuel Nitzsch y Richard Rothe sobre la revelación de Dios como his-
toria sobrenatural está, efectivamente, en la dependencia de la mani-
festación, concebida como un acontecimiento excepcional, de una ins-
piración complementaria añadida. Fue una concepción m u y discutida
en los años siguientes 1 3 y ha influido también en la teología c a t ó l i c a *
Por lo general se puso, con razón, el acento en q u e manifesción e inspi-

c O c , 66.
« O.C.. 74,
15
Así, por ejemplo, todavía por R. SEEBFHG, Offenbarunz und lnspirationt Berlín
1908, y, sobre todo, por U IHMEIS, Das Wescn der Offenbarung, en fd.. Centralfragen
der Dogmatik, Leipzig 1911, 55-80.
** Ya en J. S. v. DRFY, Dtc ApoloRctik ais wissemchafrliche Sachweisung der
Gótttichkeit des Christentums in stiner Erscheinung, I (1837), Maguncia 1M4 (2/ cd->,
117%. Sobre la prehistoria de la doctrina históricosalvífica de la Constitución Dci
Verbum del Concilio Vaticano II desde Drcy y Mohlcr, cFt cspt H- WALDENFELS, Offcn*
barung. Das Zwcitc Vatikanische Kottzil auf dem Hintergrtmd der tieueren Theoío
gúr, Munich 1969.

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246 IV. La revelación de DW&

249 aspecto de hecho se convirtió en un elemento subordinado en el seno


de una idea de la palabra de Dios concebida desde el punto de vista
personalista del acto del habla.
Pero ante la compleja pluralidad de los testimonios bíblicos sobre
la revelación de Dios, no era justo reducirla sólo al punto de vista de lo
que Dios dice; en particular, porque entre las ideas ve tero testamentarias
de revelación, lo que m á s se le acerca al concepto de u n a au torre velación
definitiva de Dios es la automostración indirecta de su divinidad p o r me-
dio de su actuación histórica, tal y como aparece en la fórmula profética
de mostración; mientras que, por ejemplo, la comunicación verbal del
nombre de Dios en Éxodo 3 tiene sólo un carácter provisional, pues la
explicación del significado de tal nombre remite a la futura actuación
histórica de Dios. También lo que dice el Nuevo Testamento sobre la
revelación de Dios en relación con la persona y con la historia de Jesu-
cristo parece llevar siempre la impronta de la idea fundamental —trans-
mitida por la apocalíptica judia— de que la revelación de la divinidad
de Dios sucede a través de su actuación histórica y de q u e sólo puede
darse definitivamente de m o d o escatológico, al final de la historia. Sólo
sobre este fundamento parecen inteligibles las afirmaciones del Nuevo
Testamento acerca de la revelación, es decir, como una anticipación de
la revelación final en la presencia y en el destino de Jesucristo.

Por eso, en 1961, sobre la doble base de una terminología y teología


bíblica matizadas, p o r un lado, y de un recurso renovado a la discusión
decimonónica del tema de la revelación, p o r otro, se intentó u n a nueva
formulación del concepto de revelación bajo el titulo de La revelación
como historia **. Es verdad que la terminología de revelación del Nuevo
Testamento no fue investigada entonces con t a n t o detalle como se ha
hecho aquí en el epígrafe anterior. Allí, p o r el contrario, se colocaba
en el centro la conexión temática de la presencia de J e s ú s y del mensaje
cristiano primitivo sobre la resurrección del Crucificado con la idea
apocalíptica de revelación, y sus antecedentes en la fórmula profética
de mostración, aunque subrayando también la reestructuración q u e su-
fre dicha idea en el mensaje de J e s ú s y en el kerygma paleocristiano.
Con todo, se puede afirmar sin ninguna duda que hasta entonces la con-
ceptualización teológico-sis tema tica nunca había tenido tan ampliamente
en cuenta la pluralidad de los datos bíblicos referentes a la revelación*
Sin embargo, el libro tuvo el efecto de un desafío en el campo de la

I284M), parágrafo dedicado a -La esencia de la Palabra de Dios», Barth trata de


•La Palabra de Dios como dkho de Dios» yf a continuación, en el tercer apartado,
de -La palabra de Dios como hecho de Dios». En la formulación de la tesis del
5 5 la idea del «hablar de Dios» en cuanto dicho dirigido al hombre eslá claramente
por encima de la idea del hecho (128).
• Ofíenbarung ais Geschichte, editado por W. PWCFKBERG en colaboración con
R. REKDTORFF, U. WILCXEMS y T. RENDTORIT, Gotinga 1961, 1982 *5.' ed.) [Venimos ci-
tando su traducción española: la revelación como historiat Salamanca 1977].

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J. Función de la revelación en la historia de la teología 247

teología dialéctica —es decir, no sólo para los barthianos, sino también
para la escuela de Rudolf Bultmann—, pues parecía que ponía en cues-
tión la función fundamental de la Palabra de Dios para la teología y,
por tanto, la base común de la teología dialéctica en todas sus direccio-
nes. De ahí que las severas críticas que recibió desde muchas partes
giraran en torno a la supuesta alternativa: o palabra de Dios o bis- 250
loria **.
Y, efectivamente, se negaba la posibilidad de identificar sin más el
concepto de revelación, en sus muy diversas acepciones bíblicas, con el
de palabra de Dios. Pero con esto no se había dicho aún la última palabra
sobre cómo se relacionan e n t r e sí a m b o s conceptos. Se puede tener por
insuficiente la enumeración q u e el libro ofrecía de las funciones de la
palabra de Dios documentablcs en los textos bíblicos: predecir, m a n d a r
y n a r r a r (Tesis 7.* de La revelación como historia). Pero no cabe duda de
que. independientemente de las tesis allí mantenidas, es necesario deter-
minar de manera nueva la relación en la que se encuentra el concepto de
«palabra de Dios» con las demás concepciones sobre la revelación q u e
nos encontramos en los textos bíblicos. Esta tarca no se la planteó la crí-
tica dirigida contra la nueva formulación histórico-teológica del concepto
de revelación. Porque los críticos —al menos en el ámbito intraprotcs-
tante de la discusión— seguían con demasiada naturalidad la teoría de
la revelación como palabra de Dios w .

Por o t r o lado, apenas se discutió el proyecto de La revelación como


historia en relación con la problemática histórica m á s reciente del con-
cepto de revelación desde el tratado de Fichtc sobre el tema; al contra-
rio: se le catalogó erróneamente como hegelianismo teológico. Puede ser
que algunas formulaciones de la introducción hubieran dado pie a este
malentendido. Pero de lo que en el fondo se trataba era de resolver las

* Ya en el epílogo a la segunda edición de aquel volumen (1963). en el que res-


pondía a algunas de las lomas de postura que se habían expresado hasta entonces
(169-188 [132-148]), me oponía a que la discusión se fijara en una alternativa como
ésa (174 [136L nota 11: contra G. Klein).
** P. BICHES, Olfenbaruns. Prtnzig neuzeitUcher Theologie, Munich 1977, 436, nota
en su informe crítico sobre la discusión en torno a La revelación como historia
que, incluso en la disputa de W. Zimmcrli con R. Rendtorff —a la que se alababa
en el epilogo a la segunda edición del libro como una de las pocas con voluntad
de objetividad (I34>— -la crítica excgétlca se encuentra dirigida por una preconv
prensión sistemática». Véase también la crítica que Eichcr hace de tas demás
reacciones de parte de ta «teología de la palabra» de las que dice que en el fondo
se caracterizaban «por repetir sus propias posiciones sin replantearse la problemá-
tica en si misma» (435)* La discusión del tema quedó así bloqueada desde el final de
los años sesenta, al menos en la teología evangélica alemana* En cambio» en la
teología católica la doctrina histórico-salvffica del Concilio Vaticano II sobre la
revelación ha dado lugar a una serie de estudios sobre la historia más reciente
del concepto de revelación y sobre su problemática de fondo entre los que hay que
destacar, además de Tos trabajos de Eicher y Waldcnfels, A* DULLES, Revelatum Thco*
lo&y> A History, 1969,

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4. La revelación como historia y como palabra de Dios 24*1

4. LA REVELACIÓN COMO HISTORIA


Y COMO PALABRA DE DIOS

En 1963 J a m e s Barr lanzaba u n a critica feroz contra Gerhard von Rad


y contra Ernst Wright y. además, contra la teología históricosalvífica de
Osear Cullmann, por haber subrayado la teología de la historia en las
tradiciones del Antiguo Testamento y ( en particular, por haberla vincu-
lado con el tema de la revelación 99 . Al principio Barr no negaba q u e la
idea de la revelación de Dios por medio de la historia jugara un cierto
papel en el Antiguo Testamento- Pero insistía en que no era ese el caso
en lodos los ámbitos de los escritos veterotestamentarios y en que habla
o t r a s lineas de tradición («axes») no menos significativas, en particular
«the axis of direct verbal communication bctween God and particular
men on particular occasions* l<0. Algunos años m á s tarde B a r r repetía
su critica de u n a forma m á s radical: no se puede resumir las narraciones
bíblicas bajo el concepto de «historia», porque en el Antiguo Testamento
ni siquiera hay un término q u e corresponda a nuestra palabra «historia»
y porque el concepto actual de historia fia escrita y la acontecida] sólo
es adecuado para algunas de las narraciones veterotestamentarias. De
hecho para el Antiguo Testamento todas esas narraciones se encuentran
en el mismo nivel, un nivel para el que serla más adecuado el concepto
de «story» que el de historia 1 0 1 .

Por lo q u e toca al primero de estos argumentos, es incorrecto afir-


m a r —como hacen también otros— que el antiguo Israel no tenia nin-
gún término para «historia)»- Es cierto que su concepto de historia no
coincide con la comprensión secular de la misma propia de la Edad Mo-
derna europea, u n a comprensión q u e atiende predominantemente a la
acción del hombre- El antiguo Israel no lenfa ningún término para una
historia que no fuera acción de Dios. Se hablaba de los «hechos de Dios»
o también de «todos» los hechos de Dios, Asi, por ejemplo, los ancianos
que, según Jos 24,31, elige Josué son los varones q u e habían conocido
«todo lo que Yahvé había hecho con Israel», es decir, toda la historia
del éxodo, de la alianza y de la toma de la Tierra (cf. también Jue 2,7,10).
El profeta Isaías acusa al Pueblo de no h a b e r prestado atención a la

w
J. BAR*. Rcvelation trough Hisrory in the Oíd Testamettí and in Modem Theo>
togy: I n te rp retal ion 17 (1963) 193-205. Curiosamente Barr. además de a los teólogos
mencionados y de a mí mismo, contaba también a K. Barth ya R. Bultmann entre
los defensores de Ea idea de una * revelat ion through history» (195).
»101 L.c. 201,
J. BARR, The Concepís of History and Rcvclation, en Oíd and New in Inter-
pretatton, Londres 1966, 65-102. csp. 81: «From somc points of view what is reía-
ted is rather a story than a history,* Sobre la ausencia del término «historia»..
cf. ibid., 69* Ambos argumentos se encuentran ya en las páginas l9Ss del artículo
citadu en la nota 99

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250 IV, La revelación de Dios

historia que Dios había hecho (ma'asii) m . En cambio, el Salmo 33 exhor-


ta a alabar a Dios porque en sus hechos permanece fiel a sí mismo: toda
253 su historia acontece en fidelidad {emtináh: Sal 33,4). En estos pasajes
se construye un concepto del conjunto de los hechos de Dios q u e va
más allá de cada uno de ellos aisladamente. Y no se trata simplemente
de una representación abstracta de la acción de Dios en c u a n t o tal, sino
de la serie, de la sucesión, sí, de la «historia» de los hechos de Dios.
Claro que este concepto de historia no se identifica en absoluto con
la concepción moderna de la historia que declara sujeto activo de la
misma al hombre, a instituciones sociales, a naciones enteras o incluso
a la humanidad. Por eso habla Klaus Koch de «metahistoria» cuando se
refiere a la concepción de la historia del antiguo Israel ^ Y, en efecto,
puede que el asunto aparezca así para quien lo contempla desde la pers-
pectiva moderna, guiada por una comprensión secular de la historia.
Sin embargo, la expresión «metahistoria» no nos debe inducir al e r r o r
de pensar q u e para el antiguo Israel se trataba de u n a historia escon-
dida, en un segundo plano, detrás de la «auténtica» historia. Al contra*
rio: para Israel la auténtica historia es la historia de los hechos de Dios,
q u e abarca toda acción humana. Es un concepto de historia que no
excluye la acción del hombre, sino que la incluye plenamente, pero que
no le p e r m i t e ser la instancia constituyente de la unidad y de la cohesión
de lo que acontece w .

Ahora bien, lo q u e resume este concepto de historia del Antiguo


Testamento ¿es idéntico, en sus componentes, con lo que nosotros en-
tendemos hoy p o r «historia* en otra perspectiva profana? He aquí la
segunda cuestión suscitada p o r James Barr, cuestión de un peso consi-
derable. De hecho, la critica histórica considera hoy que muchos com-
ponentes de las narraciones veterotestamentarias no son históricos. En
cambio, las tradiciones del Antiguo Testamento las ponen al mismo nivel
q u e otros hechos que también para nosotros cuentan como históricos y
las incluyen igualmente entre las actuaciones históricas de Dios. ¿No
sería, pues, m á s correcto, dada esta situación, llamar «narración» (siory),
y no historia, al conjunto unitario de los materiales históricos veterotes-
tamentarios? m . Decidirse por la categoría «story», en contraposición a

wa Ya he subrayado en Grtmdtragen systematischer Theotogie, II, 1980. 194. que


aquí tenemos un concepto de «historia*. Algo semejante hace Klaus KOCH, Die Pro*
fetén, 1, 1978, I57ss. y esp. 167s. Koch. además de a Is 5.19. remite a Is 28*21, donde
la expresión ma'asfí es empicada en futuro. Cl. también lo Que dice sobre Amó*
(84ss) y. en cl segundo volumen de su obra (1980), sobre Jeremías (77ss) y el
Deuteroisaías (151ss>.
«Ü K. Kocs, Die Profcten, 1. 1978. 15. 158. etc. En su articulo Geschichtc II de la
Theologische Realencyctopadie 12, 1984, 569-586. Koch habla de *suprahistoria». pero
también puede poner el prefijo entre paréntesis.
H* Cf. en K. KOCM. Die Profeten, 1, 166, lo que dice sobre Isaías.
>tt En algunas publicaciones teológicas de los últimos decenios el concepto de
•story* ha pasado a ocupar, de acuerdo con el consejo de J. Barr. cl lugar del

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4. La revelación como historia y come palabra de Dios 251

historia, significaría que el interés por la realidad de lo narrado pasaría


a convertirse en algo, cuando menos, secundario. Ahora bien, eslo no
está en absoluto de acuerdo con el realismo de las tradiciones velero y,
también, neotest amen t a n a s . La teología sólo puede m a n t e n e r la inten-
ción realista de las narraciones bíblicas tomando en serio su testimonio 254
acerca de la acción de Dios en las cosas reales que les suceden a los
hombres y que ellos mismos contribuyen, en parte, a modelar. La ma-
nera de tomarlo en serio será preguntarse también hoy por la acción
de Dios en la realidad de aquella historia, tal y como ésta se presenta
hoy a nuestro juicio, a u n q u e el juicio tenga que resultar negativo res-
pecto de la historicidad de algunos rasgos concretos de los textos bíbli-
cos e incluso de narraciones enteras* Si la teología busca la acción his-
tórica de Dios en la serie de acontecimientos atestiguados en los textos
bíblicos, tal y como dicha serie aparece ante el criterio histórico actual
y sobre la base de la reconstrucción q u e de ella hacen las investigaciones
históricocríticas, estará mucho m á s cerca del espíritu de las tradiciones
bíblicas que t r a t a n d o a esos textos sólo como u n a literatura para la que
la facticidad de lo n a r r a d o sería algo secundario. De m o d o que la re-
construcción histórica de lo realmente ocurrido t r a s las narraciones bíbli-
cas no está en contradicción con ellas ni aparece en su lugar o junto a
ellas sin conexión ninguna, porque esas narraciones son ellas mismas par-
te inexpurgable de toda exposición de la historia de Israel y del cristia-
nismo primitivo 1 0 6 . Podría resultar tentador eludir los problemas de la
crítica histórica y la cuestión de la facticidad de lo n a r r a d o mediante
el recurso a un tratamiento de las tradiciones bíblicas como «story».
Pero e s l o sólo se podría hacer a costa de la reivindicación de verdad sos-
tenida por la tradición. Si quiere seguir remitiéndose a una acción his-
tórica de Dios en el nivel de la facticidad, la teología no puede prescin-
dir del concepto de historia , I J 7 . De ello depende el contenido de realidad

concepto de historia como categoría teológica central. Cf.. al respecto, D. Ruso» '
H. JONES, *Story* ate Rohmateriat der Theologie, Munich 1976, y también D. RITSCHU
Zur Logik der Theologie, Munich 1984, 14-51, 5640. et passim.
lo» Por eso se ha formulado la tesis de que, frente una mera historia de hechos
políticos y económicos, también el proceso de evolución y transformación de las.
tradiciones de las que viven las culturas de la historia de la humanidad ha de ser
objeto de la exposición histórica, es decir, que la historia, en este sentido amplio
de la palabra, ha de ser tratada como «historia de tradiciones*.
m
Ño cabe duda de que ello exige una intensa confrontación con la compren-
sión profana de la historia de la Modernidad. Se trata, en primer lugar, de que al
hombre se le puede considerar como el sujeto referencial (Referenzsubiektt de la
historia, pero no como su sujeto activo (Handlungssubiekt), constituyente de la
unidad del curso de los acontecimientos. Si se hace asi queda aún un lugar nece*
sanamente abierto a la teología de la historia, como les sucedía a Rankc y a
Droyscn. En estrecha conexión con esto se trata, en segundo lugar, de definir res-
trictivamente el papel del concepto de acción para la comprensión de los procesos
históricos, como ha hecho ejemplamente H. Lübbe. En tercer lugar, hay que clari-
ficar las bases de la estructura de la historia como representación de procesos en
los que está en Juego la constitución de la identidad de los individuos y de las

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252 /V. La revelación de Dios

de lo que se diga sobre una revelación de Dios en Jesucristo y, por tanto»


también la lucidez y la seriedad de la fe en el Dios de la Biblia.
255 Pero en 1966 J a m e s Barr sometía también el concepto de revelación
a una critica más radical q u e en 1963. La presencia de una terminología
de revelación en los textos bíblicos le parecía ahora marginal. Y pensa-
ba, por eso, que no hay apenas base bíblica para hablar de la revelación
como fuente de todo el saber h u m a n o sobre Dios o de todo lo que Dios
le comunica al hombre "*. Un juicio que se basa en la suposición de que
el concepto de revelación designa el punto de partida de todo conoci-
miento de Dios. Respecto de una comprensión como ésta de la revela-
ción, Barr tiene mucha razón cuando dice q u e ése no es el caso en la
Biblia 10 *. La variada terminología bíblica de revelación cuenta, por lo
general, con un conocimiento de Dios previo al acontecimiento de la
revelación. Hay, con todo, u n a excepción a esta regla: cuando Pablo dice
que los hombres conocen la divinidad y el poder e t e r n o de Dios porque
Dios se lo ha hecho conocer (Rom 1,19). No cabe duda de que esto sig-
nifica que no hay ningún conocimiento de Dios q u e no parta de él. Pero
esta afirmación de Pablo no se refiere a la revelación que la terminología
dogmática tradicional ha llamado «especial», sino a la revelación «ge-
neral». A lo que Pablo alude aquí no es lo mismo que lo que llama reve-
lación (en el sentido escatológico de la palabra) en otros lugares, por
ejemplo, en Rom 3,21 o en Rom l,17s. Por regla general, la Biblia habla
de una revelación a la que precede ya un conocimiento de Dios de o t r a
procedencia. De ahí que no sea adecuada la reducción que B a r r hace
del concepto a un acontecimiento que sería la fuente de todo conocí*
miento de Dios. Ahora bien, la única razón objetiva para que prefiera
hablar de «commun¡catión» en lugar de revelación está en esa reduc-

soc i edades; lo cual hay que hacerlo, eii cuanto lugar, en el marco de una deter-
minada definición de la relación entre religión y cultura* Vinculadas con todo ello
están, además, las cuestiones de la unidad de la historia, de la constitución de los
contenidos históricos de sentido y la cuestión de los principios del método histó-
rico (cf. mi contribución al artículo sobre historia de la Thcologische Rcateticyclo*
pddie, 12, I9M, 667ss y todo el artículo, ibid,, 658*74; también el capítulo sobre
«El hombre y la historia» de mi obra Anthropotagic tn theotogíscher Pcrspcktivc,
Gotinga 1983, 472-501).
i°* Oíd and New in hitcrpretaüon, 1966P 88: «In thc Biblc. howcver, thc usage
of thc terms wich roughly correspond lo «rcvclalion» is bolh limited and spccialt-
y.al .. Thus therc is Hule basts in (he Biblc for (he use of «revelation» as a general
term for mon's sourec of kowledge of God, or for all real communication from
God to man»* Barr se remite a F. G. DOWKING, Has Cristianity a Rtvtlatton^, Lon*
dres 1964, 20-125, Pero Downing, como entiende unilateralmente el lenguaje religioso
como «performativo» (179) —por ser una expresión de «commitment» (I79ss, esp.
183)— interpreta de un modo igualmente unilateral como «obediencia» lo que el
Antiguo Testamento dice acerca del conocimiento de Dios, excluyendo el conoci-
miento teórico (37ss, 42s, cf. Ó6ss sobre Pablo y 124ss), siendo así que una descrip-
ción adecuada de la obediencia debería presentaría como una consecuencia y, por
tanto, como una implicación del verdadero conocimiento de Dios.
w» 0.c„ 89s, 87 y 98.

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4. La revelación como historia y como palabra de Dios 253

ción II0. Por tanto, puesto q u e esc a r g u m e n t o no se sostiene. Barr se


queda sin fundamento para su rechazo del concepto de revelación. Su
afirmación de que a las ideas en t o r n o a la revelación no les corres-
ponde en los escritos bíblicos más que un lugar marginal, sólo es com-
prensible sobre la base de sus sumarisimas observaciones sobre el tema,
Un estudio más detallado, como el que se ha hecho aquí en el segundo
epígrafe de este capítulo, pone de manifiesto el significado que tiene
sobre todo el desarrollo de las ideas sobre la revelación en la Biblia.
Por otra parte, el lector del artículo anterior de Barr se da cuenta fácil-
mente de q u e el concepto verbal communication es propiamente para el
mismo Barr u n a expresión de «revelación», propuesta originariamente
como complemento de la revelación de Dios en su acción histórica m .
El rechazo total del concepto de revelación q u e vino después no hace
sino ocultar el hecho de que Barr se ha decidido por u n a sustitución
—en lugar de u n a m e r a complementación— de la concepción de la re-
velación como historia por la antigua idea de la revelación por la palabra,

El rechazo radical del concepto de revelación de Barr no ha tenido


demasiada aceptación. En cambio, su preferencia por la idea de la «co-
municación verbal» de Dios con los hombres ha favorecido, sin duda
ninguna, un tratamiento de la idea de la revelación p o r la palabra q u e
no se imagina que pueda haber otras concepciones de la revelación,
Basil Mitchell, filósofo de la religión en Oxford, es uno de sus defenso-
res m á s decididos, a diferencia de su colega Maurice Wiles l o . Ahora
bien, Mitchell no se ha enfrentado con la compleja variedad de repre-
sentaciones bíblicas sobre la revelación ni con el problema de la ponde-
ración de su respectiva importancia, sino q u e afirma simplemente que
tos testigos bíblicos, «with considerable unanimity», se remiten a la gufa
del Espíritu Santo («the guidance of the Holy Spirit») como fuente de
sus conocimientos y que, al parecer, esta fuente está en la comunicación
verbal de Dios con ellos l u ,

William J. Abraham ha hecho más tarde el intento de relacionar su


idea fundamental de la revelación como palabra —en el sentido de inter-
pelación verbal de Dios— con o t r a s concepciones bíblicas de revelación.
en particular con la de la acción de Dios en los acontecimientos históri-
cos lM- En su opinión. la comunicación verbal de Dios con los hombres
constituye la base imprescindible para poder hablar de una acción de

no o.c.. 87. Barr sólo habla de otra razón de su opción terminológica por «com-
munication*; que se trata de una expresión no gastada por el uso teológico y que
conlleva mis bien asociaciones lingüisticas.
"i Cf. la p. 201 del artículo citado en la ñola 99.
•u B. MITCHELL y M. WILES, Dota Christianity necd a Revelation? A Díseussion,
en Thcotügy 83 (1980) 10M14, esp. 109.
'"* L.c.F 1W fcommtmicattoril y 109.
•w W. J. AJULAIUM. Divine Revelation and the Limits of fíistorical Criticlsm, Lon-
dres (OUP) 1982.
4. La revelación como historia y como palabra de Dios 255

dientes, difícilmente se podrá seguir diciendo que la base p a r a alcanzar


dicha idea es un «direct divine speaking».
La forma que la teología de la palabra adquiere normalmente en la
discusión teológica de Alemania es muy distinta de la que adopta la
teología británica de la palabra —últimamente de moda— porque en-
tiende ya de raíz la «palabra de Dios* con u n a impronta cristológica,
B a r t h presenta sus tres formas de la Palabra de Dios remitiendo la 258
pretensión de que lo comunicado es palabra de Dios de la predicación
cristiana a la Escritura y de la Escritura a Jesucristo, la Palabra reve-
lada de Dios. Sólo él, en cuanto revelación de Dios, es directamente «Pa-
labra de Dios», mientras que la Biblia y la predicación eclesiástica lo
son únicamente de un modo «derivado e indirecto», hasta el punto de
que éstas tienen que ir convirtiéndose «momento a momento» en Palabra
de Dios mientras d a n testimonio de J e s u c r i s t o I V .

La fundamentación que B a r t h ofrece de su tesis de que Jesús es


directamente Palabra de Dios y, por tanto, la revelación de Dios, es sor-
prendentemente pobre 12!, si consideramos la trascendencia q u e tiene en
la fundamentación de su Dogmática. Se podría esperar encontrar aquí
u n a referencia a Jn l,is. Pero su ausencia m no es posiblemente ninguna
casualidad, pues el Prólogo de J u a n distingue j u s t a m e n t e al Logos en
c u a n t o tal de su revelación, que aparece mencionada en o t r o lugar más
abajo ( l . H s s ) . En vez del Prólogo lo que B a r t h cita es Jn 334-36. Pero
aquí se habla del Hijo más bien como mediador de la palabra de Dios
(cf. Mt 11,25-27) que como Palabra de Dios él mismo- Además de éste»
el único pasaje que se aduce como fundamentación bíblica de la tesis
de que Jesucristo es la revelación de Dios en cuanto Dei loquentis per-
sona es el «esquema de revelación» de la manifestación del misterio
divino (Rom 16,25; Col 1.26; Ef 3,9), q u e ya hemos comentado aquí.
Pero, como la exégesis del pasaje muestra, ese misterio es el plan de
Dios para hacer partícipes a los gentiles de la salvación. Barth no dice
ni una palabra de ello. Lo q u e dice en su lugar es q u e dicho misterio
es la «Palabra revelada». Es lo que había dicho Ignacio {Magn 8.2) el
primero; y, como ya hemos analizado más arriba, teniendo probable-
mente en mente, como trasfondo de su afirmación, la idea del plan sal-
vador de Dios manifestado en Jesucristo. ¿ H a b r á que entender a Barth
también en este sentido? I2J. Claro q u e entonces ya no habría que redu-
cir el concepto de revelación al de palabra de Dios, sino que, a la inversa,
la calificación de Jesucristo como Palabra directa de Dios habría que

i» Kirchlíche Do&matik, 1/1, 120.


m O.c . 1215.
IB No aparece hasta 1/1. 144.
i» En favor de ello estaría su interpretación de Ap I9.12s en la Kirchliche
Dogmatik 1/1, 142,

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256 IV, La revelación de Dios

entenderla como u n a expresión de la revelación escatológica del plan


salvador de Dios y habría que interpretarla desde aquí.
Burili, por su parte, se mantuvo fiel en el resto de su Dogmática a la
idea de que el contenido de la «palabra* de Dios es «lo dicho» por Dios:
la palabra de Dios es dicho de Dios (§ 5,2), y en c u a n t o tal también
«hecho de Dios» (§ 5.3); dicho que «hace historia» (KD í / 1 , 148). Barth
destacaba como tercer momento esencial de la palabra de Dios su ca-
rácter de misterio (§ 5,4), Pero no explicaba el concepto de misterio
(KD 1/1, 171) como el plan histórico de Dios manifestado en Jesucristo
para hacer partícipes a todos de la salvación, lo cual hubiera sido lo
correcto exegéticamente y no habría estado en absoluto en contradic-
259 ción con la intención de su teología. Lo que Barth hizo a propósito del
concepto de misterio fue presentar unas ciertas explicaciones sobre la
dialéctica de revelación y acuitamiento del Dios habíanle; dialéctica rao-
tivada por la forma mundanal en la q u e éste habla. Dichas explicaciones
pueden apoyarse asociativamente en la vinculación que se establece en
Rom 16,25, Col 1,26 y Ef 3,9 IW e n t r e «revelación» y «misterio», pero ca-
recen de base exegética»

En su interpretación de Barth, E b e r h a r d Jüngel explica la evolución


del concepto de revelación en el tratado barthiano sobre la Trinidad
recurriendo a la idea de u n a autointerpretación de Dios en su revolu-
ción T; \ pero sin tocar los problemas de fundamentación q u e tiene la
teoría de Barth sobre la palabra de Dios como revelación y sobre la
revelación como palabra Dios, Tal vez no se le pueda exigir que lo hicie-
ra, aunque sin una fundamentación bíblica, es muy fácil que las ideas
de Barth reconstruidas p o r Jüngel aparezcan como u n a fantasía poética
de metáforas (a diferencia de la metafísica, a la q u e se ha calificado
de fantasía poética de conceptos). Lo que resulta ya más extraño es que
tampoco en su obra sobre Dios haya tratado Jüngel con cierta amplitud
los problemas de la fundamentación bíblico-exegética de la concepción
de la revelación como palabra de Dios* Jüngel dice, con razón, «que a
un Dios no se le piensa como Dios más q u e cuando se le piensa como

124
En ta Kirchltche Dogmatik l/l f 171. haciendo referencia a los pasajes citados
en 1/1. 122. Barth se remitía «al sentido que la palabra misterio tiene en el Nuevo
Testamento», pero luego establecía totalmente a su aire la siguiente definición:
«Misterio es el ocultamlento en el que Dios se nos presenta justo cuando se nos
desvela* (ibld.>. Una Idea ciertamente muy profunda a su manera, pero que no re**
ponde al contenido del concepto neotcstamentario de misterio, trabajado por
G. Bornkamm diez anos después (Theotogisches Wórterbuch zurn Neuen Testamcnt
3. 809*334). No se le puede reprochar a Barth no haber visto las conexiones que
Bornkamm iba a descubrir más tarde. Sin embargo, es sorprendente que. remitién-
dose. como lo hace, al sentido del concepto en el Nuevo Testamento, no se haya
tomado el trabajo de justificar su definición de «misterio* con un análisis de los
textos bíblicos.
i:
' E. JÜNGEL. La doctrina de la Trinidad, Miami 1980. 26ss, csp. 42 [Cotíes Seín
hr im Werden. Vcrantwortliche Rede vom Sein Cotíes bei Kart Barth {1966), Go-
tinga 1976 (3/ e<U 12ss. esp. 271.

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4. La revelación como historia y como palabra de Dios 257

un Dios que se revela* I:, \ El conocimiento de Dios sólo es concebible


como un conocimiento que p a r t e de él. Como dice Jüngel, eso es, efec-
tivamente. lo «razonable». Pero afirmarlo asi no es decir a ú n nada sobre
cómo se relaciona esa idea, subyacente en el concepto moderno de reve-
lación como autorrevetación de Dios, con lo que dicen los textos bíblicos
sobre la revelación y sobre la palabra de Dios. Si partimos del dato es-
críturíslico de que, por lo general, la «palabra de Dios» no tiene a Dios
mismo como contenido, sino o t r a s cosas distintas de él. deja de ser
evidente que el concepto de Logos de Jn 1,1 y la idea de q u e Dios ha
hablado p o r los profetas y luego por el Hijo, de Hb l.ls. quieran decir
que Dios «habla para comunicarse a sf mismo» m . Además, aunque el
primer versículo de la carta a los Hebreos se refiera a Dios como a
alguien que habla, no sucede sin más lo mismo respecto del Logos del 260
prólogo de Juan. Aquí la función reveladora no va vinculada aún al
Logos en c u a n t o tal ni a su papel en la creación del mundo. Es una
función que irá unida m á s t a r d e al acontecimiento de la encarnación
(Jn 1.14). Es más, tampoco en este m o m e n t o aparece explícitamente
mencionada, a no ser q u e entendamos el ver la «gloría» del Logos en su
encarnación como una alusión a la terminología de revelación. Incluso
así. de lo que se trata en primer término es de la gloría del Logos, y no
directamente de la del Padre, sino tan sólo indirectamente a través de
la glorificación recíproca de Padre e Hijo (cf. Jn I6,lss). De igual modo.
el hablar de Dios por medio del Hijo, al q u e se refiere el p r i m e r versícu-
lo de Hebreos, no parece que tenga directamente a Dios como contenido*
Según Heb 2 3 s . su contenido consiste más bien, en p r i m e r lugar, en el
mensaje de salvación que trac Jesús y. además, en los hechos poderosos
con los q u e Dios lo confirma (2.4).
Con estas constataciones no queremos decir que no sea conforme con
los d a t o s bíblicos hablar de un Dios que se revela a si mismo en su
palabra. Lo que decimos es que, en cualquier caso, se necesita para ello
u n a fundamentación m á s precisa de la que puede proporcionar una sim-
ple referencia a Jn 1.1 y a Hb l.ls. Puesto que en la tradición bíblica
hay concepciones de la revelación distintas de la de la palabra de Dios.
es imprescindible t r a t a r de ver en q u é relación se encuentran aquéllas
con ésta,
Jüngel subordina la categoría de la revelación a la reflexión teológica
sobre Dios como hablante w . Sin embargo, en o t r o lugar posterior, jus-
tifica la idea del Dios hablante como «una consecuencia del acontecí*
miento en el que Dios se hace accesible como Dios en el lenguaje y al

i* E. JÜNGEL, Dios como misterio del mundo. Salamanca I9S4. 210 [1977. 211]
Cf, tambten 297 [309].
w Ox.t 30 [14].
i» Ibid.

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2?ü IV* La revelación de Dios

que la Biblia llama revelación» 1W. A uno le gustaría saber en cuál de los
pasajes bíblicos sobre la revelación, que tienen ideas tan diversas sobre
ella, está pensando Jüngel aquí. Porque ciertamente eso «que la Biblia
llama revelación» no es algo tan unitario como podría pensar el lector
de la frase jüngeliana. No hay más que recordar la variedad que presen-
tan los dalos expuestos en el segundo epígrafe de este capitulo. Si se nos
permite suponer que Jüngel piensa en los pasajes citados también por
Barth: Rom 16,25-27. Col 1.16 y Ef 3.9. habría q u e pensar que el com-
plejo contenido que ellos resumen es el fundamento de la concepción de
Dios como alguien q u e se comunica a sí mismo p o r medio de su palabra.
Pero esto significaría que la revelación de Dios en la historia, es decir.
la revelación de su plan histórico (mysterium) de salvación de los hom-
bres en la persona y el destino de Jesucristo, constituye la base de la
idea de q u e Dios se revela a sí mismo en lo que «habla» por medio del
Hijo. A esto yo no tendría nada que objetar, con tal de que la idea de
261 la revelación escatológica del plan histórico divino se matice con la con*
cepción profética de q u e la acción histórica de Dios tiene como fin el
conocimiento de su divinidad. Pero ¿es esto lo que piensa Jüngel?

Gerhard Ebeling es uno de los pocos teólogos dogmáticos de hoy que


ha considerado la pluralidad de concepciones bíblicas sobre la revela*
lación y su relación con la idea de la palabra de Dios como un problema
que necesita aclaración. Con todo, la multiplicidad de concepciones bí-
blicas sólo la menciona muy sumariamente en relación con diversos ob-
jetos a los que considera «portadores de revelación» "•. Pero Ebeling
subraya, con razón, q u e el «objeto más cercano» de la revelación es «el
hombre y su mundo» m . Lo cual concuerda con lo dicho en el epígrafe
segundo de este capítulo: se trata, por lo general, de u n a comunicación
reveladora sobre algo oculto en el futuro. Ebeling, por supuesto, no lo
especifica exactamente así. Que el contenido de la revelación tiene ca-
rácter salvífico —como afirma Ebeling— 1 3 3 es sin duda cierto respecto
de la revelación de Cristo, en la que 61 piensa de modo especial aquí,
pero también respecto de una gran parte de las esperanzas veterotesta-
mentarías basadas en experiencias de revelación. Ahora bien, la revela-
ción escatológica de la divinidad de Dios i y q u e el Israel postexflico veía
frente a sí y cuya espera constituyó el punto de partida del mensaje de
Jesús, incluye también el aspecto del juicio 1 * 4 . Ebeling no menciona que

i» Ox., 371 [M31.


u> G. EBFLING. Dogmatik des christUchen Glaubens \, Tubinga 1979, 250.
"31 0.c, 253.
i» O.C., 2Sls.
u* Ebeling la menciona en la o.c. 250s. de un modo un tanto abrupto. No se
tcmatiza d modo en el que surge la «tendencia a una universalidad escatológica»
en el contexto de la historia veterotestamentaria de revelación.
w En correspondencia con esto encontramos en Ebeling la distinción entre Deus
revela tus y Deus absconditus fo.c. 254-257) y también la otra distinción paralela
entre Ley y Evangelio en el concepto de la palabra de Dios (261. cf. vol* III. 249-295).

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4. La revelación como historia y como palabra de Dios 259

esta revelación escatológica no tiene ya sólo p o r objeto al h o m b r e con


su m u n d o , sino también a la divinidad misma de Dios, es decir, su «glo-
ria»; igual que tampoco menciona que los acontecimientos anunciados
por los profetas tienen como finalidad el dar a conocer a Yahvé. Dado
que en muchos casos los contenidos de la revelación son distintos de
Dios, no cabe duda de q u e «sólo es condicionalmente c o r r e c t a . , desig-
nar a Dios como el contenido de la revelación» l *. Pero es que Ebeling
sólo cuenta con u n a autorrevelación de Dios en tanto en cuanto que los
diversos objetos de la revelación son expresión de la voluntad de D i o s , M
y no piensa que el acontecimiento que se anuncia cuando se recibe la
revelación tenga como finalidad dar a conocer la divinidad de Yahvé, es
decir, su esencia. Ni siquiera entra en la cuestión del lugar especial que
ocupa la fórmula profética de mostración entre las demás concepcio-
nes ve tero testamentarias de revelación, que consiste precisamente en
subrayar la función desempeñada p o r el acontecimiento que se anuncia
en dar a conocer la divinidad de Dios, Al no t r a t a r estos temas ni su
influencia en la comprensión neotestamentaría de la revelación, el tra-
tamiento que Ebeling hace de este concepto no alcanza el nivel de dis-
cusión en el que se mueve la argumentación q u e en 1961 ponía los funda-
mentos de la concepción de «la revelación como historia».
En lugar de eso, Ebeling sostiene que es necesario el concepto de pa-
labra de Dios para «precisar» el concepto de r e v e l a c i ó n m . Quien se
acuerde de que Richard Rothe pensaba en sus tiempos lo contrario, es
decir, que, dada su ambigüedad, habría que «sustituir» el concepto bí-
blico de palabra de Dios p o r el de revelación l B , esperará de Ebeling las
razones que le mueven a invertir el juicio de Rothe- Pero será en vano.
Pues lo único que dice es que, «aun cuando no lo hubiera mencionado
expresamente», el concepto de palabra de Dios le ha servido ya para
precisar sus afirmaciones sobre el concepto de revelación, Y a continua-
ción concluye: puesto q u e el concepto de la palabra de Dios «ayuda a
precisar la concepción de revelación, le corresponde a él la prioridad
dogmática» m . La premisa de esta deducción q u e d a sin justificar, a u n
cuando se trata de una de las m á s fundamentales cuestiones q u e discute
la teología. Ebeling pide, con razón, que no se contrapongan u n o a o t r o
los conceptos de revelación y de palabra de Dios. Pero de ahí no se sigue
que la relación adecuada entre ellos sea la propuesta p o r él. De m o d o
que el lector tiene q u e abandonarse a las conjeturas si quiere saber
p o r qué cree Ebeling que el concepto de revelación necesita ser preci-

i» Ox., 253.
i* O*., 250.
157 o.c, 257.
>» R. ROTHE, Zur Dogmatik, Gota 1863, 166; cf. lo que se dice allí <p. 157-161)
sobre las diversas Ideas bíblicas en tomo a la palabra de Dios
i* G. EBELING, OX V I, 257s.

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Ifti IV. La revelación de Dios

sado por medio del de palabra de Dios y en qué consiste la tal precisión,
¿Le debemos ya a esta precisión lo que dice Ebeling sobre el «carácter
sotcriológico* de la revelación? ¿O es q u e como la multiplicidad de ideas
sobre la revelación necesita ser simplificada, se busca y se encuentra la
simplificación en «la palabra clara, inteligible y sencilla en ta que se nos
hace resplandeciente el r o s t r o de Dios*? 110 - Ebeling no alude a que las
ideas del Nuevo Testamento sobre la palabra de Dios no son precisa-
mente sencillas, sino de muy diversos tipos, como Rothe habla subrayado
ya; tal vez, porque él piensa primariamente en la palabra del kerygma Ml.
palabra a la q u e Pablo califica alguna vez de palabra de Dios {I Tes 2,13)
y a la que, en efecto, le atribuye en o t r o lugar (2 Cor 1.19s) una inequivo-
cidad semejante a la q u e dice Ebeling* Pero a falta dc manifestaciones
explícitas de Ebeling al respecto, todo esto tiene q u e quedarse en u n a
conjetura.
Ebeling sólo puede afirmar que el concepto de palabra de Dios sirve
para precisar el de revelación porque se acerca selectivamente a las con-
cepciones bíblicas sobre la palabra de Dios dejándose guiar por la com-
prensión reformada de la palabra del Evangelio como promesa. No ana-
liza si dichas concepciones bíblicas permiten que se las encuadre en esa
comprensión dc la palabra; simplemente las estiliza de acuerdo con ella.
Pero ¿no nos encontramos así —en contra de lo deseado por Ebeling—
con un uso del concepto de la palabra de Dios contrapuesto al de reve-
lación en el sentido de que aquél le desplaza a éste u s u r p a n d o su lugar?
Esta impresión sólo se evitaría si se pudiera mostrar q u e cl concepto
de palabra de Dios integra en sí lo mismo que persigue cl concepto de
revelación o, dicho dc o t r o modo, si se pensara tan difcrcnciadamcntc
cl concepto dc palabra dc Dios que resultara capaz dc desempeñar esta
función integradora. No cabe duda de que ése sería el caso si la función
de precisar q u e Ebeling le atribuye no tuviera q u e ser entendida c o m o
una reducción. Y si, además, se pudiera mostrar que el concepto de pala-
b r a de Dios q u e entonces se estaría utilizando concordara con el uso
bíblico del mismo.

Está m u y extendida la minusvaloración de la importancia de estos


problemas, tal vez porque para la conciencia cristiana, sobre todo en cl

*141 o*., 260.


Es la concepción dc la palabra dc Dios que aparece en primer plano en los
trabajos anteriores dc Ebeling sobre este tema, como en Wort Cotíes und Herme-
neutik (1959), en Wort uttd Glauhe, !, 1960, 319-348, esp. 32óss. 342ss, como también
en Theologie uttd Verküt\digungt Tubinga 1962, 73s Ci. también R. BU.TMANN, El
concepto «Palabra de Dios* en el Suevo Testamento, en Creer y comprender, IÉ
Madrid 1974. 233*254, csp. 242ss [1934. 268-293, csp. 279s], En Theologie und Ver*
kundigung, 74ss, Ebeling precisa que la impronta cristulógtca dc la interpelación
kcrygmática —subrayada también por Bultmann (286)— consíMe en que se basa en
Jesús. A partir de aquí es comprensible que la teoría barthtana de los tres tipos
de palabra de Dios sea asumida en la Dogmática dc Ebeling, o mejor, ampliada a
la teoría dc los cuatro tipos dc palabra dc Dios (I, 25&s).

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4, La revelación como historia y como palabra de Dios 261

ámbito protestante, la idea de la palabra de Dios goza, por diversas ra-


zones, de un alto grado de plausibilidad y de evidencia. Esta plausibili-
dad preteológica puede apoyarse:
1. En el gran significado que, sin duda alguna, tiene el concepto de
palabra de Dios en los escritos bíblicos, aunque, si bien se mira, las con-
cepciones que van unidas a él sean muy diversas unas de otras y aunque
«palabra de Dios» no signifique en ningún lugar de la Biblia una auto-
manifestación o au tur re velación de Dios, tampoco en Hb l,lss.
2. En la concepción reformada de la fe, que depende de la palabra,
es decir, de la palabra del evangelio entendida como palabra-promesa
dada. Es verdad que los Reformadores estaban menos interesados en la
función reveladora del Evangelio que en la palabra que otorga el perdón
de los pecados, pero, al fin y al cabo. Lulero asociaba el Evangelio (o su
contenido: Cristo) con el deus revelalus (WA 18, 685), diferenciándolo 264
del deus absconditus,
3- En la consideración de la Biblia como «palabra de Dios», en cuyo
trasfondo está la antigua doctrina protestante sobre la inspiración, to-
talmente revisada y modificada por la actual teología de la palabra.
4. En lo gráfica que resulta la idea de la comunicación personal,
que el pensamiento personalista moderno vincula con la idea del Dios
hablante que se comunica a sí mismo por medio de su palabra*43.
Y, a la inversa, el argumento más fuerte en favor de la concepción
de la auloi revelación de Dios como palabra de Dios está en lo que
Eberhard JUngel repite una y otra vez con toda razón; que el conoci-
miento de Dios no es posible más que cuando Dios se da a conocer de
por sí. Entonces parece que lo propio es que esto acontezca por medio
del habla y de la palabra: ¿cómo, si no, iba a poder comunicarse con
nosotros el Dios que es espíritu invisible? w . Pero si esta comunicación
no hay que imaginársela antropomorfamente. es decir, con sonidos
lingüísticos, sino al modo de la comunicación telepática, ¿será realmente
adecuado llamarla «palabra»? Si, además, el concepto bíblico de palabra
de Dios no tiene en absoluto la función de una autorrevelación inme-
diata, imaginarse a un Dios que se comunica a sí mismo hablando darla
lugar a una pseudoconcreción que ocultaría más bien la realidad de los
hechos.
Hay una serie de graves dificultades en contra de una concepción sin
matices y como ingenua de la autorrevelación como palabra de Dios.
Entre ellas:
1* El origen mágico-mitológico de la idea de una palabra de Dios
que actúa poderosamente, en particular en el origen del cosmos, del or-

w También lo dice Ebeling su Do&matik I, 260.


•** Es lo que dicen B. MiraffiJ y W. J. ABHUUM (cf.t más arriba, junio a las
notas 1125$).

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4* La revelación como historia y como palabra de Dios 263

mediación ninguna* con la inevitable pretensión que conllevan de que


lo comunicado por ellas posee una autoridad suprema, no puede menos
de resultar una imposición autoritaria fuera del ámbito en el que se
mueven los ya iniciados en la comprensión del lenguaje eclesiástico. El
sujeto de la imposición es, no cabe duda, el hombre que se sirve de ese
lenguaje. Por otro lado, bajo las condiciones de la Modernidad, este tipo
de imposiciones afortunadamente resultan eo ipso carentes de todo
carácter vinculante.
3. El discurso teológico no debe saltarse la pluralidad de concep-
ciones bíblicas sobre la palabra de Dios: como palabra profética que
anuncia una acción divina, como tora que ordena una acción humana,
como palabra por la que Dios crea sin ninguna otra mediación, como
designación del mensaje de la misión cristiana y, finalmente, como el
Logos que ha aparecido en la persona de Jesús.
4, Cualquier renovación de la teología de la palabra tiene que ver- 266
sclas también con el hecho de que ninguna de las concepciones bíblicas
sobre la palabra tiene a Dios como contenido directo. En esto coinciden
con las demás concepciones de la revelación que encontramos en la Es-
critura: la palabra de Dios tiene a Dios por autor, pero su contenido
no es directamente idéntico con él, excepto en Jn 1,1; y aquí el Logos
no tiene ya de entrada una función reveladora, sino sólo más tarde en
la encarnación. Hay que tenerlo en cuenta cuando se usan las concep-
ciones bíblicas de palabra de Dios al servicio de la idea de autoi revela-
ción: en la Escritura el contenido de la palabra de Dios no es por lo
general Dios mismo. Y entonces habrá que pensar que la autorrevela-
ción de Dios viene mediada por su acción, porque esa es la idea de la
Biblia sobre la palabra de Dios: mediada siempre o bien por la acción
de crear, o bien por la acción histórica de Yahvé anunciada por la pala-
bra profética, o bien por la acción de Dios en Jesús de Nazaret, a la cual
se remite el kerygma cristiano primitivo. La única excepción es la pa-
labra de la ley, que tiene como finalidad la acción del hombre; pero
también ésta se encuentra siempre inmersa en el contexto más amplio
de la acción de Dios, sobre todo porque resulta inadecuada para pro-
mover la ley,

Pues bien, el hecho de que no sea Dios el contenido directo de las


diversas experiencias de revelación que nos transmiten los escritos bí-
blicos —incluida la recepción de la palabra profética y también la reve-
lación de la ley en el Sinaí, un hecho a primera vista tan obstaculizante
para poder comprender la revelación como autorrevelación de Dios—
nos posibilita una comprensión unitaria del acontecimiento de la reve-
lación que le deja, al mismo tiempo, el espacio que le corresponde a
la pluralidad bíblica de concepciones sobre la revelación: todas ellas
contribuyen a que Dios dé a conocer su divinidad como factores de la
historia de la acción divina, la cual —de acuerdo con la fórmula pro-

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4* La revelación como historia y contó palabra de Dios 265

propio del ser de Dios? Las narraciones sobre las apariciones de Dios a
los Padres no pretenden que se hubiera manifestado en ellas la esencia
de Dios. En cambio, la comunicación del n o m b r e de Yahvé a Moisés sí
que se acerca mucho a ello. Pero justo la narración de Ex 3 responde
a la impertinencia de la pregunta por el nombre, en el que se ve la quin-
taesencia del ser de Dios, remitiendo p o r adelantado a las experiencias
futuras de la presencia activa de Dios w . En Ex 33,20 a Moisés se le
modera su deseo de contemplar la gloria de Dios diciéndole que la podrá
ver por detrás u n a vez q u e haya pasado delante de él. El sublime mis- 26S
terio de Dios sólo puede permanecer intacto —cuando se revela su divi-
nidad— gracias a que la revelación tiene un carácter indirecto.
Muy en relación con el carácter indirecto de la revelación está el que
el conocimiento de Dios no sea posible más que a posteriori, en u n a
mirada retrospectiva hacia su actuación en la historia: igual que Moisés
no ve la gloria de Dios m á s que cuando ya ha pasado p o r delante de él.
Puesto que el conocimiento fundamental de Dios no depende de u n a ac-
tuación aislada de Dios, sino de una serie de manifestaciones divinas
que van desde las promesas hechas a los Padres, pasando por el Éxodo,
hasta la toma de posesión de la Tierra prometida, dicho conocimiento
no se dará más que al final de esa serie de acontecimientos a través de
los cuales se revela la divinidad de Dios w * Esto no impide que ya en las
fases tempranas de dicha serie pueda darse un conocimiento anticipado
de ese futuro último al m o d o de experiencias mánticas de revelación,
como de hecho acontece con las promesas hechas a los Padres. Pero la
divinidad del Dios q u e hace las promesas no se mostrará más que cuan-
do se cumpla lo p r o m e t i d o gracias a su poder, aunque las promesas sean,
a la inversa, condición necesaria para que en su cumplimiento pueda ser
reconocida la acción del Dios de la promesa ,so.

El paradigma veterotestamentario de ese tipo de acontecer revelato-


rio es el Éxodo, o m á s exactamente, toda la sucesión de acontecimientos
que va desde la historia de los Padres hasta la toma de posesión de

futura (cf. La revelación como Historia, 18 [13J) c incluso se podría hallar implícita
una referencia semejante en Ex 3.14s.
*** Véase lo dicho más arriba junto a las notas 21ss.
•*» IJI revelación como historia, 123 195) (Tesis 2/).
i» J, MOLTVANN, Teología de la esperanza. Salamanca 1968, I09ss, etc. [1964, 74ss,
etcétera) ha subrayado con razón el significado fundamental que tienen las prome-
sas bíblicas para el acontecer revelatorio testimoniado por los escritos bíblicas.
Pero por más relevantes que sean las promesas, su cumplimiento histórico es el
que muestra su Habilidad v la divinidad del Dios que las había hecho, teniendo
también en cuenta la modificación que To prometido experimenta con la experien-
cia de la historia. La fe que precede a las promesas presupone, por una parte, una
cierta experiencia del Dios que las hace, pero descansa, por otra parte, sobre la an-
ticipación —que dicha experiencia fundamenta— de que las promesas serán (porque
son) cumplidas. Las promesas en cuanto tales sólo puede ser llamadas «rcvclacio*
nes» a lo sumo en el sentido de experiencias mánticas de revelación cuya verdad
está todavía por ver

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*. La revelación como historia y como palabra de Dios 267

la manera de concebir a Dios, el paso definitivo hacia el monoteísmo. 270


El giro dado p o r los profetas hacia la escatologla y, en concreto, hacia
el futuro escatológico de la historia del mundo, es la condición de po-
sibilidad del monoteísmo judío, diferente de la mera monolatrfa. Y es
también aún el presupuesto del monoteísmo cristiano y, por tanto, de
la predicación misionera cristiana y del nacimiento de una Iglesia de toda
la humanidad, compuesta de judíos y gentiles.
La futura consumación de la historia del mundo con la venida del
Reino de Dios, que pondrá fin a todas las organizaciones h u m a n a s de
poder y que traerá consigo el juicio sobre las injusticias de los h o m b r e s ,
al tiempo que la transformación de la creación actual y la resurrección
de los muertos, revelará también definitivamente la divinidad de Dios,
su gloria divina, a n t e «toda carne» 1 5 5 . Pero también hay «revelaciones»
provisionales de lo q u e acontecerá al final, de lo oculto a ú n en el futuro.
Su forma es la de la mántica intuitiva, en especial en la recepción de la
palabra profética y en las visiones del vidente apocalíptico: igual q u e
todo en el mundo comienza con la palabra y termina con su aparición
manifiesta (initium in verbo et consummaíio in manifestatione), lo mis-
mo sucede con el mundo futuro de Dios (4 Esd 9,5s). La predicación de
Jesús sobre el cercano futuro del Reino de Dios coincide con dichos
desvelamientos provisionales de lo q u e acontecerá al final en q u e tiene
también la forma de u n a anticipación. Pero la presencia y la actuación
de Jesús no significan solamente un desvelamiento provisional del fu*
turo. En ellas el núcleo de lo que los judíos esperaban del futuro, es
decir, la venida del Reino de Dios, se convierte ya en el poder determi-
nante del presente* El tratamiento preciso de este asunto será tarea de
la cristología. Pero aquí podemos decir ya lo siguiente: con la presencia
de Jesús el futuro de Dios no sólo se desvela de antemano, sino que

en J. PETUCMOWSII y W. SIROU (Eds.), OUenbarunz tm jüdísehen und christlichen


Gtaubcnsvcrstandms, Friburgo 1981. 37-49. dice que la automanifestación fundamen-
tal de Dios ha acontecido al comienzo de la historia de Israel, es decir, en el
Éxodo y en la toma de la Tierra (47); Rcndtorff se remite a Os 13.4. Dt 4,34-39
(p. 43) y (amblen a los salmos 76. 2 y 77, I5ss (p. 41). A su anterior opinión la ca-
racteriza diciendo «que entonces habíamos interpretado cscatológicamcntc todo el
Antiguo Testamento» (44), Pero esto no es cierto, pues La revelación como historia
tenia claramente en cuenta la función normativa que la historia fundacional de Is-
rael había tenido en un principio (117s. 123s [9Is, 96], aunque, al mismo tiempo, tam-
bién prestaba atención al giro dado por la profecía hacia la escatologla. un giro
que la apocalíptica había continuado. Hoy Rcndtorff no le da ninguna importancia
a dicho giro. Es verdad que el Dculeroisatas subraya que Dios se va a manifestar
por medio de su acción futura como el mismo, «como el único, que ya se ha ma-
nifestado» (46), Pero también dice: «no penséis ya más en las cosas pasadas, no
le prestéis atención a lo pasado* Mirad, yo hago algo nuevo...» (Is 43,18), En
Jer I6.14s encontramos incluso la predicción de que en el futuro tiempo de salva*
ción ya no se dirá más: «vive el Señor que sacó a Israel de la tierra de Egipto»,
sino que el nombre del Seftor irá unido a sus nuevas acciones salvffícas.
3
" Is 40,50; cf. Sal 9&,2s. Véase al respecto R. REHDTORFF, en La revelación como
historia, 39ss y también 51s y 123ss [29ss y también 39 y 98ss] (tesis 2M

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26S IV. LÍA revelación de üu>s

acontece ya sin dejar de ser por ello futuro. Con Jesús despunta ya el
futuro de Dios. El mensaje pascual cristiano concuerda con esa estruc-
tura de la predicación de Jesús cuando proclama que la futura resurrec-
ción de salvación ya ha acontecido en Jesús y se ha iniciado así también
para nosotros en él.
En este sentido se puede decir que en la persona y en la historia de
Jesucristo se anticipa la revelación de la divinidad de Dios q u e se pondrá
de manifiesto ante los ojos de todos en el futuro Reino de Dios l % . Esta
afirmación va más allá del «esquema de revelación» y-' neo testamentario
en cuanto que dicho esquema habla «sólo» de la revelación del plan de
271 salvación de Dios en Jesucristo, Pero lo q u e en realidad está en juego
en este «sólo» es todo el plan de la actuación histórica de Dios que
tiende a la salvación de la humanidad y que se pondrá un día de mani-
fiesto en su realización escatológica. Esta consumación escatológica ha-
cia la que tiende el plan histórico de Dios, ya ha despuntado en Jesucris*
to, pues también con él se ha hecho presente la revelación de la divina
dad de Dios, de la gloria de Dios, cuya aparición definitiva ponia la
esperanza judia en relación con los acontecimientos del fin. Ignacio de
Antioquia desarrollaba, pues, con razón en Ktagn 8,2 el esquema de
revelación neotcstamentario haciendo referencia expresa a la autorreve-
lación escatológica de Dios en Jesucristo, igual que sucedía también, en
el fondo, t a n t o en lo que J u a n dice respecto de la encarnación como, de
m o d o más desarrollado, en las tesis patrísticas sobre la epifanía del
Logos.

El realismo con el que se esperaba el futuro escatológico era la base


de la comprensión cristiana primitiva de la revelación 1M, igual que había
sido ya el presupuesto de la predicación de J e s ú s sobre la llegada del
Reino de Dios y el m a r c o de referencia del anuncio apostólico de Cristo.
En el contexto de la comprensión moderna del mundo se nos plantea la

"*• IA revelación como historia, I32ss (tesis 4.*) (I03ssj.


157
I5
Véase más arriba las notas 34ss.
* La espera escatológica es la herencia viva que el cristianismo primitivo re-
cibió de la profecía de Israel y constituye el presupuesto general de la prueba
que entonces se hacía de la aparición de Jesucristo a base de profecías. Siempre
que en la historia del cristianismo se desdibuja el horizonte de la espera escato-
lógica. el Antiguo Testamento pierde también, por lo general, su significado Fun-
damental para la fe cristiana. Y, a la inversa, la persistencia de la conciencia es-
catológica le garantiza al cristianismo la permanente relevancia de sus orígenc»
judíos y la validez del Antiguo Testamento para la Iglesia <cf. La revelación cotno
historia, !37sÉ Tesis 5.* (I07s]>. No es cierto que en ¡M revelación como historia se
sostenga la llamada teoría de la sustitución, según la cual Dios «sólo es el DU>£
de Israel en tanto que la Iglesia ha pasado a ocupar el lugar de Israel* (dice
R REKOTORFF en la p. 39 de su contribución de 1981 citada aquí en la nota 154), Al
contrario, con Ea profecía y con la espera escatológica de ella surgida» la historia
de fe de Israel en su conjunto sigue siendo la base imprescindible de la confesión
de Cristo y de la comprensión cristiana de Dios* Aunque evidentemente esa his-
toria es leída ahora desde la perspectiva de la cscatologfa y de la revelación anti-
cipadamente acontecida en Jesucristo.

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4. La revelación como historia y como palabra de Dios 269

cuestión de si se puede todavía «asumir* aquella espera del fin de los


tiempos propia del cristianismo primitivo: ¿se la puede conservar te-
niéndola aún por verdadera o hay q u e desecharla como u n a idea propia
de aquella época superada ya por el avance de la historia? 1W Alguna
respuesta h a b r á q u e dar, o al menos buscar, a esta pregunta en el marco 272
de la exposición dogmática y del examen acreditativo de la comprensión
cristiana de la revelación. Será sobre todo cuestión de la escatología.
Pero algunas de las bases de la posible respuesta habría que echarlas
ya en el tratado sobre el mundo como creación de Dios- Se trata de uno
de los temas centrales para la acreditación de la comprensión cristiana
de Dios en nuestro tiempo, Pero de lo q u e no cabe duda es de que el
m o d o propio de ser del cristianismo, de su manera de c o m p r e n d e r la
revelación y de entender a Dios, es inseparable de u n a escatología re*
fcrida al futuro global del mundo, sea cual fuere la interpretación de
detalle q u e haya q u e darle. No parece que después de los descubrimien-
tos exegéticos de Johanncs Weifi se pueda poner seriamente en duda lo
que decimos, u n a vez q u e el intento de Bultmann de eliminar el factor
tiempo de la escatología cristiana primitiva se ha m o s t r a d o incompati*
ble con los textos del Nuevo Testamento.

Hay o t r o s p u n t o s de las diversas cuestiones referentes a la verdad


de la concepción cristiana de la revelación —como, p o r ejemplo, el jui-
cio que merece el mensaje pascual cristiano— que tampoco podrán ser
tratados m á s que en el transcurso del desarrollo dogmático del conteni-
do de dicha concepción. En cambio, la cuestión de la forma propia del
conocimiento de revelación pertenece a ú n al concepto mismo de revela-
ción y con ella tenemos que volver de nuevo al tema de la relación e n t r e
revelación y palabra de Dios.
Una de las tesis más discutidas de La revelación como historia fue
sin duda ninguna la de que la revelación de Dios en s u s actuaciones
» Es una pregunta que me había dirigido ya I. BCSTÍN, Histoirt, révelation cí foit
París 1969, 64s. I06sP y que me ha repetido P. E i o n , Ollenbarung. Prinzig ncuzcitU-
cher Theotogie, Munich 1977, 460ss. Tengo que decir al respecto que no es una pre-
gunta sólo para éste o para aquel teólogo, sino una pregunta que aféela a la ver
dad misma de La Biblia. Sin escatología, o más exactamente, sin una escatología
referente al fin de la historia, no habría cristologfa. Y si se abandonan a posteriori
los presupuestos escatoiógicos que estaban en el origen de la crístologfa primitiva,
las afirmaciones doctrínales cristológícas y trinitarias de la Iglesia se convierten en
aseveraciones que ya no se pueden explicar fundadamente y que sólo son ya acep-
tables en virtud de una autoridad formal. Por otro lado, está claro que la con*
ciencia escatológica procedente de la profecía judia tiene que dejarse cuestionar
por la experiencia posterior respecto de su validez general. Asi se deriva ya de la
vinculación de los orígenes judíos del cristianismo con el lógos griego; una vincu-
lación constitutiva para el cristianismo, la cual, por su parte, echa sus raíces en
la conciencia de que en Jesucristo eslí presente el futuro escatológico de salva-
ción- Cí, La revelación como historia, 140ss [109ss]. donde, sin embargo, se aso
ciaba demasiado un ¡lateral mente con la palabra «gnosis» la introducción del Evan-
gelio en la cultura helenística* Véase, además. A, J. FRIEDUNDER y W. POÍKENBEHC,
Dcr christlichc Glaube und seine jüdisch<hri&tliche Merktmlt, Hannover 1986, 13ss.
csp. 17ss.

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270 IV- La revelación de Dios

históricas está «patente ante cualquiera q u e tenga ojos para ver» sin
necesidad ninguna de interpretaciones inspiradas complementarias" 0 .
E r a una tesis dirigida contra la teoría formulada p o r Richard Rothe,
según la cual la manifestación de Dios en los hechos de la historia ne-
cesitaría una interpretación inspirada adicional para q u e dichos hechos
pudieran s e r comprendidos como expresión de la acción de Dios y,
p o r tanto, como manifestación de su divinidad. Una teoría lastrada p o r
u n a aporía fundamental: si se postula esa interpretación inspirada adi-
cional, se le quita a la manifestación su función de revelar a Dios- En
La revelación como historia se evitaba esta aporía recurriendo a la refle-
xión sobre la historia en su totalidad a partir de su fin, acontecido ya
273 de a n t e m a n o en Jesucristo. Pues en la profecía tardía sólo los aconte-
cimientos del futuro escatológico de la salvación tienen evidencia sufi-
ciente p a r a manifestar la divinidad de Dios «ante toda carne». Ahora
bien, si esos acontecimientos finales se h a n hecho ya anticipadamente
presentes en la persona y en el destino de Jesucristo, al hecho de Cristo
le corresponderá también u n a evidencia escatológica semejante. Lo q u e
Pablo dice en 2 Cor 4,2 parece confirmarlo Wl. La palabra de la predica*
ción apostólica, de la q u e se habla allí, no es un añadido a un aconteci-
miento de p o r sí m u d o y opaco; no es ella la que le da brillo a) aconte-
cimiento salvífico, sino la que difunde el resplandor que emana de la
gloria misma de Cristo, transmitiendo, p o r eso, el Espíritu vivificante
de Dios del q u e está lleno el acontecimiento de la resurrección del Cru-
cificado, q u e es el contenido del kerygma apostólico. Una fundamenta-
ción m á s amplia de esta concepción se dará en la pneumatología. Su
clave está en que la palabra del mensaje apostólico está llena del Espíri-
tu p o r su mismo contenido y p o r eso puede transmitirlo.

La tesis de q u e se puede reconocer la revelación escatológica sin es-


pecial inspiración adicional no se dirige ni contra la función que la pala-
bra —-el kerygma apostólico— desempeña respecto de la fe en el aconte-
cimiento salvador de la persona y del destino de Cristo, ni contra la
unidad de palabra y Espíritu. Al contrario, presupone que el Espíritu va
unido a la palabra a causa, concretamente, del contenido de la palabra
misma M . Sólo va contra quienes conciben al Espíritu como un añadido

w° La revelación como historia, lZ7ss [9Ss&].


wi o.c. 127ss [99ssJ. De la historia veterotcstamentaria de revelación sólo se
puede decir lo mismo a la luz de su « cumplimiento» en Jesucristo o también bafo
el presupuesto de la fe en el Dios de Israel (cuya divinidad es al fin y al cabo el
objeto de su revelación escatológica. anticipadamente acontecida en la historia de
Jesucristo). En La revelación como historia (128 [ICO]) no se desarrolló, como hu-
biera sido necesario, este doble contexto de fundamentación. Pero se encontraba
de un modo implícito en la observación de que el significado de los hechos que
revelan a Dios —en virtud del cual testimonian «con el lenguaje de los hechos» la
divinidad de Dios— no les corresponde, «naturalmente, en cuanto bruta jacta, sino
en el contexto de su historia de tradición».
W Es un tema que se tocó en La revelación como historia (128$ [100]), pero no

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272 IV. La revelación de Dio*

a los Padres no se decide más q u e con su cumplimiento, nunca indepen-


d i e n t e m e n t e de él- Si Abraham dio fe a la promesa, fue p o r q u e creía en
el Dios {Gn 15.6) que. j u n t o con ella, le garantizaba también su cumpli-
m i e n t o . Para la Iglesia, la a u t o r i d a d de las profecías vete rotes tament a-
275 rias en su conjunto se fundamenta, pues, t a m b i é n , con toda razón, en
su cumplimiento en Jesucristo 1 * 6 - El cristianismo es la religión de la
promesa cumplida, la cual, j u s t o en cuanto cumplida, se convierte para
la fe en u n a nueva p r o m e s a .
La concepción de la palabra de Dios c o m o orientación para la vida,
m a n d a m i e n t o o ley a p e n a s fue discutida en el contexto de la reacción
suscitada por la tesis q u e nos ocupa de La revelación como historia. En
c a m b i o , su caracterización c o m o «relato», ante todo en el caso de la
palabra de Dios neotestamentaría. el Evangelio, tenía q u e parecerles ne-
cesariamente inadecuada a los defensores de la teología de la palabra.
especialmente a los de impronta b u l t m a n i a n a m . Porque, en efecto, esa
caracterización del Evangelio se dirige c o n t r a la concepción del k e r y g m a
c o m o una apelación a la decisión que puede prescindir en m u y buena

tico. cf.. sobre todo, K. Kocn, Dic Profcten I, Stuttgart 1970, 164s. Tanto Koch
(p. 166) como ya R. REIÍDIWFF. GescMchte und Wort im Altai Testament: Evangc-
lischc Thcologic 22 (1962) 621-249, csp. 631 y 638, subrayan que el dabar profetice
no tiene en ninguna parte la función de interpretar o posteriori un acontecimiento;
sobre la problemática de la utilización del criterio del cumplimiento, cf. I.c. 643ss.
No se niega Que a la función fundamental de la palabra profetica de anunciar o
predecir-preducir [Hervorsage: Koch) acontecimientos futuros no vayan unidas tam-
bién otras funciones como amonestar o reprochar, consolar, pedir conversión
(H. W. Wolff). Pero en cualquier caso estas funciones adicionales dependen de la
fe en la fuerza creadora de historia que tiene la palabra.
166 Véase lo dicho más arriba junto a las notas 35s sobre la Interpretación que
Orígenes hada de Rom 16,25-27. Si se declara, siguiendo a A. H. J. GUNKEWEG. Vom
Verstchcn des Alten Tcstamcnts. Eme Hermeneutik, Gottlnga 1977, 176 y 19Ó&S, que
la demostración a base de las profecías hechas por el Nuevo Testamento es sim>
plemente «increíble» y se reduce el significado del Antiguo Testamento para la
Iglesia primitiva a «proporcionar el lenguaje, y los contenidos conformados por el
lenguaje, con cuya ayuda se formulaba el testimonio sobre Cristo» (197), se re-
nuncia al derecho —fundamental para el cristianismo primitivo— a usar el Antiguo
Testamento de aquel modo. Precisamente cuando la teología descubre hoy la dife*
rencia entre el sentido histórico de las palabras vctcrotcstamcntarias y el uso que
de ellas hace el cristianismo primitivo se hace más necesario encontrar una res-
puesta al porque del derecho a hacer ese uso. La mera «interconexión lingüistica*
(197) no constituye ya una respuesta a la cuestión de la verdad.
líT
G, Klein, por ejemplo, veía una «depreciación de la palabra del Nuevo Tes*
lamento» en el «proceso de degradación..., que rebaja el lenguaje kerygmátlco a un
"hablar de...' (subrayado por mi) reduciéndolo así a esa 'mera' palabra que. en
cuanto portador formalizado de información, es la que crea la distancia entre la
revelación y la fe a ella desuñada, distancia que tiene en seguida que tratar de
volver a cubrir con perspectivas de éxito bien poco esperanzadoras» (o.c, I9K Klein
remitía (o.c, nota 17) a R. BUITUAKN» Creer y comprender. I, 242ss [279ss], donde
encontraba el una concepción adecuada: la palabra de Dios entendida como una
«pura interpelación» sin m i s legitimación (246, cf. 244 [284, cf. 282]); una interpe-
lación que coincide con la comunicación (292). Algo semejante, en Glaubcn und
Verstehen, 3. 19ss. esp. 3Gs.

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4. La revelación como historia y como palabra de Dios 273

medida del fundamento y del contenido del mensaje apostólico m . El


concepto de «relato», por el contrario, no excluye ni el compromiso sub-
jetivo del que relata con el asunto relatado, ni la urgencia q u e dimana
del contenido mismo de! relato de seguir siendo relatado para ser trans-
mitido a otros, en la confianza de que se va a contar con el interés de los
receptores, Pero en la tesis séptima de La revelación como historia no se
especificaban demasiado estos elementos. El interés de la tesis se centra-
ba totalmente en q u e para poder entender la palabra de Dios de la Biblia
su contenido tiene la primacía.
Ahora bien, ¿cómo hay que entender m á s precisamente que el con-
tenido de la predicación apostólica exija ser transmitido bajo forma de
palabra y cómo influye dicho contenido en esa forma de lenguaje del
mensaje apostólico? No podremos responder a estas dos cuestiones m á s 276
q u e en conexión con la cristologia y con el t r a t a d o sobre la reconcilia*
ción. Pero lo fundamental sobre la función desempeñada por la palabra
como «relato» en la transmisión del contenido de la revelación necesita
ya aqui un t r a t a m i e n t o m á s detallado.
Un punto de partida i m p o r t a n t e nos lo ofrece Gerhard Ebeling en sus
ensayos de clarificación del concepto de «palabra de Dios» a partir de
la esencia del lenguaje y de la palabra l<w. Según Ebeling, la palabra está
dotada de la capacidad de hacer q u e lo oculto se haga presente (50s) t
especialmente lo pasado y io futuro (39s). Así, haciendo «presente tonque-
no-está-alu». libera al h o m b r e de su apego a lo-que-cstá-ahí (Vorhan*
den) (60). Es a esta «dimensión profunda» del lenguaje a la que, según
Ebeling, apunta la palabra «Dios» (58).
Ebeling formula aqui algunas observaciones sobre la esencia del len-
guaje q u e son significativas también p a r a l a cuestión d e l a función q u e
el lenguaje desempeña en la transmisión del contenido de la revelación:
la presencia de Dios en la persona y en el destino de Jesús. Pero para
q u e lo que Ebeling dice en Gott und Wort resulte plenamente transpa-
rente, tenemos q u e t o m a r también o t r a idea desarrollada p o r él en o t r o
lugar l7°, a u n q u e no la subraye aquí especialmente. A saber: c u a n d o se
habla de Dios, siempre está en juego t a n t o la totalidad del m u n d o como
la de la propia existencia. Este es el horizonte en el que pasado y futuro
se hacen presentes en el lenguaje; lo q u e nos permite entender que Dios

** Lo ha visto bien H. Tht GOEBFJ., Wort ais Auftrag, Neukírchen 1972. 201.
w Sobre lo que sigue, cf. ü. EBELIKG, Gott und Wortt 1966 ( = Wort und Glaube 1,
Tubinga 1969, 396-432). citado en el texto según la paginación de su primera publi-
cación* En una etapa anterior de sus ensayos (Wort Gottes und Hermeneutik, 1959p
en Wort und Glaube 1. Tubinga 1960. 319-348). Ebeling partía todavía de la contra*
posición entre el carácter del «acontecimiento de la palabra» como «comunicación*
personal y su contenido de sentido como «proposición* (Aussagc) (342). Cf. mi
critica al respecto en Anthropologie in theologischer Perspcktive, Gotinga 1983, 381.
™ G. EBELING, Theotogische Erwwgungeti über das Gewissent en Wort und Glaw
be 1, 1960, 429446, csp. 434s.

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276 IV. La revelación de Dios

exilio este arrepentimiento dejó de ser un caso excepcional para conver-


tirse en algo habitual en el comportamiento de Dios, al menos respecto
de sus amenazas de juicio 175 . De m o d o que si es cierto q u e el acíbar
profético se muestra como palabra de Dios cuando se cumple, no lo es
menos que no deja de estar en m a n o s de la libertad de Dios.
Por su parte, la palabra mítica se transformó en relato histórico
(véase más arriba la nota 151). Mejor dicho: la función de la p a l a b r a
mítica de n a r r a r el acontecimiento originario de la fundación del or-
den actual del mundo y de la vida es asumida y sustituida p o r el re-
lato de los hechos salvadores de Dios cuando elige a Israel- El lugar
de la palabra mítica lo ocupa también la palabra de la sabiduría divina,
q u e ya no concibe el orden del mundo bajo la imagen de un aconteci-
miento originario, sino como la regularidad p e r m a n e n t e del acontecer,
siendo así capaz de asumir también la idea de la palabra de Dios como
orientación para la vida y como instauradora de derecho. La literatura
279 sapiencial podia extenderse incluso a la historia con la idea de que su
curso está determinado p o r un plan divino m . Y aquí tenemos juntos los
dos caminos por los que discurre la modificación bíblica de la palabra
mítica: la teología de la historia y la teología sapiencial. Así es como la
idea de la revelación del plan histórico de Dios, del «mysterium» divino.
p u d o pasar a ocupar el lugar de la palabra mítica fundamentadora del
mundo.

Por fin, el concepto de Logos de Filón y del prólogo de J u a n 17 \ em-


p a r e n t a d o de cerca con la sabiduría divina, recapitula los diversos as-
pectos de la concepción bíblica de la palabra. En cambio, la componente
profética en la comprensión de la palabra destaca m u c h o más claramen-
te en Ap 19.13 q u e en el prólogo del Evangelio de Juan: al jinete del
caballo blanco. Jesucristo, se le llama «la palabra de Dios» porque da
cumplimiento a las palabras proféticas: su n o m b r e es el «fiel» y «fiable»

W Véase sobre esto J, JEREMÍAS, Ote Rcue Cotíes. Aspekte aUtestamemlicher


Gottesvorstellung, Ncukirchcn 1975, esp, 75ss, cf. 40ss.
"• J. HERUI&SOK. Weisheit una Ceschichte, en H. W, WOLFV (Ed.)P Probleme bu
blischer Theotogie (Festschrift G. vt Rad), Munich 1971, 136-154, esp. 152sP ha mos-
trado
m
que esta idea supone una interrelación entre sabiduría y profecía.
El prólogo del evangelio de Juan no está relacionado con el concepto de Ló-
gos de Filón en el sentido de que dependa directamente de ílt sino más bien en
el sentido de una dependencia común de estadios anteriores (según R. BROWN, £1
Evangelio según Juan, XIII XXI, Madrid 1979, I496s [1966, 5201), en los que muy
probablemente la concepción judia de la sabiduría se había puesto en relación con
la idea de lógos. Lo que el Prólogo dice se encuentra en la mis estrecha relación
con Prov Í22s, Sab 24 y Sal 7 (ibid., H94s [522s y 532»); cf. R. SCHNAOCENBURG. El
Evangelio según San Juan, I, Barcelona 1980, 255ss, 257, 260s, 275, 284ss, 296ss [1979,
4.* ed.( 210ss, 213, 2I7s, 233. 244s y 257ss)). También para Schnackenburg el hecho
de que el lugar de la sabiduría lo ocupe el ¡ógos vincula al prólogo de Juan más
bien con lo concepto de lógos de Filón, de inspiración filosófica, que con las Ideas
gnósticas.

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278 IV. La revelación de Dios

en relación con dicho plan histórico de Dios, el contenido de la revela-


ción pudo designarse también con el concepto de logas. Y, por fin, Ig-
nacio de Antioquía podía ya extender este último concepto al aconteci-
miento mismo de la revelación*
Si atendemos a todos estos complejos hechos, habrá que hablar más
bien de que es la idea de la palabra de Dios la que es «precisada» por el
concepto de revelación, y no al revés. Prescindiendo de la teología bí-
blica de la historia, que el concepto de revelación recapitula, la idea de
la palabra de Dios no pasarla de ser una categoría mitológica y un ins-
trumento de reivindicación no legitimada de autoridad. En cambio, el
concepto de revelación integra los diversos aspectos propios de la con-
cepción bíblica de la palabra —especialmente su versión profética— en
la idea de la automostración de Dios por medio de su acción histórica,
cuyo resultado se le desvela anticipadamente al profeta o al vidente
apocalíptico. Por otro lado, el mismo concepto de revelación puede con-
vertirse en el contenido de un concepto amplio de palabra de Dios, en
cuanto manifestación anticipatoria de la realización del plan divino y,
por tanto, de la demostración de la gloria de Dios que dicho plan prevé
para el final de la historia. Es precisamente ese acontecimiento revela-
281 torio, y sólo él, el que puede ser llamado con pleno sentido «palabra de
Dios». Y así es Jesucristo la «palabra de Dios»: como el corazón del plan
divino de la creación y de la historia y de su revelación al final de los
tiempos, que ha sido ya también anticipada- Hablaremos de que Dios se
revela a sí mismo en la manifestación de esa palabra suya, bajo la condi-
ción de que se trate de una palabra que sea ella misma una con la divi-
nidad de Dios: una implicación del concepto de autorrevelación que se
explicita en el tratado de la Trinidad. Pero no sólo el tratado de la
Trinidad, sino todas las partes de la dogmática tienen que ser entendi-
das y desarrolladas como una explicación de la autorrevelación de Dios
en Jesucristo. Igual que, a la inversa, la idea de la revelación se ha con-
vertido en la descripción recapituladora de la acción de Dios y ha pasado
así a ocupar el puesto que en otras religiones le corresponde al mito.

Pues bien, del mismo modo que toda revelación de Dios en su acción
histórica anticipa la futura consumación de la historia, la reivindicación
que dicha revelación mantiene de revelar la divinidad del único Dios, el
creador, reconciliador y salvador del mundo, está también abierta a una
acreditación futura y. por tanto, a que se plantee la cuestión de su ver-
dad. En la biografía de cada creyente hay una determinada respuesta
a la cuestión de la verdad de la revelación gracias a la luz que ésta
arroja sobre la experiencia de su vida. El pensamiento teológico ofrece
también una determinada respuesta provisional a esa misma pregunta
cuando se cerciora de si hay que entender la realidad del hombre y del
mundo como determinada por el Dios de la revelación. Puesto que esto
viene siendo intentado ya desde que existe la doctrina cristiana, la conv

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í. La revelación como historia y como palabra de Dios 279

probación que la teología hace de la reivindicación de verdad sostenida


por la revelación cristiana y su ccrcioramicnto sobre ella, tendrá que
adoptar la forma de u n a reconstrucción sistemática de la doctrina cris-
tiana, empezando por la concepción de Dios contenida en el aconteci-
miento de la revelación atestiguado por la Escritura y explicitada luego
en las discusiones teológicas q u e condujeron a la configuración de la
doctrina de la Trinidad.

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Capítulo V
EL DIOS TRINITARIO

1. EL DIOS DE J E S Ú S Y LOS COMIENZOS DE LA DOCTRINA


DE LA TRINIDAD

El c e n t r o del mensaje de Jesús es el anuncio de que el Reino de Dios


está cerca. Al Dios del Reino anunciado como cercano, e incluso como
irrumpiendo ya con su propia presencia, Jesús lo llamaba el Padre (del
cielo)'. Se muestra como «padre» cuidando de todas sus criaturas
(Mt 6,26; cf- Le 1230)- Deja que brille el sol y que caiga la lluvia tanto
para los buenos como para los malos (Mt 5,45). De este m o d o es modelo
del a m o r a los enemigos q u e Jesús enseñaba (Mt 5,44ss). Y está dispues-
to a perdonar a quien se convierte a él (Le 15.7.10 y lis), le pide perdón
(Le 11,4) y perdona, por su lado, a los demás (Me 11,25; cf. Mt 6,14ss;
18,23-35). Se deja llamar p a d r e y, como los padres de la tierra —e incluso
mejor que ellos—, les va a dar cosas buenas a sus hijos cuando se las
pidan (Mt 7,11)- De ahí que en la oración al Padre que Jesús les enseñó
a sus discípulos, la petición del pan de cada dfa, en el que se recapitulan
todas las necesidades de este mundo, vaya unida a la petición de perdón,
condicionado también aqui a la disposición de perdonar q u e muestre el
orante (Le 113s). Al mismo tiempo, la oración de J e s ú s pone de mani*
fiesto que su anuncio de la bondad paternal de Dios y su mensaje esca-
tológico sobre la cercanía de su Reino iban unidos, pues comienza con
t r e s peticiones referidas a la venida del Reino de Dios Padre *. Tendré-

• Véase, al respecto, J. JEREMÍAS, Abba y el mensaje central del Nuevo Testa*


mentó. Salamanca 1981, 37-73, esp. 52ss (1966, 1W7. csp. 33ss, 38*0. Además, R HA-
MERTON-KELLY, Cod the Fathcr. Theology and Patriarchy in the Teachin& of Jesús,
Filadein»
2
1979, 7W1.
Sobre la tensión que. según H. Schiirmann (1964) existiría entre la escatologla y
Ea idea de Dios de Jesús, cf. W. SCHRAÜI:. Theologie und Christologie bei Pauhis und
Jesús í2tif dem Mintergrund der modemen Philosophie: Evangclischc Theologie 36
(1976) 121-154. esp. 135s. «Para Jesús no se puede pensar (a Dios como Padre) sin
la cercanía del futuro de su Reino* (136).

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282 V. El Dios trinitario

mos ocasión de ver más tarde, en la cristo logia, q u e el mensaje de J e s ú s


sobre el a m o r del Padre Dios incluso se fundamenta en la forma pecu-
liar en la q u e anunciaba la cercanía del Reino de Dios.
El Dios de Jesús no es otro Dios distinto del de la fe judia, atesti-
guado en el Antiguo Testamento- Es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob
(Me 12,26s)> el Dios al q u e Israel confiesa en el Sch*ma de Dt 6,4
284 (Me 12,29). Ahora bien, en el Antiguo Testamento al Dios de Israel se le
llamaba relativamente pocas veces «padre». En la tradición más antigua
sucedía así en el caso de la promesa de Natán (2 S a m 7,14), en la q u e
Yahvé, al elegir a David y a su casa, se declaraba a sí mismo padre del
rey y a éste hijo adoptivo suyo (cf. Sal 2,7). En los textos proféticos
parece que esta relación de paternidad se traslada al Pueblo, Primero,
con un lenguaje m á s figurado que, j u n t o con los rasgos del cuidado
paterno, hace alternar también los del cuidado materno (Os 11,1-4) J , p e r o
luego, en la profecía del tiempo del exilio (en Jeremías 31,20), de una
forma ya fijada en la paternidad- En el Tritoisaías (Is 63,16 y 64,Ss), el
n o m b r e de padre aparece en las invocaciones de las oraciones a Dios.
Lo mismo sucede en el j u d a i s m o del tiempo de Jesús. En el movimiento
farisaico, especialmente, la relación con Dios como padre parece haber
alcanzado una individualización y u n a interiorización como la que en-
contramos en lo q u e Jesús decía de Dios como Padre y en el modo en
el que le invocaba en su oración *. La intimidad con la q u e Jesús se
dirige a Dios con la palabra Abba es ciertamente lo característico de su
relación con él, pero no habría que contraponerla a la piedad farísea
de su t i e m p o 5 .

