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Sobre el autor
Carlos Arroyo ha navegado profesionalmente entre las cuatro
paredes de un aula, la redacción de EL PAÍS y la dirección del
Instituto Universitario de Posgrado. Esa travesía le ha convencido de
que educar bien a los hijos es saldar buena parte de la deuda con la
vida. Es autor de Libro de Estilo Universitario y diversos libros de
ayuda al estudiante.
Web: www.ayudaalestudiante.com
Correo: arroyocarlos@ayudaalestudiante.com
No todas las verdades generan cambios por sí mismas, por mucha solemnidad
que les adorne. Y esta es de las que no. Cuando todo el diagnóstico se queda
anclado en lo anterior, me gusta deslizar una clásica analogía con el artículo 6
de la Constitución de Cádiz, La Pepa, (“El amor a la Patria es una de las
principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y
benéficos”) y preguntarme luego por los beneficios prácticos de aquella
proclamación fabulosa.
Vayamos ahora a finales del siglo XVI y traigamos a un eximio profesor: Fray
Luis de León. Si volviera a un aula, seguro que no se sentiría como una cabra
en un garaje, porque su metodología sería similar a la de no pocos profesores
actuales. Vale decir que un cirujano de hace medio siglo ya no podría ejercer,
pero un profesor de hace cuatro o cinco siglos apenas llamaría la
atención. ¿Es para quedarse tan tranquilo, echándole la culpa a los macabros
inventos pedagógicos, mientras miramos para otra parte?
A pesar de las alergias que suscita esta frase, hoy sabemos que, en educación,
el qué es trascendental (sin un qué de calidad, ya no hay más que añadir),
pero ese gran qué, sin el consiguiente cómo, corre el riesgo de convertirse
en una verdad etérea que flota majestuosa en el vacío sideral que a veces
generan los alumnos en el aula.
Todo ello, presidido por la misma idea que vertebra los procesos
comunicativos: una vez que se tiene la idea, lo importante es cómo llega al
destinatario ("Saber expresar una idea es tan importante como la idea misma",
decía Aristóteles). En nuestro caso, el que aprende.
Entre otras cosas, porque hoy día apreciamos y necesitamos algo que
antiguamente se valoraba menos: el pensamiento crítico, la creatividad, la
divergencia intelectual, la libertad de razonamiento, la búsqueda de nuevos
caminos. O deberíamos hacerlo. Es evidente que debemos facilitar y acelerar
el aprendizaje de los alumnos, pero no tiene sentido plantearlo en términos que
supongan la erradicación de esa creatividad intelectual que tanto necesitamos
en el mundo moderno.
Nota
A lo largo del post he hecho referencia al alto riesgo en que se incurre hoy
cuando se habla de enfoques pedagógicos. Los partidarios de la vieja escuela
identifican cualquier comentario sobre inquietudes didácticas, metodológicas o
pedagógicas, menos las suyas (que no consideran una tendencia, sino la
Religión verdadera) con peregrinas ideas como el aprobado general, la
estupidez generalizada, el amigoteo entre profesores y estudiantes, y, casi, la
decadencia del Imperio Romano.
Así que asumo la posibilidad de ser tildado de pedagogo de salón, adalid de la
vagancia, promotor de la indisciplina o profeta de la desidia. Haré una pequeña
aclaración que nadie me ha pedido: soy tan crítico con las metodologías de
enseñanza desfasadas como con la inmadura idea de que es posible lograr
algo importante sin muchísimo esfuerzo. En mi libro Soy estudiante y necesito
ayuda utilizo la palabra esfuerzo 179 veces y la palabra cambio 133 veces. Sin
esfuerzo no es posible el cambio, y sin cambio no es posible la mejora.
De hecho, considero que aquellos jóvenes que pasan por toda una etapa de su
vida tan importante y duradera como la de estudiante (una veintena de años en
promedio) sin apenas esforzarse incurren en una grave responsabilidad moral.
Y no se merecen lo que reciben, aunque la sociedad esté genéricamente
obligada a dárselo.