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5º C- Pascua

COMUNIDAD DE AMISTAD

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Dentro de muy poco, ya no lo


tendrán con ellos. ¿Quién llenará su vacío? Jesús les dice: « Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado ». Si saben quererse como Jesús
los ha querido, no dejarán de sentirlo vivo en medio de ellos.
El evangelista Juan tiene su atención puesta en la comunidad cristiana. No está
pensando en los de fuera. Cuando falte Jesús, en su comunidad se tendrán que querer
como «amigos» porque así los ha querido Jesús: «vosotros sois mis amigos»; «ya nos os
llamo siervos, a vosotros os he llamado amigos». La comunidad de Jesús será una
comunidad de amistad.

Esta imagen de la comunidad cristiana como «comunidad de amigos» quedó


pronto olvidada. Durante muchos siglos, los cristianos se han visto a sí mismos como
una «familia» donde algunos son « padres» (el Papa, los obispos, los sacerdotes, los
abades...); otros son «hijos» fieles, y todos han de vivir como «hermanos».

Entender así la comunidad cristiana estimula la fraternidad, pero tiene sus


riesgos. En la familia cristiana se tiende a subrayar el lugar que le corresponde a cada
uno. Se destaca lo que nos diferencia, no lo que nos une; se da mucha importancia a la
autoridad, el orden, la unidad, la subordinación. Y se corre el riesgo de promover la
dependencia, el infantilismo y la irresponsabilidad de muchos.

Una comunidad basada en la «amistad cristiana» enriquecería y trasformaría


hoy a la Iglesia de Jesús. La amistad promueve lo que nos une, no lo que nos
diferencia. Entre amigos se cultiva la igualdad, la reciprocidad y el apoyo mutuo. Nadie
está por encima de nadie. Ningún amigo es superior a otro.
Se respetan las diferencias, pero se cuida la cercanía y la relación.

Entre amigos y amigas es más fácil sentirse responsable y colaborar. Y no es


tan difícil estar abiertos a los extraños y diferentes, los que necesitan acogida y
amistad. De una comunidad de amigos es difícil marcharse. De una comunidad fría,
rutinaria e indiferente, la gente se va, y los que se quedan, apenas lo sienten.

José Antonio Pagola

5 Pascua (C) Juan 13, 31 – 33a. 34 - 35

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DOMINGO V DE PASCUA

Como yo os he amado
Jn 13, 31-33a. 34-35
Dios ama al mundo La señal Verdadero test Escuchando a S. Lucas
DIOS AMA AL MUNDO

Hay en el Evangelio frases que deberíamos gravar con fuego en nuestro interior, pues
podrían transformar de raíz nuestra visión de Dios. Una es ésta que leemos en el evangelio de
Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó su Hijo único... Dios no mandó a su Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
Nunca ha sido fácil la relación de los cristianos con el mundo. A veces ha predominado la actitud
pesimista, se ha predicado el «desprecio del mundo», la condenación de lo mundano y la huida
de lo terreno para encontrarse con Dios. Otras veces, un frívolo optimismo ha llevado a la Iglesia
a vivir un neopaganismo mundano muy alejado del Evangelio. ¿Cuál es la actitud de Dios?

Dios ama al mundo. Es lo primero que hemos de recordar. Dios no condena, no excluye
a nadie, no discrimina. No abandona a nadie en ninguna circunstancia. Ama a la humanidad, ama
la historia que van construyendo los humanos, ama las
culturas y las religiones, ama a los pueblos. A todos. Su amor no depende de nuestras
clasificaciones y fronteras.

Dios quiere salvar al mundo. Dios ama al mundo no porque el mundo es bueno, sino
para que llegue a serlo. En el mundo hay mucho de injusticia, mentira e indignidad. Dios ama
para salvar, para que el mundo llegue a ser más humano, más digno, más habitable. Orientar la
vida hacia la verdadera voluntad de Dios siempre lleva a hacerla más sana, más responsable,
más plenamente humana.

Dos rasgos deberían caracterizar la actitud del cristiano ante el mundo. Antes que nada, el
cristiano ama el mundo y ama la vida. Quiere a las gentes, disfruta con los avances de la
humanidad, goza con todo lo bueno y admirable que hay en la creación, le gusta vivir
intensamente. Lo ve todo desde el amor de Dios, y esto le lleva a vivir en una actitud de simpatía
universal, de misericordia y de perdón.

Al mismo tiempo, sabe que el mundo necesita ser transformado y «salvado». Por ello, su
modo de estar en el mundo está marcado por el empeño de hacer la vida más humana y el
mundo más habitable. No se desentiende de ningún problema grave, sufre con los pueblos que
sufren, le duelen las guerras y la violencia criminal, lucha contra la xenofobia y los racismos, se
preocupa de quienes no tienen un sitio digno en la sociedad, hace lo que puede para que la vida
sea más llevadera y más humana para todos. Su corazón es el de un «hijo de Dios».

