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Ayuda al Estudiante

El ecosistema educativo tiene un triángulo esencial: estudiantes, padres y profesores. Lo


demás es contexto. Si este se sitúa en el centro de gravedad, algo va mal. Los análisis
sobre educación tienen un peligro casi invisible: la paralización fascinada por lo mal
que estamos. Descalificar sin analizar es injusto y analizar sin proponer alternativas,
estéril. Así que el propósito de este blog es claro: ayudar a estudiantes, padres y
profesores a encontrar alternativas de mejora.

Sobre el autor
Carlos Arroyo ha navegado profesionalmente entre las cuatro
paredes de un aula, la redacción de EL PAÍS y la dirección del
Instituto Universitario de Posgrado. Esa travesía le ha convencido de
que educar bien a los hijos es saldar buena parte de la deuda con la
vida. Es autor de Libro de Estilo Universitario y diversos libros de
ayuda al estudiante.
Web: www.ayudaalestudiante.com
Correo: arroyocarlos@ayudaalestudiante.com

Qué enseñar y cómo aprender


Por: Carlos Arroyo | 04 de abril de 2013

La responsabilidad de que muchos de nuestros estudiantes aprendan menos


de lo debido es en buena parte suya, pero sería una comodísima simpleza
pensar que la solución está en sus manos y solo en ellas. La educación no es
territorio fértil para las recetas simples. Que algunos jóvenes no aprenden
porque son vagos, indisciplinados, desmotivados o están flotando por entre las
nubes de su móvil es cierto, pero no deja de ser una observación de bajo valor
terapéutico y alto poder anestesiante respecto a las posibilidades de cambio
y mejora.

No todas las verdades generan cambios por sí mismas, por mucha solemnidad
que les adorne. Y esta es de las que no. Cuando todo el diagnóstico se queda
anclado en lo anterior, me gusta deslizar una clásica analogía con el artículo 6
de la Constitución de Cádiz, La Pepa, (“El amor a la Patria es una de las
principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y
benéficos”) y preguntarme luego por los beneficios prácticos de aquella
proclamación fabulosa.

Limitarse a exigir la necesaria responsabilidad personal del estudiante sin


apelar a la colaboración de los profesores en el centro y los padres en las
casas es algo parecido a una vía muerta. Pero, además, hay factores mucho
más poderosos en cuanto a su capacidad de desencadenar cambios. Aunque
tengo bastantes papeletas para ser malinterpretado, me centraré solo en uno
de ellos: el importante desfase metodológico y pedagógico que padecemos
en el sistema educativo. O, para ser justo, en buena parte de él, porque hay
profesores que se esfuerzan en potenciar el aprendizaje con estilos que nada
tienen que ver con la vieja cátedra, que era dignísima en su tiempo, pero
hoy ya es disfuncional.
Imaginad que invertimos el paso del tiempo. No hace falta llegar al “Decíamos
ayer…” de Fray Luis de León. Quedémonos en los pasados años cincuenta. Si
al mejor cirujano del mundo de entonces lo coláramos en un quirófano de hoy,
se quedaría más o menos como nosotros: con los ojos como platos y sin saber
qué hacer. Los métodos y las tecnologías aplicadas han evolucionado tanto
que lo habrían expulsado de la cirugía.

Vayamos ahora a finales del siglo XVI y traigamos a un eximio profesor: Fray
Luis de León. Si volviera a un aula, seguro que no se sentiría como una cabra
en un garaje, porque su metodología sería similar a la de no pocos profesores
actuales. Vale decir que un cirujano de hace medio siglo ya no podría ejercer,
pero un profesor de hace cuatro o cinco siglos apenas llamaría la
atención. ¿Es para quedarse tan tranquilo, echándole la culpa a los macabros
inventos pedagógicos, mientras miramos para otra parte?

¿Qué quiere decir esto? Que la


educación se ha quedado
metodológicamente anticuada. Que
el tiempo no ha cambiado mucho las
cosas en ese aspecto. Que las
tecnologías aplicables al aprendizaje
han entrado en clase de una forma tan
superficial e inconsistente que aún no
han aportado casi nada a la manera
de aprender.