No cabe duda de que la aparición de la denominación de Dios como


padre en la profecía de Israel hay q u e verla en el contexto de la consti-
tución patriarcal de la familia judía 6 . Se fundamentaba en la posición
del padre como cabeza de la estirpe y en la obligación que ello le im-
ponía de cuidar de todos sus miembros. Fue sobre todo este rasgo del
cuidado paternal el que transpusieron a la concepción de Dios los textos

* Véase, al respecto, R. HAMCRTON-KOXY, O-C, 38-51. esp. 39ss. Otros textos de este
tipo son; Sal 103,13 y Dt 131; &$ y 32,6, pero también Jer 3,4. La simbologia del
cuidado de la madre con el niño aparece, entre otros lugares, en Is 49,15 y 6ó,10s.
* Es lo que dicen E. RtvxiK, A Hidácn Revolution, Navhvílle 1978, y J. PAWU-
KDWSÍI, Christ in the Light of the Christian-Jcwish Dialogue, New York 1982. 63.
5
A L Snidlcr le debo la indicación de que incluso en la tradición talmúdica se
encuentra alguna vez la palabra Abba como invocación. En su opinión se remonta
a ciertas circunstancias del siglo i antes de Cristo (Talmud bab. Toan 23b, cf.
G. VEKUES, Jesús, el judío, Barcelona 1977, 222s [1973, 210s]). Por eso hay que
reiativizar lo que dice J. Jeremías (o.c, 62 y 65 [59 y 62s]) sobre que la invocación
que Jesús dirigía a Dios como Padre carecía de cualquier analogía. Víase también
H. MERILEIN, Jesu Bvtschaft van der Gotteshcrrschaft. Eme Skizzc, Slutlgart 1983.
M, quien, relat i vi/ando la tesis de Jeremías, mantiene que es algo específico de
Jesús el que la invocación de Dios como padre, que en otros casos sólo estd
escasamente documentada, era para el su -relación típica con Dios» íibid.),
* Detalles sobre ello en Rt HAUERTON-KELLY, o-c.f 55ss.

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f. El Dios de Jesús y la doctrina de ¡a Trinidad 283

del Antiguo Testamento que hablan de la cercanía paterna de Dios a


Israel. En cambio, no tienen en cuenta la definición sexual del papel del
padre. La fe de Israel se caracterizó desde un principio precisamente
por no haberle asociado ninguna compañera femenina al Dios de la elec-
ción de los Padres, del éxodo y de las tradiciones sinaíticas. La t r a m p a
sición de diferenciaciones sexuales a la concepción de Dios implica siem-
pre politeísmo y, por tanto, tenía que q u e d a r excluida para IsraeL Tal 285
vez sea éste el motivo por el q u e la idea de Dios como padre e n t r ó rela-
tivamente tarde en el lenguaje de Israel sobre su Dios. El hecho de que
el cuidado que tenía de su Pueblo el Dios de la Alianza pudiera ser des-
crito tanto con imágenes del a m o r m a t e r n o como con imágenes de pa-
ternidad, expresa con claridad suficiente el distanciamiento respecto de
toda fijación de la concepción de Dios en una definición sexual. De ahí
que la fantasiosa descripción hecha p o r Sigmund F r e u d 7 de la historia
de la religión de Israel carezca de una base sería. El Dios del Antiguo
Testamento trasciende toda definición sexual y esto le hace inaccesible
para una exposición que, como la teoría de Edipo de Freud. se base en
las tensiones de la familia h u m a n a determinadas por la sexualidad. Israel
tenía necesariamente q u e permanecer ajeno a la concepción tan exten-
dida en las religiones politeístas de un padre de los dioses, una especie
de cabeza patriarcal de la familia de los dioses. En su caso, la idea de
Dios como padre sólo se podía referir a la relación de Dios con sus
crea tu ras. Y aquí, sólo determinados rasgos de la imagen del p a d r e pu-
dieron ser empleados para ilustrar el cuidado q u e tiene de su Pueblo el
Dios de la Alianza.

Lo dicho rige también, y en primer lugar, en el caso de la línea de


tradición para la que la idea de Dios como padre no era ninguna imagen
discrecional mente intercambiable con otras, es decir, en el caso de la
concepción, b a s a d a en la profecía de Natán, de que el rey de J u d á es*
taba en u n a relación de filiación con el Dios de IsraeL Porque también
aquí la denominación de Dios como padre se fundamenta en u n a elec-
ción suya. Israel p u d o tomar de la ideología real de sus vecinos del An-
tiguo Oriente la idea de que el rey es adoptado p o r Dios como hijo, por
ser una idea integrable en su concepción fundamental sobre la elección
de Dios. Al ser vinculada de esc m o d o la paternidad de Dios con su
adopción del rey, la idea de Dios como padre adquiría u n a consistencia
que la diferenciaba del lenguaje m e r a m e n t e figurado, pero, al mismo

7 S. FREUD, Moisés y la reíigión monoteísta, en Obras Completas, vol. 23, ed. de


J. L. EtchevwY. Buenos Aires 1980, M32, csp. 35ss, 45ss {Werke, XVI, 103-246. esp.
13óss, 148ss]. Por medio de la ficticia suposición de que Moisés habría sido asesi*
nado, Freud intenta vincular la historia de la religión de Israel con su asevera-
ción de que en la historia personal de cada individuo aparece con regularidad
el complejo de Edipo (Ibid., 75ss (176*198)). Oue el Dios de Israel haya sido «apar-
tado totalmente de la sexualidad» < 114 [2261) lo interpreta como una expresión de
la represión de los instintos.

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2M V. El Dios trinitario

tiempo, la distanciaba m á s aún del modelo de un cabeza de familia pa-


triarcal. Parece que fue j u s t a m e n t e el paso que se dio a continuación: la
aplicación de la idea de la adopción a todo el Pueblo, el q u e se iba a
convertir en el presupuesto de la invocación de Dios como Padre en la
oración.
De m o d o que es indudable que la concepción judía de Dios como pa-
d r e está en relación con las formas patriarcales q u e adoptaba entonces
la familia. Pero la significación de esta relación es limitada, no es el
fundamento de la idea de Dios que se expresa con el nombre de padre.
286 Dicho fundamento se encuentra m á s bien en la elección de Dios, es de-
cir, en su relación de alianza con Israel. El Dios que elige con soberana
libertad y otorga u n a alianza a su Pueblo asume unas obligaciones con
él que reflejan el deber que tiene un cabeza de familia de cuidar de ella-
Ciertamente, se t r a t a de u n a idea q u e surge de un determinado medio
social condicionado históricamente. Las relaciones familiares de tipo
patriarcal fueron determinantes para ese rasgo concreto de la idea de
Dios. Pero ello no justifica en absoluto la pretensión de que, a causa
de los cambios sufridos por la estructura de la familia y p o r el orden
social, se tenga que revisar la idea de Dios como padre, sobre todo con
la vista puesta en las relaciones entre los sexos*. Una pretcnsión como
ésta sólo estaría justificada si hubiera que pensar que la idea de Dios
es un mero reflejo de las condiciones sociales de cada época: u n a con-
cepción que, en el fondo, supone entender las ideas religiosas al m o d o
de la teoría de la proyección de Feucrbach 9 . Los datos de la historia
de la religión hablan de o t r a cosa bien distinta; en particular, los refe-
rentes a la concepción judía de Dios, Estos nos permiten ver q u e u n a
determinada comprensión de Dios —en este caso la de Israel: la basada
en la experiencia del Dios de la elección y de la alianza— actúa como
criterio previo de selección de los rasgos de las condiciones patriarcales
de vida que pueden servir para ilustrar la relación de Dios con David
y sus sucesores, o, en su caso, con el Pueblo, Dichos rasgos pasan en-
tonces a formar parte de una comprensión de Dios que puede actuar,
a su vez, como normativa frente a la imagen cambiante de la p a t e r n i d a d
humana (cf. Ef 3,15); un Dios, se puede decir también (Is 63,15s) r a n t e
el q u e palidece toda paternidad humana. Por eso mantiene toda su fuer-
za expresiva precisamente en u n a época en ia que se desmoronan las
formas de vida patriarcales, una época en la q u e se desdibuja incluso el
perfil propio del papel del padre en la familia. La paternidad de Dios
puede resultar entonces m á s que nunca una ilustración rccapituladora

* Es lo que dice M. DALY, Beyond God the Father: toward a phitosophy of wo~
men's liberation, Boston 1973.
* Sobre todo, cuando se sostiene que a Dios, además de como padre, habría
que invocarte también como madre,

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I. El Dios de Jesús y ¡a doctrina de la Trinidad 285

del cuidado integral que Dios tiene de los hombres, un cuidado que I*
paternidad humana no proporciona ya.
En boca de Jesús la designación de Dios como «padre» se convierte
en n o m b r e propio. Deja de ser u n a más entre otras. Recapitula todos
los rasgos de la comprensión de Dios q u e fluye de su mensaje. Da nom-
bre al interlocutor divino que constituía el punto de referencia desde el
que Jesús se comprendía a sí mismo y al que remitía a sus discípulos
y a sus oyentes. La acción creadora de Dios, especialmente el cuidado
providente de sus criaturas (Mt 6.26; 5.45). pasaba también ahora a for-
mar p a r t e de la imagen de su bondad paternal. Ya había algunos ele-
mentos iniciales para ello en Dt 32,6 y Mal 2.10, donde la concepción de
Dios como p a d r e , ligada a la idea de la elección, se había ensanchado 287
hasta hacer coincidir la elección con la creación de lo elegido. Por su-
puesto, que en el mensaje de Jesús el cuidado paternal del Creador va
siempre en conexión con la escatología, desde la perspectiva de que su
Reinado se va a realizar pronto plenamente. La vinculación de estos dos
ámbitos temáticos, que tendremos que estudiar más adelante con m á s
precisión, es propia del mensaje de J e s ú s y también de su utilización
del n o m b r e de padre-
Dios. el Padre del cielo, es incxpurgablc del mensaje de Jesús. No se
trata de dos palabras. «Dios» y «Padre», que reflejaran solamente unas
concepciones condicionadas por su situación histórica, de las que, por
tanto, se podría separar el contenido del mensaje de Jesús. Así plan-
teaba la cuestión Hcrbcrt Braun. En su opinión, la referencia a Dios
sería solamente «una expresión de la obediencia radical y de la gracia
total» de la conversión, una expresión de la autoridad de Jesús w . Según
B r a u n , el amor de Dios, del que Jesús habla, sería, por tanto, sólo una
expresión de la obediencia respecto de su mandato de a m a r al próji-
mo n . Amor a Dios y a m o r al prójimo coinciden. Una tesis en la que se
oculta un núcleo de verdad, porque, de hecho, a m b o s van estrechísima-
mente unidos. Tendremos que volver sobre ello m á s adelante. Pero de
ninguna manera son idénticos l2. Al contrario: «la experiencia del amor
de Dios» constituye el punto de arranque y el fundamento del mandato
de Jesús sobre el a m o r al prójimo 1 1 . Identificar a Jesús con «Dios» sin
matización ninguna, acabaría por desembocar en una divinización de las
creaturas- Según el evangelio de Juan {Jn 1033; 19,7), la acusación y el
malentendido de sus enemigos consistía precisamente en q u e J e s ú s se
había hecho a sí mismo igual a Dios. Pero Jesús se diferenciaba expresa*

io H. Biurx, Jesús, el hombre de Na&iret y su tiempo. Salamanca 1975, 160 (1969


(2.* cd.), 160], Cf. también ya id., Dic Problcmatik einer Theotogie des Neuen Testa*
ments, en Ges. Studiett zton Neuen Testament und seiner Vmwelt, Tubinga 1962H
325441.
ii H. BRAUN, Jesús, el hombre de Nazarer, 16lss (162ssJ.
u Sobre esto habla W. Shragc en las pp. 144*s del artículo citado en la nota 2.
u Dice Schrage, I x , 143.
ti

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/. El Dios de jesús y la doctrina de la Trinidad 287

cristología primitiva como de la doctrina de la Trinidad, cuyos comien-


zos están en la cristología. Puesto que se entendió la resurrección de
J e s ú s como una confirmación divina de la pretensión q u e estaba implí-
cita en su actuación en este m u n d o , J e s ú s tenia q u e aparecer necesa*
riamente, a la luz de la Pascua, como el «Hijo» del Padre que él había
predicado. Y en cuanto tal es ya el «Hijo de Dios» y el Mesías 1 7 , cuya
segunda venida, para la consumación de este m u n d o , espera la comu-
nidad cristiana. Según Rom 13s f con su resurrección de entre los muer-
tos, Jesús ha sido elevado a la dignidad de la filiación divina ts . Pero, por
o t r o lado, el puesto del Hijo de Dios está j u n t o a Dios ya desde toda la
eternidad. La idea de su «preexistencia» no está en contradicción con
que su filiación divina no se revele hasta el final escatológico de los
tiempos o con que se haya revelado ya en un acontecimiento histórico,
como el de la resurrección de Jesús, que anticipa la consumación esca-
tológica: es una regla general del modo de pensar apocalíptico que en el
m u n d o oculto de Dios, en el cielo, ya está presente lo q u e se va a revelar
escatológicamente. Sólo así resulta comprensible que la idea de la pre-
existencia sea tan antigua en el cristianismo primitivo. Ei camino que
va de creer que en su resurrección J e s ú s ha sido constituido como Hijo
de Dios a pensar en su preexistencia anterior junto a Dios no p u d o ser
más que corto: Pablo ya presupone esta idea de la preexistencia. El paso
hacia ella lo facilitaba la asociación con las ideas judías sobre la pre-
existencia de la sabiduría divina (Prov 8,22ss), del Mesías (4 Es 12,33) y
del Hijo del h o m b r e (Hen 46,lss; cf. 48,6) l * Desde la perspectiva de la
preexistencia, la actuación histórica y la vida terrena de J e s ú s aparecía
como un «envío» del Hijo al mundo. Es justo desde este p u n t o de vista
c o m o Pablo p r e s u p o n e ya la idea de la preexistencia (Gal 4,4; R o m 83) 3 D -
Ahora bien, con la idea de la preexistencia no tenia por qué ir nece-
sanamente unida ya la concepción posterior de la Iglesia sobre la
plena divinidad del Hijo. Ante todo, «los límites entre una preexistencia
m e r a m e n t e 'ideal' —es decir, en cierta manera sólo en la mente de
Dios— y una preexistencia 'real' eran fluidos» 21 . Y, además, la idea de
la preexistencia no excluía en la literatura sapiencial la creaturalidad

n Sobre la relación entre las denominaciones de -Hijo- c «Hijo de Dios», cf.


F. HAHK, o.c*, 329**. M. IfiM.ii. o.c.. 89 [99], ve una relación más estrecha que
Hahn entre la idea de la filiación divina de Jesús y su calificación como el «Hijo*.
i* Cf., al respecto, F, HAH\, o,c„ 251-259 y 287ss, y también W. KRWUER, Christos,
Kyrios, Gottessohn. Vntersuchungeti zu Gebrauch und Bedeutung der christologü
schen Bezctchtiungen bei Paulas ¡uid den vorpaulinischen Cemeinden, Zurich
y Siuttgart 1965. 105&S.
i* Más detalles, al respecto, en M. HPNGEL, O.C, 96SS [IOSS],
H Para un análisis de la «fórmula de envío*, el. W. KJUUMEH, O.C, 106-112. Véase
también lo que allí se dice sobre la expresión emparentada con ella de Rom 8, 32
sobre la «entrega» del Hijo. Expresiones análogas sobre el envío las documentaba
Krammer sobre lodo en relación con la tradición sapiencial (cf. 118 sobre Sal 9,9$).
zi M. IlEHGEL, o.c, 97 [109].

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/• El Dios de Jesús y la doctrina de la Trinidad 289

filiación: no hay filiación que no descanse en la obra del Espíritu


(Rom 8,14).
También los Evangelios han atribuido a la presencia y a la obra del
Espíritu en él la unión de Jesús con el Dios al q u e predicaba B . Según la
tradición del bautismo de Jesús por Juan, en esa ocasión se le confirió 29]
a Jesús el Espíritu de Dios (Me 1.10), hecho con el que se asoció la idea
de su adopción como Hijo. Pero también la historia lucana de la infan-
cia de Jesús, q u e remonta los orígenes de su filiación divina hasta su
nacimiento, fundamenta en la acción del Espíritu Santo la calificación
de J e s ú s como Hijo de Dios: la persona de J e s ú s es desde sus mismos
orígenes una crealura del Espíritu (Le 1,35). El Evangelio de Juan
atestigua q u e Jesús no sólo tiene palabras que son «Espíritu y Vida*
(Jn 6,36$), sino que él mismo está lleno del Espíritu, el q u e hace que
sus palabras sean palabra de Dios (Jn 3,33$). Cuando m á s adelante
dice J u a n q u e antes de que J e s ú s fuera «glorificado», todavía no estaba
allí el Espíritu (Jn 7.39). se refiere solamente a los creyentes, a los cuales
el Espíritu habría de serles dado m á s tarde (Jn 14,los; cf. 15,26).

La descripción que los Evangelios hacen de la actuación y de la pre-


dicación de J e s ú s como expresión de la presencia del Espíritu de Dios
en él tiene la función de proclamar la estrecha unión de Jesús con el
Padre. Lo cual es cierto precisamente aunque Jesús mismo no se haya
remitido al Espíritu. Ahora bien, si la presentación de la actuación y de
la predicación de Jesús como efectos del Espíritu lo que describe es la
presencia de Dios mismo en él, entonces no le podemos separar a esc
Espíritu de Dios del mismo Dios: en la acción de su Espíritu está pre-
sente Dios mismo.
Al parecer, no es posible hablar de la comunión de Jesús con Dios
Padre como el Hijo más que hablando de un tercero: del Espíritu Santo.
Pues el Espíritu es el m o d o de la presencia de Dios en Jesús igual que
antes lo había sido para los Profetas y para la creación en general- Pero
ahora, en él, con el carácter definitivo propio de lo escalológico. como
el don permanente que había sido el objeto de la esperanza escatológica
de Israel, q u e se centraba especialmente en la espera de un Mesías agra-
ciado por el Espíritu. En cualquier caso, la mediación de la comunión
de J e s ú s con el Padre por el Espíritu, hace comprensible que la confe-
sión de la unión de Dios y del Kyrios (1 Cor 8,6) pudiera extenderse a

B E. SOIWEIZER, El Espíritu Santo, Salamanca 1984, 77ss [1778, 74s]. Junto al


evangelio de Marcos que entendía las obras poderosas de Jesús como efectos del
Espíritu de Dios (Me 3,29s)P así como junto a Mateo que también identificaba la
acción exorcizadora de Jesús como fruto del Espíritu (Mt 12,28, a diferencia de
Le 11,20), es, sobre todo, el evangelio de Lucas el que presenta a Jesús como
Heno del Espíritu de Dios (Le 4,1 y 4.14; cf. 10,21). Pero ni Mt 12.28 ni los datos
tucanos sobre la primera predicación de Jesús en Nazaret (sobre Is 61,1; *el Es-
píritu del Seftor está sobre mi*) se le pueden atribuir a la actuación y a la pre-
dicación históricas del mismo Jesús (o.c, 72ss (69ss]|.

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í. El Dios de fesús y la doctrina de la Trinidad 291

cisivo hasta el siglo iv, cuando se extienden también al Espíritu las afir-
maciones de Nicea sobre la divinidad plena del Hijo 1 7 . Con todo, el con-
texto vital en el q u e se configuró la doctrina de la Trinidad no fue pri-
mariamente el del bautismo, sino más bien el de la catcquesis *, es decir.
el del desarrollo de la doctrina de la Iglesia. El punto de partida de esta
doctrina no fue simplemente una fórmula tripartita * sino el conjunto
de lo que aporta el Nuevo Testamento sobre la relación del Hijo con el
Padre, p o r un lado, y con el Espíritu, por o t r o . Una relación q u e las afir*
maciones neotestamentarias al respecto a ú n no habían aclarado. Lo único
que ellas destacaban con nitidez era la mutua pertenencia de los tres.
Pero, a pesar de lo que se dice sobre la preexistencia, ni siquiera la rela-
ción del Hijo con el Padre quedaba inequívocamente definida- Más difí-
cil aún era diferenciar al Espíritu del Padre y del Hijo como u n a mag-
nitud con consistencia propia. Pero, ante todo, lo que quedaba sin acla-
rar era cómo compatibilizar con la fe monoteísta en la unidad de Dios
lo que se decía sobre el Kyrios y sobre el Espíritu.

Son tres problemas que están inte ¡relacionados. Mientras no se di-


ferenció del Hijo al Espíritu como una magnitud hipostática propia,
p u d o entendérsele como la fuerza del Padre de la que el Hijo está lleno,
y a éste, p o r su parte, como la palabra en la que se expresa el Espíritu
del Padre- Y a la inversa: la autonomización hipostática del Espíritu,
convertido en u n a tercera persona j u n t o al Padre y el Hijo, se puede
entender como u n a consecuencia de la hipostatización del Hijo 3 0 . Hoy,
p o r el contrario, podemos encontrarnos críticas de la doctrina trinitaria
cristiana que postulan la vuelta a u n a concepción del único Dios como
el Espíritu que actúa en y por medio de Jesucristo y que, a su vez, hace
q u e J e s ú s esté vivo y p r e s e n t e p a r a los creyentes 5 1 .

Una concepción de este tipo puede remitirse lo m á s verosímilmente


a Pablo, pues en sus cartas la acción de Cristo glorificado y la del Espí-
ritu constituyen u n a unidad indisoluble 3 2 . La razón de ello está en que el
Resucitado se halla tan penetrado del divino Espíritu de la vida que se

tt Cf., al respecto, G. KAETSCUMAR, Studien zur frühchristlichtn Trinitüstheolo&ie,


Tubinga 1956, 125ss y 131.
» Según G, KRETSCHIUII. CU:., 216. M. Wiu-s, Reftcciions on the Orízins of the
Trittiiy, en Working Papers on Doctrine, Londres 1976, 10s. le da un valor mayor
Al Influjo de la fórmula bautismal trinitaria en Justino (Apol 1,6,13 y 61), Irenco
(Epid 6.7) y Orígenes (Hom Ex VIII.4).
** Véase una panorámica de los resúmenes formularios de la íe cristiana del
cristianismo primitivo en J* N. D. KELLY, Primitivos credos cristianos (1950), Sa-
lamanca 1980, 28-39, csp. 34ss [1972 (3.' ed.), 13-29, esp. 23ss] sobre fórmulas bina*
rias y trinitarias. Cf. también del mismo aulor, Eariy Christian Doctrines (1958),
Londres 1960 (2.- cd.), SSss-
» Es lo que dice G. W. H, LAMIT. God as Spirit. The Bampton Ucíures 1976,
Oxford 1977, 210, cf. 132s.
u En esta dirección va lo que dice Lampe: véase esp. 118.
£ Lo ha expuesto penetrantemente I. HERMANN, Kyrios und Pncuma* Studien tur
Christologie der pazdimschen Hauptbritfc, Munich 1961.

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292 V. El Dios trinitorio

le puede llamar también a 61 «espíritu que da vida* (I Cor 15,45). De ahí


que le fuera posible a Pablo identificar alguna vez Kyríos y Pneutna
(2 Cor 3,17). Pero la identidad completa de a m b o s queda excluida ya en
ese mismo texto por la caracterización del Espíritu en referencia di
Kyrios como «Espíritu del Señor» (3,17b) 3 *. El Kyríos es el J e s ú s resu-
citado y glorificado, cuya vuelta espera la comunidad. El Espíritu es la
forma y la fuerza de su presencia y el vinculo de los creyentes con él *.
294 Juan distingue con más claridad entre el Hijo y el Espíritu- El Espí-
ritu es el «otro abogado (paráclito)» que el Padre va a enviar en n o m b r e
de Jesús (Jn 14,16) o que el mismo Jesús enviará después de ser glori-
ficado por el Padre (15,26; 16,7). La calificación de paráclito se puede
entender en el sentido de un abogado o intercesor de los hombres ante
Dios. Así se la utiliza en 1 Jn 2,1 respecto de Cristo glorificado. Pei*o
también se la puede entender en el sentido de una abogacía de la causa
de Dios ante los hombres o de la causa de Jesús después de su partida *.
En cualquier caso, como el «otro paráclito», que podrá venir cuando
Jesús se haya ido, el Espíritu es en J u a n claramente distinto de Jesús *.
Con todo, en la teología de los siglos n y n i , la diferencia e n t r e el
Hijo y el Espíritu siguió estando poco clara en muchos aspectos w .
No estaba clara, por un lado, su relación con la Sabiduría» cuya
preexistencia como magnitud diversa del Creador constaba con certeza
en Prov 8¿2ss. Teófilo de Anlioquía (ad Autol I I , 15, ele*) e Ireneo
íadw haer. IV, 20,lss) hablaban de una tríada compuesta por Dios, la
Palabra y la Sabiduría M . Teófilo identificaba al Espíritu con la Palabra
(II, 10) y, en cambio. Ireneo lo ponía en relación con la Sabiduría
(cf. también IV, 7,4)- Justino, por el contrario, refería Prov 8,22s ül

11
Así lo dice, contra Boussct, muy convincentemente, W. KILUIEK, Christos, Kyrios,
Gottessohn, Zurich y Stuttgart 1963. 163ss. Sobre las afirmaciones semejantes Je
1 Cor
14
123 y 1 Cor 6,17. cf. ibid., I65s.
G. W. H. Lampe, lamentando «Paul's failurc to complete thc identif ¡catión
oi thc Spirit with thc presen t Christ» (o.c, 118), está reconociendo también que
Pablo no ha sostenido que la identidad entre Kyrios y Pncuma fuera completa, aun-
que haya sido justamente así como ha sido posible entender al Espíritu —dice Lam-
pe— como «un tercero* junto al Padre y al Hijo.
» Véase el apéndice 5 de R. BROWN, El Evangelio según Juan XUIXX!, Madrid
1979, 1520-1530 (1970. 1135-1143] y también la p. 892 (644): el Espíritu es «otro pa-
ráclito* (a diferencia del de 1 Jn 2,1) siendo el continuador de la misión de Jesús-
Y lo es tanto acusando *al mundo» por su condena de Jesús (Jn 16¿$), como
también conduciendo «a la verdad completa* a los creyentes (16,13) (tbid., 970-979
[709717]).
J6 Sin que obste para ello el hecho de que Juan acentúe el parecido de la
actuación del Espíritu con la actuación de Jesús (R. BHOWN, O.C,P I527S [1141]).
O W II. LÍMFE. o c , 9lss, no se da cuenta en absoluto, respecto de dicho parecido,
de que existe una diferencia procedente ya de la situación postapostólica en la
que surge el Evangelio de Juan (cf. sobre ello R. BROWN, O.C.+ I527SS [1141$$])-
tf Lo observa, con razón. M. WILCS, Some Rcflections on the Origina of thc Doc-
trine oí the Trinitiy, en Working Papcrs on Doctrine, Londres 1976, 1-17, csp. 10.
* Véase, a) respecto, G. KRETSCUMI** Studien zar frühchristlichen Trinitdistheo-
\ogiet Tubinga 1956, 2741.

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294 V. El Dios trinitario

Atanasio y los Capadocios insisten en que, como consecuencia y con-


dición de su unidad esencial, las tres hipóstasis participan en cada u n a
de las actividades divinas* Por consiguiente, ya no podían fundamentar
lo peculiar y distinto de cada una de las personas partiendo de sus dis-
296 tintas esferas de acción 4 5 , Pero ¿quó base queda entonces para afirmar
la presencia de u n a trinidad en el ser divino? 4 4 . Según Maurice Wiles,
ya Atanasio y los Capadocios enseñaban la doctrina de la trinidad en
Dios solamente en virtud de la tradición eclesiástica, del testimonio bí-
blico sobre la revelación y, especialmente, de las fórmulas bautismales
trinitarias. Pero ese fundamento habría desaparecido ya para la teología
actual, porque la exégesis htstórico-crítica ya no justificarla la afirma-
ción de q u e la imagen trinitaria de la Divinidad es un dato revelado en
el sentido de u n a proposición explícita con autoridad de revelación 45 .

¿ E s sólido este razonamiento? Su presupuesto es que las diversas


formas en las que actúan el Padre, el Hijo y el Espíritu son la única b a s e
de argumentación empírica para sostener que son diferentes entre sf.
Ahora bien, ese presupuesto ni es evidente de por sí, ni está de acuerdo
con los datos bíblicos 4 *- Al contrario, la distinción entre Padre e Hijo
se basa en un mismo y único acontecimiento: el mensaje de J e s ú s s o b r e
Dios y sobre el Reino de Dios que se acerca. Y también lo q u e se afirma
sobre el Espíritu Santo está dicho en relación con esc acontecimiento:
aunque el Espíritu de Dios sea conocido p o r el Antiguo Testamento, no
se le reconoce como un tercer principio de la realidad divina con con-
sistencia propia m á s que en el contexto de su relación con el Padre y el
Hijo. Lo decisivo p a r a ello fue la distinción del Hijo respecto del Pa-
d r e f f . Ya Tertuliano —y Orígenes después de él— había insistido en que

an argument being use both by Eunomius and thc Maccdoníans agaínst his full
Godhead.»
*J M. WILES, o.c.» llss destaca, con razón, que esta concepción se encuentra en
contradicción con la argumentación que se hacia en los siglos n y ni.
** M* Wuxs, o.c*, 14: «If there is no distinction whatever in thc actívity of the
Trinity toward us, how can we have any knuwledgc of thc disttnctions at al)?*
** Ibid.» 14s: -a datum oí revelation given in cLcar propositional form». Según
Wiles esta concepción está in «conflíct with the whole idea of thc nalurc of reve-
lation to wich btblical criticísm has led us» (15). No podemos menos que estar de
acuerdo
46
con él en rechazar esa idea de una «propositional revelation» (16),
L Hodgson interpretaba la doctrina trinitaria como el resultado de una re-
flexión sobre las «particular manifestations oí the divine activity* y es objeto
de la critica de Wiles (oe., Is; cf. 14, y U HOOGSON, The doctrine of the Trinity,
Londres 1944, 25)» Pero tampoco él hablaba de tres actividades distintas, sino de
una únka «actívity- divina, cuyas manifestaciones especificas no conducen a cada
una de las personas de la Trinidad, sino que «centre In the birth. ministery. cru-
cifixión, resurrection and ascensión of Jesús Christ and the glft of the Hoty
Spirit to the Church». Hodgson, sin explicarlo más en detalle, dice que en todo ello
se contiene la vida divina como «mutual selfgiving to one another of Father and
Son47 through thc Spirit» (68).
Lo confirma indirectamente la polémica de G. W. H. LAMPE, o.c», 210: el Es-
píritu no se convirtió en un «tercero» en la divinidad más que por medio de la
«hipostatización» del Lógos.

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296 V, El Dios trinitario

y las relaciones intratrinitarias, es decir, de la vida interna de Dios, no


se llega más q u e a través de la revelación del Hijo, no por medio de las
diversas esferas de actuación del Dios uno en el mundo. Sólo a posteriofi
se pueden asignar a las diferencias trinitarias ya conocidas aspectos es-
pecíficos de la unidad de la acción divina en el mundo.
Una vez aclarado que el Padre, el Hijo y el Espíritu son diferentes
y que van siempre j u n t o s , se plantea, naturalmente, con más crudeza lfl
298 cuestión de la compatibilidad de esa realidad con el carácter mono-
teísta de la fe bíblica en Dios y también con la tradición de la teología
filosófica. En la argumentación atanasiana en favor de la plena divinidad
del Hijo y —en las c a r t a s a Serapio— del Espíritu, se presupone, más
que se ofrece, u n a respuesta a dicha cuestión. El interés que movía la
argumentación de Atanasio en favor de la divinidad plena del Hijo y del
Espíritu no era en absoluto d e m o s t r a r el carácter monoteísta de la com-
prensión cristiana de Dios. El interés por dicha divinidad se basaba, más
bien, en que sin ella el creyente no podría llegar por medio del Hijo y
del Espíritu a la comunión con Dios**. Es cierto q u e también Atanasio
insistía en que él no enseñaba que hubiera tres principios, sino uno solo»
presente asimismo en la Palabra y en el Espíritu (c. Arian. I I I , 15)-
Y pretendía, sin duda, que la tesis de la homousia del Hijo y del Es-
píritu garantizaba mejor la unidad de Dios de lo que podían hacerlo sus
adversarios creyendo que sólo se salvaba esa unidad, como monarquía
del Padre, atribuyéndoles al Hijo y al Espíritu un rango inferior, crcatu-
ral, en la jerarquía del ser. Pero, a pesar de todo, con la confesión de
la plena divinidad del Hijo y del Espíritu, no quedaba todavía clara
la relación entre la doctrina trinitaria y el monoteísmo. Se iba a ver en
seguida cuando Basilio de Cesárea c o m p a r a r a la relación e n t r e la divi-
nidad única de Dios y las tres personas con la relación existente e n t r e
un concepto general y sus realizaciones individuales* sin advertir que,
de ese modo, pensando en varios seres divinos, se ponía en peligro el
monoteísmo. Los a r r í a n o s le acusaron inmediatamente de triteísmo.

La preocupación por mantener la fe bíblica en la unidad de Dios


estuvo presente desde el comienzo mismo del desarrollo de las propo-
siciones cristianas sobre la divinidad del Hijo y del Espíritu. No pocas
veces se respondió a ese interés, sobre todo en los inicios de la doctrina

* Atan. c. Arian. II. 41. 43. 67 y 70 <cf. también L 49 y II, 24) y sobre la di-
vinidad del Espíritu, aá Serap. I, 24.
» Basilio ep* 38, 2f. También J. N. D. KEIXV, Early Christian Doctrines, Londres
1958,1960 (2: cd.(. que. al menos por lo que respecta a sus intenciones monoteísta*.
defiende a los Padres Capadocios de la acusación de «triteísmo» que íes habían
dirigido ya sus adversarios arríanos (2ó7s), califica de •unfortunatc» esta expli-
cación de la relación entre la physis divina y las htpóstasis. Sobre la acusación
de triteísmo. véase K. Hou. Amphüochius von Ikonium in seinem Verh&lmis zu
den gro$*rt Kúppadoziem, Tubinga y Leipzig 1904. 142ss, 173, y 2I8ss. y también*
R. SCEBEFG, Lehrbuch der Dogmmgeschichte II, 1923 (3.' cdj, 132ss.

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298 V. Eí Dios trinitario

dose al «sabelianismo», acentuaban dicha inferioridad con especial én-


fasis. Llegaron a hacerlo de un m o d o tan basto que se les podía argüir
con las o t r a s doctrinas que eran también enseñanza de Orígenes: la uní-
300 dad esencial del Logos con el Padre y su generación eterna» «Fuera del
tiempo, pues todavía no existía éW. Más tarde Atanasio, defendiendo la
declaración de Nicea sobre la igualdad del Hijo (y del Espíritu) con el
Padre en la divinidad, la homousia, superará realmente el s u b o r d i n a d o
nismo. Porque él insistía en que el Padre no puede ser pensado como
Padre sin el Hijo y el Espíritu. En cambio, el escalonamiento en la ple-
nitud de la divinidad, que había ido unido a la idea de causalidad, pasa-
ba a un segundo plano. Claro q u e entonces se agudizaba la cuestión de
qué era lo que garantizaba la unidad de Dios: ¿podía seguir consistiendo
dicha unidad en la «monarquía* del Padre o había que formularla y fun-
damentarla ahora de un modo totalmente distinto?
La teología cristiana primitiva trataba de mostrar la compatibilidad
de la fe en la divinidad del Hijo y del Espíritu con el monoteísmo velero*
testamentario interpretando determinados pasajes del Antiguo Testa-
m e n t o como implícitamente trinitarios. Puede que este procedimiento
parezca inaceptable desde el punto de vista de la actual exégesis his-
tórico-crítica. Pero entonces estaba d e n t r o del contexto de la historia de
la interpretación de dichos textos p o r el pensamiento judío. Esta cone-
xión es significativa: muestra que la concepción cristiana del Hijo como
una hipóstasis preexistente junto al Padre, y la correspondiente concep-
ción del Espíritu —concepciones q u e se gestaron en el camino hacia
la doctrina de la Trinidad— no tenían por q u é e s t a r necesariamente en
contradicción con la fe del judaismo. Lo podemos ver ya en lo que dicen
los Proverbios s o b r e la preexistencia de la s a b i d u r í a (Prov 8 ¿ 2 s s ) , textos
que se convinieron en el punto de partida tanto del concepto joánico de
Logos como de la doctrina de la p r i m e r a apologética sobre el mismo
Logos. La teología rabínica, siguiendo un procedimiento semejante, ha-
bía identificado con la Tora a la sabiduría preexistente de Dios 5 9 . Pero
no era sólo, ni mucho menos, la sabiduría la única magnitud que. siendo
u n a forma en la que Dios se mostraba, podía adquirir, para el pensa-
miento judío, una cierta autonomía j u n t o a éL Algo parecido sucedía
ya en la teología deuteronomista con el «nombre» de Yahvé. del q u e se
dice que «habita» en el Templo (Dt 12.5.11.21. etc.), mientras que Dios
mismo está en el cielo (Dt 26.15)* Desde Ezcquiel y el Códice Sacer-

para el Hijo, sino que se aplica a todas las criaturas espirituales. Al Hijo, como "se-
gundo Dios* (c. Ccls. V, 39). se le considera como la primera de las criaturas
(Ibid., V, 37; cí. también ibid.. IV. 4, 1),
5* Solomon SCHECHTER, Aspects of Rabbinic Theology (1909), Nueva York 1961,
127ss.
* Para G. v. RAD. Deuteronomiumstudien, Go tinga 1947. 26, esa idea de la pre-
sencia cosistica del nombre se roza «mucho con la de una hipóstasis*. Cf. tam-
bién del mismo, Teología del Antiguo Testamento 1, Salamanca 1978, 239s [1957. 186],

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í. £7 Dios de Jesús y ¡a doctrina de la Trinidad 299

dotal la gloria de Yahvé aparece también como una magnitud con enti-
dad propia, en cierto sentido distinta de Dios mismo* 1 , q u e descenderá
sobre Jcrusalen en e! futuro escatológico para habitar en ella para siem-
p r e (Ez 43,4.7). Luego los targumín rabfnicos vincularon la kabod con 301
la schekitta*2, diferenciándola así más claramente aún de Dios mismo.
Todo ello está en relación con la idea de la trascendencia de Dios res-
pecto del m u n d o . Una consecuencia de la acentuación cada vez mayor
de dicha trascendencia fue q u e las diversas formas de la presencia de
Dios en el mundo se consolidaron como hipóstasis autónomas. Eran
ideas muy emparentadas, en principio, con las maneras cristianas de
concebir al Hijo y al Espíritu, en las fases iniciales del desarrollo teoló-
gico, como actores de la economía divina de la salvación. Por eso se les
pudo relacionar también a los d o s con las ideas judías acerca de los
ángeles y, al revés, los relatos veterotestamentarios sobre apariciones de
Dios, a las que la exégesis judía ponía en relación con los ángeles, pu-
dieron ser utilizados como base documental de la fe cristiana en la triada
de Padre, Hijo y Espíritu. Y así, un papel muy importante en la prueba
escri turística aportada por la Iglesia en favor de la doctrina de la Trini-
dad les correspondió a la narración de la visita de los tres «varones» a
Abraham en Mamré (Gn 18,1-16) y a la visión de la vocación de Isaías;
a esta última ya la había relacionado Filón con la idea del Dios q u e
habla desde el arca de la Alianza e n t r e los dos querubines (Gn 25,22) tí .
En todo ello se cifra un asunto de validez permanente- Las proposiciones
cristianas sobre el Hijo y el Espíritu pudieron conectarse con las cues-
tiones —que preocupaban ya al pensamiento judío— referentes a la reía*
ción entre la trascendente realidad esencial del único Dios y sus formas
de manifestarse. La respuesta cristiana a esas cuestiones, dada en el Credo
de Nicea y Constantinopla sobre la plena divinidad del Hijo y del Espí-
ritu, significa que las formas en las q u e Dios se hace presente y se
revela en el mundo hay que pensarlas como unas en esencia con el
mismo Dios trascendente y que, a la inversa, a este Dios trascendente
hay que pensarlo como trascendente y presente, a un tiempo, en el
mundo.

Este tema tuvo un desarrollo prototípico en el caso del concepto de


Logos. Para la Apologética cristiana del siglo n, igual que ya para Filón,
el Logos es el portador auténtico de la revelación del Dios trascendente
para este mundo, tanto en la creación como en la historia de la salva-
ción. De ahí que Justino pudiera atribuirle al Logos todas las aparicio-

*' Véase en O, v. RAO. Deuteronomiumstudien, 26ss una descripción de la -tco*


logia de la kabod* de P.
** Referencias documentales en el Theologisches Worterbuch zum Ntuen Testa-
ment II, 1953. 2«s.
** Habla extensamente de ello G, KRTTsciniAR, Studicn zur frühchristlicheti Trí-
nitátsth£otogiet Tubinga 1956, 64s, 82ss, 86ss; cf. también en 92s una exégesis de
Hab 3, 2.

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300 Vt Et PÍQ$ trinitario

ncs de Dios relatadas p o r el Antiguo Testamento (Apol 63; Dial 127$).


Lo específicamente cristiano era sólo la aparición definitiva (o comple-
ta) y corporal del Logos en Jesús de Nazaret. Pero, p o r o t r o lado, fue
justo la identificación del Logos con Jesús la que condujo a la convic-
ción de que dicho Logos era plenamente Dios. La plena divinidad del
302 Logos no se seguía de su función cosmológica, que sugeria m á s bien la
inferioridad de lo procedente de Dios frente a su origen divino. La uni-
dad con Dios, en el sentido de la divinidad plena del Logos, se deducía
de su función escatológica de revelación, entendida como mediación de
la participación en Dios mismo, es decir, de la salvación. Sin embargo,
en los comienzos de la cristologfa del Logos el interés se centraba en la
unidad del Logos con el Padre proporcionada p o r su procedencia de él.
Era esta procedencia del Logos del Padre la que parecía asegurar la legi-
timidad monoteísta de la cristologfa. La idea del Logos $c podía deducir
de la idea de un Dios único que, con la creación del mundo, profería de
sí su propia Razón, la Palabra en la que se encuentra el origen de todo
lo que es distinto de Dios 6 *. Y con esa idea de la procedencia iba unida
también la de que el Logos participa de la «sustancia» del Padre 6 5 . Sin
embargo, ¿no implicaba la procedencia del Logos del Padre la ambigüe-
dad de q u e o bien se establecía la diferencia e n t r e ellos colocando al
Logos del lado de las criaturas, o bien se renunciaba al monoteísmo? La
idea de la generación «eterna» del Logos, en contraposición con la crea-
ción de las creaturas, aportaba u n a delimitación terminológica, P e r o
¿aclaraba realmente el tema en sí? Ciertamente en Orígenes no era ése
el caso.

Atanasio fundamentaba la unidad del Hijo con el Padre sobre una


base distinta de la relación de procedencia 4 6 , a saber: en la lógica del
nombre del Padre q u e implica que éste se encuentra referido al Hijo.
Pero de esta manera no se explicaba todavía cómo había que entender
m á s en concreto la unidad entre los dos- Los Capadocios intentaron ofre-
cer esa explicación. Ellos creyeron que la unidad de actuación de las

64
Sobre la idea det XÓYOC ¿vStáfltro^ XÓ-pS" 7ip*popoc6£, cf. Teófilo de Antioquía,
cd AutoL II, 10; algo parecido también en Tacíano or. 5, lss y en Tertuliano» adv.
Praxean
45
5*
Tertuliano, adv Praxean 2: «unius autem substantiac... quia unus Dcus, ex
quo et gradus isti et formac ct species in nomine patris et filii et spiritu sancti
deputantur». Cf* ibid., 4: «filium non aliunde deduco, sed de substantia patris».
y 9: «pater cnim tota substantia cslÉ íilius vero derívatio totius et portio». Véase
también ibid., 43. Sobre la concepción semejante de Orígenes acerca de la uni-
dad de sustancia entre las personas divinas, cf. J. N. D. KELLY, Early Christian
Doctrines, 130s, cap. 235 acerca de las consecuencias de una «comprensión genérica*
de 66la unidad de sustancia.
Pero tampoco ¿1 iba más allá de las ideas expresadas por Tertuliano o por
Orígenes cuando argumentaba con la participación del Hijo en la naturaleza di*
vina recibida del Padre {c. Arüm 1. 26-28; II. 59s). Cf. otras referencia» documen-
tales en J. N. D. KELLY, O.C, 2*445,

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J. El Dios de ¡esüs y la doctrina de la Trinidad 301

personas mostraba su unidad personal* 7 . Pensaban que de esta manera


daban u n a respuesta convincente a la acusación de triteismo. Pero, aun
en el caso de que hubiera que asignarle una actividad común a la tri-
nidad de personas divinas, se podría pensar q u e la unidad propiciada
p o r dicha actividad común es una unidad colectiva constituida por seres
divinos existentes con anterioridad a cualquier tipo de actividad. La
actividad común no constituye ni a las personas ni las diferencias exis-
tentes entre ellas. La teología de los siglos n y ni habla intentado fun-
damentar la diferencia e n t r e las personas trinitarias imaginando tres
círculos de acción distintos para el Padre, el Hijo y el Espíritu, respeo
tivamente. En cambio, la idea de una actividad divina única, desarrolla*
da en el siglo iv, no puede proporcionar la base p a r a la constitución de
personas diversas. Ya es mucho que no contradiga el presupuesto de
u n a pluralidad de personas divinas. No tiene p o r q u é s e r así si se piensa
que las tres personas actúan j u n t a s continuamente, ya desde un princi-
pio. Pero entonces hay q u e dar ya por supuesto que esa trinidad de
personas tiene su fundamento en o t r o sitio. La unidad de su acción en
común no dice nada de la relación en la q u e están e n t r e sí ni siquiera
de su existencia independiente o dependiente. Lo único q u e exige es que
la constitución de las personas divinas, si es que, p o r otros motivos, es
necesario el supuesto de esa pluralidad de personas en Dios, hay que
pensarla de tal manera que se haga comprensible de algún m o d o a partir
de ella el hecho de esa p e r m a n e n t e actividad conjunta. Con lo cual no
queda excluida la posibilidad de u n a acción conjunta colectiva de suje-
tos que existieran con independencia ontológica unos respecto de otros.
De modo q u e tampoco así se puede eliminar la sospecha de triteísmo.
No nos sorprende, por eso, q u e los Padres capadocios se hayan visto
obligados a hacerle frente a esa sospecha por o t r o camino; a saber; por
medio de una reflexión en t o r n o a las relaciones entre las personas en

•' Véase, al respecto, J. N. D. KHLLY, O.C» 266$, LO que decía ya Tertuliano pue*
de verse en la cita aducida más arriba en la nota 55. En un libro muy sugerentc:
Roben W. JENSÜN, The Triimc Idcnlüy, Filadelfia 1982. II3s, se ha recordado la
concepción de Gregorio Niscno, según la cual la divinidad de Dios consiste en la
actividad común en la que se encuentran unidos entre si el Padre, el Hijo y el
Espíritu (< - ¡-.un. 2, 149 y Ablabius I24s). En este punto de vista podría encontrarse.
en efecto, un germen para la solución de las dificultades que impilca la cuestión
de la relación de las eres personas con la unidad de la esencia divina, siempre
Que la unidad del -resplandor» de su actividad común procediera de las rela-
ciones mutuas de las personas entre si. Jenson (o.c.| ve insinuado este paso en la
reformulación de la parábola del sol y el resplandor (referidos al Padre y al Hijo)
propuesta por Gregorio Nacianccno, según el cual serían tres los soles que
dan un único resplandor {or. 31, 14, MPC 36, 148s>. Pero los Capadocios mismos
no desarrollaron conceptualmcntc dicho paso y. además, lo que movió a Gregorio
a rcformular La parábola fue que le parecía que no daba suficientemente cuenta
de la autonomía de las hipóstasis que proceden dei Padre (cf. K. HOLL, Ampht*
lochius von Ikanium. !9Wt 175, sobre MPG 36, 169B).

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302 V. £í Dios trinitario

cuanto constitutivas de la diferencia y de la autonomía de cada una de


ellas.
Atanasio había desarrollado la perspectiva de que la idea de cada
una de las personas implica ya p o r sí misma sus relaciones con las otras,
es decir, q u e es impensable sin dichas relaciones- Donde mejor lo había
conseguido era en el caso de la relación entre el Padre y el Hijo. Que el
304 Padre no puede ser pensado como Padre sin el Hijo había sido su ar-
gumento decisivo en favor de la plena divinidad del Hijo. En las carias
a Serapio t r a n s p u s o esa misma argumentación a la relación del Padre
con el Espíritu, aunque no la podía desarrollar con el mismo grado de
evidencia a p a r t i r del n o m b r e de padre. La fuerza de convicción argu-
mentativa no la podía encontrar en este caso m á s que recurriendo a q u e
el Padre es Dios, al cual no se le puede pensar nunca sin su Espíritu.
Los Capadocios asumieron este tipo de argumentación respecto de la
peculiaridad de cada u n a de las tres personas: son sus relaciones mu-
tuas las que definen sus diferencias**. Pero esta perspectiva de tipo
lógico no la aprovecharon —al menos suficientemente— para respon-
der a la cuestión ontológica de la constitución de las personas. Para
eso los Padres capadocios echaban mano de la antigua idea de que
el Padre es la fuente y el principio de la divinidad •, De m o d o que el
Hijo y el Espíritu reciben su divinidad del Padre y, p o r tanto, también
su unidad con él 7 0 , mientras que sólo el Padre carece de origen. Ahora
bien, ese era el punto de vista al q u e iba vinculado el «subordinacionis*
mo» de las concepciones trinitarias anteriores a Nicea, el mismo que
había dificultado el reconocimiento de la plena divinidad del Hijo en la
batalla librada en torno a la fórmula nicena. El a r g u m e n t o de los arria-
nos no había sido o t r o que el de afirmar q u e sólo el Padre carece de
origen y que, por tanto, sólo 61 es Dios en el sentido m á s elevado de la
palabra: el origen de todo lo demás q u e no necesita él mismo de ningún

** Basilio ep. 38, 7 (MPC 32, 33SB-339A>, Anfíloco de Iconio /jf. 15 (MPG 39. 112),
Gregorio Nazlanceno or. 29, 16 (MPG 36, 96A) y or. 31. 9 (MPG 36, MÍO.
* Basilio C. Eun. II, 17 (MPG 29, 6Q5A). ep. 3Í, 7 (MPG 32. 337C>; Gregorio Na-
cianceno or 2 (MPG 35. 445BC), también or. 29. 2 (MPG 36, 76B), or. 31, 14 (ibid.,
148$); esp. también Gregorio Niscno adw Macea. 13 (MPG 45. 1317A). Sobre la
problemática de esta Idea respecto a la consistencia de ta doctrina trinitaria de
los Capadocios, cf. K. HOLL, Amphitochtus von ¡konium, 1904. 146ss, Sobre la ima-
gen del Padre como «fuente* de la divinidad, además de la imagen más común de
la unión indisoluble entre el sol y su resplandor, cf. Tertuliano adv. Prax, 8. 22
y 29, y Orígenes in Johann II, 3 (MPG 14, I09D) y de prine. I, 3, 7 (60: -unus dei-
tatis fons»), asi como el fragmento de su comentario a la carta a los Hebreos, en
C, H. E. LOUÜATZSCH (ed.). Orígenes Opera Qmnüt, 5P Berlín 1835, 297,
* Según Gregorio Nacianceno or. (MPG 36. 420B) el Padre es para las otras
personas el fundamento tanto de su ser como de su unidad con él. «Tanto él
como Basilio no eran conscientes de que esa afirmación no se acompasaba lógi-
camente con su propia tesis de que TUXTTÍP es una hipóstasis que hay que distin-
guir de la oOffía» (HOLL, O.C, 174). La incompatibilidad consiste en que al Padre,
en cuanto fuente y principio de la divinidad, no se le puede distinguir de la
ou^ia divina como a las otras dos personas.

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2. Doctrina de la Trinidad y estructuración de ¡a Dogmática 3Q5

origen. Basilio, por el contrarío, había distinguido entre la carencia de


origen de la divinidad en cuanto tal y la carencia de generación del
Padre: esta última sería la característica auténtica de su persona en
contraposición con el Hijo, que es engendrado 71 . Pero Basilio no había
llegado a pensar, como Atanasio, que el condicionamiento relacional de
las diferencias personales hay que aplicárselo también al Padre con un
sentido de reciprocidad, de tal manera que a éste sólo se le puede 305
pensar como «no engendrado» en relación con el Hijo* Al revés: al pen*
sar al Padre como origen y fuente de la divinidad, Basilio le asociaba
de tal modo con la esencia divina que la divinidad era sólo de él origi-
nariamente propia, mientras que para el Hijo y el Espíritu era recibida
de él. Esto significaba, en comparación con Atanasio, una recaída en el
subordinacionismo, porque la idea de que el carácter propio de las per-
sonas lo definen sus relaciones recíprocas no llegó a desarrollarse hasta
el punto de que las personas hubieran sido pensadas constituyéndose
ontológicamente también de modo recíproco. La constitución de las per-
sonas se interpretó más bien en términos de relaciones de origen {o p r o
cedencia), de las cuales, propiamente hablando, sólo se podía decir que
eran constitutivas de las personas del Hijo y del Espíritu, puesto que el
Padre era tenido por el origen y la fuente de la divinidad.

Difícilmente se podrá, pues, afirmar que la controversia en torno al


dogma de Nicea y a la plena divinidad del Hijo y del Espíritu haya
conducido a una clarificación suficiente de la unidad de las personas
del Padre, del Hijo y del Espíritu en la única esencia divina. La intención
monoteísta de los Capadocios, y también ya de los Padres prenicenos,
está por encima de toda duda. Pero sólo podemos afirmar con restric-
ciones que dicha intención se haya plasmado en una argumentación ade-
cuada. De ahí que haya habido motivos objetivos para que la teología
posterior se haya visto obligada a realizar nuevos esfuerzos de más largo
alcance.

2. EL LUGAR DE LA DOCTRINA DE LA TRINIDAD


EN LA ESTRUCTURACIÓN DE LA DOGMÁTICA
Y EL PROBLEMA DE LA FUNDAMENTACION
DE LAS PROPOSICIONES TRINITARIAS

Desde la Escolástica clásica se impuso el procedimiento de comenzar


la exposición del tratado de Dios con la cuestión de la existencia de Dios,
explicando a continuación la esencia y los atributos de ese Dios uno y

71
Sobre el significado de esta distinción en la confrontación con el arrianismo,
cf. HOLL. o.c, 135&. J. N. D. KELLY, Eearly Christian Doctrines, Londres 1960 (2 * ed.},
244f observa Que esta distinción había apuntado ya en Atanasio,

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304 V* El Dios trinitario

dejando para el final la doctrina de la Trinidad 7 3 . La Dogmática de la


Reforma mantuvo el mismo m o d o de proceder*

En sus Loci comunes de 1521 Mclanchton quería prescindir to-


talmente del tratado de Dios (CR 21, 84)* Pero las ediciones pos t crio*
306 res de los Loci comienzan, desde 1535 (ibid-, 351), con un locus
de Deo en el que, después de tratar, brevemente de la existencia
y de la esencia de Dios, se habla ampliamente de la Trinidad (cf. la
redacción definitiva de 1559 en ibid., 607437). En 1539 Calvino le aña-
de a su ¡nstilutio religionis chrisiianae un capítulo Inicial sobre el
conocimiento de Dios que, sin embargo, no trata más que del Dios
uno (CR 29, 279-304). La doctrina sobre la Trinidad se exponía, igual
que en la primera edición de 1535, más adelante, a saber: al tratar
del concepto de fe dentro de la explicación del credo (c. 6, 8$s,
CR 29, 481495). Por fin, en la última edición de 1559, la doctrina
de la Trinidad pasó a ser asociada a la del conocimiento del Dios
Creador —ampliada y convertida ahora en el Libro primero de toda
la obra— y se la exponía después del conocimiento de Dios por
medio de la naturaleza, la Escritura y la razón {¡nst. lf 13, CR 30.
89-116).

Es cierto que los dogmáticos protestantes antiguos, desde Abraham


Calov™ insistían en q u e no se llega a entrar en la idea cristiana de Dios
m á s que con la doctrina de la Trinidad y en que sin esta doctrina dicha
idea queda incompleta w . Incluso la teología de la Ilustración mantuvo
la misma opinión 7 5 . Con todo, se sentían legitimados p o r el Antiguo Tes-
tamento para poner en primer lugar, antes de la doctrina sobre la Tri-
nidad, un t r a t a d o sobre Dios como ser supremo (según Ex 3,14) * y sobre

7
¿ El mismo procedimiento que encontramos también en nuestros días en algu-
nas exposiciones greco-ortodoxas de U Dogmática, por ejemplo, en D. STAKUOIB,
Orihodoxae Dogmatik, Gütersloh 1985» K* RWNER, Advertencias sobre el tratado
dogmático 'De Trinitate*. en Escritos de Teología IV. Madrid 1964.105-136. esp. 112ssP
13b (1961, 103-133, esp. llQ&s, 133] ha contribuido decisivamente a hacernos cons
ciernes
73
de que es un procedimiento que necesita ser revisado*
A. CALOV, Systema Locorum Theotogicorum, f. 2: De Cognittonet Nommibus*
Satura ct Attributis Dcif Wittcnberg 1655, c* III (De descrip turne Dei): «Conceptúa
proprlus exprimltur ín Del descrlptlone tum absoluto termino infiíiiti... tum reía-
tíve. quod essentia divina trium sit personamm, ve! In tribus subsistat personis ..
Oui vero non addunt mentioncm trium Pcrsonarum in descriptione DciÉ cam ne-
quáquam genuinam aut complctam sistunt, quum sinc iisdem nondum constet,
quisnam sit verus Dcus» (182).
** Cf. también D. HOLXAZ, Examen theotogicum acroamaticum I {Statgard 1707),
Darmstadt 1971 (nueva cd.j. 324.
H S. I, BAUUGARTCN, Evangeiische Gtaubensichre. Halle 1764 (2/ cd.). llama a la
doctrina trinitaria «una verdad fundamental de la más concreta revelación de Dios
que no se puede ni eliminar, ni ignorar, ni dejar de tratar, ni mucho menos dis-
cutir y negar... sin desfigurar o eliminar los elementos más esenciales del orden
de salvación rociado* (I, 425)* También, J. S* SEULCR, Versuch einer freiern theo-
togischen Lehrart, Halle 1777, mantuvo la doctrina de la Trinidad (28Bs y más
detalladamente en 290-304), a pesar de su clara inclinación hacia la idea de que
la Trinidad es algo sólo de la revelación (300)*
» Por ejemplo, D. HOLLAR o*c*f 325*

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2. Doctrina de la Trinidad y estructuración de la Dogmática 30*

sus atributos. A esta idea se le asociaba también el concepto neotesta*


mentario de Dios como espíritu (Jn 4,24), q u e terminó por sustituirla 7 7 .
Pero, de una manera o de otra, los atributos de Dios se deducían de su
carácter de ser supremo o ser espíritu, mientras que la doctrina de la
Trinidad se le sumaba luego, como un contenido específico de la reve-
lación cristiana, a aquella idea de Dios ya terminada en sí misma, d a n d o
así la impresión de que se trataba de un apéndice del tratado general
sobre Dios.
La teología de la primera E d a d Media había conocido todavía o t r o
procedimiento. En el primero de los libros de las Sentencias, Pedro
Lombardo trataba del misterio de la Trinidad y, tras una breve intro-
ducción, se ocupaba ya en el segundo epígrafe del myslerium trinitatis 307
et unitatis. Claro q u e también él comenzaba su exposición sobre las
rationes et stmilitudines de la fe trinitaria de la Escritura con algunas
reflexiones sobre el conocimiento natural de Dios. Pero según su punto
de vista —dependiente del de Agustín—, dicho conocimiento natural se
consigue a través de las huellas de la Trinidad en la creación e incluso.
con mayor claridad aún, en el alma humana 7 *.
En contraposición con el Lombardo y con toda la tradición de las ana-
logías psicológicas de la Trinidad procedente de Agustín. GUbcrt de la
Porree sostenía que la razón no puede alcanzar m á s que el conocimiento
de la unidad de Dios. La trinidad de personas, en cambio, era para él
una verdad puramente de fe que no se sigue de ninguna manera de la
unidad divina 7 9 . Rechaza como «sabelianismo» t o d o intento de deducir
dicha trinidad de la unidad de Dios con la ayuda de las analogías psico-
lógicas de la Trinidad de Agustín*. Esos intentos jugaron un papel im-
portante en la primera escolástica y constituyen parte de la génesis his*
tórica de la estructuración del t r a t a d o sobre Dios — m á s tarde predomi-
nante— q u e antepone al t r a t a m i e n t o de la Trinidad el de la unidad de
Dios. La complejidad del problema sistemático de la estructuración del
t r a t a d o sobre Dios no se percibe m á s que si se tienen en cuenta estas
interconexiones d e n t r o de la historia de la teología- La naturalidad con

77
Por ejemplo, en J. S* SFAHI'R. O.C.P 721s, porque* para el. la descripción vetc-
rotestamentaria de Dios, era incompleta (cL 265ss).
R Petrus Lombardus, Sentetuiarum Libri Quatuoré París 1841, 15&s y 19ss. La
«imago Trinitatis in anima* (I d3 n.7, col. 20s) la describe siguiendo a Agustín {De
tritt. X, 12) como «memoria, intcUigcntia, amor*, destacando, al mismo tiempo, su
diferencia respecto de las tres personas en Dios (según De írin. XV 20$$), Süi
embargo, parece que el Lombardo le daba preferencia a la tríada «mens, notitia
cjus, amor* (según De trin. XI, 4). pues expresa mejor la preeminencia del Padre
y su19
relación de egendrador con el Hijo: «mens cuasi paren*» <d3 n.18, col* 225).
Sobre GUbcrt. véase M. A. SCHUIDT, GoUhcit und Trinitaet, nach dem Kommen*
tar des Citbert Porreta zu Boethtus* De Trimtatc, Basilea 1956. 59, cf. 10, y, además,
GUbcrt PL 64, 1262 C is. Sobre la fundamentaron de las cosas creadas en la esetv
ria divina. 1269 A &s.
* PL M, 1279 C s.

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306 V, £/ Dios trinitario

la que la teología posterior iba a seguir utilizando la sucesión temática


establecida en un determinado momento (primero, Dios y sus atributos,
y luego, la doctrina trinitaria) parece ser el fruto de una pérdida de la
conciencia de dicha problemática. Detrás de las decisiones que afectan
a la estructuración del tratado de Dios está la cuestión doctrinal de
cómo se relacionan entre sí la unidad y la trinidad de Dios: ¿se puede
deducir ésta de aquélla? Si asi fuera estarla justificado, desde el punto
de vista sistemático, que el tratado de Dios empezara con la unidad y
siguiera con la trinidad de Dios. Pero este orden puede ser entendido
también en el sentido de que las proposiciones trinitarias son un com-
plemento que se les añade a las que se refieren al Dios uno. Y entonces
no se establecería una interconexión sistemática adecuada más que a
condición de que se pueda mostrar que la definición de la unidad de
Dios es en sí misma insuficiente. Si no, las proposiciones sobre la Trini-
dad aparecerán inevitablemente en ese tipo de construcción del tratado
de Dios como un apéndice más o menos superfluo a (o dicho sobre la
unidad de Dios. En cambio, si se puede mostrar que lo que se diga sobre
la unidad de Dios no puede ser más que una definición insuficiente de
la idea de Dios, se habrá conseguido ya así un modo de pasar deductiva-
mente de la unidad de Dios a las diferencias que se dan dentro de su
vida, aunque no se trate sino de un paso negativo.
La problemática asi planteada de la relación entre unidad y plura-
lidad de Dios no se identifica sin más con la deducción del Logos y del
Espíritu a partir del Padre como la hacía la teología del Logos de los
apologetas del siglo n. Estos habían llegado a concebir tres personas
igualmente divinas partiendo de la idea de una generación eterna, no
temporal Pero de ese modo el problema de la unidad de Dios en su
trinidad se les volvería a plantear de nuevo a los Padres capadocios ante
la acusación de los arríanos de que su doctrina era tritefsta. La deduc-
ción del Hijo y del Espíritu a partir del Padre no era ya suficiente para
conjurar la sospecha de tritelsmo, pues el Padre era ahora sólo una de
las personas en Dios y no su esencia una. De otra manera, es decir, si se
identificaba al Padre con la misma esencia divina, resultaba inevita-
ble la consecuencia de que el Hijo y el Espíritu eran hipóstasis subor-
dinadas al Dios supremo (cf. más arriba la nota 50), Pero tampoco podía
resultar satisfactorio pensar, con Basilio, la esencia divina de modo aná-
logo a una unidad genérica que vincula entre sí a las tres hipóstasis. Así
no se podía sino atizar más aún la sospecha de triteísmo. Sospecha que
tampoco se podía eliminar asegurando que las tras divinas personas ac-
túan conjuntamente, pues la constitución de su trinidad tendría que pre-
ceder ya a su acción conjunta hacia afuera.
En medio de esta situación se buscó solucionar el problema afirman-
do la unidad de la esencia divina con anterioridad a cualquier diferen-

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2. Doctrina de la Trinidad y estructuración de la Dogmática 307

ciación trinitaria y excluyendo de dicha unidad cualquier diferencia sus-


tancial, aunque el precio q u e se pagaba p o r ello era que la distinción de
t r e s «personas» en Dios se convertía en un misterio impenetrable. Fue
el camino seguido p o r Agustín en su obra sobre la Trinidad. La tesis de
los Capadocios sobre la actividad conjunta de las tres personas divinas
hacia afuera daba pie para dicha solución 1 1 : lo que se seguía de dicha
tesis era que partiendo de los efectos de la acción creadora de Dios sólo
se puede conocer su unidad 8 1 - Ahora bicn ( esa unidad hay q u e pensarla
como absolutamente simple, sin ningún tipo de composición: suponer
cualquier composición en Dios sería destruir la misma idea de Dios,
porque entonces surgiría la pregunta p o r el origen de dicha composición
y lo así compuesto no podría ser ya pensado como la causa suprema F \
De m o d o que Agustín intentó interpretar el dogma trinitario sobre la
base de u n a esencia divina u n a y simple.
Lo primero, desde dicho punto de vista, es que la trinidad de «per-
sonas» no puede implicar diversidad sustancial. De ahí q u e a Agustín
no le gustara la calificación de las personas como «hipóstasis», pues el
equivalente latino de este concepto es j u s t a m e n t e substantia**, Pero la
diferencia e n t r e las personas divinas tampoco puede ser accidental, pues
en Dios, debido a su inmutabilidad, no puede haber accidentes. En cam-
bio. Agustín asumió la definición de las diferencias trinitarias por medio
del concepto de relación; definición que habían hecho ya los Capadocios
siguiendo a Atanasio: para Agustín las diferencias e n t r e las «personas»
en Dios se deben solamente a las relaciones que se dan entre ellas 8 5 . En
su opinión, hablar de relaciones en Dios no contradice la exclusión de la
posibilidad de que haya accidentes en él porque en Dios las relaciones no
expresan ningún tipo de mutabilidad, sino q u e existen desde siempre y
para siempre, mientras q u e los accidentes se definen por su mutabilidad.
De m o d o q u e las relaciones en Dios no son accidentes* 6 . Pero ¿no se
debería seguir m á s bien de la exclusión de elementos accidentales de la

« Gregorio Nacianccno, or. 31, 9; Gregorio Niseno, Ex comm. not (MPG 45. 180);
también, Ambrosio, De ftde IV. 90 (CSEL 78, I87s) y De spir. s. II, 59 (MPL 16, 786).
Agustín, al respecto, de Trin. I. 4, 7 (CCL 50, 1968, 36): «InseparabtHter operentur»;
y IV, 21, 30 (CCL 50, 202s).
** Cf. A, SCHINIUR, Wort und Analo^ie in Augustins Trinitatslehret Tublnga 1965.
127.
** Véase, al respecto del Autor, Cuestiones fundamentales de teología sistemática,
1976, lOOss, eap. 104s [I, 1967. JQ2ss, csp. 306).
•* Agustín, De Trín. VII, 5s (CCL 50. 26Üss), cf. VIII. 1 <ibid.. 268).
ti De Trut* VIII. I: «Ea díci propric in illa trinitatc distincte ad smgulas per-
sonas pertinentia quae relativo dteuntur ad invjccm. .• (286). cf. V, 5 (210s). Cf<
Gregorio Nacianceno or. 29 (PG 36, 73ss). Según Agustín la calificación del Padre
como *no engendrado* (ingenitus) hay que considerarla también como expresión de
una relación en cuanto que niega una determinada relación: cf. De Trin. V. 6, 7
(212. 4749).
<* De Trin. V, 4, 5s (209s).

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2. Doctrina de la Trinidad y estructuración de la Dogmática 309

el siglo xxi Thierry de Chartres y Alain de Lille trataron el mismo tema


vinculando unidad c igualdad en la idea de que la unidad divina perma-
nece siempre idéntica a sí misma y acuñaron fórmulas muy concisas al
respecto, de las q u e echaría mano Nicolás de Cusa tres siglos después n .
Con Werner Beierwaltes ** podemos considerar que nos encontramos
aquí ante la reformulación específicamente cristiana de la especulación
platónico-neoplatónica sobre la unidad, su máximo perfeccionamiento
conceptual-
También Anselmo de Canterbury está muy cercano en su Monotogion
a la estructura argumentativa típica del m o d o de deducir la trinidad a
partir de la unidad divina de procedencia neoplatónica. Aunque, por lo
q u e toca a los contenidos, las ideas de Anselmo siguen más bien a Agus-
tín. inspiradas, en particular, en la tríada «mens, notitia, amor» del li-
bro IX de su t r a t a d o sobre la Trinidad 94 * Pero m i e n t r a s que Agustín
consideraba q u e el espíritu q u e se conoce y se a m a a sí mismo es
sólo u n a lejana imagen de la Trinidad. Anselmo deducía directamente
la trinidad de personas del concepto de sumiría natura como spiritus
(Mottol. 27). Su m o d o de a r g u m e n t a r se puede comparar, bajo m u c h o s
puntos de vista, con la manera en la que la Apologética del siglo H de-
ducía al Logos a partir del concepto de Dios-espíritu como algo propio
de Dios q u e se pone de manifiesto en el momento de la creación. Pero
Anselmo, d a n d o p o r supuesto el dogma trinitario, se refería a la reía*
ción e n t r e unidad y trinidad en Dios antes de la creación, haciendo, en
concreto, q u e la trinidad procediera de y quedara inmersa en la unidad:
el que piensa y su pensamiento, igual que el amor que los une a ios dos.
son un solo espíritu (MonoL 29 y 53). Las analogías agustinianas sobre
la Trinidad le proporcionaban el material para la deducción de la tri-
nidad de personas del concepto de la summa essentio entendida como
espíritu.

Ricardo de S. Víctor, en su obra sobre la Trinidad, deducía de


manera semejante la trinidad de Dios del concepto de Dios como

w
Cf* W. BEIERWALTES. O.C, 36&*. Agustín había escrito ya «quod paicr ct filius ct
spiritus sanctus unios substantíae inseparabili aequalítate dívinam insinuent uní*
tatcm» (De Trin. I 4. 7; CCL 50, 35, 4-6).
• Ox.. 3S3.
** Agustín, De Trin. IX, 2&s (CCL 50. 249&J). Agustín parte aquí del amor, en
cuanto que implica la tríada de amonte, amado y amor (2)* Pero el amor e*lge
el conocimiento de lo que se ha de ornar y todo conocimiento de otros presu«
pone ya el conocimiento propio, de modo que al amor a otros le precede tam-
bién el amor o uno mismo (3). Es asi como llega Agustín a la tríada de «mens,
notitia y amor» (4). Anselmo, en cambio, parte de la palabra propia de la «summa
natura», origen de todas las cosas finitas, para llegar a la «palabra interna» que, en
cuanto pensamiento, precede a la expresión {Alotwtogiort 9s» en Wcrke, ed* por
F. S. Schmitt, TP 24s; cf. Agustín, De Trin. IX, 7, 12; CCL 50. 304. 4ss) y, desde
la palabra interna, al amor con el que el summtts spiritus se ama a sí mismo
en la Palabra de su misma esencia, el Hijo (Monologion 49ss).

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110 V, E¡ Dios trinitario

summum bonum, el cual incluía, para él, la idea del amor («canias»)
(III, 2: PL 196. 916s). Ahora bien, el amor definido como caritas te-
nía que ser amor a otro: «nullus autem pro prívalo, ct proprio su i
ipsius amorc dicitur proprie charitatcm habcrc. Opportct itaquc ut
amor in alterum tendal, ut chantas esse queat» (916). De ahí que
la caridad exigiera una pluralidad de personas. Pero el amor de
Dios no podía encontrar un interlocutor auténticamente digno de
él más que en una persona divina. Por eso serla necesario el supues-
to de una pluralidad de personas divinas» pero unidas de tal ma*
ñera entre sí por el amor que lo tienen todo en común, también la
divinidad (III, 8: PL 196, 920: «utrumque unam camdemquc substan-
tiam communem habere»)*
La argumentación que pane de la idea del amor tiene la venta*
ja, respecto de la deducción de la trinidad divina a partir del con*
cepto de Dios como espíritu, de que conduce realmente a la idea
de un interlocutor personal. El carácter personal de la pluralidad
que hay que distinguir en Dios le ha causado siempre dificultades
a la argumentación que parte de la idea de Dios como espíritu w .
312 De todos modos las dificultades que encontraba Agustín en la doc-
trina de la Iglesia sobre la trinidad personal en el Dios uno, iban
unidas sobre todo a la idea de que en el concepto de persona va in-
cluida una subsistencia individual, siendo así que diferencias en la
sustancia o subsistencia son incompatibles con la unidad de la cssen*
tia divina (De Trin. VII, 4, 8ss: CCL 50, 257ss).
Una segunda ventaja de la argumentación de Ricardo consiste en
que el Espíritu Santo aparece en ella con más claridad como una
tercera persona distinta de las otras que cuando se piensa en
un espíritu que se conoce y se ama a sí mismo. Porque, según Ri-
cardo, la tercera persona no es simplemente el amor que une al
amante y al amado. Ese amor corresponde más bien a la esencia
común a las tres personas. Pero el amor entendido como ca-
ritas. que ama al otro como a sí mismo, exige que las personas
unidas por él quieran tener a un tercero como partícipe de su amor
(III, II: PL 196, 922, y III, 15: PL, 925). Claro que a esta argumei*
tación se le ha objetado, con razón, que el tercero que participa
en el amor de los dos podría ser también una crcatura (Tomás de
Aquino, STh I, 32, 1 ad 2).
La idea del amor hacia posible que tanto la personalidad como
la comunión de las personas trinitarias aparecieran con un perfil
más definido. Pero ello no pudo impedir que, si bien la primera
teología franciscana siguió a Ricardo poniendo de relieve la idea del
amor, la influencia de la argumentación ricardiana en la teología
posterior fuera menor que la ejercida por la deducción de la trini-
dad a partir de la esencia divina entendida como espíritu. También

** Según Anselmo de Canlerbury, por ejemplo, no es admisible incluir al Pa*


dre, al Hiju y al Espíritu bajo la designación común de «personas»: -Non enlm
putandae sunt tres personae, quia omnes plurcs personac síc subsistunt separatim
ab invkem, ut tot necesse sit esse susbstantias quot sunt personac... Quarc in
summa essentia sicut non sunt plures substantiac, ita nec plurcs personac» {SlonoL
79, p. 85, 18-22). El capitulo termina luego de una manera un tanto abrupta reco-
nociendo que hay que dar alguna respuesta a la pregunta quid tres: Padre. Hijo
y Espíritu Santo, y que esta necesidad haría aceptable la conccptuaiización antes re-
chazada (ibid. 86, IM4).

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312 V. El Dios trinitario

causa primera no sólo se deducen allí los atributos «negativos» de Dios,


como son la simplicidad, perfección, infinitud, inmutabilidad, eternidad
y unidad, sino también su c a r á c t e r espiritual en c u a n t o ser dotado de
entendimiento (I, 14) y voluntad (I, 19). Y aquí se fundamenta, a su vez,
la posibilidad de pensar ciertas processiones en el interior de Dios, es
decir, el surgir de lo conocido en el intelecto (I, 27,1) y de la atención
amorosa hacia el objeto conocido en la voluntad (I, 273)* La idea de que
estos acontecimientos del interior divino son actiones, ofrece la base
p a r a suponer la presencia de relaciones en el interior de Dios (I, 28,4),
y a partir de ellas se construye la doctrina de las personas como rela-
ciones subsistentes (I, 29,4). He ahí u n a cadena de deducciones lógicas
que va desde la idea de Dios como causa primera del m u n d o hasta las
proposiciones acerca de las personas trinitarias, Pero ¿cómo se compa-
gina esto con la afirmación de que el conocimiento de la Trinidad se
basa en la revelación y es puramente de fe? Una cuestión que se planteó
314 el mismo T o m á s * y a la q u e respondía diciendo que la razón, cuando
se trata de verdades reveladas, como la de la Trinidad, sólo puede ofre-
cer razones de congruencia que expliquen el tema de que se trate, pero
presuponiéndolo ya1C0. Se trataría, pues, de u n a argumentación ex hypo-
thesi, igual que la de u n a exposición de la Trinidad como explicación de
la autorrevelación de Dios. Pero Tomás la desarrolla vinculando la teo-
logía natural (la doctrina sobre el Dios u n o y sus atributos) con la doc-
trina de la Trinidad a modo de deducción de esta última de aquélla*

Con Tomás de Aquino la estructuración del tratado de Dios adquirió


la q u e iba a ser en el futuro su forma clásica: primero u n a exposición
s o b r e el Dios u n o y luego sobre la Trinidad 1 0 1 . Una estructuración en

w
STh I, 32, 1 arg. 2: «Augustinus vero procedit ad maniFestandum Trinitatem
Personarum ex proces&lone Verbi et amorís in mente nostra: quam vía supra se*
cutí sumus.» Se remite aquí a q 27, 1 y 3. En la respuesta a este argumento, To*
más no rechaza la Interpretación agustiniana, sino que observa tan sólo lo si-
guiente: «Simllitudo autem Intellcctus nostri non suíficienter proba! aliquid de
Deo, propter hoc quod imellectus non unívocc invenitur in Dco et in nobis- (ad 2)*
La razón de esto último esta en que las creaturas sólo reflejan muy fragmentaría*
mente lo que se contiene en La causa divina en una unidad y simplicidad indi*
visas (I, 13, 4c y 5c, cf. I, 12. 4 resp. y 13, 12 ad 2). Lo cual coincide con la con-
cepción de Agustín sobre la unidad de Dios, que excluye de la esencia divina
cualquier composición no sólo de sustancias distintas, sino también de sustancia
y accidentes (De Trín. V, 4, 5s; CCL 50, 209&s>. Aunque Agustín negaba dichas
composiciones no por causa de la simplicidad, sino de la inmutabilidad de Dios,
si bien ésta implicaba, para ¿I, la simplicidad (el. De civ. Dei VIII, 6 y XI, 10, 1).
•• STh I, 32, 1 ad 2: €Alio modo inducilur ratio. non quae suííicienler probct
radfcem, sed quae radicí iam positae ostendat congruere consequentes effectuv
Trinitate posita, congmunt huiusmodi rationes; non lamen íla quod per has ratio-
nes sufticiemer probetur Trinitas Personarum*.
**i Le hablan precedido ya la Suma de Prcpositino de Cremona y la Summa
Theologica publicada bajo el nombre de Alejandro de Hales. En esta última to-
davía no estaba tan claro como en Tomás que ta deducción de la Trinidad a
partir de la esencia de Dios era la razón de la división del tratado sobre Dios
en las inquisitiortes de substantiae divtnae unitate, y de pturditaie Divtnae Trini*

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314 V* El Dios trinitario

espiritual (csp. !, 6 y 7). Sólo que esc inicio no se ha convertido to*


davía en algo determinante de la sistemática del tratado de Dios en
su conjunto, como iba a suceder después en la teología latina de la
Edad Media.

La teología de la Reforma perdió ya la cerrada unidad sistemática


que había adquirido la doctrina de Dios en la escolástica clásica, pues
se empezó a tomar en serio la afirmación de q u e a la Trinidad sólo se
la conoce p o r revelación. Lo cual quería decir q u e a las proposiciones
de la doctrina de la Trinidad había que buscarles una f u n d a m e n t a r o n
en la Escritura. Es verdad que e s t o era algo exigido para todas las pro-
posiciones dogmáticas, también para las partes del tratado de Dios refe-
rentes a su existencia y a su esencia tomada en si misma (absotuíc
considérala). Pero, a pesar de su fundamentación bíblica, lo que se decía
sobre estos temas no sólo coincidía en muy buena p a r t e con lo que la
filosofía escolástica proponía sobre el carácter espiritual del s e r de
316 Dios, sobre su unidad, unicidad, simplicidad, perfección, infinitud, eter-
nidad, etc., sino que se exponía pensando en las conexiones conceptua-
les procedentes de dicha filosofía *°*. En cambio, por lo que toca a la
doctrina de la Trinidad, la dogmática protestante antigua se limitaba a
fundamentar y a precisar a base de la Escritura las proposiciones res*
pectivas de la doctrina de la Iglesia. El Melanchton tardío deducía toda-
vía a partir de la «essentia spiritualis» de Dios las procesiones del Hijo
y del Espíritu valiéndose de las analogías psicológicas de la tradición
agustiniana m . Pero no tardó en levantarse u n a oposición decidida con-
tra ello tanto por p a r t e luterana (Flacius y Hutter) como reformada
(Ursin) ** El resultado fue que la mayoría de las exposiciones protes-
tantes antiguas de la doctrina de la Trinidad se desarrollaban sin con-
tinuidad conceptual ninguna con las proposiciones acerca de la unidad
de la esencia divina y de sus atributos. En esas condiciones, declarar
q u e lo que se decía sobre la unidad esencial de Dios, «absolute conoide-
rata», habla q u e referirlo al Dios trino de la fe cristiana y que la doc-
trina de la Trinidad no trataba sino de la misma esencia divina, sólo que

w Cf. la visión de conjunto que da sobre esto C. H. RATSCHOW, Lutherische Dog-


maiik zwischen Reformation und Aufktárung, II, Gütersloh 1966. 59-81. A. Calov,
por ejemplo, exponía la doctrina de los atributos a modo de deducciones a partir
de una «descrlptlo Del» como «essentia spiritualis infinita»; «lila conscqmintur
vel essentlam, vel ¡nfinitatem, vel spiritualiíatem» iSystema 2, 225).
|(B
Lod theoL 1559: *At pater aeternus sese Intuens gignit cogilationem sui, Quac
est imago ipsius+„ Hace igitur imago est secunda persona .. Ul autem Filhis ñas-
citur cogitationc, ita Spirítus sanctus procedit a volúntate Patris et Füii* (CR 21,
615$). Además de sus discípulos más cercanos, siguieron esta concepción de Me-
lanchton algunos teólogos reformados del siglo xvn, especialmente B. Keckermann
en su Systema s$. theoL, 1611 (I, 2).
w* Referencias documentales en C. H. RATSCUOW. O.C, 90SP y en H. HEPPE/E, Biznt,
Dte Do&tnatik der ewmjtelisch-rcformicrten Kirche, Ncukirchcn 1958, 92sst

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2. Doctrina de la Trinidad y estructuración de la Dogmática 315

bajo o t r o aspecto, es decir, «relativo considcrata» m , no podía ser más


que una ligazón meramente externa de los diversos temas del tratado
de Dios. La cohesión conceptual interna habla desaparecido ya, a u n q u e
se mantuviera todavía la estructuración del tratado procedente de la es-
colástica clásica, que en o t r o tiempo sí que había dado expresión a una
cohesión de ese tipo.
La carencia de conexión interna con la doctrina de la unidad absolu-
ta de Dios exponía a la teología de la Trinidad a u n a crítica fácil. Los
socinianos y otros antitrinitarios del siglo xvi *• impugnaban, en p r i m e r
término, las afirmaciones presuntamente absurdas de la doctrina de la
Iglesia, pero recurrían también a una exógesis bíblica orientada contra
dicha doctrina. La interpretación que hacían de pasajes como Jn 8,58;
Jn 17,5 y, especialmente, Jn l.lss resultaba ciertamente bastante forza-
da10*. pero le daban un mordiente que impresiona incluso todavía al 317
lector de hoy: subordinaban al Hijo y al Espíritu al Padre y se convir-
tieron en los pioneros de la tesis posterior de q u e la teología debería
darse p o r satisfecha con una Trinidad reducida al hecho de la revela-
ción, dejando en paz el supuesto de una Trinidad eterna en la esencia
de D i o s ' * A los argumentos de razón contra las proposiciones trinita-
rias y a la exégesis orientada a desautorizarlas vino a s u m a r s e m á s tarde
la crítica histórica q u e reducía la génesis de la doctrina de la Iglesia al
platonismo antiguo t a r d í o 1 " . Esto intensificaba aún más la impresión
de q u e el dogma trinitario no era bíblico. De modo que no tenemos por
qué a d m i r a r n o s si la teología de finales del siglo x v u i y principios del xix
se refugió de buena gana en la idea de u n a Trinidad de revelación m , que
era la que encontraba atestiguada en la Escritura m . Ya en Johann Sa-
lomo Semler se observa esta tendencia; él estaba a favor de la propuesta
arminiana de dejar q u e cada uno se hiciera su juicio privado sobre cómo
concebir exactamente la filiación divina del Hijo ,w . Es posible q u e tam-
bién el m o d o en el q u e Schleiermacher trataba la doctrina de la Trini-
dad estuviera relacionado con dicha tendencia: partiendo de la cristolo*

w J, F. KteiG, Theotogia positiva acroamática (1664). Pars Prima, § 32.


