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prólogo está fechado en mayo de 1935, y la rúbrica nos dice que la presentación –del texto– se

hacía desde Hermosillo Sonora, México. Eran seis los años que habían transcurrido desde la
estrepitosa derrota electoral de 1929. Se trataba de una obra de singular formato y de
persistente sentido político. Pero no eran Madero, el “pelelismo” de Ortiz Rubio o el drama del
veintinueve de lo que hablaba. Tampoco era un ensayo histórico o una de sus evocaciones
autobiográficas tan llenas de lúcida amargura de lo que se trataba. Era un guión cinematográfico
a través del que se ofrecía –con atenta señal en el subtítulo– de una “interpretación” de lo que
puede muy bien considerarse como la gran figura americana con la que quiso medir sus
empeños y en cuyos perfiles se cifran las claves y dificultades que constituyen su filosofía de la
historia: Simón Bolívar, “el hombre de las dificultades”, precisamente. El autor era José
Vasconcelos.

La obra carece en realidad de mayor complejidad por cuanto a su forma y por cuanto a la
ordenación de escenas (bloque contextual de acción dramática en función del que se ensambla
el relato general), secuencias (unidad dramática de espacio y tiempo) y planos (unidad narrativa
mínima). Se trata de un guión estructurado cronológicamente (con un sentido más bien
pedagógico), con los clásicos puentes de aceleración del tiempo histórico mediante el que se
articula la trama en función de puntos fundamentales (escenas y secuencias) del curso de los
acontecimientos que constituyen el periplo clásico de Bolívar.

La clave está en el contenido (los diálogos ofrecidos en los planos en tanto que unidad narrativa
básica), pues es ahí donde se nos ofrece la posibilidad de apreciar en su justa escala y
perspectiva la impronta, el nervio problemático y el sentido histórico político de la interpretación
de Vasconcelos que la eleva por encima de lo que, de otra forma, pudiera haber sido una
“película histórica” más (bien sea en el sentido habitual de mostrar los hechos con arreglo a las
historias oficiales, bien sea en el sentido vulgar de mostrar “la cara humana” del personaje en
cuestión, como hubo de suceder de manera por demás notoria en muchas telenovelas, películas
y novelas históricas que, con motivo del Bicentenario hispanoamericano, fueron producidas en
2010).

Se trata de una interpretación que fue, de hecho, la constante fundamental de su vida y de todo
un quehacer político que, pagando el precio de la incomprensión de su contemporaneidad,
quiso ser siempre un quehacer histórico que hoy a la distancia se nos ofrece en toda la altura y
alcance de sus proyecciones, y que podríamos rotular sin temor a equivocarnos como
bolivarismo vasconcelismo, tomando siempre en consideración que entre los dos términos
fundamentales aparece también, como eslabón estratégico, la figura de Lucas Alamán, es decir,
que el nodo de conexión entre uno y otro es el alamanismo. O para decirlo de otro modo, el
término medio que equidista y conjuga las trayectorias de Bolívar y Vasconcelos es Lucas Alamán
del mismo modo en que quien lo hizo, por cuanto a la conjugación entre las de Marx y Lenin, fue
Federico Engels.

Y es en todo caso en esta dislocación o fractura entre presente y proyección histórica en donde
estriba el problema fundamental de la gran política en tanto que trama de la historia. Porque la
historia no explica el presente, como suelen decir los retóricos o los poetas de salón y de tribuna,
sino que lo destruye en la medida precisa en que lo desborda. En política la absolución es un
imposible, porque sólo absuelve quien, contemplándola, entiende la totalidad. Pero nadie actúa
desde la totalidad, sino desde una de sus partes, lo que implica correspondientemente, siempre,
tomar partido. Quien, haciendo gran política, actúa para la historia, corre el riesgo de destrozar
el presente. Es por esto que la Política, en su sentido más cabal e histórico, es una tarea
solemne.

Y esa solemnidad y problematicidad filosófica desde la que esculpió Vasconcelos su Política (su
obra entera podría ser considerada así, more aristotelico) la encontramos manifestada en su
Simón Bolívar a través de dos ideas fundamentales de la historia tanto clásica como
hispanoamericana: la idea del heroísmo clásico y la idea –y problema, vale decirlo– de Imperio
generador.

No podía y –por supuesto que– no iba a perder Vasconcelos (todo en él fue confrontación) la
oportunidad de ofrecer como prolegómeno a su presentación algunas consideraciones generales
sobre el cine y sus problemas, señalando como siempre procedía los riesgos que, en este caso,
sobre industria y arte tan característicos de nuestro tiempo se cernían, bien sea en función del
control, estilo e influencia norteamericanas, bien sea en función de la mercantilización a la que
todo desde entonces se veía absorbido, arrastrado o, acaso, degradado (todas las citas, salvo la
excepción en que se indique, son del Simón Bolívar de Vasconcelos que aparece entre las
páginas 1721 y 1766 del tomo II de sus obras completas, editadas en la ciudad de México por
Libreros Mexicanos Unidos, en 1958; prescindiremos de su indicación por considerarlo
redundante y reiterativo):

«Y si algún valor tiene una obra cinematográfica, seguramente hay que buscarlo en el texto, ya
que nunca podrán fotógrafos y directores, ni siquiera actores, superar, ni tan solo igualar, el valor
de la palabra en función de pensamiento y arte. Porque se desconoce la supremacía del Verbo,
el autor se ve relegado y el espectáculo fílmico deriva hacia el desastre moral y artístico en que
hoy lo vemos, a merced de productores ignorantes y codiciosos y entregado a directores
artísticos que son maestros en el virtuosismo de la ramplonería...»
Pero no era ajeno Vasconcelos a la funcionalidad y eficacia que ante las necesidades de la
difusión ideológica el cine ofrecía (la propaganda cinematográfica comenzaba a ser decisiva
precisamente en esos añ

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