Mucha gente se quedaba tan contenta cuando los gobiernos anunciaban


inversiones en ordenadores (en aquel pasado mitológico), pero aquellos
grandes anuncios siempre me parecieron una pamema descomunal. Porque lo
importante no son los aparatos, es la formación; lo importante no es la
tecnología, sino hasta qué punto se incorpora con eficiencia a la manera de
aprender del destinatario. Eso es lo importante: centrarse en mejorar la
manera de aprender, no comprar aparatitos que se usan sin criterio (si se
usan). Probablemente Fray Luis pensaría hoy: “No sé para que sirve ese
artefacto, pero yo, a lo mío”. Y ningún alumno se extrañaría, porque están
acostumbrados a profesores que, de algún modo, parecen estar hablando a los
bancos de madera de la majestuosa aula Fray Luis de León de la Universidad
de Salamanca.

Hay aulas en las que se trabaja


como si en las cocinas aún
hiciéramos el salmorejo a
mano, en lugar de con la
batidora o la Termomix. ¿Que
es más auténtico a mano?
Permitidme tildar esa opinión
de mero arrebato tecnofóbico.
¿Que en las aulas antiguas
había figuras extraordinarias
como el propio Fray Luis? Por
supuesto, pero no será porque ahora las malogre la pedagogía o la
metodología de aprendizaje.

A pesar de las alergias que suscita esta frase, hoy sabemos que, en educación,
el qué es trascendental (sin un qué de calidad, ya no hay más que añadir),
pero ese gran qué, sin el consiguiente cómo, corre el riesgo de convertirse
en una verdad etérea que flota majestuosa en el vacío sideral que a veces
generan los alumnos en el aula.

Aunque imagino que no lograré neutralizar los malentendidos, insisto en dejar


sentado que el cómo jamás podría diluir la importancia del qué. Y este
dilema remite en realidad a otro que está en el corazón de la educación:
enseñanza o aprendizaje (iba a escribir versus, pero es más sensato poner o).
Parece lo mismo, pero no lo es. En pocas palabras, hablamos de
conocimiento aportado o conocimiento asimilado. Más que un post,
necesitaría un libro para desarrollar la idea (que no es nueva, ni mucho
menos), así que esbozaré una versión esquemática. Pero antes pido permiso
para soslayar el perpetuo debate colateral de la LOGSE (que frecuentemente
degenera en una charla tan autoafirmativa como estéril para modificar la
realidad) y concentrarme en el dipolo enseñanza-aprendizaje.

Son dos conceptos íntimamente relacionados, pero no intercambiables. En una


lluvia desordenada de ideas, y con los matices que se desee, un enfoque
centrado en la enseñanza suele dar más importancia al temario establecido
que a atender a las peculiaridades, necesidades o curiosidades de los
estudiantes; a lo que el profesor conoce, más que a lo que el estudiante
necesita; al procedimiento establecido, más que a las dinámicas vivas del aula;
a la teoría, más que a la práctica; a la exposición magistral, más que al trabajo
colaborativo de los estudiantes; al dictado del profesor, más que a la
presentación de trabajos; a la información literal, más que a estimular la
singularidad creativa; al examen como único instrumento de evaluación, más
que a la evaluación continua (real, no ficticia); al estudio individual, más que a
los trabajos especiales como forma monitorizada de descubrimiento y
aprendizaje; a la ciencia en el aula, más que a la ciencia en el laboratorio; al
libro de texto, más que a los recursos tecnológicos coherentes y eficaces; al
libro único, más que al entrenamiento en el manejo de documentación
complementaria; al alumno promedio alto, más que al refuerzo (si fuera posible)
de alumnos con ligeros déficits; a las calificaciones, más que a las notas con
propuestas directamente orientadas a la mejora, y, lo más relevante en mi
opinión: al aprendizaje memorístico, más que al aprendizaje significativo.
Como es obvio, un enfoque centrado en el aprendizaje hace hincapié en todos
los segundos términos del párrafo anterior. No se trata de que los primeros
sean detestables y los segundos la panacea universal (no hay panacea en
educación), pero estoy convencido de que la mejora de la educación exige
inclinar decididamente la balanza hacia el aprendizaje, sin que ello
signifique la exclusión indiscriminada de los primeros términos de la anterior
enumeración. Se trata simplemente de un proceso de reponderación que
habilite incluso ulteriores procesos de desaprendizaje (¿o no tuvieron
que desaprender, con perdón por el verbo, los pioneros de la relatividad, la
física cuántica y, más tarde, la teoría de las supercuerdas?).
Salvo excepciones, no es concebible un aprendizaje acelerado sin la
correspondiente enseñanza, pero una enseñanza egocéntrica (más pendiente
de lo que se transmite que de lo que realmente se recibe) provoca disfunciones
notables en los procesos individuales de aprendizaje.