*• D. CANTUIORI. Iialienische Haeretiker der SpÜtrenaissance, Basilea 1949. 33&s
(sobre Servel), I66ss, 231ss sobre L. Sozzinl y F. Sozzini.
w véase lo que se dice sobre la argumentación sociniana en D. F. Snnup, Dic
Chrístliche Glaubenslehre, 1, Tubínga y Stuttgart 1840, 467-475, esp. 472$.
uo Cf. ibid., 476480, especialmente referido a S. Episcopio y a Felipe de Lim-
borch, Theologia christiana (1689).
•"
113
Por ejemplo, SOUVERAIN, Le Platonisme dévoilé, Colonia 1700,
La distinción entre la trinitas oeconomica y la trinitas e&settttalís de la doc-
trina de la Iglesia se remonta a J. URLSPERGER, Vier Versuche einer genaueren Bes-
timmung des Geheimnisses Gottes des Vatcrs und CHristi, 1769-1774. y Kurz&efa$tcs
System meines Vortrazes van Cotíes Dreicinigkeit, 1777.
«J Cf., por ejemplo, K. G. BRETSOINEIDER, Handbuch der Dogmatik der evange-
liscMutherischen Kirche 1 (1814), Leipzig 1828 (3.* ed.). 544ss.
»4 J. S. SEULER, Versuch einer freiern theotogischen Lehrart, Halle 1777, 298ss,
tsp. 30 K

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316 V, Et Dios trinitario

gía y de la pneumatologja (Der christliche Glaube, § 121,2; cf. 97.2) y


ofreciendo un resumen de ella al final del tratado sobre la fe (§§ 170ss).
La decadencia de la teología de la Trinidad en la teología evangélica
de los siglos XVII y xvm fue un efecto de la ausencia de interconexión
sistemática interna entre las proposiciones trinitarias y las ideas acerca
de la unidad de Dios. En este sentido, fue la misma teología protestante
antigua la que propició ese proceso de decadencia al desmontar la de-
ducción escolástica de la Trinidad a partir de la unidad de Dios. Si se
rechazaba esta educción escolástica alegando el origen revelado de la
doctrina trinitaria, habría habido que repensar también a partir de aquí
la concepción cristiana de la unidad de Dios. En modo alguno se debió
renunciar a demostrar que la trinidad es compatible con la unidad de
Dios, es más, que sin la trinidad no se puede pensar ni adecuada ni con-
sistentemente la idea de la unidad de Dios. Es verdad que Abraham
Calov sostenía como postulado de fe la existencia de dicha intercone-
xión, pero no la desarrolló conceptualmcntc. En cuanto surja la impre-
318 sión de que al Dios uno se le puede concebir mejor sin la doctrina de la
Trinidad que con ella, será inevitable que esta doctrina parezca un aña-
dido superfluo al concepto del Dios uno. si es que todavía se la trata
asi de respetuosamente en cuanto misterio de la revelación. Peor aún:
será inevitable que parezca incompatible con la unidad de Dios. Y, una
vez dada esta constelación, es cuando la exégesis bíblica y la crítica
histórica pueden ser utilizadas como instrumentos de destrucción de la
doctrina de la Trinidad. El hecho de que en el Nuevo Testamento haya
ciertamente puntos de apoyo para la divinidad plena del Hijo y del
Espíritu, pero no una doctrina trinitaria completamente desarrollada,
se utilizará críticamente en contra una doctrina que parece ser incon-
sistente por si misma e incompatible con la unidad de Dios. Ese mismo
hecho aparece, en cambio, a una luz totalmente distinta cuando la doc-
trina de la Trinidad es presentada como la explicación completa y con-
sistente en sí misma de la unidad del Dios que se revela a sí mismo en
Cristo. Dicha doctrina se mostrará entonces como el resultado del es-
fuerzo sistemático por comprender y desarrollar plenamente un tema
que los testimonios bíblicos no hacen más que insinuar, pero, en el fon-
do, presente ya implícitamente en la fe cristiana más primitiva.
Que la decadencia de la doctrina trinitaria en la teología evangélica
era una expresión y una consecuencia de su insuficiente conexión con
la unidad de Dios, nos lo confirma el hecho de que bastó el redescubri-
miento de la deducción de la Trinidad a partir del concepto de espíritu
para que se le asegurara de nuevo un significado central en la intelec-
ción cristiana, e incluso filosófica en general, de Dios. Fue Lcssing quien
redescubrió y volvió a hacer valer la fundamentación de la Trinidad en
el concepto de espíritu, como expresión de la comprensión que Dios

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318 V, El Dios trinitario

idea de Dios, frente a cualquier tendencia unitarísta o deísta, que «pre-


cisamente esas formas concretas de revelación son absolutamente nece-
sarias» 1 1 7 . «Si Dios no es igual que se revela, ese trío de la revelación»
no es el absoluto* m . En cambio, Friedrich Uicke dudaba q u e ese paso
fuera necesario y q u e estuviera exegéticamente justificado, pues lo que
la Escritura dice sobre Dios, Padre. Hijo y Espíritu, se refiere a la rela-
ción de Dios con el mundo. Lücke estaba de acuerdo con la tesis de
Twesten de que «como Dios se revelare, así es él también». Pero obser-
vaba que Dios se revela también como amor y como justicia, sin que ello
signifique que se trate de «reales diferencias esenciales e inmanentes»:
como tampoco lo significa en el caso de Padre, Hijo y Espíritu. Lo a b s o
320 luto «no admite ninguna diferencia inmanente* 1 1 9 . «En ningún lugar de
la Escritura: ni en Juan, ni en ningún o t r o sitio», encuentra él «indicio
alguno sobre que Dios», tenga que revelarse a sí mismo y en sí mis-
ma».»»

La teología evangélica del siglo xix, a pesar de q u e ofrece una im-


portante cantidad de contribuciones relevantes sobre la doctrina de la
Trinidad, no salió nunca de esa aporía. A Lücke y a muchos otros les
parecía —y tenían toda la razón— que pasar de las afirmaciones bíblicas
sobre la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu a pensar en diferen-
ciaciones trinitarias en la esencia eterna de Dios era d a r un «salto» a un
enfoque totalmente distinto, «especulativo»; porque lo que se pensaba
sobre la Trinidad esencial no se tomaba de los d a t o s ofrecidos por la
revelación histórica, sino de ciertas p u r a s ideas sobre la esencia divina,
bien sea de la idea de Dios como espíritu o bien de la idea de Dios como
amor. Ambas vías argumentativas podían aducir en favor de sus p u n t o s
de partida determinados pasajes de la Escritura, a saber: las dos afir-
maciones joaneas «Dios es espíritu* (Jn 4,24) y «Dios es amor» (1 Jn 4,8),
a d e m á s de la misteriosa expresión de Ex 3,14, de la q u e la tradición
teológica, desde la patrística, tomaba la idea de la inmutabilidad de
Dios; son los únicos pasajes bíblicos que pueden leerse como «definicio-
nes» de Dios. Pero una penetración exegética cada vez mayor en lo q u e
son propiamente los textos del Nuevo Testamento ha puesto de relieve
con claridad creciente que sacar diferencias trinitarias de esos pasajes es
dar un salto a un género de argumentación distinto. De ahí que a finales
del siglo xix la doctrina de la Trinidad esencial o inmanente volviera a

»* C I, NITZSCU» Ubcr die wesentliche Dreicinigkeit Cortes, en Theologische Stu-


dien und Kríttkcn 1841, 295-345. 305.
»* Ibid.. 306* Cf. A. D. Chr. TWESTEN, Vorlesungen übcr die Dogmatik der Ev.-
luth. Kirche II/l, Hamburgo 1837, 203, cf. 199, donde se remite a Urtspcrgcr.
L** Fr. LÜcu, Fragen und Bedenhen Über die immanente Wescntrimtat, oder die
trinítarische Setbstunterscheidung Cotíes, en Theologische Studien und Kritiken
1840, 63-112, 108.
u° Ibid., 94; sobre la deducción de las diferencias trinitarias a partir del co-
nocimiento y de la conciencia que Dios tiene de sf mismo, cf ibid.. 99.

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J20 V. El Dios trinitario

E s p í r i t u son relaciones «subsistentes» cada u n a de por sí, y no sólo en


la persona del P a d r e , resultaron artificiosos 2*.
El m i s m o problema reaparece en el m o m e n t o de la renovación es-
322 peculativa de la doctrina de la Trinidad. Hegel e r a capaz de hacer
plausible la presencia de una pluralidad de personas en Dios partiendo
de la idea del amor, pero no con su otra idea del desarrollo de la auto-
conciencia del espíritu a b s o l u t o 1 * ; además, bajo el p u n t o de vista del
a m o r , definía dicha pluralidad c o m o «disuelta» en Dios 1 *. En c a m b i o ,
Isaak August Dorncr, el defensor m á s destacado de la Trinidad esencial
en la teología p r o t e s t a n t e de la segunda mitad del xix, hizo la significa-
tiva p r o p u e s t a de q u e se hablara de «modos de ser» del Dios u n o y no
d e tres personas w ,

No menos significativo es que K. Barth haya recogido la p r o p u e s t a


de Dorner en su enfática renovación de la doctrina de la Trinidad esen-
cial o i n m a n e n t e 1 9 . Evidentemente, Barth no quería ya d e d u c i r la doc-
trina de la Trinidad del concepto de Dios c o m o espíritu* Al contrario,
pensaba que había que entenderla como una expresión de la revelación

124
Tomás de Aquino, STh I. 29, 4 resp.: «Retalio autem in divinis non cst sicut
accídens inhacrens subiecto, sed cst ipsa divina essentia. Undc cst subsistens, sicut
essentia divina subsístiL* El aspecto artificioso de esta argumentación radica en
suponer que la contraposición implicada en la relatio permanece cuando ésta es
aplicada a Dios, aun cuando» en el discurso sobre Dios, Ea relación, igual que
cualquier otra predicación accidental, coincide indifcrenciaolcmcntc con la esencia
divina. El mismo Tomás dice en otro lugar que Jas relaciones no son realmente
distintas de la esencia divina (I, 39, 1: «Ex quo sequitur quod in Deo non sit altud
essentia quam persona, secundum rcm»). Las relaciones y las personas sólo se
distinguen conceptual mente (rati&nc tantum) de la esencia divina. Una diferencia
real sólo se da respecto a cada uno de los otros términos de la relación («compárala
autem ad opnosítam rclationcm habet viriutc oppositíonis realem distinctionem»).
Tomás creía que de este modo fundamentaba una diferencia real enlre las perso-
nas («quod personae realiter ad inviccm distinguantur»), Pero st, como todas las
demás atribuciones accidentales de la esencia divina, tas consecuencias de las re*
laclónos no se diferencian en ella más que conccptualmente t hay que pensar que
también es ése el caso de sus respectivos términos. De ahf que Tomás no haya
conseguido en realidad mostrar como tenemos que pensar la autonomía de las
personas en cuanto relaciones subsistentes, Ehins Escoto se inclinaba, no sin razón,
por una concepción alternativa: la base sobre la que las personas divinas se re-
lacionan entre sf tiene que estar en su constitución «absoluta» como personas
(cf«, al respecto, F. WETTUI, Die Trinitatslchre des Johannes Duns Scuttts, Münster
1967, 283-342, donde e! doctor subtitis comenta / Semencias, d. 26).

iw G. W. F. HCGEL, Vorlcsungett übcr die Philosophie der Religión III (cd. de


G. Lasson) 57 y 6üs (MS>; sobre lo dicho, cf especialmente las Lecciones de 1824
(71) y de 1827 (75).
'* En la Lección de 1824 Icemos lo siguiente: <La personalidad está disuelta en
la unidad divina» (0£., 72). J. Spttrr, Die Trinitatslehre G. W. F. Hegeis, Fríburgo
1965, 148ss, habla, por eso. con razón, de una «supresión del amor y, por tanto,
del otro en cuanto otro» (150) en la filosofía de Hcgcl.
w I. A. DORNER, System der christlichen Glaubenslehre I (1879) 1886 (2.* ed.),
431 y 433. y ya 4I5ss.
u* K. BARTH, KircMtche Dogmatik 1/1, 1932, 378. Sobre Ja relación de Barth con
Dorner. cf- mi artículo Die Subiektwitát Cotíes und die Trinittítstchrc, en Grundfra*
gen systcmatischer Theotogie II, 1980, 96»lllt csp. 99s.

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2* Doctrina de la Trinidad y estructuración de la Dogmática 323

dándose así en un «cros abstracto» IU . Pero Feucrbach entendía el


amor como una fuerza del género humano a través de la cual ma-
nifiesta la especie su dominio sobre los individuos lfl. Quien preten-
da mostrar, frente a Feuerbach, que Dios y el amor son uno. no
puede pensar primero a Dios como una persona trascendente a la
que luego se le asigna el amor al modo de un atributo o de una
actividad, sino que, a la inversa, tiene que entender a las «tres per-
sonas» como !a forma histórica concreta en la que existe el amor
que Dios mismo es. Ebcrhard Jüngcl, en cambio, opina, con Hein-
rich Scholz. que «el amor del que tenemos que hablar cuando nos
referimos a Dios ha de tener, efectivamente, a Dios mismo por su-
jeto» (431 [462J). Con lo cual está repitiendo la identificación de Dios
con el sujeto del amor contra la que se dirigía la critica de Feuer-
bach. Es verdad que Jüngcl subraya que no es lícito «deducir el ser
del Dios trinitario de una lógica de la esencia del amor» (406 [433]).
Pero, de hcchof está muy cerca del tipo de argumentación de Ricar-
do de S- Víctor: «Dios es el que ama de por sí... Pero, como no es
posible amar de por sí sin estar en relación con un amado, recep-
tor del amor, el que ama de por sí habrá de estar, por su parte.
desde siempre en relación con un amado: Dios Hijo* (472 [509]). No
cabe duda de que pasando del modelo barthiano de la autoafirma-
ción de Dios en su revelación a la idea de Dios como amor. Jüngel
ha ganado más espacio para el carácter personal de las diferencias
intratrimtarias. Pero entendiendo que el Hijo procede de la dife-
renciación que hace en sí mismo el Dios al que se llama sujeto del
amor, se está índentificando a Dios a parte pottort con el Padre, con
la inevitable consecuencia de que la igualdad del Hijo y del Espíri-
tu con él. en cuanto a su divinidad, queda puesta en entredicho.
Y. de modo semejante a lo que pasaba con la afirmación origenis-
ta de la generación eterna del Hijo, lo dicho vale también aun cuan-
do se nos asegure que el Dios que ama de por sí se encuentra re
ferido «desde siempre» al Hijo, objeto de su a m o r Al mismo ticnv
po. el que. según el sentido exacto de la afirmación joanea. Dios
no sólo tenga amor, sino que sea amor, sigue, con lodo ello, re*
sultando incomprensible.

De modo que toda deducción de la pluralidad de las personas trini-


tarias a partir de una idea de la esencia de Dios, sea de la de espíritu
o de la de amor, aboca a las dificultades del modalismo y del subordi-
nacionismo p o r uno o por o t r o lado 1 *. Es verdad que argumentando

IM E. JCNCfiu Dios como miterio M mundo. Salamanca I9W, 427-438. aquí 433
[1977, 457470. aquí 464] sobre L. FEíroiattit, La esencia det cristianismo (IWI). Sa-
lamanca 1975. 279s y 297s [Werke 5. Berlín 1973, 410sÉ 436].
'*> Cí. L FEUERBACH, O-C., 52ss [35ssJ. Ese es el sentido de la precedencia que
Feucrbach atribuye al predicado amor frente al sujeto Dios 293s [435s]. En cambio,
el •eras* y la «autorrealixación» de los que habla JÜngel no se despegan del in-
dividuo. del sujeto, al que Feuerbach no está dispuesto a reconocer más que como
una manifestación de la especie.
i» También W, KASFER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 305 [1982. 326J
rechaza ambos tipos de deducción. Pero no por motivos de fondo, sino porque,
según él, la Trinidad es -un mysteríum strícte dictum*. Es cierto que las proposi-
ciones trinitarias no se pueden deducir a partir de principios abstractos de razón,
32* \ . El Dios trinilurio

con la idea del amor se está m á s cerca de la comprensión cristiana de


Dios propia de la doctrina trinitaria que haciendo deducciones a partir
de la idea de una autoconciencia divina, pues de esa m a n e r a se deja más
espacio a la pluralidad de personas dentro de la unidad de la vida de
Dios. Pero si no se quiere caer en un monoteísmo pretrinitario de la
«subjetividad» de un cierto Dios uno engendrador de las o t r a s perso-
nas. dicha pluralidad de personas podrá ser resumida en la idea única
del a m o r divino, pero no fundamentada desde ella. La fundamentación
de la doctrina de la Trinidad tiene que p a r t i r , por eso, del modo en el
q u e Padre. Hijo y Espíritu se muestran y se relacionan entre sí en el
acontecimiento de la revelación. En este punto tienen de su p a r t e razo-
nes objetivas los q u e exigen q u e la doctrina de la Trinidad se funda-
mente en el testimonio de la revelación o en la economía de la salvación.
Ahora bien, asumiendo este modelo no hay ya ningún motivo de fondo
para que la doctrina de la Trinidad tenga que seguir a la doctrina sobre
la esencia y los atributos de Dios. Al rcvtís: la esencia y los atributos de
Dios no podrán ser adecuadamente tratados más que en el marco de la
revelación trinitaria de Dios como Padre. Hijo y Espíritu. Es cierto que
cuando el cristianismo habla de Padre, Hijo y Espíritu, y. sobre todo.
cuando Jesús llama Padre a Dios, están presuponiendo u n a cierta com-
prensión provisional de Dios. Pero esa comprensión no es la de la filo*
sofía teológica, sino la de la religión y, en concreto, la específicamente
referida al Dios que se le ha revelado a Israel como el único Dios. Esta
326 comprensión de Dios era ya, p o r su parte, el resultado de todo un pro*
ceso de confrontación de Israel con su e n t o r n o histórico-religioso. como
hemos visto ya al hablar del concepto de revelación en el capítulo IV.
Pero la relación de J e s ú s con el Padre modifica u n a vez m á s implícita*
mente dicha comprensión judía de Dios; modificación que se expresará
explícitamente en la doctrina cristiana de la Trinidad. Las proposiciones
cristianas sobre el Dios uno se refieren al Dios trino revelado en la re-
lación de J e s ú s con el Padre. Por tanto, no se las puede tratar más que
después de la doctrina de la Trinidad: como hizo Barth, con toda la ra-
zón. en su Dogmática Eclesiástica, Sin embargo, Barth, como subordi-
naba la doctrina de la Trinidad a u n a idea pretrinitaria de la unidad de
Dios —a su «subjetividad» en la revelación— ( no fue capaz a ú n de reco-
nocer la función q u e le corresponde a la doctrina de la esencia y de los

porque su fundamento esta en la revelación del Hijo y del Espíritu; es lo que


dice Kaspcr también en el lugar citado hablando de Mi 11,27; Jn 1,18 y I Cor 2,11:
en la p. 306 [3271 leemos: «no conocemos al Dios trino más que por medio de
sus palabras y de sus hechos históricos*. Pero ta referencia al misterio de la Tri-
nidad no puede conducirnos a ignorar la obligación de buscar un fundamento para
las proposiciones doctrinales trinitarias en el testimonio bíblico. Porque entonces
estaríamos usando un concepto de misterio nada bíblico y nada de acuerdo con
el testimonio de la Escritura sobre el misterio de salvación revelado en Jesucristo
(1 Tim 3,16; Rom 16.25).

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5, Distinción y unidad de las personas divinas 325

atributos de Dios respecto de la doctrina de la Trinidad. Una función


consistente en que, planteada como doctrina de la esencia y de los atri-
butos del Dios trinitario, dicha doctrina permite enfocar el tema de la
unidad de Dios sin caer en los errores q u e se derivan inevitablemente
de los intentos de deducir la Trinidad a partir de la persona del Padre
o a partir de la unidad de la esencia divina.

3. DISTINCIÓN Y UNIDAD DE LAS PERSONAS DIVINAS

a) EL COMIENZO CON LA REVELACIÓN DE D I O S EN JESUCRISTO


Y LA TERMINOLOGÍA TRADICIONAL DE LA DOCTRINA
DE LA TRINIDAD

El resultado al que n o s conduce lo t r a t a d o en el epígrafe anterior es


que la fimilamcntación y el desarrollo sistemáticos de la doctrina de la
Trinidad tienen que comenzar con la revelación de Dios en Jesucristo.
exactamente igual q u e el camino histórico que condujo a la configuración
de dicha doctrina comenzó con el mensaje y la historia de Jesús y con la
predicación de Cristo por los Apóstoles. La teología medieval subrayaba
ya a su manera y con fuerza creciente que la doctrina trinitaria es de
carácter revelado. En este sentido la teología reformada tenia razón al
no reconocer más que a la Escritura como fuente de la presentación del
Dios trinitario, a u n q u e con ello surgieran desajustes sistemáticos en la
construcción del tratado de Dios. En el siglo xix, los teólogos cercanos
a Schleiermacher, como Nitzsch y Twesten, Friedrich Lücke, p e r o tam-
bién, y antes que ellos, Karl Gottlieb Bretschneider y otros, mantenían
—con razón— frente a la renovación de la doctrina de la Trinidad pues*
ta en escena por la teología especulativa» que la doctrina trinitaria cris*
tiana tiene que medirse a sí misma por el p a t r ó n q u e ofrece el tcstimo- 327
nio revelado de la Escritura 1 J 1 . Al menos Twesten y Nitzsch subrayaban
—remitiéndose a Urlsperger— que la Trinidad de revelación y la Tri-
nidad esencial van inseparablemente unidas u *. Lo vieron mejor que
muchos teólogos posteriores: igual que se revela, así es Dios en su divi-
nidad eterna.

En la teología del siglo xx h u b o que esperar a Karl Barth para que el


tema volviera a ser reasumido con toda energía. Además, el mérito es-
pecial de Barth es que. en su Dogmática Eclesiástica, sacó las consecuen
cías sistemáticas que se derivan de la idea que nos ocupa para el empla-

W A. D. Chi\ TWLSTLN, Vortesimgen tíber dic Dogmatik der Ev^LutH. Kirche II/l,
Hamburgo 1837. 19Ss lo dice expresamente: el ungen de la doctrina trinitaria es
«la conciencia específicamente cristiana acerca de la salvación* (182). mientras que
•la Trinidad de la especulación no es ya sin más la del cristianismo» (196).
'» Véanse más arriba las notas llís.

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326 V, Eí Í>Í05 trinitario

zamicnto de la doctrina de la Trinidad en la estructuración de la Dog-


mática. Se podrá discutir si es u n a solución satisfactoria incluirla en los
Prolegómena de la Dogmática 1? \ Pero, en cualquier caso, hay que decir
que es acertado tratarla a continuación del concepto de revelación y an-
tes de la doctrina de la esencia y de los atributos de Dios, porque la ta-
rea de la doctrina de la Trinidad es responder a la cuestión de quién es
el Dios que se ha revelado en Jesucristo. Y hasta que esta cuestión no
haya quedado resuelta resultará imposible hablar con sentido de las ca-
racterísticas de dicho Dios •*
Ahora bien, ¿cómo podremos fundamentar la idea trinitaria de Dios
en la revelación de Dios en Jesucristo si es imposible encontrar ni en el
mensaje de Jesús ni en los testimonios neotestamentarios ninguna for-
mulación explícita que diga q u e el Dios uno existe en las tres personas
del Padre, del Hijo y del Espíritu?

La teología protestante antigua ofrecía una prueba cscriturística


de la doctrina de la Trinidad basada en un amplio número de textos
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento* Con la aparición de
la exégesis histórico-crítica, esa base tuvo que reducirse muy consi*
derablemente. Ya Johann Salomo Semler decía de muchos de los pa-
sajes aducidos en dicho contexto: se *nos (han vuelto) inciertos o
328 inservibles» Ml. Y pedía, en concreto, que la prueba escriturística de
la Trinidad se redujera al Nuevo Testamento. Desde comienzos
del xix fue eso lo que casi todos hicieron w . Pero para entonces ya
se hacia difícil también encontrar una afirmación explícita de la
Trinidad en el Nuevo Testamento 14 ».
Lo que más se acerca a una fórmula así es el mandato de bauti-
zar de Mt 28,19, tanto más cuanto que dice que se bautice en el
único «nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La idea
posterior, de la teología del siglo tv, de que hay un Dios único en
tres personas, está en relación con dicha fórmula, perú no es po-
sible sacarla sólo de ella. La fórmula de Mateo no dice nada sobre
el modo en el que se relacionan entre sí Padre, Hijo y Espíritu, aun-
que no cabe duda de que el nombre que los abarca a los tres es el
nombre divino. Esta unidad de nombre tiene su origen en una
fórmula bautismal muy extendida en la que se mencionaba sólo el
nombre del Señor Jesús (Hch 8.16 y 19,5). En un determinado mo

>» Como hace W. KASPEB, El Dios de Jesucristo, 1985, 533s [1982, 379J, que vincu-
la este procedimiento de Barth en la Kichliche Dogmatik 1/1, § 8-12 a su rechazo
de la teología natural.
w* Según W. KIÜITK las proposiciones sobre la esencia y los atributos del Dios
uno habría que vincularlos con el Padre «en cuanto origen y fuente de la Trini-
dad», pues «el Padre posee la esencia única de Dios de tal manera que se la otorga
al Hijo y al Espíritu» (ox 353 [381]). Pero ¿piensa en realidad la doctrina cristiana
que el Padre es ya Dios sin el Hijo? ¿Acaso no se le conoce como Dios tan *úlo
en su relación con el Hijo y en la revelación que el Hijo hace de él (Mt II, 27)?
'*' J. SEMLER, Versuch dntr ¡reient theologischen Lehrart, Halle 1777, 295.
1*3 Cí. K. G. BRHTSCflNEiDEK, Handhuch der Dogmatik der evAuth* Kirche I
(1814). Leiprig 1828 (3/ ed.). 47MM, que concluye diciendo: «De modo que el Antiguo
Testamento no nos confirma nada respecto de esta doctrina» (483).
w Cf. ibid., 4«4ss.

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5. Distinción y unidad de las personas divinas 327

monto se la amplió conviniéndola en la fórmula Irimembre (cf.


también Didajé 7. 1.3)|4*, Es desde este origen suyo en la historia
del bautismo desde donde ha de ser interpretada, ponderando las
razones que condujeron a ampliar la fórmula bautismal que se re-
fería sólo al nombre de Jesús hasta convertirlo en una fórmula tri-
nitaria. Por sí sola la fórmula bautismal trinitaria no es base su*
ficiente para la idea del Dios trino , 4 \ como la entendía la teología
del siglo iv, aunque no cabe duda de que jugó un papel extraordina-
rio en el desarrollo de la doctrina de la Trinidad,
Las demás fórmulas triádicas del Nuevo Testamento tienen mu-
chos menos motivos aún para poder ser tomadas como base sufi-
ciente del desarrollo de la doctrina trinitaria. La tradición dog-
mática, además de o 1 Jn 5(7s (tenido hoy, por lo general, como un
añadido secundario l4*>. se remitía sobre todo a 2 Cor 13,13: «La gra-
cia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del
Espíritu Santo estén con todos vosotros.» Pero Dios, Cristo y el Es-
píritu aparecen aquí mencionados simplemente uno al lado de otro,
v» además, los dos últimos como distintos de «Dios»* Es un saludo
bendicional que expresa ciertamente que los tres van unidos, pero
no dice nada de una divinidad atribuible a los tres. Esto sucedería
más bien en el caso de Rom 11,36: «Todo existe desde él, por él y
hacia él», si los tres miembros de esta expresión pudieran ser iden-
tificados con certeza con el Padre, el Hijo y el Espíritu. Pero parece
que se trata de una fórmula estoica aplicada por Pablo a la historia
de la salvación l47. La misma fórmula la encontramos también en el
trasfondo del texto de 1 Cor 8,6, en el que los miembros primero y
tercero son referidos expresamente al Padre y el segundo, «al úni-
co Señor Jesucristo, por el que todo existe y por el que también
nosotros vivimos»* La carencia de alusiones al Espíritu junto con la
referencia del nombre de «Dios» exclusivamente al Padre impiden
que el texto pueda ser interpretado tunitariamente* Ef 4,6 refiere
al Padre incluso los tres miembros de la fórmula {cf. también
Hb 2,10), mientras que Col 1*16 no dice más que del Hijo que «todo
ha sido creado por él y para él». Ninguna de tas fórmulas mencio-
nadas expresa una comprensión trinitaria de Dios.
Algo parecido hay que decir de la fundamentación cscriturística
de la doctrina de la Trinidad que encontraba la teología protestante
antigua en la tradición del bautismo de Jesús (Mt 3,los y par*). Es
cierto que el Padre, el Hijo y el Espíritu aparecen como muy unidos
en el acontecimiento del bautismo de Jesús, y es posible incluso
que haya sido esto lo que dio lugar a la configuración de la fórmula
bautismal trinitaria de Mt 28,19. Pero en la historia del bautismo

i44 Cf. G. KRETSCUUAR, Der Heitige Geist in der Geschichtc* Grundziigc frühchrist*
Ucher Pneumatotogie, en W. KASPER (ed*>, Gege*twcrt des Gcistes. Aspekte der Pneu-
matologic, Friburgo 1979, 92-130, esp. 128$; y también L* AHUMOWSKI, Die Entstehung
der dreighedrigen Túuffarntet — ein VersucK en Zeitschríft für Theologle und Kir-
che 81 (1984) 417446. csp. 438ss.
'** Ya lo vio así acertadamente K* C. BRETSCHNFJM-R, OX., 484SS, 488S.
"** El llamado «comma johanneum» dice: «Pues son tres los que dan testimonio:
[en el cielo el Padre, el Lógos y el Espíritu Santo, y los tres son uno; y ai la
tierra tres dan testimonio): el espíritu, ct agua y la sangre.» Cf.. al respecto,
R. 117
SatKACXEKBLitG. Cartas de San Juan, Barcelona 1980. 87ss (1963 (2.* cd»), 37ss].
U. WIIÍM;\S. Der Brief an die Romer, Kcukirchen 1980, 272ss.

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328 V* El Dios trinitario

Jesús no presenta la participación en la divinidad que le atribuiría


luego la doctrina trinitaria* La tradición del bautismo de Jesús no
pudo ser tenida como una ilustración de la comunión de las tres
personas de la Trinidad más que en virtud de una visión retrospec-
tiva desde la doctrina trinitaria ya constituida. Sólo entonces se
pudo recurrir a ella buscando allí un acto de adopción o una pro-
mulgación pública del «Hijo», preexistente en la elección eterna del
Padre. Interpretado a posíeríori de « t a manera, el bautismo de Je-
sús se convirtió —con razón— no sólo para la teología, sino tam-
bién para el arte cristiano, en una de las situaciones clásicas de la
historia de la salvación en las que la Trinidad aparece en acción*

Ante esta situación Karl Barth decía q u e la Escritura ofrece cierta-


mente «referencias explícitas» a la Trinidad, pero lo que «no podemos
esperar encontrar en el Antiguo o en el Nuevo Testamento es una enun-
ciación completa de la doctrina de la Trinidad» m . Sobre la divinidad
del Hijo '* y del Espíritu Santo ** sí que se encuentran afirmaciones m á s
330 inequívocas en la Escritura* P e r o tampoco en e s t o s c a s o s resulta c l a r o
cómo se relacionan la divinidad del Hijo y la del Espíritu con la del Pa-
dre, que es en la q u e piensan como connaturalmente los escritos neotcs
l a m é n t a n o s cuando hablan de Dios sin m á s :M.
Dada la situación descrita, parece que lo más propio sería entender
las afirmaciones referentes a la divinidad del Hijo y del Espíritu a partir
de la divinidad del Padre. Es el camino seguido no sólo por la patrística
griega, con su deducción del Hijo y del Espíritu a partir del Padre, al

»*> Kirehlicht Doftmatik 1/1. 1932, 330s.


i* Estas, en particular, en los escritos joínicos. Tomás, por ejemplo, confiesa:
«Señor mío y Dios mío* (Jn 20.28). Y en la primera carra de Juan se dice de Je-
sucristo: «Este es el verdadero Dios y la vida eterna» (I Jn 5,20). Hay que tener.
en tercer lugar, en cuenta el Prólogo del evangelio, según el cual el Logos no sólo
estaba al principio junto a Dios, sino que era éí mismo Dios (Jn 1.1). La teología
protestante antigua parangonaba también con esos pasajes la singular afirmación
de Hechos que dice que «Dios» (aunque W lea xupfou) ha rescatado a la Iglesia -con
su propia sangre* (Hch 20,28; cf., al respecto. C. STXRLIK, Die Aposteígcschichte,
NTD 5, Gotinga 1962, 269s), así como 1 Tim 3.16. donde lo más probable es que
la palabra «Dios* haya sido introducida en un segundo momento como sujeto de
la frase «revelado en la carne». En cambio, la aplicación del título de Kyriox a
Jesucristo lo más seguro es que implique siempre su divinidad plena (cf., más
arriba, las notas 22-24).
•» En el cristianismo primitivo no se dudaba que e! Espíritu que «procede de!
Padre» (Jn 15,26) fuera de naturaleza divina, mientras que la cuestión de su inde-
pendencia hipostática apareció reía (iva mente tarde, planteándose así de modo nue-
vo la cuestión de su relación con la divinidad del Padre. La divinidad del Espíritu
está directamente implicada en I Cor 2.10, pero muy posiblemente también en
I Cor 3,16 (cf, 6É 19) y en Hch 5,4.
i*' Cí. K. RABNER* *Gatt* ais crste trinttariscHc Person ím Ncucn Tcsiamcnt:
Zeitschrift fiir katholische Thcologie 66 (1942) 7 t « - El hecho de que en el Nuevo
Testamento la palabra «Dios» «signifique casi oclusivamente la primera persona
divina, el Padre», ha movido a M. ScroiAts, Teología Dogmática I. Madrid 1960, 357,
cf. 361 [1948 (¡* ed.(, 334. cf- 3371, a tratar de la esencia y de los atributos del
Dios uno cuando habla de la persona del Padre*

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3. Distinción y unidad de las personas divinas 329

que entiende como el origen y la fuente de la divinidad, sino también


p o r la teología occidental que. al socaire de las analogías trinitarias de
Agustín, interpreta al Hijo y al Espíritu como expresiones de la auto-
conciencia y de la autoafirmación del Padre. Se trata en a m b o s casos
de interpretaciones especulativas globales que integran las diversas afir-
maciones bíblicas en una visión de conjunto que no se encuentra desarro*
Hada de ese modo en la Escritura* No habría nada que objetar contra
este procedimiento en c u a n t o que se adecúa perfectamente a la tarca de
conceptualizar sistemáticamente la pluralidad (y con frecuencia también
divergencia) de los testimonios bíblicos. Los problemas empiezan cuando
nos preguntamos hasta qué punto se ha podido llevar a cabo dicha tarea
sistemática dada la tendencia de las concepciones tradicionales a subor-
dinar. p o r una parte, la divinidad del Hijo y del Espíritu a la del Padre
y, por otra, a reducir a esas personas a la persona del Padre como sujeto
único de la divinidad.

En el siglo xix, como consecuencia de la insistencia en la necesidad


de fundamentar la doctrina de la Trinidad en la revelación de Dios en
Jesucristo, se abandonaron las interpretaciones tradicionales y se volvió
al testimonio de la revelación, pero con esto las dificultades de funda-
mentación de la doctrina trinitaria se agudizaron. Barth creyó haber en-
contrado la salida a este problema deduciendo la trinidad de Padre.
Hijo y Espíritu del concepto de revelación, o mejor dicho, del principio
de que «Dios se revela como el Señor». De este principio, analizado gra-
maticalmente en sus componentes: sujeto, objeto y p r e d i c a d o , Q . sacaba
él los tres modos de ser del Dios que se revela. Pero no es lo mismo 331
fundamentar la doctrina de la Trinidad en los contenidos de la revela-
ción atestiguados por la Escritura que deducirla de la idea formal de
un Dios q u e se revela a sí mismo. Barth no desarrolló sus enunciados
trinitarios a partir de los contenidos de la revelación bíblica, sino a
partir de la idea formo! de un Dios q u e se revela a sí mismo expresada
en el principio mencionado. La estructura de este tipo de argumentación
es prácticamente la misma que la de la doctrina trinitaria occidental
desarrollada a partir de Anselmo de Canterbury. que consistía en t r a t a r
de entender la Trinidad partiendo de la subjetividad de Dios, es decir.

i** Kirchtiche Dogmarik 1/1. 323ss* «La doctrina de la Trinidad es un análisis de


esta proposición, o mejor, de lo que significa» (325)* Barth la llama la «miz* de
la doctrina de la Trinidad (324). Cf. ya su ChrisUichc Dogmatik. Munich 1927,
127s y cómo justifica este procedimiento en la Kirchtiche Dogmatik I/l, 3l2s fren-
te a la crítica de su obra de 1927 hecha por Th. SIK.F HHU, Das Wort und die Exís-
tenz, 1928, 52. Barth asegura, no cabe duda, que «naturalmente» él no ha pensado en
«deducir la verdad del dogma de la Trinidad de la verdad general de una fórmu-
la de esc tipo» <KD I/l, 312). Y. aun sin fundamentación especial, entendía cfccti<
vamente que dicha fórmula era como un resumen de todo lo revelado y atestiguado
por la Escritura, Pero de hecho, lo que resultó determinante del modo de fun-
damentar y desarrollar la doctrina de la Trinidad en la Kirchtiche Dogmatik. fue-
ron sus deducciones a través del «análisis» (325) de Ea mencionada fórmula*

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3. Distinción y unidad de IÚS personas divinas 331

interpretación de la relación de Jesús con el Padre y con su Espíritu, se


derivan consecuencias decisivas para la evaluación de la terminología
usada tradicionalmente en la descripción de la relación entre Padre. Hijo
y Espíritu.
La doctrina trinitaria de la Iglesia oriental, siguiendo de cerca la ter-
minología joanea, distinguía e n t r e la «generación» del Hijo (Jn 1,14; 3,16;
cf. Le 3,22) y la «procedencia» del Espíritu respecto del Padre (Jn 15,26).
En cambio, la teología medieval latina denominaba los dos orígenes, el
del Hijo y el de) Espíritu, con el término común de processtones y luego
hablaba de dos procesiones distintas: la «generación» del Hijo y la «as-
piración» del Espíritu (según Jn 20,22) «•. Según la doctrina clásica de la
Trinidad, hay q u e distinguir con mucho cuidado, por una parte, estas
processtones, de las que resultan las personas del Hijo y del Espíritu
en la esencia eterna de Dios, personas que se diferencian entre sí p o r
sus relaciones (paternidad o generación activa, filiación o generación
pasiva y Espíritu o aspiración pasiva), y, p o r otra parte, los envíos (mi-
siones) del Hijo (Rm 8,3; Gal 4,4; Jn 3,17; 8,16, etc.) y del Espíritu
(Jn 14,26; 15,26; 16,7), que se refieren a la relación del Dios e t e r n o con el
mundo y con la economía de la salvación. Porque mientras que las «pro-
cesiones» acontecen en la esencia divina desde toda la eternidad, el
«envío» del Hijo y del Espíritu, igual que el «don» del Espíritu (Hch 2,38;
10,45), hacen referencia a aquellos a quienes se les envía o a quienes se
les da algo 157.

Esas distinciones tan nítidas entre generación y aspiración, p o r una


parte, y envío y don, por otra, puede que tengan u n a justificación en la
lógica del lenguaje, pero difícilmente la tienen en la exógesis bíblica.
Por lo que toca a la aspiración del Espíritu, en Jn 20,22 son los discípu-
los los que reciben de esa m a n e r a la comunicación del Espíritu. Allí no 333
se dice nada de u n a aspiración eterna. Si es verdad q u e lo que resuena
en la perícopa es la comunicación del Espíritu recibida p o r Adán al ser
creado (Gn 2,7) -K-, de lo que se trata precisamente entonces es de una
actuación de Dios en relación con la realidad creada. En Jn 15,26 sf que
parecería s e r m á s probable q u e se hiciera u n a diferenciación entre la
procedencia del Espíritu del Padre y su envío por el Hijo. Pero la exé-
gesis actual piensa que las dos expresiones forman un paralelismo —de

15* Sobre la relación de estas diferencias entre la terminología oriental y la oc-


cidental con el significado de la voz latina proccssiot mis amplio que el de la griega
éxrc6pcv<rt£, cf. Y, CONGA», Et Espíritu Santo, Barcelona 1983. 484ss y WÉ KASPER,
o.c, 250ss [267sj. La distinción entre generación y procedencia la subrayaba en
oriente Juan Damasccno (De fide orth. I, 8: MPG 94, 861C). Sobre el uso occiden-
tal, cf. Tomás de Aquino, STh I, 27. Los conceptos fundamentales de la doctrina de
la Trinidad, que mencionamos brevemente a continuación, los explica concisamen-
te W. KASPER, O,C, 315-324 [337-347],
in Cf. Tomás de Aquino, STh I, 43, 2-
1» R. E. BHOWK El Evangelio seftún Juan XHI-XXI, Madrid 1979. 1337s [1970,
1022s],

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332 V. El Dios trinitario

m o d o análogo al de Jn 16,28— y que, por tanto, se refieren a lo mismo:


a la comunicación del Espíritu a los discípulos *
El análisis de lo q u e se dice en la Escritura sobre la «generación» del
Hijo nos llevará a un resultado parecido. En el relato tucano del bautis-
mo de J e s ú s la voz del cielo dice» con el Salmo 2,7: «Tú eres mi Hijo.
Yo le he engendrado hoy» (Le 3*22). Pero este «hoy» no se refiere al hoy
de la eternidad de Dios, en el que se incluye todo lo pasado y lo futu-
ro 1 6 0 , sino al acontecimiento del bautismo de Jesús, en el q u e se cumple
el salmo citado, igual que Le 4,21 proclama el cumplimiento de la pro-
mesa de Is 61,Is con la presencia de Jesús. El relato de Marcos (1,11)
presenta a Jesús como el Hijo elegido por Dios, y en Mateo (3,17) el
bautismo es la ocasión de la manifestación pública de la filiación divina
de Jesús, cuyo fundamento estaba ya para él en su nacimiento. En cam-
bio, la voz del ciclo que Lucas reproduce siguiendo al Salmo 2,7 (y no a
Is 42,1) es posible que signifique, como en Hb 1,5 y 5,5, la constitución
de Jesús como Sumo Sacerdote 161. Difícilmente se podrá decir lo m i s m o
de Hch 13,33, pues aquí el Salmo 2,7 es referido a la resurrección de
J e s ú s l6J. Pero, en cualquier caso, el u s o q u e hace el Nuevo T e s t a m e n t o
de este Salmo se orienta a m o s t r a r que lo que allí se dice se ha cum-
plido en la persona histórica de Jesucristo. Lo cual ciertamente no exclu-
ye la idea de la filiación eterna, p e r o tampoco la fundamenta. Como
tampoco basta para esto la calificación de J e s ú s como el «Hijo unigé-
nito» en el Evangelio de Juan (1.14.18; 3,16.18), porque con ella se dice sin
duda ninguna q u e Jesús es el Hijo «único» de Dios (cf. Le 7.12; 8,42;
938), pero no se expresa a ú n la idea de la generación eterna m . Una base
bíblica suficiente para esta idea sólo se conseguiría con la combinación
334 de estos pasajes de J u a n con Prov 8,23 hecha por Orígenes (prritc. I,
2,1-4).

De modo que lo que la Escritura dice sobre la «generación» del Hijo


se refiere tanto como lo dicho sobre su «envió» a la persona histórica
de Jesús de Nazaret. Pero el punto de partida de lo afirmado p o r los
escritos paulinos y joánicos sobre el envfo es la preexistencia del Hijo

i» Cl. ibid„ 94ós y 987» [689 y 724s].


"•Como pretende D. HOLMZ, Examen rheolo^ícum acroamaticum I, Stargard
1707. 463s,
i« Es lo que piensa W, GRUNDMAKN. Das Evan&eltum nach ¡Mkas (1961), Berlín
1978 (8/ ed.), 107. jumo con C. FRIBWECH (Zeitschrift für Theologie und Klrche 53
(1956) 265-311. 281ss).
"•• Cf. J. ROIXJFF. Hechos de tos Apóstoles, Madrid 1984, 276s (1981, 206s). Rolofí
piensa que la cita del Salmo 2,7 en el bautismo de Jesús es «ciertamente secun-
daria' e Interpreta que tanto Hb 13 como Hch 13,13 tienen un contenido análogo
al de Rm 1.4. es decir, la entronización de Jesús en el ciclo por medio de la resu-
rrección: «Glorificándolo, Dios ha convertido a Jesús en el Hijo» (276 (2071).
M3 Lo dice R. E. BUWK, El Evangelio según Juan ¡XII Madrid 1979, 185s [13sJ:
*Monogené$ describe una cualidad de Jesús, su unicidad, pero no lo que la teolo-
gía trinitaria llama su "procesión'».

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3. Distinción y unidad de las personas divinas 335

o del Logos. que es el presupuesto para que pueda ser enviado a este
mundo. O sea, que, en contra de lo que piensa la doctrina clásica de la
Trinidad, la idea de la generación expresa menos la pertenencia eterna
del Hijo a Dios q u e las afirmaciones acerca de su envío, con sus impli-
caciones sobre su preexistencia. Pero para que estas afirmaciones puedan
adquirir relevancia en la fundamentación de la doctrina de la Trinidad,
hay q u e mostrar antes q u e lo q u e dicen está implicado, por su parte, en
la relación de J e s ú s con el Padre- Porque la idea de la preexistencia,
subyacente a dichas afirmaciones referentes al envío, está a ú n lejos de
contener la convicción de que entre el Padre y el Hijo hay una homousia.
De m o d o q u e para poder justificar esta idea central de la teología trini-
taria del siglo iv hay que mostrar que se encuentra de alguna m a n e r a
implicada en la relación de Jesús con el Padre* Bajo la guia del Espíritu
de Cristo. la tradición teológica cristiana ha podido muy bien conseguir
desarrollar correctamente este tema, aun cuando cada uno de los pasa-
jes bíblicos que aduce como prueba cscriturística no sean de p o r sí su-
ficientes para ello. Las relaciones e n t r e la persona de Jesús, el Padre y
el Espíritu, pueden aparecer no sólo como relaciones históricas, propias
de la economía de la salvación, sino, al mismo tiempo, como caracterís-
ticas del ser e t e r n o de Dios. Con lo cual no queremos decir que sólo pue-
d a n ser descritas con los conceptos tradicionales de procesión, genera-
ción y aspiración.

En su exposición de la doctrina de la Trinidad en Mvsteriunt Sa+


tutts II/I tcd. por J. Feiner y M. Loherer), Madrid 1969, 359449 [1967,
II, 317*401] K, Rahner escribe que el Logos «inmanente» es «estríe
tamente el mismo» que el •económico» (379 f336]). os decir, el mis-
mo que la persona histórica concreta de Jesucristo. Y t partiendo de
aquí, formula la tesis de que la Trinidad económica y la Trinidad
inmanente son idénticas (370s [328s]), Véase lo que decía ya en
Escritos de Teología IVP Madrid 1964, I17s [1960, U5sJ: «Lo que Je-
sús es y hace como hombre, es la existencia del Logos ¡unto a nos-
otros, como nuestra salvación, revelándonos al Logos mismo» (125
[123])* En la experiencia de Jesús y de su Espíritu *e$td dada ya la
Trinidad inmanente misma» 1130 [128]>, Por consiguiente, Rahner
propugnaba la revisión de la subordinación tradicional de los «en-
víos* económicos frente a las •procesiones» intratrinitarias: al me-
nos en el caso de Jesús el envío no es solamente una «apropiación»
de la persona, sino algo propio de ella (Mysterium Saluíis I I / l t 371
[329]). Y, por tanto, los «envíos» han de ser el «punto de parti-
da» de todo el tratado de la Trinidad (390, cL 384 [347, cf. 341]),
Ebcrhard Jüngcl se muestra de acuerdo con ello (Das Verhaltnis votí
«okonomischer» tmd *immanenter* Trimtat: Zeítschrift für Theolo-
gie und Kirche 72 (1975), 353-364, 362P ñola 2 = Entsprechtmgen, Mu-
nich 1980, 274p nota 2). La consecuencia de todo ello deberla ser, en
realidad, que el punto de partida de la reflexión teológica trinitaria 335
no está en la autocomunicación de Dios por medio del Hijo y del
Espíritu, sino en la relación concreta de Jesús con el Padre, Rahner

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354 V. El Dios trinitario

se acercaba mucho a ello cuando llegaba a afirmar lo siguiente a


modo de * mal ¡raciones» respecto de la doctrina de la Iglesia sobre
la generación del Hijo por el Padre, hechas a la luz de la «inter-
pretación que Jesús hacia de s( mismo»: «Jesús, en primer lugar, se
reconoce a si mismo como ese uno concreto que está ante el Padre
como el Hijo y que se nos acerca a nosotros como tal...» (Mysterium
Soltáis 11/2, 402 [357]). Sin embargo, el desarrollo hecho por Rah-
ner de la doctrina de la Trinidad no elaboraba esc estar de Jesús
ante el Padre como la diferenciación que Jesús hacia de si mismo
respecto del Padre, sino que se basaba en la idea conductora (417ss
[371ss]) de la «aulocomunicación» del Padre por medio del Hijo
(402ss [357s]). En íntima relación con ello está el que Rahncr re-
chazase la posibilidad de que hubiera tres subjetividades en Dios
(412. cf. 386s [366. cf. 343] optando por la idea de un sujeto único
divino, que es el que se comunica a si mismo. Para Rahncr no hay
tampoco un reciproco *tú' 'intra trinitario'* (412, nota 79 [366, nota
29]). Por eso tenia dificultades con la afirmación de la Iglesia de
que en la vida trinitaria de Dios hay tres personas (432ss [385ss]),
aun cuando empezara por la relación concreta de Jesús con el Padre,
En cambio, Eberhard Jüngel, en sus reflexiones sobre «Jesucristo
como vestigitttn Trinitatis* (en Dios como misterio det mundo, Sa-
lamanca 1984, 438469 [1977. 470-505]) mantiene, a diferencia de Ralv
ner, la diferencia personal entre el Padre y el Hijo diciendo que
la relación de Jesús con Dios es «expresión de una relación de Dios
con Jesús» (448 [4821>. Pero, como consecuencia de lo centrada que
está su argumentación en que Dios se identifica con Jesús, el cru-
cificado (4ólss [497ss]l, el peso decisivo de la estructuración de la
doctrina de la Trinidad <472ss, cf. 482 (508ss. cf. 520]) lo lleva tam-
bién en Jüngel la idea de un movimiento que parte untlatcralmente
del Padre: su autodistinción de... (463 [49SJ).

b) LA MUTUA AUTODISTINCIÓN DE PADRE, H I J O Y ESPÍRITU


COMO FORMA CONCRETA DE LAS RELACIONES TRINITARIAS

Al Dios q u e se encuentra infinitamente p o r encima de todo lo huma-


no y de todo lo creado, sólo se le puede conocer p o r medio del Hijo;
«Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera
manifestar» (Mt 11,27). Quien le conoce a él, conoce también al Padre
(Jn 8 f 19), pues él es el camino para ir al Padre: «Nadie va al Padre, sino
por mí» (Jn 14.6), Por eso, el m o d o en el que J e s ú s ha hablado del Pa-
d r e es la única manera de acceder a él, y al Hijo también, porque a Jesús
sólo se le conoce como el Hijo gracias al Padre (Mt 11,27).
Jesús habla del Padre en el contexto de su predicación de la cercanía
del Reino y de su invitación a los hombres a subordinar cualquier o t r o
interés al futuro ya irrumpiente de Dios, reconociéndole asi como Dios.
La oración de J e s ú s empieza también con la petición al Padre de que
su nombre sea santificado y de que su Reino venga p a r a que su voluntad
se realice en la tierra como se realiza, p o r supuesto, en lo oculto del cielo

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J. Distinción y unidad de las penónos divinas 335

(Le II,2ss; Mt 6,9$). El nombre de Dios lo santificamos honrándole


como Dios y haciéndole lugar a su voluntad- De m o d o que las tres prime-
ras peticiones del Padrenuestro van Intimamente unidas.
A eso se dirige todo el mensaje de Jesús: a q u e tos hombres santifi- 336
quen el n o m b r e del Padre honrando su Reinado. Todo lo demás, en par*
licular su predicación de la salvación, se deriva de ahí. Tendremos que
volver de nuevo más detenidamente sobre ello. Lo que nos importa de
momento aquí es que el envío-misión de Jesús estaba completamente al
servicio de la gloria del Padre. Es lo q u e se deduce de la tradición sinóp-
tica sobre Jesús y lo que J u a n resume con acierto en la oración sacer-
dotal con la siguiente frase: «Te he glorificado en la tierra y he llevado
así a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 14,4), El contenido
más noble y la finalidad primera de la misión de Jesús es procurar la
realización del Reinado del Padre entre los hombres- Viviendo para esa
misión se muestra como el «Hijo», al servicio de la voluntad del Padre
(cf. Jn 10,36ss). El título de Hijo es un reflejo del mensaje de Jesús
acerca del Padre, un reflejo sobre su propia persona que parte del con*
tenido de ese mensaje 16*.

El presupuesto de todo ello es q u e J e s ú s distinguía al Padre de sí


mismo como «otro» que iba a d a r testimonio de él: lo dice J u a n también
(Jn 8,18 y 50). De ahí q u e le oigamos decir al Cristo joánico que el Padre
es m a y o r que él (Jn 14,28) y también: «Mi palabra no es mía, sino del
Padre que me ha enviado» (14,24). J u a n vuelve aquí a darle relieve y
concisión a algo que se encuentra ya en los Sinópticos: Jesús, al opo-
nerse a que se le llame «maestro bueno», alegando que nadie es b u e n o
m á s que Dios (Me 10,18), se está diferenciando a sí mismo de Dios
subordinándose a él como creatura: lo mismo que les pedía que hicieran
a los oyentes de su anuncio del cercano Reino de Dios. Es la misma
subordinación al Padre que muestra en su ignorancia de la hora del fin
(Me 1332 y par.), en la respuesta q u e les da a los de Zebedeo diciéndoles
que no le corresponde a él asignar puestos en honor a su lado en el Reino
de los Cielos (Mt 20,23 y par.) y, p o r fin, en el sometimiento de su vo-
luntad a la del Padre en la oración de Getscmanf (Me 14,36 y par.).

Los socinianos aducían todos estos pasajes de la Escritura como ar-


gumentos en contra de la plena divinidad del Hijo. La única respuesta
que encontraba frente a ellos la dogmática protestante antigua era que

»** Cf., más arriba, las p. 286* y especialmente el Juicio de M. Hengcl sobre el
origen del título de Hijo, al que nos hemos referido en la nota 15. La comunidad
postpascual remitía la filiación divina de Jesús a su resurrección de entre los
muertos (Rm 1,4), pero en el sencido de que ésta era una confirmación divina de
su actuación anterior a la Pascua. Por otro lado, existía también la tradición del
bautismo de Jesús como proclamación de su filiación divina (Me 1,11 y par.) ante
la actividad pública que entonces comenzaba. De modo que, en cualquier caso, el
titulo de Hijo hay que ponerlo en relación con la actuación de Jesús en el con-
texto de su mensaje sobre la llegada del Reino del Padre

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3J6 V. El Dios trinitario

esos dichos de J e s ú s hay q u e referirlos solamente a su humanidad '**.


337 Pero e s t o era insostenible incluso d e n t r o de los parámetros de la cris-
tología clásica, porque de lo que se traía en los pasajes mencionados
es de la persona de Jesús, es decir, del Logos o del Hijo encarnado, no
sólo de su naturaleza humana. Respondiendo elusivamente, la dogmática
protestante antigua perdió la ocasión de comprender q u e el m o d o en el
que Jesús se muestra como el Hijo de Dios es precisamente distinguién-
dose a sf mismo de Dios. Según el Evangelio de Juan, la acusación que
le hacían sus enemigos era que se hacía a si mismo igual a Dios (Jn 1033;
cf. 19,7), atribuyéndose una autoridad que no le correspondía. La res-
puesta de Jesús era: «... yo no me glorifico a mí mismo. Es o t r o quien
lo hace y quien decide» (Jn 8,50). De acuerdo con ello. J e s ú s le pide al
Padre en la oración sacerdotal q u e le glorifique como Hijo (Jn 17,1),
una petición a la que d a r á cumplimiento el Espíritu que el Padre en-
viará (16,14).

Diferenciándose a si mismo del Padre, sometiéndose como creatura


suya a su voluntad y haciéndole así lugar a su divinidad, igual que él les
pedía a todos en su predicación del Reino de Dios, es justamente la ma-
nera en la que J e s ú s se muestra como el Hijo de Dios, u n o con el Padre
q u e le ha enviado (Jn 10.30). J e s ú s es el Hijo de Dios d a n d o cumpli-
miento en su propia persona, y al mismo tiempo para rodos ¡os demás,
a lo que pide el primer m a n d a m i e n t o : q u e Dios reine; era lo que él pedia
en su predicación. Porque así es como le da gloria al Padre, el objetivo
de su envío al mundo.
La autodiferenciación de Jesús en cuanto hombre respecto del Padre
no sólo constituye su comunión con el Dios eterno, al contrario de lo
sucedido con Adán, el primer hombre, que, queriendo ser igual que Dios
(Gn 3,5), es como se separó de él. Jesús, glorificando al Padre como Dios
en su envío y en su propia relación con él, se encuentra él mismo tan
unido con el Padre, como respuesta adecuada a lo q u e el Padre quiere
(ais Enísprechung zum Ánspruch des Vaters), que Dios, en su eternidad,
no es Padre más que en relación con el* Es lo q u e le distingue a J e s ú s
de todos los demás h o m b r e s que, siguiendo su llamada, participan p o r
mediación suya en su comunión con el Padre: esta participación presu-
pone la presencia de Jesús como vía de acceso al Padre. J e s ú s es el Hijo
correspondiendo como él lo hace a la paternidad de Dios. Y dado que
éste es el camino p o r el que Dios se revela como Padre —siendo, por
tanto. Padre sólo como lo es en su relación con el Hijo—, el Hijo parti-
cipa de la divinidad del Padre como e t e r n o interlocutor suyo. De este
modo, en la realidad humana de la persona de J e s ú s aparece un aspecto
que forma parte de ella como correlato eterno de la divinidad del Padre,
precediendo, por tanto, a su nacimiento como hombre: el Hijo eterno.

w D. HOLLAZ. Examen thco\o%icum acroamaiicum \t Stargard I707É 45óss.

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J. Distinción y unidad de las personas divinas 337

Pero, de entrada, este Hijo eterno es eso: un aspecto de la persona hu-


mana de Jesús para cuya aparición es decisiva la autodistinción de Jesús
respecto del Padre, el único Dios también para él. De ahí que dicha auto- 338
distinción sea asimismo constitutiva para el Hijo eterno en su relación
con el Padre.
El paso de la relación de Jesús con el Padre a la idea del Hijo eterno
y, por tanto, a la diferencia entre Padre e Hijo en el mismo ser eterno
de Dios, depende de y se realiza en el hecho de que Dios se revela como
Padre en la relación de Jesús con él, no siendo, por tanto. Padre desde
toda la eternidad más que como lo es en esta relación. Como no es ima-
ginable que el Dios eterno se encuentre relacionado desde toda la eterni-
dad con una realidad creatural temporal sin que su carácter creatural y
temporal quedara anulado al convertirse en eterna ella misma por ser
un correlato del Dios eterno, es necesario distinguir, por un lado, el as*
pecto de la pertenencia de Jesús a la divinidad eterna del Padre, como
su correlato eterno, y, por otro lado, su realidad humana creada- Aquí
se encuentra la raíz de la distinción entre un aspecto divino y un aspecto
humano en la persona de Jesús, es decir, entre sus dos «naturalezas».
Las consecuencias que se derivan de ello tendrá que tratarlas con más
detalle la cristología.
Si la autodistinción de Jesús respecto del Padre es, pues, constitutiva
para suponer también la presencia de diversos interlocutores en el seno
mismo del Dios eterno: el Padre y el Hijo; y si dicha presencia ha de ser
pensada como autodistinción del Hijo respecto del Padre, surge enton-
ces la cuestión de si no habrá que decir también algo parecido de la
relación del Padre con el Hijo, es decir, de si no sucederá que, a la in-
versa, la diferencia del Padre respecto del Hijo se deba a que el Padre
se diferencia también a sí mismo de éL Y a esta cuestión se le suma
otra segunda: si no descansará asimismo la relación del Espíritu con
el Padre y con el Hijo sobre una autodistinción recíproca de ese mismo
tipo*
Antes de pasar a examinar estas cuestiones, hay que caer en la cuenta
de que la autodistinción de Jesús respecto del Padre no le afecta sola*
mente al Padre en cuanto persona unida al Hijo en la vida divina» sino
que se refiere también al Padre en cuanto Dios uno, que es de quien
Jesús se diferencia a sí mismo. Si es así como Jesús es el Hijo eterno
del Padre, de ello se deriva que su divinidad la recibe del Padre en el
acto de su autodistinción de él. ¿Podrá sucederle algo semejante al Padre
en su relación con Jesús?
Según la tradición, el Padre es la única de las tres personas de la
Trinidad que carece de principio ífivapxo^). El es el origen y la fuente
de la divinidad del Hijo y del Espíritu l66. Por eso, en el «orden» de las
«* Juan Damasccno, De /ide orth. \ $ (MPG W, 806ss); cf. más arriba las notas
69sf esp. Gregorio Nacianceno, or. «t « (MPG 36, 420 B).

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T>8 V- Et Dios trinitario

339 personas trinitarias "' el primer lugar le corresponde a él f y sólo él es


Dios por sí mismo (a seipso) desde todos los puntos de vista lí4 . Estas
deficiniones parece que excluyen la posibilidad de u n a auténtica reci-
procidad de relaciones de las personas trinitarias, pues el orden marca-
do por la idea del origen sigue un itinerario irreversible que va del
Padre al Hijo y al Espíritu. Sin embargo, el argumento decisivo de Ata*
nasio contra los arríanos era que el Padre no sería el Padre sin el Hijo ***.
¿No significa esto que también la divinidad del Padre tiene que depen-
der de alguna manera de su relación con el Hijo, aun cuando sea de
modo distinto a lo que sucede con éste? El Hijo no «engendra» ni «envía»
al Padre- E s t a s relaciones seguirán siendo irreversibles. Sólo bajo o t r o
punto de vista se podrá concretar un m o d o de dependencia del Padre
respecto del Hijo q u e vaya más allá de esa m e r a relatividad del ser pa-
d r e q u e expresa su n o m b r e mismo. Pero asi se pondrá el fundamento
de u n a auténtica reciprocidad en las relaciones trinitarias.

Según el Evangelio de Mateo, al Cristo resucitado se le «ha d a d o todo


poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). La fuente de los dichos le
atribuye incluso ya al J e s ú s prepascual la siguiente afirmación: «Todo
me lo ha d a d o mi Padre» (Le 10,22 = Mt 11,27), Según Juan, el Padre
«le ha transferido al Hijo todo juicio, para que todos le honren como el
Padre le honra» (Jn 5,23; cf> 27). La frase de la fuente de los dichos va
m á s allá de esto, pues, según ella, al Hijo no sólo se le ha d a d o el juicio,
sino «todo»- De m o d o que el Hijo no es solamente el representante del
poderío de Dios, sino que se le ha confiado su ejercicio: es su titular.
La glorificación inviste al Resucitado con el dominio (FIp 2,9ss; cf.
Hb 2,8), p e r o ya en su actuación terrena ha ejercido el poder del Reina*
do del Padre de u n a manera oculta, preparándole el camino de m o d o
que pudiera i r r u m p i r ya con su propia presencia. Su misión fue destruir
«cualquier o t r a potestad, dominio o poder. Porque él tiene que reinar
hasta que Dios haya sometido a todos sus enemigos bajo sus pies»
(1 Cor 15,24s). Que sea Dios quien le somete a los enemigos bajo sus
pies, lo podemos relacionar con la obra del Espíritu que procede del

I*Í Para Tomás de Aquino, STh I, 22, 3, se trata de un orden fundado en la


naturaleza de las cosas (ordo naiurae) según el origen fsecundum originemh La dog*
mátlca protestante antigua (por ejemplo, B. A. Guuv, Systema locortim ttieologi*
corutn III, Wittenbcrg 1639, 153ss) asumió este punto de vista» lo cual tuvo sus
efectos en la doctrina de las apropiaciones que. siguiendo dicho orden, le apro-
piaba
t6S
al Padre la primera obra de Dios: la creación (194s).
A* Cum. ox., 192: «...a seipso cst, quia a nullo alio. Atque ila etiam dicitur
aütiOco^; non quod solus Patcr sit SEIPSO MUS... sed quod solus sit A SEIPSO ECUS,
&c aÜTGitffav illam, per quam Jehovab cst, non habeat ab alio, uti Fíltus et Spírítus
Sanctus*. Calvino había afirmado en InsL I, 13. 25 <CR 30, 2, 113): «et füium qua-
tenus Deus cst» fatemur ex se ípso csse, subiato personac respeetu; quatcnus vero
filfus cst, dicimus e&se ex paire*. Con lo cual reducía la dependencia del Padre
a la relación personal, no la referia también a ta participación en la divinidad.
M* Atanasto. c. Ariati I, 29; cf, U y 34. así como 3, 6,

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540 V. El Dios trinitario

nidad de Dios, pues su existencia tiene su origen en la libertad creadora


de Dios, pero u n a vez que existe sería incompatible con la divinidad de
Dios que Dios no tuviera domino sobre él. El Reinado es, p o r eso. p a r t e
integrante de la divinidad de Dios. Y tiene un lugar ya en su vida íntra-
trinitaria, en la reciprocidad de la relación e n t r e el Hijo, que se some-
te libremente al poder del Padre, y el Padre, q u e le enlrega al Hijo su
poder 1 1 2 ,
Es en este contexto cuando se puede y hay que hablar de la rele-
vancia de la cruz de J e s ú s para la teología trinitaria. La pasión de Jesu-
cristo no es un acontecimiento que se refiera solamente a la naturaleza
h u m a n a asumida por el Logas, como si no afectara en nada la eterna
quietud trinitaria de la vida de Dios. Al contrario: «en la muerte de
Jesús está en juego la divinidad de su Dios y Padre» m . Es verdad que
no es correcto hablar sin más de la «muerte de Dro5», como se ha venido
haciendo desde Hegel m . Sólo del Hijo de Dios se puede decir que fue
crucificado, m u e r t o y sepultado. E incluso asi hay que añadir que la
interpretación dogmática precisa de e s t a s afirmaciones es que el Hijo de
Dios en persona padeció y murió, pero sólo según su naturaleza humana*
En cambio, decir que Dios ha m u e r t o directamente en el Hijo es mom>
fisismo l7S, Con todo, está claro que el sufrimiento y la muerte de cruz
afectó a la persona de Jesús, es decir, a la persona del Hijo eterno, Pero
que lo afectó de (al manera que Jesús, en su humillación más profunda
y en la aceptación de esa muerte, asumfa las últimas consecuencias de

™ CL J. MÜLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983, I06& [1980. 108^1-


«O sea que el Reino de Dios va pasando de un sujeto divino al otro y cambiando.
así, de forma» (108 f109]). Molfmann insiste, por consiguiente, con razón, en que
el Reinado de Dios hay que situarlo ya en la vida intratrinitaria de Dios, entre
las opera ad intra. Pero entonces decir que la Trinidad *precedt» (ibid*) al Reinado
de Dios es inducir a confusión.
ra J. MOLTMAKN, Bt Dios crucificado, Salamanca 1975, 215 [1972, 144J en referencia
a R. Weth, Evangelischc Theologic 31 (1971) 227ss.
iw G. W. F. HEGFI, Vorlesungen ííher die Phitosophie der Religión III, cd. de
C, Lasson, Philosophischc Bibliothek 63, I57ss; cf. ya, del mismo autor, Gtaubtn
und Wlssert (1802/3), Philosophische Bibliothek 62b, 123s. De la amplia bibliografía
existente sobre esta idea de Hegel y sobre su relación con la sentencia de Nictzschc
acerca de la muerte de Dios (F! gay saber, Afor. 125, cf. 343, en Obres Completas,
ed. de Ovejero y Maury, Madrid/Buenos Aires/México 1945, 169* y 255s), mencionemos
aquí solamente, aparte de la minuciosa interpretación de E. Jüsctt en Dios como
misterio del mundo. Salamanca 1984, 92-137 [1977, 83*132), [a obra de Chr. LINK, He-
gets Wort *Gott selbst ist tot*t Zurich 1974.
™ Hegel dice expresamente: -No es este hombre el que mucre, sino to divino,
que justamente así se hace hombre» (Jcnacr Realphiiasophiet ed. de Hoffmcistcr.
Philosophische Bibliothek 67, 268 t í a traducción que ofrece J. M.* Ripalda <rn
G, W. R HEGEL, Filosofía rcai, México/Madrid/Buenos Aires 1984, 110, nota 1, di-
fiere de la que nosotros hacemos aquf porque el texto que utiliza é\ (el de Gesommit*
te Wcrke, vol 8, 1976) adopta una puntuación distinta de la del texto manejado
por Pannenberg y JÜngel, es decir, el de HofímeisterlV Víase, al respecto, E. Jr\*
GEL, ox:., 109, y csp. I31ss [102 y esp. I26sl donde aduce las afirmaciones de Lulero
de 152S y las de la Fórmula de Concordia (SD VII, Bckenntnisschriftcn dcr cvaíi*
ffdisch-hitheri&chen Kirche, 1030s).

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I Distinción y unidad de las personas divinas 341

su autodistinción del Padre, confirmándose precisamente con ello como


su Hijo. Por o t r o lado, si es cierto que Dios es amor, tampoco podemos 342
pensar que el sufrimiento del Hijo no afectara en nada al Padre. La cruz
no pone en cuestión solamente la plenitud del poder divino de Jesús, sino
que con ello pone también en cuestión que el Padre fuera Dios, tal y
como Jesús le habla predicado. Y en este sentido tenemos que hablar
también de una con-pasión del Padre con el sufrimiento del Hijo l76.
En la crucifixión de Jesucristo no sólo queda puesta en cuestión,
junto con el Hijo, la divinidad del Padre, sino que además a m b o s de-
penden en ella de la obra del Espíritu que, siendo el creador de toda
vida, va a ser quien resucite a Jesús de entre los m u e r t o s . En las fórmu-
las prepaulinas (Rm 1,4; 1 Tim 3,16b), la resurrección de J e s ú s es obra
del Espíritu: la misma idea que subyace a las reflexiones de 1 Cor I5,44ss
sobre la realidad pneumática de la vida resucitada. También en Rm 8,11
se habla de la acción del Espíritu en la resurrección, pero de tal m o d o
q u e aquí es el Padre el q u e . por medio del Espíritu, nos va a resucitar,
como ha resucitado ya a Jesús. En los Hechos es igualmente el Padre el
sujeto de la resurrección de J e s ú s (Hch 2,24. etc.), pero sin mención nin-
guna del Espíritu. En Lucas y en Pablo la autonomía del Espíritu res-
pecto del Padre y del Hijo se encuentra todavía poco desarrollada- No
aparece de un modo definitivo más q u e con J u a n : el Cristo joánico dis-
tingue al Espíritu de sí mismo como el «otro» abogado (paráclito) que
el Padre va a enviar (Jn 14.16). Ya la patrística apoyaba en esta perícopa
sus afirmaciones sobre la autonomía hipostática del Espíritu m . Pode-
mos. pues, decir que es al Espíritu de Dios a quien hay q u e tener en
primera instancia por sujeto de la resurrección de Jesús. Lo cual no
excluye que el Padre haya actuado a través de él, igual que lo ha hecho
en el envío del Hijo, pero ha actuado justo así: por medio del Espíritu
como, en su caso, p o r medio del Hijo.

La resurrección es asimismo una acción del Hijo, pero, de nuevo.


por medio del Espíritu. Las tres personas de la Trinidad actúan j u n t a s
en este acontecimiento- Pero a la actuación del Espíritu, q u e es el origen
creador de la vida, le corresponde aquí un significado decisivo. Es en
este sentido como se puede decir que el Padre y el Hijo dependen en
este momento de la actuación del Espíritu.
Dicha dependencia del Padre y del Hijo respecto del Espíritu aparece
todavía más claramente en las afirmaciones joánicas referentes a la glo-
rificación del Hijo p o r el Espíritu. Igual que el Hijo ha «glorificado» al

i* Asi lo dice, con razón, J. Motriu**. Lt Dios crucificado. Salamanca 1975. 282,
344ss [1972. 188, 230ss] y. antes que él ya. E. JITSGFX, Vom Tod des lebendigen Cottes
(1968). ahora en: Unterwcgs zur Sache, Munich 1972. 105-125. esp. U7ss. Según Jün-
prl Dios reafirma su divinidad contra la muerte precisamente en la muerte de Je*
sus. es decir, resucitándole (119).
177
Víanse más arriba tas notas 36 y 48.

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342 V, El Dios trinitario

Padre en la tierra revelando su divinidad (Jn 17.4), de la misma manera


va a glorificar el Espíritu al Hijo (16,14)- De m o d o q u e la petición que
343 Jesús le hace al Padre de q u e le glorifique también a él va a ser atendida
mediante el envío del Espíritu y gracias a su obra. Es el Espíritu quien
revela a J e s ú s como el Hijo, llevando así también a su plenitud la reve-
lación del Padre hecha por el Hijo (Jn 14,6). El Espíritu glorificando al
Hijo glorifica asimismo al Padre y la indisoluble comunión en que am-
b o s se encuentran.
En t o d o ello radica la autodiferenciación que constituye al Espíritu
como persona particular j u n t o al Padre y al Hijo y q u e le relaciona con
ellos; lo mismo que Jesús no se glorifica a sí mismo, sino al Padre, ma-
nifestando justo así que se encuentra en unión con él y que es su «Hijo»,
tampoco el Espíritu se glorifica a sí mismo, sino al Hijo y, con él. al
Padre, Y precisamente así, no hablando «por él mismo» (Jn 16,13), sino
dando testimonio de Jesús (15,26) y recordando su enseñanza (14,26). se
muestra como el «Espíritu de la verdad» (16,13): distinto del Padre y del
Hijo, está a un tiempo íntimamente unido a ellos.
Agustín caracterizaba al Espíritu como la comunión eterna de Padre
y Espíritu: el a m o r (caritas) que los une a los d o s m . Desde este p u n t o
de vista es comprensible que alguien haya podido proponer que la per-
sonalidad del Espíritu no hay que entenderla como una persona indivi-
dual al lado del Padre y del Espíritu, sino como el «nosotros» de la co-
munión existente e n t r e ellos 17p. A esta proposición se le ha objetado,
p o r parte ortodoxa, q u e «volatiliza» la persona del Espíritu *. Y la crí-
tica es justa, pues si se entiende que el Espíritu es directamente el
«nosotros» de la comunión de Padre e Hijo, no se deja espacio para la
diferenciación que él hace de sí mismo respecto del Padre y del Hijo
cuando les glorifica. El Espíritu, en efecto, tampoco se glorifica a sí
mismo, sino al Hijo en su relación con el Padre y. p o r tanto, también
al Padre en la obra del Hijo.

Con todo, la concepción agustiniana del Espíritu como el a m o r q u e


vincula al Padre y al Hijo, encierra una verdad m á s profunda. Porque
es cierto que, según los Evangelios, la razón de la unión de Jesús con el
Padre se encuentra en que estaba lleno del Espíritu de Dios M1. En los
relatos del Bautismo de Jesús, el Hijo aparece como receptor del Es-

™ De Trin. VI. 5, 7: «lp&* communio consubstantialis et coaeterna» (CCL 50,


2J5. 17s>; cf. XV\ 19, 37 (513, l«ss). Se pueden encontrar más referencias en
Y, CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, 5l9s.
™ H. MUML£N, Der Heitige Geisi ais Pcrson. Beitrax zur Frage nach der dem
Heiligert Geist eigmtüntlichcn Funktíon in der TrinitUt, bet der tnkarnotion und im
Gnadenbund \ 1963). 1966 (3* ed.), 157ss,
« Dumitni STANILÜAF, OrthodORc Dogmatik, Cütcrsloh 19M, 285. Cf. lamMfrí la
observación crítica de J. MOLTIUNN, en Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983,
IM, nota 69 [1980, 185, nota 69].
wi Sobre esto y sobre lo que sigue, cf„ más arriba, 288ss.

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3. Distinción y unidad de las personas divinas i4*

píritu. Según Rm 1,4 incluso la filiación divina de Jesús se basa en la


poderosa acción del Espíritu en su resurrección de entre los m u e r t o s
y, de m a n e r a estructuralmente comparable, la historia lucana del naci-
miento remite también la filiación divina de Jesús a su origen en la ac- 344
ción del Espíritu (Le 135)* En consonancia con ella, según Pablo, tam-
bién los cristianos son recibidos en la relación filial gracias a la recep-
ción del Espíritu y a su actuación en ellos (Rm 8,14s).
Ya hemos puesto de relieve que la razón última de la pertenencia
del Espíritu a la comunión del Padre y del Hijo está en que es él la
condición de posibilidad y el medio de dicha comunión (cf. más arriba
p. 288ss). La comunicación del Espíritu a los creyentes resulta, desde
este punto de vista, comprensible como el medio por el cual son inte-
grados en la comunión entre el Padre y el Hijo. Por o t r o lado, el presu-
puesto de su actuación en esa comunión de Padre c Hijo, tendrá que ser
su personalidad propia, testimoniada del modo más claro en las pala-
bras del Evangelio de Juan sobre el envío del Paráclito* En este contexto
son de particular interés los d a t o s del Evangelio de Lucas que nos dice
que Jesús alababa al Padre p o r medio del Espíritu (Le 10,21) y que el
objeto de su alabanza era el envío y el poder pleno que el Padre le habla
confiado (10,22). Es decir, que, en armonía con el Evangelio de Juan,
para el que el Espíritu glorifica al Hijo en su comunión con el Padre y,
por tanto, al Padre (Jn 16,14), ya para J e s ú s mismo consistía también
la obra del Espíritu en darle gloria al Padre, De m o d o que toda la ac-
tuación de Jesús, al servicio del conocimiento y reconocimiento de la
divinidad del Padre e n t r e los hombres, es decir, del Reino de Dios y de
la glorificación del Padre, ha de ser comprendida como obra del Espíritu
en él. Lo cual no excluye q u e fuera también la obra del Hijo, que se
somete con humildad a la divinidad del Padre dándole gloria, por medio
del Espíritu, con su obediencia y mostrándose así como el Hijo del
Padre,

O sea, que Agustín tenía toda la razón al describir al Espíritu como


el vínculo de la comunión del Padre y del Hijo. En cambio, no nos es
posible seguirle en otra idea muy unida a dicha descripción: q u e el Es-
píritu procede de los dos, es decir, del Padre y del Hijo 1D. Es u n a ínter- 345

i» La relación entre eMa idea y La descripción del Espíritu como vínculo de


comunión resulta especialmente reconocible en De Trin, V, II, 12. £1 Espíritu —Icemos
allí— por ser común al Padre y al Hijo, como Espíritu del Padre y Espíritu de
Cristo, es la característica de su comunión» Lo cual se expresa en que es su co-
mún don: «Ergo spirítus sanctus incffabilis quaedam patris filiique communio...»
(CCL 50, 219, 29). Era muy especialmente su concepción del Espíritu como don
(De Trhu XV, 18, 32-19, ls„ remitiéndose a Rm 5$ y a 1 Jn 4,13) la que le llevaba
constantemente a Agustín a pensar que el Espíritu procede a la vez del Padre y del
Hijo, pues ambos serían los sujetos de dicho don (XV. 26, 47: CCL 50. 528. 90-101.
Cf. ya 26. 46: 524s y IV. 20. 29: 199, lOlss). Para Agustín la relación del Espíritu
con las otras dos personas se muestra en su carácter de don de ambas, no en su
denominación como Espíritu del Padre y Espíritu del Hijo: «Sed ipsa relatio non

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144 V. El Dios trinitario

prefación de la reciprocidad de la relación de Padre c Hijo en la termi-


nología propia de las «relaciones de origen»: un paso comprensible
cuando se p a r t e del presupuesto de q u e las relaciones que se dan en la
divinidad tienen exclusivamente ese carácter de relaciones de origen y
se intenta describir, bajo ese supuesto, la comunión de Padre e Hijo en
el Espíritu. Pero hay q u e decir que su resultado no está en consonancia
con el testimonio de la Escritura. Para emitir este juicio no tenemos por
qué remitirnos únicamente a la palabra del Cristo joánico q u e dice q u e
el Espíritu procede del Padre (Jn 15,26), el pasaje aducido una y o t r a
vez por la crítica ortodoxa del *filioque». Mucho más peso que esa sola
perícopa lo tiene el hecho de que también el Hijo es receptor del Espí-
ritu. Ya nos h e m o s referido a ello. Es Jesús en persona quien recibe al
Espíritu y, por tanto, esto es algo que no se puede reducir a su natura-
leza humana- Pero ¿de quién lo recibe? No cabe duda que del Padre-
Consecuentemente, lo único que se puede decir es que el Espíritu pro-
cede del Padre y que es recibido p o r el Hijo. Lo cual no excluye que el
Hijo se lo transmita a su vez a los suyos, es decir, que tome parte en el
envío del Espíritu para la integración de los creyentes en la comunión
del Hijo y del Padre (Jn 16,7; pero cf, 14,16 y 15,26: es el Padre quien
enviará el Espíritu a petición y en nombre de Jesús)* Recibiendo el Es-
píritu los creyentes participan de la filiación de Jesús* Y e s t o basta para
que se le llame Espíritu de Cristo. La comunicación del Espíritu sucede
por medio del Resucitado (Jn 20,22), de la predicación apostólica y de
la fe en el Evangelio de la resurrección del Crucificado (Gal 52). Pero
todo ello no obsta para que el origen del Espíritu esté en el Padre, de
quien procede,

Esta cuestión ha jugado un papel muy desgraciado en el distancia-


miento del Oriente y el Occidente cristianos. La teología occidental tiene
motivos suficientes no sólo para lamentar q u e se le haya añadido unila-
teralmente el *f Moque* '•'' al credo ecuménico de Constantinopla del

apparct in hoc nomine: apparct autem cum dicílur donum Dei* (V, II, 12: 219, 23s)*
Pero curiosamente Agustín no describe al Hijo como el receptor primario de dicho
don, sino sólo como quien participa, junto con el Padre, en hacer el don (entre
otros lugares, también en V, 14, 15: 222s y ya en IV, 20, 29: 199s). Solo habla de
Jesús como receptor del Espíritu respecto de su naturaleza humana (XV, 26, 46:
CCL 50, 526, 45s), en concreto respecto de su nacimiento (526, 54ss; 527, 59s). Y
rechaza como algo absurdissimum <527, 60) que Jesús haya recibido el Espíritu en
el bautismo, cuando ya tenía treinta años. De modo que refiriendo la recepción
del Espíritu —contradistinguiéndola de su envío— a la naturaleza humana de Je-
sús en lugar de a su persona, Agustín ignora una buena parte de los textos bí-
blicos referentes a la relación del Hijo y el Espíritu.
i* Véase, al respecto. Y. CONCAH, El Espíritu Sanio, Barcelona 1983, 495-498, así
como la;» detalladas explicaciones sobre el ¡Moque en general de las pp. 490-517
y 636*46. Cf. también W. RÁSTER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 522s [1982,
269ss]: El IV Concilio de Letrán (12151 mencionaba de paso el origen del Espíritu
•ab utroque proceden*- (DS 805) y el II Concilio de Lyon (1274) lo sancionó como
dogmáticamente vinculante, condenando al mismo tiempo solemnemente la opinión
oriental contraria {DS 850; cf* 853). Véase sobre esto A* GANOCZY. Fórmale uttd m-

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5. Distinción y unidad de las personas divinas 345

a ñ o 318 y p a r a r e t i r a r d i c h a f ó r m u l a , f r u t o de u n a d e c i s i ó n no c a n ó n i c a . 346
sino q u e también los tiene para reconocer que la doctrina agustiniana
s o b r e la p r o c e d e n c i a del E s p í r i t u d e l P a d r e y de! Hijo es u n a f o r m u l a -
ción teológica i n a d e c u a d a de la c o m u n i ó n del P a d r e y del Hijo en el
E s p í r i t u q u e A g u s t í n p o m a d e relieve c o n t o d a r a z ó n **. S u i n a d e c u a -
ción e s t á e n q u e f o r m u l a d i c h a c o m u n i ó n c o n l a t e r m i n o l o g í a d e u n a

haltliche Aspekte der mittelalterlichen Konzitien ais Zeicheti kirchtichen Ringens um


ein universales Gtaubensbckenntnis, en K. UinuSN/W. PAKNÜNBERG (cds.), Gtau-
bensbekenntnis und Kirchengcmeimchaít* Friburgo/Gottinga, 1982. 49-79, csp. 6üss
y 70s sobre la relativlzación del Concilio de Lyon que hizo el Papa Pablo VI (AAS
1974, 620625).
>** Respecto de La inadmisibilidad canónica del añadido del filioque al lexto del
credo nicenocons tan tinopol ¡taño, las contribuciones de la teología occidental mues-
tran un consenso cada vez mayor. Entre otros teólogos católicos. Y. Congar (o.c.
639) se ha declarado partidario de restituir el texto del credo a su redacción ori-
ginal «omitiendo» el filioque. Pone como condición que se reconozca por parte
ortodoxa «que, bien entendido, el filioque no tiene nada de herético» (ibid.). W. Kas*
per se muestra más reservado y dice que si no hay nada herético en el jilioque
«no se ve por qué va tener que renunciar Occidente a su tradicción de profesión
de fe» (ox. 2S5 [272])* Por parte evangélica, las iglesias de la Reforma asumieron
la forma del credo que se había hecho normativa en Occidente y todavía K. Barth
defendía expresamente el filioque y el rechazo del punto de vista ortodoxo [Kirctdí-
che Dogmatik I.l. 500-511), pues le parecía que en dicha fórmula se expresaba la
mediación cristológica de la autorrevelaclón de Dios (5Q2s, 507s). Como consecuen-
cia de su comprensión de la Trinidad como expresión de la subjetividad única de
Dios en su revelación, tampoco Barlh era capaz ác apreciar que el Hijo es el re-
ceptor primario del Espíritu. En cambio, la teología evangélica del siglo XIX ya ha-
bía dejado ver sus dudas sobre el filioque, pues se pensaba que no había razones
cscriturísticas claras en contra del punto de vista griego (A. D. Chr t TIVECTEM, Vor*
lesungen iiber die Dogmatik der Evangelisch-Uüherischen Kírche II/I, Hamburgo
1837. 239ss. 245). Twcsten había visto también Que la formulación del Concilio rc-
unificador de Florencia de 1439. según la cual el Espíritu procedería del Padre y del
Hijo *tanquam ab uno principio ct única spiratione» (DS 1300), no respondía en
absoluto a las objeciones de los griegos (244). Acerca de la discusión actual sobre el
filioque, cf. esp. R. SI^NCZXA, Das Filioque in der neueren ókumenischen Diskusstonr
en el volumen citado en la nota anterior, Glaubcnsbekenntnis und Kirchengemein-
schaft, 1982, 80-99. especialmente las pp. &3s y 89s sobre la discusión suscitada en
la Iglesia oriental por la propuesta de entendimiento hecha por V. V. Bolotov en
1892* La Conferencia Episcopal Internacional Veterocatólica y la Comunión Anglicana
aconsejaron ya en 1970 y 1978. respectivamente, sobre todo por razones canónicas,
que se suprimiera lo añadido al lexto del credo de COnstantinopla. El conocido
estudio de la Comisión Fe y Constitución editado por L. Vischer, Geist Cotíes-
Geíst Christi, Frankfurt 1981, aconsejaba también lo mismo. Y, de acuerdo con
ello, el nuevo estudio de dicha Comisión sobre la interpretación del símbolo ni-
cenoconstantinopolitano parte de su texto original: Ein Cor/, ein Geist. Zur Ansie*
Rung des apostolischen Gtaubens hettte, cd. por H. G. Unk. Frankfurt 1987. ó y 119,
J. Moltmann tiene razón al poner de relieve que con esto no se ha aclarado aún
la cuestión teológica de fondo (Trinidad y Reino de Dios, 1983, 196ss {1980. 197s]).
Pero la fórmula que él propone, que el Espíritu «procede del Padre del Hijo y re-
cibe su forma del Padre v del Hijo* (203 f203]), tiene tan poco en cuenta como la
tradición agustiniana el hecho de que. según la Escritura, también el Hijo recibe
el Espíritu, el mediador de su obediencia respecto del Padre. La relación con el
Hijo que se expresa formulando que el Espíritu procede «del Padre del Hijo* es
afortunada y contribuye a clarificar el problema, pero hay que completarla desde
la perspectiva de que el Hijo es el primer receptor del Espíritu y, por ello, el me-
diador de su envío a los creyentes.

