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Resumen
Presentamos, desde una perspectiva constructivista, una revisión crítica de las raíces y marco conceptual de la
psicología cognitiva, especialmente la que se ha configurado en torno al mecanicismo abstracto. La caracteriza-
mos en el marco de la dialéctica positivismo-pragmatismo, y no como síntesis de racionalismo y empirismo. Ana-
lizamos las paradojas y limitaciones computacionales, derivadas del dualismo, del realismo representacional,
del prejuicio de la interiorización, y de la imposible reducción mecánica de las funciones orgánicas. Revisamos
críticamente los conceptos de máquina, símbolo, representación y significado y desarrollamos una serie de suge-
rencias teóricas alternativas, en torno a una noción de función orgánica derivada de la tradición constructivis-
ta. Concluimos con unas consideraciones sobre el dominio académico del mentalismo.
Palabras clave: Psicología cognitiva, constructivismo, computación, positivismo, pragmatismo,
realismo, representación, significado, reacción circular, función.
© 2003 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395 Estudios de Psicología, 2003, 24 (1), 5-32
6 Estudios de Psicología, 2003, 24 (1), pp. 5-32
Propósito y herramientas
He aquí unas ideas para contribuir a un análisis teórico de los problemas de la
psicología cognitiva, especialmente los que giran en torno a los tópicos de la
representación y el significado. Bien es cierto que hablar de representación es
hablar de qué y cómo se representa algo, si es que se representa algo, y por tanto
es hablar de “la realidad” y de la clase de proceso por el cual aquella es representa-
da. Así que el propósito es, inevitablemente, complejo y comprometido. Sería
ingenuo pretender soluciones inéditas y completas. Más bien aspiramos, como
decimos, a contribuir al análisis, explorando las posibilidades de una perspectiva
constructivista, hija del funcionalismo y volcada en la comprensión de la génesis
del conocimiento por parte de los organismos. Este número monográfico de
Estudios de Psicología resulta un excelente marco para dicho propósito, pues nos
parece planteado con tal amplitud de miras que configura de hecho una muestra,
aunque sea esquemática, de la diversidad de vías y tradiciones que están presen-
tes hoy en la discusión teórica en psicología (discutir de representación y signifi-
cado es, insistimos, discutir de fundamentos teóricos de psicología). Y esta
amplitud de miras, reuniendo aquí lo que suele permanecer incomunicado,
compartimentado en sus respectivos circuitos académicos (enfoques con más o
menos inspiración computacional, pragmatista, semiótica, contructivista, socio-
lingüística, evolucionista-comparada...), hace que nadie se sienta del todo extra-
ño, quizá porque, viendo más de cerca las razones del otro, cada cual toma
conciencia de sus limitaciones y de la complejidad de la cuestión. Al menos esto
nos ha pasado a nosotros.
Hay muchos modos y grados a la hora de hacer un análisis teórico, desde
aquel que comparte los postulados generales del ámbito que analiza, y se debate
entonces en la lucha de variantes dentro de ella, creyendo justificable una opción
frente a las otras, hasta aquel que combate los postulados mismos y cree poder
justificar un enfoque o marco distinto. Ambos tienen en común, todavía, cierta
confianza en la fuerza de la argumentación, en la exposición de las razones.
Lo que, ciertamente, a nuestro juicio, no es un análisis teórico propiamente
dicho, es la equiparación a priori de toda línea argumental posible bajo el
supuesto (teórico) de que, no existiendo verdaderas razones, todos los discursos
son modos de justificación de intereses. Esta clase de enfoque, representado ejem-
plarmente por la Escuela de Edimburgo, no sólo se funda en una (muy discuti-
ble, creemos) teoría de la naturaleza de la cognición humana, sino que, partiendo
de ella y sin reconocerlo, excluye toda posibilidad de que las cosas (la naturaleza,
la ciencia, la cognición misma, ...) sean de otra manera. Por ejemplo, excluye la
posibilidad clásica de que uno de los intereses, quizá el principal en nuestras
“peleas discursivas”, sea el de querer razones, y atenerse a razones. Cuando las
cosas se plantean de este modo extremo, estamos ante ese pragmatismo irraciona-
lista que representa el golpe de péndulo extremo en la reacción generalizada a la
crisis del positivismo. La sociología de la ciencia, en el sentido antedicho, puede
aportar una infinidad de datos de gran interés sobre redes de influencia en la
“maquinaria” de la ciencia, pero renuncia, por principio, a comprometerse con la
defensa racional de un marco frente a otro y por eso, a nuestro juicio, se autoex-
cluye y se sitúa “fuera de juego”.