Por eso, la única señal decisiva por la que se le conoce al discípulo de Cristo es siempre
la misma: sabe amar como él nos ha amado. Esto es lo esencial. Sin esto no hay cristianismo.

LA SEÑAL

Pocas veces se habrá hablado tanto del amor y se habrá falseado al mismo tiempo tanto
su contenido más hondo y humano.

Hay revistas de amor, canciones de amor, películas de amor, citas de amor, cartas de
amor, técnicas para «hacer el amor»... Pero, ¿qué es el amor? ¿cómo se vive y se alimenta el
amor?

2
Cualquier observador sereno de nuestra sociedad sabe que tantas cosas a las que se
llama hoy «amor» no son en realidad sino otras tantas formas de desintegrar el verdadero amor.

Hay quienes llaman amor al contacto fugaz y trivial de dos personas que se «disfrutan»
mutuamente vacías de ternura, afecto y mutua entrega.

Para otros, amor no es sino una hábil manera de someter a otro a sus intereses ocultos y
sus satisfacciones egoístas.

No pocos creen vivir el amor cuando sólo buscan en realidad un refugio y un remedio para
una sensación de soledad que, de otro modo, les resultaría insoportable.

Bastantes creen encontrar el amor en una relación satisfactoria donde la mutua tolerancia
y el intercambio de satisfacciones los une frente a un mundo hostil y amenazador.

Pero en esta sociedad donde se corre con frecuencia tras ese ideal del hombre bien
alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho y con posibilidad de divertirse intensamente,
son ya bastantes personas las que experimentan la verdad de la fina observación: «Los hombres
compran cosas hechas a los mercaderes. Pero, como no existen mercaderes de amigos, los
hombres ya no tienen amigos».

En en esta sociedad donde los creyentes hemos de escuchar la actualidad de las


palabras de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os
he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis
unos a otros».

Los cristianos estamos llamados a distinguirnos no por un saber particular, por una
doctrina ni por la observancia de unos ritos o unas leyes. Nuestra verdadera identidad y distintivo
se basa en nuestro modo de amar.

Se nos tiene que conocer por nuestro estilo de amar que tiene como criterio y punto de
referencia el modo de amar de Jesús.

Un amor, por tanto, desinteresado, que sabe acoger y ponerse al servicio del otro, sin
límites ni discriminaciones. Un amor que sabe afirmar la vida, el crecimiento, la libertad y la
felicidad de los demás.

Esta es la tarea gozosa del creyente en esta sociedad donde se falsifica tanto el amor.
Desarrollar nuestra capacidad de amar siguiendo el estilo de Jesús.

El que se adentre por este camino descubrirá que sólo el amor hace que la vida merezca
ser vivida y que sólo desde el verdadero amor es posible experimentar la gran alegría de vivir.

VERDADERO TEST

Nunca subrayaremos suficientemente los creyentes que el amor fraterno es el verdadero


«test» para verificar la autenticidad de una comunidad que quiere ser la de Jesús.

Lo que permite descubrir «la verdad» de una comunidad cristiana no es la formulación


verbal de un determinado credo ni la práctica precisa de unos ritos cultuales ni la organización o
disciplina eclesial. La señal por la que se deberá conocer también hoy a los verdaderos
discípulos es el amor vivido prácticamente con el espíritu de Jesús.

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Los cristianos hemos hablado mucho del amor. Pero quizás no siempre hemos acertado o
no nos hemos atrevido a darle su verdadero contenido práctico a partir de las actitudes concretas
de Jesús de Nazaret.

Es cierto que las exigencias concretas del amor no pueden determinarse de antemano
con la precisión con que se pueden fijar y delimitar las obligaciones de una ley. Precisamente,
según Jesús, son las necesidades del hermano las que nos ayudarán a descubrir cómo debemos
actuar en cada situación.

Jesús concibe el amor al prójimo como un comportamiento activo y creador que toma en
serio las necesidades del hermano y se atreve a hacer por él todo lo que sea necesario para
ayudarle a vivir como verdadero hombre.

Esto quiere decir que para dar un contenido concreto a nuestro amor al hombre es
necesario analizar la realidad, detectar las opresiones concretas que deshumanizan al hombre
actual y estudiar las diversas estrategias que se pueden seguir para lograr niveles más altos de
justicia, fraternidad y humanidad.

Pero, si queremos amar como él nos amó, es necesario también descubrir desde su
actuación concreta el modo concreto de vivir el amor.

Es sospechoso referirse a Jesús para recordarle como alguien que confirma siempre lo
que ya venimos haciendo desde posturas previamente tomadas.

El que quiere amar «como él nos amó», debe valorar las diversas opciones posibles y
asumir aquélla que, aun no siendo la más cómoda, la más útil o la más fácil, sea, sin embargo, la
más acorde con Aquél que amó a los necesitados compartiendo su suerte, defendió a los débiles
exponiéndose a la injusticia de los fuertes, amó a todos sin ser neutral ante las desigualdades,
denunció toda injusticia sin ser injusto con nadie.

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