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346 V- £í Dio& trinitario

relación de origen* No se incurre así en herejía, en contra de lo sostenido


347 p o r algunas reacciones exageradas de teólogos orientales. Lo que se
pone, más bien, de manifiesto con esa interpretación errada de Agustín
es u n a carencia común de la terminología trinitaria occidental y orien*
tal: la comprensión de las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu exclu-
sivamente en términos de origen. Por ese camino no se pudo dar cuenta
con justicia de la reciprocidad de dichas relaciones. Es cierto que el
p u n t o de vista de la reciprocidad lo formulaba Juan Damasccno l i S en la
idea de la pericoresis —una especie de mutua «confluencia» de las tres
personas—, que fue recibida casi por todos como expresión de la unidad
trinitaria. Pero fue u n a idea q u e no p u d o influir m u c h o a causa de la
unilateral concepción de las relaciones intratrinitarias como relaciones
solamente de origen.

c) T R E S PERSONAS, PERO UN SOLO D I O S

Si es verdad q u e el Padre, el Hijo y el Espíritu se relacionan trinita-


riamente bajo la forma de la mutua autodistincíón, no se puede pensar
que sean solamente distintos modos de ser de un único sujeto divino,
sino q u e habrá que entenderlos como centros autónomos de actuación
en la vida de Dios m . Que estos centros de actuación tengan o no que
ser comprendidos como «centros de conciencia» dependerá de si y cómo
es aplicable a la vida divina la idea de conciencia, que procede de la ex*
periencia que el h o m b r e tiene de sí mismo. Lo analizaremos con m á s
precisión en el próximo capítulo. En cambio, si la unidad de la vida
divina va acompañada de unidad de conciencia, entonces habrá que de-
cir, con Walter Kasper y contra Karl Rahner, «que la única conciencia
divina subsiste bajo u n a triple forma» 1<T, de m o d o que cada una de las

w De Hdc orth. I, 8.
*** D, STAMUHF, O.C, 267 habla de tres «sujetos totalmente transparentes uno
para el otro». J, MOITWANX se ¿cerca hablante a este punto de vista, aunque sub-
raya que las tres personas trinitarias «no pueden ser comprendidas como tres in-
dividuos distintos, que sólo a posteriori entraran en relación unos con otros* {Tri-
nidad y Reino de Dios, 191 [191]). De «tres sujetos* habla también expresamente
W. KASPCH, El Dios de Jesucristo, 329 [3521). La propuesta de R. W. JRNSON, The
Tríunc Identity, Filadelfia 1982, I08ss. de que se hable de tres identidades en lugar
de tres hipóstasis no tiene en cuenta el momento de la autodiferenciación, que
obliga, sin duda ninguna, a mantener el concepto de sujeto.
itf Ox.( 329 1352), Según Kasper, de la unidad de la conciencia divina «Rahner
saca demasiado rápido la conclusión* de que en Dios no puede haber «tres centros
de conciencia y de acción* (o*c, 328). Aunque lo que Rahner dice es sólo que:
«...no hay tres conciencias* sino que la única conciencia subsiste en una forma
triple; sólo hay en Dios una conciencia real, tenida por el Padre, el Hijo y el Es-
píritu en la forma propia de cada uno» (Mysterium Salutis II/1, 435 [387)). Si-
guiendo a Ü. Loncrgan, Rahner precisa que. sin perjuicio de dicha unidad, «cada
una de las personas divinas tiene conciencia de las otras» (ibid.» nota 115 [29]).
Pero, no siendo posible establecer diferencias en Dios entre sujeto y objeto, re-

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J. Distinción y unidad de los personas divinas 347

tres personas se relaciona con las otras en cuanto otras, diferenciándose


de ese modo de ellas.
La autodiferenciación reciproca por la que se definen las relaciones 348
de las tres personas no permite que dichas relaciones sean reducidas a
relaciones de origen, en el sentido de la terminología tradicional: el Pa-
dre no sólo «engendra» al Hijo, sino que le entrega también su Reino
para recibirlo de nuevo de él. El Hijo no sólo es engendrado, sino que
es «obediente» al Padre «glorificándole» así como al único Dios. El Es-
píritu no sólo es aspirado, sino que «llena» al Hijo, «descansa» sobre él
y le glorifica en su obediencia al Padre, glorificando así, al mismo tiem-
po, al Padre. Es el quien, de este modo, nos conduce a la verdad comple-
ta (Jn 16,13) y quien conoce lo profundo de la divinidad (1 Cor 2,I0s).
No se puede tratar las relaciones activas del Hijo y del Espíritu res*
pecto del Padre, atestiguadas en la Escritura, como si no fueran consti-
tutivas de sus respectivas identidades, tomando sólo en cuenta como
tales las relaciones de generación y de procedencia o aspiración por
pensar que son sólo estas relaciones de origen, del Padre hacia el Hijo
y el Espíritu, las que constituyen a las personas. Ninguna de aquellas
otras relaciones activas es secundaria para el Hijo y el Espíritu; todas
ellas son parte integrante de la peculiaridad de las personas trinitarias
y de la comunión existente entre ellas. De ahí que haya que decir de
esta red más rica de relaciones lo que sostiene la teología trinitaria,
desde Atanasio, acerca de las relaciones: son ellas las que constituyen
las diversas peculiaridades de las tres personas. Las personas no son,
en efecto, más que lo que son en sus relaciones mutuas, por medio de
las cuales se diferencian y entran, a un tiempo, en comunión entre sí.
Cada una de las personas no puede ser reducida aquí a una única rela-
ción, como ha intentado hacer, en especial, la teología trinitaria occi-
dental. Lo impide el hecho de que la red de relaciones entre ellas re-
sulta más compleja de lo que la imaginaba la antigua doctrina de las
«relaciones de origen»; la «generación» del Hijo y la «aspiración» (o
«procedencia») del Espíritu por (o de) el Padre. Las personas no pueden,
pues, identificarse simplemente con estas relaciones. Porque cada una
de ellas es más bien un foco de diversas relaciones. Pero con todo esto
se nos plantea la cuestión de si se puede describir con mayor precisión
aún esta red de relaciones de la pericoresis y de cuál es su relación con
la unidad de la vida divina, unidad que la doctrina capadocia quería
asegurar simplemente con la idea del origen del Hijo y del Espíritu en
el Padre.

La contradistinción que cada una de las personas trinitarias hace de


sí misma respecto de las otras se refiere al mismo tiempo a la divinidad

sulta dudoso Que de esa manera se pueda dar cuenta suficientemente de la mutua
autodistínción de las tres personas.

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348 V. El Dios trinitario

y/o a sus atribuios. Es más, este es el tema y el punto clave de la auto*


349 distinción de cada una de las personas respecto de la otra o de las otras.
El Hijo remite al Padre como al único verdaderamente bueno (Me 10,18),
es decir, como al único Dios. Y, en consecuencia, se entrega a su misión
consumiendo su vida al servicio de la divinidad del Padre. El Espíritu
confirma y alaba al Hijo como uno, en su obediencia, con el Padre y
como revelador de su amor. El Padre no sólo le entrega al Hijo su Es*
pfritu y no sólo derrama su amor en el corazón de los creyentes a través
de ese Espíritu (Rm 5,5), sino que, además, al Hijo le entrega también
su Reino: por eso se le puede llamar Poder de Dios y Sabiduría de Dios
(1 Cor 1,24).
Estos ejemplos muestran cómo «autodistinción» no significa exacta-
mente lo mismo para cada una de las personas- Ya se habla dicho con
acierto respecto de la comprensión clásica de las relaciones trinitarias,
simplificadas como relaciones de origen, que a las tres personas trini-
tarias no se las puede propiamente sumar una con otra 1 *: su suma no
es mayor que cada una de ellas (Agustín, De Trin. IV, 7,9). Pero su dife-
rencia es tan grande que no se las puede colocar una al lado de otra
como si fueran ejemplares pertenecientes a un mismo género (De Tritu
VII, 4,7ss). La diversa estructura de cada una de las personas aparece
con mayor claridad cuando observamos toda la complejidad de las re-
laciones entre Padre, Hijo y Espíritu atendiendo precisamente a las
diversas formas de su mutua autodislínción. Sólo en el caso del Hijo
tiene la autodis tinción el sentido de que la otra persona, de la que él $c
diferencia a sf mismo, es decir, el Padre, sea para él el único Dios, fun-
dándose su propia divinidad justamente en esa sumisión suya a la divi-
nidad del Padre. Cierto que también el Espíritu muestra su divinidad
reconociendo y enseñando a reconocer (1 Cor 12,3) al Hijo como el
Kyrios, es decir, reconociendo y confesando la divinidad de otra perso-
na. Pero para el Espíritu el Hijo no es el único Dios —es Kyrios sólo
como Hijo del Padre— y su obra no se agota en doxología. El Espíritu
se le había otorgado ya antes de asiento y sin medida al Hijo con el fin
de capacitarle para su obra. La forma en la que el Espíritu se diferencia
a sí mismo del Hijo y del Padre es, pues, distinta de la forma en la que
lo hace el Hijo respecto del Padre. Más diversa aún es la autodistinción
del Padre respecto del Hijo y del Espíritu, en lo que toca a la divinidad
de ambos. El Padre no reconoce en el Hijo al único Dios, en contradis-
tinción con él mismo, sino que le entrega su poder para —como dice
Atanasio— volver a poseerlo en él de nuevo w . Su amor no mengua por
ser derramado en el corazón de los creyentes por medio del Espíritu

350 Santo. Y, sin embargo, también en el caso del Padre hay que hablar de
«• Ct, al respecto, W. KASPER, ox.t 322S [345$].
w* Atanasio, c. Arian. III, 36 (PG 26. 401 C): -Puesto que el Padre se lo ha dado
todo al Hijo, lo tiene todo de nuevo en él.»

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3. Distinción y unidad de las personas divinas VM

una autodistinción respecto del Hijo y del Espíritu en lo que toca a la


divinidad, porque la revelación de la divinidad y del poder del Padre
depende de la obra del Hijo y del Espíritu.
Atanasio se atrevió a tomar tan al pie de la letra la afirmación del
Cristo joánico: «Yo soy el camino, la verdad y la vida* (Jn 14,6), q u e
para él el Hijo era también la verdad y la vida del Padre. Y de aquí
sacaba un a r g u m e n t o contra los arríanos: «Pues si el Hijo no hubiera
existido antes de haber sido engendrado, la verdad no hubiera estado
siempre en Dios. Pero esa es una afirmación injusta- Pues cuando exis-
tía el Padre, siempre estaba con él la verdad, que es el Hijo, el cual
dice: yo soy la verdad» m . El Hijo es para Atanasio también el poder y
la sabiduría del Padre te Arian* 1,11). Por eso «se ve en el Hijo la di-
vinidad del Padre» (c. Arinn, 3,5)* Del mismo m o d o que no sería Padre
sin el Hijo (ibid. 3.6; cf. 1,29 y 34). tampoco tiene el Padre su divinidad
sin él. Con estas atrevidas ideas Atanasio ponía radicalmente en cuestión
la comprensión habitual de la divinidad del Padre, según la cual esta
divinidad no está sometida a condición ninguna, mientras que la del
Hijo y la del Espíritu derivan de ella. Pero no, la divinidad del Padre
está condicionada al Hijo: es este quien nos le muestra como el único
Dios verdadero (c. Arian. 3,9; cf. 7). También Atanasio hablaba del Padre
como «fuente» de la sabiduría, es decir, del Hijo (1.9). pero de tal ma-
nera q u e sin el Hijo, que procede de dicha fuente, no se le puede llamar
al Padre fuente. En cambio, cuando se califica de tal manera al Padre
como fuente o como principio de la divinidad del Hijo y del Espíritu
que estos d o s dependen de él en lo q u e toca a su divinidad, pero no a la
inversa, el Padre de ellos, entonces no se respeta la reciprocidad de la
autodis tinción, es decir, no se respeta a las personas trinitarias ni su
igualdad en la divinidad. De c u a n d o en cuando, con lo que decían s o b r e
el Padre como fuente de la divinidad, los Capadocios se acercaban mu*
cho a este modo de ver. peligroso para la igualdad de las personas lf1.
pues no anadian expresamente que el Padre es el principio de la divini-
dad sólo desde la perspectiva del Hijo. Si se deja de añadir esta condi-
ción. el Hijo y el Espíritu quedan ontológicamente por debajo del Padre,
algo q u e tanto los Capadocios como Atanasio estaban interesados en
evitar.

Después de Atanasio parece que ya nadie se preocupó más de la idea

,w
Atanasio, c. Arian. I. 20; el-, al respecto, J. ZIZIOL'LIS, Venté et communion.
en 191
Vétre ecclaiaL París 1981. 75*110, csp. 73s.
Esto es particularmente cierto de Gregorio Nacianccno. or, 40 (MPG 36. 420 B)t
aunque aquí Gregorio no empica la imagen de la fuente y el río (a diferencia, por
ejemplo, de Gregorio Nlseno en adv. Maccd, MPG 45, 1317 A), por ser una imagen
que no expresa la independencia de las hipóstasis que proceden del Padre (OK 31.
MPG 36. !«*)• Pero <ísta es una objeción que no se dirige contra la comprensión
del Padre como único principio no originado de la divinidad* Cf.. mis arriba, en
la nota 70 et juicio de K. Ho!l al respecto.
:•
350 V. El Dios trinitario

de q u e la reciprocidad existente entre las tres personas se refiere tam-


bién a la única divinidad de Dios y a sus atributos. Agustín, que al pa-
recer conoció esta argumentación p o r medio de una obra sobre la Trini*
dad atribuida a Eusebio de Vercelli 1 * 2 , polemizaba contra ella diciendo
q u e de ese modo uno se veta obligado a pensar q u e el Padre no posee
la sabiduría por sí mismo, es decir, que no es sabio más q u e p o r medio
del Hijo 1 * 3 . Y veía con lucidez o t r a consecuencia: de esa manera ni el
Padre ni el Hijo podrían ser llamados Dios «de p o r sí» (ad se) rM. Pero
consideraba que esta consecuencia iba en contra de la igualdad de Padre
c Hijo en la divinidad, pues ¿cómo va a poder ser el Hijo de la misma
esencia que el Padre si éste no posee esencia propia ninguna, sino q u e
ni siquiera existiría más que en su relación con el Hijo? 195 . Y si, a la
inversa, tampoco el Hijo tuviera esencia divina propia más que en re-
lación con el Padre, entonces la esencia ya no sería esencia, sino algo
relativo •*,

Robert W. Jenson se ha dado cuenta de algo m u y significativo a este


respecto: Agustín no sólo rechazaba aquí u n a formulación poco afor-
tunada de la doctrina nicena, sino que no caía en la cuenta de u n o de los
p u n t o s claves de dicha doctrina, a saber: «hacer de las relaciones e n t r e
las personas no sólo el factor constitutivo de s u s peculiaridades, sino
352 también de su divinidad* 1 ". No hay duda de que Agustín no tenía la
intención de oponerse al dogma niceno ni de a t a c a r la explicación y do-
ra Cf. las referencias documentales que se aducen en CCL 50, 228. en las líneas 20s.
•» De Trin. VI, 1. 2 (CCL 50. 229, 26ss).
w O.C.. VI. 2. 3: «Si hace ita sunt, ¡am crgo nec deus es paler *ine filio nec
filius deus sine paire, sed ambo simul deus» (230, 17s).
195
O.C*. VII, 1, 2: «Quommodo crgo eiusdem essentiae filius cuius pater quando-
quidem ad se ipsum nec essentia est, nec omnino esl ad se ipsum sed ctiam esse
ad filum illi cst?* (246, 71-74).
i* Ibid.: * Res tal itaque ut etiam essentia filius relativo dicatur ad patrem. Ex
quo coaficitur inopinatissimus sensus ut ipsa essentia non sit essentia. vel certc
cum dicitur essentia. non essentia sed relativum indicetur» (247. 96-99).
"? «Agustinc's dcscription of Nteene leaching U aecurate. But what he regards
as an unfortunale consequence of the Nicene doctrine was ln fact the doctríneos
whole original purposc. The original pomi of trínitarian dialectics is to makc tbc
rclations-.. constitutive in God» <R. J. JEXSON, The Triune Idtnttty, Filadelfia 1982*
119). En cambio, el Juicio positivo sobre la interpretación capadocia de la doctrina
trinitaria que Jenson une a su crítica de Agustín, no puedo compartirlo tan sin
reservas. Para ser Justos con Agustín hay que darse cuenta de que los Capadocios.
hablan dejado sin resolver el problema de la unidad de la divinidad (cf. más arriba
las pp. 302ss, 308s). Además, los Capadocios vieron con mucha menos claridad que
Atanasio la reciprocidad propia de las relaciones de las personas trinitarias y*
ante todo, tampoco la interpretaron, más de lo que lo hizo Atanasio, como mutua
autodlstinción. Jenson alaba (cf. 113), con razón, como una de las cumbres de la
doctrina trinitaria capadocia la idea figurativa de Gregorio de Nisa sobre la ac-
ción conjunta de las tres personas en un único destello dirigido a nosotros {Qtwd
non sunt tres dii, I24s; MPG 45. 133 B y c Eun. § 149: MPG 45, 516 B). Pero es una
idea que se refiere en primera linea a la unidad de la actuación divina hacia
afuera, no a las relaciones intratrinitarias entre las personas y, además, tiene una
cierta impronta subordinacionista: cf.. al respecto. K. Han., Amphüochius von íko-
nium in scinem Verhaltnis ui den grujen Kappüdozicrn, Tubinga/Lcipzig 1904, 218ss.

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J. Distinción y unidad de las personas divinas 351

fensa del mismo hecha por Atanasio. Al contrario, lo que buscaba era
una mejor justificación conceptual de su afirmación central de la ho-
moasia de las t r e s personas. Pero no percibió en las ideas de Atanasio
—a través de la mediación de Eusebio de Vercelli— el germen de una
nueva definición del concepto mismo de esencia a partir de la recipro-
cidad de las relaciones personales. Y en lugar de ello insistía en q u e
cada u n a de las tres personas participa de la divinidad y de sus atributos
de p o r si y directamente, no p o r medio de las relaciones personales w .
Parecía q u e de este modo se garantizaba la igualdad de las personas,
que se evitaba cualquier inferioridad respecto de la divinidad y que, al
mismo tiempo, se elevaba la unidad divina a la categoría de punto de
vista dominante* Pero con la idea de u n a idéntica participación de cada
u n a de las personas en una unidad de la esencia divina, pensada como
carente de toda diferencia, se desdibujaba el hecho de que la vida divina
está en las relaciones interpersonales 1W. Consecuencia directa de ello
eran las dificultades que tenía ya el mismo Agustín con la independencia
de las personas divinas* 0 ,

Ahora bien, de la reciprocidad e n t r e las personas de la Trinidad y


de su dependencia mutua, no sólo respecto de su identidad personal,
sino también respecto de la divinidad, no se sigue en m o d o alguno la
destrucción de la monarquía del Padre, Todo lo contrario: el Reino del
Padre, su monarquía, se implanta en la creación p o r medio de la obra
del Hijo, y se perfecciona mediante la obra del Espíritu, que confirma
al Hijo como plenipotenciario del Padre glorificando así al Padre mismo.
Lo que el Hijo y el Espíritu hacen no es sino estar al servicio de la mo-
narquía del Padre, de su puesta en práctica. Pero sin el Hijo, el Padre
no posee su Reino: sólo por medio del Hijo y del Espíritu tiene su mo-
narquía. Y esto no vale sólo respecto del acontecimiento de la revela-
ción, sino que, sobre la base de la relación histórica de Jesús con el
Padre, tenemos q u e afirmarlo también de la vida interna del Dios tri-
nitario* El punto de vista de la autodistinción vuelve a ser aquí decisivo:
el Hijo no está ontológicamente subordinado al Padre, p e r o él mismo
se le somete. De este modo el Hijo es desde toda la eternidad el lugar
de la monarquía del Padre y uno con él p o r el Espíritu Santo. La mo- 353

l* Agustín, De Trin* VÉ %t 9: *Ouidquid crgo ad se ipsum dicilur deus el de sin-


pulís personis ter dicitur patre ct filio et spirítu sancto, ct simul de ipsa trinitate non
pluralitcr sed singulariter dicilur* (216, 36-37).
w* R. W. JENSÜK, o,c.( 120: *Thc mutual strueture of thc identities, relative to the
powcr, wisdom and so on, that charactcrizc God's work and so God, Is flattened
into an idcniical poxsessian by thc idcnlittcs of an abstractly simple divine essence»,
30» Al capítulo do la obra de Agustín sobre la Trinidad, citado en la nota 198,
le sigue la famosa frase: •Díctum cst (amen tres personac non ut illud dtcerctur,
sed nc laccretur» (De Trin. V. 9, 10; 217, IOS). En realidad, es una frase que cons-
tata menos la inadecuación del lenguaje del dogma que las limitaciones de la in-
terpretación que Agustín hacía de el.

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352 K, EÍ Dios trinitario

narqula del Padre no es el presupuesto, sino el resultado de la acción


conjunta de las tres personas. Es el sello de su unidad.
Por todo lo dicho no podemos distinguir en la Trinidad inma-
nente un «nivel de constitución* y un «nivel de relación», como hace
Jürgen Moltmann en Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983, 199
[1980, 200]; es decir, por una parte, la •constitución de la Trinidad»
(179 [I79ss]) a partir de la monarquía del Padre, que es el origen
no originado de la divinidad generando al Hijo y aspirando al Es-
píritu (181s [182]) y, por otra pane, la reciprocidad pericorética de
las relaciones en la «vida de la Trinidad» (187ss. 190s [!87ssP I91s])*'.
Porque la monarquía del Padre está ella misma mediada por las
relaciones trinitarias* ¿Cómo se iba a poder salvar la unidad en el
«cierno círculo de la vida divina» y en la «unidad pericorética» de
las tres personas si la monarquía del Padre no rigiera en ellas (se-
gún se dice en 192 [192]) como «luente de la divinidad»? Moltmann
ha hecho aportaciones significativas para la recuperación de la re-
ciprocidad de las relaciones entre las personas trinitarias y dice
muy bellamente: «Son las mismas personas las que constituyen tan-
to sus diferencias como su unidad» (191 [192]), Pero eso vale tam-
bién, y no en último lugar, respecto de la monarquía del Padre. La
monarquía no puede estar en competencia con la vida trinitaria;
al contrario, es realidad en la vida del Hijo y del Espíritu,

La comunión de las personas trinitarias tiene su contenido en la mo-


narquía del Padre, que es el resultado de su acción conjunta. Por eso,
y sólo por eso, se puede afirmar q u e el Dios trinitario no es o t r o q u e el
Dios q u e Jesús predicaba, el Padre del cielo, cuyo cercano Reino irrumpía
ya con su presencia. Adolf von Harnack decía con razón: «El único q u e
forma parte del Evangelio predicado p o r Jesús es el Padre, no el Hijo.»
Pero Harnack era también consciente de que esta constatación perma-
nece incompleta mientras no se le a ñ a d e la siguiente: «Pero nadie hasta
a h o r a ha conocido al Padre como él le conoce» m . De ahí q u e no poda-
mos conocer al Padre sin la persona de Jesús, pues sólo con la presencia
de Jesús y con la fe en él irrumpe ya el Reino del Padre. Así es él el
Hijo. La monarquía del Padre se convierte, p o r eso, p o r medio de él y
de la obra del Espíritu, glorificadora del Hijo, en una realidad actual*

El Padre, el Hijo y el Espíritu permanecen unidos contribuyendo


a la monarquía del Padre, pero esto no justifica que se utilice el
nombre de «Padre» para referirse no sólo a la primera persona de
la Trinidad, sino al Dios trinitario en su conjunto. Si la tradición
354 teológica to hizo asi fue porque pensaba la acción de Dios en la
creación como obra de toda la Trinidad y no del Padre en especial.
H Sobre tas tensiones que se derivan de aquí para la exposición moltmanniana
de la doctrina de la Trinidad, cf. R. OLSON, Trinity and Wol/hart Pannenberg:
The Historical Bcing vf God in Jürgen Moltmann and Wolfhart Pannenberg: Seo*
Itbch Journal oí Theology Jó (1983) 213-227, esp. 224s.
m A. v. HUWACK, La esencia del cristianismo (1900), Barcelona 1904, ed. de J. Mi-
ró Folguera, vol. IÉ 133 (1902, 91].

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w V. El Dios trinitario

355 por supuesto, que. dada la vinculación del conocimiento del Padre a la
mediación del Hijo, éste estaba actuando ya en la preparación a lo largo
de la historia de las religiones del conocimiento de Dios como Padre que
traería Jesús, aunque sólo la encarnación le iba a dar definitivamente
figura humana. Si la creación del mundo ha acontecido por medio del
Logos divino, es decir, si el Logos estaba ya antes de su encarnación
actuando por todas partes en las creaturas, es muy natural que también
los comienzos del conocimiento de Dios como Padre vengan mediados
para la humanidad por el Hijo. De modo que. también desde este punto
de vista, la encarnación es la plenitud de la creación del hombre.
Con esto se muestra cómo la relación del Hijo con el Padre y con su
monarquía, tal y como es mediada por el Espíritu» no sólo determina la
historia de Jesús de Nazaret, sino que en ésta se resume toda la econo-
mía de la salvación. La cuestión de la unidad del Dios trinitario no se
puede aclarar con la vista puesta en una Trinidad solamente inmanente,
anterior a la creación, sin recurrir a la economía de la salvación* En úl*
timo término es necesario distinguir entre la Trinidad económica y la
inmanente, porque Dios es el mismo en su esencia eterna que en su re-
velación. es decir, que hay que pensarle tanto como idéntico con el acon-
tecimiento de su revelación como distinto de él. Pero, a la inversa, tam-
poco se puede pensar la unidad del Dios trinitario prescindiendo de su
revelación y de la acción económico-salvífica de Dios en la creación que
se resume en dicha revelación* Como la monarquía del Padre y su cono-
cimiento están condicionados por el Hijo, resulta imprescindible incluir
la economía de las relaciones divinas con el mundo en la cuestión de la
unidad de la esencia de Dios. O sea, que la idea de la unidad de Dios no
se ha aclarado todavía con decir que su contenido es la monarquía del
Padre. Si la monarquía del Padre no se realiza directamente como tal,
sino sólo por medio del Hijo y del Espíritu, la esencia de la unidad del
Reinado de Dios estará también en dicha mediación. O incluso más: es
esta mediación la que define el contenido de la esencia de la monarquía
del Padre. En cualquier caso, la mediación del Hijo y del Espíritu no
puede ser algo extrínseco a la monarquía del Padre*

4. EL MUNDO COMO HISTORIA DE DIOS Y LA UNIDAD


DE LA ESENCIA DIVINA

La tesis de Karl Rahner de que la Trinidad económica y la Trinidad


356 inmanente son idénticas mw reasume y refuerza el postulado que Karl
Barth había propuesto y no llevado a la práctica en su materialidad: que
205
K. RVHMH. Advertencias sobre el tratado dogmático *De Trinitaie* (1960), en
Escritos de Teología IVf Madrid I9M, 10M3Ó. csp. I17ss [1960. 103-133, esp 115*].

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4. El mundo como historia de Dios 135

el fundamento de la doctrina de la Trinidad ha de ser la revelación de


Dios en Jesucristo. Porque la tesis de Rahner no sólo significa q u e dicha
fundamentación parle de esta revelación para remontarse desde ella a
la trinidad de la esencia eterna de Dios, sino que implica también que,
a lo largo de todo el desarrollo de la exposición de la doctrina trinitaria,
h a b r á que vincular dicha trinidad de la esencia eterna de Dios con su
revelación histórica, ya que esta revelación no es algo que se pueda pen-
sar como extrínseco a su divinidad.

La estructuración del segundo capitulo de la doctrina de la pa*


labra de Dios de Karl Barth era ya una expresión de lo que esta*
mos diciendo, aunque de lo que alli se trata no es de la doctrina
trinitaria» sino del concepto de revelación. En § 8 y 9 (Kirchliche
Dogmaítk I / i , 311-403) la exposición conduce de la idea de revela-
ción a la doctrina trinitaria; y en § 10-12 (ibid., 405-514), de la ac-
ción reveladora de Padre, Hijo y Espíritu se remonta a su divini-
dad eterna, para referirse luego, en fi 13-15 (KD 1/2P 1-221), a la re-
velación «objetiva» del Dios trinitario en la encarnación del Hijo
y, a continuación, en § 16*18 (ibid., 222-504), a su revelación «sub-
jetiva» por medio del Espíritu Santo* Lo expuesto asf, a modo de
desarrollo de la idea de revelación, se puede leer también como
una presentación de la Trinidad en su unidad de Trinidad inmanente
v económica. Faltarla, claro está, del lado de la Trinidad económica,
la obra del Padre, es decir, la creación. En ello se podría ver una
«reducción» condicionada por el cristocentrismo del concepto bar-
thiano de revelación, al menos en su versión de los Prolegómeno de
la Kirchliche Dogmütik. Pero, en cualquier caso, la unidad de Trini-
dad económica y Trinidad inmanente aparece claramente en estos
escritos de Barth.

Para formular su tesis Rahner partfa de la constatación de que Jesu-


cristo es el Hijo de Dios en persona, es decir, que la encamación no es
un distintivo respecto de las o t r a s personas que se le atribuya al Hijo
sólo como algo externo a él (appropriation). El hombre Jesús es un «sím-
bolo real» del Logos divino. Su historia *e$ la existencia del Logos j u n t o
a nosotros, como nuestra salvación, revelándonos al Logos mismo» 3 0 6 .
Pero a la encarnación hay que verla como un «caso» particular de entra-
da en la realidad del mundo de u n a de las personas trinitarias. Es ver*
dad que el «caso» de la unión hipostática del Logos con el h o m b r e Jesús
es único, no tiene paralelo- Con todo, hay que situarlo en el contexto de
la acción del Dios trinitario mismo, la cual abarca toda la economía de la
salvación. Con lo cual, la creación —más allá de la formulación que
Rahner hace del asunto— pasa a ser incluida en las relaciones de las
personas trinitarias entre sí y a tomar parte en ellas. Sin embargo, sólo
las personas del Hijo y del Espíritu actúan con una presencia directa
en la creación, mientras que el Padre no actúa en el m u n d o más que a 357

**0.c„ 125 1123].

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356 V. El Dios trinitario

través de ellos, es decir, que 61 mismo permanece trascendente al mun-


do, Es lo que se expresa en los «envíos» del Hijo y del Espíritu al
mundo.
Con lodo, a través del Hijo y del Espíritu, también el Padre se en-
cuentra referido a la economía de la salvación: creando el mundo y en-
viéndole al Hijo y al Espíritu, se ha hecho incluso dependiente a sí mis-
mo, en su divinidad, del curso de la historia del mundo. Así se deriva
de la mutua interdependencia de las personas trinitarias en la entrega
y la devolución del Reino que va aparejada a la entrada del Hijo y del
Espíritu en la historia del mundo. El tema de la dependencia de la divi-
nidad del Padre del curso de los acontecimientos del mundo creado lo
han trabajado ya, en referencia al ejemplo de la crucifixión de Jesús,
primero Eberhard Jüngel y más tarde Jiirgen Moltmann* 7 . La muerte
de Jesús en la cruz, siendo como es la muerte del Hijo, pone también
en cuestión la divinidad del Padre mismo- Y, por consiguiente, podemos
decir, con Jüngel, que resucitando al Crucificado el Padre se reafirma
a sí mismo frente a la muerte como Dios,
Las descripciones del acontecimiento de la cruz que presentan la di-
vinidad del Padre como afectada también por la muerte del Hijo impli-
can que las personas dependen unas de otras en sus relaciones intratri-
nitarias no sólo respecto a su ser personal, sino también respecto a su
divinidad, y que la dependencia es recíproca, es decir, que afecta tanto
a la relación del Padre con el Hijo y el Espíritu como a la de éstos con
el Padre m. La interpretación de la muerte en cruz de Jesús como cues-
tionamiento de la divinidad del Padre muestra la reciprocidad de las
relaciones intra trinitarias en los acontecimientos centrales de la historia
de la salvación: la cruz y la resurrección de Jesucristo. Con lo cual
—yendo más allá de las afirmaciones de Rahncr— tenemos que también
la persona del Padre está implicada en el curso de la historia de la sal-
358 vación, concretamente, dependiendo en su divinidad, igual que el Hijo,

»* E. JtlscEu Vom Tod des lebendigen Gottcs (1968), en Uwcrwcgs zur Sache.
Theologische Bemerkungent Tubinga 1972, 105-125. 119, Cf. del mismo Autor. Dios
como misterio del mundo. Salamanca 1984. I37*s. 244ss, 264-2W 11977, I32s*t 248ss.
270-306). J. MOLTMANU, El Dios crucificado. Salamanca 1975, 275-306. 333-353 [1572,
1 £4-204, 222-236].
** En este sentido iba mi propuesta de 1977 de ensanchar la doctrina de las
apropiaciones o de las atribuciones más allá de M asignación de determinadas obras
de la economía divina a una persona determinada de la Trinidad sin perjuicio de
la participación de las otras dos personas en dichas obras; se trataría de que en
las relaciones internas de la Trinidad una persona le asigna a otra, o a las otras
dos, no sólo determinados atributos divinos, sino la divinidad misma (El Dios de
la historia. El Dios trinitario y la verdad de la historia; Salmanticcnsis 24 (1977)
259-277, 2735S [Crundfragen II, 1980, 112-128, I24s)), He intentado así renovar y de-
sarrollar una concepción rechazada en su tiempo por Agustín (cf.p más arriba. K,s
notas 191ss), pero que había despuntado ya en Atanasío: la de la reciprocidad
de las relaciones trinitarias. En el fondo los trabajos de E. Jüngel y de J. Mollmann
van en la misma dirección.

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4. El mundo contó historia de Dios 357

del curso de los acontecimientos. Rahner no llegaba a esto en lo q u e


decía sobre la indisolubilidad de encarnación y Trinidad inmanente. Pero
sólo d a n d o este paso se le da vida a la tesis rahneríana sobre la identi-
dad de la Trinidad inmanente y la Trinidad económica, porque de este
m o d o la Trinidad inmanente misma, la divinidad del Dios trinitario, se
pone en juego en los acontecimientos de la historia.
En e s t a s circunstancias, la vinculación de la Trinidad inmanente y la
Trinidad económica no se puede reducir a la historia de Jesús q u e va
hasta su resurrección de entre los m u e r t o s . También hay que ver el ejer-
cicio del poder de Dios sobre el mundo por medio del Cristo glorificado
y la devolución del Reino al Padre al final de los tiempos (1 Cor 15,28)
en la perspectiva de la confrontación que está aconteciendo en la his-
toria en t o r n o a la divinidad de Dios, del Padre predicado por Jesús. Ya
en 1972 sacaba Jürgen Moltmann las consecuencias q u e se derivan de
esta perspectiva escatológica de la historia de Jesucristo para la doctrina
de la Trinidad awf y en 1980 iba a desarrollarlas más incluyendo también
la Pneumatologia , w . Moltmann defiende convincentemente que la glorifi-
cación del Padre y del Hijo p o r el Espíritu es el acto personal en el que
se expresa con mayor claridad que el Espíritu es un sujeto propio j u n t o
a las o t r a s personas trinitarias; y, sobre todo, que esta actividad doxoló*
gica del Espíritu ha de ser valorada como una relación intratrinitaría,
pues no se dirige hacia afuera, sino hacia el Padre y el Hijo 211 . Pero
dicha glorificación por el Espíritu lleva también a cabo t a n t o la «unifi-
cación» del Hijo con el Padre como, según Jn 17,21, la unificación de los
h o m b r e s con Dios y en Dios 212 . Por eso le era posible a Moltmann vincu-
lar la consumación escatológica de la historia de la salvación con la rea-
lización plena de la unidad de la vida trinitaria de Dios en sí mismo:
«Cuando todo esté Aen Dios' y 'Dios en todo', la Trinidad económica
habrá sido asumida en la Trinidad inmanente* 2l\ También Robert Jen-
son concibe de manera semejante a la Trinidad inmanente como la fi-
gura definitiva, escatológica, de la Trinidad económica, y al Espíritu
como «el principio y la fuente» de dicha consumación escatológica 114 ,

Pero los problemas m á s difíciles de la tesis de la identidad de la 359


Trinidad inmanente y la Trinidad económica surgen en el momento en

a» J. MOLTMAKK, El Dios crucificado. Salamanca 1975, 364-382, esp, 38Gs [1972,


243-255, csp. 254].
** J. MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983. 138-144, csp. 14Iss
[1980, 137-143. esp. !40u].
Di O.C., 142 v 144 [141 y 143]*
i" O.c. 142 1141).
2» O.C., 177s [178],
*» R. \S\ JIÍNSON, The Triune idemity, Fiiadellia 1982, 14ls, Con todo, a pesar de
que pone de relieve la reciprocidad de las relaciones trinitarias (142), Jenson con-
cibe todavía al Espíritu en relación con un tipo de Trinidad de conciencia agus-
tino-hegel ¡ano y piensa, por tanto, aún la unidad del Dios trinitario como sub-
jetividad (144s>.

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4. Ei mundo como historia de Dios 359

muertos, con todas las consecuencias que de ello se derivan para la per-
sona de Jesucristo, consecuencias que la Iglesia saca ya ahora en virtud
de su convicción de que el mensaje pascual es verdadero.
De modo que al futuro escatológico de la consumación de la historia
en el Reino le corresponde un papel extraordinario en la fundamenta-
ción de la fe en el Dios trinitario, pues sobre la base de ese acontecí*
miento se decidirá la existencia eterna de Dios, es decir, también antes
de la fundación del mundo. El significado que esto tiene para la rela-
ción entre la eternidad y el tiempo, entre Dios y la creación, y para la
comprensión del acto creador mismo, como también, por tanto, de la
temporalidad de toda la realidad finita, habrá que aclararlo en los dos
próximos capítulos. Pero, en cualquier caso, la base de todo lo que los
cristianos afirmamos sobre Dios, tanto sobre el Padre como sobre el
Hijo y el Espíritu Santo, está en la anticipación de la consumación esca-
tológica del mundo en la predicación de Jesús acerca de la irrupción del
Reino de Dios en el presente de su propia actuación histórica y en la
correspondiente anticipación de la resurrección de los muertos del final
de los tiempos en la resurrección del Crucificado. Ya la idea misma de
revelación, cuyo desarrollo da lugar a la concepción trinitaria de Dios,
se basa en la anticipación del fin de la historia en la persona y en la
historia de Jesucristo. A la divinidad eterna del Dios trinitario, igual que
a la verdad de su revelación, les queda aún por delante su acreditación
en la historia. La base histórico*teológica, «económica», de la doctrina
de la Trinidad concuerda con la estructura histórico-salvffica del con-
cepto de mysterion, decisivo para la comprensión neotestamentaria de
la revelación. Pero la Trinidad de revelación implica aquí, como Walter
Kasper dice con razón, la Trinidad esencial, la comunión trinitaria de
Padre, Hijo y Espíritu por toda la eternidad. Con lo cual el desarrollo
histórico de la doctrina de la Trinidad en la patrística, que va del cono-
cimiento de la revelación del Padre en el Hijo por medio del testimonio
del Espíritu a la doctrina de la eterna homousia de Padre, Hijo y Espí-
ritu en la unidad de la esencia eterna de Dios, parece ser un desarrollo
en principio adecuado al objeto del que se trata.

Cuando el desarrollo histórico interpretativo al que nos referimos al-


canzó un resultado provisional en el dogma de Nicea y de Conslantino-
pla, en los años 325 y 381 respectivamente, la idea de la Trinidad esen-
cial se desprendió de su suelo histórico y tendió a ser comprendida, por
su parte, no sólo como la base de todo lo que acontece en la historia,
sino como independiente del curso de la misma, en virtud de la eterni-
dad y de la inmutabilidad de Dios, y, consiguientemente, como inalcan-
zable para cualquier entendimiento creado. Es comprensible. Una vez
que el Hijo y el Espíritu habían sido identificados como de la misma
esencia que el Padre eterno e inmutable, la teología filosófica helenista
obligaba a colocar a la Trinidad así pensada a una distancia inalcanza- 351

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Kti V. Ei Dios trinitario

ble para cualquier realidad creada y finita, *La Trinidad inmanente se


independizó de la económica y se fue convirtiendo cada vez más en algo
sin función salvifico-económica ninguna*2*7.

Los inicios de ese proceso pueden observarse ya en Atanasio.


Frente a la argumentación arriana que intentaba distanciar al Hijo
de la inmutabilidad del Padre, por tener un origen temporal, Ata-
nasio tenia que intentar apartar toda idea de devenir y de cambio
del Hijo y de la Trinidad en general <c\ Arian* I, 35s). Según él tam-
poco la encarnación habría supuesto ningún cambio para el Hijo
inmortal (I, 48. cf. I, 62 y III. 39). Pensar que Dios «deviene» en
cualquier sentido le parecía un supremo error (I. 65). Las afirma-
ciones de la Escritura en las que se habla de que Jesús «se hace»
o «ha sido hecho» esto o aquello, no habría que referirlas al Logos
en cuanto tal. sino sólo a la naturaleza humana de Jesús (II. 8). Con
lo cual el Hijo quedaba apartado de todo lo humano que los Evan-
ios relatan de Jesús. Ni siquiera en lo que toca al «conocimiento
teológico de Dios» estaba dispuesto Atanasio a reconocer un cam-
bio. una «aparición gradual de la Trinidad»: «¿Ouc religión va a ser
ésa que ni siquiera es siempre la misma, sino que tiene que per-
feccionarse con el paso del tiempo mostrándose en un momento de
una manera y en otro de otra? Porque es probable que siga aumen-
tando, y sin parar...» (I, 17)*

Hoy podemos ver que la contraposición de la Trinidad eterna a todo


cambio histórico significó la unilateralización de la teología trinitaria
y el aislamiento de su base bíblica. Hay q u e propugnar la revisión de
esta situación. Pero la problemática que ello implica es bastante mayor
de lo que era consciente la teología hasta ahora. Para poder pensar la
unidad de la Trinidad inmanente y la Trinidad económica hay que de-
sarrollar una idea de Dios capaz de abarcar en la unidad de un único
concepto no sólo el más allá de la esencia divina junto con su presencia
en el mundo, sino también la eterna identidad de Dios consigo mismo
j u n t o con la problemática situación de su verdad en el transcurso de la
historia y con el hecho de que sea la consumación final de la historia la
que decide sobre dicha verdad.

Al mismo tiempo hay que expresar de manera nueva cómo están uni-
das las tres personas en el Dios uno. La cuestión de la unidad de Padre.
Hijo y Espíritu en la unidad de la esencia divina y la cuestión de la uni-
dad de la Trinidad inmanente, asi pensada, con la Trinidad económica
362 van estrechamente unidas e n t r e sí: la unidad de Dios en la trinidad de
personas tiene que contener a un tiempo en sí misma la razón de la
diferencia y de la unidad de la Trinidad inmanente y la Trinidad eco-
nómica.
« W. KASHJI, o.c. 297 [318]. Cf. también D. WLNUEBOLRG, Gtist oder Energic. Zur
Fragt der innergótt Ochen Vcrankeruttg des chriutichen Lebens in der byzatUinis-
chen Thculugie, Munich 1930. c&p. 182ss, sobre Atanasio. y 44ss sobre la configu-
ración final de las tendencias procedentes de Los Padres de siglo iv en G. Palamas.

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4. Et mundo como historia de Dios S6I

Con lo dicho en este capítulo acerca de las relaciones m u t u a s entre


Padre, Hijo y Espíritu no se han solucionado a ú n las tareas teológicas
que acabamos de a p u n t a n También es cierto que están todavía por re*
solver en el contexto más amplio de la teología en general. La razón de
la unidad de la Trinidad inmanente y la Trinidad económica no la expli-
ca la tesis de la ^interacción e n t r e la esencia y la revelación» de Dios.
como tampoco se llega a la idea de la unidad de las tres personas con
su munión» en una pericoresis recíproca 2 ". La pericoresis presupone q u e
la unidad de las tres personas está fundamentada ya en o t r o lugar. Ella
no puede m á s que manifestarla. Su punto de partida será siempre, si se
la considera sólo en sí misma, la trinidad de personas. La acción con-
junta de las tres personas tanto hacia adentro como hacia afuera no es
capaz de d a r razón de su unidad, por más q u e una unidad fundamentada
ya de o t r a manera pueda encontrar su expresión en dicha acción con-
junta. De ahí que la doctrina trinitaria tradicional no haya fundamen-
tado la unidad de las personas en su pericoresis, sino bien en su proce*
dencta del Padre como fuente de la divinidad I I 9 , bien en un cierto de-
sarrollo de la autoconciencia divina. Hoy ya no podemos seguir estos
caminos por los que la tradición fundamentaba la trinidad de las per-
sonas partiendo de la unidad del Padre o de la esencia divina, porque
nos llevarían o al subordinacionismo o al sabelianismo. No cabe duda
de q u e la unidad de Padre, Hijo y Espíritu se pone de manifiesto en s u s
relaciones históricosalvífícas -que se definen por autodistinción recí-
proca— y, en particular, en su acción conjunta dirigida a que la monar-
quía del Padre se ponga de manifiesto en la creación <cf. m á s arriba
las p. 35lss). Pero dicha acción conjunta de las tres personas y su recí-
proca pericoresis han de ser entendidas como expresión de la unidad
de su esencia divina. Y para ello tenemos q u e plantear expresamente el
tema de la idea de la esencia divina en cuanto tal. El tratamiento de
esta idea ha de m o s t r a r si se puede pensar que el Dios uno sea de tal
manera trascendente y esté, al mismo tiempo, de tal modo presente en
el c u r s o de la historia de salvación que los acontecimientos históricos
signifiquen realmente algo para la identidad de su esencia eterna. Y ten-
d r á q u e m o s t r a r también si se puede pensar el concepto de la esencia 353
divina como el compendio sintético (Inbegriff) de las relaciones e n t r e
Padre, Hijo y Espíritu, a diferencia de aquella otra idea ontológica de

2& Las correspondientes reflexiones de J. MOLTUANK, Trinidad y Reino de Dios,


Salamanca 1983, 177 y 191 (1980, 177 y 19!] ponen de manifiesto las dificultades
con las Que se encuentra confrontada la teología con el rcdcscubrímicnto del ca*
ráete r personal concreto de las relaciones trinitarias en el contexto de la eco*
nomía
1W
divina de la salvación.
Cf*, más arriba, las notas 69s. En sus reflexiones sobre La «constitución» de
la Trinidad J. MOLTMANN, o.c.t l&ls [182s] recurre también a esta idea, contradi-
ciendo así su propio postulado acerca de la íundamentación de la unidad de las
tres personas en su comunión recíproca (167s [167s]). Cf. la critica que le hace
R. Ol&on a este respecto en el articulo citado más arriba en la nota 201.

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362 V, Et Dios trinitario

esencia que Agustín se creía obligado a presuponer (cf. más arriba


nota 196).
Todo esto no deberá ser un intento de deducción del trío trinitario
a partir de la unidad de la esencia divina. Se trata simplemente de la
tarea de pensar la unidad de la vida y de la esencia divina q u e se ha
revelado en las relaciones m u t u a s entre Padre, Hijo y Espíritu. E s t o
exige un concepto de esencia en el que la categoría de relación no sea
algo extrínseco. Pero lo que no exige en m o d o alguno es que a partir
de la esencia u n a de la divinidad se tenga q u e deducir la trinidad de
Padre, Hijo y Espíritu, aparecida ya en el acontecimiento revelatorio.
El Padre, el Hijo y el Espíritu son figuras del Dios eterno que no pueden
ser deducidas de ninguna otra cosa. No sufren ninguna génesis a partir
de nada distinto de ellas mismas. Incluso la unidad de su esencia no
puede ser encontrada más que en sus concretas relaciones vitales.

T r a t a r temáticamente de dicha unidad es tarea de una doctrina de la


esencia y de los atributos de Dios con textual izada en la teología cristiana.
Con ella la doctrina del Dios trinitario llega a u n a conclusión provisional.
Provisional, porque bajo el signo de la unidad de Trinidad inmanente y
Trinidad económica todo lo que queda de la dogmática: la doctrina de
la creación, la cristología y la doctrina de la reconciliación, la eclesiología
y la escatología, todo forma p a r t e del desarrollo completo de la doctrina
de la Trinidad- De ahí q u e en todas estas partes de la teología sistemáti-
ca, aún p o r tratar, tendremos que hablar siempre expresamente de $u
relación con la doctrina trinitaria. Y, a la inversa, la doctrina trinitaria
de Dios es un resumen anticipador de todo el contenido de la dogmática
cristiana. Pero en un sentido provisional la exposición de la concepción
de Dios contenida en la a m o r r e velación del Dios bíblico, acontecida en
la historia de Jesucristo, sí q u e concluye con el tratamiento de la unidad
de Dios en la trinidad de Padre, Hijo y Espíritu. Pues p o r encima de $u
unidad ya no se puede decir más de Dios. La cuestión es sólo cuál es la
cualidad concreta de la unidad divina- Tampoco la doctrina trinitaria
va m á s allá de la idea de la unidad de Dios para «asociarle» alguna otra
cosa: eso sería idolatría- A la fe trinitaria del cristianismo lo único que
le i m p o r t a es la vida concreta, diferenciada en sf misma, de la unidad
divina. De modo que la doctrina de la Trinidad es. efectivamente, un
364 «monoteísmo concreto***. Con lo cual se diferencia de d e t e r m i n a d a

» w. RÁSTER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985. 355 [1982, J58], con refe-
rencias a J. E. Kuhii y a F. A. Staudenmaier. K. BAJITO» Kirchlíchc Dogmank I I
370s decía, con razón, «que la Iglesia, con su doctrina de la Trinidad, defendió
frente a los aniilrinitarios precisamente la Idea de ta unidad de Dios y, por Linio.
el monoteísmo ..: h MOLTMAKK, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983, J555S,
Cf 2óss [1980, 154ss, cf. 28wJ, de acuerdo con mis reflexiones de Dic Subiektivii'dt
Cotíes und díe Trinitdtslehre: Kerygma und Dogma 23 (1977) 2M0 (ahora en Grund-
fra&cn systematischer Theotogie II, 1980, 96-111, csp. 109ss), ha planteado diver-
sas y justas objeciones a la interpretación que Baiih hace del «monoteísmo cris*

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Capítulo VI 365

LA U N I D A D DE LA E S E N C I A DIVINA
Y SUS ATRIBUTOS

1. LA SUBLIMIDAD DE DIOS Y LA TAREA DE DAR CUENTA


RACIONALMENTE DE LO QUE SE DICE DE EL

Cualquier intento razonable de hablar de Dios, es decir, todo discurso


críticamente consciente de sus condicionamientos y de sus límites, ten-
d r á q u e empezar y terminar reconociendo la sublimidad incomprehensi-
ble de Dios que supera todos nuestros conceptos. Empezar, porque ese
sublime misterio al que llamamos Dios está desde un principio cerca
del hablante, como lo está de todas las creaturas, y abarca y sostiene
toda nuestra existencia con anterioridad a cualquier acto cognitivo nues-
tro. siendo, por tanto, también la condición suprema de toda reflexión
sobre él y de todo intento de comprenderle. Pero todo conocimiento de
Dios tendrá que terminar con el reconocimiento de su incomprehensible
sublimidad porque toda afirmación sobre Dios, en tanto que exprese una
cierta conciencia de aquello a lo q u e se refiere, apunta m á s allá de ella
misma. Todo intento de d a r cuenta racionalmente de nuestro discurso
sobre Dios se mueve entre aquel comienzo y este final.

La sublimidad de Dios supera cualquier capacidad humana de com-


prender. Pero de ahf no se sigue en absoluto que sea mejor callarse que
hablar de Dios, como tampoco se sigue que sea imposible pensar algo
definido cuando hablamos de él 1 . AI contrarío, la humanidad ha hablado

< A U tesis abstracta de que no se puede saber nada acerca de Dios Hegel le
objetaba, con toda razón, que priva a la idea de Dios de la más mínima definición
de contenidos (El concepto de religión, cd. de A. Ginzo, México/Madrid/Buenos
Aires 1981, 94ss [PhB 59, 4üs)> y que. además, es expresión de una postura que
convierte de hecho en absoluto al yo finito (IBIss [137ss]). «De modo que si se
pretende presentar como humildad esa postura, porque el yo renuncia a cualquier
conocimiento de un ser existente en y por sí mismo, no queriendo conocer nada
acerca de Dios» pues Dios y sus elementos determinantes quedan fuera de ¿1. di-
cha humildad... es más bien soberbia» (182 [137]). -El yo hace el hipócrita pre-

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366 VI, Unidad y atributos de Dios

t a n t o a lo largo de su historia de Oíos y de los dioses, y también del


único Dios, que es fácil sopesar lo que perdería y lo que se empobrecería
con la desaparición de la palabra «Dios» de n u e s t r o lenguaje o r d i n a r i o 1 .
Y q u e pensar hay aquí más bien demasiado q u e demasiado poco. Es
366 j u s t a m e n t e la diversidad y complejidad de todo lo que hay que refle-
xionar al respecto, la que nos hace más lúcidos acerca de todas las di-
mensiones del tema y la q u e nos conduce a un conocimiento cada vez
más profundo de la incomprehensible sublimidad de la esencia divina \
Caer en la cuenta de q u e las cosas son así no tiene por qué llevarnos
a renunciar al esfuerzo de la conceptualización. Al contrario, el conocí*
miento de la incomprehensible majestad de Dios se le muestra precisa-
mente a la disciplina del pensamiento conceptual. Los mayores esfuerzos
de conceptualízación que ha visto la historia del pensamiento se h a n
hecho sin duda ninguna en el c a m p o del conocimiento de Dios. Es cierto
que los resultados se h a n revelado insuficientes una y otra vez. porque
el concepto, aun pudiendo pensar lo infinito, no puede aprehenderlo de
m o d o infinito. Pero los esfuerzos no han sido, por eso, inútiles, pues son
pasos en un camino cuyo final es imprevisible, cuyo fin, en cambio, nos
es ya cercano mientras andamos el camino. De acuerdo con la tradición
bíblica, a quien se pregunta por Dios, a quien le bu^ca. Dios mismo le ha
p r o m e t i d o su cercanía: «si me buscáis con toda el alma, yo me haré el
encontradizo» (Jer 29,13s). Y en el sermón del m o n t e Jesús remacha;
«buscad y hallaréis» (Mt 7,8). Es indudable q u e esta exhortación y e s t a
promesa no se dirigen sólo ni principalmente al conocimiento conceptual
de Dios, p e r o lo incluyen también. Los grandes desvarios en el c a m p o
del conocimiento de Dios no se producen cuando los hombres son cons-
cientes de q u e su entendimiento está siempre p o r debajo de la grandeza
de ese objeto, sino c u a n d o toman equivocadamente s u s limitadas ideas
por la cosa misma.

Ahora bien, el hallazgo de Dios se les ha prometido a quienes le


buscan donde se le puede encontrar (Dt 4.29). Es u n a búsqueda a la luz
de la memoria de la alianza de Dios (ibid., 30$). Como sucede en todo
buscar, la búsqueda y la pregunta por Dios presuponen ya un cierto
conocimiento de lo que se busca. Y así. la b ú s q u e d a filosófica de la
figura verdadera de la realidad divina presuponía ya en sus inicios

sentándose como humilde, mientras que no es capaz de apartarse del orgullo de


la vanidad y de la inanidad* (182 [1381).
^ ct\ más arriba el capítulo II. 1 (65ss).
* Según Kanl lo sublime es «aquello que es grande por encima de toda compa-
ración (Crítica del juicio, ed. de M. G,' Morenle, Madrid 1914, 135 [A 80]), -una
grandeza solamente igual a sf misma* (135 [A 83]). En virtud de sus vinculaciones
con la idea de lo infinito, lo sublime supera «la escala de los sentidos» (139 [A 91])
y, por tanto, también todo lo dado en la naturaleza (I40ss [A 108. cf. 103]». Sobre
las implicaciones que esto tiene para la teología de la creación, cf. H. G. REDUANN.
Gott and Welt. Die Schopfungstheologie der vorkritischen Periode Kants, 1962, 55ss.

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/. La sublimidad dtr Dios 367

entre los griegas un conocimiento previo de Dios —en ese caso el cono*
cimiento del mito—, sin que obslc para ello que, en cuanto pregunta
por la verdadera figura de la divinidad, se volviera críticamente contra
las respuestas complejamente contradictorias del mito. Más tarde tam-
bién el Dios de la Biblia pasaría a formar parte, aunque de otra manera.
de los presupuestos de la búsqueda filosófica. De otra manera, porque
el Dios de los judíos y de los cristianos es él mismo una figura, es más, 367
la figura concreta de la unidad de lo divino que la teología filosófica
antigua le contraponía a los dioses del mito. La crítica filosófica no pue-
de tampoco, por eso, adoptar frente al Dios de la Biblia la misma forma
que adoptaba frente a las figuras divinas del mito antiguo. Si es lúcida
para percatarse de la situación objetiva, no puede contraponer al Dios
de los judíos y de los cristianos otra figura de la divinidad autónoma
respecto de él, como lo hacía la «teología natural» de los filósofos en su
confrontación con la mitología politeísta. Le queda todavía, por supues-
to, la tarea de hacer una crítica del antropomorfismo de las concepcio-
nes religiosas de Dios y la tarca de formular las condiciones lógicas de
la idea del único Dios como origen del mundo en su totalidad. Pero este
tipo de reflexión crítica ha sido asumido en muy buena medida por la
teología cristiana misma, de modo que en este punto no tiene por qué
darse una contraposición de principio entre la teología filosófica y la
cristiana. Una contraposición así se daría más bien, desde el Medievo
latino, en referencia a la vinculación de la teología a la tradición. Pero,
aunque no cabe duda de que caracteriza los diversos puntos de partida
y los distintos modos de proceder, teológicos y filosóficos, tampoco es
ésta una contraposición de principio más que cuando se piensa equivo-
cadamente. por una parte, que la vinculación de la teología a la autoridad
de la Escritura y de la doctrina de la Iglesia implica que la verdad de
sus contenidos está ya decidida de antemano y cuando, por otra parte,
la filosofía cree poder ofrecer una fundamentación de la doctrina filo-
sófica de Dios completa y acabada sin tener en cuenta la experiencia y
la tradición religiosas. Hay. sin duda ninguna, una cierta sabiduría del
mundo que ignora por completo la locura de la cruz* Pero no está dicho
en ningún sitio que la teología filosófica esté encadenada a ese tipo de
sabiduría.

«A Dios nadie lo ha visto nunca, pero el Hijo único, que está en el


seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Al Dios que ha-
bita en una luz inaccesible (1 Tim 6,16) lo conocemos por medio del
Hijo (cF- Mt 11,27). Por eso, quien quiera conocer al Dios incomprehen-
sible tiene que atenerse al Hijo. Este es el sentido de la distinción
que Lutero hacia entre deus revelatus y deus absconditus4. El complejo

* Lo ha puesto acertadamente de relieve E. JÜKCFL, Qtuu supra nos, nihit cd nos


(1972), en Entsprcclwngen. Theo!o$Í$che ErÓrzerungen, Munich 1960. 202*251. esp.
229ss.

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36S VI. Unidad y atributos de Dios

concepto de deus absconditus j u n i o con el ocultamiento de Dios para el


pecador, tanto en su obra salvadora como en su juicio, j u n t o con sus
inexcrutables designios, abarca también la incomprehensibilidad de su
esencia 5 . Pues bien, la esencia de este Dios, que de o t r o m o d o perma-
necería incomprehensible, se n o s p o n e de manifiesto en su revelación
368 en el Hijo. Y cuando se nos manifiesta, el Dios oculto queda revelado:
«Sic faciam: ex deo non reveíalo fiam revela tus, et tamen Ídem Deus
manebo» 6 . Ahora bien, este proceso no se completará hasta el eschaton*
De todos modos está claro que Lutcro no quería propugnar ningún dua-
lismo entre un Dios revelado y un Dios oculto. Lo que sucede, mientras
el proceso y la salida de la historia estén abiertos, es q u e hay u n a ten-
sión e n t r e esos dos aspectos de la única realidad divina. El Dios que
permanece oculto en su gobierno del acontecer del mundo y en el destino
individual del hombre, sólo al final de la historia será reconocible por
todos de modo definitivo como idéntico con el Dios revelado en Jesu-
cristo. Este es j u s t a m e n t e el motivo por el q u e la teología tiene que
m a n t e n e r a m b o s aspectos de la realidad divina, a u n cuando su unidad
no resulte visible sin m á s : una tensión que se pone de manifiesto, entre
o t r a s cosas, en la tensión existente entre el discurso filosófico y el dis-
curso teológico sobre Dios,

Y en medio de las contradicciones de la experiencia histórica también


la unidad de Dios permanece oculta, es decir, que el Dios que actúa en
el acontecer del mundo sea uno con la revelación de su a m o r en Jesu-
cristo* Lo que aquf está en juego es la unidad del Dios trinitario. Eber-
hard Jüngel nos ha llamado la atención sobre cómo para Lutero la Tri-
nidad no pertenece en absoluto al ser oculto de Dios, pues Dios se nos
ha revelado en Jesucristo como el Dios trinitario 7 . Pero la distinción
entre Dios oculto y Dios revelado tiene lugar j u s t a m e n t e en las relacio-
nes trinitarias. Lutero veía en Jn 14,9 un testimonio de la unidad del
Dios oculto con el Dios revelado: «Qui enim me videt, inquit Christus,
videt et patrem ipsum* (WA 43, 459, 30s). Lo cual presupone implíci-
tamente que la relación entre el Padre y el Hijo nos remite a la dis-
tinción entre el Dios oculto y el Dios revelado. No en el sentido de q u e
el Padre se identificara con el Dios oculto, mientras que el Hijo encar-
nado seria el Dios revelado. Pero en el acontecimiento revclatorio el
Dios oculto se nos revela como el Padre de Jesucristo y la unidad del

* Cf. H. BMDT, Luthers Lehre vom verborgenen Gott, Berlín 1958, 99ss.
* WA 4JÉ 459, 24s, cf. Theotogische Reateneyctvpadic V, 5658 a. Ya en 1525. al
final del De servo arbitrio. Lulero apuntaba a la disolución de la contraposición
entre deus absconditus y deus revetatus en virtud de la lumen gloriae: WA 18,
785, 20s8» H. Bandt dice que dicha contraposición se va transformando con pau-
latina claridad en sucesión histórica* Ahora bien, a este lado de Ea plenitud csca-
tológica sólo la fe tiene acceso a la unidad de deus revelatus y deus absconditus
porque ella está vuelta al futuro de Dios por encima de todas las experiencias
actuales.
* Cf. l.c, 227. 237s. 246s,

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I. La sublimidad de Dios 369

Dios oculto con el Dios revelado se pone de manifiesto en la unidad


del Padre con el Hijo. Ahora bien, si p a r a Lutcro la unidad del Dios
oculto con el Dios revelado no se revelará definitivamente más q u e a
la luz de la gloria escatológica, lo dicho significa que es la unidad del
Dios trinitario mismo la que permanece todavía oculta en el proceso de
la historia. No son las diferencias trinitarias entre Padre, Hijo y Espíritu
las q u e están ocultas. Esta diferenciación es j u s t a m e n t e la que carac-
teriza a la realidad divina q u e se nos manifiesta en el acontecimiento
de la revelación. Lo que permanece oculto es la unidad de la esencia
divina en ese su ser diferenciado.
Por lo general, la tradición teológica pensaba en este punto a la in-
versa: la existencia y, m á s aún, la esencia del Dios uno eran tenidas por
accesibles para el conocimiento racional a p a r t i r de las o b r a s de la
creación; las diferencias trinitarias, en cambio, no son conocidas m á s
q u e por medio de una revelación especial- Al «misterio» de la Trinidad
se le subordinaba, en este sentido, a las proposiciones referentes al Dios
uno y a sus atributos.

Nos bastará aducir como ejemplo del tratamiento del tema en


la Dogmática protestante antigua el caso del tratado de Dios de
David Hollaz (1707). Porque la tendencia que queremos mostrar
aquí, aunque se encontraba ya presente en Calov y en Quenstcdt,
se expresa de una manera especialmente clara en la fase tardía de
la dogmática protestante antigua en este caso de Hollaz. El habla
del «sanctac Trinítatis mysterio» como de un «sublimi et arduo (!)
articulo fidei» (Examen theol I, 401). En cambio, la «dcscriptio Dei»
como «essentia spirítualis independens» se encuentra tanto en la
doctrina «natural» acerca de Dios, propia de la razón que se re-
monta de los efectos creados al Creador (324, obs. 3), como en el
testimonio revelatorio de la Escritura, aunque, al parecer, este úl-
timo es «longe solidius* (tbid. obs. 4). En cuanto al contenido, la
revelación no le añade a aquel conocimiento general del Dios uno
más que la trinidad de personas («addit autem mentionem trium
personarum Divinitatis, sine qua non est completa Dcfinitio veri
DEI»: ibid.). La teología católica neoescolástica presentaba la cues*
tión de un modo semejante. Así, por ejemplo, Mat tilias Joseph Schee-
ben dice que el conocimiento natural de Dios alcanza «a todas aque-
llas propiedades de Dios... sin las que no se le podría pensar como
la causa primera y suprema de todas las cosas que podemos per-
cibir. Es demostrable que entre dichas propiedades se encuentran
todos los atributos de Dios que le asigna de hecho la re\>elación so*
brenatural y que le corresponden en y por su esencia y naturaleza,
común a las tres personas» (Handbuch der kathotischen Dogma*
tik II, 1875 = Gcs. Schriften IV, 1948, 28 n, 64), La única excepción
que Scheeben hace es la referente a dichos atributos en tanto en
cuanto «se les pone en relación con las obras externas sobrenatu-
rales de Dios» (ibid.). En cambio. *ta trinidad de las personas di-
vinas (estaría).» no sólo relativa, sino absolutamente», por encima
del campo del conocimiento natural» (ibid. n, 66).
570 17. Unidad y atributos de Dios

Este modo de ver las cosas delata una minusvaloración de los pro-
blemas con los que se tiene que enfrentar la teología racional o filosófica
en la Modernidad y. además y sobre todo, una completa falta de refle-
xión respecto del alcance de la razón natural en la interpretación de los
datos históricos, como son los textos bíblicos. A los testimonios bíblicos
se los toma solamente como documentos de autoridad sobrenatural, no
como textos insertos en la historia de la religión cuya interpretación le
puede proporcionar perfectamente a la «razón natural* determinadas
conclusiones respecto a la comprensión de Dios implícita en ellos, aun
370 cuando la verdad de dicha comprensión quede todavía sin decidir para
ella. Desde el punto de vista de la historia de la religión, el camino que
condujo a la configuración de la doctrina de la Trinidad en el cristia-
nismo tiene su punto de partida en el mensaje y en la historia de Jesu-
cristo y no cabe duda de que su desarrollo teológico, a la luz de la fe
pascual, se hizo por medio de argumentos de razón «natural». De modo
que a la convicción acerca de una trinidad de hipóstasis divinas y de su
homousia se llegó como resultado de una historia interpretativa, obstacu-
lizada. ciertamente, aquí y allá a lo largo de la evolución de la teología
patrística por los diversos prejuicios de los que en ella tomaban parte,
pero basada en la lógica del objeto mismo que se interpretaba. Por eso
se hizo muy difícil comprender la trinidad de Padre. Hijo y Espíritu
como expresión de una esencia divina una e idéntica. Lo que constituía
el problema central de la teología cristiana de la Trinidad después de
que el dogma de Nicea y de Constantinopia salió adelante en el siglo IV
no era la trinidad, sino la unidad del Dios trinitario. La dificultad se
planteaba respecto a la relación de la doctrina cristiana de Dios con la
alternativa del monoteísmo no trinitario, tal y como éste se presentaba
frente al cristianismo en el judaismo y en el islamismo. Pero además el
problema aparecía también en el seno mismo de la teología cristiana
al intentar aclarar la relación existente entre la trinidad y la unidad de
Dios. ¿Cómo pensar la unidad de la esencia divina para darle lugar a la
trinidad de Padre. Hijo y Espíritu? He ahí la cuestión. Y una solución
satisfactoria no puede venir ni de la concepción que ve el fundamento
de la unidad de Dios en el Padre, en cuanto origen y fuente de la divini-
dad. ni tampoco de la deducción de la trinidad a partir del concepto de
la unidad de Dios como espíritu o como amor.

La teología de la Iglesia antigua era sin duda consciente de que la


incomprehensibilidad de Dios se refiere ya a la esencia del Dios vivo y
a sus atributos, no sólo a las proposiciones de la doctrina de la Trinidad.
Gregorio Nacianceno subrayaba la incomprehensibilidad de la esencia
divina frente a la fijación arriana de la idea de Dios en el concepto de la
carencia de origen (or. 28,10). Y Gregorio de Nisa la fundamentaba ¿n

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L La sublimidad de Dios 371

su doctrina de la infinitud de Dios*: si Dios es infinito, de ahí se sigue


que el hombre no puede definir acabadamente la esencia de Dios, pues
es «invadeable» (¿SLC^CTTITOV)*- Pero en el concepto de infinitud se
funda también la incomprehensibilidad de la unidad de Dios en el con-
texto de la doctrina de la Trinidad. De ahi que Gregorio haya podido
hablar en su Gran Catcquesis sobre el «misterio» de la Trinidad, de 371
«cómo es contable, pero sustraída a toda cuenta; cómo ha de ser conside-
rada en separación, pero como unidad» (3,1). Con todo, no se trata aquf
sino de una aplicación más de la incomprehensibilidad general de la esen-
cia de Dios derivada de su infinitud Tl\ De acuerdo con ello» para Juan Da-
masceno tampoco es sólo la Trinidad la que es ilimitada e incomprehen-
sible, sino que también lo es ya la esencia del Dios u n o (fiíl. orth. I, S;
cf. I, ls). La trinidad de las personas divinas, igual que la unidad de
Dios y los atributos que describen su trascendencia p o r encima de todo
lo finito, sólo forma parte de nuestro conocimiento de Dios porque él
no n o s ha dejado totalmente en la ignorancia respecto de sí mismo (I, 2).
Pero con todo ello no conocemos la esencia de Dios, Pues todas estas
afirmaciones designan «no lo que él es, sino lo que no es. Quien quiere
indicar en qué consiste la esencia de una cosa tiene que decir lo que es,
no lo que no es» (ibid.)*

A diferencia de Gregorio de Nisa, el Damasceno, siguiendo la teologia


apofática del Areopagita, argumentaba sobre la incomprehensibilidad de
la esencia divina recurriendo a su heterogeneidad respecto de todo lo
creado. La escolástica latina le siguió en ello. Según Tomás de Aquino,
nuestro intelecto no es capaz de comprender la esencia de Dios («divina
substantia») porque, a causa de su inmensidad, dicha esencia sobrepasa
todo concepto que nos podamos hacer (c. Gentes I, 14), De ahí que en la
Suma Teológica, después de exponer los argumentos a favor de la exis-
tencia de Dios, trataba de su esencia («quid sit») primariamente bajo el
punto de vista de lo q u e no es, «removendo ab eo ea quae ei non con-
veniunt» (STh I, 3). Pero en comparación con la argumentación del Ni-
seno a partir del concepto de la infinitud de Dios, este procedimiento
tiene la desventaja de que se le tienen que proporcionar p o r o t r o camino
los contenidos que ha de negar, es decir, determinadas proposiciones
positivas. La base para ello está, tanto para Tomás como ya para J u a n

* E. MHnj.FNBER<;, Die Unendtichkeit Cotíes bei Grc&or von Nyssa. Gregors Kri-
tik am Gottesbegriff der klassischert Mctaphysik, Gotinga 1965, 100*118, esp. 102$
sobre el Contra Eunomium III, 1, § 103 (Jaegcr II, 38, 17ss).
* Ibid., Mis sobre Contra Eunomium l, 368s (Jaegcr I, I35s) y II. 69 (246, 14-16).
MUhlcnbcrg ha mostrado con todo detalle (147465) que en esta idea se halla el
arranque de la mística del conocimiento de Gregorio, la cual describe el ascenso
al conocimiento de Dios como un camino sin fin que, precisamente en cuanto tal,
participa de la infinitud de Dios.
u> Cf. MCKLENBERG, O,C, 133S, El concepto de la infinitud prohibe, en particular,
la suposición de un compuesto a partir de tres unidades esenciales distintas. La
infinitud de Dios implica la simplicidad de su esencia (122026)*

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372 VI. Unidad y atributos de Dios

Damasceno, en la idea de la causalidad primera de Dios. Los predicados


negativos q u e le diferencian de todos sus efectos, de las crea tu ras, se
basan en el concepto de Dios como causa primera- Pero de la causalidad
p r i m e r a se deriva también la posibilidad de formular proposiciones po-
sitivas acerca de Dios como causa de las perfecciones crcaturalcs. Y así,
J u a n de Damasco a las proposiciones apofáticas les añadía predicados
positivos, catafáticos (fid. orth. I, 12). que remiten a la causa divina las
perfecciones halladas en sus efectos creados- Pero, en contra de lo que
cabria esperar, después de haber negado convincentemente q u e de los
predicados negativos de Dios se siga un conocimiento de su esencia
372 (cf- m á s arriba), ahora no vuelve a planlear la cuestión- En este caso de
las proposiciones positivas el Damasceno no hubiera podido conseguir
una base sólida para la incomprehensibilidad de Dios más q u e por medio
de la argumentación de Gregorio de Nisa, es decir, partiendo del con-
cepto de la infinitud de Dios. Mas de nuevo aquí volvía a seguir al Pseudo*
dionisio Areopagita añadiéndoles a los predicados negativos de Dios otros
positivos- El Areopagita, en su obra sobre los nombres de Dios, habte
desarrollado el famoso m é t o d o de las tres vías del conocimiento de Dios
q u e habría de ser considerado como modélico hasta bien e n t r a d o el si*
glo xix. Eran la «via negationis» (átyaipiatbx?), «eminentiae» (ürccpoxflí'
y «causal i tatis* (aÍTÍac* n . Las d o s últimas van estrechamente vincula-
das e n t r e si. Pues la inducción que se remonta de los efectos a la causa
p a r t e del supuesto de que las perfecciones que le han sido comunicadas
a los efectos han de pertenecerle a la causa en un g r a d o m i s alto y, p o r
tanto, pueden ser predicadas de ella de m o d o superlativo- Al mismo
tiempo se niega que las imperfecciones creaturales tengan cabida en
dicha causa.

También Tomás de Aquino les añadía a las proposiciones negativas


de la teología apofática sobre la esencia de Dios o t r a s proposiciones po-
sitivas, predicadas de la causa divina según el esquema de las tres vías
del Areopagita. Sin embargo, él seguía manteniendo la incomprehensi-
bilidad de la esencia divina para todo conocimiento creado ü - Porque las
perfecciones creaturales q u e tenemos q u e remitir a Dios —en cuanto
causa primera del mundo— en la esencia divina, que es infinita y origen

» De diV nom VII, 3 (MPG 3, B7ls). El Areopagita, por su parte, tomaba este
esquema de la filosofía platónica, en cuya escuela lo encontramos ya en el Dldas*
kalikos de Albino, del siglo n.
tt En STh I, 12, 7, Tomás distingue un comprender en el sentido estricto ele
la palabra y otro en un sentido amplio. En sentido estricto significa el conocí*
miento completo de una cosa a partir de sus principios («.. illud comprehenditur
quod pcrfcctc cognoscitur; perfeetc autem cognoscitur quod tantum cognoscitur
quantum est cognoscibilc*). En este sentido Dios, por ser infinito, es siempre iP*
comprehensible para cualquier intelecto creado. Pero Tomás aftade que se puede
hablar de comprender en un sentido amplio de la palabra contraponiéndolo a la fal*
ta de juicio (ibid.. ad 1: «Alio modo 'comprehensio' largius sumitur secundum quod
comprchensio inseculioni opponitur»).

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374 W. Unidad y atribuías de Dios

373 Duns Escoto desarrolló su tesis de la univocidad de la forma con-


ceptual del conocimiento de Dios frente a las doctrinas de la analogía
de la escolástica clasica, basadas en la relación causal de las crcaturas
con Dios. Con ella no negaba en absoluto la distancia existente e n t r e el
conocimiento de Dios de la creatura y la realidad del Creador, Al con-
trarío: la vinculación de nuestro conocimiento conceptual a conceptos
unívocos es una expresión de la distancia en la que se halla el conoci-
miento h u m a n o de Dios respecto del Dios infinito. Justamente porque
carecemos de un concepto de la esencia propia de Dios, n o s encontramos
obligados a utilizar conceptos generales, como» ante todo, el concepto
de ser, que abarcan indistintamente al ser creatura! y al ser divino.
Y sólo sobre esa base podemos distinguir e n t r e el ser infinito de Dios
374 y todo lo finito H . De esta manera Duns Escoto se acercaba ya m u c h o
a la concepción que Guillermo de Ockham iba a desarrollar poco des-
pués» según la cual no podemos construir un concepto específico de Dios
más que componiéndolo a partir de diversos términos generales y abs-
tractos * Según Ockham, Dios y la creatura son, en la realidad, infini-
tamente distintos n . De ahí que la distancia respecto de la realidad del
Dios infinito se exprese de manera particularmente aguda en la necesi-
dad q u e tenemos de combinar conceptos unívocos con características
diferenciadoras cuando le q u e r e m o s conocer* El concepto y la realidad
se disocian 1S, aunque la tarea del conocimiento conceptual siga siendo
conseguir u n a descripción aproximada a la realidad propia de su objeto
p o r medio de la combinación de características generales y diferenciado*
ras. Pero la construcción y la composición de tales conceptos ya no se
explica de un m o d o natural partiendo de la realidad objetual como ella

volumen tercero: México 1976, 76ss 11954 (2.' ed), csp. 71107]). De este modo. la
cuestión de la derivación o trasposición análoga de nuestras palabras desde una
experiencia del mundo pensada como puramente profana al lenguaje sobre Dios
pierde muchísimo valor teológico-fundamcntal.
« Duns Escoto, Ord. I, 3, 1 (Opera, cd. Val,. III, 1954. 38 n. 56): -Tcrtio dico
quod Dcus non cognoscitur naturaliter a viatorc in particulari ct proprie. hoc cst
sub rationc huius csscntiac ut hace ct ín se* Nuestros conceptos unívocos no abar-
can lo que Dios es en si: cf. ibid.. 39 n. 57: «Univocatio cnim non cst nísi in
generalibus rationlbus.» Sobre la univocidad del concepto de ser. cf. ibid.. 18 n 26s.
•i Guillermo de Ockham, Scriptum in librutn Primum Sentcntiarum fOrdina-
lio Ih prol. Q. 2 {Optra I. SL Bonaventure N.Y. 1967, 117, 14ss: Sexta concl.). Este
asunto aparece ya correctamente descrito en F. BRIXJ&ÍÜUÍR, Dic Gottcstchre
Wilhelms von Ockham, 1911, 32ss,
n Ord. I d 8 q I (Opera III. 1977, 178, 1), Cf. M, C. MENCES. The Cvncept o/ Vní*
votíty Re^arditiR ihe Predicaron oi God and Crtarare According lo William Ockham t
Nueva York 1952, 8Iss.
i' Este paso estaba ya preparado en la concepción de Duns Escolo sobre la
univocidad de los conceptos generales más elevados, en particular, del concepto
de ser; pero no se llega a dar más que con la teoría conceptualista del conocí*
miento de Guillermo de Ockham. Duns Escoto creía todavía que la infinitud le
pertenecía al concepto de ser como un modus intrinsecus, que no era un añadido
que se le hacia por medio de una atribución (Ord. I, it I: Opera I, 40, n. 58).

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/. La sublimidad de Dios 375

es. Con todo, tampoco se la puede entender simplemente a partir de la


naturaleza de nuestra potencia cognoscitiva, como se iba a ver mucho
después. Se encuentra, más bien, condicionada históricamente por for-
maciones lingüisticas ante todo de tipo filosófico, pero también religio-
so. De modo que para explicarla tan necesarias como las investigaciones
lógicas lo son también las de historia de los conceptos.
El método de los antiguos tratados protestantes sobre Dios también
deja traslucir el hecho de que no podamos hablar de Dios más que
combinando definiciones generales y definiciones diferenciadoras. Lo que
decían sobre los atributos de Dios iba precedido de una «descripción»
general de la esencia divina (descriptio Dei)t esencia a la que se le asig-
naban a continuación los diversos atributos. Como definición general
(conceptus communis) no empleaban, como había hecho Duns Escoto y
Guillermo de Ockham, el concepto general de ser, sino el de esencia
espiritual (essentia spiritualis). Y como definición diferenciadora (cotí'
ceptus propritis) se le añadía el concepto de lo infinito19» o, luego, en
el caso de Hollaz, el de independencia. En comparación con el concepto
de Dios de Duns Escoto como «cns infinitum» esta descripción de la
esencia divina es ontológicamentc (o metafísicamente) menos radical;
pues la descripción «essentia spiritualis infinita» adjudica ya la realidad
de Dios a una determinada clase de entes (a los «entia spiritualia») en
lugar de ponerla en relación con el concepto de ser en cuanto tal. Pero
no es sólo la conceptualización utilizada en esa descripción la que nece-
sita una investigación más detallada: la exigen ya las distinciones que
se presuponen en ella entre existencia y esencia (ya sea como «essentia»
o como «substantia») y entre esencia y atributos.

Aun teniendo presente la interpretación conceptualista del proceso


de conceptualización —que lo entiende como una expresión de la subje-
tividad del hombre cognoscente— y el cambio que dicha interpretación
significa respecto de las explicaciones de Tomás de Aquino sobre las
condiciones del lenguaje y del conocimiento teológicos, la tesis principal
del Aquinate sigue en pie: la pluralidad de predicados que se le atribu-
yen a Dios no puede afectarle más que al modo de una unidad indivisa,
pues de su infinitud se deriva la indivisa simplicidad. Tendremos que
desentrañar todavía lo que esto significa respecto de la relación en la
que se encuentran la esencia y los atributos de Dios. Pero ya es posible
decir lo siguiente: en dicha idea se expresa a su manera que la incom-
prehensibilidad de Dios tiene que ver con su infinitud y con la unidad
infinita de su esencia. Esta es una idea independiente del método de la

w
Así. por ejemplo, A. GILOV, Systenta iocurum theologicorum, parte 2.*: De
cogttitiotíc. nominibus, natura et úttributis Dei, Wittenbcrg 1655, 17óss. Sobre la
evolución de este modo de proceder en la dogmática luterana antigua, cf. C. H. RAT-
SCHOW, Latherische Dogmatik zwischen Reformatiott und Aufkliirung II, Gütcrsloh
1966, 6lss.

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2. La distinción entre esencia y existencia de Dios 377

En la escolástica latina nos encontramos con el impresionante inten-


to de Tomás de Aquino de deducir todas las proposiciones acerca de
to que Dios es a partir de la prueba de la sola existencia de una causa
p r i m e r a del mundo. Lo único que se presuponía era la existencia de un
primer m i e m b r o en la cadena de las causas. De la causalidad p r i m e r a
se derivaba p a r a Tomás en primer lugar la simplicidad, luego la perfec-
ción, la bondad y la infinitud, como también la eternidad y la unidad
de Dios*.
La época posterior tuvo ya muchas más dificultades con esc camino
que p a r t e del conocimiento de una causa primera para definir s u s atri-
butos diferenciadores. Asi, p o r ejemplo, según Guillermo de Ockham, la
independencia y la bondad de Dios irían directamente vinculadas a su
existencia como causa primera, pero no sucedería lo mismo con su uni-
cidad, infinitud y omnipotencia B . Para Ockham, la simplicidad no era
ya un predicado diferenciado! de Dios, sino propio de todas las cosas, 377
ya q u e sería sólo nuestra descripción conceptual de ellas la q u e nece-
sita hacer composiciones a base de rasgos generales y rasgos particu-
lares. Por tanto, ya no se podían deducir de la simplicidad de Dios atri-
butos q u e lo diferenciaran de las criaturas, como había hecho Tomás
de Aquino. Y de ese modo perdió también su significado central para
la idea de Dios la indistinción de la esencia y la existencia divinas, q u e
se basaba en la simplicidad.

De m o d o que para la Escolástica tardía el conocimiento de la exis-


tencia de Dios se distanció bastante m á s del conocimiento de su esencia
de lo q u e sucedía con la Patrística e incluso a ú n con la Escolástica clá-
sica. Pedro de Ailly observaba respecto de lo q u e dice el Apóstol acerca
del conocimiento natural de Dios (Rom l,19s) q u e la razón natural nos
proporciona ideas que luego no puede d e m o s t r a r con evidencia, mien-
tras q u e el que ya cree en Dios —en virtud de su revelación— llega a
descubrir m u c h a s cosas sobre Dios mediante el conocimiento de la rea-
lidad creada que, de o t r o modo, permanecerían ocultas 3 6 .
Y algo semejante dice Lulero: q u e hay «una gran diferencia e n t r e
saber que hay un Dios y saber qué o quién es Dios» (WA 19, 207, 11$).
La razón sabría simplemente que hay un Dios, p e r o no «cuál sea aquél

& STh 1, 3-11. Ahora bien, estos atributos caracterizan la esencia divina sólo
en cuanto distinta de sus efectos crcaturales >\ por tanto, no dicen cómo es ella
en 11sí misma, sino más bien, cómo no es (I, 3; «potius quomodo non sit*).
Cf. Scriptum irt tibrum Primum Sentcntiarum (Ordinatio), q 2 pro!., en Ope-
ra IV, St Bonavemure» Nueva York 1970, 357, 9: sobre la unidad de Dios. Cf. ya
F, BRUCEMÜLLER, Die Gotttslehrc WUhclms von Ockham, Munich 1911, 43ss.
** Petras de Ai I luco, Quaestioncs super tibros sentcntiarum cum quibusdam in
fine adiunctis, Estrasburgo 1490 (reimpresión de Frankfurt 1968) dice sobre I Sent.
q 2 a 2 X; «Hlc dlco tertlo quod licet potuissent boc aliqua naturali rationc per-
suadere, non (amen evidenter probare, süniliter habitu revetationcm quod deus
est credenti deum esse multa possunt ex cognitione creaturarum concludi de dco
quae aliter non concluderentur.»

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578 Ví. Unidad y atributos de Dios

a quien llamar Dios con acierto» (206, 33)- En Lulero, sin embargo, esta
diferenciación adquiere un nuevo senlido. porque él presupone, con
Agustín (¿y con Cicerón?), q u e previamente a toda argumentación ra-
cional, tenemos un conocimiento intuitivo de Dios q u e el pecador dis-
torsiona con su ratio77. Además, él no trataba tanto de negarle a la
razón la capacidad de hacerse u n a representación de Dios definida por
ciertas propiedades, c u a n t o de decir que el conocimiento del verdadero
Dios le resulta inaccesible 2 *. Por tanto, la distinción que Lutero hace
e n t r e el saber que Dios existe y el conocer lo que Dios es, no es simple-
mente equivalente de la distinción y de la secuencia metódica que la
teología protestante volvió habitualmente a establecer e n t r e la noticia
de la existencia y el conocimiento de las determinaciones esenciales de
dicha existencia 2 9 .

De todos modos, también los teólogos protestantes clásicos tenían


bien claro q u e cuando se afirma la existencia de algo se tiene ya al
m i s m o tiempo u n a cierta idea, p o r vaga q u e sea, de la esencia de lo q u e
se afirma como existente 3 0 . Y ( en efecto, la cuestión de la existencia de
algo (atí sit) no es totalmente independiente de la representación de aque-
llo (quid sit) de cuya existencia se t r a t a J I . Incluso las «pruebas de Dios»
presuponen ya. en c u a n t o argumentos en favor de que existe un Dios, q u e
se conoce algo al m e n o s de lo que Dios es, en concreto, que es la causa
primera del mundo* La idea de una causa primera posee ya un contenido
sustancial. Contiene un concepto mínimo de la esencia divina q u e tam-
poco la teología cristiana podrá soslayar mientras afirme que Dios es el
creador del mundo. Pero, por o t r o lado, la idea de una causalidad pri-
m e r a es todavía tan general que no contiene ni siquiera lo específico de
la idea de Dios como poder de alguna m a n e r a personal y, p o r supuesto,
menos aún, los rasgos característicos del Dios bíblico. De ahí que resulte
ya problemático el intento de deducir de la idea de la causalidad primera
proposiciones concretas referentes a Dios en cuanto distinto de las cria-
turas en sus relaciones con el m u n d o ; y más aún, la pretensión de afir-

tf Véase más arriba cap. II. 2. junio a la nota 29, y también cap. II, 5, p. Il5s.
*29 Cf.. al respecto, P. Atfuus, Die Theotogie Martin Luihers, Gütersloh 1962, 27ss.
Cf. C. H. RATSCHDW, Lxaherische Do&matik zwischcn Rcformation und Aufkta-
rung //, 1966, 45ss y también, del mismo Autor. Gott existiert, Berlín 1966, 27ss.
» C. H. RATSODW, Gott existiera 1966, 41s-
*• J. Duss ESCOTO, Ord. I. d. 3, p. I. q. 1-2: «Numquan enim cognosco de aliquo
'si est', nisi habeam aliquem conceptum ilJius extremi de quo cognosco •esse',..»
(vol. III, p, 6. n. II). Sobre los tratamientos más recientes de la problemática de
las afirmaciones de existencia en relación con la idea de Dios, cf. L U. DALFERTH,
Relí&ibse Rede van Gott, 1981, 547 y 678, y también, NT DURRANT, The Logicat
Status of *God\ Londres 1973 y Chr. STEAD, Divine Substance, Oxford 1977, 7-11, y
267ss. A diferencia de Duns Escolo y de la tradición de teología filosófica proce-
dente de Desearles, la mayoría de los tratamientos recientes de este tema no se
refieren a la relevancia de la idea de lo infinito para la cuestión de la existencia
de Dio$<

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S8Q VI. Unidad y atributos de Dios

en cuanto t a l * . Con todo, en esta primera intuición no se aprehende lo


infinito distintamente, sino sólo en una representación confusa- Pero el
primado de la «idea» de lo infinito frente a todos los demás contenidos
del conocimiento se basa en que, para Descartes, lodo lo finito lo pen-
samos introduciendo límites en lo infinito. Sobre esta decisiva tesis —que
Descartes, por cierto, no hizo más que insinuar— se basaba su concep-
ción de q u e la «idea» de lo infinito contiene la idea de la perfección,
puesto que no cabe duda de que contiene más realidad que todo lo q u e
pensamos introduciendo límites en lo infinito. Si J u a n Damasceno y to-
davía Francisco Suárez 3 6 habían deducido la infinitud de Dios a partir
de su perfección. Descartes, como consecuencia de su idea de que las
representaciones q u e n o s hacemos de los objetos finitos proceden de la
introducción de límites en lo infinito, dio la vuelta a dicha argumenta-
ción llegando así a equiparar la idea de lo infinito en cuanto tal con la
idea de Dios de la tradición.