Nosotros pretendemos precisamente discutir sobre cognición, explicitando
razones; no dar por supuesta una teoría implícita de la cognición que excluya
toda discusión. Vamos a discutir de cognición con una corriente dominante,
aunque sobreabundante y confusa, llamada psicología cognitiva. No vamos a
discutir compartiendo los postulados generales de la psicología cognitiva, sino
Representación y significado en psicología cognitiva: una reflexión constructiva / T. R. Fernández et al. 7
criticándolos. Pero vamos a compartir esa “cándida”, aunque imprescindible, fe
en la racionalidad.
La psicología cognitiva, especialmente la más cercana a la metáfora, tiene un
innegable vínculo con la actitud neopositivista ante la ciencia. Nosotros, en
cambio, estamos plenamente convencidos de que hay que tomarse en serio las
razones de la crisis del neopositivismo (las razones que, mal interpretadas, a
nuestro juicio, conducen a esos otros extremos inaceptables, como el aludido
pragmatismo irracionalista ejercido en la sociología de la ciencia de la Escuela de
Edimburgo). Esta crisis constituye uno de los fenómenos más importantes del S
XX y conlleva implicaciones radicales para el modo en que la psicología se con-
cibe y se justifica a sí misma. Los problemas estructurales de la psicología cogni-
tiva derivan, en buena medida, de ese vínculo. Sin embargo la propia psicología
a lo largo de su historia ha dado pasos en la construcción de alternativas razona-
bles, aunque incompletas, al marco positivista, de un lado, y al pragmatista,
cuyo extremo límite es el irracionalismo, por el otro. Creemos pues que se puede
“pasar por el medio”: mantener una concepción racional del quehacer científico
amparada en una psicología no irracionalista, a la vez que tomamos conciencia
de las razones de la crisis del positivismo, de las limitaciones del tándem realis-
mo-mentalismo. En todo caso nos parece que merece la pena aprender de quie-
nes ya lo han intentado.
Puesto que queremos hablar desde fuera del marco cognitivo no podemos
usar los mismos presupuestos; hemos de buscar claves más generales para el
entendimiento. Para ello vamos a incorporar algunas dosis de historia de la psicolo-
gía, por un lado, y de lo que tradicionalmente los positivistas hubiesen llamado
“lenguaje filosófico”. El “lenguaje filosófico” pudo estar prohibido durante los
tiempos de mayor celo neopositivista, pero ya no asusta a nadie hoy día, cuando
la propia psicología cognitiva trata de entenderse a sí misma haciendo filosofía
de la mente. El uso de lenguaje histórico para la discusión teórica, en cambio,
parece más inusual, quizá porque todavía nos pesa el espíritu positivista que da a
la historia un valor ornamental.
El análisis teórico que pretendemos llevar a cabo, con ser “filosófico” en el
sentido mencionado (como por ejemplo Still y Costall, 1991), pretende mante-
nerse lo más pegado posible al trabajo gremial de los psicólogos para evitar ser
un análisis “externo”, de los que también abundan.
Un tipo de análisis externo es aquel al que antes nos hemos referido; aquel en
que los argumentos propios de una disciplina se diluyen y se pierden precisa-
mente en aras de un plano sociológico sui generis que, además, a menudo, cuando
reduce ciencia a circuito de inteseres, se autoconfiere el privilegio de ser clave
última de la explicación.
Otro tipo de análisis externo lo encontramos en algunos trabajos “filosóficos”,
sean o no hechos por filósofos, que se permiten ignorar todo producto empírico o
teórico de la psicología. Esta clase de trabajos son cada vez menos frecuentes,
dada la tendencia creciente, imparable, a tomarse en serio la “naturalización de la
mente” (véase por ejemplo García y Muñoz, 1999). Hoy, después de Darwin,
pero también después de Piaget y de la propia psicología cognitiva, está claro
que las disciplinas científicas tienen un papel esencial en la clarificació n de los
tópicos ontológicos y gnoseológicos de los que cierta concepción gremial de la
filosofía reivindicó la exclusividad1. En estos últimos treinta años de cognitivis-
mo los psicólogos hemos vuelto a hablar sin tabúes de racionalismo, empirismo,
kantismo, hegelianismo, fenomenología, pragmatismo… Y esto, observado con
un poco de perspectiva, significa un enorme cambio. Sólo de esta actitud abierta
podrá salir alguna luz. ¡Bienvenido sea, pues, en este sentido, el cognitivismo!