No olvidemos que la educación


es en esencia un proceso
comunicativo, y este no existe
sin sus dos polos: emisor y
receptor. Tampoco olvidemos
que, en última instancia, la
unidad de aprendizaje es la
persona, no el grupo de
personas de un aula (aunque
también para esto hay modernas
teorías contrarias).

Alguna vez algún amigo me ha preguntado cómo resumiría en un titular el


cambio metodológico que necesita la educación española. No soy capaz de
hacerlo en un titular, porque me saldría una simpleza. Pero, si valen tres ideas
a las que les daría una gran prioridad en el tiempo, serían estas:
1. Aprendizaje significativo (basado en la comprensión y en la generación de
redes conceptuales listas para la ampliación),
2. Inteligente integración de recursos tecnológicos validados directa y
personalmente por cada profesor en concreto,
3. Al estilo anglosajón, muchos más trabajos complejos (individuales y
colectivos) y creativos que exámenes (especialmente, los meramente
reproductivos). No propugno la desaparición de los exámenes, que son casi
imprescindibles: solo su equilibrio con los trabajos.
Creo que eso sería una revolución para la mente de muchos profesores (y para
su actividad diaria), pero también sería fundamental para que nuestros
estudiantes caminaran con mucha mayor soltura por el camino de un
autoaprendizaje sólido, versátil y automotivado.

Todo ello, presidido por la misma idea que vertebra los procesos
comunicativos: una vez que se tiene la idea, lo importante es cómo llega al
destinatario ("Saber expresar una idea es tan importante como la idea misma",
decía Aristóteles). En nuestro caso, el que aprende.
Entre otras cosas, porque hoy día apreciamos y necesitamos algo que
antiguamente se valoraba menos: el pensamiento crítico, la creatividad, la
divergencia intelectual, la libertad de razonamiento, la búsqueda de nuevos
caminos. O deberíamos hacerlo. Es evidente que debemos facilitar y acelerar
el aprendizaje de los alumnos, pero no tiene sentido plantearlo en términos que
supongan la erradicación de esa creatividad intelectual que tanto necesitamos
en el mundo moderno.

Nota
A lo largo del post he hecho referencia al alto riesgo en que se incurre hoy
cuando se habla de enfoques pedagógicos. Los partidarios de la vieja escuela
identifican cualquier comentario sobre inquietudes didácticas, metodológicas o
pedagógicas, menos las suyas (que no consideran una tendencia, sino la
Religión verdadera) con peregrinas ideas como el aprobado general, la
estupidez generalizada, el amigoteo entre profesores y estudiantes, y, casi, la
decadencia del Imperio Romano.
Así que asumo la posibilidad de ser tildado de pedagogo de salón, adalid de la
vagancia, promotor de la indisciplina o profeta de la desidia. Haré una pequeña
aclaración que nadie me ha pedido: soy tan crítico con las metodologías de
enseñanza desfasadas como con la inmadura idea de que es posible lograr
algo importante sin muchísimo esfuerzo. En mi libro Soy estudiante y necesito
ayuda utilizo la palabra esfuerzo 179 veces y la palabra cambio 133 veces. Sin
esfuerzo no es posible el cambio, y sin cambio no es posible la mejora.
De hecho, considero que aquellos jóvenes que pasan por toda una etapa de su
vida tan importante y duradera como la de estudiante (una veintena de años en
promedio) sin apenas esforzarse incurren en una grave responsabilidad moral.
Y no se merecen lo que reciben, aunque la sociedad esté genéricamente
obligada a dárselo.

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