Descartes iba también m á s allá de lo q u e Duns Escoto había dicho


380 s o b r e la infinitud de Dios en el sentido de que, como hiciera en su tiem-
po Gregorio de Nisa, para él la fundamentación de la idea de Dios en la
idea de lo infinito se contraponía expresamente a la deducción de las
proposiciones sobre la esencia divina a partir de la causalidad primera.
La escolástica latina no tenía ya presente que para Gregorio de Nisa el
rechazo de este procedimiento había estado en relación con su oposi-
ción al concepto a m a n o de Dios. Descartes llega por o t r o camino al
mismo rechazo. El desconfiaba de la fundamentación que tradicional-
mente se le habla d a d o a la teología filosófica porque dependía del ar-
gumento de la imposibilidad del regreso infinito en la cadena de las
causas 1 7 . Un tipo éste de fundamentación de la teología filosófica que
venía tambaleándose ya desde Ockham, pues se había caído en la cuenta
de q u e era poco sólido. Entre o t r a s cosas, Ockham había negado que
fuera irresistiblemente evidente la deducción de la infinitud de Dios a
partir de su carácter de causa primera. Pues bien. Descartes encuentra
un nuevo camino para afirmar la infinitud de Dios partiendo de la in-
tuición de lo infinito como condición de posibilidad de toda representa-
ción de objetos finitos y desembocando en la idea de Dios por medio de
la idea de la perfección, incluida en dicha intuición. Descartes creía que
de este m o d o quedaba también a salvo la supremacía de Dios en el ser,
es decir, la idea de Dios como etts necessarium, viniendo a p a r a r así en

» Med. 3. n. 28: :*... manifieste intelligo plus rcalitatis esse ín substantia infinita,
quam in finita, ac proinde príorcm quodammodo in me esse perceptioncm infi-
niti quam fíniti. hoc cst Dci, quam mei ipshis» [cd. de V. Peña, p. 39]*
* F. SLMREZ, Opera Omnia, I, París 1886, 47. n. 5s: Suárez entendía la expresión
«infinito» como un modo de significar que no se puede pensar nada mayor que
Dios («banc ipsam negatlonem per Infinitatem significan intelligo*), de modo que
le parecía «fácil* probar la infinitud de Dios a partir de su perfección.
» Ct más arriba cap. II, p. 94, junto a la nota 86, así como Med. 3, 55.

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2* La distinción entre esencia y existencia de Dios 281

una renovación del argumento ontológico con su deducción de la exis-


tencia de Dios a partir del concepto de su esencia *.

La argumentación de Descartes ha sido pertinazmente malenten-


dida al afirmar que la certeza del cogito es la base sobre la que se
apoya la idea de Dios. Alguna culpa le toca a Descartes mismo en
este malentendido, pues en la tercera Meditación introduce en un
primer momento la idea de Dios como una de las ideas presentes
en nuestro espíritu. Pero luego se dice expresamente que la idea de
lo infinito es la condición de posibilidad de cualquier representa*
ción de cosas finitas, incluido el propio yo (víase más arriba la no-
ta 35)* Es decir, que la idea del yo en el cogito descansa desde un
principio sobre la intuición de lo infinito» puesto que dicha idea.
como los demás objetos finitos del mundo, no puede construirse más
que introduciendo límites en lo infinito. De ahí que el cogito sum le-
jos de constituir la base de la idea de lo infinito, la presupone. No
es, pues, acertada la interpretación de Descartes que ofrecen nor-
malmente las historias de la filosofía moderna haciéndole pasar por
el fundador de la teoría del conocimiento subjetivista. Le atribuyen
una concepción que en realidad no se abriría paso hasta Lockc y
que no se desarrollaría plenamente hasta Kant Descartes no hizo
de una cierta subjetividad independiente de la idea de Dios la base
de la certeza de la existencia de Dios. Estaba más bien cercano a la
tradición del llamado ontologismo. que se remonta a Agustín*, la
cual sostiene que la intuición de Dios es la condición de posibilidad
de todo otro conocimiento* El arranque de las Meditaciones con el
cogito no tiene el sentido de una fundamentación objetiva de todo
lo que sigue, sino tan sólo la función de una introducción a la tesis
fundamental de Descartes: lo infinito como condición de posibilidad
de toda definición de objetos finitos. En realidad, el cogito sum no
hace sino recoger una argumentación ya desarrollada por Agustín
contra el escepticismo radical*, mientras que !a fundamentación de
la idea de Dios partiendo del primado de lo infinito en el conoci-
miento y en el ser de todo lo finito es lo que da lugar a una argu-
mentación que nos hace comprensible que Descartes reivindique su
propia originalidad.

Con su renovación del argumento ontológico, la fundamentación que


Descartes hace de la teología filosófica parece haber invertido la secuen-
cia tradicional de las cuestiones de si existe Dios y de qué sea Dios. Lo
que ahora parece ir al principio es la «idea» de Dios como el ser infinito

* Sobre la relación existente entre ambos modelos, el que parte del concepto
de ens perftetissimum y el que parte del de ens necessarium, cf. D. HENRIOI, Der
ontologische Gotte&bewcis. Scin Probtem und seine Geschtchte in der Neuzeit, Tu-
binga 1960, 10-22, csp. I4ss. Con todo, más allá de la sumaría exposición que Hcn-
rich hace, al interpretar a Descartes debemos referir ambos conceptos a la idea
cartesiana de lo infinito.
** Sin embargo. J* LITÜL-R afirma en su articulo sobre el ontologismo (LThK 7.
2* cd.. 1962. 1161*1164) que ta corriente de filosolía católica del siglo Xix así deno-
minada no puede remitirse a Agustín y a Buenaventura más que con reservas.
* AGUSTÍN, C. Aaxd. III. II, 24 y Solit II. I. 1. Cf. A. KoYtó. ox.f 63s.
Z7
5*2 VL Unidad y atributos de Dios

y perfecto, y de este concepto esencial se deduce luego la existencia.


E. Jüngel ha hecho a este respecto la aguda observación de que con Des-
c a r t e s el h o m b r e se ha introducido e n t r e la esencia y la existencia de
Dios «descomponiendo» así el concepto de Dios 41 . Una descripción que
sería acertada con la condición de q u e la certeza del cogito fuera inde-
pendiente de la idea de Dios constituyendo, p o r su parte» la base para
el acercamiento a dicha idea. Porque entonces sf q u e dependería del
juicio del h o m b r e el que a la esencia de Dios —que de entrada no está
dada más q u e como una «idea» e n t r e o t r a s de nuestro espíritu— le co*
rresponda o no le corresponda la realidad en el sentido de la existencia
fuera de nosotros. Ahora bien. Descartes argumenta de m o d o inverso;
la idea de Dios, en cuanto idea de lo infinito, es ya la condición de posi-
bilidad de pensar todo lo finito, incluido el propio yo, y tiene en sf mis-
ma el fundamento de su existencia. Si tomamos esto en serio, ia crítica
de Jüngel pierde su base objetiva.

Tampoco la crítica de Kant al a r g u m e n t o ontológico afecta a la base


s o b r e la q u e Descartes fundamenta de un m o d o nuevo la doctrina filo-
sófica sobre Dios. Y no se refiere a Descartes, sino a la discusión sobre
el argumento ontológico en el siglo xvin. En ella la argumentación
cartesiana acerca de la idea de lo infinito como primum cognitum no
jugaba ya ningún papel. Se había transformado en la idea de un ens
realissimum al q u e Kant calificaba de ideal trascendental de la razón,
pues ese condensado (Inbegriff) de todos los predicados positivos se en-
cuentra en la base de la definición de cada cosa particular p o r medio
de la atribución o de la negación de predicados concretos. La idea de
382 cada cosa particular se construye, p o r tanto, introduciendo límites en el
condensado pleno de la realidad. En este sentido la idea kantiana del
ideal trascendental desempeña u n a función correspondiente a la idea
cartesiana de lo infinito. Pero para Kant el ideal trascendental no es ya
condición de posibilidad del conocimiento de las cosas y de la propia
idea del yo, sino tan sólo u n a idea conclusiva cuyo contenido, como el
de todas las demás ideas de la razón, es la totalidad del u s o del enten-
dimiento y las condiciones de la misma. Por o t r o lado, no cabe duda de
que Kant reconocía que no podemos representarnos algo particular en
el tiempo y en el espacio m á s q u e como delimitación introducida en la
totalidad de espacio y tiempo que se n o s ofrece en nuestra intuición
(Anschautmg). Pero él no t r a t ó la interconexión de este hecho con la
idea del ens realissimum. Descartes, en cambio, la establecía con su
tesis sobre la «idea» de lo infinito como condición de toda experiencia
de lo finito. Si Kant hubiera tenido en cuenta esta interconexión, tam-
bién él se habría encontrado ante la cuestión de si la idea de Dios no

*> £. Jr\<;u . Dios como misterio del mundo. Salamanca 1984, 147&S. cf* 150-170
[1977, 143s. cf. 146-167 y csp. IMs].

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2. La distinción entre esencia y existencia de Dios 385

es ya una condición y no sólo u n a idea conclusiva de toda representación


de objetos finitos c . De m o d o q u e la Crítica de ta razón pura no contem-
pla de un m o d o completo —si es que lo contempla en absoluto— el nivel
en el q u e se mueve la argumentación de la tercera Meditación de Des-
cartes. Sin embargo, la argumentación de la Estética trascendental pre-
suponía el motivo fundamenta) hecho valer por Descartes, p e r o sin en-
t r a r en sus implicaciones teológicas.
Con todo, el m o d o de a r g u m e n t a r cartesiano ha de ser también cri-
ticado. Porque no ha elaborado la distinción entre la confusa percepción
de eso que la reflexión llamará luego lo «infinito» y el concepto reflejo
de lo infinito en cuanto t a l " . £1 p r i m a d o de lo infinito frente a toda
experiencia de lo finito vale para aquella intuición confusa a la que la
reflexión definirá sólo después como intuición de lo infinito, pero no
vale para este concepto reflejo de lo infinito que surge de aquella intui-
ción. Por el contrario, este concepto presupone más bien ya, en el modo
de la negación, la idea de lo finito. Y dicha negación no se refiere sólo a
esle o aquel objelo particular de la experiencia, sino a la síntesis de
todas esas experiencias objetuales en el concepto de lo finito. De ah(
q u e u n a representación expresa de lo infinito sólo pueda constituirse
m á s tarde desde una posición de reflexión sobre la experiencia del mun-
do en su conjunto, aun cuando lo que dicha representación aprehende
sea reconocido como condición de posibilidad de toda definición de ob-
jetos finitos. Por tanto, la intuición primordial, confusa, de lo infinito
no es a ú n ninguna idea de Dios, como pensaba Descartes 4 4 . Pero, a la
inversa, desde la posición de una idea filosófica de Dios, q u e se define 333
por medio del concepto de lo infinito, sí que se podrá decir que Dios se
halla ya presente a nuestro espíritu en la intuición primordial de lo in-
finito como condición de posibilidad de toda representación objetual.

Descartes llegaba a esto último al ver incluido el condensado per-


fecto de toda realidad en el concepto de lo infinito. Sólo asi le fue
posible pasar a afirmar que la existencia es algo perteneciente al con-
desado de toda realidad- Es este paso el que fue rechazado por los
críticos de la prueba de la existencia de Dios basada en el concepto
del ser perfectísímo y, en particular, también por Kant. Pero éstos
no tuvieron en cuenta que Descartes deducía la representación del
ser per feotísimo partiendo de la intuición de lo infinito como con-
dición de toda experiencia objetual, incluso del propio yo. Y, por
supuesto, no calibraron tampoco ese otro hecho que ni siquiera el
propio Descartes había llegado a elaborar: que la intuición confusa
de lo infinito es todavía previa a la distinción entre el concepto de
la esencia y la existencia,

« Cf., al respecto, mis explicaciones en Metaphysik und Gottesgcdanke, Gotin


Ea 1985. 25ss.

44
C(., más arriba ya, el cap. II, 5. p. I21ss.
Al ontologismo (cf., más arriba. la nota 39) hay que objetarle lo mismo.

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2, La distinción entre esencia y existencia de Dios 385

e s e n c i a es, p u e s , r e l a t i v o a u n (ser-) a h í a l q u e s e a p r e h e n d e p o r m e d i o
d e l a c o m p r e n s i ó n d e s u « q u é es» (de s u t í ) c o m o e s c d e t e r m i n a d o a l g o .
disunto de otros45.

De esta clarificación de conceptos se sigue una consecuencia inv


p o r t a n t e : la mera idea de algo, cuya existencia sea, c o m o mucho,
posible, no constituye todavía un concepto de esencia, porque el
«qué» de la esencia no se dice m á s q u e de modo relativo al scr»ahí
al q u e define (o q u e ha de definir aún). Es verdad q u e el concepto
de esencia está c e r c a n o al sentido originario de la «idea» platónica
en c u a n t o q u e la idea es la figura «contemplada» en lo percibido por
los sentidos de la esencia de e s t o percibido 4 6 , Pero la independi?a-
ciún del «que es» de la idea frente a su manifestación en el objeto
concreto (es decir, el llamado chorismos de las ideas de Platón)
no tiene ninguna correspondencia en el concepto de esencia, p o r q u e
la esencia designa j u s t a m e n t e el «qué» de un ser-ahf y, por tanto,
se encuentra siempre referida a un scr-ahí. Este d a t o fundamental
de la metafísica aristotélica quedó desdibujado en la de Aviccna
y en la de las corrientes de la escolástica latina del siglo Xlll q u e
le siguieron* Porque pensaban las esencias crcalurales de las cosas
como posibilidades preexistentes en los pensamientos del creador,
de modo que el acto c r e a d o r consistiría en añadirles la existencia 355
—el actus essevdi— a las esencias potencialmente existentes 4 7 . En
esta concepción cosmológica el concepto de Dios constituía la única
excepción a la idea de q u e las esencias, en c u a n t o posibles, pasan a
existir cuando se les a ñ a d e la existencia. En c u a n t o c a u s a p r i m e r a

45
Este asunto íe encuentra implícitamente incluido en la definición aristotélica
de la esencia (oíwía) como «aquello que iba a ser» ( T Í TÍ fiv tlvcu: Met. 983 a 27$).
Hcgct lo explícita en la relación del segundo libro de su Wissenschaft der Logik con
el primero y, sobre lodo, definiendo la esencia como reflexión de la existencia {Lo-
gik II, Philosophischc Bibliolhck 57, 7ss). Esta definición alcanza su desarrollo pleno
con la «existencia» como manifestación de la esencia (ibid., lOIss), existencia que,
en su unidad con la esencia, es tematizada como realidad (I69ss, cf. EneycL § 142),
Pero la lógica del ser de Hegel no trata al ser-ahí como un ahí todavía indefinido
al que la reflexión sobre su esencia otorga definición, sino como un ser-ahí ya de*
finido en sí mismo al que se define luego más como existencia en cuanto ser-ahf
de la esencia.
* Cf., al respecto, J. STEKZH,, Studicn tur Entwicktung der ptatonischen Dia-
iektik vort Sokraies zu Aristóteles (1917), Darmstadl 1961 (3,' ed,), 13ss, 86s.
* Cf- Toiüs DE AflLim, S. c. Cotíes II, 54 y 55; cf, STh I, 3, 4; y sobre ello,
M.-D. RIH.AND-GOSSEI.IK, La •De ente et essentia* de S. Thomas d'Aquin, París 1926,
189ss. Sobre el origen de esta idea en AVICENA, véase su Meiaphysica sive prima
philosophia en Opera Latina, Venetiis 1508, í o l 99 rb; «... omne habens quidditatem
causatum cst, ct ectera alia excepto 'ncccssc esse* (es decir, Dios) habent qutddi-
tates qui sunt per se possibilcs esse, quibus non accidit esse nisi extrínsecus; pri<
mus igitur non habet quidditatem, sed super habentia quíddiíales fluit esse ab eo»
(Trac. 8, c. 4). A, M, GOICHON, La philosophie d'Avicenne et son influence en Europe
médiévale, París 1951. 22ss, ha advertido, con razón, que esta contingencia de las
cosas creadas no puede ser entendida en el sistema determinista de Aviccna más
que como contingencia lógica: las cosas no son de por si necesarias. Tomás de
Aquino intenta establecer una mediación entre esta concepción y el principio aris-
totélico de que la forma da el ser (STh I, 104, 1). Véanse, al respecto, tas explica-
ciones de RoLiND-GossELiN, o.c, v de E. GILSON, El ser y la esencia, Buenos Aires
1951, 90 ss [1948, 9fes].

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186 VL Unidad y atributos de Dios

Dios no le debe su existencia a nadie* Por tanto, su existencia no


puede ser pensada como una determinación añadida a su esen-
cia *•• Pero esta problemática no surge más que cuando se olvida
que el preguntarse por la esencia de una cosa y la teniatización de
dicha esencia presuponen ya de entrada un ser-ahf.

La aplicación de esta clarificación de conceptos a la cuestión de la


existencia y de la esencia de Dios nos lleva ante todo a pensar que tam-
bién en este caso habremos de contar con encontrarnos de e n t r a d a con
un indefinido-ahí q u e sólo se definirá como existencia de Dios p o r medio
de la idea de Dios. Pues al indefinido existente-ahf, por cuyo «qué es» se
pregunta, nunca lo aprehendemos ya como la existencia de u n a determi-
nada esencia. Sólo cuando se haya decidido el concepto de esencia, el
«qué» de aquello que está ahí, se sabrá q u e se trataba ya desde un prin-
cipio de la existencia de esa esencia, aun cuando todavía no había sido
aprehendida p o r nosotros como tal. Hay muchas cosas que se encuentran
primariamente en nuestra experiencia de esa manera indefinida antes
de que las «descubramos» como lo que son. Lo real presente a nosotros
sobrepasa siempre lo que nosotros podemos aprehender y nombrar de
ello. Pues bien, justo asi es como Dios se halla presente en toda vida
h u m a n a , según podemos decir a partir del conocimiento explícitamente
religioso. Está «ahí» en el h o m b r e y en el m u n d o del h o m b r e a u n sin
386 h a b e r sido conocido como Dios 49 . Está ahí como eso infinito indetermi-
n a d o que constituye la intuición primordial de nuestra percepción de
realidad en absoluto, el horizonte en el que aprehendemos todo lo demás
introduciendo límites. De m o d o que la «idea» cartesiana del infinito como
condición de posibilidad de la aprehensión de objetos finitos no es toda-
vía conciencia de un «qué» —y, p o r t a n t o , tampoco de Dios—, sino m á s
bien u n a percepción indefinida de algo en absoluto que, a medida q u e
nos vamos haciendo conscientes de los objetos finitos, va siendo con*
cienciado como algo que los supera a todos ellos (y, p o r tanto, al m u n d o
en su conjunto). Ese algo*ahí. en c u a n t o presente en nuestra vida y en
nuestro mundo, sobrepasa al mismo tiempo todos los objetos finitos.
Hay algo en el mundo que envuelve a todos los objetos finitos superán-
dolos al mismo tiempo, p e r o estando ahí en los objetos del mundo y
actuando sobre nuestra propia vida. En el proceso de una revelación
concreta, de la experiencia religiosa y de la interpretación del mundo lo

** De ahí que Avicena pensara a Dios como puro ser sin *qué* (sin quidditfls;
cf* nota anterior), mientras que Tomás, siendo consecuente con su punto de arran-
que en la simplicidad de Dios, negaba simplemente que hubiera diferencia entre
el esse y la essentia en Dios: «Dcus igitur non habet cssontiam quae non sit suum
esse* (c. Gentes 1, 22; cf. STh 1, 3, 4).
** Según C. H. RATSOKW, Gott existiert. Eine dagmathche Studie, Berlín 1#6
36ssf 47, 62ssf lo que dice la dogmática protestante antigua sobre la existencia de
Dios se refiere primariamente a su existencia en el mundo* Pero Ratschow no
distingue entre su existencia, definida como existencia de Dios, y Dios mismo en
su modo de ser indefinido.

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2. La distinción entre esencia y existencia de Dios >S7

podemos llamar y lo llamamos «Dios». Y en la historia de la pugna entre


los dioses de las religiones continua el proceso de definición de aquel
misterio indefinido, pero presente y actuante en nuestras vidas y abar-
cante de todo* Un proceso de definición que no se termina en el curso
del tiempo*

Paul Tillich (Teología Sistemática /. 303ss, cf. 296s y John Mac-


quarric (Principies of Christian Thcatogy, New York 1966, 105ss) en
lugar de «existencia» de Dios hablan de Dios como el »ser mismo»
(Tillich) o como el «ser santo» (Macquarrie, 105) del que, en modo
alguno, podemos decir que sea «WM ser» (íbid-, 106, 108, también 98;
Tillich, 273ss y 224s)* De este modo intentan responder a la crítica
que se le ha hecha a la concepción tradicional de Dios como sustan-
cia y como persona y también (en el caso de Macquarrie, 109s) ex-
presar la unidad de trascendencia e inmanencia de Dios* Pero es un
modo de hablar no justificado conceptualmente. Pues vincula, en
una combinación escasamente aclarada, por un ladop el concepto
heideggeriano de ser. con su distanciamiento del ente. y. por otro
lado, la idea tomista de Dios como el ipsttm esse y. en el caso de
Tillich, algunas ideas del Schelling tardío, Y ni asume los presu-
puestos de Heidegger o los de Tomás de Aquino ni ofrece una al-
ternativa propia para acceder a la ontología. Sin asumir el realis*
mo de los universales, hablar del «ser mismo» no es más que hi-
postatizar una abstracción, una representación general- Y entonces
no ofrece ningún sentido claro una afirmación como la siguiente de
Macquarrie: «God (or being) is not, but rather lets be* (108). Por-
que ningún concepto general ni ninguna representación abstracta
puede otorgar la existencia. El mismo Macquarrie admite que
«Without thc beings in and through which it appears and in
which it is present* Being wottld be indistinguishabic from nothing»
(187). ¿Es, entonces, «Dios» sólo un aspecto abstracto del ente con-
creto? Si tenemos que pensarle como una realidad autónoma, es
más, como la realidad autónoma en sumo grado —aunque sólo sea
para poder ser el origen de todo lo demás— el ser de Dios podrá
ponerse de manifiesto en el ente finito, pero habrá de ser diferen-
ciable de éste. Lo cual significa también que es inevitable atribuirle
a Dios un «qué», una esencia. Si no, no se le podría distinguir de
otras cosas. De lo que se sigue, además, que pensar a Dios como
«siendo» (y, por tanto, como «ente») diferente de otras cosas sólo
se puede evitar al precio de una inconsistencia lógica; aunque con
ello no se haya definido todavía el modo de ser del ser divino:
pues, en efecto, si nos lo representamos sólo como un ente más 357
junio a otros. Dios sería una esencia finita. Pero la idea de Dios como
el «ser mismo» no nos lleva más allá de esto, sino sólo la de la in-
finitud de Dios, en cuanto que lo verdaderamente infinito siendo
distinto de lo finito abraza al mismo tiempo esa diferencia. Hablar
del Dios como del ipsttm esse no tiene sentido más que en el ám-
bito del aristotelismo árabe y cristiano con su realismo de los uni*
versales. En esc mismo horizonte Tomás de Aquino, a diferencia de
Avicena* fue lo suficientemente avisado como para no negarle sin
más a Dios la idea de la esencia (cf* más arriba la nota 48)* Porque
eso hubiera significado que a Dios no se le habría podido ni siquie-

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Í90 VI. Unidad y atributa de Dio*

configuración de la existencia de Dios en el mundo y, también, más allá


del mundo. En ellas el Dios único no se halla presente de un modo inde-
finido y atemático, como se hallaba en aquel campo ilimitado que es
tanto la condición de posibilidad de la definición de cada objeto finito
por introducción de límites («definición»), como algo que sobrepasa a
cada uno de dichos objetos finitos y a su conjunto. Este campo de lo
infinito, hacia el que el espíritu del hombre se encuentra primordialmen-
te abierto, no estaba todavía definido como existencia de Dios. En cam-
bio. en el Padre, el Hijo y el Espíritu la esencia divina encuentra la con-
figuración definida de su existencia; no sólo sus «configuraciones», sino
su configuración, puesto que las tres «personas» constituyen una única
constelación de conjunto- Ahora bien, la configuración definida de la
existencia de Dios como Padre, Hijo y Espíritu es objetivamente una
con el campo ilimitado de la presencia atemática de Dios en su creación.
También de esto tendremos que hablar más adelante. En el misterio in-
definido que todo lo llena y todo lo sobrepasa y en el que todas las
cosas se constituyen, el Padre les está ya cercano a todas ellas por medio
de su Hijo y con la fuerza de su Espíritu.

3, LA ESENCIA Y LOS ATRIBUTOS DE DIOS


Y SU VINCULACIÓN POR MEDIO
DEL CONCEPTO DE ACCIÓN

La esencia de las cosas se manifiesta en su existencia como definida,


como distinta de otras. Lo que la distingue de otras son sus atributos.
Así, Dios se manifiesta por medio de los efectos de su poder y a partir
del modo de ser propio de esa actuación suya conocemos cómo es su
esencia y la distinguimos de otras cosas. Esa esencia se encuentra como
concentrada en el nombre. Por eso, según una intuición antigua, cono-
ciendo el nombre se adquiere poder sobre quien lo lleva. De ahí que la
divinidad soslaye la pregunta por su nombre (Gn 32,29) y que remita,
en su lugar, a su actuación poderosa, a través de la cual se dará ella a
conocer (Ex 3,13s). Pero la revelación del nombre de Yahvé a Moisés
(Ex 6,2$, pero cf. Gn 4,26) va unida a la prohibición de utilizarle mal
(Ex 20,7) para disponer mágicamente de la divinidad.
El nombre bíblico de Dios no ofrece ninguna fórmula de la esencia
de la divinidad, sino que remite a la experiencia de su actuación (Ex 3,14).
A quien pregunta por la esencia de Dios se le reenvía a los atributos que
caracterizan su actuación: «El Señor es compasivo y misericordioso, pa-
ciente y de gran bondad» (Sal 103,8; 145,8; cf. Ex 34,6). Es el Dios de la
390 justicia de alianza, pero también el Dios santo, eterno y todopoderoso,
cuya ira aniquila al impío y al pecador. De modo que los atributos de
Dios, que su actuación nos pone de manifiesto, son muchos. ¿Cómo reía-

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5. Esencia y atributos de Dios, vinculados por el concepto de acción 393

esencia. Pero en este último caso se dará lugar a suponer una hipos-
tasis divina más, junto al Padre, el Hijo y el Espíritu, es decir, la
Gloria o el Reino hipostatizados como el condesado pleno de las
energías divinas.
Ya con anterioridad se había hecho también en Occidente una
distinción real semejante entre los atributos y la unidad de la esen-
cia divina. El Concilio de Reims rechazaba en 1148 esta concepción.
que se le atribuía a Gilberto de la Porree (DS 745), puesto que pare-
cía entrar en contradicción con la unidad y la simplicidad indivisa
de la esencia divina. En 1442 el Concilio de Florencia confirmaba que
en Dios no hay más diferencia real que la existente entre las tres
personas: «omniaque sunt unum, ubi non obviat relationis opposi-
tio» (DS 1330). De modo que según la concepción que se iba a con-
vertir en dominante en Occidente, los atributos de Dios no son real-
mente distintos ni unos de otros ni de la esencia divina. Su plura-
lidad se basa en la pluralidad de relaciones existentes entre Dios y
la creación. La plenitud üe la causa divina, en sí indivisa» se ma-
nifiesta pluralmcnte refractada en la pluralidad de sus obras* Lo
que se dice de Dios sobre esta base es algo real en él, pero sólo
en cuanto causa única de todos esos efectos plurales. De ahí que
leamos en Tomás de Aquino: «Quac quidem perfectiones in Dco
praeexistunt unite et simpliciter, in creaturis vero recipiuntur di-
vise et multipliciter» (STh I, 13, 4). Aquí se encuentra para Tomás
el motivo por el cual nuestras proposiciones positivas sobre Dios
no pueden describir su perfección más que analógicamente, y por
qué indican, al mismo tiempo, de qué tipo es la inadecuación que
les es propia: «... quod divisim et multipliciter est in effectibus, in
causa sit simpliciter et codem modo» (ibid., 5). Pero la consecuen-
cia de este modo de ver las cosas era que la pluralidad de atributos
no es algo que le pertenezca propiamente a Dios mismo, igual que
tampoco le pertenecen a la esencia de Dios las relaciones con las
criaturas. No tienen el carácter de la relatio realis, que define lo
propio de la esencia de quien se relaciona; mientras que, por el
contrario, el ser de las criaturas sí que se encuentra definido por
su dependencia de Dios, es decir, que su relación con él es una relatio
realis (STh, I, 45, 3 ad 1; cf. 13, 7)-
Tanto en el caso de la escolástica latina como en el de Palamas
la atribución de atributos a Dios se basa en los efectos derivados
de la causa divina. Pero para la escolástica no se trata, como para
Palamas, de «obras» increadas, sino de los efectos crcaturales de
la acción de Dios. La esencia de Dios permanece, en su simplicidad,
más allá de esa pluralidad de efectos procedentes de él. Así, es como
se convierte «el concepto de la simplicidad de Dios en esc principio
que se enseñorea de todo, en ese ídolo»* que se oculta tras todas
aquellas afirmaciones devorando todo lo concreto» (K. Barth, KD
I I / l , 370).

Lo q u e se sigue del intento de reducir la pluralidad de los atributos


q u e se predican de Dios —en oposición a la unidad de su esencia— a la
pluralidad de las relaciones de Dios hacia afuera, hacia las cosas creadas,
para salvar así la unidad de la esencia divina, no es sólo u n a idea total-
mente abstracta y vacía de la esencia de Dios, sino además algo más
194 VI. Unidad y atributos de Dios

grave aún: u n a contradicción fundamental en la concepción de Dios que


tiene consecuencias destructivas para la idea misma de Dios* Esta con-
tradicción interna consiste en que Dios «no debe s e r realmente distinto
de sus atributos mientras que se le distingue de las funciones cósmicas
q u e constituyen la materia de aquellos atributos como u n a cosa en sí
oculta tras dichas funciones» *, De ahí a concebir los atributos divinos
como meras proyecciones de situaciones finitas a la esencia de Dios, el
camino no es demasiado largo- Como en otros casos, la constatación de
contradicciones internas en la concepción de la esencia de Dios fue tam-
bién aquí el punto de partida p a r a la hipótesis de la proyección. Lo así
constatado se explica diciendo q u e de lo que se trata con los atributos
predicados de Dios es de una proyección de limitaciones del h o m b r e y
de su experiencia del mundo a la manera de concebir la esencia divina.
Ya Kont había hablado, impresionado por los argumentos de H u m e , del
antropomorfismo simbólico de los atributos predicados de Dios. Y Fichte.
en la disputa sobre el ateísmo de 1798/99, declaraba que concebir a Dios
como sustancia y como persona es proyectar magnitudes finitas a la
esencia divina H . Ludwig Feuerbach no hizo m á s q u e desarrollar siste-
máticamente esta explicación de la génesis de nuestras ideas sobre Dios.
Una explicación q u e podía remitirse también a la teología misma, la
cual, desde Schleiermacher, había reinterprctado antropológicamente la
base cosmológica de la predicación de atributos divinos. La argumenta*
ción cosmológica de la escolástica llegaba a las proposiciones sobre los
atributos de Dios p o r medio de una transposición analógica de las per-
fecciones de los efectos creados a su causa divina. Y ahora se le daba a
dicha argumentación u n a base antropológica: los atributos de Dios se
derivarán de la experiencia humana de una cierta dependencia que apun-
ta más allá de los objetos del m u n d o incluyéndolos también a éstos.
Eso sí. siguieron siendo configurados, de acuerdo con la doctrina areopa-
394 gita de las tres vías, por medio de la negación de limitaciones y de la afir-
mación eminente de perfecciones M . La descripción crítica de este p r o

» D. F. STRWJÍ, Die christliche Glaubenslehre in ihrer geschichlichen Entwicktung


und im Kampf mit der modernen Wissenschaft dargestellt, vol. I, Tubinga 1840, 542s.
Cf. ya G. W. F. HEGEL, Enciclopedia de tas ciencias filosóficas (1817), 1830 (3/ cd.),
§ 36c- [ed. de E. Ovejero y Maury, vol. I, 72sJ.
& L KANT, Prolegómenos a ioda metafísica del porvenir que haya de poder pre-
sentarse como una ciencia (17831 § 57, cd. de J. Bestelro, Madrid 1912, 16M77 [A
173-175]; sobre D. HCME, Diálogos sobre la reunión natural (1779). parte IV [Sala-
manca I974p 97-195, I28ss]. J. G. FICHTE, über den Grund unseres Glaubens an eine
góttüchc Wcltregierung 11798). citado por H. LINDAD (edj, Die Schriftcn zu
L G\ Fichtcs Athcismusstrcit, Munich 1912, 32ss. Cí. lambiín, al respecto, las ex*
plicaciones de Fichle en su escrito de descargo judicial de 1799 (ibid., 235-228)*
* F. SoiuiCRMACHta, Der christliche Gtaube (1821). 1830 (2/ *U 5 50. No le Callaba
razón a K Barth cuando vela aquí la condición de posibilidad de la destrucción
de la doctrina de Dios llevada a cabo por Feuerbach (KD II/l, 380s). G. EBGLING ha
mostrado con detención en Schlciermachers Lehre von den gótttichcn Eiuenschaften
(1968), en Wort und Gtaube II. Tubinga 1969, 305*342, esp. 318s. que Schleiermacher

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3. Esencia y atributos de Dios, vinculados por el concepto de acción 395

cedimicnto empieza a funcionar como teoría de la proyección en el


m o m e n t o en el q u e el concepto resultante de Dios no aparece ya como
unitario en sf mismo» sino como contradictorio por no poder eliminar
las huellas de finitud (contrarías a la infinitud q u e se le atribuye a Dios)
ni los rasgos antropomorfos de los atributos asignados a Dios. Entonces
lo único q u e se necesita aún no es m á s que el motivo psicológico de la
actividad proyectiva de la imaginación humana en la producción de con-
cepciones de Dios que le asigna a la esencia divina atributos antropo*
morfos y análogos a las cosas finitas. Para poder hacer esta crítica no
cabe duda de q u e sigue siendo necesario presuponer q u e dichos rasgos
son inadecuados respecto de la infinitud de la esencia divina. Pero cuan-
do se han desvelado como proyecciones los atributos que se le asignan a
dicha esencia, no falta m á s q u e un paso para el ateísmo perfecto: el ar-
gumento t o m a d o de Hcgcl p o r Fcucrbach de que u n a esencia no es real
m á s que en sus atributos y q u e sin ellos se queda en una idea vacían-
De m o d o que si caen los atributos, cae también el supuesto de u n a esen-
cia divina portadora de dichos atributos: si se cae el manto, el señor irá
detrás*».

¿Cómo es que la doctrina tradicional sobre la esencia y los atributos


de Dios se metía en estos callejones sin salida? Hay q u e analizar con
más detalle los motivos. La base común de dicha doctrina, en todas sus
variantes, era la idea de Dios como causa del mundo* 1 . Luego se distin-
guía la esencia de Dios de su relación de causalidad con el m u n d o , pues
Dios no produce el mundo movido por ninguna necesidad de su propia 395
naturaleza, sino libremente. Con todo, los atributos q u e se le asignan se
basan en sus relaciones con el mundo, que están en correspondencia con
las relaciones de las criaturas con él. Lo cual vale tanto respecto de los
atributos negativos, cuales son la infinitud y la eternidad, relaciones ne-

se remonta de los electos a la causa sobre una base antropológica, es decir,


fundamentando los diversos atributos de Dios como diversos aspectos del sen-
timiento de dependencia total.
s> L FEUERBACH, La esencia del cristianismo (1841): «La necesidad del sujeto no
está más que en la necesidad de los predicados* (Salamanca 1975, 67) {Gcsammclte
Werket Berlín 1973, 55]. «La negación del sujeto pasa por irreligiosidad, por ateís-
mo inculso, pero no Ea negación de los predicados. Ahora bien, lo que carece de
toda determinación carece también de cualquier efecto sobre mí, y lo que no
tiene efectos, tampoco existe para mi* Negar todas las determinaciones es unto
como negar la esencia misma» (ibid., 63, cf. también 72 [49. cf. también 62).
*0 Es lo que le dice el Venina de Schiller a Ficsco cuando siente que éste Ee
tira de su manto de púrpura ai pasar sobre la tabia de un barco: -Si cae la púr-
pura, irá también detrás el señor...» {La conjuración de Ficsco en Genova, acto V,
escena XVI).
u Este es el caso tanto de la teología mis moderna como el de la escolástica.
Sobre Schlelermacher, véase la Investigación de G. Ebeling citada en la nota 58.
En Kant la relación de Dios con el mundo, sobre la que se basa el uso simbólico
de los atributos antropomórficos de Dios, viene también definida por el concepto
de causa (Prolegómenos § 58, ox. ( 178ss [A I76ssl). Cf., al respecto. E. JCKGEL, Dios
como misterio del mundo, Salamanca 1984, 341-345 [1977. 358-363].

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596 VI. Unidad y atributos de Dios

gativas con lo finito y con lo temporal, como respecto de atributos posi-


tivos como la omnipotencia, la omnisciencia y la omnipresencia. Estos
últimos o bien se relacionan con un mundo distinto de Dios, q u e se en-
cuentra patente p a r a su saber, al que domina y al q u e se halla presente.
o bien hay q u e entenderlos también con un sentido negativo, es decir,
como m e r a negación de toda limitación del poder, del saber y de la pre-
sencia de Dios. Los atributos positivos de la misericordia, la justicia y el
amor se refieren de igual manera, en c u a n t o atributos de la voluntad
divina, a una realidad creatural. distinta de Dios, respecto de la cual
Dios actúa con misericordia y con justicia y a la q u e le otorga su cer-
canía amorosa. Pero lo que parece ser c o m ú n a todos los atributos que
se le asignan a Dios en base a u n a relación suya con lo o t r o es que no
pueden ser propios de su esencia, ya que ésta habría que entenderla
como u n a identidad trascendente y sin relaciones, en identidad consigo
misma antes y fuera de toda relación con el mundo.

Este m o d o de ver las cosas e r a el resultado de la aplicación de la


concepción aristotélica sobre las categorías a la idea de Dios. Aristóteles
había pensado la esencia, el xl fjv clvaí de las cosas, como sustancia.
como lo q u e permanece siempre idéntico p o r debajo de todos los cam-
bios. Sólo las sustancias existen autónomamente- T o d o lo d e m á s es sólo
algo «de» la sustancia, ya sea una característica p e r m a n e n t e de la misma
o un modo de ser cambiante- Según Aristóteles, uno de estos «acciden-
tes* son las relaciones. Por tanto, en el caso de la esencia divina, sus
relaciones con el mundo. Ahora bien, en Dios no hay composición de
sustancia y a c c i d e n t e s t í . Este es uno de los motivos p o r los que la doc-
trina de la Trinidad tuvo que ser declarada verdad de fe sobrenatural,
pues afirma q u e en Dios hay relaciones q u e son constitutivas para las
396 personas divinas w « Pero las relaciones con el mundo no son propias de
la esencia divina, puesto que. por parte de Dios, no son relaciones reales,
sino sólo ideales (véase m á s arriba). Ahora bien, bajo estas circunstan-
cias ¿cómo pueden ser propios de la esencia divina los atributos q u e se

*2 La simplicidad de Dios excluye de su esencia lodo tipo de composición, in-


cluso la de sustancia y accidente (cf. Tomás de Aquino, STh If 3. 6). Si no fuera
asi habría que suponer la existencia de una causa de dicha composición distinta
de Dios. Como esto se contradice con la idea de que Dios es la causa primera,
ya Platón había excluido de la idea de Dios todo tipo de composición [República B
3&2e) yf desde los Apologctas, la teología cristiana primitiva hizo también suya esta
concepción. Pueden verse ejemplos en mis Cuestiones fundamentales de teología
sistemática, 1976. 133ss (i, 1967, 332ss].
&* Aun así. Agustín lo justificaba todavía diciendo que las relaciones no son
accidentes: «lamen relativum non cst accidens, quia non cst mutabile* (De Trini-
tatc, V, 5, 6: CC 50. 211. 22s), Cf.. en cambio. Aristóteles, MeL 1088 a 22ss. A di-
ferencia de Agustín, Tomás de Aquino pensaba perfectamente al modo aristotélico
diciendo que las relaciones son accidentes <STh I, 28. 2). Y las diferencias de las
relaciones personales no se le desvanecían totalmente en la unidad de la esencia
divina (cf. 40. 1). porque desarrolló para ellas la idea de «relaciones subsistentes»,
que las diferenciaban de las relaciones que aparecen como accidentes en el ám-
bito de lo creatural (40, 2 ad 4). Cf., más arriba. 320. nota 124.

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I. Esencia y atributos de Dios, vinculados por el concepto de acción 597

predican de ella en c u a n t o causa primera de las cosas creadas? No es


posible m á s que bajo el supuesto del principio platónico de q u e las per-
fecciones que muestran los efectos tienen también q u e ser propias de la
causa de ellos, es más, le pertenecen a ella en más alto grado que a los
efectos. Pero esta explicación no resulta convincente más q u e c u a n d o
se concibe sustancialmente el concepto de causa como una sustancia
causante; y no convence cuando nos reducimos a la relación c a u s a l M , la
cual, referida al mundo, no podría ser más que externa a la esencia
divina P
El pensamiento m o d e r n o no sólo ha separado el concepto de causa
del concepto aristotélico de forma reduciéndolo a la relación de causa*
lidad entendida en el sentido de una sucesión nómica de situaciones.
Además ha liberado a la relación de su subordinación al concepto de
sustancia, comprendiéndola como algo autónomo q u e aparece limitado
p o r los puntos finales «entre* los q u e juega la relación. Mientras se de*
finía a la relación como un accidente de la sustancia, ese «entre» no
podía s e r comprendido como una realidad unitaria, sino sólo como com-
puesto de dos relaciones, p o r ejemplo, la del Padre con el Hijo y la del
Hijo con el Padre. Pero si la relación e n t r e a m b o s es una sola cosa, aun
cuando desde una parte aparezca como distinta que desde la otra, se
invierte la antigua subordinación del concepto de relación al de sustan-
cia, El concepto de relación, en lugar de ser un accidente de la sus*
tancia y, por tanto, subordinado a ésta, se pone por encima de la sustan-
cia, pues de las sustancias sólo se puede hablar con sentido en relación
con los accidentes.

Y así, en la tabla de categorías de la Crítica de ¡a razón pura, de


Kant, la relación sustancia-accidente aparece como uno de los tipos en
los que se subdivide la categoría de relación j u n t o con la relación de
causalidad y la interacción 6 *. Los presupuestos de esta inversión de la
subordinación tradicional de la relación a la sustancia hay q u e buscar-
los en la descripción geométrica de la naturaleza, de la que fueron pione-
ros Descartes y los fundadores de la física clásica. La línea entre d o s
puntos es una y la misma, se la trace de A a B o de B a A. Para la des-
cripción geométrica de la nueva física, la naturaleza es un «condensado
de p u r a s relaciones», pues lo q u e se encuentra a su base es la intuición
del espacio. Puesto que toda experiencia se encuentra referida a la in-
tuición y, por tanto, a un «espacio que, junto con todo lo que contiene»
consiste en p u r a s relaciones formales o también reates», en la perspec-
tiva de las ciencias de la naturaleza las cosas que percibimos se disuel*
ven en p u r a s relaciones. «Claro que resulta sorprendente oír que una

** Véase, al respecto, H, DOLCH, Kausalitát im Verstiindnis des Thcoíogen und der


Begründer ncuzcttlichcr Physik, Friburgo 1954. Cf. también E. CASSIRER, Substanzbe-
griff und Funktionsbegrifi (1910). Darmstadl 1969, 255ss.
* I. KANT, CrUlca de la razón pura (1781), 17S7 (2- cd.) (B) 106.
: •
39B VI, Unidad y atributos de Dios

cosa consiste totalmente en relaciones, p e r o esa cosa es igualmente un


m e r o fenómeno» * La disolución en relaciones de todo lo consistente,
llevada a cabo p o r la moderna ciencia de la naturaleza, nos hace com-
prensible que Kant concibiera las cosas como m e r o s fenómenos. Lo q u e
Kant hace al subordinar la categoría de sustancia a la de relación es
darle formulación de principio a la disolución del antiguo concepto de
sustancia p o r la moderna ciencia de la naturaleza.
Hegel siguió adelante por el mismo camino. Para él es propio del
concepto de esencia el estar relacionado con lo o t r o p o r sf mismo. De
este modo la relación sustancia-sujeto se convirtió para él en un mero
caso particular de las estructuras relaciónales de la esencia. Lo o t r o con
lo q u e primariamente se relaciona la esencia en c u a n t o esencia de una
cosa o de un fenómeno es la existencia. El concepto de esencia presu-
pone ya u n a existencia p o r cuya esencia se pregunta. Con lo cual, no sólo
los atributos de u n a esencia o de una cosa, sino su propia existencia apa-
recen como aspectos de la relacionalidad especifica del concepto de sus-
tancia en c u a n t o tal.
Los cambios q u e el pensamiento m o d e r n o ha introducido en el con-
cepto de esencia y en su relación con la categoría de relación no pueden
dejar de tener consecuencias para la teología, en particular para las
concepciones teológicas referentes a la esencia de Dios. La esencia divina
ya no puede seguir siendo pensada como una identidad m á s allá del
mundo, carente de toda relación. En este modo de ver las cosas hay u n a
contradicción que hoy resulta indisimulable, pues la misma idea del
«más allá* es ya expresión de una relación. Reconocerlo no tiene por
q u é llevar a la disolución pantefsta de la trascendencia de Dios en la
infinitud de la naturaleza, como en el caso del espinosismo; ni a conver-
tirla en un mero momento del proceso divino de producción y de asun-
ción del mundo, como en el caso de Hegel; o en un correlato del con-
cepto de mundo, como sucede en la metafísica de Whitchead. Pero no
cabe duda de q u e el pensamiento teológico se halla aquí frente a una
tarea q u e supone la revisión de las concepciones tradicionales de Dios.
La teología no puede eludir este reto si quiere salir adelante en la con-
frontación con la critica moderna de las representaciones tradicionales
de Dios y con el ateísmo. Sólo de este m o d o serán sus afirmaciones sobre
Dios algo más que un lenguaje figurativo entre otros.

El ingreso de la relación en el concepto de sustancia no le plantea


sólo problemas a la tarea apuntada, sino que le abre también oportuni-
d a d e s para la solución de dificultades que parecían hasta ahora insolu-
bles. E n t r e ellas, la cuestión de la relación en la que se encuentra la
398 Trinidad —caracterizada por las relaciones reciprocas entre las perso-
nas— con la unidad de la esencia divina. Si el concepto de esencia se

** Ibid. B 340s. Cf. G. MARTIN, Kant. Ortología y epistemología, Córdoba (Argen-


tina) 1961, 149 11951. MU.

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5. Esencia y atributos de Dios, vinculados por el concepto de acción 399

define ya en cuanto tal relacionalmente, es posible asociarlo más estre-


chamente con las relaciones entre las personas de lo que había parecido
factible basta ahora. Por otro lado, la estructura relacional del concepto
de esencia incluye también las relaciones de Dios con el mundo. El prin-
cipio de la unidad de Trinidad inmanente y Trinidad económica intro-
ducía ya de un modo trinitario en la doctrina de Dios sus relaciones con
el mundo. Pero no quedaba todavía claro cómo estaban unidas con su
esencia eterna las relaciones del Dios trinitario con el mundo. Las refle-
xiones que hemos hecho sobre la esencia y la existencia de Dios son ya
un primer paso en la aclaración conceptual de dicha unidad, pues las
personas trinitarias aparecían allí caracterizadas como las configurado
nes de la existencia de la esencia divina tanto en el mundo como antes
del mundo, Pero ¿en qué relación está su existencia en el mundo con su
existencia antes del mundo y sobre el mundo? La respuesta podría en-
contrarse tal vez en el concepto de la acción divina. Porque la acción
misma es una manera del ser del que actúa; una manera de ser fuera
de él mismo en cuanto que por medio de su acción no sólo produce
otras cosas, sino que también muestra e incluso decide él mismo quién
es él y de qué es capaz. Pero para evitar que el concepto de acción se le
aplique al lenguaje sobre Dios como una mera representación antropo-
mórfica es necesario aclararlo y criticarlo.

El concepto de acción de Dios se encuentra en el centro de la contri-


bución más significativa de la teología contemporánea a la doctrina de
los atributos de Dios: un pequeño escrito de Hermann Cremer fechado
en 1897 **. El punto de partida de su argumentación son algunas refle-
xiones críticas sobre la doctrina protestante clásica sobre Dios, cuya
problemática no le parecía a Cremer solucionada tampoco por la teología
más reciente: la tradición teológica legitima escriturísticamentc sus afir-
maciones sobre los atributos de Dios, pero de hecho las fundamenta en
la función que Dios desempeña como causa primera del mundo. Cremer,
en cambio, pretendía tomarse en serio que sólo en la revelación histórica
de Dios encontramos la aclaración de «quién es Dios y qué Dios es» (16).
Pero esto significa que «sólo conocemos a Dios gracias a su acción por
y en nosotros» (9). Puesto que la acción hay que entenderla como una
«autoimplicación finalística», ella pone de manifiesto «propiedades de
su voluntad y de su poder» que son, al mismo tiempo, «también propieda-
des de su esencia» (16s). «El Dios que actúa, que establece objetivos y
los realiza, no puede, como su misma acción, carecer de propieda-
des» (16).

La introducción de este punto de vista por Cremer es enormemente


significativa. Pero se echa en falta en él una fundamentación más exacta

** H. CREMER, Die christlicHc liebre von den Eigenschaftcn Gottcs, Gütcrsloh 1897
Las páginas que aparecen, a continuación, en el texto se refieren a esta obra.

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400 VI. Unidad y atributos de Dios

399 de por qué la estructura fínalística de la acción** la hace capaz, a dife-


rencia de la mera relación de causalidad, de expresar propiedades pre-
dicables del sujeto de la acción. Es un defecto que se puede subsanar.
La afirmación de Cremer no es injustificada, porque eligiendo un ob-
jetivo el sujeto de la elección se identifica a sí mismo con él en cuanto
que lo afirma como «suyo». Lo que es necesario presuponer para ello
es que la identidad de quien elige se encuentra todavía inconclusa, refe-
rida al futuro y constituida por medio de una anticipación de ese futu-
ro. es decir, de sus «objetivos». Lo cual no obsta para que en cada elec-
ción de un objetivo dicha identidad pueda encontrarse sólo parcialmente
definida. Tendremos que examinar todavía si podemos transferir sin más
a Dios este presupuesto. Pero lo que, de todos modos, es cierto es que
entre la elección de un objetivo y la identidad de quien lo elige y actúa
orientado hacia él existe una relación tal que en la elección del objetivo
y en su realización el sujeto que elige se encuentra caracterizado en su
propia esencia, es decir, que a través de su acción pone de manifiesto
atributos de su esencia.

La contraposición existente entre su nueva fundamentación de la doc-


trina de ios atributos de Dios en el concepto de acción y la fundamenta-
ción tradicional de la misma en la relación de los efectos creados con su
causa divina tampoco fue mostrada con detalle por Cremer v sino tan
sólo apuntada. Dicha contraposición consiste en que la mera causalidad
eficiente no permite sacar conclusiones sobre la causa a partir de los
efectos más que en el caso de causalidades necesarias por naturaleza,
pues la causa que actúa por necesidad de su propia naturaleza no puede
menos que dar lugar a efectos acordes con ella. En cambio, en el caso
de las causas que actúan contingentemente, como la acción creadora de
Dios a la que se refiere la Escritura, bien se podría haber dado lugar a
otros efectos o a ningún efecto en absoluto, de tal manera que partiendo
de los efectos no se puede sin más sacar conclusiones sobre la natura-
leza de la causa. Sin embargo, en el caso de la acción personal la esencia
del sujeto se pone de manifiesto en la elección del objetivo y en su reali-
zación, de tal modo que el tipo de acción caracteriza aquí a quien
actúa.

Con todo, esta argumentación no es suficiente: el que actúa podría


rt
Sobre el significado constitutivo de la relación fínalística para el concepta
de acción, a diferencia del mero comportamiento, del comportarse o del estar
activo sin intención ninguna, cf. Anthropotogie m theologischer Perspektive, Gotin-
ga 19&3, 353ss; y también Ea reciente contribución de Chn SCHWÜBEL, Die Rede vom
Handetn Cotíes im chrisüichen Gtaubcn* Bcitra&c zu einem systcmatisch-thcülogis*
chen Rekonstruktionsversuch. en Marburger Jahrbuch zur Theologic 1, ed. por
W, HARLE y R. PRLXU Marburgo 1987, 56-81. esp. 71ss.; asimismo. R. PRELL, Pro
blemskizze zur Rede vom Handetn Gottes, ibid., 3-11, esp. 6 <d). Sobre la relación
existente entre la intencionalidad de la acción y la atribución de atributos al su
(cto de la misma, cf. esp. T. F. Tmcv. God, Actiott, and Embodíment, Grand Rapids
19fi4, 21-44, cf. 19,

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5. Esencia y atributos de Dios, vinculados por el concepto de acción 401

manifestar por medio de su acción solamente una cara de su esencia,


poco especifica tal vez» Lo cual está en relación con que el objetivo ele- 400
gido pudiera ser más o menos discrccionalmenle intercambiable por
otro, de tal m o d o que no fuera característico de la persona que actúa,
En este caso, tampoco se podría sin más leer en su acción los atributos
que caracterizarían la esencia de la persona. Parece que también Cremer
era consciente de esta dificultad- De ahí que, a d e m á s de remitirse a la
estructura formal de la acción, haya desarrollado también u n a segunda
fundamentación. m á s convincente, para su principio de que los atributos
de la acción divina son atributos de su esencia. Esta segunda fundamen-
tación se apoya en el contenido central de la acción divina, según el
testimonio del Nuevo Testamento: el a m o r de Dios manifestado en Je-
sucristo* Hablar del a m o r de Dios quiere decir que Dios «se agota total-
mente en q u e r e r s e r y ser para nosotros y en comunión con noso-
tros» (18). De modo que Cremer ve en el a m o r de Dios, en c u a n t o con-
densado de su esencia, el fundamento de q u e su comportamiento con
nosotros nos d é , efectivamente, a conocer su esencia. Los atributos de
su acción amorosa son realmente sus a t r i b u t o s esenciales (18s), Si el
compendio de la esencia de Dios es su amor, de ahí se sigue que con la
revelación del a m o r de Dios se revelarán también todos sus atributos,
pues en ella Dios está ahí totalmente para nosotros, sin reservarse nada
para sí: «Pero si todo lo q u e él es lo es para nosotros en su revelación,
en su comportamiento, no tendrá más*., a t r i b u t o s en absoluto que los
que conocemos por su revelación, ya que su esencia, en c u a n t o amor,
conlleva un hallarse implicada totalmente en todos los aspectos a los
que da lugar su relación con nosotros y, por tanto, en todos sus atri-
butos; o un estar coimplicados en cada uno de sus atributos todos los
demás» (19).

Karl Barth le ha objetado a esta argumentación de Cremer que


tiene demasiado poco en cuenta la libertad de Dios en su amor, que
busca demasiado exclusivamente el ser de Dios en su relación con
nosotros (KD I l / l . 317), Es el motivo por el que Barth ha hecho de
la tensión entre la libertad y el amor la idea fundamental de su doc-
trina sobre Dios, y no la sola idea del amor. Pero Cremer tiene ra-
zón cuando presenta a libertad como una condición del amor di-
vino mismo (o.c. 24ss). Un amor que no se realiza como acerca-
miento libre, no puede ser llamado amor en el sentido pleno de la
palabra.

Las explicaciones que Cremer hace sobre el amor de Dios presentán-


dolo como el motivo de q u e su acción dé a conocer los atributos de su
esencia presuponen ya q u e el concepto de acción es aplicable a Dios.
Pero este presupuesto no es tan evidente como Cremer suponía. De en-
trada está en tensión con el desarrollo trinitario del principio de q u e
Dios es a m o r . El concepto de acción parece implicar la idea de un único

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402 VI. Unidad y atributos de Dios

sujeto divino en lugar de la trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Y, además, la idea de unos objetivos que un sujeto se propone a sí mis-
mo para realizarlos parece exigir u n a diferencia enire el momento de la
elección del objetivo y el m o m e n t o de su realización, lo cual no es
fácil de conjugar con la eternidad de Dios, para quien todos los momen-
tos del tiempo se encuentran presentes* Así, en Cremer, la idea de un
Dios que se propone determinados objetivos y q u e los realiza se nos
presenta como muy ampliamente antropomorfa. Y, además, se encuen-
tra más cerca de la doctrina sobre Dios de la escolástica y de la teología
protestante clásica de lo q u e se podría esperar dada la crítica q u e Cre-
mer les dirige* La idea de un Dios q u e actúa finalísticamente presupone
ya q u e Dios posee un intelecto y una voluntad y que convierte determi-
nadas ideas de su intelecto en objetivos de su acción, de manera seme-
jante a lo q u e sucede con las personas humanas* ¿Es sostenible este pre-
supuesto? Si no fuera este el caso* ¿en qué se queda el concepto de ac-
ción en relación a Dios?

4* LA CONDICIÓN ESPIRITUAL DE DIOS,


SU SABER Y SU QUERER

La idea de que Dios —si h e m o s de contar en absoluto con su reali-


dad— es un ser q u e actúa con conciencia de si mismo y de que, en este
sentido, es un ser «personal», está muy extendida y se ha convertido casi
en connaturalmente evidente* 9 . No cabe duda de que se cree q u e hay q u e
pensarle como por encima de las limitaciones de nuestro m o d o h u m a n o
de existir como seres racionales. Pero, de todos modos, habría de ser
entendido como u n a essentia spirittiatis infinita (según la habitual des-
criptio Dei de la dogmática protestante antigua); donde essentia spiri-
tUúJis es una caracterización general (conceptus communis) por medio
de la cual se vincula a Dios con las criaturas q u e son seres espirituales.
mientras q u e se le diferencia de ellas por medio de la infinitud 7 0 . Des-
pués de la crítica de Spinoza y de Hume, de Fichte y de Feuerbach 7 1
del carácter antropomorfo de estas ideas, a los teólogos de nuestros días
les gustaría mucho evitar toda comparación con el h o m b r e en c u a n t o ser
espiritual, consciente de sí mismo y de su mundo. Pero con asegurar
que al hablar de Dios no se quiere decir que «pertenezca al género de
los seres personales» 7 2 no se ha resuelto ya el problema* Porque justá-

is Véase, por ejemplo, Fr\ MIIÜENBEÍIGER, Gotteslehre. Eine donmarixche linter-


suchung, Tubinja 1975, 148-151; pero, también, K. BARTH, KD 11/1, 61)421.
» A. CALOV, Systema Locorum Theotogicorum, t. 2: De Cognitümet Somii:ibttst
Natura et Áttributis Deit Wittcnberg 1655, c. IIIP I76ss.
71 Véase, al respecto, lo que se dice más 1 abajo junto a las notas 92-97.
i «...quien defiende que 'Dios es persona no quiere decir con ello que Dios

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4. La condición espiritual de Dios, su saber y su querer 403

mente eso es lo que significa la descripción de Dios como esseníia spiri-


tualis tanto en la teología protestante antigua como, ya antes, en la es-
colástica medieval; y es que es eso lo que inevitablemente exige la lógica
de una caracterización general de ese tipo- Se puede, ciertamente, afir-
m a r sin contradicción q u e objetivamente a Dios no se le puede clasi- 402
ficar bajo ningún concepto g e n é r i c o B . Pero hay q u e conceder al mis-
mo tiempo q u e sólo podemos hablar de Dios aplicándole caracteriza-
ciones generales uniéndolas con cualificaciones q u e las diferencien (como
«infinito»). Y al hacerlo no da lo mismo qué caracterizaciones elija-
m o s , ni si es adecuada la caracterización de la esencia divina como
essentia spiritualis, ni, si lo es, en qué sentido lo sea: esta es la cuestión
que se plantea aquí a la teología. No estaría bien esquivarla negándose
a reflexionar sobre las implicaciones del lenguaje utilizado p o r la teolo-
gía y p o r el discurso religioso. La doctrina protestante antigua tenía al
m e n o s la ventaja de q u e se esforzaba con mucha energía en dar cuenta
conceptual de t o d o esto, en lugar de refugiarse en vagas evasivas.

De m o m e n t o podemos dejar abierta aquí la cuestión de si el lenguaje


sobre un Dios personal está o no vinculado, en su contenido conceptual,
a la idea de un ser «espiritual», definido por su conciencia y autocon-
ciencia, el cual seria el principio del q u e r e r y del actuar divinos. Al me-
nos parece pcnsablc que la idea de u n a voluntad divina tiene un origen
propio y que sólo secundariamente habría podido ser vinculada con la
idea de una razón suprema. En cambio, para la comprensión tradicional
cristiana de Dios, la fundamental ha sido esta última. Comencemos,
pues, por ella.
En ios comienzos de la teología cristiana todavía no resultaba con-
naturalmente evidente pensar al Dios de la Biblia como suprema razón
incorporal. Es cierto que Pablo (1 Cor 2,11; 2 Cor 3,17) y sobre todo
J u a n (4,24) testimonian q u e Dios es pneumo, p e r o con ello no se aso-
ciaba en seguida sin más la concepción usual del platonismo medio, asu-
mida ya por Filón, según la cual Dios es ñus. Lo determinante p a r a que
Filón hubiera hecho propia esta idea era el acento que la Biblia pone
en q u e a Dios no se le puede c o m p a r a r con las cosas creadas: Dios no
es un hombre, se dice en N u m 23,19 ^ Si se entendía la heterogeneidad
de Dios como incorporatidad, era fácil que de ahí se siguiera u n a cer-
canía a la concepción platónica del carácter espiritual de Dios como
ñus. Pero hasta Orígenes dicha concepción no se impuso definitivamente

sea *una persona', que pertenezca al género de los seres personales» (W. JÜEST, Di£
Wirklichkeit Cotíes. Dogmatik, voL Ip Gotinga 1984. 156).

74
«Deus non est in genere»: TouAs DE AQUIND, STh I, 3t 5, y Contra Gentes l, 25.
Referencias documentales en H. H. WOUSON, Philo II, 94ss. Sobre la recep-
ción de esa idea por la apologética cristiana y por Ircneo, cf. Cuestiones fundamen-
tales de teología sistemática, 1976, lltt&s [I, 1967, 318ss]; para autores posteriores,
cf. Chr. SITAD. Divine Substance, Oxford 1977, lóBss.

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404 VI. Unidad y atributos de Dios

en la teología cristiana. Todo el primer capítulo de su obra De principas


trata de este tema.

403 Frente a la concepción del pncuma divino que encontramos en Ter-


tuliano y en otros teólogos cristianos de los comienzos, según la
cual dicho pneuma seria una materia finísima, invisible para nos-
otros ^ Orígenes hacia valer que en ese caso Dios tendría que estar
vinculado a un lugar, ser extenso y tener una figura* Pero, en ver-
dad, Dios ni sería un cuerpo ni estaría vinculado a ningún cuerpo,
sino que sería una naturaleza espiritual indivisa en sí misma («in-
tellcctualis natura simples... et tota mens»), En cuanto razón (mens)
Dios no estaría vinculado a ningún lugar y no tendría ni extensión,
ni partes, ni figura. Y en este sentido habría que interpretar también
la afirmación joánica de que Dios es pneuma1*. Orígenes pensaba
que la incorporeidad de Dios iba estrechísimamente unida a su sim-
plicidad indivisa, una implicación de su ser causa primera, y que
pertenecía a su estar por encima del mundo material; pero que,
por otro lado, su carácter espiritual conllevaba una cercanía de nues-
tro espíritu a Dios que no querían reconocer los que no entendían
dicho carácter espiritual como razón 77 . Se puede ver aquí cómo los
adversarios de Orígenes acentuaban también la diversidad de Dios
respecto de todo lo creado, no olvidando precisamente su diversi-
dad respecto de la razón humana. Es en este punto donde se en*
cuentra el talón de Aquiles de la argumentación de Orígenes; su
resultado era tratar como meramente metafóricas todas las afirma-
ciones bíblicas que le atribuyen a Dios rasgos corporales, mientras
que las que se pueden interpretar como expresión de una esencia
divina de tipo racional, eran consideradas como caracterizaciones li-
terales (propric) de dicha esencia, aun cuando de Dios sólo se po-
drian predicar en el modo de unidad indivisa7** ¿No se infravalora de
este modo la sublimidad de Dios, que está también por encima de la
naturaleza racional del hombre?

La fuerza de la concepción del espíritu divino (pneuma) como razón


(mens) radicaba en que. en el contexto de la discusión de la Antigüedad
tardía, la única alternativa parecía estar en representarse a Dios como
una realidad de alguna manera corporal. Las a b s u r d a s consecuencias
que esto conllevaba —la divisibilidad, la composición, la extensión y la
vinculación local de Dios— hacían que todavía el Medievo latino 7 9 y el
7
* TtftTVUANO, Adv. Prax. 7; sobre la difusión de esta concepción, cí. A. v. Huí-
NAOC, Lehrbuch der Dogmengeschichte I, Tublnga 1931 (5/ ed.t* 574, nota 6: y, ade-
más. STEU>. OX„ 175ss, 178ss.
*77 ORÍGENES, De princ. I, I, 3s y 6.
lbid.. I, I, 5 y 7; *ct nollunt hoc íntelligl» quod propinquilas quaedam sit
mentí ad Deum. cuius ipsa mens iniellectualis imago sit, et per hoc posslt aliquld
de deitalls sentiré natura, máxime si expurgaiior ac segregatior sit a materia cor
porali».

Para la forma clásica, posterior, de esta concepción, cf. Touis HE AOLIXO, STh I.
13p 3. Sobre cómo destacaba el Arcopagila la razón (logas o ratio) de Dios, vcasc
también De div. Nom. VII. 4 {MPG 3. SS7).
7* La argumentación de ToMtó PE AOUINO, STh I, 3. I (Utrum Deus sit corpus)
y. sobre todo, c\ Gentes 1, 20. es ejemplar a este respecto.

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406 VI. Unidad y atribuios de Dios

su actuación hay que entenderlo también a partir de la ¡dea judía s o b r e


el espíritu que acabamos de d e s c r i b i r * No es necesario desarrollarlo
todavía aquí en detalle. Basta constatar que la idea del espíritu como
fuerza de vida procedente de Dios es la que incluye, también en los tes*
timonios neo tes lamentarlos, sus funciones en el ámbito del conocimien-
to, en particular, en el conocimiento de fe.
De m o d o que no es nada sorprendente que, de entrada, en el m u n d o
helenístico se haya podido encontrar un parentesco del lenguaje bíblico
40S sobre el espíritu con la doctrina estoica sobre el pneuma, Porque tam-
bién ésta se remontaba a la idea de expiración o de aliento, a la que se
vincula la palabra griega pneuma *\ Una idea que aparece en la filosofía
griega tal vez en el discutido*" fragmento de Anaximemenes: «Igual que
nuestra alma, q u e es aire (aér), dominándonos nos mantiene unidos, de
la misma manera abarcan también el aliento (pneuma) y el aire el orden
e n t e r o del mundo.» Aun cuando se tratara de un decantado de concep-
ciones muy posteriores, como las de la filosofía de Poseidonios *\ este
fragmento seguiría siendo significativo a modo de d o c u m e n t o sobre
cómo la cstoa media se remitía a la filosofía milósica de la naturaleza.

Con el ascenso de la escuela platónica en el siglo ni y con la opción


de la teología cristiana por la concepción trascendenlc de Dios de los
platónicos, frente al panteísmo estoico, se impone en los ámbitos teoló-
gicos cristianos la idea de pneuma q u e lo reduce al alma racional y a su
consciencia. Los motivos de ello son perfectamente comprensibles desde
el punto de vista de la comprensión de Dios propia de las tradiciones
bíblicas, pues el Dios de la Biblia aparece como el eterno frente a la
caducidad de todo lo terreno (Sal 102,12s; 103,15ss; 90,2 y Sss; Ts 40,6-8).
Una contraposición q u e también podía expresarse como contraposición
del espíritu de vida divino frcnlc a la «carne», lo caduco por a n t o n o
masia (Is 31,3)- Todo ello parece acercarse bastante a la contraposi-
ción platónica del ñus divino y de la eternidad de las ideas frente a
la caducidad del m u n d o material sensible. De ahí arrancaba también
la fuerza del a r g u m e n t o de que Dios no es cuerpo. Pero, a pesar de
todo, la alternativa a esto último, es decir, la identificación del pneuma
con el nos, llevó a la teología p o r un d e r r o t e r o extraño a la comprensión
bíblica de Dios: a una idea de Dios demasiado antropomorfa. Lo que le

* Véanse, al respecto, las explicaciones de E. ScmvEizot. o.c. 67-150 y 153s


[68-168 y ITOsL
O Véanse, al respecto, la» observaciones sobre la voz «espíritu» hechas por
L. OQNC-HANHOFT, en Hisroriches WÓrterbuch der Philosophie 3. 1974, 155, Cf. tam-
bién lo que dice G. VERBEXF. ¡bid.> 157-162,
** Sobre la discusión en torno a ta autenticidad de este fragmento* cf. I- KEH-
SCBEKSTCINER. Kosmos. Quellenkritischc Vmersuchungen zu den Vorsokratikern, Mu-
nich 1962. 66*83* Quienes defienden su autenticidad son. además de W. Kranz,
W. Jágcr y R. Mondolfo. Kcrschcnstcincr se suma a la postura negativa de K. Rein-
hardt.
*• Según dice K REINÜAIUJT, Kosmos und Sympathic, Munich 1926. 209 213.

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40» VI. Unidad y {¡tributos de Dios

tendría que ser pensado como causa de ellas *\ Tampoco se debería ima-
ginar a Dios como persiguiendo ciertos objetivos» pues ello implicaría
407 que Dios, como nosotros, carecería de aquello a lo que tiende 93 - De ahi
que, para Spinoza, sólo se pueda hablar metafóricamente de un intelecto
y de una voluntad de Dios, de igual manera que sólo metafóricamente se
pueden predicar de él fenómenos de la naturaleza material, como el mo-
vimiento o el reposo* 1 *
Cien años más tarde David H u m e va todavía más allá de esta crítica.
Spinoza argumentaba a partir de la causalidad divina. H u m e en la se*
gunda p a r t e de sus Diálogos sobre la religión natural elimina la prueba
de Dios a partir del orden del mundo, p o r medio de la cual se llegaba
directamente al supuesto de una razón suprema responsable de dicho
orden. Y entonces despliega sus objeciones contra la idea de razón di-
vina partiendo de la idea de la eternidad de Dios. Nuestra razón piensa
de un modo tambaleante, incierto, fluyendo en una sucesión de pensa-
mientos, que componen el pensamiento. Si eliminamos estos rasgos
desaparece también con ellos la esencia de nuestro pensamiento"*. Una
conciencia pensante cuyos actos no fueran distintos, cuyos pensamientos
no aparecieran sucediéndosc unos a otros, no lo sería en absoluto. En
los Diálogos de H u m e esto lo confirma también Clcantc, el defensor de
una concepción «antropomórfica» de la razón divina 4 6 .

Fichte, por fin, dirige su crítica de la idea de un Dios personal contra

92
B. de SPINOZA. Ethica ordine geométrico demónstrala (1677), I prop. 17 corr. 2
y scholium: <st ad acternam Dci essentiam. intcllcctus seiliect, ct voluntas perti-
nent, aliud sane per utrumque hoc attnbulum intclligcndum c%\t quam hoc vulgo
volent homines... toto coelo difiere deberent, nec in ulla ret praelerquam in nomine.
convenire possent .. Ouod sic demonstrabo. Si inteliectus ad dlvinam naturam per-
tinet, non poterit, uti noster inteliectus, posterior <ut plerisque placel), vel simul
natura esse cum rebus intellectis. quandoquidem Dcus ómnibus rebus prior est cau-
salitate* (ed. de C. Gebhardt, p. 62, 31*63, 7). Sobre la relación de Spinoza con la
negación de la diferencia entre voluntad e intelecto en Dios por parte de Moisés
ben Maimónides, cí. Leo Snuu&s, Die fíeHgionskritik Spinozas ais Grundlaze seiner
Bibelkridk (1930), Dartmtadt IM1 (nueva impresión), 134.
9) Y así leemos en un Apéndice de la primera parte de la obra ;«Deindc hace
doctrina Dei perfeettoncm tollil; Nam si Dcus propter fincm agit, aliquid necessario
appetlt quod caret» (C. Gebhardt 80, 22s).
* Ibld. I prop. 32 corr. 2 (Gebhardt 73. 4ss).
* D. HUME, Dialogues ConcerninR Natural Religión, cd. de H, D, Ailcen (1948).
Londres 1977: *Our thought is fluctualing, uncertain, fleetlng, successive. and com-
pounded; and were wc to remora these clroims lances, we absolutcly annihilate
its essence. and it would in such a case be an abuse of terms to apply to ii the
ñame of thought or reason» (30, al final de la parte tercera jp. 127 de la tr. esp. ci-
tada en la nota 57]). Sobre ia caracterización de la prueba Ideológica de Dios como
la única justificación digna de discusión del supuesto de una razón divina seme*
(ante a la nuestra, cf. Ibld., 17 [tr. esp,. 117].
* Ibid-, Part 4: «A mind whose acts and seniiments and ideas are not distinct
and succesive, one that is wholly simple ant totally immutable, is a mind who
has no thought, no reason. no will, no sentiment, no love, no hatred; or, in a
word, it is no mind al all. It is an abuse of terms to gira it that appellation . •
(32 pr. esp., 129]).

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4. La condición espiritual de Dios, su saber y su querer 409

el supuesto de una autoconciencia divina, como la que, según los resul-


tados de la crítica kantiana de la razón sería imprescindible como pre-
supuesto de la unidad de la conciencia objetual: puesto que toda auto-
conciencia presupone siempre eso otro, más allá de ella misma, de lo
que ella se diferencia a sí misma, no puede ser pensada «en modo algu-
no sin limitación y sin finitud»; de modo que a Dios «aplicándole este
predicado lo convertimos en algo finito», en un ser del tipo del hombre 97 .
Hegcl rechaza esa crítica de la idea de una conciencia absoluta ar- 408
gumentando que la conciencia se encuentra cabe sí misma justamente
en lo otro distinto de ella 41 . Pero el precio de esta defensa de la idea de
Dios como espíritu, en el sentido de una razón suprema, era que tanto
la Trinidad, por una parte, como el proceso del mundo, por otra, eran
pensados como un autodesenvolvimiento necesario del ser del espíritu
divino en lo otro distinto de é l " . El modelo de una identidad consigo
mismo en otro distinto de sí mismo podría, en todo caso, aplicarse a la
relación de las personas trinitarias entre ellas, con la reciprocidad que
la caracteriza; aunque nunca en el sentido de que la primera persona
ponga en el ser (setien) a las otras dos al desarrollarse ella a sí misma,
sino en el sentido de que para cada una de las personas trinitarias son
constitutivas las otras dos y su relación con ellas. En cambio, en el caso
de la relación de Dios con el mundo se trata, efectivamente, de darle
(setzen) su existencia y su modo de ser, pero no de un autodesenvolvi-
miento de Dios en cuanto sujeto creador del mundo, sino de la produc-
ción libre de un mundo de criaturas distinto de Dios a partir de la
sobreabundancia de su amor en la interacción del Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. Lo expticitaremos con más detalle en el próximo capítu-
lo. De momento retengamos simplemente que la estructura de la auto-
conciencia —que está cabe sí misma a través de la mediación de lo otro
distinto de ella— podría servir, aunque sea de forma modificada, para
describir adecuadamente las relaciones entre las personas trinitarias,

w
J. G. Fiam, Vber dej\ Grutid tmseres Glaubens an cine g&uliche Wctircgicrung
(1798). citado por H. Lirawu, Die Schriften zu L G. Fichtcs AiheismusStreit, MUn*
chen 1912, 34 cp. 16s de fa publicación original en el Phllosophisches Journal).
Como él mismo subrayaría un año más larde en su «Escrito de descargo judi-
cial». Fichte sólo «negaba la conciencia de Dios» (ibid, 227) desde el punto de
vista de las mencionadas limitaciones* Sobre la crítica de Fichte a la Idea de un
Dios personal, cf. también F. WACSER, Der Gedanke der Persontichkeit Gottes bei
Fichte und Hegel. Gütcrsloh 1971, 28-96. csp. 59s. y 78, 92ss.
" G* Vi, F. HBCK<, Vorlestmgen über die Philosophie der Religión III. Die Abso-
\ute Religión, cd. de G. Lasson (Philosophische Bibliothck 63), Hamburgo 1929, 60&
(MS) y 71s (Lección de 1824), y también 81 (Lección de 1827) [De este último lu-
gar hay tr. csp. en G. W. F. HEGEL. Lecciones sobre filosofía de la religión. 3. La
religión consumada, cd. de R. Ferrara, Madrid 1987, 20Qs]. Cf*( al respecto. F. WAO
NER,
w
o.c, 241ss, 251ss.
V&inse mis observaciones, al respecto, en Die Bedeuiung des Christentums in
der Philosophie fiegels, en Gottesgedanke und menschliche Freiheit, Gotinga 1972,
78-113, 9Sss.

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4* La condición espiritual de Dios, su saber y su querer 411

de configuraciones en sí mismas complejas. Puede que» en nuestro caso,


esté en dependencia de la elaboración discursiva y de la diferenciación
de los elementos particulares. Pero sigue siendo posible la idea de un
intuiíus origituirius que contempla inmediatamente en su conjunto y en
t o d a s sus p a r t e s eso que nosotros vamos diferenciando e interrelacio-
n a n d o en el proceso siempre inacabado de la experiencia "*. Si se tiene
presente la problemática q u e conlleva imaginar una autoconciencia di-
vina, lo que resultará m á s difícil será responder a la cuestión de quién
sea el sujeto de un intuiíus originarius de ese tipo. Pero ¿no seria posi-
ble p e n s a r un intuiíus originarius sin sujeto? m . También aquí resulta 41 Q
claro q u e si queremos concebir la idea de un saber divino, desbordamos
las condiciones de todo lo q u e nosotros podemos imaginar como saber.

Algo semejante se puede decir también de la crítica que hacía Spi-


noza a la idea del intelecto divino. Es verdad que podemos imaginarnos
un intelecto creador, porque nuestra propia razón es en cierto sentido
productiva. Ella no crea directamente los objetos del m u n d o , pero sí las
ideas que, unidas a la voluntad y a la acción, pueden conducir a una
transformación productiva del medio natural y social. Pero para ello
nuestra razón depende siempre de algo que se le da previamente. El pen-
samiento productivo se desarrolla en confrontación con los datos de la
experiencia y su aplicación por medio de la acción lo q u e transforma es
un mundo que se encuentra d a d o ya desde un principio. Imaginarse
un pensamiento q u e fuera creador puramente desde él mismo, no sólo
eliminaría la diferencia entre pensar y actuar, sino q u e nos obligaría
también a ir m á s allá de la vinculación de n u e s t r o pensamiento a la
experiencia. Ese tipo de pensamiento tendría que ser conciliable con la
idea del inttutus originarius y con ello seguiríamos en la aporía plan-
teada p o r la cuestión del sujeto o de la carencia de sujeto del tal in-
tuiíus,

Quien sea consciente de estas dificultades tendrá que e s t a r de acuer-


do con Spinoza en que hablar de un intelecto divino es en principio tan
metafórico como, p o r ejemplo, hablar de Dios como la «roca* de nues-
tra salvación (2 Saín 2232; ct\ v. 2 y otros) o como la «luz* para nuestros

KB Sobre la idea del intuitos originarius, el. I. KAKT, Crítica de la razón pura
(1781). 1787 (2.* ed. B) 72, cf. B 138*. Compárese con ella otra idea emparentada
con ésia: la de un imellectus archetypus (B 723)- Cf. también A. G. BAUMGARTEN. Me-
xaphysíca (1779), Halle 1797 (?.• ed.) §§ 863489.
»* A pesar de que. según Kant, la autoconciencia acompaña siempre a la con*
ciencia objetual como condición de posibilidad de su unidad {Crítica de ía razón
pura, B 131ss), no cabe duda de que hay una conciencia objetual ya con anterio-
ridad a la autoconciencia: cf.f al respecto, D. R. GRIFFIN, The Question of Animal
Awamess, Nueva York 1976. Es sólo la conciencia humana la que además va siempre
unida a la autoconciencia: cf. J. C Ecoxs, Animal Consciouness and Human Sclf-
conseiouness, en Expcricntia 38 (1982) 1384-1391. esp. 1386s. Pero también en el
desarrollo del hombre se da la conciencia objetual antes de la aparición de la au«
toconci encía.

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4. La condición espiritual Je Dios* su saber y su querer 4l>

medio de nuestro saber. Los estrechos límites de esta capacidad humana


de mantener algo presente resultan claros en seguida. Es una capacidad
muy ligada a la memoria y a la espera, es decir, propiamente un sustituto
ante nosotros de la verdadera presencia de las cosas sabidas. Además.
incluso lo que está presente para nuestra percepción nos mantiene más
o menos oculta su esencia* De modo que nuestra experiencia de la con-
ciencia y del saber no puede ofrecemos más que una débil indicación de
lo que se quiere decir cuando se habla del «saber de Dios».
¿Y qué pasa con la idea de la voluntad divina? Justo la mutua rela-
ción existente entre la voluntad y la conciencia pensante, que tan inten-
samente ocupó la atención de la doctrina sobre Dios de la Escolástica
clásica, parece que va inseparablemente ligada a los limites propios de
la finitud de nuestra vida espiritual. Nuestra voluntad toma posición res-
pecto de los objetos y de los asuntos de los que antes nos hemos hecho
cargo en nuestra conciencia, es decir, que presupone que los hemos per-
cibido o. al menos, imaginado. Por otro lado, la atención que nuestra 4)2
percepción presta a éste o a aqud objeto cae bajo el influjo de la vo-
luntad. Con todo, el acto de querer presupone siempre una idea de su
objeto y, por tanto, algo previo a el. Por muy distintas que puedan ser
las posturas adoptadas por una decisión de la voluntad, las posibilidades
están también limitadas no sólo por el objeto de la misma, sino también
por las condiciones de la situación en la que la voluntad tiene que deci-
dirse. Desde el punto de vista de estos datos previos está claro que no se
puede hablar de una voluntad de Dios.

Cuando hablamos de los «objetivos» que Dios persigue con sus accio-
nes, los hemos de entender también en sentido figurado, distinto, en
todo caso, de la experiencia de nuestro querer. No los podemos entender
en sentido análogo a ésta, si no queremos imaginamos a Dios como un
ser finito. Porque el concepto de «objetivo» presupone que entre el ob-
jeto del querer y su realización existe una diferencia. La distancia que
media entre la elección de un objetivo y su realización hay que cubrirla
creando las condiciones para ello, es decir, eligiendo y poniendo por obra
los medios necesarios- Y en ello se muestra de nuevo la dependencia en
la que se encuentra nuestra voluntad de condiciones previas a ella. No
es capaz de realizar inmediatamente lo que quiere. Si éste fuera el caso,
no sería necesario distinguir entre querer y ejecutar. Pero ¿qué quedaría
entonces del concepto de voluntad?

En un sentido más general hay quien ha denominado voluntad de


vivir o voluntad de poder al oscuro instinto de la vida y de conservarse
uno a si mismo. Pero baje este deseo de autoconservación y de autoex-
pansión subyace también una situación de necesidad o de carencia que,
según Spinoza, impide en absoluto que se le aplique a Dios la idea de
voluntad.
Ahora bien, existe todavfa otro punto de partida para llegar a la idea
2<

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414 VL Unidad y atributos de Dios

de voluntad; un punió de partida distinto de la experiencia q u e el hom-


bre hace de sf m i s m o y que no radica, p o r tanto, ni en la relación del
q u e r e r con el sentimiento de u n a cierta carencia, ni tampoco en la per-
secución de un objetivo. Se trata, p o r el contrario, de la experiencia de
u n a realidad q u e se aproxima al h o m b r e cargada de poder y que, con
esa dinámica dirigida, «quiere algo de él* o parece quererlo, a u n cuando
no esté todavía claro ni definido lo q u e «quiere». Es esta una experien-
cia que se les impone de continuo a los hombres de las m á s distintas
culturas**. Es posible incluso q u e haya que b u s c a r en ella el origen de
la misma idea de voluntad en absoluto. En este caso, la idea de voluntad
habría sido referida sólo después, de un m o d o secundario, a la experien*
413 cia del hombre, a su instinto de vida y a sus demás impulsos. Y s o b r e
esta referencia se habría construido finalmente la idea de un querer
consciente en relación con el conocimiento y la decisión í07.

Sea como fuere, la experiencia religiosa de la «voluntad» de una di-


vinidad conocida, desconocida, o incluso de un poder demoníaco, q u e le
aborda al hombre, es, en todo caso, independiente de cualquier tipo de
representación de u n a conjunción de voluntad e intelecto en la divini-
dad, De lo que parece q u e se t r a t a primariamente es, más bien, de la
experiencia de sentirse afectado p o r un poder desconocido q u e sólo ad-
quiere un perfil definido c u a n d o se atribuyen esas experiencias a u n a
divinidad identificada ya por su n o m b r e . La voluntad divina puede ar-
ticularse como la «palabra* de esa divinidad, adquiriendo así una defi-
nición mayor. Pero ni siquiera así se da a ú n ninguna idea de una con-
junción de voluntad e intelecto en la divinidad. Se trata, mucho más, de
u n a dinámica de esencia desconocida por la que el h o m b r e se siente
a b o r d a d o y cuyo carácter inquietante no se le suaviza m á s q u e en t a n t o
en cuanto se articula ante él: entonces sabe al m e n o s a q u é atenerse
frente a ella*

En el Antiguo Testamento no encontramos un concepto unitario de


voluntad de Dios. Por un lado, aparece la idea de órdenes y de disposi-
ciones divinas; por o t r o lado, distintas denominaciones de la compla-
cencia de Dios, cuyo origen podría hallarse en su aceptación de los sa-
crificios (por ejemplo. Lev 19,5: 22.19, etc.)» p e r o q u e luego se convir-
tieron en apelativos de la voluntad divina en general (Sal 103,21; cf. 40,9,
en particular en el judaismo rabínico «* A partir de ahí se explica tam-

** La descripción clásica de este fenómeno la ha dado G. van der LESUW, Feno-


menología de la reunión. México/Buenos Aires 1964, § 17: Poder y voluntad confi-
gurado* en el nombre (139-151) y ya antes § 9: Voluntad y figura (7+81).
ic? Muy instructivas sobre este tema son las investigaciones de A. DÍALE, Dic
Vorstellung vom WUte in der Antike (1982), Gottnga 1985. Dihlc muestra cómo el
pensamiento griego no desarrolló una idea relativamente precisa de voluntad más
que en confrontación con la religión judia y cristiana.
*» Véanse referencias documentales en G, SCHRENK, ThWNT 3. Sluttgart 193Í 54
(sobre HXrpji).