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Máquina y función
¿Pero qué significa aquí exactamente máquina, “funcionamiento mecánico”?
Detengámonos un momento en ello. El prestigio del mecanicismo está a la base
del positivismo cognitivo, es su garantía de cientificidad y es, para la cosmovi-
sión neopositivista, la imagen verdadera del mundo: el mundo es un sistema en
el que cada estado determina rigurosamente el estado siguiente. Los cerebros y
las mentes, en la medida en que son objetos naturales y susceptibles de estudio
científico, han de ser entendidos como máquinas. Tal parece que la máquina
sirve de modelo de toda la realidad. Pero en una máquina lo que hay es causali-
dad concatenada según un propósito nuestro; especificada espaciotemporalmen-
te, en piezas y en secuencias, y puesta en marcha por nuestras operaciones.
Hemos de insistir en esto, porque abre una diferencia radical entre series cau-
sales fisicoquímicas (las definidas por la física y química de modo genérico, para
toda “materia”) y series causales diseñadas técnicamente (que por supuesto son
también fisicoquímicas, pero que no se agotan en serlo). Cuando la máquina no
funciona, nos contraría a nosotros, no a las leyes físicas. Cada estado sigue cau-
sando al siguiente, pero se ha roto la secuencia diseñada, es decir, se ha truncado
su servicio a nuestros propósitos, a nuestro criterio de utilidad. Ya no es una
máquina, sino un pedazo genérico de materia. El mundo fisicoquímico no “fun-
ciona”, ni deja de funcionar, por el hecho de que cada estado cause al siguiente
(que cada estado cause al siguiente de un modo lineal, por analogía con billares y
relojes, con sistemas técnicos de piezas y secuencias, es precisamente una idea de
la que la moderna física parece alejarse asintóticamente, confirmando la disolu-
ción de aquella vieja imagen del mundo como máquina; véase Prigogine, 1993).
El funcionamiento mecánico, entonces (y salvo que le hagamos el juego a
Descartes asumiendo que el mundo entero es máquina diseñada por un Ingenie-
ro), sólo es propiamente el de los mecanismos técnicos, y no específicamente por-
que un estado cause al siguiente, sino porque la secuencia ha sido diseñada, aisla-
da de otras secuencias posibles; ha sido segmentada en piezas, montada y puesta
en marcha para que “funcione”, de acuerdo con un fin nuestro. Por eso la máqui-
na es parte de nuestras funciones. No es autónoma.
Así, quienes creen que identificando mente-cerebro con máquina logran
reducirlo todo a un modelo naturalista, determinista, limpio de intencionalidad
y voluntad, cometen un error paradójico. Allá donde hay una disposición mecá-
nica hay, implícita, actividad funcional. Sólo hay máquinas cuando hay organis-
mos. En fin, las disposiciones mecánicas nunca anulan la actividad funcional, son
su producto y su herramienta.
Sólo los organismos hacen máquinas externas, artefactos. Muy destacadamen-
te, claro está (y que sepamos por ahora), los humanos. Pero, en general, podría-
mos decir que lo propio de los organismos es precisamente que “componen” fun-
cionalmente series causales: su estructura corporal; el sistema de sus órganos. Y
en ese sentido, todo organismo es una “máquina” autoorganizándose funcional-
Representación y significado en psicología cognitiva: una reflexión constructiva / T. R. Fernández et al. 21
mente, que ha logrado su organización actual por vía filogenética (selección
orgánica) y ontogenética (maduración, desarrollo, aprendizaje, selección neu-
ral...). Somos máquinas orgánicas controladas funcionalmente, por nuestras pro-
pias funciones.
En conclusión: la unidad teórica esencial para la psicología es la de operación
o función, no la de secuencia mecánica de cómputo10. Esta idea nos inspirará para
abordar el problema del significado y la representación. Pero antes hemos de
especificar algo más el sentido en que nos parece que ha de entenderse esa cons-
trucción onto y filogenética.