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4. La condición espiritual de Dios, su saber y su querer 415

bien la idea de la voluntad divina en la tradición de Jesús (por ejemplo,


Mt 6,10; 7,21; 12,50; 21,31; 26,42 y p a r ) , en J u a n (Jn 4,34; 530; 6,38s) y
en el resto del Nuevo Testamento. En el u s o lingüístico veterotesta-
mentario se da una estrecha relación con la idea de la palabra de Dios
(cí, el paralelismo entre palabra y voluntad en Sal IO3,20)P y también
con el espíritu de Dios, q u e se expresa en la complacencia divina y
que se le comunica a aquel a quien Dios le muestra su beneplácito
(Is 42,1).
De acuerdo con la Biblia, el mejor modo de pensar la relación entre
la voluntad y el espíritu de Dios serla como concretización de la diná-
mica del espíritu divino en u n a determinada dirección de la voluntad,
igual que hay que entender la palabra como articulación del espíritu
(ruah) {Sai 33,6). Un espíritu al q u e —como se ha indicado más a r r i b a -
no tenemos que entender como razón (nus)t sino como dinámica crea-
dora, vivificadora: el c a m p o de fuerza de la poderosa presencia de 414
Dios (Sal 139,7). Y así. a partir de la especifica comprensión bíblica del
espíritu, se nos aclara lo que el mismo salmo dice acerca del saber om-
niabarcante de Dios, el cual descansa j u s t a m e n t e también en la presen-
cia de Dios j u n t o a sus criaturas. He ahí u n a relación de un tipo m u y
distinto de la que había desarrollado la doctrina teológica tradicional
sobre Dios partiendo de la idea griega de la divinidad como ñus*
La opción de Orígenes p o r u n a interpretación de la afirmación joanea
«Dios es espíritu* (Jn 4.24) en el sentido de la idea platónica (y aristo-
télica) de la divinidad como ñus tenía su fundamento en que la única
alternativa de la que parecía poder disponerse para ello era la ofrecida
por la doctrina estoica del pneuma* Ahora bien, este pneutna estoico
era entendido como una realidad material, aunque extremadamente su-
til, q u e penetra todo el cosmos en diversos grados *°*. Dado el panteísmo
estoico, las consecuencias que esto conllevaba, desde un p u n t o de vista
platónico-aristotélico, también p a r a la teología cristiana, parecían tan
inaceptables que cualquier interpretación de las afirmaciones bíblicas
sobre Dios como espíritu en el sentido de aliento o de viento tenían que
q u e d a r excluidas, a pesar de la evidente cercanía de las correspondientes
ideas estoicas a mucho de lo q u e en la Biblia se dice sobre el espíritu.
Hoy el dilema con el que se veía enfrentada aquí la teología patrística
ya no existe. Las teorías de c a m p o de la física moderna, desarrolladas
siguiendo el modelo de la doctrina estoica del pneutna, ya no conciben
los fenómenos de c a m p o como magnitudes corpóreas, sino autónomas
frente a la materia, definidas solamente por sus relaciones con el espa-
cio. o espacio-tiempo 110 - Que el concepto de campo, dada su procedencia

»* M. PWI>:NZ# Die Stoa. Geschichíe einer geistigen Bcwe&un£t Gotfnga 1959, IÉ


73s; II, « s .
no Sobre su relación con la doctrina estoica del pneumat cf. M, JAMMQI, Fctd4
Fddthcorie, en el Historiyches WÓnerbuch der Philosophie 2t 1972, 923-926.

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5. La acción divina y ¡a doctrina de los atributos de Dios 417

sión de este asunto? No cabe duda de que concebido como campo el


espíritu sería impersonal. Como persona el Espíritu no puede ser pen-
sado más que como figura concreta de la única divinidad, como el Padre
y el Hijo. Pero que el Espíritu no sea sólo la vida divina común a Padre
e Hijo, sino también un centro de actividad propia frente a ellos, resul-
taría comprensible si la comunión de ambos entre sí en la unidad de la
vida divina no se diera más que ante la persona del Espíritu. Justo por
eso, porque la esencia común de la divinidad se presenta ante Padre e
Hijo —claro que de distinta manera para cada u n o — m en la figura del
Espíritu, es por lo que se encuentran vinculadas entre sí en la unidad
del Espíritu. Si el Espíritu, en cuanto persona, ha de quedar también él
incluido en esa vinculación, habrá que suponer que el Espíritu personal
al glorificar al Hijo en su relación con el Padre y al Padre por el Hijo, 416
se «sabe» al mismo tiempo a sí mismo vinculado a ambos de esa ma-
nera. Bajo otra forma también le es propia a las personas del Padre y
del Hijo una relación consigo mismas. Trataremos de ello en el último
epígrafe de este capitulo. Pero ya puede que convenga señalar aquí que
las personas trinitarias se definen como personas en cada caso de un
modo diverso. Lo cual hay que decirlo también de los rasgos partícula*
res del modo en el que cada una se relaciona consigo misma, una rela-
ción que va siempre mediada por sus respectivas relaciones con las otras
dos personas.

Nuestra reflexión critica nos ha llevado a la eliminación de la idea


del JJUS como sujeto de la acción divina. Ahora bien, si la esencia viva de
Dios es más bien del tipo de un campo de fuerza que del tipo de un
sujeto, ¿cómo justificar entonces el lenguaje sobre la «acción de Dios»
y cómo se van a poder leer en ella los atributos divinos?

5- EL CONCEPTO DE ACCIÓN DIVINA Y LA ESTRUCTURA


DE LA DOCTRINA DE LOS ATRIBUTOS DE DIOS

El concepto de acción exige un sujeto que actúe. Pero, según lo dicho


sobre la esencia divina como espíritu, esta función no puede recaer in-
mediatamente en la esencia de Dios. La esencia eterna de Dios no es un
sujeto más, con existencia propia junto a las tres personas, ni tampoco
un único sujeto que las abarcara a todas, con lo que las tres personas
quedarían degradadas a meros momentos de ese ser sujeto de Dios.
No nos quedan, pues, más que las tres personas como sujetos inmediatos
de la acción de Dios. En tanto en cuanto se pueda hablar de una acción
de Dios, a pesar de la dificultad que supone el atribuirle al Dios eterno

"2 De distinta manera, porque el Espíritu procede del Padre, pero el Hijo lo
recibe, aun cuando a través de ¿I les sea comunicado (enviado) a otros.

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5. IM acción divina y la doctrina de los atributos de Dios 421

cucntra estructurado finalísticamente, se deñne desde el fin o desde el


objetivo de la acción. Cada uno de los miembros particulares del curso
de la acción no cobra su sentido más que desde el resultado al que ella
tiende. Ahora bien, mientras que en el curso de la historia los aconteci-
mientos se siguen contingentemente unos a otros, en el proyecto de ac-
ciún la elección y la secuencia de medios está fijada a partir de su fin,
y» en concreto, de tal manera que la sucesión de los pasos de su realiza*
ción acabe por producir el fin perseguido. En relación con cada uno de
los medios, tomados en sí mismos, el fin de la acción puede parecer
también contingente. Pero la serie de los medios puestos para alcanzarlo
ha de producir el fin con garantías- Por eso, el correr de la historia, en
cuanto serie de acontecimientos contingentes, reproducible sólo por me-
dio de la narración, es distinto de la racionalidad de la acción l u . AI me- 420
nos es distinto de la acción de los sujetos finitos. Estos tienen ellos
mismos un lugar en el correr del tiempo tanto cuando, al proponerse
determinados objetivos de acción, anticipan un futuro distinto del mo-
mento en el que están eligiendo el objetivo, como cuando van buscando,
con la ejecución de la acción, un control, al menos parcial, del curso
de los acontecimientos. Si nos imaginamos a Dios según este mismo mo-
delo, le estaríamos pensando como un ser finito que mira hacia un fu-
turo distinto de su presente y que, por medio de su acción, intenta so-
meterse el tiempo- Y, además, de ese modo convertiríamos el curso de
la historia en un proceso determinado de antemano que robaría inevita-
blemente su autonomía a las criaturas. Ambas cosas van juntas. Es jus-
tamente por eso por lo que determinadas concepciones de la predesti-
nación y de la providencia divinas conducen a una imagen del dominio
divino sobre el mundo que lo trastoca en una tiranía: porque se imagi-
nan a Dios actuando según el modelo de un sujeto finito- Un dominio del
mundo por un sujeto finito significa control total sobre el decurso de
los acontecimientos y, por tanto, sólo tiranía.

¿Se puede hablar en absoluto —sin una perversión como la mencio-


nada— de un plan divino sobre la historia, de una «economía» de la ac-
ción divina en el mundo? Hay algunas afirmaciones bíblicas que al me-
nos sugieren la idea de una fijación previa del curso de la historia por
Dios (por ejemplo. Rom 8,28ss). Cuando expongamos la doctrina sobre
la elección tendremos que explicar más en detalle que la intención au-
téntica de dichas afirmaciones está en presentarnos los actuales aconte-
cimientos salvíficos como fundamentados en la eternidad de Dios- Ahora
bien, esto es algo diverso de la idea de un designio concebido al comien-
zo del tiempo, que no incluye aún el futuro del decurso de la historia
en él mismo, pero que fija ya de antemano el curso de los aconteci-
mientos.

l
* H. LCBBC, Ceschichtsbegriff und Geschkhisintertsse, Basilca 1977. ha elabora-
do esta diferencia*

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422 VI. Unidad y atribuios de Dios

Llegados aquí r resultará sin duda aún más clara la problemática que
se encierra en la idea de Dios como sujeto actuante. Lo cual explica
también el lugar en el que hemos buscado el punto de partida para in-
terpretar el lenguaje sobre una acción de Dios que no sólo tiene lugar
en el mundo, sino que, con su «economía», abarca toda la historia: no
en la idea de un sujeto divino, sino en la experiencia de la inlerrclación
de las cosas en el curso del acontecer del mundo.
Cuando se habla de «acción» divina se remiten a Dios las interrela-
ciones que muestra el acontecer del mundo. Interrelaciones que sólo se
descubren desde el fin de la historia y que, por tanto, permanecen ocul-
tas para el hombre que se encuentra en camino hacia dicho fin. Porque
es imposible adelantarse a la contingencia de la secuencia de los acon-
tecimientos* En ella experimentaba Israel una expresión de la libertad
de Dios,
421 Sujeto de la acción de Dios son, en primer plano, tas tres personas,
Padre, Hijo y Espíritu, a través de cuya cooperación toma forma la
acción del único Dios. De aquí ha de arrancar la respuesta cristiana a
las implicaciones totalitarias de la idea de un único sujeto divino que
actúa sin limitación ninguna. El Reino de Dios en el mundo es sin duda
ninguna el Reino del Padre. Su monarquía es el reinado de Dios por
antonomasia, a cuyo servicio está no sólo el Hijo, sino también la glo-
rificación que el Espíritu hace del Padre y del Hijo- Pero la monarquía
del Padre va mediada por el Hijo, que es quien le prepara el camino
tomando figura en la vida de las criaturas; y por el Espíritu, que ca-
pacita a las criaturas para honrar a su Creador dándoles parte en la
relación eterna del Hijo con el Padre. Esa es la acción del Dios uno, a
través del Padre, del Hijo y del Espíritu, tal y como puede reconocerse
a la luz de la plenitud escatológica del Reino de Dios en el mundo. Sólo
asi es el Dios uno un Dios que actúa, igual que ya es antes un Dios vivo
en la comunión de Padre, Hijo y Espíritu.

Ahora bien, la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu no se les
atribuye solamente a las tres personas de la Trinidad, sino a la esencia
única de Dios. Sólo de este modo se puede hablar de los atributos de la
esencia única de Dios sobre la base de su acción en el mundo. De modo
que aquí sí que se presenta el Dios uno como quien actúa, como el su-
jeto de su acción. Pero este modo de ser Dios sujeto no es una cuarta
cosa añadida la trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu, ni es algo
que las precede para desarrollarse luego en las diferencias trinitarias,
sino que es una expresión de la comunidad de vida de dichas personas
en su acción sobre el mundo.
El objetivo de la acción de Dios en el mundo por medio de la obra
del Padre, del Hijo y del Espíritu es doble; por un lado, la creación de
una realidad creatural distinta de Dios y su plcnificactón ante su Crea*
dor; y al mismo tiempo, por otro lado, la revelación en ella de su divi-

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424 VI Unidad y atributos de Dios

completar su existencia. En la acción se supone ya, por u n a parte, la


identidad del sujeto: ha de ser mantenida en el curso de la acción para
que se pueda alcanzar el objetivo propuesto. Pero, por otra parte, sí se
persigue dicho objetivo es para subsanar una carencia de integridad
y de autarquía en el sujeto. El h o m b r e que actúa sólo podrá conseguir
mantener su identidad si lo hace desde la fuerza de su destino, que le
eleva por encima de lo q u e ya es, y no desde la capacidad del yo actúan-
te para garantizar y controlar la unidad del curso de la acción. Como el
yo se encuentra a ú n en camino para llegar a ser él mismo, en el caso
del h o m b r e no se puede hablar de autorrealizAción en el sentido estricto
de la palabra- Para ello sería necesario que el yo actuante fuera ya desde
el principio de su acción idéntico con su destino en un sentido pleno,
lo cual justamente ha de ser el resultado de su acción. Esta condición
sólo se da en el caso de la acción divina: Dios se realiza a sí mismo en
el m u n d o viniendo a él. Para ello se presupone ya su existencia eterna
en la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y la esencia eterna
de Dios no necesita perfeccionarse viniendo al mundo. Pero con la crea-
ción de un mundo la divinidad de Dios, e incluso su existencia, se hacen
dependientes de la realización plena del destino de dicho mundo con la
presencia del Reinado de Dios.

La idea de autorrcalización corresponde al concepto de causa sui,


que se ha venido usando y discutiendo como denominación ele Dios
desde Plotino {Enn VI, 8, 13) m. La expresión ha sido trecucntcmcn*
te rechazada como contradictoria, pues ninguna causa se podría
producir a sí misma (por ejemplo: Tomás de Aquino, S. c. gent. 1. 22).
Este juicio resulta evidente cuando se presupone un concepto de
causa que no le atribuye a ésta ninguna relación consigo misma.
Pero la idea de causa sui pudo ser en Hcgel la fórmula de la prue-
ba ontológica de Dios —producción de la existencia a partir del
concepto— porque él pensaba lo absoluto como espíritu y, por tan-
to, como autorrcflcxivo. También en este caso, como en loda la his-
toria previa del concepto, desde Plotino hasta Spinoza. causa sui
es una expresión de lo especial de lo absoluto, de lo que lo diferen-
cia. Por eso, la aplicación de esta idea al hombre, con la afirmación
—entretanto ya gastada— de que todos tienen derecho a «autorrea-
lizarse», expresa de manera particularmente significativa el autoen*
diosamiento del hombre de la cultura secular moderna.
En la teología más reciente la expresión ha sido recogida posi-
tivamente por Hcrmann Schell, en concreto, para describir las pro-
cesiones del Hijo y del Espíritu de la persona del Padre {Kath. Dog-
matik, II, Paderbom 1890, 21, 61ss. 79), De este modo, Schell que-
ría poner de relieve con más énfasis que la tradición la vitalidad
interna del Dios trino* Pero la idea de Dios como causa sui no se
puede aplicar sin más a las relaciones intratrinitarias, porque el
Padre egendra en el Hijo a otro distinto de él mismo. Al exponer

t*i Véase, al respecto, el articulo de P. HADOT en el Historisches Wtirterbuch der


Philosophie 1. 1971. 976s.

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5. La acción divina y la doctrina de los atribuios de Días 425

las procesiones intraírinitarias Schell (6lss) trabaja con la ¡dea de


«autodesarrollo», rechazada por nosotros en el capítulo anterior. No
es una idea apropiada porque el Padre no estuvo nunca sin el Hijo.
Por este motivo la aplicación de la idea de causa sui a las relacio-
nes intratrinitarias resulta problemática, a pesar de que cada per-
sona se realiza a si misma en sus relaciones con las otras. En cam-
bio, es una idea que parece más adecuada para describir la relación
entre Trinidad inmanente y Trinidad económica. En este caso sf que
hay igualdad entre el punto de partida y el resultado, según lo exi-
ge la fórmula que nos ocupa y en contra, además, de la interpre-
tación panteísta del concepto idealista de autodesarrollo de lo abso-
luto en el proceso del mundo, según la cual Dios no llegarla a per*
feccionarsc a sí mismo más que en dicho proceso. Y con todo, el
Dios trinitario es perfecto en sí mismo ya antes de su relación con
el mundo, lo cual es también un presupuesto de la idea de causa
sui, Por eso, su aplicación a la relación entre Trinidad inmanente
y Trinidad económica no implica ninguna teogonia, sino que expresa 424
la dinámica interna de la identidad del Dios trinitario consigo mismo
en su relación con la creación.

El futuro de Dios despunta ya en el presente de las criaturas, en el


mundo de la creación, p o r medio de la obra conjunta del Padre, del Hijo
y del Espíritu. Y sobre la base de esta acción divina se predican atribu-
tos no sólo de las personas trinitarias, sino también de la esencia divina
común a las tres. Son atributos propios p o r igual, aunque en articula-
ción diversa, de las obras divinas de la creación, la reconciliación y la
salvación. La identidad de dichos atributos permite reconocer como el
mismo al Dios q u e actúa en la creación, la reconciliación y la consuma-
ción del m u n d o .

Los atributos que se ponen de manifiesto en esa acción de Dios vincu-


lan dicha acción con su esencia eterna. Ahora bien, ¿qué significa predi-
car atributos de la esencia de Dios? ¿No se presupone ya con ello un
concepto de esa esencia a la que se asignan los atributos q u e se le atri-
buyen a Dios en virtud de su acción reveladora? ¿Y ese concepto provi-
sional de la esencia de Dios, que habrá de ser definido plenamente p o r
medio de dichos atributos, no se encuentra ya, por su parte, caracteriza-
do p o r algunos a t r i b u t o s , solamente en virtud de los cuales resulta ca-
racterizable en su particularidad? Parece, pues, que h a b r á que hablar
de dos tipos de atributos de Dios: los q u e se predican de él en virtud
de su acción y los que definen en c u a n t o tal el objeto de dicha predi-
cación. Cuando decimos que Dios es bueno, misericordioso, fiel, justo,
paciente, la palabra «Dios» designa el objeto de dichas atribuciones: es
de «Dios», diferenciándolo de todo lo d e m á s , de quien se dice que es
bueno, misericordioso y fiel. ¿Qué se dice al afirmar todo eso de «Dios»?
Es lo que determinan las expresiones que explican la palabra «Dios» en
cuanto tal: expresiones como infinito, omnipresente, omnisciente, eter-
no, todopoderoso. Estas características de Dios se presuponen ya para

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426 VL Unidad y atributos de Diox

que la revelación de Dios por medio de su acción pueda ser comprendida


en absoluto como revelación de Oros. Pues es del Dios así descrito de
quien se dice que es misericordioso, paciente y de gran bondad.

En este sentido. Hermann Cremer distinguía en 1897. en su obra


Die christliche I*ehre von den Eigenschaften Cotíes, 34ss, 77ss. «los
atributos que se descubren en la revelación» (la santidad, justicia,
bondad, sabiduría y misericordia de Dios) de los atributos que se
presuponen ya cun el concepto de Dios, que van •contenidos» en él
(la omnipotencia, omn¡presencia, omnisciencia, inmutabilidad y éter*
nidad)* De este modo, Cremer planteaba de una manera totalmente
nueva la ya manida cuestión de los criterios a emplear para estruc-
turar la exposición sobre los atributos de Dios. Las divisiones que
habitualmcntc se habían empicado hasta entonces distinguían casi
siempre entre los atributos propios de la esencia de Dios en sí mis*
425 mo y los que le corresponden en su relación con el mundo 121 . En
cambio. Schlcicrmachcr había fundado una nueva división de los
atributos según las diversas relaciones de la causalidad divina con la
creación, el pecado, la salvación y la consumación del hombre y del
mundo , 2 3 . Esta división rompía con la regla de que los atributos
tienen que convenirle a la esencia de Dios en todas sus relaciones
con el mundo, pues se predican como atributos de la esencia única
de Dios. De ahí que la división establecida por Schlcicrmachcr fue-
ra sólo posible porque él no refería los atributos a esa esencia de
Dios, sino sólo a su causalidad en las diversas esferas de su acti-
vidad. Cremer impugnaba «la diferenciación de diversas áreas de ac*
tuación de los atributos». Y le objetaba, con razón, que «en la re-
velación es la esencia entera de Dios la que se implica y la que se
nos descubre» (33), de tal modo que *en cada atributo van implicados
todos los otros» (32, cf. I9>. Contra la distinción entre atributos pro*
pios de Dios en sí mismo y atributos que le pertenecen en relación
con las criaturas Cremer hacía valer la mutua e inseparable perte-
nencia de comportamiento y esencia de Dios: su comportamiento

121
C. H. RATSCWW. Lutherische Dogmatik zwischcn Reformation und Aufkla*
rung 2. 1966, 73s. cita como ejemplos de ello la división de los atributos de Dios
que hacen A. Calov y D llollaz en inmanentes y excrentes. De modo análogo hay
que entender la distinción que se prefería hacer en la antigua teología reformada
entre atributos de Dios absolutos y relativos, o comunicables c incomunicables
(H, HEPPE/E. BIZER. Die Dogmatik der ev.-reformierten Kirche; Neukirchen 1958. 56ss).
Karl Barth ha recogido ejemplos de la teología más reciente en KD U/1. 377ss.
esp. 383. También en la dogmática católica romana se encuentra la división de los
atributos de Dios bajo el punto de vista del ser de Dios en sí mismo, por un lado.
y de su relación con el mundo, por otro: vc¿sc, por ejemplo. M. J. SCWEBEN,
Handbuch der katholischen Dogmatik 2 (Ges. Schriften IV). Friburgo 1948 (3/ cd.),
Slss (§ 70).
12» Fr. ScHUUEJUiAOtfa. Der christliche Glaube, 1830 (2/ ed*). § 50. 3. La tesis del
§ SO dice expresamente que «los atributos que le asignamos a Dios... no designan
nada particular en él sino sólo algo particular en el modo de referir a él el sentí*
miento absoluto de dependencia». De ahf se deriva la característica dispersión de
la doctrina sobre tos atributos por toda la dogmática en Schlcicrmachcr. G. EU-XING.
Schleiermachers Lehre von den gbttltchen Eige^schaften, en Wort und Glaube 2.
Tubtnga 1969. 30^342, csp. 332s, ofrece una valoración positiva del procedimiento
de Schleiermacher, pero no trata de su presupuesto, que es más que problemático.

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5. La acción divina y la doctrina de los atributos de Dios 427

e¿ «la plena implicación activa de su esencia» (19)* Lo cual se co-


rresponde con lo que hemos dicho en el tercer epígrafe de este ca-
pítulo sobre la estructura relaciona! del mismo concepto de esen-
cia. La distinción —pretendidamente ontológica— entre atributos de
la esencia divina en si misma y atributos fundados en su relación
con la creación Cremer la sustituye por una distinción basada en la
lógica de las proposiciones: por un lado, el concepto del objeto que
se presupone ya en el acto de atribución de predicados y, por otro,
los mismos predicados que se le atribuyen. Pero Cremer mantenía.
incluso ante esta distinción, que todos los atributos de Dios habrían
de ser conocidos a partir de su acción reveladora, pues el concepto
presupuesto de Dios no adquiriría «su contenido real» más que de
la revelación que «nos descubre qué significa ser Dios» (32).

El concepto de la esencia de Dios sólo queda definido en concreto


p o r los atributos q u e se le asignen. Sin ellos está incompleto. Lo cual 420
no obsta en absoluto para q u e el presupuesto de la asignación de atri-
butos, basada en la acción reveladora divina, sea u n a idea general de
«Dios en general». Y así, también el lenguaje bíblico sobre Dios presu-
pone una idea de Dios en general (elohim, theos) en afirmaciones como
que Yahvé es el único Dios (Is 43,I0s; 44,6) o que el «Padre* de Jesu-
cristo es el «único Dios vivo y verdadero* (I Tes 1,9), De acuerdo con
ello, la doctrina cristiana sobre Dios afirma que ninguno o t r o m á s que
el Dios trinitario, en la comunión de Padre, Hijo y Espíritu, es el Dios
uno y verdadero- De este m o d o sintetiza el contenido de la autorrevela-
ción de Dios en la economía de su acción salvífica, que culmina en la
aparición del Hijo. Lo que se expresa al hablar de los atributos de su
esencia es q u e ese Dios trinitario es el Dios uno y verdadero. El prc-
concepto de «Dios en general*, al q u e van referidas las asignaciones de
atributos, no es ya él el Dios q u e a c t ú a en la economía de su revelación
salvífica. Su esencia concreta no puede ser concebida m á s que asignán-
dole sus atributos. Lo cual acontece primordialmcntc en el lenguaje
doxológico del h i m n o , que alaba y glorifica al Dios que se pone de ma-
nifiesto en su acción histórica **.

Estas reflexiones están cargadas de consecuencias para la definición


de la relación e n t r e la doctrina cristiana sobre el Dios uno y sus atribu-
tos, por una parte, y la teología filosófica, por otra- La pregunta filosó-
fica por la figura verdadera de lo divino conduce a la formulación de
ciertas condiciones que el lenguaje sobre Dios ha de respetar en tanto
en c u a n t o pretenda ser adecuado a la función de ser el origen del mundo
q u e la tradición religiosa le atribuye a lo divino. El lenguaje cristiano

1H
Sobre el significado de la doxología para la doctrina dogmática sobre Dios
véase E. SCHLINK. Dte Struktur der dogmatischen Aussagt ais Ükumcnlsches Probtem
(1957), en íd+J Der kommende Christus und dic kirchlichcn Tradítionen, Gotinga
1961, 24*79, csp., 26ss( 33. Y también, del mismo autor, Okumcnische Dogmatik, G>
tinaa 1983, 725ss,

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428 VI. Unidad y atributos de Dios

sobre Dios, si ha de dar testimonio del Dios de la Biblia como crea-


dor. conservador y consumador del mundo, tiene que satisfacer tam-
bién esas condiciones mínimas para la consistencia interna de todo len-
guaje sobre Dios. Ahora bien, la idea filosófica de Dios, en cuanto con-
densado de dichas condiciones mínimas del lenguaje sobre Dios, no
debe ser confundida con la realidad concreta de Dios: no se identifi*
ca con la esencia de Dios, revelada en su acción histórica. Pero corres-
ponde al preconcepto de «Dios en general*, sin el cual hablar de los
atributos como atributos de Dios sería tan poco inteligible como con-
fesar al Padre de Jesucristo y al Dios del dogma trinitario como el
Dios uno y verdadero. La teología filosófica, con sus afirmaciones sobre
la unidad, inmutabilidad y eternidad de Dios, constituye la forma refleja
de esa idea de «Dios en general» q u e todo lenguaje religioso sobre dioses
y sobre sus manifestaciones presupone de un modo más o menos vago.
427 Su legitima pretensión de universalidad descansa sobre este presupues-
to. Detrás de ella se halla lo que las experiencias de Dios de las re-
ligiones tienen en común, p e r o que no encuentra en las formas reli-
giosas de representarse a Dios una expresión consistente. Ahora bien,
la formulación de las condiciones de un lenguaje consistente sobre Dios
en general no significa ya una descripción de la realidad concreta de
Dios con los atributos propios de su esencia. Estos se manifiestan por
medio de la acción de Dios en una historia determinada,

Pues bien. Hermann Cremer señalaba, con toda razón, que la teología
no puede asumir sin m á s q u e las condiciones abstractas del lenguaje so-
bre Dios en general, elaboradas por la filosofía, sean el concepto de Dios
del que se predican las propiedades q u e se leen en la acción reveladora
de Dios, El concepto mismo de Dios no adquiere «su contenido real más
que.*, por medio del único sujeto a quien eso le corresponde, el que se
pone en actuación en su revelación como 'el único Dios verdadero' des-
cubriéndonos así lo que significa ser Dios» m * De ahí que a la doctrina
cristiana sobre Dios le corresponda también u n a función crítica respecto
de las condiciones de un lenguaje consistente sobre Dios en general for-
muladas por la filosofía. Claros ejemplos de ello se encuentran en la
problemática q u e presentan los criterios filosóficos del carácter espiri-
tual e inmutable de Dios. Pero la teología no puede responder eficaz-
mente a e s t a s afirmaciones de la filosofía más que moviéndose en el
c a m p o de la argumentación filosófica, aunque sea desde la perspectiva
de la revelación bíblica de Dios, Lo mismo hay que decir también de la

l
B H. CREUEX. Di£ christliche Lehre von den Eigenschalten Cotíes. Gülcrsloh 1897,
32- Sin dicho sujeto, del concepto de Dios se siguen «sólo afirmaciones totatmenie
abstractas sobre omnipotencia, omnipresencia* etc.; afirmaciones que acaban todas
en problemas y no resuelven ni uno* (íbid.). Por desgracia, Cremer no trató ni
mostró en detalle lo que aquí afirma en confrontación con la tradición de la teolo-
gía filosófica.

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5. La acción divina y la doctrina de los atributos de Dios 429

afirmación fundamental en la q u e se basa el concepto de «Dios» en ge-


neral. La trascendental contribución de Gregorio de Nísa a la doctrina
cristiana sobre Dios consistió en m o s t r a r que la forma fundamental de
la idea de «Dios» en general no está en el concepto de causalidad, como
afirmaban sus adversarios arríanos, sino en la idea de infinitud (cf. más
arriba p- 379s). Con ello no se elimina la idea de causalidad primera del
concepto de Dios, pero pierde su función fundamental y pasa al lugar
de un momento subordinado. Con lodo, bajo el influjo del Areopagita.
la idea de causalidad primera volvió de nuevo al primer plano hasta la
«¿poca de la escolástica latina. A pesar de ello. Duns Escoto renovó la
conciencia del significado fundamenta! de la idea de la infinitud de Dios
para toda la doctrina sobre Dios* Una idea que siguió influyendo en la
teología protestante antigua ,3* y que, como hemos m o s t r a d o m á s arriba, 428
c o n la reorganización de la doctrina filosófica sobre Dios llevada a cabo
por Descartes, ha adquirido un significado decisivo tanto para la teolo-
gía filosófica de la Modernidad c o m o también para el concepto de reli-
gión (en Schleiermacher).

La pregunta q u e se plantea ahora es si el preconcepto de la esencia


divina en general, modificado por medio de la idea de lo infinito, res*
ponde realmente a la concepción bíblica de Dios. No se trata de exigir
q u e la afirmación de la infinitud de Dios aparezca explícitamente en el
lenguaje bíblico- La cuestión es, más bien, si se contiene implícitamente
en lo que la Biblia dice sobre Dios, que es lo q u e estaría de acuerdo con
su función de condición mínima y abstracta del lenguaje concreto sobre
Dios.
Para examinar esta cuestión parece obvio enlazar con los resultados
de la reflexión sobre el concepto de espíritu que h e m o s hecho en el
epígrafe anterior. Tanto más porque la afirmación joánica de q u e «Dios
es espíritu» (Jn 4.24). es uno de los muy pocos pasajes de la Escritura
en los que se da u n a caracterización explícita de la esencia de Dios en
cuanto tal. Si prescindimos de Ex 3,14 —pasaje considerado por la tra-
dición teológica, sin duda equivocadamente, como una de esas afirma-
ciones sobre la esencia divina—, sólo nos queda aquella otra sentencia
joánica de que «Dios es amor» (1 Jn 4.8): la otra lapidaria afirmación

1* Asi. por ejemplo. At CALOV afirmaba que la infinitud no sólo tiene la fun-
ción de especificar todos los demás alributos de Dios, sino que es -per se con-
ceptué quidditaiivus Dei* iSystcma Locorum Theolo&icorum, 2. Witicnbcrg 1655.
c. III, q7 (2l5ss). La opinión que Calov rechaza aquí iba a ser sostenida de nuevo
por ScwunERMAOiER. Dcr christlichc Claubc, § 56, 2, Schleiermacher calificaba la in-
finitud, igual que la unidad, de «propiedad de todas las propiedades de Dios*, de
«canon» para la construcción de los conceptos de todas ellas. Esta posición de
Schleiermacher hay que verla en relación con su negativa a entender los atributos
de Dios como afirmaciones sobre ?a esencia divina (con excepción del amor) (cf.,
más arriba» la nota 123). Lo cual no es compatible con la lógica interna de la
asignación de los atribuios ni con su origen en la doxologia (cí.. más arriba, la
nota 124).

30

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6. La Infinitud de Dios 411

mcnlos abstractos generales que constituyen la idea de «Dios en ge-


neral»* Y que esto último sea asi hay que mostrarlo de modo que
resulte que la figura concreta de la esencia de Dios acabe por mos*
trársenos en su amor*

6. LA INFINITUD DE DIOS: SU SANTIDAD, ETERNIDAD.


OMNIPOTENCIA Y OMNIPRESENCIA

a) LA INFINITUD Y SANTIDAD DE D I O S

La infinitud no es un calificativo bíblico de Dios. Pero aparece im-


plicada en muchos o t r o s calificativos que la Escritura le atribuye: de
m a n e r a particularmente clara, en las propiedades divinas de la eterni-
dad. la omnipotencia y la omnipresencia I S . Pero a la idea de la infinitud
de Dios va también estrechamente unida la confesión de su santidad; tan
estrechamente» q u e p a r a poder explicar la idea de la infinitud, en cuanto
infinitud de Dios, hay que recurrir a la de santidad, mientras q u e la eter-
nidad, la omnipotencia y la omnipresencia se pueden entender como ma- 430
nifestaciones concretas de ia infinitud divina bajo los aspectos del tiem-
po, el poder y el espacio respectivamente.
El concepto de infinitud no ha de ser definido primariamente como
¡limitación* «Pues propiamente infinito no será aquello que no tiene fin,
sino lo contrapuesto a lo finito, es decir, a lo codeterminado por o t r a s
cosas» 12*. Esta definición cualitativa de lo infinito hay q u e distinguirla
de la definición cuantitativa de lo infinito matemático. Pero la defini-
ción cualitativa está siempre a la base de la cuantitativa, pues de la nega-
ción de la finitud se sigue la ilimitación, y la ¡limitación puede a d o p t a r
la forma de u n a serie ilimitada de elementos finitos. La serie infinita
—por tanto, también la sucesión indefinida de magnitudes finitas en el
tiempo y en el espacio— realiza la contraposición de lo infinito con lo
finito sólo de u n a m a n e r a unilateral, es decir, por adición ilimitada de

t» J, GERIURP, Loci theol II. 171, definía la eternidad y la inmensidad de Dios


como subclases de su infinitud. Para F* ScHUUERMAOfflR, Der christtiche Glaubt, § 51, 2,
la causalidad divina, a diferencia de toda causalidad finita, no encuentra tampoco
su expresión plena -más que en la eternidad y la omnipresencia a un tiempo»*
H* Fr. SaiLEiEHMAtwiR, Der chrístliche Glaube, % 56, 2* Esta definición conceptual
coincide con la de Heficl en Wissenschaft der Logik I, PhB 56. I25ss; más exacta-
mente: coincide con la primera y sencilla definición del concepto de lo infinito
como -negación de lo finito» (125). Ser finito significa ser en diferencia respecto
de lo otro* es decir, que esa diferencia respecto de lo otro forme parte constitutiva
de la definición del propio ser libkf., 104ss; una cosa se encuentra definida como
finita en cuanto su relación con lo otro sea entendida como «un elemento inma-
nente de la cosa misma»). A partir de aquf, Hcgcl desarrolla su famosa tesis de
que lo infinito no está definido como verdaderamente infinito (126, I32ss) más que
cuando no es pensado solamente como contrapuesto a lo finito, pues entonces está
siendo imaginando como algo frente a otro y, por tanto, como finito,

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432 VI. Unidad y atributos de Dios

pasos finitos. Ahora bien, el elemento fundamental de la definición de lo


infinito está en su contraposición con lo finito en c u a n t o tal. Por eso
pudo e) concepto de infinito convertirse en designación de la realidad
divina en contraposición con todo lo finito, es decir, con lo caduco y
limitado por lo o t r o . En este punto el concepto de lo infinito entra par-
ticularmente en contacto con la santidad de Dios, pues el significado
fundamental de ¿sta hay que buscarlo en el apartamiento de todo lo
profano >*
La separación cúltica de lo santo: de lo consagrado a la divinidad y
vinculado a ella, pero, a n t e todo P de la divinidad misma y de los lugares
y tiempos de su presencia, no tiene solamente el sentido de proteger lo
s a n t o de la impureza que provendría del contacto con lo profano, sino
que, como ha subrayado Gerhard von Rad. pretende ante todo «proteger
al m u n d o de lo profano del peligro procedente de lo santo» ,M. Porque el
contacto con lo s a n t o acarrea la muerte (Ex 19.12). De ahí que la santi-
dad de Dios se muestre primariamente en su juicio. Es la m u e r t e de los
431 que no se atienen a las prescripciones referentes al t r a t o con lo santo.
saltándose los límites impuestos p o r ello, la que da lugar a la lamenta-
ción: «¿quién puede subsistir a n t e Yahvé, este Dios santo?» (1 Saín 6,20;.
Por eso es el t e r r o r la primera reacción suscitada en Isaías p o r la visión
del Dios santo q u e le llama (Is 6.3); «¡Ay de mí. estoy perdido! Pues soy
un h o m b r e de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios
impuros, ¡y he visto con mis ojos al Rey. a Yahvó SebaotU (Is 6,5).

Pues bien, el peligro que procede de lo santo para el mundo profano


surge de que Dios no permanece totalmente en el más allá, sino q u e
manifiesta su divinidad en el m u n d o de los hombres. Sólo por eso es
necesario delimitar en la realidad profana de la vida lugares y tiempos
de culto* El poder de lo santo, que con su violencia destructora es un
peligro de muerte, se adentra en el mundo de los hombres para i n t r o
ducirlo en su esfera. Yahvé ha elegido al pueblo de Israel para hacerle
partícipe de su santidad: «Seréis santos como yo. Yahvé. vuestro Dios.
soy santo* (Lev 19,2). La introducción en la esfera de la santidad divina
significa al mismo tiempo apartamiento: el pueblo elegido es un pueblo
santo, consagrado a su Dios (Dt 7,6; 26.16; cf. Ex 19,6)- De ello se sigue.
por una parte, q u e el pueblo pasa a gozar de la protección de la santidad
de Dios, terrible hacia afuera (Ex 15.11; cf. Is 10.16). Pero, por o t r a p a r t e .
se sigue también que el comportamiento del pueblo queda vinculado a

i*1 Cf G. v. RAD. Teología del Antiguo Testamento L Salamanca 1978. 263ss [I.
1957, 204*1 V. sobre todo, O. PROCKSCH, en el ThKNT I (19JJ), Stuttgart 1957. fflss.
c%p. 92ss. Hstc significado fundamental de la categoría de lo santo lo había sub-
rayado ya N. SOÜLRBLÜU. Das Wcrden des Gottesfttaubens Untcrsuchungcn übcr die
Anlange der Religión (19151. Leipzig 1926 (2/ edj, 162 (cí. umbtón 180s) mis de lo
que lo haría R. Orro. l<o Sanio (1917). Véase, ademán, M. ELUDE. Tratado de histo-
ria de tas retigwnesr Madrid 1990. 29ss (1954, I9ssl.
H> C- v. RAD, O.C. 264 [204].

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6. La infinitud de Dios 415

etéreas reglas, es decir, a la voluntad jurídica de Dios (Lev 17 al 26), en


la que se condensan todas las reglas de comportamiento imprescindibles
para el mantenimiento de la comunión de los hombres vinculados a la
divinidad e n t r e ellos y con Dios, De acuerdo con ello, el Nuevo Testa-
m e n t o nos dice también que Jesús ha «consagrado» a los suyos en la
verdad (Jn 17.17*19). Pablo se dirige a las comunidades como a los «Ha*
mados y consagrados» (Rom 1.7, etc.), como «consagrados» por Jcsucris*
to (1 Cor 1.2). y le pide a Dios que tos santifique por completo (1 Tes 5,23)*
Consecuencia muy particular de la reserva del pueblo elegido para el
Dios que le elige es su apartamiento de todo culto de o t r o s dioses. La
adoración exclusiva de Yahvé es el objeto de su «celosa santidad» '•• T que
no solamente se vincula con el primer mandamiento, sino q u e los abarca
a todos. Y como consecuencia de esa celosa santidad, los efectos destruc-
tores de la santidad de Dios pueden recaer también sobre el pueblo ele-
gido cuando se sustrae a su pertenencia a su Dios (cf. Jos 24.19). La san-
tidad d e Dios s e convierte e n amenaza d e juicio p a r a s u pueblo rebelde:
es en este sentido en el q u e Isaías llama frecuentemente a Dios «el santo
de Israel» (Is 1,4; 5.24; 30.1 Iss; 31.Is).
Pero m á s allá de toda experiencia de juicio, es justo la santidad de
Dios la que fundamenta la esperanza de u n a nueva y definitiva salvación,
A pesar del pecado de los hombres, Dios mantiene su elección. Precisa-
mente en esto se expresa su santidad, el elemento diferenciador de su
conducta respecto de la de los h o m b r e s : «Pues yo soy Dios, y no un
hombre, s a n t o en medio de ti, y no un exterminador» (Os 11,9) lM . La
santidad se manifiesta como lo opuesto a todo to terreno y lo h u m a n o
precisamente por no estar constreñido a la pura reacción frente a lo
que los hombres hacen. El carácter incomparable del Santo conduce tam-
bién a q u e en el Deuteroisatas (Is 40,25) la calificación de Dios como «el
Santo de Israel» se convierta en la garantía de la esperanza de salvación
para los exiliados (Is 41.14; 43.3.14; 47,4; 48,17; 49.7).

En el tiempo postexílico esa esperanza se extendió a toda la realidad


profana IM. A ello responde también la oración de Jesús, en la q u e se pide
que sea santificado el nombre divino (Le 11*2). lo cual está estrechá-

is Ibid.. 2tóss [204ssJ. cf. Ex 20. 5.


iu Véase, al respecto, H. W. WÜLFF. Hosca (Bibl. Kommcntar zum AT XIV/I).
Neukirchcn 1%5, 261&.
13* Véanse, al respecto* los bellos comentarios que hace G. v. RAO. o.c.É 2é6 [206],
en particular sobre Za 14, 20s, acerca de «la decidida voluntad de inmanencia de
Yahvé». Son importantes las observaciones de von Rad sobre el paralelismo entre
cómo se habla de que Yahvc se glorifica a sí mismo en sus actuaciones históricas
y las expresiones de E ¿tequie! sobre un santificarse de Dios a sí mismo en la his-
toria (Ez 20.41. etc.). Desde aquí la espera escatológica de un futuro en el que «la
íloria de Dios llenará toda la tierra» —de la que se habla no sólo en Num 14.21.
sino en la literatura apocalíptica y en el Nuevo Testamento— aparece como ex-
presión de la esperanza en que toda la creación será introducida en la santidad
de Dios
4>4 V¡. Unidad y atributos de Dios

mente relacionado con el contenido de la petición siguiente: que venga


el Reino de Dios. La santidad del Padre, invocada por Jesús en su ora-
ción sacerdotal (Jn 17.11), justifica que éste le pida que mantenga a los
creyentes en unión con el. El envío del Hijo para la salvación del mundo
<Jn 3,16ss) va orientado a introducir al mundo en la esfera de la santidad
de Dios.
Pues bien, justamente porque la santidad de Dios, por una parte, se
contrapone al mundo profano y, por otra, se vuelve al mundo para in-
troducirlo en la comunión con el Dios santo, tenemos que constatar una
coincidencia estructural entre el lenguaje bíblico sobre la santidad de
Dios y el concepto de lo verdaderamente infinito. Como ha mostrado
Hegel, lo infinito imaginado solamente como opuesto a lo finito no ha
sido aún pensado verdaderamente como infinito, pues se define todavfa
por delimitación frente a otra cosa, o sea, frente a lo finito. Lo infinito
así pensado es ello mismo algo frente a otro, es decir, finito. Lo infinito
no es verdaderamente infinito más que cuando trasciende su propia con*
traposición a lo finito. En este sentido, la santidad de Dios es verdade-
ramente infinita, pues contraponiéndose a lo profano, se vuelve al mun-
do profano, penetra en él para santificarlo. En el mundo renovado, ob-
jeto de la esperanza escatológica, la diferencia entre el creador y la
creatina no desaparecerá, pero sí la contraposición entre sagrado y pro-
fano (Za 14.2Üs).

Según el mensaje del Nuevo Testamento, Jesucristo es el mediador


433 de la santificación de la que el mundo es objeto, Pero, al mismo tiempo,
es el Espíritu, quien la realiza (1 Tes 4,7s; cf. 2 Tes 2,13; 1 Pe 1,2); el
Espíritu al que se llama Santo por ser el Espíritu del Dios santo. La
vida del Espíritu muestra también así la estructura de lo verdaderamen-
te infinito: en cuanto idéntico con la esencia de Dios (Jn 4,24), el Espí-
ritu se contrapone al mundo (Is 313). pero, al mismo tiempo, actúa en
la creación como origen de toda vida y santifica a las crcaturas unién-
dolas, más allá de su vida caduca, con el Dios eterno.
Relacionándolas así con la estructura de lo verdaderamente infinito,
que trasciende la mera oposición a lo finito, no hemos hecho una carac-
terización exhaustiva ni de la manera propia de ser del Espíritu ni de la
santidad de Dios. La dinámica que caracteriza al Espíritu, en el sentido
bíblico de la palabra, va ya mucho más allá del contenido del concepto
abstracto de lo verdaderamente infinito. Este concepto contiene una
paradoja que él mismo no resuelve, sino que tan sólo formula como
tarea y como reto para el pensamiento. Quiere simplemente decir que
lo infinito ha de ser pensado como negación de lo finito, como contra*
puesto a ello, pero, al mismo tiempo, como comprendiendo en sí mismo
esa contraposición. ¿Cómo se puede pensar esto?: es lo que no nos ex-
plica el concepto abstracto de lo verdaderamente infinito. Con la idea
de la santidad de Dios y con la comprensión de su esencia como espíritu

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416 VI, Unidad y atributos de Dios

(Sal 90,4). ¿Por qué el día de ayer? ¿Por que no el de hoy? Estamos
acostumbrados a pensar la duración como presente, pero el dia de ayer
es el tiempo que tenemos ante los ojos como concluido, a u n q u e aún
presente, no dado al olvido. Así se encuentra todo el tiempo como un
todo ante los ojos de Dios. Que se hable precisamente de mil años no es
más que para indicar la inmensidad del tiempo que se encuentra asf ante
Dios. Se podría hablar también de mil años de luz o de la cantidad de
tiempo que se quiera. El dato de los mil años dio lugar ya en la exégesis
judía primitiva a cálculos q u e hacía equivaler esos mil años de este
Salmo con un día del calendario divino. Combinando esto con los siete
días de la creación del m u n d o se llegaba a la conclusión de que el tiempo
del mundo iba a d u r a r en total siete mil años , w . Esto nos parece hoy
no sólo un juego, sino algo casi frivolo: los mil años del Salmo no pre-
tenden ser una medida de tiempo o un indicio para cálculos cronológi-
cos, sino que expresan un tiempo tan largo como se quiera, el tiempo
que está ante los ojos de Dios como el día de ayer.

El lenguaje del Salmo 90 indica lo difícil que era expresar con la idea
de la duración eterna el presente ilimitado, para el cual permanece pre-
sente lo q u e para nosotros se hunde en el pasado con el correr del tiem-
po y para el cual está ya a la vista lo escondido aún el futuro remoto.
435 Una forma totalmente distinta de expresar la misma idea fue más tarde
la representación del cielo como la morada de Dios. No cabe duda de
que esta imagen era originariamente puramente espacial 13fr , p e r o con ella
se quiso significar también siempre q u e el lugar del trono y del señorío
de Dios era inaccesible para los hombres. Por eso era muy fácil entender
el ciclo como el lugar en el que se toman las decisiones sobre lo q u e
acontece en la tierra. Y como para Dios decisión y ejecución son u n a
misma cosa, en ese lugar lo futuro —y en particular el futuro acontecer
salvifico— se encuentra ya presente i n . De este modo la imagen del cielo
se convirtió en u n a forma de expresar la idea de que la eternidad de
Dios se halla presente a todos los tiempos Uí . Los videntes apocalípticos
podían por eso contemplar en el cielo tanto el acontecimiento final que
se acercaba como monumentos del pasado remolo, cual era el árbol del
que Adán y Eva habían comido en el Paraíso (Hen 33,6). La calificación
de Dios como «Rey de la eternidad» (25,5 y 7) adquiría asf un sentido
nuevo, o al menos con nuevos matices, con respecto al antiguo nombre

l» K. KOCH, Sühhatstruklur der Geschichre, en ZAW 95 (1983) 403429, csp. 422s,


<3*
|1:
G. v. RADP en ThWNT 5, 1954. 503$.
Cf ibid.t 507 sobre la idea de la presencia de la palabra de Yahvé en el
cielo (Sal 119,89; ti" Ez 2 ls y Is 34,4), y sobre las caras nocturnas de Zacarías que
están viendo va ahora en el cielo el acontecimiento final que sobrevendrá sobre
la tierra (Za 1J-M).
u* He tratado de esto más en detalle en Zeit und Ewigkeit in der r eligiesen
Erfahrune tsratts und des Chrtstentumst en Grundfragen systematischer Theoto-
gie II, Colinda 1980, 188-206, esp »99ss.

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6. IM infinitud de Dios 437

de El Olam (Gn 21,33; cf. Is 40,28) y también respecto al modo en el que


Jeremías hablaba del Rey eterno (Jer 10.10). Mientras que en estos úl-
timos lugares de lo que se trata es de la anterioridad de Dios a todos
los tiempos —en relación, ante todo, con la creación del mundo—, en los
textos apocalípticos parece que el acento se desplaza a la simultaneidad
de la presencia de Dios en todos los tiempos. Pero ya el Deuteroisaías
había formulado la idea de una mismidad de Dios abarcante de todos
los tiempos: «Yo soy el primero y el último, y no hay Dios fuera de mí»
(¡s 44,6; cf. 48,12). «Yo. Yahvé, soy el primero y seré el mismo con los
últimos» (Is 41,4).
En el Apocalipsis de Juan se le llama a Jesucristo «el primero y el
último» (Ap 2,8; 21,6; 22,13), Y al añadir «el viviente» (Ap 1,17), se ex-
presa con ello que participa de la vida del Padre, que abarca todos los
tiempos, ya que la misma fórmula se había referido antes al Padre mis-
mo (Ap 1,8). Por lo demás, a Dios no se le califica expresamente de eter-
no más que en Pablo: cuando se habla de su divinidad «eterna» (<SLÍ5LO<;)I
y en la conclusión postpaulina de la Carta a los Romanos (Rom 16,26:
aítóvicc). Pero cuando Pablo le llama a Dios el «incorruptible» (Rom 1,23),
está queriendo decir en realidad lo mismo. Y cuando Jesús responde a
la pregunta de los saduceos sobre la resurrección, hablando del Dios
para quien Abraham, Isaac y Jacob están vivos (Me 12,26s y par.), está
claro que la presencia de Dios abarca tanto lo pasado como lo futuro.
No cabe duda de que el motivo más importante que tuvo la teología 43$
cristiana para inclinarse por el platonismo era la fe bíblica en el Dios
eterno. Las doctrinas platónicas sobre la incorruptibilidad de las ideas
y de la divinidad {Fedón 84, Fedro 247 df Timeo 37 d ss) tuvieron que pa-
recerles a los cristianos suficientemente familiares como para optar por
ellas. Y así, Agustín pensaba que ninguna de las escuetas filosóficas se
les había acercado tanto a los cristianos como la de los platónicos y que
lo que Pablo dice en Rom 1,20 se les podía aplicar muy particularmente
a ellos: que Dios les ha manifestado su poder eterno y su divinidad **.
La idea platónica de la eternidad de las ideas y, por tanto, también
de la divinidad, se caracterizaba por la contraposición de lo eterno y
siempre idéntico frente a todo cambio. Lo cual, ciertamente, estaba de
acuerdo con uno de los aspectos del testimonio bíblico sobre la eterni-
dad de Dios (Sal 102,26-28), pero no con la idea de que la mismidad de
Dios abarca todos los tiempos y mantiene todo lo temporal en su pre-
sencia. La eternidad platónica no tiene relación con el tiempo. Tampoco
los diálogos últimos de Platón renunciaron a la íntemporalidad de lo
eterno, aunque en el Timeo se aprecia al menos una relación positiva
del tiempo con lo eterno cuando describe al primero como una «figura
en movimiento de la eternidad* (Timeo 37 d 5). Pero se mantuvo la Ce-

ai Dt civitaie Deif VIII, 5 y 6.

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4J8 VI. Unidad y atributos de Dios

s u r a entre el prototipo y la figura, entre lo e t e r n o siempre igual y el


movimiento circular de los cuerpos celestes, j u n t o con el tiempo por
él determinado. Platón estaba m u y lejos de entender la eternidad como
un condensado (Inbegriff) de lo q u e en el fluir del tiempo está separado.
Pero quien dio un paso importante en esa dirección fue Plotino al
definir el concepto de eternidad como la presencia de la vida entera:
lo e t e r n o es «vida que se mantiene en lo mismo, pues se encuentra siem-
pre presente al todo, no ahora e s t o y luego lo otro, sino todo a un tiem-
po», en c u a n t o es u n a «plenitud sin partes» M . La eternidad asf enten-
dida no se contrapone simplemente al tiempo, sino q u e es el presupuesto
p a r a poder entenderlo —piensa Plotino—. Porque según éste, que le sea
posible a nuestra experiencia del tiempo el relacionar los diversos mo-
mentos separados en el tiempo unos con o t r o s y con el todo, no es com-
prensible más q u e en virtud de la relación existente entre lo s e p a r a d o
en el tiempo con la totalidad de lo eterno, relación que nos viene me-
diada p o r el alma que vivencia el tiempo. Pero nuestra relación con la
vida en su integridad es distinta en el tiempo q u e en la eternidad: «en
lugar de lo infinito-pleno y entero, lo siemprc-en-sucesión hacia lo infi-
437 nito» M1. También en Plotino nos encontramos, pues, con la contraposi-
ción platónica de eternidad y tiempo. Pero la doctrina del tiempo como
figura de la eternidad aparece reinterpretada en él en el sentido de que
el tiempo seria la desintegración de la vida en una serie de m o m e n t o s
sucesivos que, sin embargo, gracias a su relación con la integralídad
eterna, constituyen u n a sucesión.

Agustín no tuvo en cuenta ese estar determinado el tiempo, en cuan-


to serie continua, p o r su relación con la eternidad. Para él, el tiempo e r a
creación de Dios y, por tanto, algo separado de la eternidad de Dios w ,
Es cierto que mantuvo la concepción platónica del tiempo como figura
de la eternidad, p e r o según la vinculación platónica de tiempo y movi-
miento y no en el sentido de Plotino, para quien el tiempo era condición
previa de la comprensión del m o v i m i e n t o i a . De ahí q u e para Agustín

MD Enn III, 7, 3. Cf. el comcnlario de este pasaje en W. BCIEHWALTTS, Píotin über


FwiRkcit und Zeit, Frankfurt 1967, 1981 (3.* ed.)t 162*168. Sobre el significado de la
concepción del tiempo de Plotino, en relación con la de Platón v Aristóteles» y
sobre la historia posterior de la comprensión del tiempo, permítaseme remitir a
mis observaciones sobre Sein und Zett, en Metaphysik und GottcsRcdanke, Gotinga
1988. 52-65, esp. 56ss.
i« Enn III, 7, II.
w Véase, al respecto, E, GJLSON, Introduction a Vétude de Saint Augustin, París
1929, 242-252: La création et te temps. Cf. esp. De Gen c. Manich l, 2: -ante prin-
cipium temporis non erat tempus* Deus cnim fecit ct témpora — mundum quippe
fecit Dcus, et ste cum ipsa crcaiura, quam Dcus fecit, témpora esse coeperunt».
Cf., también, J. CuirroN, Le temps et Véternité chez Píotin et Saint Augutin (1955)
1971 (4* ed) t 175-122.
M3
Agustín vela en tas órbitas cósmicas una «aeteraitas quaedam imitatio» ba-
sada en la «vicissitudo tcmporum> {Enn in Ps 9, 6, Ed. Maurinos, Vercellis 1&09,

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6, La infinitud de Dios 439

no exista el tiempo antes de que se dé el movimiento en el m u n d o de las


c r e a t u r a s l4*t es decir, que no haya tiempo en la eternidad de Dios, igual
que ésta tampoco es para él condición de posibilidad de la unidad del
tiempo ni está, por tanto, presente en el tiempo. Por consiguiente, en la
doctrina de Agustín predomina la contraposición entre eternidad y tiem-
po, aunque no haya pensado la eternidad solamente como un presente
inmutable™, sino también como presente abarcante de todo lo que para
nosotros es todavía futuro y de lo ya pasado **,
A diferencia de Agustín, Boecio sí que asumió la concepción ploti-
niana de la eternidad en su famosa definición de ésta como el presente
simultáneo y perfecto de una vida ilimitada w , Karl Barth tenía razón
al considerar que esta descripción positiva de la eternidad como la plena
posesión de la vida es la duración auténtica, a diferencia de la m e r a ne-
gación del tiempo, Y lamentaba que la tradición teológica «no hubiera 438
sabido sacarle más partido» ** a ese pasaje de Boecio. Incluso Schleier-
macher caracterizaba la eternidad de Dios como «completamente atem-
poral», refiriéndola, igual q u e todos los demás atributos de Dios, a la
cualidad originante divina; y se volvía expresamente contra quienes «su-
primen en Dios las limitaciones del tiempo, p e r o no el tiempo mismo» 1 4 9 .
Frente a esta pura contraposición de tiempo y eternidad ya Thcodor
Hacring hacía notar que la Biblia acentuando, por una parte, que Dios
se halla por encima del tiempo cambiante, p o r otra, «presupone con
total libertad una relación real de Dios con el tiempo» »

También Nclson Pike (Gorf and Timetessness, Londres 1970. 8ss.


14), como otros tantos, ignora la diferencia existente entre la coi>

63 DI* Sobre la distinción de tiempo y movimiento en Plotino, cf Enn III 7, 8;


véase, al respecto, BEIKRWAÍTES, O . C 217SS*
M* -Ubi cnim nulla crcatura cst, cuius mutabitibus motibus témpora pentgan-
tur, témpora omnino esse non possunt» íDc crv. Dei XII» 15, 2)* Cf. ibicJ , XI, 6;
«. recte discenmnlur acttmitas ct tempus quod tempus sinc aliqua mobili muta*
bilitate non cst, in acternitate autem nulla mutatio est».
>« Como hace en Conf XI. 11, 3. Cf. Enn in Ps ?J, 8: «...et hoc veré habendum
cst aeternum. quod aullo tempore variatur» (Ed. Maurinos, II, 991 D), Véase lam-
bien De CÍK Dei XII, 2, donde se caracteriza a Dios, de acuerdo con Ex 3, 14, como
el ser inmutable.
H6 Enn in Ps 121, 6: ••• ipse unus dies nec ortum habet, nec occa&um, nec inco
tiatur ab hesterno, nec cxcludJtur a eras tino, sed stat semper illa dies» (III, 771 s),
Ibid., Ps 101, sermo 2, 10: «,„ acternitas ipsa Dei substantia cst, quae nihil habet
mu t ahile. ibi nihil cst praeterítum, quasi iam non sil, nihil es futurum quasi non*
dumIC sít» (III, 401 BCi. Véase además Conf XI. !J, 16.
BOECIO. De cons phil V, 6, 4: «Actcrnitas igttur cst interminabilis vitae tota
simul ct perfecta possessío». Compárese con la cita de Plotino aducida en la nota 140.
"* K. BARTH, KD II/l, 688; se echa aquí de paso una mirada critica a TmUs
DE AOUINO, STh I. 10. 1.
"**
1S
F. SCHÜIERUACHER, Der christliche Glaube § 52, 1 y 2.
> Th. HAESUKG, Der christliche Glaube, Stuttgart 1906, 329. Sin embargo. Hac-
ring capitula ante la tarea de recoger en un concepto teológico de eternidad la
tensión entre tiempo y eternidad.

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440 17. Unidad y atributos de Dios

cepciún boeciana de la relación entre eternidad y tiempo y la eter-


nidad intemporal de Agustín y de Schleicrmacher. Su influyente cri-
tica de la idea de la eternidad de Dios se encuentra toda ella do-
minada por una concepción de la eternidad como lo puramente con-
trapuesto al tiempo* Sólo se puede decir de una eternidad absolu*
tamente intemporal que su inmutabilidad (43s> excluye toda posi-
bilidad de una acción contingente en Dios (I13ss), de donde se se-
guirla el vaciamiento de la idea del poder divino y de la concep-
ción de Dios como un ser personal <121ss>. La única alternativa que
Pike encuentra es suponer que Dios, en cada momento de su vida,
ocupa el mismo un -lugar* en el curso del tiempo («temporal po-
sition»: 118. etc.), aun cuando sea inmortal c imperecedero en su
duración. Pero esta concepción convierte a Dios en un ser finito,
si es que significa que Dios, en cada momento de su vida mira, igual
que nosotros, hacia un futuro distinto de su presente y ve escapár-
sele el pasado. Su presente quedaría, en ese caso, limitado desde
ambas partes; no serla absolutamente dueño ni de su futuro y ni
de su pasado. Lo cual es incompatible tanto con la comprensión bí-
blica de Dios, como con la idea filosófica de que Dios no puede
ser pensado adecuadamente más que como el único origen de todas
las cosas. Si hay un Dios, toda su vida y. por tanto, también todo
lo creado por él ha de hallarse a un tiempo presente ante el. Lo
cual no significa ya la eliminación de toda diferencia en lo que es
distinto en el tiempo. Al contrario: eso se halla presente ante el Dios
eterno justamente en cuanto diferente desde el punto de vista de
su «temporal position». Así es como él ha podido también aceptar-
lo, «quererlo» y producirlo.

Sólo se le podrá hacer un lugar al asunto del q u e venimos t r a t a n d o


cuando no tengamos que entender la realidad de Dios como u n a iden-
tidad indiferenciada, sino como una unidad diferenciada en sí misma. Lo
cual es j u s t a m e n t e lo q u e exige la doctrina de la Trinidad. Barth lo ha
puesto de relieve con precisión hablando de un «orden y concierto» en
(39 la vida trinitaria de Dios que incluye también «un antes y un des-
pués» K . Aunque e s t o último no podrá decirse m á s que respecto de la
manifestación de la Trinidad en la economía de la salvación. Pero es
algo acorde con la idea de que la Trinidad económica y la Trinidad in-
manente son idénticas* Gracias a su diferenciación trinitaria, la eterni-
dad de Dios abarca el tiempo de las creaturas en toda su extensión.
desde el comienzo de la creación hasta su consumación escatológica.
En sus reflexiones sobre la «temporalidad de la eternidad». B a r t h lo ha
expresado como pre temporal ¡dad, supra temporalidad y postemporali-
dad m . Aunque por lo que toca a la encarnación del Hijo, más que de
supratemporalidad habría que hablar de «intratemporalidad». Y de he-
cho Barth desarrolló más larde su concepción de la eternidad de Dios
en esa dirección, no sólo en el caso del Hijo como «el Señor del tiempo».

w KD 11/1. 693s
i" Ibid.. 698-722.

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6. La infinitud de Dios 441

s i n o e n r e l a c i ó n con e l t i e m p o d e vida del h o m b r e e n g e n e r a l . E l pre-


s e n t e q u e D i o s n o s da «es nuestro p r e s e n t e a causa d e ) suyo, en el suyo»
pQTQ el suyo**; p o r e s o va a v a n z a n d o « d e s d e lo q u e ha s i d o h a c i a lo fu*
t u r o » , e s decir» h a c i a D i o s m i s m o , e n q u i e n « t e n e m o s l a fuente, e l con-
d e n s a d o y e l f u n d a m e n t o del t i e m p o » ; d e m o d o q u e B a r t h p o d í a escri-
b i r : «su presencia es, en c u a n t o tal, el don de mí t i e m p o » t f \ Ella es
t a m b i é n e l límite d e m i t i e m p o . Y p u e s t o q u e é s t e n o l i m i t a s ó l o c o n l a
existencia d e o t r a s c r i a t u r a s , s i n o t a m b i é n con l a e t e r n i d a d d e Dios, e n
l a q u e s e e n c u e n t r a « i n c r u s t a d o » IW , u n a vez q u e h a p a s a d o n o s e h u n d e
e n l a n a d a , s i n o q u e c o n t i n ú a e n l a p r e s e n c i a d e Dios.

Ahora bien, las explicaciones de B a r t h sobre la eternidad c o m o


fuente, condensado y fundamento del t i e m p o necesitan acreditarse
ante la descripción y el análisis p u r a m e n t e filosófico del tiempo 1 **.
De lo contrario, se quedarían en p u r a s aseveraciones teológicas su*
perpuestas a la experiencia de la realidad del tiempo y, por tanto.
carentes de cualquier c a r á c t e r vinculante* Objetivamente las tesis
de Barth están muy cercanas a la filosofía del tiempo de Plotino,
q u e es la q u e se encuentra t r a s la definición del tiempo de Boecio,
tan apreciada por B a r t h . La tesis de Plotino había sido q u e la esen-
cia del t i e m p o no puede ser entendida m á s q u e en relación con la
eternidad, pues de o t r o modo los pasos de unos m o m e n t o s del
tiempo a otros resultarían incomprensibles. Para entender e s t o el
presupuesto es la intuición de la vida en su totalidad, q u e aparece
dada en el tiempo en una serie de m o m e n t o s sucesivos: la presen-
cia simultánea de ese todo completo es. para Plotino. la eternidad.
Este tipo de fundamenlaeión del tiempo en la eternidad se perdió 440
ya con Agustín al volverse a la deducción platónica del tiempo par-
tiendo de los movimientos de los cuerpos celestes. La escolástica
aristotélica, aun haciendo distinción entre el tiempo y el movimien-
to, fundamentaba el t i e m p o solamente en el concepto de n ú m e r o
(Tomás de Aquino, STh I. 10. 6) y f por tanto, en el alma q u e cuenta
n ú m e r o s . Y asi, Kant iba a poder, por fin, f u n d a m e n t a r el tiempo
en la afección del yo a si mismo (Crítica de la razón pura, B 67s)p
a pesar de q u e reconocía q u e en nuestra intuición del tiempo la
prioridad le corresponde a la totalidad del tiempo en c u a n t o con-
dición de posibilidad de la percepción de cualquier p a r t e de él (B 48),
lo cual tiene su correspondencia en un fenómeno análogo en la in-
tuición del espacio <B 39s). ¿No se dio cuenta Kant de q u e la idea
de eternidad va implicada en esa prioridad —reconocida por él—

1S
* KD III/2, 1948. 639s. La ba*c cristológíca de estas afirmaciones se encuentra
en las explicaciones acerca de "Jesús. Señor de! tiempo» (tbid,, 524-616). Cf. tam-
bién, al respecto. 669s*
W KD III/2. 690. cf. 685s.
155
Barth rechaza el acceso al concepto de eternidad a partir de la experiencia
del tiempo tcf. TouXs DE Aociso. STh I, 10, 1). Pero si la propia tesis de
Barth —<le inspiración boeciana— sobre la posstssio vitae como clave del concep-
to de eternidad es correcta, es ineludible recurrir a dicho acceso, si es que
la eternidad ha de ser efectivamente el fundamento y la fuente del tiempo. Y. por
supuesto, no se tratará de una eternidad entendida como «negación del concepto
de tiempo» (KD II/l, 689), sino como condición de posibilidad del mismo.

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442 VI. Unidad y atributos de Dios

del tiempo en cuanto un todo frente a cada una de sus partes?


¿0 lo ignoró conscientemente? En cualquier caso, la unidad del yo
—de la que seriamos conscientes en la afección a nosotros mismos—
no puede explicar que en nuestra intuición el tiempo, como un
todo infinito dado, vaya por delante de cualquier percepción de
cada una de sus partes (de manera semejante a como sucede tam-
bién con el espacio). Son parecidas las objeciones que se plantean
también respecto del análisis del tiempo que hace Martin Heidegger
en Ser y tiempo, donde se ofrece una doctrina kantiana del tiempo
modificada1**. Cuando se cae críticamente en la cuenta de los lí-
mites de las reconstrucciones modernas de las condiciones en las
que se da nuestra experiencia del tiempo, resulta admisible la supo-
sición de que la doctrina de Plotino sobre la eternidad como con-
dición de un concepto adecuado de tiempo no ha sido en absoluto
superada por la discusión moderna de este tema.

Karl B a r t h ha llevado adelante con u n a energía particular la revisión


de la contraposición tradicional e n t r e tiempo y eternidad. Pero no es él
el único embarcado en ese e m p e ñ o en la teología de su siglo. El acuerdo
sobre q u e la eternidad no es «ni atcmporalidad, ni tiempo sin fin» w es
muy amplio. Pero en la mayoría de los casos falta la fundamentación
trinitaria que Barth sí sugiere al menos. Según Tülich, en Dios «los dis-
tintos momentos del tiempo no están separados unos de otros... Los
instantes dispersos del tiempo se unen en la eternidad» m . Con esta for-
mulación se evita concebir la eternidad como u n a identidad indiferen»
ciada del Dios uno consigo mismo, el cual no se identificarla, p o r tanto,
más que consigo mismo. Pero no se expresa ni la diferencia existente
e n t r e el Dios eterno y la temporalidad de las creaturas, ni el movimiento
441 por el que é s t a s son introducidas en la presencia eterna de Dios. Lo
cual es j u s t a m e n t e lo que se hace posible recurriendo a la mediación
de la unidad de Trinidad inmantente y Trinidad económica: la doctrina
de la Trinidad inmanente ofrece el fundamento para pensar la pluralidad
en la unidad de vida del Dios uno, u n a pluralidad eternamente presente
en él; y la doctrina de la actuación económica salvífica de las personas
trinitarias ofrece el fundamento de la existencia de una pluralidad de

i» Véanse mis explicaciones al respecto en Metaphysik und Gortesgedanke, &>


tinga 1988. 6Gss.
« P. TILLICK, Teología sistemática I (1951), Salamanca 1981, 351. Cf. ya P. Au-
mus. Ote letztai Dingen (1922), Gütcrsloh 1933 (4* tá.\ 318s; y, del mismo Autor,
DU christttchc Wahrheit (1947), Gütersloh 1952 (3* ed), 276s.
U* P. Tlixicfl, o.c. 351. Sin embargo. Tíllich se opone extrañamente a la idea
de la «simultaneidad de todo lo real- (351) en la perspectiva de la eternidad, por-
que cree que de ese modo quedarían eliminados los diversos modt del tiempo. Pero,
para la concepción tradicional de la eternidad, la simultaneidad se da sólo en el
nivel de la visión de conjunto de lo diferente, la cual respeta las diferencias cons-
titutivas propias de esto último* Queda claro en la «analogía» que Tillích aduce:
la de la experiencia de un presente en el que se unifican los tiempos en cuanto
•unidad del pasado recordado y del futuro anticipado» (353). Sobre el trasfondo
agustiniano de esta analopa, cf. Metaphysik und Gottesgcdanke, 1988, 5Sss.

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6. La infinitud de Dios 443

criaturas y de su incorporación a la vida de Dios para tomar parte en su


gloria eterna.

Esta mediación trinitaria falla en la doctrina de Plotino sobre el


tiempo. De ahí que él no pudiera describir el modo en el que el
tiempo procede de la eternidad más que recurriendo a la coneep-
tualización mítica de la «caída» de las almas (Emt III. 7, 11; Beier»
waltes, ox. t 294ss). A diferencia de la teología cristiana de la eco-
nomía divina de salvación, Plotino no podía atribuirle ningún signi-
ficado positivo para el concepto de eternidad a ese salir de ella del
tiempo,

La idea de una eternidad no simplemente contrapuesta al tiempo, sino


relacionada a la vez positivamente con él abarcándolo en su propia to-
talidad, constituye una ilustración y una concretización paradigmática
de la estructura de lo verdaderamente infinito, q u e no se contrapone
solamente a lo finito, sino que a d e m á s abraza esa su contraposición. En
cambio, la idea de una eternidad atemporal, solamente contrapuesta al
tiempo, corresponde a lo infinito pobre, que en su contraposición con
lo finito se define sólo como lo otro, m o s t r á n d o s e de ese modo también
como finito.
Pues bien, ¿qué consecuencias se derivan de la comprensión de la
eternidad como constitutiva de un tiempo, diferente de ella, para la re-
lación de las creaturas, q u e existen en el proceso del tiempo, con dicha
eternidad? Según Plotino, el alma, a u n c u a n d o ha perdido la unidad de
su vida y ha sucumbido a la sucesión del tiempo, sigue referida a la
eternidad, es decir, a la integridad de su vida, aunque sea ya sólo al
m o d o de una tendencia infinita hacia ella, u n a integridad perdida que
no podrá recuperarse m á s q u e en un futuro 159 - Es decir, que en la pers-
pectiva del tiempo la eternidad, en cuanto integridad plena en sí misma
de la vida, aparece bajo el signo de u n a consumación esperada del fu-
t u r o . He ahí un significativo descubrimiento de Plotino. Lo consigue al
combinar la idea platónica del bien y de la tendencia al bien con la idea
de la eternidad como integridad plena de la vida. Con esta combinación
el futuro se convierte en un elemento constitutivo de la esencia del tiem-
po, pues sólo a partir de él puede adquirir lo temporal esa integridad
que posibilita la unidad y la continuidad del proceso del tiempo. Heideg-
ger será quien vuelva a hacer de nuevo este descubrimiento en la historia
posterior del tratamiento filosófico del concepto de tiempo. Pero lo hará
sobre la base de un análisis puramente antropológico de la temporalidad 442
de la existencia, ya no teológico-cosmológico ***.

La teología cristiana desaprovechó la ocasión de vincular la escatolo-


gía neotestamentaria con la comprensión de la eternidad de Dios recu-

w PLOTINO, Enn 111, 7, II; cT, al respecto, BEIHHYALTES, O,C, 772S.


"0 Más detalles al respecto en Mttaphysik und Cottesgedanke, Gotinga 1988, 57ss.

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44+ V7. Unidad y atributos de Dios

rricndo a la ayuda del análisis plotínico del tiempo* ¿No es la venida del
reinado de Dios el c a m p o de fuerza que electriza el mensaje y la actua-
ción de Jesús? ¿Y no es el futuro de ese reinado la irrupción de la eter-
nidad de Dios en el tiempo? El reinado de Dios implantará la justicia
y la paz en el m u n d o y traerá a la vida de los hombres la integridad a la
que tiende todo ser h u m a n o . En el futuro del reinado de Dios la vida
de la creación será renovada para participar en la eternidad de Dios.
En él la eternidad se imbricará con el tiempo. El es el lugar de la éter*
nidad en el tiempo, el lugar de Dios en su relación con el m u n d o , el
punto desde el que p a r t e su acción en la irrupción de su futuro para
sus creaturas, la fuente de los efectos poderosos de su Espíritu.
Claro que para Plotino el ir tras una integridad futura en el curso
sin fin del tiempo fue siempre u n a vacia ilusión. Era necesaria una va*
loración inversa de su análisis del tiempo para poder a r g u m e n t a r con él
en favor de la fe escatológica de los cristianos. Esa valoración invertida
va ya en germen en la interpretación trinitaria de dicha fe escatológica,
con la cual, a diferencia de Plotino, la creación y el c u r s o histórico del
tiempo del mundo se ven como envueltos en la economía de Dios, q u e
hace de la historia del mundo el camino q u e conduce hacia el futuro
de su reinado* A pesar de su orientación histórico4eo lógica, el pensamien-
to de Agustín no tomó esa dirección, tal vez por no haber llegado a
desarrollar nunca suficientemente la relación e n t r e Trinidad v economía
salvffica m . La contraposición entre eternidad y tiempo siguió siendo, por
eso, el punto de vista dominante en su comprensión del tiempo* Pero
Agustín desarrolló p o r o t r o camino u n a analogía entre la experiencia hu-
mana del tiempo y la presencia simultánea de la eternidad, analogía
q u e . aunque fragmentaria, iba a tener muchas consecuencias. Sus ejem-
plos eran la escucha de una melodía que, aunque suena en u n a sucesión
temporal, es percibida como un todo; o la frase de nuestro discurso que,
aun siendo pronunciadas sus diversas partes como una sucesión de síla^
bas, es recibida por nosotros como un todo. En estos ejemplos Agustín
descubría ese fenómeno de un presente en el que se vinculan diversos
tiempos: el presente en el que» por medio del recuerdo y de la espera»
mantenemos presentes ante nosotros el pasado y el futuro en una dura-
443 ción posibilitada p o r u n a especie de extensión que nuestra atención hace
de lo presente en nuestra alma al pasado y al futuro 1 4 2 . Una extensión
de este tipo, comparada con la eternidad divina, para la cual todo está
y permanece siempre presente, supone en cualquier caso también defor-

wi Véanse a este respecto las observaciones sobre la doctrina trinitaria de Agus-


tín Que aparecen en mi articulo Christentum und Platonismos* Die kritische Pía*
tonsrezeptioft Augusuns in ihrer Bedeutunt fur das gegenvrtzrtifte christUche Den*
kenMt en ZKG <M> <1985>, 147-161. esp. 159*.
Con/. XI, 26, 33: «distentía animi*. Sobre la función de la «attentio* en esa
experiencia de duración en medio det tiempo, cf. Con/. XI, 28, 38*

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b. La infinitud de Dios 445

mación y distracción, pues nosotros, al fin y al cabo, seguimos sometidos


al paso del tiempo y sólo en parle y provisionalmente podemos mantener
lo disperso en el tiempo como u n a unidad simultánea. Pero, a pesar de
todo, estos hechos de la vida de las c r e a t u r a s —el de ese presente en el
que se vinculan tiempos diversos y el de la duración— median para noso-
tros un atisbo de la eternidad, aunque sea lejano, y u n a forma de par-
ticipar en ella **,
El descubrimiento de Agustín de la duración como presente que
vincula tiempos diversos —cuya influencia llega hasta Henri Bergson y
Martin Heidegger— podemos ponerlo en relación con la mediación de
tiempo y eternidad a través del futuro escatológico del reinado de Dios.
Toda duración vinculadora de tiempos diversos y toda experiencia de
dicha duración puede ser entendida como una anticipación del futuro
escatológico y como una participación de las c r e a t u r a s en la eternidad
de Dios. Con lo cual se nos ofrece también la posibilidad de entender
más exactamente la acción creadora del Dios eterno en el mundo como
irrupción de su futuro escatológico en la existencia de sus creaturas.
A diferencia de las creaturas que, en c u a n t o seres finitos, están so-
metidas al paso del tiempo, el Dios eterno no tiene ningún futuro por
delante que sea distinto de su presente. Precisamente por eso sigue tam-
bién siendo presente para él lo ya pasado. Dios es eterno porque no tiene
futuro fuera de él, sino q u e es el futuro de si mismo y de todo lo diverso
de él. Ahora bien, hablar de no tener futuro fuera de sí, sino ser el futuro
de uno mismo, es un m o d o de parafrasear la libertad plena **. En este
sentido, el Dios e t e r n o es, en c u a n t o futuro absoluto —en la comunión
de Padre, Hijo y Espíritu— ( el origen libre de sí mismo y de sus crea-
t u r a s m.

J
** Cf mi discusión de la argumentación de E. A. SCMUIDT, Zeit und Ceschichte
bei MAugustm, Heidelberg 1985, en Meraphysik und Gottesgtdanke, Gotinga 1988, 58ss.
ARISTÜIELES, Met 982 b 25s, define la libertad refiriéndola a la coincidencia
con uno mismo del fin por el que se existe; dvGptdito£*..> EXcúdcpot; 4 iavroíí ¿vexa
&v. Es decir, que la cacncia de la libertad es ya en el caso de) hombre el ser
futuro de si mismo. Pero el hombre no tiene el futuro de sí mismo precisamente
en el mismo, sino más allá de su presente. Por eso no es tampoco ¿1. desde su fu-
turo, el origen de su libertad. Sobre la sentencia aristotélica y sobre la repro-
ducción que Tomás de Aquino hace de la misma como «causa sui» en Met. lea. 3
n 58 y en la S. c. gentes III. 112 («líber enim cst qui sui causa est»), cf, J. SPLEIT,
Konturen der FreiheiL Zum christtichcn Sprcchcn vom Mcnschen, Frankfurt 1974,
70, nota 3.
•** La afirmación de P. ALTHAI'5» Dic christtichc Waíirhcit, Gütersloh 1952 (3.* eó\),
276, y de K. BARTH, KD 11/1, 685ss, de que Dios es libre justo en cuanto eterno,
no resulta clara más que si se parte de la futuricidad de Dios.
n

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•46 VI. Unidad y atributos de Dios

444 c) LA OMMPRESENCIA Y LA OMNIPOTENCIA DE D I O S

La elucidación de la idea de la eternidad de Dios nos ha arrojado


como resultado que todas las cosas están presentes para él: presentes
según lo que son en su diferencia respecto de Dios, ya sean pasadas o
futuras, reales o sólo posibles. Igual que lo pasado permanece en la pre-
sencia del Dios eterno, lo futuro se encuentra ya en esa misma presencia.
De modo que de la eternidad de Dios se sigue su omn ¡presencia.
Pero mientras q u e lo propio de la eternidad de Dios es que todas las
cosas están y permanecen presentes ante él, la afirmación de su omni-
presencia pone el acento en la presencia de Dios ¡unto a todas ¡as cosas,
también en el tugar de su propia existencia: la presencia de Dios llena el
cielo y la tierra (Jer 23,24).

Los antiguos teólogos dogmáticos protestantes intentaron definir


con más precisión aún el modo de la presencia de Dios junto a sus
creaturas («adessentiam Dei ad creaturas»). En primer lugar» se
acentuaba, frente a la opinión de los socinianos, que se trataba de
una presencia de la esencia divina misma, no sólo de su poder (*po*
tentia») y de su virtud creadora («virtus»), pues la esencia y el po-
der de Dios no pueden ser separados **. Con todo, la presencia de
Dios debe ser entendida siempre como presencia poderosa («ades-
sentía operosa»), pues la conservación y el gobierno de las creatu-
ras va unida a ella l t í . Además, la presencia de la esencia divina en
la creación no puede ser pensada como ligada puntualmente a de-
terminados lugares («circunscriptivc») ni como extendiéndose por el
espacio («diffinitive» o «definitive»), sino como llenándolo todo («re*
pletive») «

La presencia de Dios llenándolo todo no significa que hubiera que


pensar la esencia de Dios como extendida por todo el universo. Es cierto
que Spinoza afirmaba que la extensión es uno de los atributos de
Dios •*, Pero si Dios poseyera extensión tendría que existir como c u e r p o

i* Joh. GERHARO, Loci theologici (1610-1625) II1É 122: «..Deus non tantum virtute
et efficacia, nec tantum visione ct sapientia, sed etiam tota et individua sua essen*
tia sit ómnibus rebus praesens; ñeque enim tantum potcnüa ct scicntia, sed etiam
essentia est immcnsus ct iniinitus*. La opinión de los socinianos se remitía a que,
según la Biblia, Dios estaría en el cielo y no con los malos y con las cosas impu-
ras (J. CRELLIUS, Líber de Deo chisque attributis (Bibtiotheca Fratrum Polonorum
IV), Amstcrdara 1656. c. 27, p. 92b). Sobre la argumentación de la ortodoxia frente
a los socinianos, cí.t por ejemplo, B. D. HOUAZ, Examen theoL acroam. I, Stargard
1707, 392s. Allí se encuentra también la definición de la omnipresencia como -ades-
sentía ad creaturas»,
•* HotJ-w, o c , 393s.
i* J. GERHARDT, Le; cf, Touis DE AQUIHO, STh I, 8, 2.
M* B. de SPINOZA, Ethica II prop. 2: «Extcnsio attributum Dei est, síve Deus
est res extensa.» Lo mismo afirmaba Spinoza de la «cogitatio» (íbid,, prop. I)* De
modo que las dos sustancias diferenciadas por Descartes («res extensa» y «res
cogitans») se convenían en atributos de Dios, la sustancia una y única-

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6. La infinitud de Dio* 447

o, al menos, como limitado espacialmenle. Su omnipresencia tiene, en


cambio, el carácter de la fuerza (virtus) que podemos identificar con su
esencia. Dios está presente j u n t o a sus creaturas por medio de su divi-
nidad y fuerza eternas. De ahí q u e su presencia no excluya, como la 445
presencia de un cuerpo, la existencia simultánea de o t r a s cosas en el
mismo lugar m . Al contrario, la presencia de Dios penetra y abarca todas
las cosas.
La inmensidad de Dios hace q u e su presencia sobrepase todo lo crea-
do: ni el cielo ni «los cielos de los cielos» pueden contenerle (1 Re 8,27).
El Tritoisaías lo expresaba con la grandiosa imagen de que el cielo no
sólo es la morada de Dios, sino su trono, es decir, q u e Dios le sobrepa-
sa, mientras que, al mismo tiempo, toca con sus pies el suelo de la tierra
(Is 66,1). De modo que Dios «abarca» todas las cosas con su presencia,
sin ser él mismo abarcado por nada 1 7 1 . Inmensidad y omnipresencia de
Dios h a n de ser comprendidas como u n a realidad unitaria m . Dios está
presente incluso junto a la más pequeña de sus creaturas justo en cuan*
to sobrepasa inconmensurablemente su creación entera. Igual que en el
caso de la eternidad, en la omnipresencia de Dios van unidas la inma-
nencia y la trascendencia, como corresponde al criterio de lo verdade-
ramente infinito.

Karl Barth protestaba contra la asignación de la omnipresencia


y de la eternidad al epígrafe general l*Oberbegriff») de lo infinito
(KD II/I, 522-527). Y es que el entendía unilatcralmcnte el concepto
de ¡nfinitum como lo contrapuesto a lo finito, de modo que, en
efecto, no se hacía justicia así a la inmanencia de Dios en su crea-
ción a la que se refiere la omnipresencia* Barth nos prevenía de
que «no dejáramos encasillar nuestro conocimiento de Dios en la
contraposición de los conceptos de (tnitud c infinitud» (526)* Su cons*
tatación de que la contraposición con lo finito «no (constituye) un
límite» para Dios (525), es en el fondo una apología de la idea de lo
verdaderamente infinito, lo cual, justamente no está sólo contra-
puesto a lo finito, sino que supera también dicha contraposición.
La afirmación barthiana de que la idea de la omnipresencia está
del lado del amor de Dios y, en cambio, la de la eternidad, más bien
del lado de su libertad (522s), habrá que considerarla como expre-
sión de una estructuración de la exposición de los atributos de Dios
demasiado artificialmente organizada en torno a los dos presuntos
polos del amor y de la libertad divinos. Pero a Barth hay que dar*

i* TOMAS VE AWINÜ, S. C. gentes I, 68, y STh 1, 8, 2,


ro La teología primitiva cristiana expresaba ya por medio de esta imagen la
unidad de inmanencia y trascendencia de Dios; por ejemplo, Arístides, Apot l, 4:
cDico tamen deum.„ ab nullo comprchensum esse sed ipsum omnia comprehende*
re...** Más testimonios de Filón, Justino, Teófilo de Anlioquía, Ircneo, etc., pueden
encontrarse en Cuestiones ¡undomentaies de teología sistemática, 132» nota 122 [331,
n. 121].
"l En cambio, la teología protestante antigua entendía la inmensitas como uno
de los atributos absolutos o inmanentes, de los que le corresponden a Dios en sf
mismo, mientras que juzgaba que no se podía hablar do la omnipresencia de Díoi
más que en su relación con el mundo: cf D. HOLLAZ, o.c.t 355-357 y 391s.

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448 VI. Unidad y atributos de Dios

le la razón en que justo la omnipresencia de Dios va en contra de


una comprensión de Dios como sólo trascendente respecto del
mundo.

446 Según el testimonio de la Escritura, Dios se encuentra presente en


su creación de distintas maneras* Lo m á s frecuente es imaginarse a Dios
como «viviendo» en el cielo (cf. m á s arriba la nota 136), es decir, en el
espacio de la presencia eterna inaccesible para el h o m b r e (cf. Tim 6,16).
Allí ha puesto él su trono (Sal 103,19; cf- 2,4; 33,14; 113,6; 123,1, etc.); en
el ciclo está su «morada» (Dt 26,15; 1 Re 8,39, etc.). La oración de Jesús
va también dirigida al Padre que está «en el cielo» (Mt 6,9) y su mensaje
remite constantemente al Padre «del cielo». Morando en el cielo Dios
permanece ciertamente oculto para los hombres (Mt 6,18), pero él con-
templa desde allí todo lo q u e acontece en la tierra (Sal 207; 80,15; 10270;
113,6) y su mirada penetra hasta lo escondido (Mt 6,18; cf. 4 y 6).
Pues bien, lo q u e la Biblia dice s o b r e el m o r a r de Dios en el cielo es
especialmente significativo porque con la distinción entre el cielo y la
tierra da a entender implícitamente que Dios les ofrece a sus c r e a t u r a s
en la tierra un espacio para su existir autónomamente; en su presencia,
sí. pero j u n t o a él. Hablar de que Dios habita en el ciclo es, naturalmente,
u n a imagen espacial; pero una imagen que pretende j u s t a m e n t e expresar
q u e Dios es distinto del espacio de la creación terrena. Si recordamos
que el cielo es también una imagen del presente eterno, en el que todo
lo temporal se halla en la presencia de Dios, lo que acabamos de decir
resulta todavía más claro. Porque el cielo, en c u a n t o ámbito espacial, a
diferencia de lo q u e les ocurría a los antiguos, no se encuentra hoy ya
en contraposición radical con la realidad terrena. Para el h o m b r e de
hoy. cielo y tierra forman p a r t e del espacio cósmico, que es, en c u a n t o
tal, el ámbito de las cosas finitas. Este espacio cósmico de la creación,
que les posibilita a las c r e a t u r a s existir unas j u n t o a otras, y no sólo
unas tras otras, descansa en la simultaneidad del presente e t e r n o de
Dios; pero, en c u a n t o ámbito de la autonomía del existir creatural en
la simultaneidad de unas cosas j u n t o a otras, es distinto de dicho pre-
sente divino. Dios, dándoles así un lugar j u n t o a él a las creaturas, les
otorga una existencia autónoma en su respectivo lugar en el espacio, y,
al mismo tiempo, se encuentra presente j u n t o a ellas, pues, en su inmen-
sidad, no permanece sólo j u n t o a sí m i s m o , sino que está también en el
lugar de todo aquello a lo que le otorga la existencia.

Siguiendo al filósofo Henry More, Isaac Newton concebía el es-


pacio físico como la forma de la omnipresencia de Dios junto a sus
creaturas. En su Óptica, de 1706, Newton expresaba esta idea califi-
cando al espacio como «sensoriutn Dei» {Opticks, Londres 1721, 3*
edición, 344s>. Esto dio lugar a urta sospecha de panteísmo por par-
te de Lcibniz y a la defensa de las ideas de Newton que, frente a tal

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6* La infinitud de Dios 449

sospecha, llevó adelante Samuel Clarke 1 7 1 . Según Clarke la expre-


sión sensorium no hay q u e entenderla aquf c o m o si Dios necesitara 447
del espacio p a r a percibir las c r e a t u r a s , sino m á s bien como el me-
dio por el q u e hace surgir c a d a c o s a en su respectivo l u g a r El es*
pació absoluto es, según Clarkc, indiviso c indivisible, y, en c u a n t o
tal, idéntico con la inmensidad divina (immensitas)rM. La división y
la divisibilidad aparece sólo con la creación de las cosas finitas y
con su yuxtaposición en el espacio* De este m o d o , por medio de su
e t e r n i d a d y de su inmensidad. Dios constituye e! espacio y, por su*
puesto, también el tiempo de sus creaturas. Lo decía Newton en el
famoso Scholium Genérale, añadido en 1713 a la segunda edición
de su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (nueva i m p r o
sión de Cambridge 1972, II, 761): «existendo semper et ubique, du-
rationem et spatíum constituir». La crítica q u e Alhcrt Einstcin ha
hecho del concepto newtoniano de espacio absoluto no ha hecho en-
vejecer estas ideas de Newton, porque a Einstein no hay q u e en-
tenderle, en modo alguno, c o m o simplemente contrapuesto a Newton:
el lo q u e ha hecho ha sido ampliar la función q u e desempeña en
Newton el concepto de espacio hasta convertirla en una teoría ge*
neral de un c a m p o espacio temporal (cL el prólogo de Einstein en
M. JAMMÉR, Das Problem des Raumes (1954). a l Darmastadt 1960,
XI-XV, e s p . XV). Ahora bien. Newlon no fue capaz de explicar su-
ficientemente la compatibilidad de la trascendencia y de la inma-
nencia de Dios respecto de sus c r e a t u r a s por no haber desarrollado
sus ideas trinitariamente {cf. m á s abajo).

L a p r e s e n c i a d e Dios j u n t o a s u s c r e a t u r a s e n l o s l u g a r e s r e s p e c t i v o s
d e s u e x i s t e n c i a s e d a , e n p r i m e r a linea, c o m o p r e s e n c i a c r e a d o r a del
E s p í r i t u , a t r a v é s de la c u a l Dios l l a m a a la e x i s t e n c i a a s u s c r e a t u r a s y
las c o n s e r v a en ella (Sal 1 0 4 ¿ 9 s ; cf. J o b 33,4). El E s p í r i t u de Dios l l e n a
la t i e r r a e n t e r a ( S a b 1,7), n a d i e p u e d e e s c a p a r s e de 61 ( S a l 139,7)* E s t e
carácter inevitable de la presencia de Dios por m e d i o de su Espíritu
significa q u e D i o s s i g u e e s t a n d o p r e s e n t e t a m b i é n j u n t o a q u i e n s e a p a r t a
d e él, a u n c u a n d o a l a c r e a t u r a l e p a r e z c a q u e D i o s e s t á a u s e n t e c u a n d o
ella se a p a r t a de él ( I s 5,9 y Sal 42,12; 79,10)- El i m p í o p i e n s a q u e lo q u e

"* Cf. mis explicaciones al respecto en Gott und die Naiur, Tur Gcschichte der
AuseinandersctzwiE zwischen Titeólos:** ««rf Núturwissenschaften, en Theologie und
Philosophic 58 (1983) 441-500, esp. 493ss.
w La correspondencia enlre S. Clarke y G. W. Leíbniz está impresa en
C. W. LFTSMÍ, Oír philosophischc Sehrifun (ed. de G. 3. Gerhardt). vol. VII (1*90).
La citada formulación de Clarke, que ilumina el punto nuclear de la discusión.
puede encontrarse en la p. 368, nota 3: «...Infinite Space is onc, absolutcly and
essentialty indivisible: And to suppose It paried, Is a confradictíon in Terms;
beacause there musí be Space in the Partitüm itself; which is to suppose it
partea, and yeí not partea at the same time.» Por eso, según Clarke, el espacio
infinito se identifica con la misma inmensidad de Dios (immensitas) (386. nota 3)
[tr. esp. en G. W. LEIBXIZ, Obras, /V. Correspondencia filosófica, ed. de P. de
Azcáratc, Madrid, 1877 (?). 279; y en ^ polémica Lribuiz-Ciarkc, ed. de E. Rada,
Madrid 1980. 73], Esla argumentación es análoga a la que hacía Plotino cuando
presuponía la eternidad como condición del tiempo arguyendo que sin dicha pre-
suposición los pasos de unos momentos temporales a otros serían inexplicables.

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450 W. Unidad y atributos de Dios

hace pasa desapercibido (Sal 94,7; 10,11; Is 29,15)- Pero Ja presencia del
Dios santo se convertirá en juicio para el. En cambio, el piadoso le pide
a Dios que no aparte ni «oculte su rostro» de él (Sal 69,18). Pues cuan-
do Dios les oculta su rostro todas las creaturas tendrán que temblar
(Sal 104,29), puesto que dependen de la cercanía de Dios en su Espíritu,
la cual las mantiene en la vida. De ahí la oración del salmista; «No me
ocultes tu rostro, para que no venga a ser igual que los que bajan a la
fosa» (Sal 1437; cf. 10,lss; 88,15; etc.). Claro que la finitud forma parte
de la vida de las creaturas, que experimentan su fin como algo contra*
448 dictorio con su vida. Pero el ocultamiento de Dios en el apuro del do*
lor, cuando parece que él nos abandona, no significa que esté ausente o
que sea impotente (Job 16,12ss; 23,2 y 14; 30,19ss). Sólo significa que las
creaturas no entienden los caminos de Dios para con ellas porque se han
vuelto contra su propia vida. Ahora bien, en el ocultamiento de Dios
puede estar ya en camino la salvación para la creatura (Is 45,15). Según
el mensaje del Nuevo Testamento, la voluntad oculta de Dios, el myste*
rium de su plan de salvación, se orienta finalmente, a través de la cadu*
cidad y de la muerte, a la salvación dt sus creaturas (Rom ll,55ss;
16,25; Ef l,9s; Col U6$s).

El mismo Dios trascendente al mundo se encuentra presente en su


creación por medio de su Espíritu. Pero ¿cómo compaübilizar su tras*
cendencia con su presencia terrena? Una cuestión que resulta todavía
más incisiva si se piensa que el Dios que tiene su trono en el cielo tiene,
al mismo tiempo, su morada en la tierra, especialmente en el monte Sión
(Is 8,18), donde está su «casa» (Is 2,3)- Parece que esta idea de la vincu-
lación de Dios a Jerusalén y al Templo fue controvertida ya desde muy
pronto, posiblemente desde la misma construcción del Templo (2 Sam 7,6).
Y posteriormente la idea se suavizó aduciendo que quien vive en el Tem-
plo es sólo el «nombre» de Yahvé, mientras que él mismo tiene su trono
en el cielo (Dt 12.5ss; cf. 26,15). La tradición de la oración de Salomón
consecratoria del templo también suaviza las ideas más antiguas sobre
la morada de Dios (1 Re 8,12s), convirtiéndolas en un habitar de sólo el
nombre (8,29); y, dado que Dios moraba en el cielo, la construcción del
Templo exigió una prolija justificación- Al lado de esta concepción deute-
ronomística sobre la morada del nombre de Dios, estaba la renovación
hecha por el código sacerdotal de una idea posiblemente antigua, según
la cual lo único que se muestra en la tierra es la «gloria» de Dios m . Pero
el código sacerdotal también presuponía una especial presencia perma-
nente de Dios junto a su pueblo cuando interpretaba la antigua idea de
la columna de nubes y fuego (Ex 13.215), que habría acompañado a Is-
rael en el desierto, en el sentido de que en ella iba oculta la gloria de

™ Cf, G. v. RAD, Teología del Antiguo Testamento, I, Salamanca 1978. 29S-305


[1957, 233-240).

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6, La infinitud de Dios 451

Dios (cf. Ex 24,155) p a r a m a r c h a r con su pueblo (Ex 14,36-38; cf. N u m


9,15ss); en cambio, según o t r a s concepciones* era el «ángel» de Dios
(Ex 32f34; cf. 33,2) o el «rostro» de Dios (Ex 33,14) quien iba delante
del pueblo para conducirlo. A pesar de todo su esfuerzo por salvar la
trascendencia de Dios, incluso estas imágenes de su presencia que re-
curren a magnitudes cuasi hipostáticas, como son el nombre, la gloría
o el rostro, plantean también el problema de la relación e n t r e trascen-
dencia e inmanencia- Y lo mismo hay que decir del desarrollo q u e dichas
imágenes experimentaron en la exégesis rabfnica 1 * La tensa unidad en
la q u e se encuentran la trascendencia y la inmanencia no halló u n a acla-
ración de principio hasta q u e no apareció la doctrina de la Trinidad, una 449
vez que el problema se planteó de nuevo con toda su crudeza con las
afirmaciones neo testamentarias sobre la «habitación» de la divinidad en
Jesucristo (Col 1,19; 2,9), sobre el cuerpo de J e s ú s como el templo
(Jn 2,19) en el que el Padre «reside» (Jn 14,10) y sobre la «inhabitación»
del Cristo glorificado y de su Espíritu en los creyentes (1 Cor 3,16;
Rom 8,9.11). La doctrina de la Trinidad hace posible vincular de tal ma-
nera la trascendencia del «Padre del cielo» con su presencia junto al
creyente por medio del Hijo y del Espíritu, que, gracias a la homoousia
de las tres personas y a su mutua inhabitación (perichoresis), se puede
pensar que también el Padre, sin menoscabo de su trascendencia, se
halla presente y cercano al creyente por medio del Hijo y del Espíritu
(Jn 14,8ss). Y así, la vida trinitaria de Dios se muestra, en su economía
de salvación, como la verdadera infinitud de su omnipresencia.

Algo semejante hay que decir también de la omnipotencia de Dios.


La omnipotencia y la omnipresencia de Dios van estrechísimamente uni-
das entre sí y con la eternidad de Dios. Igual que, en su eternidad. Dios
se halla presente junto a todas las cosas y todas ante él, así, y justo por
ello, las domina a todas. Por su parte, la omnipresencia de Dios está
llena de la dinámica de su Espíritu m ; y no hay poder alguno, por grande
que sea, q u e pueda ejercerse eficazmente sin q u e el objeto de su acción
se encuentre en su presencia. Por eso la omnipresencia es condición de
posibilidad de la omnipotencia. Pero la idea de la omnipotencia con-
creta m á s el contenido de la omnipresencia de Dios en su Espíritu. El
concepto completo de omnipotencia corresponderá, una vez más, a la
estructura de lo verdaderamente infinito; concepto completo que no se
realiza tampoco más que en la vida trinitaria de Dios.

n*
177
Ibid., 370ss [296sJ,
K. BARTH, KD II/l, 519: «La presencia de Dios Incluye en sí misma su domi-
nio de señor (Herrschaft); ¿cómo iba a estar presente sin ser señor? Y su ser
señor incluye en sí mismo su gtoria, su señorío (Hcrrlichkelt): ¿cómo iba a ser
señor (herrschen) sin ejercitarse en gloria y señorío {verherrlichen) a si mismo, sin
ser magnífico, todo un señor {hcrrlích) de por sí?». En nuestro texto diremos, ade-
más, que la omnipresencia es la condición de posibilidad del dominio omnipotente
de Dios.

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452 VI. Unidad y atributos de Dios

De entrada, a Dios le llamamos omnipotente porque su poder no


tiene límites, es infinito, como su omnipresencia y como su duración
eterna. Y asi dice Job: «He caído en la cuenta de que lo puedes todo;
nada de lo que planeas te es imposible» (42,2). Una omnipotencia que
se muestra en la riqueza de la creación del m u n d o (Rom 1,20) no sólo
para Job. También Baruc invoca así a Dios: «Tú has creado el cielo y
la tierra con tu gran fuerza y extendiendo tu brazo; para ti nada es
imposible» (Jcr 32,17). En cuanto creador de todas las cosas. Dios tiene
también el derecho q u e le asiste al alfarero de romper las vasijas que
le han salido mal (Is 45,9ss; cf. J e r I8,16ss y Rom I0,19ss). No crea sólo
la luz, sino también las tinieblas; la salvación, igual que la perdición
(Is 45 r 7; cf. J e r 45,4).
Sin embargo, la idea de un poder ilimitado abstractamente concebida
450 conduce m u y fácilmente a confundir el dominio de Dios con la preten-
dida omnipotencia de un dominio tiránico. Una mala interpretación,
q u e surge cuando se piensa q u e el poder de Dios es una omnipotencia
contrapuesta a aquello sobre lo que se ejerce, es decir: la omnipotencia
como lo absolutamente determinante, y lo por ella determinado, como
algo entregado a su capricho. Ahora bien, ese poder imaginado unilate-
ralmente como contraposición de lo determinante con lo d e t e r m i n a d o
está muy lejos de la idea de la omnipotencia, p o r más que sea ese el
camino por el que el dominio tiránico trata de conseguir la omnipoten-
cia "•- Porque lo determinante no consigue nunca s u p e r a r su vincula-
ción a dicha contraposición con lo determinado teniendo siempre frente
a sí este objeto de su poder como un condicionante previo y externo del
mismo. Pero el poder de Dios no tiene nada frente a sí que pudiera
ser previo a él. sino q u e se caracteriza p o r producir él mismo aque-
llo que domina. Dios no puede ser todopoderoso m á s q u e en c u a n t o
creador. De ahí que la afirmación de la omnipotencia divina vaya cons-
tantemente unida en los escritos bíblicos a una referencia a su acción
creadora.

Pues bien, en cuanto creador, lo primero que Dios quiere es la exis-


tencia de sus creaturas. El poder de Dios no puede, p o r tanto, ser algo
completamente contrapuesto a ellas, supuesto que Dios permanezca cons-
tantemente en su acción en identidad consigo mismo y se muestre de ese
modo como el Dios uno. Es cierto que su acción puede causar también
destrucción y perdición, como expresión de su santa ira. Pero es una
acción que, en c u a n t o acción del creador, se orientará siempre a la vida
de sus creaturas. Algo semejante hay que decir también del comporta-

i"* Véase una confrontación con esa manera de concebir el poder de Dios en
F. WACNEB, Die Wirklichkcit Cotíes a!s Gcist, en Evangclischc Kommcntarc 10
(1977), 81ss. Wagner piensa que su critica afecta a la idea de la omnipotencia en
cuanto tal. Ahora bien, de ahí a la «conversión de) concepto de Dios en su contra-
rio» (cf. K. Burro, KD U/U 569) no hay más que un paso.

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6. La infinitud de Dios 43J

miento de Dios c o n su Pueblo elegido. En J e r e m í a s , Dios anuncia que


B a b i l o n i a v a a d e s t r u i r J c r u s a l é n d i c i e n d o : «Yo soy e l D i o s d e t o d a
c a r n e , ¿ p u e d e h a b e r algo i m p o s i b l e p a r a mí?» ( I s 32,26). P e r o e s u n
a n u n c i o q u e , m á s allá de la d e s t r u c c i ó n de la c i u d a d , a lo q u e va es a la
r e c o n s t r u c c i ó n de J e r u s a l é n y a la r e n o v a c i ó n de la Alianza con su p u e b l o
(32,38ss).
L a o m n i p o t e n c i a d e Dios a p a r e c e a ú n m á s a m p l i a m e n t e d e s c r i t a e n
e l m o d o e n e l q u e e l a p ó s t o l P a b l o d e s c r i b e a l Dios d e A b r a h a m c o m o
• e l q u e da la vida a los m u e r t o s y l l a m a a la e x i s t e n c i a a lo q u e no exis-
te» ( R o m 4,17). P a b l o p o n e l a r e s u r r e c c i ó n d e los m u e r t o s a l l a d o d e l a
c r e a c i ó n d e l a n a d a . E l a c o n t e c i m i e n t o p a s c u a l y l a r e s u r r e c c i ó n d e los
m u e r t o s , a l a q u e s e dirige l a e s p e r a n z a c r i s t i a n a , s e c o r r e s p o n d e n con
e l i l i m i t a d o a c t o c r e a d o r d e Dios. S ó l o e l c r e a d o r p u e d e r e s u c i t a r a los
m u e r t o s , y , a l a i n v e r s a , l a r e s u r r e c c i ó n d e los m u e r t o s i l u s t r a l o q u e
significa s e r e l c r e a d o r . P e r o a d e m á s e s t a e s c u e t a c a r a c t e r i z a c i ó n del
Dios todopoderoso implica también q u e su acción c r e a d o r a se c o n s u m a 451
e n l a r e s u r r e c c i ó n d e l o s m u e r t o s : e n é s t a s e r e a f i r m a d e m o d o y a in-
s u p e r a b l e l a v o l u n t a d d e l c r e a d o r , q u e d e s e a l a e x i s t e n c i a d e s u s crea-
turas.

Ha s i d o f r e c u e n t e a lo l a r g o de la h i s t o r i a de la teología el o l v i d o de
la e s t r e c h a r e l a c i ó n en la q u e se e n c u e n t r a n la o m n i p o t e n c i a de Dios y
su acción creadora, así c o m o t a m b i é n l a p o t e s t a d divina, q u e d e a q u é l l a
se deriva, p a r a ejercer s u d o m i n i o s o b r e s u c r e a c i ó n m . A este r e s p e c t o

™ K. BARTH, KD II/] P 591, ha insistido, con toda razón, en que el poder de Dios
•no ha de ser entendido simplemente como potentia, sino también, y al mismo
tiempo, como potistas*. Es mérito de la doctrina sociniana de Dios el haber
puesto de relieve la estrecha interconexión existente entre poder y dominio de
Dios (Joh. CRKLUUS, Líber de Deo eiusque attrihutis, Irenopoli (Amsterdam) 1656,
c. ?2sq,|. Al ser supremo se le llama «Dios» precisamente a causa de su potestad
y dominio omniabarcantcs: *Ens supremum ob potcstatcm ct imperium Deum
appellari contendimus». Lo cual valdría tanto a causa de su poder como de su
potestad de dominio, sin los cuales, una vez que existe algo fuera de él, Dios no
seria Dios: «propter illam potcstatcm, quac potcntiac isti necessario adhaerct, et
in qua imperandi ius ita continclur, ut si modo res ulla extra Deum exista!, in ca
Dcus non possit non summum imperium haberc» (tbid*, p. 55b; cf. ya 32)* Tam-
bién K. BARTH, KD 1/1, 368, cf. 323s, piensa que la esencia de Dios, su divinidad,
se identifica con su poder, En este senlido, Barlh coincide con la concepción
sociniana, tan duramente criticada por A. RITSCHL, Rcchtlertizunz und VersShmwg
III, 1893 (4* ed.) t § 31. p. 227ss por carecer de referencia al «ordenamiento ético
del mundo», basado en la voluntad divina. Ritschl habfa criticado también la
doctrina de la antigua Dogmática protestante acerca de la vinculación de la vo-
luntad divina a su propia justicia porque pensaba que «no se apartaba lo sufi-
ciente de la visión sociniana de las cosas» (254); y como alternativa habla desairo-
liado su doctrina sobre el amor como definición esencial de Dios en su relación
con el Hijo y con su Reino en el mundo (§ 34, p 256ss>. Ritschl diagnosticó
acertadamente la carencia de las concepciones tradicionales de la omnipotencia de
Dios en su falta de relación interna con la idea del amor de Dios* Pero, como
consecuencia de su idea demasiado antropomorfa del amor de Dios como un com-
portamiento personal ñnalísticamcntc estructurado (262ss), no consiguió unificar
los conceptos de amor y de omnipotencia de Dios. En cambio, K. Barth trataba

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454 VI. Unidad y atributos de Dios

ha resultado particularmente infeliz el papel que h a n jugado las discu-


siones sobre la relación existente e n t r e el carácter absoluto del poder
divino y su ejercicio concreto en el orden de salvación dispuesto de he-
cho por Dios.

Dicha distinción no adquirió una relevancia teológica central has-


ta la época de la escolástica tardía. Tomás de Aquino se referia a
ella en el marco de la cuestión de si Dios podría hacer también
aquello que de hecho no hace. Y su respuesta era que. en absoluto
(«secundum potentiam absolutam»)* sí podría hacerlo, pero que de
hecho actúa de acuerdo con el orden justo establecido por su vo-
luntad («de potentia ordinata»: STh I, 25, 5 ad 1). Para Tomás, una
acción de Dios de acuerdo con su poder absoluto no era más que una
abstracta posibilidad de la razón. Ahora bien, la vinculación de su
voluntad y de su poder a un determinado orden de actuación podia
ser entendida, en el marco del arístotelismo árabe, en el sentido de
que, una vez establecido un orden para el acontecer del mundo y
para la economía salvífica, Dios no tendría ya libertad ninguna ante
él. El testimonio bíblico sobre la libertad de la actuación de Dios
en la historia no admite ese tipo de determinismo. Por eso, desde
finales del siglo xui, la escuela franciscana tardía (Guillermo de
452 Ware, Duns Escoto, Guillermo de Ockham) desarrolla la idea de que
Dios puede perfectamente actuar de hecho fuera del orden una vez
establecido. Duns Escoto subraya que aun asi, aunque modifique un
determinado orden de actuación. Dios actúa siempre ordenadamen-
te. Ockham profundiza en este mismo punto de vista y lo aplica a la
acción histórico-salvífica de Dios de la que da testimonio la Biblia,
ante todo, a la sustitución del Antiguo por el Nuevo Testamento m *
No obstante, a pesar de estas motivaciones bíblicas, las discusiones
en torno al poder absoluto de Dios y a su limitación o ilimitación
por medio de su justicia, bondad y sabiduría y por las reglas de la
lógica, condujeron a una idea abstracta de la omnipotencia divina,
como si la voluntad de Dios, abstractamente pensada, fuera ya ella
misma la esencia concreta de Dios,

De lo que se trata al acentuar la idea de que Dios no se encuentra


vinculado en su actuación a ningún orden del acontecer —determinado
cuando sea— es del carácter histórico de esa actuación divina, de la
apertura del futuro ante todo presente histórico- La contingencia de los
acontecimientos históricos es expresión de la libertad del Dios que actúa
en la historia. Ahora bien, esa libertad es siempre la libertad del Crea-
dor, cuya acción va dirigida a la consumación de su creación, a u n por
caminos que superan todas las previsiones h u m a n a s .

de entender la omnipotencia misma de Dios como -la omnipotencia de su amor


libre-
M
(c(. más abalo).
Véase, al respecto; K, Bv¿N«m. Die Lehre van der doppcttcn Machí Cotíes
bei WUhclm von Ockham. Probtemgeschichtliche Vorausetztmgen und Btdeutung,
Wicsbaden 1975. esp. 24*275.

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6. La infinitud de Dtos 455

Schleiermacher tampoco hace justicia a la historicidad de la ac-


ción divina cuando piensa que el ejercicio de la omnipotencia de
Dios se encuentra en perfecta congruencia con el «entramado na-
tural» fundamentado en dicha omnipotencia, de tal modo que ésta
•aparece perfectamente representada en el conjunto del ser finito»
(Der christliche Glaube § 54). Schleicrmacher excluye expresamente
que la omnipotencia de Dios pueda actuar *al modo de un com-
plemento añadido al acontecer natural» (§ 54, 1). Es verdad que él
no piensa el entramado natural de modo mecanicista, como lo ha*
cían las ciencias de la naturaleza de la Ilustración; al contrarío.
imagina «todas las partes vivientes unas con otras» como en inter-
acción mutua <§ 32. 2), de tal modo que la idea del entramado natu-
ral excluye tanto la de un «mecanismo muerto» como el «azar y el
capricho» (§ 34, 2). En esta visión de las cosas hay un lugar también
para lo nuevo, para lo que ha de ser visto como procedente de la
nada (§ 14 afadido, § 93, 3, cf. 13» 1), claro que siempre que sea den*
tro de un orden evolutivo de la humanidad. En Schleiermacher la
relación con Dios no lleva la impronta de la contingencia de la ac-
ción creadora divina en cada momento de la existencia crearural,
sino de la dependencia de las cosas finitas en su conjunto de un
origen en el que se fundamenta el «entramado natural» en su to-
talidad- De ahí que la idea de la creación aparezca subordinada a
la de la conservación (§ 38ss). Y que se pueda declarar la falla de
interés de la cuestión «de si se podría o se debería pensar un ser de
Dios sin crcaturas* (41. 2). Ahora bien, lo que está en juego con la
contingencia del mundo en su conjunto es la libertad de la omni-
potencia divina, que no se ha visto competida a crear un mundo por
una necesidad interna a su propia esencia. Sin esta libertad la idea
de Dios se convierte de hecho en un correlato del concepto de mun*
do y. por consiguiente, se le imaginar a Dios como dependiente tam-
bién, por su parte, de su relación con el mundo* Y aquí tendremos
que estar de acuerdo con la crítica de Karl Barth: «la eliminación
de la diferencia entre lo que Dios puede y lo que Dios hace arruina
la capacidad de comprender la libertad de Dios en lo que precisa-
mente hace». «La omnipotencia de Dios es la omnipotencia de su
amor libre..»* (11/1. 597). Pero cuando Barth sigue diciendo que ese
amor libre de Dios «no coincide con ningún entramado de sus obras
ni con ningún orden de las mismas» (ibid*), se nos permitirá obser-
var al respecto que el amor libre de Dios —y. por tanto, su acción
todopoderosa— consigue muy bien lo que pretende en el entrama-
do de su obra. Este es el núcleo de verdad de la concepción de
Schleiermacher. Sólo que dicho entramado ha de ser visto como el
entramado de una historia de la acción divina; una historia que.
frente todo pasado y a todo presente del mundo y frente a cual*
quicr tipo de entramado natural, piénsese como se piense, procede
en todos y cada uno de sus episodios del futuro de Dios.

Tanto la posibilidad como la realidad del m u n d o y de los aconteci-


mientos particulares de la historia que lo componen se basan en la om-
nipotencia de Dios. Cuando nos preguntamos cómo se relacionan entre
sí a m b a s cosas, es decir, cómo hay q u e entender el paso de la eternidad
inmemorial de Dios a la posibilidad de un mundo y de ahí, a su reali-
456 VI. Unidad y atributos de Dios

dad, se nos presenta en toda su complejidad el concepto de omnipo*


icncia en c u a n t o omnipotencia del Creador, Tendremos q u e volver sobre
ello con más detenimiento cuando tratemos la doctrina de la creación,
que nos conducirá a la afirmación de la e s t r u c t u r a trinitaria del acto
creador.

Pero ya aquí hemos de recordar la oposición de Immanuel Kant


a la concepción de Wilhelm Leibniz {Teodicea § 33g), según la cual
lo que depende de la voluntad todopoderosa de Dios es la realidad
de las cosas, no su posibilidad m , Kant hablaba ya de Dios en 1755
—en su Historia general de la naturaleza y teoría del cielo— como
del ser «del que la naturaleza toma su origen, incluso desde el punto
de vista de su posibilidad, incluido todo el conjunto de sus notas
definitorias* (A 149). Y en 1763 —en su escrito sobre La tínica base
argumentativa para tota demostración de la existencia de Dios, en
el que se persigue la idea de Dios como fundamento no sólo de la
existencia, sino también de la posibilidad de las cosas— Kant se
volvía contra quienes ven «limitada la dependencia de otras cosas
sólo a su existencia, con lo cual se le sustrae mucho al fundamento
de tan gran perfección de aquella naturaleza suprema..» (A 182).
«¿Que límites se le impondrían al Independiente por parte de un
fundamento extraño a él si incluso esas posibilidades no estuvieran
también fundadas en el?» (ibid,). La acción creadora de Dios no es
sólo un medio de darles la existencia a las cosas presentes ya como
posibles en las ideas de su entendimiento, sino que en ella se
basa ya la misma posibilidad de las cosas* Con esto» Kant ha con-
454 tribuido a reservarle el terreno de juego que le corresponde al con*
cepto de la omnipotencia, que va inseparablemente unido a la idea
de un Dios creador.
En el campo de la teología, Ebcrhard Jüngcl ha subrayado, par-
tiendo de otras consideraciones. la prioridad de la posibilidad so-
bre la realidad para una comprensión teológica del mundo crea tu*
ral: ya la distinción misma entre lo posible y lo imposible y, por
tanto, la constitución de lo posible en cuanto tal, seria «cosa de
Dios* (Die Welt ais MÓglichkeit (1969) en Unterwegs zur Sache. Theo-
logische Bemerkungen, Munich 1972, 206-231, 222). Jüngcl describe
para ello la posibilidad «como la futuricidad del mundo histórica-
mente existente* (226), en el sentido de que Dios, desde su futuro.
hace que «lo posible le advenga a lo real» (227)* Más tarde. Jüngel
ha vinculado la idea de que la posibilidad del mundo se funda-
menta en Dios con la afirmación cristiana de que Dios es amor
(Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984, 432ss [1977, 464s],
Con lo cual se establece una relación tácita con la doctrina de la
Trinidad, aunque las explicaciones de Jüngel sobre este tema no la
hayan desarrollado explícitamente <438ss [470ssJ>. Dicha relación re-
sulta también fácil de hacer por lo que respecta a la interpretación
temporal del concepto de posibilidad desde el futuro de Dios (a lo
que acabamos de aludir), teniendo en cuenta lo que Jüngel dice

w Cf*. al respecto, H.-G. REDMAKN, Gvtt und Welt. Die Schópíungstheologie der
vorkritischen Pcriodc Kants, Gotinga 1962. 73*105.

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4!5S VI. Unidad y atributos de Dios

tiempo, como la autorrealización de la divinidad del Dios trinitario en


su relación con el mundo que surge de esa manera. El Hijo se somete
al Padre, al rey eterno, ya en la comunión que desde toda la eternidad
se da entre ambos. El reinado de Dios no se instaura con la relación de
Dios con el mundo, sino que tiene ya su fundamento en la vida trinitaria
divina. En virtud de su sometimiento a la monarquía del Padre, el Hijo
es lo que es desde toda la eternidad: el Hijo del Padre, unido a él en ta
comunión de la divinidad. Esc sometimiento a la monarquía del Padre
se convierte también para las creaturas en la ley fundamental de su re-
lación con el Creador. Gracias a ¿1 pueden adquirir una existencia autó-
noma, distinta de Dios, que permanece, sin embargo, unida a la fuente
de su vida. La omnipotencia de Dios, al dar asi origen a una realidad
creada, está actuando como amor omnipotente en la autodistinción del
Hijo respecto del Padre y en la generación y envío del Hijo por el Padre.
Un amor que encuentra su plenitud en el Espíritu, a quien deben las
creaturas la vida que tienen y que es quien las introduce en la autodis-
tinción del Hijo respecto del Padre, la cual es la ley de toda vida crcatu-
ral P condición fundamental de la comunión de las creaturas con Dios y
de su participación en la vida divina.

El poder de Dios quiere la creatura —y un mundo de creaturas—


justo en la limitación y particularidad constitutivas de lo finito. Es pre-
cisamente en cuanto limitada como Dios opta por la creatura desde ta
eternidad. Este sí de Dios a la creatura en sus límites, que se da también
y justamente cuando ella se obstina en su particularidad finita, es el
sentido de la victoria del Hijo sobre «el mundo» (Jn 1633). Porque «el
mundo» es el prototipo de lo que se aferra caprichosamente a sus limi-
taciones, de lo que se revuelve contra su propia finitud autoafirmándose
456 y sucumbiendo precisamente así ante ella. Ese mundo es vencido cuan-
do lo finito aparece como objeto del sí de Dios precisamente con sus
límites y en la aceptación de los mismos.
Por tanto, el resultado del tratamiento preciso del concepto de la
omnipotencia de Dios es que no se puede pensar dicha omnipotencia
más que como el poder del amor divino; es decir, que no vale aquí ima-
ginarse una cierta instancia particular imponiéndose frente a lo contra-
puesto a ella. Sólo es omnipotente aquel poder que acepta a lo contra-
puesto a él con su particularidad y, por tanto, con sus límites, pero que
lo acepta ilimitada, infinitamente; de tal modo que le abre a su creatura
la oportunidad de existir más allá de sí misma en la aceptación de sus
propios límites, haciéndose asi partícipe de la infinitud*

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7. El amor divino «9

7. EL AMOR DIVINO

a) A M O R Y TRINIDAD

Tanto J u a n (Jn 3,16) como Pablo (Rom 5,5ss; cf. 8,31-39) han c a r a o
terizado el contenido sustancial de la historia de J e s ú s diciendo que el
amor de Dios al mundo, o (en su caso) a los creyentes, habla hallado
en él su expresión suprema y que en él dicho amor seguía j u n t o a los
h o m b r e s . ¿Qué relación hay e n t r e esta afirmación y el mensaje y la his-
toria del mismo Jesús?
Está claro q u e ya Jesús mismo entendió que el sentido de su misión
era el acercamiento amoroso y salvador de Dios a los h o m b r e s , en par-
ticular a los necesitados y perdidos. Su propia misión era para él el
acontecimiento de dicho acercamiento del Padre a los perdidos. Es lo
que se expresa en la parábola de la oveja perdida (Mt 18,12-14); u n a
parábola transmitida por la fuente Q q u e Lucas (Le 15,4-7) une con o t r a s
dos procedentes de otra tradición particular: las parábolas del dracma
perdido y del hijo pródigo (Le 15,8-32). Con todas estas parábolas Jesús
defendía la dedicación de su mensaje y de su actuación a los perdidos m .
En ellas se presenta a Dios como a quien anda buscando lo perdido,
mostrando en ello el a m o r misericordioso del Padre. Además, el nudo
de dichas parábolas está en que esa búsqueda de lo perdido en la que se
revela el a m o r de Dios se realiza en la misma actuación de Jesús y en su
mensaje'**. Entendidas como justificación del comportamiento y del 457
mensaje de Jesús, estas parábolas no ilustran sólo u n a actitud general
de Dios t sino que identifican el envío y la obra de Jesús mismo como el
acontecimiento del a m o r misericordioso del Padre. Más t a r d e la primi-
tiva interpretación cristiana del significado de la muerte de Cristo podría
extender esta interpretación q u e Jesús había hecho de sí mismo a la
cuestión del sentido de su m u e r t e llegando incluso a concentrarla en
esta última (Rom 5,8).

Ya en el Antiguo Testamento había hablado el profeta Oseas (11,Is


y 14,8), y, después de él, sobre todo Jeremías (31,3) y el Deuteronomio
(7,8; 10,15). del amor con el q u e Dios había elegido a su Pueblo- La com-
prensión que Jesús tenía de sí mismo y de su misión hay que entenderla
también partiendo de esta tradición. Pues la oveja perdida que el pastor

lM
- Lo dice asi ya J. JEREMÍAS, Las parábolas de Jesús (1941), Estclla 1970, 15íss,
esp. 154 (1956 (4/ cd.). 107-127, esp. 107].
H* Asi lo dice J, JERB41AS, Teología del Nuevo Testamento. /. La predicación de
Jesús (1971), Salamanca 1977, 146 [1973 (2.- cd*) 121] siguiendo a E. Fuats, Die Frage
nach dem historischen Jesús, ZThK 53 (1956) 2I9s: «Jesús defiende que con su
conducta escandalosa se está realizando el amor de Dios». H. WEDER, Die Cieichnisse
Jesu ais Metaphern, 1978, 1964 (2.a ed.), 251 escribe con mayor claridad aún sobre
Le 15,8-10: «La búsqueda de lo perdido por parte de Dios se convirtió en un hecho
con la vida de Jesiis* (cf. ibíd., 174s y 261).

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460 VL Unidad y atributos de Dios

anda buscando forma parte del rebaño, justo por eso está perdida: por
haberse aislado del conjunto del rebaño; y por eso necesita especial-
mente del pastor Lo que diferencia la comprensión que Jesús tenía de
sf mismo y de su misión como expresión del amor misericordioso de
Dios hay que verlo en relación con la definitividad escatológica propia
de todo su mensaje, en el que despunta ya el futuro del reinado de Dios
que en él se anuncia. El sujeto del acercamiento amoroso es también
aquí para Jesús el Padre del cielo a quien él predica; igual que en las
afirmaciones veterotestamentarías sobre el amor de Dios a su Pueblo.
Lo mismo vale también de lo dicho por Pablo y Juan acerca del amor
de Dios al mundo expresado en el envío y en la entrega del Hijo a la
muerte.
Pero Pablo va un paso más allá cuando califica al amor de Dios ma-
nifestado en el envío del Hijo (Rom 8,39; cf. 8,3) también como amor
de Cristo mismo (Rom 835; cf. Gal 2,20). En este caso el sujeto del acer-
camiento amoroso no es sólo Dios, sino también Cristo. Un único e idén-
tico acontecimiento es atribuido a dos sujetos distintos. La unidad del
acontecimiento pone de manifiesto su comunión; pero no deja de ser
llamativo que Cristo (o el Hijo) no se disuelva simplemente en el amor
de Dios que actúa por medio de él, sino que se le nombre como sujeto
de ese acto de amor junto a y al mismo tiempo que al Dios que actúa
por mediación suya.
Igualmente digna de atención es la afirmación de que el amor de Dios
«ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5,5) por el Espíritu
que se le da al creyente. Si por amor se entiende aquí no nuestro amor
458 a Dios, sino el poder del amor del mismo Dios "*, habrá que suponer que
el sujeto de ese amor es el Espíritu de Dios que actúa en nuestros cora-
zones, y que lo es siempre, también cuando dicho amor muestra sus
efectos en nosotros y a través de nosotros. Aunque esto no está dicho
tan claramente como en el caso del acto de amor que supone la muerte
reconciliadora de Cristo. Con todo, tampoco en este último caso se acla-
ra del todo cómo hay que entender la idea de un amor de Dios en Cristo
cuando su sujeto no es sólo el Padre, sino que puede serlo también el
Hijo. Y. además, parece que se trata del mismo amor divino cuyo sujeto
sería en nosotros el Espíritu de Dios. En cualquier caso, en estas afir-
maciones el Padre no es sin más el único sujeto del amor divino.

A una conclusión semejante se llega también a partir de las afirma-


ciones de la primera carta de Juan. Allí aparece formulada con la fa-
mosa frase «Dios es amor* (1 Jn 4, 8 y 16), subrayada con el recurso
a la repetición. En la doctrina sobre Dios de su Dogmática Eclesiástico,
KarI Barth refiere inmediatamente esta frase a «Dios» en cuanto sujeto,

t* Cf., al respecto. U. WÍKMSS. La Carta a los romanos. Salamanca 1989. 357ss


Ui 1978, 292ss]. Wilckcns subraya que se trata de un genitivo subjetivo.

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7. El amor divino 461

a «su amar, es decir, a sus hechos en cuanto hechos de quien ama» I Í T .


Entonces, de acuerdo con su uso lingüístico habitual, habría que enten-
der q u e el texto joánico habla de Dios Padre como del auténtico sujeto
del amor, diferenciándolo del Hijo (como en Jn 3,16). Esta interpreta*
ción de Barth se explica porque él pensaba a «Dios» como una única
«persona», cuyos «hechos» serian luego el a m o r del que se habla en
1 Jn 4, 8 y 16 •*• En cambio, Regin Prenter ha observado, con toda razón,
que la frase «Dios es amor» dice algo m á s que Dios ha a m a d o al mundo
enviando a su Hijo unigénito para la salvación de todos los que crean
en él: *Dios es amor. ¿ P o r qué no simplemente: Dios nos ha amado,
como también se dice ahí? ¿Por qué no simplemente: Dios nos tiene
un a m o r infinito, pues n o s ha a m a d o tanto? ¿ P o r qué no simplemente:
Dios está Heno de amor por nosotros? ¿Por qué: Dios es amor?» m .
Regin Prenter vio con claridad que esta frase joánica no se refiere
sólo a un atributo de Dios, sino al ser o la esencia de Dios como amor.
Y habrá q u e estar también de acuerdo con él en q u e dicha frase da a
entender que el credo de la Iglesia acerca de la dignidad de Señor de 459
Jesús, el hombre obediente, le introduce en el ser mismo de Dios como
el Hijo eterno l*\ Ahora bien, esto último no es u n a consecuencia de la
comprensión del s e r de Dios como amor, sino el presupuesto para poder
llegar a ella. La idea de que Dios es a m o r resultó formidable sobre la
base de la historia de Jesús, aun cuando, desde el punto de vista de su
contenido, lo que expresa es la condición de posibilidad de la comunión
entre Padre e Hijo q u e se nos revela en dicha historia, Pero la cuestión
principal que se suscita aquí es la de cómo describir con m á s precisión
la relación e n t r e la unidad del a m o r divino y la trinidad del Padre, Hijo
y Espíritu* Prenter, basándose en 1 Jn 4, 8 y 16, califica al amor como la
unidad del ser divino: Padre. Hijo y Espíritu. Estos tres no sólo tienen

m KD II/I. 309.
1** Ct. ibid., 319s. Sin embargoP no se puede dejar de mencionar que en un
contexto muy posterior (KD IV/2. 1955. 860s$) Barth volvió a abordar el significado
de 1 Jn 43 y 16 para la comprensión cristiana di; Dios y que lo hizo de un modo
mucho más matizado. Entonces subrayaría expresamente que, de acuerdo con
Jn 10,17 y 14,31, en dichos pasajes se trata también del amor con el que el Hijo
ama al Padre (860). Y termina hablando de) amor de Dios en Cristo con la si*
guíente formulación ejemplarmente equilibrada: «Entonces... en su esencia, es de*
cir, el Padre que ama al Hijo, el Hijo que ama ai Padre y la comunión y repro-
cidad de este amor (como el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu), Dios es en si
mismo dinámico, vivo, eternamente amante y, en cuanto tal, inductor del amor»
(862). Con todo, Barth no corrigió expresamente en este contexto sus formulaciones
anteriores, a pesar de que, a la luz de lo dicho en KD iV/2, la cuestión de la
relación entre la unidad del amor divino y la trinidad de Padre. Hijo y Espíritu
debía ser replanteada de un modo completamente nuevo.
1» R. PUENTE», Der Gott, der ¡Jebe ist* Das Verhaltms der Gottcstchre zur Chri*-
totogie: ThLZ 96 (1971) 401-413, 403.
•*> Ibid, 406: «Pero el ser de aquel hombre obediente, Jesús, no puede ser in-
corporado al ser mismo de Dios —como quiere la fe que le confiesa Seftor— más
que si se entiende dicho ser de Dios como amor-.

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7* El amor divino 463

nidad el Padre a m a al Hijo» el Hijo al Padre y el Espíritu al Padre en el


Hijo y al Hijo en el Padre. Cada una de las personas trinitarias ama a
las o t r a s —el Padre al Hijo, el Hijo al Padre, el Espíritu a a m b o s en su
comunión— y se gana de esa manera a si misma, tal y como lo ha ilus-
trado precisamente Jüngel con su impresionante descripción de los efec-
tos del a m o r e n t r e los h o m b r e s " * . En cambio, cuando el que ama se
a m a a sí mismo en el otro en lugar de amarle al o t r o en su alteridad,
entonces el a m o r carece de la entrega plena, q u e es la condición nece-
saria para que el a m a n t e se reciba a sí mismo de manera nueva en el
a m o r con el que le corresponde el amado.
El a m o r reciproco de las personas trinitarias no hay q u e entenderlo
solamente como una calificación de su actuación al relacionarse unas
con o t r a s , sino como el «poder» que se adueña de los amantes en su
acercamiento m u t u o y los abrasa como «fuego». Jüngel hace bien en
subrayar esto en la descripción de la virtud del a m o r que hacen Hein*
rich Scholz y Josef Pieper m . No son las personas quienes dominan al 461
amor, sino q u e es el amor el q u e eleva a las personas sobre ellas mismas
constituyéndolas de este m o d o en sí-mismas 1 ** Es el a m o r que se revela
en las relaciones recíprocas de las personas que se encuentran vincula*
das amorosamente. Cada u n a de ellas se recibe a si misma de nuevo
desde la otra, p e r o como la entrega de una a o t r a es recíproca, no hay
lugar para u n a dependencia unilateral del tipo de un sometimiento he-
terónomo. La personalidad de cada yo viene constituida por su alteridad
ante un tú. Pero lo que está en la base de la constitución de la persona

frente a Trente, Dios «no es todavía el amor mismo** Pero continúa; serú el envío
del Hijo al mundo lo que «permita la afirmación identifleadora: Dios es amor»
(ibid.). ¿Entonces qué? ¿Es que esta frase no se refiere a la esencia eterna de Dios
con independencia de la existencia de un mundo? ¿O es que la esencia eterna de
Dios no es real más que con el envío del Hijo al mundo, es decir, que es depen-
diente de que exista un mundo? Coincido con Eberhard Jüngel en que la Tri-
nidad económica y la Trinidad inmanente han de ser pensadas como una unidad.
Pero esto habrá que hacerlo de tal manera que sea posible pensar la comunión
eterna de Padre, Hijo y Espíritu como el origen libre del mundo yt por tanto,
también de la «autorrcalización* del Dios trinitario en la economía de la salva*
ción. Es muy posible que también Jüngel piense lo mismo a este respecto <cf.
sólo lo que escribe en o.c.É 6Qs [48]). Pero, por otro lado, la ambigüedad que se
observar en sus afirmaciones aludidas (419 1448]) no es casual. Es expresión de
una problemática que hace su aparición en cuanto se nos obliga a pensar a Dios
no sólo como comunión de las personas trinitarias* sino como una unidad esen*
ctal, abarcante de dichas personas, que seria el sujeto de la donación del amor.
de hecho, el Dios trinitario tiene una subjetividad de esc tipo sólo en la actl*
vidad de las personas ad extra. Lo cual no obsta para que Dios sea ya «antes-,
en la comunión eterna de Padre, Hijo y Espíritu* el amor mismo.

i* Ox., 41lss [4J9ss],


i** O.C.. 4l6s [445s]: sobre H. SCHOLZ, Eros und Caritas. Ote platonischt Liebe
und die Liebe im Sinne des Christentums, Halle 1929, 67. y J. PIEPER. Amor, en
id.. Las virtudes ¡undamentaits, Madrid 1980, 415-551, 551 [1972, 182].
w* Sobre el concepto del yo-mismo, su relación con el yo, y su significado para
la personalidad del yo, cf. mi obra Anthropotogie in thcoh$ischcr Pcrpektive, Go-
tinga 1983, capítulos 4 y 5 (151-235, csp. I94ss, 214ss y 227ss).

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7, El amor divino 4b5

a las personas en la Trinidad y que irradia de ellas como la luz de la


gloria de Dios.
Por tanto, igual que no lo es el espíritu por sí solo, tampoco el amor
es sujeto con independencia de las tres personas* Es la esencia de la
divinidad, cuya existencia sólo se da en el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo *°. Pero él es el poder, la divinidad eterna que vive en el Padre,
el Hijo y el Espíritu gracias a las relaciones que entre ellos se dan y que
constituye la unidad del Dios uno en la comunión de los tres.
Cada una de las personas trinitarias se halla extáticamente referida
a una de las otras dos o a las otras dos y es en esa relación con las
otras en donde tiene su peculiaridad personal propia, su ser-ella-misma
(Selbstsein). El Padre sólo es Padre en su relación con el Hijo, cuando
lo engendra y lo envía; el Hijo sólo es Hijo en su obediencia a la misión
del Padre, que incluye el reconocimiento de su paternidad. El Espíritu
sólo existe hipostáticamente como Espíritu glorificando al Padre en el
Hijo y al Hijo como el enviado del Padre. Ya la doctrina de la Iglesia
antigua sobre las relaciones trinitarias había caído en la cuenta de que
las relaciones entre las personas es lo constitutivo de su ser personal.
Dichas relaciones dejaron de ser consideradas como meramente lógicas
y pasaron a ser pensadas también como relaciones existenciales como
muy tarde desde que se desarrolló la doctrina de la mutua inhabitación
de las tres personas. El espíritu divino vive como amor en la recipro-
cidad de esa inhabitación extática. Y podemos decir aún algo más pre*
ciso acerca de ello porque las relaciones de Padre, Hijo y Espíritu entre
sí no son en cada caso las mismas, sino tan profundamente diversas
que, desde el punto de vista de su modo concreto de realizarse, también 4¿¿
su respectivo ser personal es distinto.

La esfera del espíritu divino existe en la persona del Padre como


fuerza creadora; fuerza que sólo aparece como una figura concreta por
su relación con el Hijo, en el que adquiere dicha figura propia. El mis*
terio divino sólo es invocable como un tú, como el tú del Padre, por
medio del Hijo y en comunión con él, Lo cual implica que siempre que
se pudo invocar ese misterio divino, en Israel o en el mundo de las reli-
giones, estaba ya actuando el Hijo, el Logos divino. Pero tanto en el
mundo de las religiones como incluso en Israel esto no acontecía más
que de un modo fragmentario» pues la plenitud del Logos no toma fi-
gura humana más que en Jesús- No deberla resultarnos demasiado sor-

m
E. JÜNGFX piensa, por supuesto, que la idea del amor de Dios nos evita
tener que distinguir enlrc la esencia y la existencia de Dios (o.c.É 385s (410]). La
imagen de Dios que subyace ahí es la de un *librc sujeto de si mismo justamente
en el acontecer del amor» (386 [4101). Pero si, frente esta concepción de Dios» nos
atenemos al dogma trinitario» según el cual hay que hablar de tres hipóstasis di-
vinas —Padre, Hijo y Espíritu— en la unidad de la esencia divina, la cosa apare-
cerá a una luz distinta. Porque la esencia no tiene existencia ninguna con inde*
pendencia de las hipóstasis en las que "subsiste*.

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466 V7. Unidad y atributas de Dios

préndente que el Hijo se encuentre ya implicado —como condición de


posibilidad— en todo conocimiento humano de Dios y en toda invoca-
ción de su nombre, pues, según la doctrina cristiana, él es incluso el
mediador de toda existencia y de toda esencia crea tura I+
El hecho básico del amor divino es la procedencia del Hijo respecto
del Padre: por parte del Padre, gracias a la dinámica creadora del es-
píritu, la esencia de la divinidad; pero por parte del Hijo, al saberse éste
procedente del Padre y enviado por él, diferenciándose de ese modo a
si mismo respecto del Padre, el origen de su existencia al que reverencia
como Dios uno- El espíritu está implicado en este acontecer también
desde la parte del Hijo, aunque no sea todavía en cuanto Espíritu hipos-
tático. Pero la esencia misma de la divinidad es espíritu. Es espíritu en
cuanto campo dinámico. Al manifestarse en la aparición del Hijo como
obra del Padre, la dinámica del espíritu irradia desde éste, pero de tal
modo que es recibida al mismo tiempo por el Hijo como un «don» que
le llena y que se refleja de nuevo desde él sobre el Padre. El Espíritu no
aparece como hipóstasis propia más que en cuanto se presenta frente al
Hijo, y, por tanto, también frente al Padre, como la esencia divina que
les es común a ambos y que no sólo les une de hecho, sino que les ates-
tigua y les mantiene la unidad en medio de su diversidad. Del Padre se
dice que ama al Hijo desde toda la eternidad y del Hijo se dice también
que ama al Padre, pero de lo que no se habla es de que el Espíritu sea
objeto del amor del Padre ni del Hijo. Lo cual resulta comprensible si el
espíritu es el amor mismo en el que el Padre y el Hijo están recíproca-
mente vinculados, aunque, por otra parte, sea también una hipóstasis
frente a ellos en cuanto Espíritu del amor que los unifica en su diversi-
dad. Pero como hipóstasis el Espíritu es distinto del Padre y del Hijo.
De ahí que pueda no sólo actuar en la creación, sino también ser derra-
mado como «don» en los corazones de los creyentes.

El espíritu y el amor constituyen, por un lado, la esencia común de


la divinidad y, por otro, aparecen en el Espíritu Santo como una hipos*
464 tasis independiente. En el Padre tenemos acceso de otra manera a la
esencia de la divinidad en cuanto persona: sólo a través del Hijo; y, en
este sentido, el Dios uno no se manifiesta en el Padre más que con el
Hijo. Pero, por lo demás, el Hijo es la persona trinitaria que se diferen-
cia con mayor claridad de la esencia divina. Tanto el Padre como el Es-
píritu representan cada uno de una determinada manera a la divinidad
en su conjunto. En el caso del Hijo esto se da menos, pues él no par-
ticipa de la divinidad eterna más que en su relación con el Padre y lleno
del Espíritu del Padre- Es verdad que tampoco el Padre es lo que es
desde la eternidad más que en relación con el Hijo. Pero como lo que
él representa ahí es la función de origen de la esencia divina, su depen-
dencia del Hijo es menos notoria- Sólo nos hacemos conscientes de ello
indirectamente, en la reflexión. En el Espíritu también resalta la unidad

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7, El amor divino 4l-7

de la esencia divina en cuanto tal, aunque aparezca como figura indepen-


diente sólo en relación con el Padre y el Hijo y en su diferencia respecto
a ambos. En cambio, en la persona del Hijo el Dios uno sale de su divi-
nidad. El hijo se encuentra frente a la divinidad en su figura de Padre.
Pero no deja por ello, claro está, de seguir vinculado con el Padre en la
unidad de la esencia divina. Pues saliendo de la divinidad no hace sino
seguir el envío del Padre y, justo autodiferenciándose de 61, permanece
unido al Padre. De este modo es precisamente en el Hijo donde llega a
expresarse como espíritu y como amor la dinámica interna de la vida
divina.
De modo que las personas trinitarias hay que entenderlas como con-
creciones de la realidad espiritual de Dios. Son singularidades del campo
dinámico de la divinidad eterna. Lo cual significa, visto desde las per-
sonas, que estas no existen cada una de por sí, sino en relación extática
con el campo de la divinidad, que las supera y que se manifiesta en cada
una de ellas y en sus relaciones entre sí. Dicha relación con la esencia
divina, que supera cada una de sus personalidades, va mediada por las
relaciones de cada persona con las otras dos. El Hijo no tiene parte en
la divinidad eterna más que por su relación con el Padre, siendo así el
Hijo. El Padre no tiene su identidad de Padre más que en relación con
el Hijo, siendo así, en cuanto Padre, Dios. Y ambos. Padre c Hijo, no
están unidos, es decir, no poseen su esencia divina, más que por su rela-
ción con el Espíritu. Y el Espíritu, por su parte, no es una hipóstasis
distinta más que por su relación con el Padre y el Hijo, en cuanto di-
versos y en comunión en su diversidad- Pues el Espíritu no tiene auto-
nomía personal plena más que cuando se encuentra frente al Padre y al
Hijo en su diversidad, y no ya en cuanto procedente del Padre como
irradiación de su esencia divina

La personalidad humana tiene en común con las personas trinitarias


ese estar referidas a otras personas adquiriendo con ello su propio yo-
mismo extáticamente, fuera de ellas mismas: la única manera de poder
existir como un yo-mismo personal. Son rasgos de la personalidad hu-
mana que no fueron históricamente descubiertos más que a la luz de la 465
doctrina de la Trinidad: el concepto de persona que encontramos en
ésta, constituido por las relaciones, fue transferido a la antropología w ,
La idea de que todo yo vive siempre de una relación con el tú, y de que
se encuentra constituido como yo en su relación con el contexto social,
es una idea que encontró en el concepto trinitario de persona la inspi-
ración decisiva. Afirmar, pues, que el moderno concepto de persona no
tiene nada que ver con el concepto trinitario de persona es algo equi-

*u Véase, al respecto, Anthropologie in theologischcr Perspcktivc. Golinga 1983,


229%, y la bibliografía allí citada, esp. H. MÜHLEK, Sein und Perstm nach Johannes
Dutts Scotus. Beitrag zur Grurtdlegung ciner Metapkysik der Person, Werl 1954»
4ss, 82ss, 90ss.

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468 VI. Unidad y atributas de Dios

vacado ya sólo por eso. Es u n a afirmación que ha servido frecuentemente


de excusa a algunos teólogos modernos que encontraban difícil lo que
el dogma transmite acerca de las tres personas o hipóstasis en el único
Dios. Pero también es verdad q u e hay diferencias significativas entre el
h u m a n o ser persona y la personalidad del Padre, del Hijo y del Es-
píritu.
La diferencia sin duda m á s i m p o r t a n t e está en que la persona huma*
na no se constituye de un m o d o tan exclusivo por las relaciones con una
o dos personas, como sucede en el caso de la vida trinitaria de Dios.
El yo h u m a n o mantiene, en c u a n t o individuo, u n a diferencia respecto
de su relación con cualquier otra persona (humana) determinada w . Aquí
sí que se da aquella diferencia e n t r e el a m o r y el sujeto del a m o r que
Feuerbach le imputaba al m o d o en que se vinculan Dios y el amor- Lo
cual significa que la estructura q u e Feuerbach le atribuía a la compren-
sión cristiana de Dios en realidad no se despegaba de las limitaciones
propias de la personalidad h u m a n a , en la cual la extática personal no se
realiza más que de un m o d o imperfecto. Las relaciones recíprocas exis-
tentes e n t r e las personas trinitarias llenan absolutamente toda su exis-
tencia como personas (su ser hípostátieo), hasta tal p u n t o q u e fuera de
dichas relaciones no son nada en absoluto. Su existencia como personas
coincide» por ello, con el a m o r divino, que no es otra cosa que la vida
concreta del espíritu divino, igual que. a la inversa, la realidad espiri-
tual una de Dios no existe m á s que en las relaciones recíprocas de las
personas trinitarias, con las cuales se define como amor.

Hay una segunda diferencia q u e va muy unida a lo anterior. Como


en el caso de la personalidad humana, la identidad de la persona no está
nunca total y exclusivamente definida por sus relaciones con las demás.
el yo y el yo-mismo aparecen diferenciados en la conciencia que el ser
466 h u m a n o tiene de sí. Si en c u a n t o personas h u m a n a s nos halláramos total
y absolutamente constituidos por un determinado interlocutor personal
y p o r nuestra relación con él, no habría lugar para la distinción entre yo y
yo-mismo. y. p o r tanto, tampoco para u n a autoconciencia como la q u e
habitualmente se da en nosotros. En cambio, en el caso de las personas
trinitarias, el Hijo es total y absolutamente él mismo en su relación con
el Padre; el Padre, total y absolutamente él mismo en su relación con el
Hijo; de tal modo que a m b o s son total y absolutamente en sí mismos
aquello que son en el testimonio del Espíritu. Este, p o r su parte, no es
en su autonomía personal más que el Espíritu de la unidad del Padre y

a* La razón de ello eslá en que el hombre no se constituye en profundidad úl-


tima más que por su relación con Dios <cf. Anthropologtie in ihtol. Pcrspektive,
2l7ss). que es la que le define justamente en sus relaciones personales con los de-
más* Pero dicha relación con Dios se puede realizar tanto en la apertura de la
confianza en ¿I como en la cerrazón contra el (cf. MCHEXN, O.C, 95SS. IOOSS). Una
ambivalencia que no se supera más que cuando se pasa a tomar parte en la
relación filial de Jesús con el Padre por medio del Espíritu (Rom 8É14ss).

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7, El amor divino 469

el Hijo, en cuanto que esta unidad es objeto de su actividad; eso sí, un


objeto que se halla realizado desde siempre en la comunión eterna de la
vida divina.
El amor divino constituye, de este modo, la unidad concreta de la
vida divina en la diversidad de sus manifestaciones y relaciones. Las di-
ferencias personales entre el Padre, el Hijo y el Espíritu no pueden cier-
tamente ser deducidas de un concepto abstracto de amor. Nuestro cono-
cimiento no puede acceder a ellas más que en la revelación histórica de
Dios en Jesucristo. Pero, una vez conocidas, podemos entender dichas
relaciones, y su unidad en la esencia divina, como la realidad concreta
del amor divino que palpita en todas ellas y que lleva a su plenitud la
monarquía del Padre, por el Hijo y en el Espíritu.

b) LOS ATRIBUTOS DEL AMOR DIVINO

Los atributos de la esencia de Dios descubiertos por su acción reve-


ladora, resumidos en Ex 34,6 (Sal 103,8; 145,8) y testimoniados también
por el Nuevo Testamento, pueden ser entendidos todos como atributos
de su amor. Son distintos ya formalmente de los atributos a los que nos
referíamos en el epígrafe sexto: su relación con el amor no es la que se
da entre lo abstracto y lo concreto; dichos atributos son más bien diver-
sos aspectos concretos de la realidad del amor divino. La infinitud —iden-
tificada como infinitud de Dios por medio de la santidad—, la eternidad.
la omnipresencia y la omnipotencia fueron especificadas como descrip-
ción del espíritu divino y éste, por su parte, encontraba la definición de
su contenido concreto en el amor de Dios. En cambio, la bondad, la mi-
sericordia. la gracia y la benevolencia, y» además, la justicia y la fideli-
dad. la sabiduría y la paciencia de Dios, no nos llevan más allá de la idea
del amor divino, sino que son descripciones de las diversas caras que
presentan sus efectos. El amor divino no es, comparado con ellas, un
concepto-síntesis abstracto, sino la realidad misma que da unidad a to-
dos esos aspectos. Evoquémoslos brevemente,

En el mensaje de Jesús el Dios a quien se predica como Padre se


caracteriza ante todo por su bondad y se encuentra por encima de todos
los demás seres (Me 10.18 par.). Jesús recogía así la idea que motivaba 467
en la piedad judía la invitación a la alabanza y a la acción de gracias a
Dios (Sal 106.1; 107.1; 118.1; etc.). La bondad del Padre se muestra no
sólo en que les da cosas buenas a sus creaturas cuando se las piden
(Mt 7,11), sino en que se las regala con independencia de sus méritos
(Mt 20,15)- Su perfección (Mt 5,48) está en que el Padre del ciclo hace
salir el sol sobre buenos y malos (5,45). Se cuida de todas sus creaturas
(6,30).
El centro de lo que Jesús dice sobre la bondad de Dios es la actividad

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7. £1 amor divino 471

tenido no está en «ninguna norma, sino en hechos, en hechos de salva-


ción* 2 0 ', Esta idea central de la comprensión judía de Dios no parece
haber jugado apenas ningún papel en lenguaje de Jesús sobre Dios, aun-
que Mateo hable de la «justicia del Reino de Dios» 2M (6,33) y aunque el
evangelio de Juan haya podido poner en boca de Jesús, cuando ora, la
invocación «Padre justo» (Jn 17,25). Es este un hecho significativo q u e
exige u n a explicación. Explicación que podría e s t a r en q u e el mensaje
de Jesús, efectivamente, no partía de la fidelidad del Dios de Israel a la
Alianza sellada con su Pueblo, sino de la bondad del Dios creador y de
la cercanía del futuro de su Reino, cuya llegada, a pesar de todas las
amenazas de juicio sobre la injusticia de los hombres, lleva también los
rasgos del Dios padre y de su bondad. En cambio, en Pablo, junto con
la cuestión de la relación de la Iglesia con Israel, es la cuestión de la jus-
ticia de Dios la q u e desempeña un papel central- En la argumentación
paulina se trata también de la justicia divina propia de la Alianza, igual
q u e en la tradición judía. Dios se muestra como justo con su fidelidad
a la Alianza (Rom 33-5), a u n q u e deje que también su Pueblo elegido
caiga en la desobediencia (cf. Rom ll,30ss); porque por la muerte ex-
piatoria de Jesucristo hace triunfar su justicia de Alianza (Rom 3,21-26)
para tener misericordia no sólo de su Pueblo, sino de todos (11,32), es
decir, de todos los que aceptan por la fe su acción salvífica en Jesu*
cristo (3, 22 y 26) W l . En sentido semejante hay que entender el recur-
so que se hace en 2 Cor 5,21 a los reconciliados con Dios por la muer-
te de Cristo como manifestación de la justicia de Dios. Ya no se trata

J* G. v. RAO, Teolozta del Antiguo Testamento, voL I, Salamanca 1978. 456 (1957-
370}; cf. todo el epígrafe 453*8 1368-380]. Está tan claro el carácter salvífico de la
justicia de Dios que, según von Rad, hablar de una justicia punitiva serla «una
contradictio in adiecto* (461 [3751). Las explicaciones acerca del uso lingüístico
veterotcstamentario que da P. STUHLU.IOCR. Gereehtigkeit Cotíes bei Paulust Goiínga
1965, 113-145 insisten, con razón, en un «acontecer homilético*, enraizado en el
culto, cuyo contenido es la justicia divina (129). Sólo hay que añadir que ese acon-
tecimiento homiletico se apoya eti y remite a la acción divina creadora de justi-
cia (como dice también Siuhlamacher. o c , 115. con K. Koch). Son particular-
mente importantes las explicaciones de Stuhlmacher referentes a la apocaliplica
(145-175).
2» Sobre la interpretación de esta expresión en el sentido del poder creador de
salvación del Reinado de Dios. cf. P. STUAAIAOCR, o.c. 188*191. Stuhlmacher pone
de relieve 1188) que Mt 6,33 es un añadido del Evangelista a la tradición con la
Que 61 se encontró, pero no entra en la cuestión de lo que pueda significar la au-
sencia de esa idea en la tradición de Jesús más antigua. En Le 1231 la expre-
sión «buscar el Reinado de Dios» aparece sin la añadidura «y su justicia». Stuhlma-
cher interpreta este añadido como expresión de la característica acentuación de la
idea de justicia que se observa en Mateo también en otros lugares*
in Véase, al respecto. U. WUXIENS. La Carta a los romanos. I, Salamanca 1989,
229251 (1&4-202] y el excurso que sigue a continuación sobre «La justicia de Dios-:
251-286 [202-233]. Wilckens acentúa, con O. Kusst que Pablo, en Rom 3,21-26, se
orienta a la «revelación por vía de hecho de justicia de Dios* (188) en la muerte
expiatoria de Cristo (194ss). cuya consecuencia es la justificación del que cree.
Cf. también sobre Rom 3,1-5, ibid., 204ss [163ss].

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7. El amor divino 475

que da testimonio de cómo Dios ama el derecho» 2Té . Hermann Cr*>


mcr se expresaba de un modo menos decidido. Mantenía que la jus-
ticia de Dios es de carácter judicial, pero insistía en que se trata de
una «justicia que juzgando salva»217.
En cierta manera estos precursores prepararon la concepción de
Karl Barth sobre la unidad de justicia y misericordia en Dios. Barth
interpretaba la justicia de Dios como una expresión de la aplica-
ción al hombre de su misericordia (KD II/2 P 432ss). Lo cual anuncia
ya el tratamiento de la Ley como figura y forma del Evangelio, que
viene a continuación en la Dogmática Eclesiástica (11/2, 564ss, 649ss).
Se mantiene claramente que solo Dios es nuestra justicia, «frente
a la cual no tenemos ninguna justicia propia que contraponer»
(II/2, 647), Pero, con todo, Barth cree que de ahí se sigue «en línea
recta» una vinculación entre la justicia de Dios y la «problemática y
la tarea política» (11/1. 434) de restaurar el orden deshecho del
Reinado de Dios (ibid., 427), mirando en particular a los pobres y a
los desgraciados (435). No es casualidad que el mensaje de Jesús, en
cambio, justifique el acercamiento a los pobres y a los desgraciados
de otra manera: no como larca política, sino como participación en
el acercamiento amoroso de Dios al mundo. Tal vez haya valorado
el Nuevo Testamento de una manera más realista que Barth la
complejidad de la «problemática y de la tarea» que aquí se presen*
ta. En cualquier caso, en Pablo la justicia de Dios se refiere exclu*
sivamcnlc a la acción de Dios mismo en la muerte expiatoria de
Jesucristo y a la reconciliación a la que da lugar. A quienes reci-
ben por la fe esa acción reconciliadora se les exige, efectivamente,
un comportamiento acorde con ella (cf. I Cor 11,27*34). Pero esto no
forma ya parte de la divinidad de Dios, y quien no lo tenga en
cuenta acabará por volver a presentar la justicia de Dios como
justicia condenatoria y punitiva, como hace Barth (IV/1 439ss).

Estrechamente vinculada con la justicia de Dios está su fidelidad.


De lo que se trata tanto con una como con otra es de la identidad y
de la consistencia del Dios e t e r n o en su acercamiento amoroso a sus
criaturas. De ahí la típica vinculación q u e establecen los salmos en su
alabanza de la benevolencia y de la fidelidad de Dios (Sal 25,10; 2 6 3 ;
77,9; 85,11; 86,15; 91,7; 108,5; 115,1; 117,2; 138,2). Es también frecuente
q u e en lugar de emet aparezca otra expresión similar: emunnh (Sal 27,13;
36,6; 88,12; 89,25.29.34; 92,3; 9 8 3 ; 100,5). U misma combinación de bene-
volencia y fidelidad aparece también en el prólogo del evangelio de
J u a n p a r a describir la gloria del Unigénito (Jn 1,14: TtXVipTK" %ó$vios xat
áXitfeíaf): la encarnación del Hijo es la acreditación y la plenitud de la
benevolencia y de la fidelidad de Dios a su alianza y, como quiere el pró-
logo de Juan, a su creación. No se t r a t a en realidad de otra cosa q u e de
lo que se describe en otros lugares, sobre todo en Pablo, como la jus-
ticia de la acción salvífica de Dios. Y así, Pablo habla también a un tiem*

2W
A. RiTsaa, Rechtfertigung und Versohmmg II (1874), 1882 12* ed.), I06s y
118. Cf. vol. III, 1883 (2* ed.). 296ss.
*n H. CREUER, o.c., 56; cf. iodo el epígrafe 46*67,

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7, El amor divino 475

gar la divinidad del Hijo--. Con lo cual se presentaba necesariamen-


te la aporta de que la encarnación no significaba cambio alguno para
el Dios eterno mt es decir, que es exactamente igual para él que la
encarnación tenga lugar o no. Otra consecuencia que imponía la in*
mutabilidad de Dios era que todo cambio en las relaciones del hom-
bre con Dios no puede partir de Dios, sino sólo del hombre. De ahí
que el comienzo de la reconciliación hubiera que ponerlo en la sa-
tisfacción presentada por el Dios-hombre en su naturaleza humana
y en representación de la humanidad (Anselmo de Canterburyi Med.
XI. PL 158, 765 C; cf. Cur Deus Homo, I, 8; II, 11). También era su
inmutabilidad la que hacía necesario que el cambio de actitud de
Dios respecto del pecador tuviera que comenzar con un cambio
por parte del hombre. Este fue el motivo más importante para la
configuración de la doctrina escolástica sobre la gratia créala: sólo
cuando el alma humana se encuentra adornada en su realidad creada
por la grana créala puede el Dios inmutable comportarse con ella
de una manera distinta que antes 224 . Y aún a comienzos de la Edad
Moderna iba a dar lugar la idea de la inmutabilidad a otra conse-
cuencia fatal: fue ella la que indujo a Descartes a tener que pensar
que todas las mutaciones observables en la naturaleza habrían de
ser referidas a causas creadas, pues toda intervención de Dios en el
mundo ya creado sería incompatible con su inmutabilidad 2 5 .

A diferencia de la idea de inmutabilidad, la idea de la fidelidad de


Dios no excluye ni la historicidad ni la contingencia de los aconteci-
mientos del m u n d o y, a la inversa, la historicidad y la contingencia de la
acción de Dios no tienen p o r q u é estar en contradicción con su eterni-
dad. Si el tiempo y la eternidad no van a coincidir hasta la consumación 473
escatológica de la historia, desde el punto de vista de la historia de Dios
—encaminada hacia dicha consumación— hay lugar para el devenir en
el m i s m o Dios: en la relación e n t r e Trinidad económica y Trinidad in-
manente. Y en este marco es posible decir que Dios, al hacerse h o m b r e
en el Hijo, se hizo algo que no había sido antes.
El a m o r creador de Dios llega a su plenitud con la fidelidad mostra-
da en los caminos de su acción histórica, es decir, con la revelación de
su justicia de Creador del m u n d o . Porque sólo la fidelidad da lugar a lo
duradero. Si Dios quiere la autonomía de sus creaturas, el éxito de su

zn Atanasio, c. Arian. II, 53ss( cf. ya I, 35ss, 54, 60ss. La encamación no podía
suponer tampoco para Dios «ningún aumento* (I, 48). De modo que el Hijo no
experimentarla «tampoco en su manifestación corporal mutación ninguna* (II, 6:
ainbe áxpCTiTog* iiÉvuiv, xa; \xi\ aXXoioúji£vt>s- ¿v tñ ávfcpwitívii olxovcttía xai T^
£v ?ápxtú itapoutrCa). Según Atanasio lo que la Biblia dice sobre la fidelidad de
Dios es prueba de esa inmutabilidad suya (I1P 6 y 10).
& Cf., más arriba, el capitulo V.
B* J. Aune, Dic Entwtcktunft der Gnadcnlehre in der Hocíischolastik I: Das We-
sen der Gnade, 1942,
™ R. DESCARTES, El mundo. Tratado de la hiz (1630), ed. bilingüe de S. Turró,
Barcelona 1989, I09s [AT XI, París 1967. 37, líneas 5ss]. Cf. mis explicaciones al
respecto en Cott und die Natur: Theologie und Philosophic 58 <1983) 481-300, esp.
485s.

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476 VI. Unidad y atributos d€ Dios

acción creadora depende decisivamente de la fidelidad de su amor crea-


dor, con la que se expresa su eternidad en medio del c u r s o del tiempo.
Igual que la justicia, también la paciencia de Dios va estrechamente
unida a su fidelidad. La esencia de la paciencia se encuentra especial-
mente cercana a la de la fidelidad, porque las dos tienen que ver con la
permanencia en el tiempo, con la identidad de Dios en medio de tiempos
cambiantes. Con todo, a diferencia de la fidelidad y de la justicia, la pa-
ciencia de Dios no se refiere directamente a sus propósitos de salvación,
sino al comportamiento de las creaturas- Porque las quiere salvar, Dios
tiene paciencia con ellas-
Karl Barth ha dicho que la paciencia se encuentra «allí donde u n o
le da tiempo y espacio a o t r o con tina determinada finalidad, allí donde
uno le deja a o t r o en total libertad y le espera» (KD I I / l , 459). Es decir,
q u e la paciencia le deja espacio al o t r o p a r a su propia existencia y le da
tiempo para desarrollarse como es- Si de to que se trata no es de la pa-
ciencia que se le impone a quien contempla impotente el c u r s o de los
acontecimientos, sino de la paciencia del poderoso, que podría muy bien
intervenir en lo que pasa, p e r o no lo hace; y si, además, la paciencia se
refiere a las propias creaturas, a quienes él da total libertad, entonces
esa paciencia es ya ella misma u n a forma del a m o r q u e les otorga a las
criaturas la existencia. La paciencia de Dios no es ni tolerancia indife-
rente ni aguante impotente, aunque valeroso, de circunstancias no mo-
dificables: es un momento del a m o r creador que desea la existencia de
las creaturas. Y espera la respuesta con la que éstas habrán de lograr su
plenitud.

En las fórmulas con las que Israel describía esterotípicamente los


atributos de su Dios (Ex 34,6; Sal 86,15; 103,8; 145,8) » también a la
paciencia le correspondía un lugar fijo, al lado de la gracia, la misen-
474 cordia y la justicia. Israel reconoció en la indulgencia de su Dios con
la debilidad y con los fallos humanos un aspecto esencial del a m o r con
el que le elegía. En ella radicaba la posibilidad de comenzar siempre de
nuevo tras todas las catástrofes y tras todos los juicios. Pero se man-
tenía también la conciencia viva de que era peligroso a b u s a r de la indul-
gencia de Dios. De la paciencia de Dios no se puede hablar más que cuan-
do amenaza su ira; despreciar esa paciencia y esa espera de conversión
hace inevitable su ira (Rom 2,4s).
La ira no es un a t r i b u t o de Dios, pues su acción no está determinada
de un m o d o general p o r ella- Por eso la describen los escritos bíblicos

** H. W. WOUT. Bibl Kommcntar AT, X1V/2, Neukirchen 1969, 58. en su co-


mentario sobre Jocl 23 habla de Que allí —igual que en Jon 42 y Ne 9,17— recoge
y se modifica una «antigua fórmula de confesión de fe». En Joel y lonas la mo-
dificación consiste en la indicación de que Yahvc está dispuesto a arrepentirse de
sus amenazas y. en Nchemlas. en la preeminencia que se le da a La voluntad de
perdonar.

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7. El amor divino 477

como si fuera un afecto que explota de repente (Num 11,1; Sal 2,1 ls) m .
«Se enciende» (Ex 32,10ss; ls 5.25) cuando se desprecia la santidad de
Dios y, especialmente, cuando el Pueblo partícipe p o r elección de su san-
tidad se aparta de é l a . Es decir, que la ira de Dios hace referencia a los
efectos destructores de su santidad cuando entra en contacto con lo im-
p u r o (cf. más arriba junto a las notas B i s ) . Es, por así decir, el efecto
que se sigue, con la necesidad de una ley física, de la infidelidad para
con Dios (Sal 78,7-60; Jue 2,10-22). Pero es un efecto continuamente inte-
rrumpido, contenido o evitado p o r la misericordia (Sal 78,38; Am 7,2ss;
Os 11.8s) OT . La intercesión de Moisés y de los Profetas, la apelación a su
justicia de alianza y la indefensión del Pueblo frente a su ira motivan el
arrepentimiento y el «autodominio* 1 1 0 de Dios: «en un rapto de cólera
te oculté mi rostro por un momento, pero me he apiadado de ti con
bondad eterna» —dice el Señor— (ls 54,8; cf. Sal 30,6). Dios vuelve u n a
y otra vez a tener paciencia con su Pueblo (ls 30,18), igual que después
del diluvio sella y garantiza el orden inquebrantable de la creación
(Gn 8,21s) m por las mismas razones por las que había desatado antes la
desgracia sobre los hombres (Gn 6,6). En su escrito sobre la paciencia
ya Tertuliano caracterizaba, p o r eso, la conservación del mundo p o r el
Creador como expresión de la paciencia que éste tiene: Dios «derrama
por igual la luz del día sobre j u s t o s e injustos» (De pat. 2; cf. Mt 5,45).
Pero la ira se contiene para que el h o m b r e se convierta (Rom 2,4;
cf. Le 13,8). Y, además, para q u e se ponga de manifiesto la fidelidad
de Dios a su alianza en la muerte expiatoria de Cristo, por medio de la
cual Dios mismo elimina las consecuencias destructoras de su cólera
(Rom 3,25s) : ^. Sin embargo, cuando se desprecia el a m o r perdonador
de Dios, su paciencia puede t o m a r aún la forma de la espera del juicio
final, p a r a el cual van acumulando los malvados sus acciones (Rom 9,22s;
cf. 12,19 y Hb 10,26-31).

La paciencia, con su función en el gobierno del mundo, está cerca de


la sabiduría con la que Dios lo ha creado (Job 28,25ss; cf. Prov 3,19s;
Sab 8,4). Sabiduría que también ha estado presente en el envío de los
profetas (Le 11,49) y, según Pablo, en el envío del Kyrios y en su cru-
cifixión (1 Cor 2,7s). La sabiduría de Dios, oculta para el mundo, se ex-
presa en su plan histórico de salvación (iMjaxVjptov) (2,7), revelado p o r el

in F WI.BI.K. Vom Zornc Gottcs. \S62, 11.


2» J. FionNE*. ThWNT 5. 1954, 40J$, 409. En este caso so puede decir con
Hcb 1031: *Es horrible caer en las manos del Dios vivo.»
a* Ibid.. 406ss. Con todo, la paciencia de Dios puede llegar a tener un fin. como
Amos le tuvo que anunciar a su Pueblo: Am 7, 8; 8. 2.
-V! Ex 32, 14: cf* la investigación de J. JEKKMUS citada en la nota 220, esp, 43ss,
52ss, 59ss, 75ss.
231 Cf.. al respecto, G. v. RAD, El libro del Génesis, Salamanca 1977, 147ss (1949.
lOOs).
ZB U. WiLttEKS, La Carta a los romanos 1, Salamanca 1989f 244ss [1978, 196*].
«
478 VI, Unidad y atributos de Dios

Espíritu de Dios —que ha sido d a d o por medio de Cristo (2,10 y 15)—


como anticipación del fin de la historia. «Y así. conociendo este designio
y su puesta en práctica, ya realizada o todavía en curso de realización,
llegamos a conocer la sabiduría de Dios* 113 . La sabiduría divina se ma-
nifiesta de m o d o especial en «cómo Dios se encuentra por encima de la
ley de la retribución automática..* en relación con nosotros y c o n nues-
tros pecados» °*f es decir, en cómo su voluntad de salvación y sus cami-
nos para realizarla no se atienen a ningún mecanismo de pecado-desgra-
cia. Por eso Pablo, después de describir los caminos de la elección de
Dios, q u e «ha encerrado a todos en el pecado, para apiadarse de todos»
(Rom 11,32), irrumpe en la alabanza de su sabiduría (Rom 1133SS)115.
Ya en el antiguo Israel, la sabiduría no sólo tenía que ver con el
orden del cosmos, sino también con la «determinación de los tiempos»
en el curso de la historia **. Dado lo inexcrutable q u e el futuro resulta
para los hombres y, sobre todo, dado q u e Dios se encuentra por encima
de la ley de la conexión directa de hechos y consecuencias en el c u r s o
del acontecer, era inevitable que surgiera la impresión de q u e la sabi-
duría divina se encuentra oculta mientras los acontecimientos del mun-
do están produciéndose. Sólo al final de la historia se podrán conocer
los designios q u e Dios perseguía con ella. La espera del desvelamiento
de esos designios iba unida a la espera de la revelación definitiva del
dominio de Dios sobre el curso de la historia y, p o r tanto, de su misma
divinidad, revelación que se daría con el fin de todo acontecer ™. De ahí
que la irrupción de este final en la persona de J e s ú s supusiera p a r a el
cristianismo primitivo no sólo la anticipación de la revelación defini-
476 tiva de Dios, sino también —en estrecha unión con ella— la manifes-
tación de los fines perseguidos por el designio divino sobre la historia
(Ef 1,9). Por eso se pudo entender a Jesucristo mismo como la sabiduría
(1 Cor 1,24) o logos divino en persona M . Con él llega a su meta el amor
misericordioso de Dios: la meta de la reconciliación del m u n d o . Jesu-
cristo es así —dicho con u n a bella expresión de Karl Barth— «el sentido
de la paciencia de Dios» (KD I V / 1 , 487)- Con el gobierno de la sabiduría
divina se muestra el poder del a m o r sobre el c u r s o de la historia.

Pero ¿son las cosas realmente así? ¿No n o s ofrece la humanidad,


después de dos mil años del nacimiento de Cristo, la imagen de un mun-
do irreconciliado? ¿Lo han cambiado algo los cristianos? ¿No se ha visto
la Iglesia misma involucrada en los conflictos del m u n d o y no ha con-
tribuido ella, con su intolerancia y con sus divisiones, incluso a aumen-

213 H. CREMER, Die christiichc Lehre von den Eigcnschaften Gottes, Gütcrsloh
1897. 67.
& Ibld., 72.
2» U. WILOENS, Der Bric) an die Romer 2, 1980, 270ss.
2* Cf. G. v. RAD. Sabiduría en Israel, Madrid 1985. 329-353 [1970, 337-363),
*n Cf.. m i s arriba. 224ss.
a Cf., más arriba, 229s, 232s.

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480 Vi. Unidad y atributos de Dios

c) LA UNIDAD DB D I O S

¿ E s el Dios e t e r n o y omnipotente —si es q u e existe— realmente «mi-


sericordioso y benigno, paciente y de gran bondad»? ¿Es el Dios del
a m o r realmente todopoderoso, eterno y presente a todo, es decir, ver*
daderamente Dios?
Esta pregunta puede ser entendida como expresión de u n a búsqueda
de m u e s t r a s de la divinidad de Dios en la realidad del mundo. En un
sentido amplio se dirige a la experiencia que se hace de la realidad del
mundo en el proceso de su historia. En un sentido m á s restringido, re-
ferida a la reflexión sobre la relación e n t r e la realidad del m u n d o y la
predicación religiosa de Dios, de lo q u e se trata es de si la realidad del
mundo, tal como ella es, puede, al menos, ser pensada como creación
del Dios de la Biblia. De ello se o c u p a r á n a ú n todos los capítulos res*
tantes de la Teología Sistemática: primero, la doctrina de la creación y
la antropología, pero luego también la cristología, la cclesiología y la
escatología; porque va a resultar q u e el m u n d o y el hombre, tal y como
son. no están todavía totalmente de acuerdo con la voluntad amorosa
del Creador, sino que necesitan a ú n reconciliación y panificación.

Pero la pregunta formulada al comienzo de este epígrafe puede ser


entendida en un sentido aún m á s restringido: como pregunta por la com-
patibilidad conceptual de lo que se dice de Dios como a m o r con la infi-
nitud, santidad, eternidad, omnipresencia y omnipotencia de Dios, Plan*
teada de esta manera se trata de la cuestión de la unidad de Dios en la
pluralidad de sus atributos; en particular, de qué unidad hay entre la
idea del amor divino y los atributos q u e ya hemos presentado en el epí-
grafe sexto como concreciones de la idea de lo infinito, es decir, del im-
47S perativo de pensar lo infinito como verdaderamente infinito. Esta cues-
tión forma todavía p a r t e del tratado de Dios en el sentido estricto de la
palabra.
Lo primero q u e hay que aclarar es el e s t a t u t o propio de la idea de la
unidad de Dios. ¿Se trata de una propiedad más de Dios q u e no hayamos
tratado hasta ahora? Es lo que parece sugerir su inclusión en la doctrina
tradicional sobre los atributos de Dios. Sin embargo, Schleicrmachcr le
ha objetado, con razón, a esta práctica que la unidad no puede ser teni-
da en absoluto por un atributo. Pues «estrictamente hablando nunca
puede ser tenido p o r a t r i b u t o de u n a cosa el q u e sólo exista en una de-
terminada cantidad» ™. Unidad o pluralidad no son cualidades, sino q u e

» Fr. SOUXIERMACUER, Dtr chrisüichc Gtaube (1821). 1830 (2.1 ed.). § 56.1 Schleicr-
machcr lo explica así; *No es una propiedad de ta mano c! que haya dos de
ellas, sino que lo es del hombre el tener dos manos, y del mono el tener cuatro.
De igual modo podría ser una propiedad del mundo el estar dominado sólo por
un Dios, pero no lo es de Dios el ser uno solo.» De hecho en ta historia de la filo-
sofía se consideró ya desde la Antigüedad la unidad del mundo como el argu-

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7. El amor divino 481

caen bajo la categoría de la cantidad. Pero t a m p o c o una unidad numéri-


ca p u e d e ser predicada de Dios si es que no se quiere decir que Dios es
u n o e n t r e muchos. De ahí q u e ya la dogmática protestante antigua haya
d i s t i n g u i d o la u n i d a d n u m é r i c a de la t r a s c e n d e n t a l , a t r i b u y é n d o l e a Dios
s o l a m e n t e e s t a u l t i m a :*': Dios e s u n o y d i f e r e n t e e n c u a n t o tal d e o t r a s
cosas. P e r o incluso la aplicación de esta idea ha de s e r restringida en el
c a s o d e D i o s . D e l a i d e a d e l o v e r d a d e r a m e n t e i n f i n i t o s e s i g u e q u e tam-
p o c o l a d i s t i n c i ó n e n t r e algo y o t r o v a l e sin m á s , sin r e s t r i c c i o n e s , p a r a
e l D i o s a q u i e n h a y q u e p e n s a r c o m o v e r d e r a m e n t e infinito. E n c u a n t o
u n u n o q u e n o e s u n o e n t r e o t r o s , D i o s h a d e s e r p e n s a d o c o m o absolu-
touK L o a b s o l u t o e s t o d o a l m i s m o t i e m p o q u e u n o 1 4 3 , p e r o n o s i e n d o
t o d o e n u n o (lo c u a l s e r i a p a n t e í s m o ) , s i n o m á s allá d e l a d i f e r e n c i a 479
e n t r e u n o y t o d o w , e s d e c i r , c o m o l o u n o q u e l o a b a r c a t o d o a u n tiem-

mentü decisivo en favor de la unidad de su origen divino (cf. Las explicaciones


recogidas más arriba en la ñola 219 tomadas de mis Cuestiones fundamentales de
teología sistemática, 93ss, esp. lOOss [Ip 1967. 296ss, esp. 302s)). También Tomás de
A quino aducía este mismo argumente (STh I, 11. 3). En su caso se trata del úl-
timo de tres argumentos al respecto, de los cuales el segundo deduce la unidad
de Dios a partir de su infinidad, pues varios infinitos simultáneos se limitarían
mutuamente, es decir, que se negarían inevitablemente el uno al otro la infini-
tud. El más débil de los tres argumentos aducidos por Tomás es el primero; el
que parte de la simplicidad de Dios*
í4
° D. HOLLAZ, Examen rheologicum acroamaticum I, Stargard 1707. 337: «Nu-
meras pracdicamcnlalis cst Quantilas discreta, non conveniens Dco; sed numerus
transcendcntalis cst differentia rerum singularium». A. CALOV. Systcma Locorum
theol
:
II. 287.
*- La calificado de «absoluto», que para Séneca (ep. 52, 1) se aplica a lo per-
fecto que no admite comparación, fue empleada por primera vez respecto de Dios
por Tertuliano {adv. Marc. 2,5). Más testimonios patrfsticos pueden encontrarse en
R. KUHLEN, Historisches Wortcrbuch der Phitosuphic 1, Bastlea 1971, 13$. El con*
cepto aparece empleado por primera vez de una manera más frecuente con este
sentido en el Monologion de Anselmo. Sobre la unidad de Dios como unitas abso*
luta, véase especialmente Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, I. 5, 14: «Est
igítur unitas absoluta, cui nihil opponitur. ipsa absoluta maximitas, quae cst Dcus
benedictus.»
2*2 Nicolás de Cusa llegaba a esta afirmación a través del concepto de lo má-
ximo: «Máximum itaque absolutum unum est. quod cst omnia» {de docta ign. I,
2. 1L Pero se sigue también inmediatamente de la relación entre unidad, plurali-
dad y totalidad (cf. I. KANT, Critica de la razón pitra, B 111) cuando lo que hay
que pensar es una unidad que no sea un elemento de una pluralidad: entonces
unidad y totalidad tienen que coincidir. Entre los teólogos más recientes I. A. DÜR-
SER, System der christlichcn Glaubcnslchrc* I (1979), Berlín 1886 (2.* ed,)É § 19, lp
220 llegaba a la conclusión de que la unidad absoluta, es decir, la unicidad de
Dios, habría de incluir también «de alguna manera* la razón de la posibilidad
de todo to demás.
2U De ahí que Plotino llame a lo uno «nada de todo»; cf. W, BEILRWALTCS, Denken
des Binen, Sttidien zar neuplatonischcn Philosophie und ihrer Wirkungsgeschichte,
Frankfurt 198Sf 41s: justamente así es como lo uno absoluto es. según Plotino.
fixcuxv y «no-algo». Muy probablemente habría que decir para ser más exactos
que lo uno absoluto, en cuanto verdaderamente infinito, es a un tiempo algo
y no (sólo) algo. Lo cual estaría de acuerdo con la elaboración ulterior del con-
cepto de la unidad divina por el Areopagita como «unidad en la diferencia» íibiJ..
214), en la cual Bcicrwallcs ve ya en germen la coincidentia oppositorum del Cu*

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7. Eí amor divino 483

dona a la nada a sus elegidos ni tampoco a su creación entera, por man-


tener la identidad de su propio nombre (Is 48,9; cf. 43,25; Ez 36,22s): su-
pera el apartamiento de sus criaturas de él enviando a su Hijo para la
reconciliación del mundo. La unidad de la reconciliación en el amor,
que abraza al mundo y que supera, por tanto, la contraposición entre el
mundo y Dios, realiza la unidad de Dios mismo en su relación con el
mundo. De este modo se supera una primera idea abstracta de la unidad
de Dios como realidad aislada en sí misma, sólo contrapuesta a la plu-
ralidad tanto de los otros dioses como del mundo. El amor de Dios, ma-
nifestado en su acción reveladora, constituye su unidad como unidad de
lo verdaderamente infinito, en la cual se va más allá de la contraposición
a lo otro de Dios.
Igual que la unidad de Dios sólo adquiere su figura concreta, mati*
zadamente elaborada, con la acción del amor divino, así también es po-
sible mostrar cómo los demás atributos de la esencia divina o bien son
manifestaciones del amor de Dios, o bien no pueden ser comprendidos
en su verdadero sentido más que subsumiendo (aufheben) su manifes-
tación concreta bajo el imperio de dicho amor. Este último es el caso
de todos los atributos propios de la infinitud de Dios.
Así, al tratar de la omnipotencia y de la omnipresencia de Dios.
veíamos que la problemática que estos conceptos comportan no halla
una solución más que con su interpretación trinitaria, es decir, enten-
diéndolos como expresiones del amor de Dios. La doctrina de la Trinidad
es la que permite unir la trascendencia de Dios como Padre con su pre-
sencia junto a las creaturas por medio del Hijo y del Espíritu de modo
que se salve al mismo tiempo la diferencia siempre existente entre Dios
y la creatura. A una conclusión semejante llegábamos también por lo que
toca a la omnipotencia de Dios. El poder de Dios, en cuanto poder del
Padre trascendente sobre su creación, no se consuma más que por la
acción del Hijo y del Espíritu: sólo así se ve liberado dicho poder de la
contraposición unilateral de una instancia determinante frente a lo de-
terminado por ella y sólo así llega a realizarse la identidad de Dios en su
voluntad creadora.
Algo semejante se puede decir de la comprensión de la eternidad de
Dios: la contraposición entre tiempo y eternidad se asume y se supera
(aufheben) en la encarnación del Hijo, pues en él el futuro del Padre y 481
de su Reino se les hace presente ya a los hombres* Un futuro que no
sólo recoge en él los tiempos pasados —como se expresa en la idea del
descenso de Cristo a los infiernos—, sino que se adentra tanto en el pre-
sente del hombre que él mismo se convierte en pasado y necesita ser
actualizado y glorificado por el Espíritu. La asunción y superación de la
contraposición entre eternidad y tiempo en la economía de la acción sal-
vífíca de Dios, acorde con la sabiduría de su amor, significa la reconci-
liación de la contraposición entre Creador y la creatura.

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464 VI. Unidad y atributos de Di&

Y. por fin, algo semejante hay que decir también de la misma infini-
tud de Dios: la idea de lo verdaderamente infinito —que exige que se
piense lo infinito y lo finito no simplemente como contrapuestos, sino
en una unidad que supera esa contraposición— de entrada no contiene
más que un mero imperativo, es decir, que le presenta al pensamiento
una tarea que. a primera vista, se muestra como paradójica. En su for-
ma lógica abstracta dicha idea no ofrece aún solución ninguna para la
cuestión de cómo pensar esa unidad de lo infinito y lo finito con una
idea unitaria en sf misma sin desdibujar la diferencia existente entre los
dos términos contrapuestos. Es una tarea que no se puede resolver.
como pensaba Hcgel, por medio de la lógica del concepto y de la deduc-
ción. La unidad plena del concepto y de la realidad en la idea es ella
misma aún un mero postulado de la lógica metafísica- La dinámica que
es necesario atribuirle, en este caso, a la idea supera ya los límites de la
lógica- No se encuentra más que en otro campo totalmente distinto: ¿1
de la dinámica del espíritu; pero del espíritu en el sentido veterotesW-
mentario de la palabra, no en el sentido de su fusión con el pensamiento-
Más en concreto, se trata de la dinámica que se pone de manifiesto en c\
celo que el Dios bíblico muestra por su santidad. Pero la solución de la
tarea de dar contenido a la idea de lo verdaderamente infinito, y de pre-
sentarla así también como una idea formalmente consistente, no se en-
cuentra más que en la idea del amor divino- La concreción trinitaria del
amor de Dios —no sólo en la libertad del Padre, sino también del Hijo
(en la autodiferenciación que le vincula al Padre) y del Espíritu (en la
espontaneidad con la que glorifica al Padre y al Hijo)— encierra en sí la
tensión entre lo infinito y lo finito sin eliminar la diferencia entre ambos.
Dicho amor divino es la unidad de Dios con su creatura que se basa en
afirmarla a ésta eternamente en su particularidad, eliminando, por tan-
to, su separación de Dios, pero no su diferencia respecto de é l M -
482 El amor, como figura concreta de la unidad divina en su relación

con el mundo, representa al mismo tiempo una asunción y superación


(Aufhebung) de la diversidad de los atributos de Dios en la unidad de
la vida divina. No es que desaparezcan sin más las diferencias entre
ellos, pero sólo son reales como momentos de la plenitud de vida del
amor de Dios- Igual que tampoco el carácter relaciona! del concepto de
esencia, ni la diferencia entre esencia y atributos, entre esencia y mani-
festación o entre esencia y existencia encuentran su verdad concreta más
que en la dinámica del amor divino. El amor es la esencia que sólo es lo
que es en su manifestación, en las figuras de su existencia, es decir, en
el Padre, el Hijo y el Espíritu, mostrándose y dándose sin reserva en los
atributos de estas manifestaciones suyas. Finalmente, Dios, por ser amor.

«* Máximo Confesor, Opuse, thcoi potcm. 8, PC 91. 97 A; ct. también PG 91.


877 A, 1113 BC y 1385 BC: y, al resiKCto. L- THUMBERG, Microcosm and Mediator.
The Tkeo¡ogica¡ Anthropology of Maximtis the Confessorr Lund 1965, 32ss*

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7* El amor divino 485

una vez que, en su libertad, ha creado el mundo, ya no existe él mismo


sin este mundo, sino ante <íl y en él, en medio del proceso que, transfor-
mándolo, lo lleva a su plenitud.
La idea del amor nos permite pensar la estructura y la fundamenta-
r o n peculiar de la unidad de la esencia de Dios con su existencia y con
sus atributos, y, de este modo, también la unidad de la Trinidad inma-
nente y la Trinidad económica. Lo cual os consecuencia de que la idea
del amor divino, por su parte, se nos ha mostrado como trinitaríamente
estructurada, de tal modo que nos es posible pensar la vida trinitaria
de Dios como un desarrollo de su amor. Por otro lado, la idea del amor
nos permite pensar la relación de Dios con el mundo como fundada en
Dios.
Sin embargo, con lo dicho no hemos aclarado todavía cómo hay que
entender la relación de Dios con el mundo a partir de la comprensión
trinitaria de Dios.
Una vez que la trinidad de Padre, Hijo y Espíritu, fundada en la re*
velación bíblica, nos planteaba la cuestión de cómo salvar teológicamente
la unidad de Dios, y una vez que la identificación juanea de la esencia
de Dios como amor nos ha ofrecido la solución del problema, ahora nos
preguntamos por la función de las personas divinas en la relación de
Dios con el mundo y por la figura concreta que adquiere, de ese modo,
la unidad de la vida divina en la relación entre Trinidad inmanente y
Trinidad económica. La contestación a esta pregunta es tarea de lo que
nos queda de la Dogmática, con sus diversos círculos doctrinales sobre
la creación, la reconciliación y la salvación del mundo. El amor divino
no alcanza su meta más que con la consumación del mundo en el Reino
de Dios. Con ella terminará también el tratado de Dios. Sólo con ella
llegará a su plenitud el conocimiento de Dios como el verdaderamente
infinito, que no conoce un mundo sólo contrapuesto a él, que lo haría
a él mismo finito. En este sentido, la Dogmática cristiana es toda ella,
en todas sus partes, un tratado de Dios. Tampoco la pregunta por la reali- 453
dad de Dios, la pregunta por su existencia —dada su problematicidad
en este mundo, articulada de un modo especialmente retador por la
crítica atea— encontrará una respuesta definitiva más que con el acón*
tecimiento de la renovación cscatológica del mundo, si es que queremos
pensar a Dios como el amor y, por tanto, como el verdaderamente infi-
nito. En el camino hacia esa meta de la historia del mundo, que va des-
de la creación hasta la consumación cscatológica, las particularidades
de las personas trinitarias —Padre, Hijo y Espíritu Santo— van apare-
ciendo también de un modo más claro. De modo que del avance de la
teología sistemática, hasta su conclusión con la cscatología, podemos es*
perar una comprensión más matizada aún de lo que significa que Dios
es amor.

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ÍNDICE DE CITAS BÍBLICAS
(LQ& números en cursiva remiten a páginas en las que los respectivos pasajes bíblicos apare-
ten solamente en la* notas.)

1, Antiguo Testamento
Gen 9.14 221
2,7 293. 331 10,2 215. 221
33 336 13.2 Is 450
4.6 204 14.4 221
4.26 390 14,l5ss(31) 172. 207
6.6s 474, 477 14.18 221
6,13 204 14,36-38 450
8.21 477 15.3 158
9,8 204 15.11 432
10 161, 204 17,7 215
12.1 220 19.6 432
14,17-20 /5S 19,12 432
15.6 272 20.2 207. 266
18,1-16 299 20,3 /5S. 205, 266
2U3 437 20.4 194
26.24 220 20,5 432. 482
28,12ss 217, 220 20.7 195, 390
31,13 220 24,15 450
32,29 390 25.22 299
32.10ss 477
32,14 47*
Ex 32.34 451
3.4ss 219 33.2 451
3.6 220 33.14 451
3,12-15 220, 223, 246, 265. 33,20ss 465
304,308 , 318, 390, 34.6s 277, 390. 470. 476
429. 439, 482
42 2/5
6.2s 125, 220, *90 Lev
6,7 221. 264 17-26 432
7,5 221 19.2 422
7.9ss 2/5 19,5 414
7,17 221 19,31 214
8,6 221 20,6 214
8,18 221 22,19 414

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índice de citas bíblicas

2,10-22 477
6,15ss 219
Num 6.17ss 2/5
9,15ss 451 8,33 204
ÍU 477 11.24 175. 204
12.6-8 217. 219
14,21 435
23,19 403, 474 1 Sam
3.7 222
3,21 218
Dt 6.20 432
ui 252 9,15 218
4,29s 366 15,20s 474
4,34 216 15.29 474
434-39 2ó7 1535 474
4,35 207. 266 28.6 214
439 207. 221, 266
5.7 205
6,4 282, 482 2 Sam
6.15 482 7,6s 450
6,16 215 7,14 282
6,22 216 22.2 411
7,6 432 2232 411
7,8 207, 459
7.9 207, 221. 266
7,19 215 1 Re
8.5 282 8,12s 450
10,15 459 8,27 447
12,5ss 450 8,29 450
123 298 839 448
12,11 298 1837 221
12,21 298 1839 221
13,2 217 20,13 221
l&.lOs 214 2038s 221
18.15 219 22,l9s 219
I8,2Is 271
26.8 216
26,15 298, 448. 450 Estiras
26,16 432 5.11 192
28,46 216 6.9s 192
32.6 282. 353 7.12ss 192
32,6 285

Neh
Jos 9.17 476
10,12 35
24.19 434
24 J l 249 Job
16.12ss 450
23,2 450
Jue 23,14 450
2.7 249 28,25ss 477
2,10 249 30,19ss 450

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índice de citas bíblicas 4«q

32,8 405 982s 26L 412, 423


ÜA 334 10JL5 470,423
3í.i4ss 2Ü405 101 438
M.Us 405 102.12- 4Í£
42,2 452 102,20 448
102.26-28 435. 422
103,8 220, 469, 422
Sal 103,13 2S2
11 103.1 Ss. 406
2.7 m
282, 322 103.17 435. 470
2J* 125 103 19 442
LU 422 103.20-; 4U
2£ ¿iS 104.24 420
10.1 ss 450 K»:.:N-. 293. 405. 443
10.11 45Q 104 !| 435
2ü¿ 44fl 106.1 435. 469.
:;,IÜ 277.423 107 1 462
26¿ 423 108.5 470. 473
212 412 110.1» OL288
27.13 423 1136 445
30,6 422 11-1 423
22¿ 293 117.2 435.422
i±Á 250. 118.1 469
415 Í:--1-1-' üá
n¿, 262, 275 119.103 412
m
33.14 448 1383 413
3ó£ 423 139 7 «y
40J •HA 139 13-16(14) 412. 449.
•¡2.12 143.7 4311
<>U m
277 I4S.8 390 469, 42fi
c-'.lS 45Q 146.6 435
2í^ 2¿7_
77,9 423
77.155* 262 Prov
78.7-60138) 422 3.19s 422
•:'U-' 449 N.2;:-; 276. 287s. 292, 22S
80,15 445 8,23 322
82,1 204 24.12 412
8-S-l 1 423
«6J5 277, 473. 42fc
US. 12 423 Coh
sm5 450 l?7 405
89J 470
W.I5 470
S9.2.S 423 Is
S2¿9 423 general 205s
Si34 423 Ll 431
ao
902
436
406, 435
U
112
450
420
90,4 406. 436 5.19 420, 449
90 =ss *Lü 5.24 423
2LZ 423 525 422
92J. 423 6 219

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490 índice de citas bíblicos

63 432 Jer
6,5 432 l.4ss 219
63ss 219 1.113 218
7,11 2/5 1,13a 218
8.18 216. 450 3.4 282
9,7 275 10.10 437
10,16 432 15,19 219
14,24ss 420 16.14a 267
193 405 1621 222
2831 250 18,6ss 452
29.15 450 23,18 218
29.24 405 23,21 2/9
30.1 Iss 433 23.22 218
30,18 477 2334 446
31,ls 433 2335 217
313 406. 434 25.11* 227
403 208. 230, 267 28.9 27/
40,6-8 406 29,10 227
40,12s 73 29,!3s 366
40.28 437 313 459
41.4 437 31.20 282
41.14 433 32,17 452
4130 222 3236 453
4U8s 158 3238ss 453
42.1 332. 415 45,4 452
42.9 180
433 433
43,I0s 158. 427 Ez
43.14 433 1-3 219
43.25 485 2,lss 436
44,6 427. 437 3,12ss 217
44.6ss 158 5.13 222
44,9-20 194 6.7 222
453 222 6,10 222
45.6 176. 222 8,lss 217
45,7 452 I2.15s 222
45,15 450 16.62 222
45.18-21 73 20,41 433
46.9 158 20,42 222
«7,4 433 20,44 222
483¿ 180 2434 216
48,17 433 2437 216
49,7 433 34,30 222
49.15 282 3632ss 222, 483
49,23 222 3636 266
54.8 477 37.13 222
60.19s 224 43,4 299
61.15 289. 332 43,7 299
63,15ss 284
63,16 282, 353
64,8s 282 Dan
66,1 447 238 227
66,10 282 9 227

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índice de ckai bíblicas 491

Os 8.1 s 218
2,4-17 I5S 8.2 477
11. Us 459
11.1-4 282
11,8a 477 Jon
11.9 433 4,2 476
13,4 267
14.8 459
Hab <
3.2 299

Jocl
2.3 416 Zac
1.7 436
6¿ 436
14,20s 433
Am
general 2S0
7,2ss 477 Mal
7,8 218, 477 2.10 285

2. Literatura intertestamentariü

Sab Sal 93s 267


1,7 449 1233 287
276
7 477
8,4 420
133 Hen
U 224
Eco 253 436
276 25,7 436
24 33.6 436
42,18s 412
46,lss 287
48,6 287
Bar Sir 52,2 224
224 523 224, 225
2U2ss
208 80,1 224
2U5 106,19 224

IV Esdras
7,42 208, 224 1 Q Hab
9,5 224 7.+6 227

y Nuevo Testamento

Mi 5,44 281
3.16s 327 5,45 285. 353. 469. 477
3,17 332 5,48 353. 469
5.16 353 6.9s 335, 448

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492 Índice de citas blbtkw*

6.10 415 332 331s


6.14 281. 353 4.1 289
6,18 448 4.14 289
6,24 482 431 332
6,26 281, 285, 353 636 470
630 469 732s 216
632 412 8.17 225
6¿3s 471. 482 8,42 332
7,8 366 938 332
7.11 281. 469 1031 289. 343
7.21 415 1032 208. 229, 338
738 18 1037 470
10,26 225 !13ss 335, 433
11.4s 216 U3s 281
1135-27 255 1130 289
11.27 208, 229, 232, 234s. 1130 216
286, 324, 326, 334, 11.49 477
338, 367 123 225
I236s 382 1230 281
1238 289 1231 471, 482
1238 215 13,8 477
1250 415 15.4-7 459
16,1-4 215 15,8 4^9
18.12-14 459 15305S 470
1833-25 281 1532 459
1833 470 16,13 482
21.15 469
2033 335
2131 415 Jn
26,42 415 1,1 ss 240, 255, 257. 263.
28,18 338 315, 329
28,19 290. 326s 1.14 230. 255, 277, 331.
332. 473
1,18 324. 332, 367
Me 2.19 451
1.10 289 3.8 405. 435. 464
1,11 332. 335 3.16ss 33 ls, 389, 434. 459,
137 18 461
339s 289 3.17 331
432 225 333 289
5.7 215 334-36 255
10.17s 286 434 305, 318, 403. 415.
10.18 335. 348. 353, 469 429, 434
1236s 437 434 415
1332 335 4.48 216
1436 335 533 338
537 338
530 415
Le 638s 219
133 339 7.16 18
135 289. 343 739 289
154 412 8.16 331
2.1 9 8,17 290

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índice de citas bíblicos 495

Ti! Hcb
Us 228 l,ls 230. 240. 257. 263
1.9 18 U 332
2.1 18 2,3s 257
2.13 225 2,10 327
w 332
10,26-31 477
1 Pe 10J1 477
U 434 11,1 240
Mi 226 *^
l.lOss 228
1,19» 228 Snnl
4,13 225 129
5.1 225

I Jn Ap
2,1 292 1.1 226. 229
4.8 318. J22, 429, 460, 1.8 437
464 1,17 437
4,13 343 2.8 437
4,16 4ÓOs, 464 19,12s 255, 276
5,7s 327 21.6 437
5,20 328 22.13 437

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ÍNDICE DE NOMBRES
(Los números en eurth'a remiten • plgirvüs donde los nombres rrsucuivos aparecen solamente
en las notas.)

Abelardo. 20, 115. 130. ¿1Z. Ayer. A. I., 52.


Abraham, W. J.. 253s, 264. Azcárate, P. de, 88, 4JÍ
Abramoski. L, 322.
AgusÜn, li 26, 5L 83s. ?JL 770, 128-
131. 133. 160. 184. 235. 236,305-314. Batcr. J. W., ¿21
319, 329s, 342-346. 348. 350s. 356^ 36J, Balthasar. H. U. v.. 109.
32L 3£L 326. 407. 437-442. 444s. Baltzer, Kl.. 212.
agustiníano. 2. 54. 87. 115.318. 152 Bandt, Hy 368.
Alain de Lille. 202. Bannach. K.. 45L
Alberto Magno. 5, 115s. Barr. J., 209s, 219^ 249s. 252,
Alejandro de Hales. 1LL Bartclmus. R.. 22L
Alt. A.. I 5 ¿ Barth, K., XI. XII. XIV. i. 16, 21
Althaus. P.. 67. 77. 373. 4A2. 445. 44-46. 48. 52. 61. 75. 77s. 107-112, 114.
Alting. J., 22. 124, 127. ¡33. 135s. I91s, 209, 24L
Ambrosio de Milán, 3flZ. 245. 246, 249, 255s, 320s, 324s. 328-
Anaxagoras. &L 330, 339. 2x1 354s, 362. 393. 349,
Anaximandro, 80s, 474. 401, 402+ « 6 , 439442. 445. 447. 4Sls,
Anaximrnes, 405. 44L *64. 473. 474, 426.
Andrcu. A.. SIL Bartlcy. W. W., éA.
Anffloco de Iconio, 302^ 150. Basilio de Cesárea. 115. 293, 226. 3JÜ
Anselmo de Caterbury, 23- 52^ 87s. 306. 363.
^ 3 0 9 , 311, 319, 329, 407. 457, 475, Baumgarten. A.. 89s. 41L
4SL Baumgarten. S. J.. 3J¡£\ 353.
Aristides. 4AL Baur. J.. 2L
Aristóteles. SL. 8¿ 9/, 9L 262, 356. Beck. H. G.. 392.
438. 44± Beckcrmann. A.. 12.
aristotélico, 2, t 20ss, 87, 2L 104, Bcicrwaltcs. W.. 240, 309, 438s, 44¿
112. 37£ 384s, 222. 407. 415. ' 4SL
Arminio. arminianos, 315. Beisser. F., 3¿L
Arrio (arriano). 296, 302. 302. 306. Bellarmino. R.. 22.
338. 360. 418. 418, 423, Bcrger. G.. XXXVI.
Asmus, P., 141 Bcrger. P., 148.
Atanasio. 293-298. 300. 303. 302 338. Bergson, H^ 441
339, -347-349. 35& 351, ¿56, 360, 457, Bernhardi. K. R, 194s.
474, 421 Berten, L, 262.
Atcnágoras. 9, 18, 293. Bcsteiro. J.. 124.
Auer. J.. 308. 425. Bianchi. R., 187.
Avicena. 3£L 381. Biedermann. A. E.. 135, 141-143, 144.
Axt. Chr.. XXXVI. Birkner. H, J.. 104, 107, 110.

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«8 Índice de nombres

Bizcr. E.. 35. 314, J2ÍL Cremer. ÍL 33, 399402. 426s, 427s.
Blanshard. B.. 5L 472. 4IL
Blázquez. R.. XVI. C re mona. 112.
Boecio, 305, 311. l & á á L Crusius. Chr. A.. 12S,
Bochncr, Ph.. 21 Cullmann, O., 2Í2.
Bolotov. V. V., 3 J i
Bornkamm, G.. 76, Zfi. 22L 256. Chemnitz, M.. 1 ÍL
Bornkamm. H^ 472. Cherbury. U. v.. 1ÜL
Boussct, W.. 222.
Braalcn. C., X.
Btaun, H^ 72, 2¿± ,. Daecke, S. M., 52.
Bretschneider. K. G.. 4042. £¡2. ¿¿¿, Dalfcrth. L U., éL 67-71. SI, JZfl.
Daly. M.. 2&L
325. 326. Daiinhauer. J. K i.
Brown, R.. 276. 292. 3 i ¿ Decker, B.. 311.
Bruckmüllcr, F., 3ZL
Brunner. E., lfli Descartes. R.. 87-90. 93-96. 98, / / / ,
Buber, M., 464. 112. I21s. 150, 379-383. 397. 429. 446.
Buddcus, J. F., 12. 23, 38*. 101s. 133,
137s. Díetz. W.. XXXVI.
Buenaventura. 87, 2J0_. Dihle. A., 414.
Bultmann, R.. XII. 44. 247. 249, 260. Dilthey. W.. 56,116$.
2fi2. 272, 470. Dionisio ArcopagiU, Pscudo-, 308,
Burén, P. v.( ZíL 222. 376, 394, 429, 457. 48±
Dolch, R, Í27_
Domínguez, A., 3£L
Cfllixt, G.. 1 1 L 2S, 33. ¿2, ZíL Dorner. J. A., 43s. 135, 137, 320, 32¡s.
Calov. A., 28. 3¿ 37s. 127. 304. 31A. ML
316. 3JS, 353, 369. 375. 402. 405. 426. Downing, F. G., 233, 252.
429s. 4&L Drey. J. S. v., 2*4.
Droysen. J. G.. 251
Calvino. J.. 32. M, TL 304. 33L Dullcs. A., 2áL
Campbell. J. L, 6L Duns Escoto. XII. 3. 4*, 23. 25s. 37,
Canclini. A.. 2&
Cantímori. D., U5. 76,189. 320, 374s. 379, 429. 454. étü.
Capadocios (cí. también Basilio y Dupré. W.. ISOs. 155s. L25,
Gregorio). 294s. 300s. 302. 307. 349, Dürkheim, E.. 147s.
418. Dürr. L, 262.
Carnap, R., 5JL Durrant, M., 60, 32L
Cassirer. E.. 373. 3SL
Caleras, «£ 94, 95, Í2L Ebeling. G-, 5, 74, 118, 258-260. 264.
Cayetano. 2JÜ 273S, 395, 426.
Cicerón, 115s. 128s. 160. 328. Ecclcs, J. C. ÍU.
ciceroniano. 131. Echandia, G. R. de, 90. JM
Clarke, S„ 89, 95. 102. 4J2, Edelmann, H^, 41
Clayton. J., 91s, 92. Ehrenberg. H^ JJJl
Clayton. Ph. D., X. Eicher, P.. 124, 217, 247, 262.
Cleante, áQg. Einstcin, A.. 442,
Clemente de Alejandría. Is. Eliade. M.. 1SJ, 193, 199s, £ i ¿
Cobo, J. B.. IX. XIII, XV. Elze. M.. 2. 11-
Congar, Y., 331¿ 342, 344s. Enrique de Cante. 5, SL
Cornehl, P.. 110, 246. Episcopio, S., 3/5.
Cortes, 1L 2iL Erasmo de Rotterdam, 3£,
Craig. W. U 92^ 25. Escipión, El Joven, 22.
Crellius, J., 353, 405. 444. 45± Etchevcrry, J. L., 2S1

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índice de nombres 499

Eunomio, 379. Goichon. A. M., ¿fil


Eusebio de Vercelli, 350s. Grccn. T. H^ 102.
Euscbio de Cesárea. 10, SI Gregorio de Nacianzo. Is, 301s, 307,
332.349. HA
Gwgorio de Nisa. 293. 301. 302. 307,
Farabi, Al-, 22. 313, 349s, 370-372. 376, 379s. 4/8, 422.
Faraday, M., 416. Greiner, F., 122.
Fcil, E.. 7255. Grcivc. W.. tí.
Feiner. J., 331 Griffin, D. R., élL
Ferrara, R., 739. 247, 317, áG2> Grillmeier. A.. 297.
Ferré. N. F.. 69, ¡AL Grosc. T. ü, 102.
Fcuerbach. L.. 97s. HOss. 7/2. UL Grundmann. W.. 322.
163, 165, 191, 284, 322s. 394s. 402, Guillermina, XXIX.
462, 468. Guillermo de Auvcrnia. 407.
Ficino. M., BL Guillermo de Ockham (cf. Ockham).
Fíchte. J. G..97s. Ug, 237ss, 242s. 241 Guillermo de Warc. ASA.
394, 402, 407. 408s. Guitton, J.. iSS.
Fichlner. J, 422. Gunncwcg. A. IL i., 222.
Filón de Alejandría. 240. 293, 299,403.
tíZ
Finkenzeller. J.( 26, 3L Habcrmas. J.. 72, 21
Flacius. M., ¿1 114. Hadol. P.. 42L
Fraijó. M., A". XVI. Haering. Th.. £12.
Frank. F. H. R. v.. 4X Hágglund, B., 2L 2L 32. SL
Frazer, J. G„ 195. Hahn, F.. 286-288.
Freud. S.. 67. III. 173. 175. 283. Hamcrton-Kelly, R.. 287$.
Friedlandcr. A. J.. 262. Hammond, R.. 22.
Friedrich, G.. 332. Harle, W., 4M.
Fríes. R, XIV. Harnack, A. v., 106. 297. 352. éQL
Fuchs, E., 45± Harlmann. N.. XII.
Hase. K., 725.
Hauschild. W.-D.. 293.
Gadamer. H. G.. XII. «/_, 474. Hazard, P.. 36.
Galilei, G.. 3i Heck. E.t 130.
Ganoczy. A., 3M. Heerbrand. J.. 22.
Garcla Morenie. M., iófi. Hegel. G. W. Fr., XIII. 90, 96s. 100.
Gas&endi. ''-'. t04. 110, 110, 112, 135. 138ss. 142,
Gcbhardt, C, 4ÚL 765, 770. 178s. 185-188. 190. 241s,
Geiselmann. J. R.. 22. 248. 317. 320, 330. 340. 365. 385. 391.
jgj. 395. 398. 409. 424. 43J, 434. 462,
Gerhard. J.. 3, 17, 2L IL 3± ¿2, 7A
431. tío. tu.
Gerhardt, G. J., 4J2. Heidegger. M.. 763. 387, 442s. 4JL
Gcstrich. Chr.. 706. Heilcr. F.. 75/ss. I53s. 764.
Geycr. B.. i Heim, K.. 25.
Gibclüni. R., X. Heinimann. F., SIL
Gilberto de la Porree (de Poiliers), Hengel. M.. 286s, ÜL
84,305.311.319. 331 Hcnrich. D-, 87s. 82. 3M. 410.
Gilson. E., 21 379. J a l Hepburn, R. W.. 68.
Ginzo. A.. 9A 103. 134. 170, 177. 214. Heppe. IL. 31±426-
3JL 365. Hermann, J„ 22L
Girgensohn. K., 7/7. Hermisson, J.. 22H
Goebel. H. Th.. 2Zi Herodolo. 8Ü.
Gogarten, Fr.. 108s. Hernnann, W.( 44.

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500 Índice de nombra

Herzog. M.. XXXVI. Jusliniano, UL


Heschel, A. J.. XIV. Justino, 232s, 221 290, 292s, 299, 450,
Híck, J.. 68s. 22. 472.
Hipólito, 297.
Hirsch. E.. Í8.4Q.U6. 120. Í2L Kaftan, J„ 319.
Hodgson, L.t 23L
Hoffmann. P.. 2S6. Kahler, M., 24, 43, 245. 248.
Hólscher. U.. 81, 474. Kambartcl, F„ 7SL
HoII. K., 301-303, 349s. Kamlah, W.. 5L
Hollaz. D.. 38, IQL Ms, 132. 304. 332, Kant, r, 88-91. 95-100, 105. 112. 122.
336. 353. 369, 375, 42L 446s. 4&L 133s, 138s. 237s, 242, 366, 381-383.
Hornig. G.. 3Sss. 394. 395, 397s. 409, 411, 441, 445s,
Horming, E., ISSs, UL 124. 4£L
Horst, U.. 232 Karajan, H. v., XI.
Horstmann, R.-P., 410. Kásemann, E., 15, 228.
Hume, D.. 102$. 133, 134 394. 402, Kasper, W., 85, 110, 115, 323, 330s,
344s, ÍML 348, 353, 358s, 360, 362s,
m. 4io. 373.
Hunnius, N „ í l Heckermann, B., 3s, 314.
Hutter, L, 214. Kees. ÍL. 156s.
Kelly, J. N. D., 291. 301, 302.
Kenny, A., 89, 91ss.
Ignacio de Antioquía, 9, 229, 268, 277s. Kepler, J., 21
Ihmels. L.. 244, 245. Kern, W., 2 i l
Ireneo de Lyon. 20. 232s. 235, 291, Kerschensteiner, J., 406.
292s, 297, « 7 , 472. Kcfller. M.. 231
Iwand, H. J.É 423. Kierkegaard, S.. 22.
Kimball, K. C, 147.
Klein, G., 2£L 271s.
lacobi. Fr. J.. 26. Knierim, R., 264.
Jaeger. W.( 80, 406, 474. Koch, Kl., XVI. 158. 250. 266. 272. 436.
Jaeschke. W., 410. HL
James, W., 68, 123, 141 Koch, T., XV.
Jammer, M., 4/5, 419. Kohler. L, 4¿¡L
Janowski, ÍL N„ 5&. Kópf. V-, 2, U, 20, 23,67,20.
Jaspers, K., XII, 52. Koppen. F.. 232.
Jedin, &. 22. Koyré, A., 379, 3£L
Jeffner, A., 69, ¡Aú. Kramcr, W„ 287s. 222.
Jenófanes, 474. Kranz, W., 4Q£L
Jenson, R. W., IX, 301, 350, 357, 418. Krctschmar. G.( 290j, 292s, 252, 322.
Jeremías, Joachim, 281s, 286, 452. Kuhlcn, R., 4&L
Jeremias, JÓrg, 276, 474, HL Kuhn, J. E.. 362.
Jcrusatem. J. Fr. W., 121 Kuss, 0.f ±1L
Joest, W., 5^ 6/, 402.
Jones, ÍL 25L
Juan, XXIX. Lactancio. 129, 131
Juan Damasceno, 313, 331. 337. 346, U m p é , G. W. ÍL, 29/s, 22£
371, 376, 379s. Lanczkowski. G., 152, ¡54. 187.
Juan Escolo Eriúgcna, 308, 407. Lang. A., 151
Jüngel, E.. IX. XVI, 74, 75, 78, 82, Latour, J„ 2&L
87, 100, 112s, 124^ 256ss, 261s. 323, Latourelle, R., 231, 245.
333s. 340, 356,367, 368,382,395, 412. Laurel, B., 52.
423, 4¿¿. 462s. 464. Leeuw, G. v. d., 151s. 187, 191, 193,
Junáis Fr., 1 414.

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índice de nombres 501

Lehmann. E.. 1M. Melanchton. Ph.. L7_ 22. 3JL TL 1ÜL


Lehmann, K.. ¡£ 3J£ Ifll 107, 115-117. 125. 237. 240. 304,
Leibniz. G. W., 87 s. 88-92. 93ss, 97,99, 114.
418s. 456. Merklein. ÍL 282. 286.
Lengsfeld. P„ 22. Mildcnbcrgcr. F.( 422.
Lessing. G. E.. 237, 316. Miró Folguera, J., i 5 ¿
Lcuzc, R., XV, ¿J5, 1JL ¡42s. Mitchell, B.. 253s. 2úL
Lévy-Bnihl. L., 795. MÓhler, J. A.. 244.
Lewis, C. J., £2. Moltmann, J-, XIII. 124, 261 330,
Lcwis. H, D.. 68s. 340ss. 345s, 352, 356s, 36Í. 362$, 423.
Lcydckker. M., 3¿. Mondolfo. A. y R.. 96, 391.
Leyte, A-, 2AL Mondolfo. R-, 421
Liebner. K. Th. A., 121 321. More. ÍL, 441
Limborch, Ph. v.. 2 i l Mühlen, H.. 342. 4£L
Lindau, ÉL. 95, 3SL 422. MÜhlenberg, E.. XV, 321
Unk. Chr., J4Ü. Müllcr, A. M. K., XIII.
Link, ÍL G.. i í i Müller, G. L„ IX.
Lipsius, R. ÍL. 735, /4J, !4Is. 144,
Locke. J.. 1BL Müller. J., 43, 32L
Loescher, V. E.. 21 46. Müller. M., 141
Loevinger. J.. //9. Musaus. J.. 22. 112.
Loffter. J. Fr. Chr.. i / 1
Lohrcr, M.. 321
Lohse, B.. 21 Z2. Ncuhaus. R. J., X, XIV.
Lomroatzsch, C. tL E., 3ÚL Neumann. J. G.. 3¿.
Lonergan. B.. 346. Newton, L. 22. 448s.
López Domínguez, V., 2áL Nicolás de Cusa. 131. 160. 309. 431
Lowith. K., XII. Nicbuhr, R.. XIV.
Lübbe, H.. 147. IñL Niesel. W„ 27.
Lückc, F., 318, 221 Nielzsche. Fr.. XI, 67, 1U, 161 161
Luhmann, N., 167.
Lührmann, D., 222.
m.
Nilsson, M. P., 224.
Lüicke, K. ü, 23A Nitzsch, C. L. 238s, 243s, 317, 321
Lulero, M.( 14, 2L 29s, 33, 35, 67, 76, Nitzsch, C. L., 237s, 244s.
101. 115-120. ¿24, L70, 240. 26Í.367SS. Nitzsch. Fr. A. B., 3/9.
2ZL 472. Nüssel, Fr., XXXVI.
luterano, 4, 13, 21 32. 2Z. 32. Nygren. A., 121

Mackey, J. P.. 245. Ockham, G., 26.212Z4. 376, 272. 2SQ,


Macquarrie, J., 387s, 2ÜL 454.
Maimónides, M.. 92, 421 Ocing-Hanhoff, L, 421
Marcll, R. R., 151, 195. Ogden. Sch. M.. 120.
Marheineke. Ph. K., 241. Olson. R.. 352^ 3úL
Marías, J., 36. 24, ¡67. Orígenes, 9s. 20. 229. 233-236. 240. 272.
Marsilio de Padua, 26. 291. 293-295. 297s. 222. 222,232. 403s,
Martcnscn. tL L., 13S. 411
Marlin, G„ 3S&.
Martínez Camino, J. A., IX-XXIX.
o», IL. zi
Otto. E., 124.
Martínez Roca, ££. Otto, R„ 68, 121 I48ss. 152. 181 187,
Mane, K.. LLL 161 161
Máximo Confesor, á&á. Otlo, W. F., 201
Mazzarella, P„ 52. Ovejero y Maury. E.. 9JL 24L 340. 324.

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502 índice de nombres

Pablo VI. 341 Ramsey. L T., 68, 73^ 146. 164, 211
Paternas, G., 360, 392. Ratschow. C. H, 3, 38, 164. ¡94. 31£
Panailios, 22. 375. 378. 386. 389. 42Ú,
Paredes. M." del C. 118, Raizinger. J.. 30, 3¿
Parménides. H. Rcdmann. H.-G.. 366. 456,
Pawlikuwski. J.. 2SL Reinhardt. K... áÚá.
Pedro de Aillv (Petrus de Alliaco). Reinmuth. O., XXXVI.
Rendlorff. R.. XII. 158. 22JK 222.
32L
Pedro Lombardo. 20. ¿i 305, 311. 246s. 264. 266. 268. 212,
Penelhum. T.. 412, Rendtorff. T„ XII. 40, 74, 231
Pettazoni. R., 1£L Rengslorf. K. H^ 216.
Petuchowski, J.. 266. Reschcr. N.. 5± 58,
Pfaff. Chr. M., 42. ¡28, 232. Ricardo de S. Víctor. 309s. 312, 321.
Pfleidercr. O., 135, 140-145. 321
Philipp. W.. 21 Ricoeur. P.. 412.
Picper. J., tíL Ripalda. J. M.' 340,
Pike. N.. 4Ü Rilschl, A., 44. 21 104-107. ¡OS. ¡4¡.
Pilato, P., 5A 319. 453, 472s.
Platón, ls, 8, 82, 84. 9_L 129, 2/5. 385. Rilschl. D„ 250.
¿2¡L i£LáᣠRivera de Rosales. J.. 241.
platónico. 77,106.311.315.403.407. Rivero. D. G.. 21
437s. 443, i&L Rivkin. E., 282.
Plalt, J.. 22. 1QL USs- Robinson. J.. XV.
Plcssner. H,. 166. Roces. W.. 2áL
Plotino, 240, 407. 424, 4JJL 441-444. Róhrichl. N.. 150.
449, i¿X Roland-Gosselin. M.D.. Av\
PohLcnz. M., Z2, S j . íü Roloff. 3.. 332,
Pohlmann. tL C 264. Rolhc. R.. 135, 243-245. 248. 259, 22U
Polanus. A., ¿1 Roura Parella. J.. Í73.
Poscidonios, áQó. Rowe, W. L.. 89. 21
Poitier. B.. /A:.
Poilmeyer, tL J-. 21£
Prenter. R.. 46^ 464. Sabelio. 297.
Prcul. R., éÚH Sack. K. H^241.
Preus. R. D., 3, /£ 29, 3J, 3J, 37s. ¿21 Sartorius, E., 32L
Prisciliano. 297). Sauter. G., 4, 9, / 5 7 Í .
Procksch, O.. 2/7. £ ¡ ¿ Scaevola. P. M-, fil
Proclo. 240, 308. Schader, E.. 46.
Ptolomeo, ptolomeico. 22. Schaefcr, A.. 407.
Puntel. L. B., 25. S± Schecler. S., 221
Schecbcn, M. J.. 369, 416,
Quenstedl, J. A., ¿S, 3¿ 33. 35, 37, Scheffczyk. L.. 308.
¿fi.22. 362. Scheler. M., 166s.
Quine. W. V. O.. á¿ Scheü, FL 4 2 i
Schclling, Fr. W. J.. 141. 241s.
Scherzer. J. A., 1
Rad. G. v.. XII. 65. 158. 218. 221. 249 SchUler, Fr,. ¿ 2 1
264, 27Ss, 298, 405. 4/9. 432, 43¿ Schindler, A,. 307s.
436, 471. 477s. Schleicrmacher. Fr. D. E.. XXIX. 7.
Rada. E.. 44± 4147. 68, 7J7, 98, 103-110. l l l s , //9,
Rahner, K.. XIV. 24, 66, 74. 98s. /22, ¡25. 134-137. 138ss, 142, 146-1S2.
124, 328, 333s. 346, 353. 354-357. 165s, 177ss. 2I3s. 239. 315, 317, 325,
Ramos, R., /47. 394, 395, 425, 429.~43~/.1T5, 480.

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índice de nombres 505

Schlick. M., 58. Spielt, i-, 320^ 443,


Schlink. E., XII, 14, 422. Spürschill, G., XIV.
Schlüter. D-, 2L Staniloae, D., ¡04, 342, 392,
Schmaus, M., 29, 308. 32L Siaudcntnaier. F. A., 3áL
Schmidt, E. A., 445. Siead, Chr., 375, 402.
Schmidt, M. A.. SL 3Ú5. Stegmüller, W., 58.
Schmidt, P. W„ 152. Stcnzcl. J-, 2 ¿ 1
Stcphan. ÉL. 319.
Schmidt. W., 151 Stockmeier, W„ 235,
Schmidt, W. !L 22L
Schmiihals, W.. 228. Stocbc. H. J., 470.
Schmitt. F. S„ 52^ ¿Q2. Straup\ D. Fr., 315, 324.
Schnakenburg. R.. 277. Slraup, G.. 236.
Schneider. H_ J., 1Ú2, Sirau0. L.. 408.
Scholdcr. Kl., 3L JJ, 3L Streng, F. J., 147.
Scholz, H.. 164. 323, 463. Strolz, W., 2áL
Schrade. H,, 124. Stuhlmachcr, P., 41L
Schragc, W., 281, 285s. Stupperich, R., 116.
Schrcnk, G„ 4JA. Suárez, F„ 3ÜL
Schulte, H^ 225. Swinburnc, R., 412.
Schürmann, H, 282. Szabó, A., ¿S.
Schüsslcr Fiorcnza. F., IX. Szekeres, A., 707.
Schüite, H.-W.. 1M.
Schwarz, C, 735, UL
Schwar/., R., 12SL Taciano, 2, 3JXL
Schwcizcr, E., 289^ 405. Tales de Milcio, 8L
Schwólber, Chr., 400. Teófilo de Antioquía, 292.300.442.
Seckler, M., 26. 135, 214. 217. 238,
Sceberg. R., 244. Tertuliano, 83, 115, 235, 293. 224. 297,
Scidl, IL. £2. 91$. 300, 302, 404. 4'2, 481.
Thcunisscn, M. 464.
Semler. J. S., 36s. 39-42. 47^ 106. 128.
138. 237. 304, 315. 326, Thierry de Chartres, 309, 4S2.
Séneca, 482. Thurneysen, E., 32L
Scrapio. 298, 302. Tiele, C P., 152.
Scrvet. M, 321 Tillich, P., 124. 147. 177, 387, 442.
Seters, J. v., 158. Tindal, M., 22. ¡Oís.
Scybold, M., 231 Tüllner, J. G., 128.
Sicgfricd. Th., 322. Tomás de Aquino, 2, 5s, 17, 18, 20,
Simeón, 2_ 2¡s. IX 2bs, 53, 26. 85, 86. 91-93.
Simón, R., 21 91 100. 115, USL 215. 232.2AJL 310-
Sína, Ibn* (cf. Aviccna), 22. 313, 3jfi.i3i.Í3A 353. 371s, 373, 375-
Slcnczka, R.. J a l 379, 385$. m, 393, m 403s. 424,
Smilh, W. C, ¿22, 130,153. 155. 435, 44L 445, 454, 464, 472, 45/.
Snell, B., SO. Track, J., 62. 69$, U,
Snidler. L, 2S2. Tracy, T. F., / i 3 . /22. áOL
Sócrates, &L Trillhaas, W.. 146.
Soderblom, N., 123, 125, 148. 152. 155. Troeltsch, E., [23, 131 LfcL
432. Turró. S., 421
Souvcrain, 315. Twesten, A. D. Chr., 222.317, 325,345.
Spaemann, R., 147, ¡62. Tworuschka. ü„ 154, 171.
Spalding, 3. J., 128.
Spcner, Ph. J., 38. Ü
Spinoza, B.. üi 36, 402, 407s, 4JL Urlsperger. J.. 325. 328, 121
419. 424, 441 Ursi(nuS), 77. 311

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5W índice de nombres

Valentín, 291. Weiu. G., ¿22.


Varro M. r., SI WeSieimann. CL, í(í5.
Vela. F.. m> Weth, R.. MIL
Verbeke, G., áQú. Whitehead. A. N.. XIII, ÜS.
Vcrhocvcn. T-, 297. Wifkert, U., 2.
Vermes, G., 22¿ Widcngren, G., l&L
Verwcyen. LL J., 2M. Wicland. W.. 23L
Vesey, G. N. A., £¡2. Wilckcns, U.. XII. /£ Z£L 122. 227-229.
Vicente de Lcrin, M, 1¿ 2J£ ¿ffL 28$. 327, iHL 470$, 4JL
Vidal Peña. SL ¿2. «*• 477$.
Vischer, L., 345. Wilcs, M., 253s, 291-294. 297.
Voegelín, E.. IM), 2QL Wilson. J. A.. 160.
Vulk, ÍL, JOÍ. " Windelband, W., 148.
Wirsching, J., 4±
Wittgcnsiem, L., 52.
Waardcnburg, J., 155. Witlich. Chr., 25.
Wagcnhammer. H^ 134 Wobbcrmin. G.. 143.
Wagner, F., XV, /J5, I4& ti£ ¡63- Wüllf. Chr., 82.
IM. 169. ilú. 409. 452- Wolff. ü- W., 158, 264. 272, 27& 405,
Waldenfels, IL.2 ^ 247s, 2áL 4J±4J¿L
Wallmann, J.. i 2& 32. TL Wolfsan, H. H, 4JLL
Wcbcr. F., 421. Wr'ghi. E.. 2iQ_
Weber, M.. 173, 125.
Wcdcr. R» ¿52.
Weischedel, W.. i l í . Zacarías de I.ingcnthal. C. E.. LL
Weip. J., 269. /illepen. !>., 154.
Wclch, C, ¿ 2 i Zimnicrli. W., 219-222. 247, 264. 47(1.
Wendebuurg, D., Jdfí. Zuinplio. ü 132.

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ÍNDICE DE MATERIAS

Ahba, 2S2 Antropomorfismo, antropomorfo,


<cf, padre) 190, 194, 26L 367, 394s, 399, 402,
Absoluto, ¡0,54.55.98. 112. 123. 141. 406ss, 453
169. 178. I88ss. 24L 211 321, 424, Apocalíptica, apocalíptico, 182. 208ss,
m 219, 224ss. 246, 266s. 277. 2SL
carácter absoluto, 56, 454 Apologetas, 9, 20, 297. 306, 336
tesis del carácter absoluto, ÍM Apologética, apologético. 9, 23, 49,
Acomodación, 15 U& 141 202. 298s, 309
idea la acomodación, 35s, 22* ¿2 Apofático, 222
teoría de la acomodación. 35 Arislotelismo, 382, 454
Accidente (cf. sustancia) aristotélico. 2, 20, 22, 87^ 89^ 97,
Acción <cf. Dios, acción de) 104. 111 112, 373, 384ss. 396ss.
concepto de. 251 407, MI
sujeto de la. 251 Arminianos. 24. 22* 41
Afirmaciones/proposiciones. 12, 24, Arríanos, 296ss. 302, 306. 338. 349.
57ss. 65ss, 136s. 168. 122 418, 474
Alianza. 1£L 207, 283s. 453, 474 arriano. 295, 220. 260. 230. 418. 422
Alienación. H0, 163 arrianismo 303
Alma, 82. 115. 118, 122. 2ML 201 308, Articulo de fe (cf. fe)
313. 330, 406, 441ss, 425 Aserlórico. 59, 62
Amor 482 Ateísmo, ateo. 4& 67, 97s, 131 161.
tef, Dios: es amor) 183, 12L 358, 221 221 4fi5
Amor al prójimo. 2&5 disputa del. 97, 194
Analogía, análogo. 201372s. 393s, 4Ü Autoafección del yo. 441
441. 444 Autoafirmación. 98. 109. 112. 198
concepto de la, 373s Au toal i c nación. 1 lü
doctrina de fa, 372ss Autocertcza (cf* certeza)
(cf. Trinidad) Autocomprensión. 98^ 165
Angeles. 226, 229. 299. 451 Autoconciencia. 98, 141. 147. 166. 409.
Anticipación, 48,56.57.99. 201.246ss. 411. 468
2fil 2í¿L 274. 252. 389, 400. 441 479 Autoconocimicnto, 112
anticipativo, ¿2 Autoexperiencia (cf. experiencia)
anticipar. 287, 389. 423 Auto-malentendido. UOs. 162
An ti modernismo. 22 ALILUÍ realización, 419. 424ss
Antitrinitarios <cf. Trinidad: doctri- Autoridad, 22. 41 72. I63s, 221 262s,
na de la) M . 222
Antropoccntrismo. antropocén trico, ciencia de, 52
3, 46, m crítica de la, 232
Antropología. 8£ I06ss, 134. 136. 152. fe en la. 25
169. 187. 462 idea de, 226
antropológico. 63, 94ss, 1 1 ^ 112s. instancia de. 26
UL 121122. 145ss, 162. 394s. 442 reivindicación de. 261 228
4

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506 índice de materias

vinculación a la. 262 lugar histórico de un concepto


(cf. Iglesia, Escritura) dogmático, 212
Aulotrascendencia. 98s, 166 fantasía poética del. 256
Conciencia. 115, 118ss, 163
(cf. sindéresis)
Barthianismo. 170, 242 Conciencia de Dios (cf. Dios)
Bautismo, 200. 290 Confianza, confianza básica, 99,120s.
Bien. el. 91. 124. 443 125, 162
(cf. Dios) Conocimiento de Dios (cf. Dios)
Budismo, 152 Conservación, 03, 446. 455. 422
Contingencia. 385. 400. 42L 422. 440.
454. 475
Campo. 390, 415ss, 464, 462 argumento de la. 22
— de energía. 415ss. 444 prueba de la, 90s, 93s
concepto de. 415s Contradicción, principio de no, 31
fenómenos de, 415 Conversión, experiencia de, 44, 47.
teoría de, 415, 442 140
Cartesianismo. 37, Ul Cosmos. 71s, 80, 82, 163, 261, 416. 420,
Catafático. 372 422
Categoría(s). 71^ 122. 248. 257. 278, orden del, 65s. 72, 74. 232. 266, 428
481 Creación. 25, 49, 60s, 7JL 102. IMs,
doctrina aristotélica de las. 326 161 12L 126. 204. 206, 225, 285, 295.
tabla kantiana de las, 392 296, 299, 305, 354ss, 369. 390. 393.
Catcquesis. 221 419. 423, 436s. 440, 444, 442, 452ss,
Causalidad. 322 472. 473, 480, 482s
argumentación de. 379 fe en la creación, 97, 158, 199. 204.
concepto de, && 208
inducción de, 376 Creador, 6, 5Ü 6L 72s, 82ss. 97. 109,
principio de, 22 116s, 15£L 168ss. 197. 204. 207. 374.
relación de, 374, 322 378, 385, 422. 452ss. 470. 475s. 482
cadena de, 3SQ Crcatura. 6, 7£. 7.2» fifi. 2SL 285, 335s,
Certeza, 44. 48, 5_L 14Q 365, 124, 378, 393, 395, 423. 434, 44Is,
— del cogito, 381 445, 447, 425, 473, 475s. 483
— de Dios. 44, 86, 242s autonomía de la, 421, 448, 457. 425
— de la fe. 30, 44, 51, 59s independización de la, 457s
— de si mismo. 44 Credo. 13ss, 4JL 461
— de la verdad. 37, 5J Cristianismo. 9, 13, 32, 41s, 5_L 74»
cercioramiento, 24, 5Is, 162 109. 111. 127s, 130. 138ss. 17g, 179.
principio de, 86 184. 191, 215. 241. 262
fundarnentación de la. 43s carácter absoluto del. 137ss, 140.
Cielo. 436, 446s. 448, 450s 143s
Ciencia, concepto de. 20, 154 esencia de!, 128
Complejo de Edipo, 163, 283 verdad del, 44, 131, 137ss. 140, 143
Comprender. 100, 365. 222 Cristo, revelación de, 77, 145
Confesional (controversia). 46, l?8. Crístologia (primitiva). 230, 269, 286s
Concepto, conceptual, 89s. 95, 100, Crítica, crítico, 24, 26, 41. 43, 62, 68,
141. lü 178s. 366, 373s. 377, 383, 96, 100. 113. 137. 143. 183. 196. 237.
m 239. 242. 247. 250
Crítica de la religión (cf. religión)
comprehensión, 322
concepto del, IZfi Cruz de Jesús. 226,246, 231, 340s. 356,
conceptualización. 246 362
forma conceptual. 324 palabra de (anuncio de la) cruz,
historia del. 212 231

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índice de materias 507

Culpa, conciencia, sentimiento de, (cf. infinito, lo)


67. 111. 1¿3 incorruptibilidad. 80s, 435s
Culto(s), cúllico. L 1L 22. 128ss, 146, inmensidad, 42L ML 443
186. 196-ss, 262. 433 inmutabilidad, 81, 307, 313, 359s.
— de Dios Icf. Dios) 426ss, 437ss, 474s
imagen de, 194s, 132 ira. lOls. 452. 474. 476s
lugar de, 156, I97s justicia, 226. 230, 296. 425, 435,
reglas de. 122 454, 469ss
justkia de alianza. 471s, 422
justicia punitiva. 471ss, 474
Dubar, 217s, 271 misericordia. 236.421469ss. 469s,
(cf. Palabra de Dios) 479s
Decálogo. 194s omnipotencia. 377, 396, 425.431 ss.
Definición/dclcrminación, 161, 209, 45|ss. 469, 479, 4l3
452, 426 omn¡presencia. 326. 422, 431ss,
Deísmo, deístas, deísta, 22. 10ls, 109. 446ss. 469, 479, 481
112. 133, Ü2. 218 omnisciencia, 396, 412. 425
Desvelamiento, desvelar, 206s, 218. paciencia. 466. 476ss
222ss. 226, 231s. 235 perfección. 376, 2£P_
(cf. revelación) sabiduría, 276, 287, 292s. 297, 426,
Dctcrminismo. determinista. 42L 454 424, 469, 477s, 482
Didaché, 1& santidad, 426, 431ss, 457. 469, 479
Didaskaüa, 12 santidad celosa. 158, 4 J Í 482ss
Dios, 56, 63. 119ss. 152. 168. 181 iSS simplicidad, 2QL 212. 27X 377s,
— es amor, 322s. 34L401. 429_ 44_L 386. 393. 396. 404. 481
4 5 i 455, 456ss. 450485 sublimidad, 365, 404
— v esencia. 376-390 unicidad, 71. 158. 205. 207. 266.
acción de. 16. 50. 100. 108. 152. 181 377,482
200, 213, 218, 211ss, 244, 399ss, unic¡ad, 49,57,71, 81, 84, 90^ I54ss.
413. 417431. 454, 479 183, 194, 197, 362, 367s. 376.
atributos de. 86. 305. 312, 348, 350,
36548S 407. 422. 480ss
— y esencia de. relación entre, autoconcicncia, como, 24L 41Í2.407.
376. 390402. 426ss auloidentidad de, 360,226, 419. 425,
arrepentimiento, 275s. 474, 422 442, 482ss
benevolencia, 435, 469, 423 autointerprctación de. 256
bondad, 377. 425, 435, 454, 469ss, automanifestación de, 2£5.208. 212.
482 210ss, 22L 223
carácter/condición espiritual. 8.1. automost ración de, lOfí, 170, 210ss,
402417. 428 221. 478s
carencia de origen, 302, 337, 370, futura, 182, 184, 207s. 230, 277
379 indirecta en la historia. 201. 246,
eternidad, 8L 358. 377. 395. 402. 277
40S. 416. 425, 428, 431, 435445. autopatcncia de, 321. 330
451, 455, 469, 475, 479, 483 autorrealización de, 419. 423s, 45S.
fidelidad. 4fi9. 473ss. 479, 482
fidelidad de alianza, 42L 473.422 autorfepetición de, 423
gloria. 208ss, 219. 224. 265. 277. bien supremo, como, 25. 86. 144.
299. 392s, 433, 443, 450s, 465
gracia, 469s. 475s. 479 causa primera, como, 23, 240, 307,
incorporalidad, 405s 212, 222. 377ss, 394ss, 4QS. 426.
infinitud. 371ss. 395s, 429ss. 431- 429. 4á5
458. 469. 483ss causa sui, 424

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508 Índice de malcrías

Dios (cotit.i idea de, ls. 49s<¡. 65ss. 79, 90. 93ss.
concepto de, 53, 70ss, 188ss HOs. 123, 134, 142, ¡47, 155, 169ss.
conciencia de. 86, !<& 121ss. 132s, 382s, 386. 396. 428
144. 150s. 182. 3J& intelecto, como, 312. 402.4Q7s. 41 ls,
conocimiento de, Iss, 56s. 76ss, 115
114ss. 127ss, 160. 191. 193. 204. libertad de. 82. 276. 391 40L 407,
221, 23 ls, 265s. 305, 365s, 369, 485 422s, 445, 453ss, 484
cognitio Dei acquisitu, 79, 114ss legislador moral, como, 238
cogniíio Dei innata/ínsita, 72. mismidad de, 432
114ss naturaleza de lo divino. L 80ss,
cognitio Dei natutalis, 76ss. 85. 129, 396. 407
114ss nombre, el, de. 80. 99, 195. 204.
cognitio Dei supernaturalis, 2á. 221. 222s. 246. 265. 334. 390. 433.
85 450. 483
— sólo gracias a Dios mismo. 2, origen, como, 6. 7Is, 80ss, 99. 169,
7s. 9, 16s, 75^ 78, 100, 129ss. 275, 379. 387. 420, 427, 439. 455.
203ss, 24J, 252, 256s, 261 479
(cf. revelación) pensamiento (cf. Ñus), 308
culto/veneración de, 77, 86^ 101. persona, como, 97, 1£9, 3g7_, 394,
UL 128ss, 184s, 2Ü3 402s. 461s, 465ss
deus absconditus/revelatus, 258. personal. 240, 402s, 408, 440
261. 367s poder, la divinidad como, 145. 151s.
devenir de. 358 158. m, 185, 187,190, 193ss. 222,
•/(.lidio* y «hecho- de Dios. 245s, 22i
249, 25ÓSS. 161 problcmaiicidad de {estar en cues-
«Dios en general-, 427s, 434 tión). 60s. 100, 182
-•Dios., la palabra. 65-75. 273. 328. prototipo de las ideas. 308
366, 412 pruebas de, 23, 75, 86ss. 93ss. 105.
divinidad de. 6. 50. 55. 61. 136. 182. 112, 116, 123, 137, 266, 3_78_, 380ss,
212. 248. 258, 265, 268s, 356s. 360, 408, 424
473. 479 razón suprema, como. 403s, 407s
doctrina d e , 79ss. 367. 382, 422 realidad de, 7, 45, 50s. 5^ 60ss.
estructuración de la. 303ss, 312. 85, 127ss, 135s, 154, 164, 167s, 231,
324s. 369 368s. 428
ens necessarium, 87ss, 100. 3J0 (la realidad) determinante de
ens perfectissimum, 89ss. 384 todo. 120
ens realissimum, 382ss problematicidad / cuestiona-
esencia de. 259, 265, 307s, 354ss, miento de la, 50, 53, 64. 182s.
231
— y existencia de. 376-390. Í2fi unidad de la. 154. 156. 159. 212
— y atributos. 3.2&402 reinado de (cf. Reino de Dios; mo-
incomprehensibilidad de la. 366. narquía del Padre)
370ss saber, el. de. 4, 6, 396, 402ss
espíritu, como. 305, 310, 415ss. 429. ser, como, 98s, 117, 304, 385sS
464 subjetividad de.327, 324s. 329s, 462
espíritu absoluto, IOJQ, 317, 320, sustancia, como, 97. 387, 394, 407.
330 446
espíritu autoconsciente, 316s, sujeto, como un. 319s, 363, 401s.
409. 424 417, 419. 42Is, 460ss. 465ss
essentia spiritualis infinita, 314. trascendencia/inmanencia de, 195,
361, 375, 402. 430. 462 197. 298s, 360s, 362s, 387s. 398,
existencia de. 23, 39, 8L 86ss. 113, 447ss, 481
132. 167. ¡89, 359. 325 uno. 10, 308, 407, 184

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índice de materias 509

Dios <conl.) concepto de, 35L 2áL 383s. 385B,


verdad, como, 53s 426s
vida de, la, £ 410, 416. 418sP 443, Espacio. 382, 397, 4l5s, 442^ 4I8s
451, 458, 464, 468s, ifiá Especulación, espculativo. 4. 24. 28.
visión de, 222, £Ü¡ fi3_ 95, 178s, 317s. 322
voluntad de, 151s, 259.312.396. 399. Espinosismo, 138
402ss, 453ss Espíritu. 402-417
(cf. absoluto; revelación; creador; — (actuante) en el creyente, 288ss.
ser; infinito; Trinidad; esencia) 296. 343s, 34L 460
Divinidad de Dios (cf* Dios) — como don. 4ÓÓ
Doctrina* 17, 32 — creador v en la creación, 292s,
Doctrina de Dios (cf. Dios) 296. 405, 466
Dogma, 9ss — c inspiración de la Escritura,
autoridad del, lOs 26, 33s. 47. 234. 253
concepto de. 2 — que obra la resurrección. 288.
dogmata theou, 9, 53 341
recepción del, lOss — presente en Jesucristo. 288ss,
verdad del, 9ss, los 342
(cf. Iglesia) — origen de toda vida, 341, 405.
Dogmática, I7ss 415. 4 J i 449s, 458
como acto de fe, 45 revelación y, 234, 22D.
concepto de, 9s, 17s (cf. Dios como espíritu; /estimo
dogma, doctrina de la Iglesia y, nium internum; Trinidad)
27s Estoa. estoico. 9, 80, 83, JJ4. 1JL H8,
tarea de la, 12 215. 288. 404ss. 415
teología fundamental y, 49, 63s Etica, ético. 7. ¡2, 44^ 61^ U2
(cf. teología sistemática) Eternidad (cf. Dios, atributos; tiem-
Dogmatismo, U po)
Doxología, doxológico, 57, 348, 357, Eusebeia, 1?9
427.429 Evangelio, 13s. 39, 67. 75, 106. 114.
Duración, 435s, 439s, 444s 226, 23L 245. 260, 272, 274. 344
(cf, tiempo) — y ley, 258, 423
Exoccntricidad. exocentrico. 120. 166.
Experiencia, 47s.55s. gg. 122.142,151
Economía, 422. 427, Mi 176ss, 184. 206. 231. 265
Elección, 161. 207, 283sf 433, 478, 482 concepto de, 69s. 212
Elevación, 96$. Il2s, 123, 141. 186.130 como criterio en teología, 41ss
Empirismo, BZ de conciencia, LIS
Encamación, 6,30,84, 230,232s, 235s, de! mundo. 86s, 93ss. 114ss, 124s,
254, 277, 321, 354$, 357,440.473,475.
m L42, 170s. 176s, I79ss. 254
de sí mismo. 99. 119. 254
Energías, 392s religiosa. 38ss, 67ss, 146. 149. 153.
Epifanía. 232s. 235, 24Q I64s. Ifil 242s, 367, 386s. 419s
Equívoco, 373 fe y, 34, 67, 1£Ü
Escatología, escatológico, 16. 49. Extática, extático, LL2. 46L 467s
200s, 224ss, 2¿L 248. 266, 270s. 283.
285, 357. 44fl
Esencia Fe, 16, 17, 2 ^ 35, 38, 40s, 43s. 51s,
— y acción, 398ss. 422s 59s. 6ós. I20s, 13L L4L L51 I69ss,
— y existencia, 376ss LM. lfiá. 196, 262. 265, 271s
— y manifestación, 388ss. tía — y teología, 43, 5ls. 262
— como «audacia», 45s. 4S
— y relación. 395ss. 426s, 484
acto de, 25s, 45, 48, 52
(cf. Dios; relación; Trinidad)

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510 índice de materias

articulo de. 14, I8s, 21, 28, 30, 35, teología de la, 248, 22fi
39s. 85, I B , 369 todo (el) de la. 262
certeza de (cf, certeza) unidad de la, 252
conciencia de, 43 (cf, revelación; plan de salvación;
experiencia de, 43ss. 140, 164 mysterium)
fundamento de la, 44 Hipóstasis, hipostático, hipostatiza-
hábito de la. 42 ción (cf. Trinidad)
postulado de, il& Hipótesis, hipotético, 22, 57ss, 62
principio de la( él concepto de, 22
subjetivismo de la (fideista), 43, Hombre. 61s, 97ss. Ui 120ss. 25a
46, 4^262 — y religión. UOss. 134s, I46ss,
imposición de la. 11 165ss
Filosofía, 9. 71. 104. 122, 129, 132. 183. identidad del. 160. 410, 423s. 46&
317. m. m.én naturaleza del. 85ss, HOs. Il4s,
Fin/objetivo. 244, 399ss, 40L 411 419, 135. 141. 167. 169
423, 445 (cf, antropología; creatura; reli-
Finito. 45S gión)
<cí, infinito, lo) Homousia (cf. Trinidad)
Finitud, 121. 124. 163. 170, 185
Forma, 385, 4B
concepto de. 322 Idea, doctrina de las ideas. 91, 94s.
Futuro, 55$. 199, 208, 267s, 274, 2Z& 100, 103, 385, 406s, 437. 443. 456,
400, 443, 445, 454ss i¿4
Género (humano), 13. 110, 163, 323, Idea de Dios (cf. Dios)
Idealismo, idealista, 241s, 248. 317.
designación genérica, 70, 402
fuerza del género, 323 Iglesia. IOS, 25, 30s, 45. 51. 129, ?33,
ser genérico, 110 26S. 272, 290s. 293, 317, 421
Glorificación, glorificar. 3, 6I_, 335ss, —(s)—confesiones. 39s
autoridad, como. 26
Í¿L éM
Gnosis, gnosticismo, 2ÍL 269, 297, 472 doctrina de la, 17, 25s, 29, 40ss.
67, 2£L 359s, 36Z
Padres antignósticos, 20, 472
Gracia (cf. Dios, atributos) magisterio de la (autoridad del;
Guerras de religión (cf. religión) proclamación del), 12,15, 18. 26,
29ssr iS
Ilustración, 2L SL 93, 102ss, M2, 136,
237, 242. 304, 455
Hegelianismo, 242 dogmática ilustrada. l¿&
Helenismo, helenístico, 75, 106, 161. teología ilustrada, 10Í
232. 269. 405 Individualidad, UO
Helenización. 106 idea de la, 103, 138. 143
Hermenéutica, hermenéutico, 8, 15, Inercia, principio de la. 22
30s. 36, 177, 271 Infinito, lo, 98,180, 199, 375, 379. 390,
Historia. 56, óOss. 182, 248*5. 421ss, 480
477s$, 4S5
- y lo finito. 96, 121, 138, I49ss,
— como prueba de Dios, 266 I77ss. 382s. 431ss, 48¿
— sobrenatural, 244 concepto de, 149s, SL 375, 3g2,
— universal, 248 430, 442
— y -story». 250s condición de la percepción obje-
comprensión secular de la, 249$ lual v del yo. 121, 150, 379ss
concepto de. 249s idea de, 88: ^4ss, U2sf 121s. 366,
plan de Dios sobre la, 255s. 2M- 379s. 429, 450
268. 276. 420$, 477s intuición de, I2L 125, 379s. 382s

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Índice de materias 511

verdaderamente infinito. 189. 192. relación con Dios de, 282, 233
387s, 431ss, 445. 447. 451. 458. resurrección de. 227. 287. 333. 335.
479ss, 483 341s, 344, 336, 358s. 479
Inspiración. 2. 22. 211212.222,234ss revelación de Dios como, 62. 7J,
doctrina de la. 34ss, 243 Z4. ZZ. 132. 220. 234ss, 252. 286.
idea de la. 33, 242 401. 452
Interpretación. 15, 25, 33s. 67ss, 175, vuelta de. 225. 228. 230. 287. 292.
177. 180ss, 214. 254. 220 479
potencial de, 121 180s (cf. encarnación; cruz; logos; pre-
Intuición, 379, 281 existencia)
— de lo infinito (cf. infinito, lo) Judaismo. 106. 139. 298. 32Q
— primordial, 286 Juicio (de Dios). 222 226. 227. 231.
conocimiento intuitivo de Dios, 251 262, 420, 479
aja experiencia de. 422
inluitus originarias, 4JJ Juicio (de la razón). 24. 53s, 420
visión intuitiva, 4I0s
Islamismo, 320
Kerygma, 229. 246. 260. 210. 272s
Jesús, ¡6. 58, 66. 12L 122. 122. 22Q
anticipación del fin en la actuación Lenguaje. 75, 166, 273s, 366, 373
v en el destino de, 51 226s. 230, Ley, 62.101, I ISs. 126. 226
234s. 267s. 273s. ¿52.389. 420, 421 — y Evangelio, 253. 423
479 Logos, ls, 52, 16L 220.233, 221 240.
aulodistinción, 334 255ss, 263, 269,276s. 293. 297ss. 333,
respecto del Espíritu. 330s, 341ss 336. 340. 354s, 360, 457. 465, 478
respecto del Padre, 285s, 294s concepto de. 276. 228
bautismo de. 286, 288. 222, 330. 3J2. crístología del. 3ÜQ
335 342s 344 doctrina del, 228
divinidad de, 70, 335 teología del, 206
filiación divina de. 287ss, 330. 332,
535. 342s
glorificación de; Cristo glorificado, Magia, mágico. 195. 198. 390. 392
288, 292. 338. 357 Mandamlento(s). 39. 115. 120. 205.
hijo del hombre. 222 286. 336. 433
hijo de Dios, 286s. 327s. 3J2. 335, Manifestación/fenómeno, 2SL 388s.
355 228. é&
Kvrios, 288ss. 22L 241 461 (cf. esencia)
mensaje de, 140, 215, 222. 245. 258. Mántica. mántico, 206, 214s. 2J6, 254.
2fiL 285ss, 221. 330. 334ss, 370. 261 277
444, 459s, 469ss. 422 inductiva, 215. 216. 223
mesfas, 226. 282 intuitiva. 215. 216. 223. 224. 267
muerte de. 452. 470s Materia. 82
oración, la, de. 281s, 285.334ss, 434, Materialismo histórico. 123
411 Metafísica, metaffsico. L 62. 71s. 82.
(cf. Padrenuestro) 28.105s. 122,134,138. Mis, 144, 122,
plenitud del plan histórico de Dios. 181 I88ss, 242, 256. 281 228. 407.
como. 231 251 261 276s 464 141s, 144, 179, 185, 188ss. 242,
planitud del plan salvifico de Dios, 256. 385. 398. 407. 464
como. 256. 268 critica de la, 319
presencia del Reino de Dios en la Metáfora, metafórico, 121 404. 408,
actuación y en la predicación 41 l u
de, 222, 28L 285s, 252 tóO Milagro, 215s, 221 224, 238s, 243s

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512 Indiíe de materias

Miticidad de la conciencia religiosa, Padrenuestro. 335, 353


155. 163. 214. 373 Palabra de Dios. 14, 29, 32s. 45s, 108,
Milo, !£L 196, 199S8. 213, 266, 275. 122, 21L 245, 254
278. 367 como relato. 271ss
Mitología, milico. L 80ss, 1^0, 1¿S, comprensión mágica de ia, 261s.
181. 200ss. 199s, 2D4, 362, 373, 442 275s
Modalismo. modalista, 297s. 222 comprensión mítica de la, 275&
Modernidad, L 1L 13, 65. 85ss. 136s. triple modalidad de la, 46, 26Q
145. 160. 173. 208. 2A9 (cf. dabar; Jesús; revelación; pro-
Monarquía del Padre. 296ss. 351ss. tésica: fórmula de mostración y
261, 418. 45JL 462 recepción de ia palabra; Escri-
Monarquianos, 297 tura)
Monofisismo. 24Ü Palamismo, 392s
Monolatrta. 24. 262 Panteísmo, panteísta, 4J¡6, 448_ 484
Monoteísmo, monoteísta, 70s, 7*. Papa, 12
102, 138ss. 146ss, 183. 189. 267. 291. Paráclito, 290. 222. 24L 242
296ss, 319, 324, 362s, 120. (cf. espíritu; pneuma)
Moral, Z5. 26.98, 104ss, 138s. 23fi, 242 Pecado. 39, 42. 6L 86. 10L 112, 376.
Muerte de Dios, teología de la, 52. 470
Persona, 391 s. 463s, 462
Muerte expiatoria de Jesucristo. 133. (cf. Dios; Trinidad)
226s, 230, 41L 474, 422 Personalidad, i6J.a61.46S
Múltiple, 1Ü. 159, 480ss Piedad (píelas), 122
Mundo. 50, 56, 60ss. 21, 76. 80, 86s. Pictismo, pietista, 2S. 43. 46s, 62
2L 94s. 119ss. 142, 149, 163, 170ss, Platónicos. 84. 437. 406
ISOss, 232, 244, 252, 274. 278, 339s, Platonismo, platónico, I s, 82. 84, 308,
363, 3JA 386ss. 396ss. 410, 423. 434, 309. 311, 3J1, 373, 3£5. 403. 407, 411.
454ss 437s. 442. 443. 484
apertura al. 166 ncoplalónico. 104, 309, 222
imagen del. 93. 106. 169 Pluralidad, 308. 363. 442, 480s, 462
experiencia del (cf. experiencia) Pneuma. 288. 292, 403s. 415s
orden del, 82, 15L 200, 275s, 376, (cf. espíritu; paráclito)
408. 420 Politeísmo, politeísta. 71ss. 102, 139.
Mysterium, 228. 233. 241. 256. 276. 145. 14óss. 171s. 181. 189, 283. 262
359. 420, 450, 477s Posibilidad. 285. 455s
(cf. historia: plan de Dios sobre Potcntta absoluta/ordinata, 454.
la; salvación: plan de) Preexistencia/preexistente, 230. 232.
287. 292. 297s. 328. 332. 331. 332.
2S2
Ñus, 402. 406s, 415 Predestinación, 173, 421
Predicación/anuncio. 14, 46, 5L 65ss,
82, U l , 1M, 270ss. 344
Objetividad, 89s, 24 Principio de la razón suficiente, 94s
Objetivismo. 33s. 42 Problcmaticidad 'Strittigkeit)
Omnipotencia (cf. Dios: atributos) (cf. Dios: existencia de; Dios: rea-
Omniprcscncia (cf. Dios: atributos) lidad de; verdad)
Ontologia. ontológico. 70, 8JL 122. Profano, 149, 177s, 374, 434
3QL 349. 351. 361. 387. 427. 462 Profctica
Ontologismo, W predicción — (profecía), 229. 233.
236. 238. 271
prueba de profecía, 229. 234
Padre. 281ss, 351ss fórmula — de mostración. 223.
(cf. monarquía; Trinidad) 23JL 241, 246, 259, 263s, 277

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Índice <lc materias 513

recepción — de la palabra. 217s, guerras de, 46^ 85, 109, 478s


224. 267. 271 historia de la. 102ss, 122, 141, 142ss,
Prolegómeno,, 27ss, 40, 44. 49, 326 155. 158. 162-184. 2 ü s s
Prolcpsis, prolcptico, §2, 230s. 271 objeto de la, 148ss
Promesa. 265. 222
Prototipo-imagen, 308s, 437s origen de la, 102s. 141. 145. 125
Providencia, 13Ü psicología de la, 48, Ül 142
Provección. hipótesis o teoría de religio, 128ss. 153
la. Í10, 384. 394s teoría de la, KW, Ufi. H2,135,150s.
Pruebas de Dios (cf. Dios) 162, 165. 128
unidad de la. 7. Ü, 130*, 160s. 18J,
212
ven el falsa religio, 129ss. 160.
Racionalistas, 134 1B5
Razón. 20ss, 41, 78ss, 95ss. Ufi. H2, verdad de la, 7.49,162ss, ISSL iM
115. 132s, 236, 239ss, 369s, 372, 382, Religiones. 102s, 125, I30s. 137ss.
404. 411. 479 465ss, 469
Realismo de los universales, 3£2 Renacimiento. 130s
Reconciliación, 39, 61s. 186, 470. Res extensa, 446.
470ss. m Resurrección de los muertos, lfl, 51
muerte reconciliadora de Cristo.
460 224. 341. 358s, 453s, 479s
Reflexión, 24, 41, 51s, 56ss 86, 100, (cf. Jesús, resurrección)
IM, 114, 121, 123, ¡34, 138, 140s, Revelación, 2ss, 21 25. 32, 46, 49ss.
149. 170, 178. 182. 211. 214. 217. 242. 74ss, 100, 108, Ul 128, 135s, ÜL
269, 367, 383, 385, 466, 479. 482 159. lS4ss, 203-279. 311 354s, 359,
Reforma, reformado. 13ss, 26, 29ss, 368. 3S6. 389. 322. 40J, 426s. 4 6 i
I17s. 127. 132. 237. 261 477s
Reino de Dios. 57. 216. 224. 221. 230. — como comunicación, 210. 220,
67, 285s. 339s. 347, 456ss. 392. 423s. 242. 252s
444. 453. 471. 473. 4&5 — como historia, 248ss
Relación, relativo. 350. 362. 385. 391 — como inspiración de la Escritu-
395ss, 426 ra, 234ss
Religión, lOls, lOSss, 177-701 — como manifestación e inspira-
— absoluta. 179. 186. 2A1 ción, 238s. 244ss, 269ss
— moral, 238s, 242 — como palabra de Dios, 249ss
— natural, 103, 112ss, 131ss. 131 autorrevelación. 63, 2L 214, 221,
140. 145. 16Q 223ss, 229ss, 240ss, 257ss. 221311
— positiva, I03s, U i 137s. l ü 321. 325. 345. 422
esquema de. 229s. 2 ¿ 1 268s, 277
— racional, 134, I38s, ÍÜ 125 experiencias de. 206ss, 214ss
— revelada 133. 137. 133 en «palabras» y en «hechos», 237.
— y cultura, 142, 155ss, 172ss 245, 35Is
— y ser humano. I22s, 145ss presupone ya un conocimiento de
apriori religioso, 122ss Dios. 206, 216s, 2J2, 222s, 252s
autonomía de la, 134ss (cf. desvelar; Dios; Jesús; tcologia;
concepto de. 127ss. 184ss palabra de Dios)
crítica de la. 48, 109, 141, 162ss.
190. 136
esencia de la, 127, 14lss, ¡53, 164 Sabelianismo, 221 305,311, 319, 361
fenomenología de la, 154. 175. Saber/conocer, Is. 9, 20,22, 43s, 122
185ss. 212 Sabiduría (cf. Dios, atributos)
filosofía de la, 67s, l39ss, 149ss, Sagrado y profano, 142. 197ss. 432ss
164. 185. 189s, 210, 242, 412 Salvación, 3, 19, 29, 3¿ 34, 6L lOls,

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Primer volumen de una síntesis de toda la Dogmática,
cuya perspectiva central es la cuestión abierta
de la verdad de la doctrina cristiana

ISBN: 84-87840-09-4 (o.c.)


ISBN: 84-87840-18-3 (v.1)

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