Mecanicismo y evolución
Precisamente las contradicciones del mecanicismo cognitivista se ven muy
bien en otro ámbito, el de la peliaguda cuestión de la evolución de la mente, del
supuesto origen de la máquina computacional. El cognitivista juega a suponer
que los módulos son productos de evolución, de selección natural11, pero dificil-
mente una máquina computacional algorítmica puede haber sido conformada a
base de variaciones aleatorias, luego seleccionadas. Las variaciones aleatorias son
todo lo contrario de la disposición inteligente de las secuencias, y supondrían
simplemente el caos en el sistema. La máquina computacional es un contrasenti-
do evolucionista (véase Sánchez, 1996). Desde el punto de vista de la genética
molecular, además, es inconcebible un cerebro cuyas conexiones estén preprogra-
madas. No solo no hay capacidad en los genes para especificar a priori las cone-
xiones exactas que requeriría un cerebro modular, sino que de hecho se van espe-
cificando ontogenéticamente (contando, sin duda, con modulaciones o regula-
ciones genéticas globales) en el proceso que Edelman llama selección neural; hay
que buscar en ese momento las razones determinantes de la explicación, y no ret-
rotraer esas razones de modo prioritario a la evolución o a los genes (Edelman,
1987). En suma, la máquina computacional preprogramada es imposible de jus-
tificar genéticamente.
En las intensas discusiones teóricas actuales a propósito del alcance, límites y
deficiencias de la, hasta hace poco, intocable Teoría Sintética de la Evolución, están
surgiendo cada vez más voces que apuntan a la necesidad de volver a tomar en
cuenta que el comportamiento es un factor teórico de primer orden para dar
cuenta de la complejidad de los procesos evolucionistas. El comportamiento es
precisamente importante para la teoría en la medida en que cumple un papel
innovador (constructor aquí y ahora) que cataliza, acelera, o reconduce los proce-
sos y contextos de selección: produce cambios de hábitat, cambios de fuentes ali-
mentarias o de técnicas de obtención de alimento; cambios, en general, del nicho
ecológico de una población. Pues bien, a nuestro juicio, lo que está haciendo
falta (y lo que muchos biólogos buscan, con más o menos prejuicios neopositivis-
tas) es todo lo contrario de una concepción determinista del comportamiento
como la que viene ofertando la psicología de influjo neopositivista, primero por
vía del conductismo, y ahora por vía del mecanicismo computacional o del
nuevo reduccionismo conexionista. El papel esencial que la actividad adaptativa,
funcional, tiene indirectamente en la marcha de la evolución (sin adoptar expli-
caciones lamarckistas) fue precisamente un tópico de la psicología funcionalista;
recibió su desarrollo más importante con la teoría de la selección orgánica, que for-
mularon Baldwin, Lloyd Morgan y Osborn (Baldwin 1902). La teoría, conocida
como “efecto Baldwin”, no ha desaparecido del todo del ámbito de la biología
teórica (véase Fernández, 1988; Sánchez, 1996; Loredo, 1999), y reaparece espo-
rádicamente entre psicólogos, aunque no suele desarrollarse en toda su amplitud
(veáse, por ejemplo, Pinker 2000).
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Notas
1
Por ejemplo, de entrada cabe aventurar (siguiendo a Putnam, 2000; véase también Putman, 2001) que el estudio de las sensacio-
nes (es decir, la psicofísica diríamos nosotros, que no Putman), ha de ser imprescindible para cualquiera que trate de decir algo con
sentido acerca de lo que significa conocer. Si esto es psicologismo, entonces el psicologismo es una virtud más que un vicio. Qui-
zás haya que acabar, de una vez por todas, con la idea de que adoptar el punto de vista de la subjetividad equivale a adentrarse en
el “subjetivismo”, con todas sus connotaciones peyorativas. Parece más idóneo decir que la psicología reconstruye las formas de la
subjetualidad, las condiciones de lo que significa ser sujeto. Entonces adoptar el punto de vista de la psicología para dilucidar en
qué consiste el conocer no sería un peligro, sino una necesidad.
2
En fin, de lo dicho se deriva que concebimos las múltiples historias de la psicología no como “el progresivo retrato del pasado” sino
como organizaciones o racionalizaciones de los múltiples “materiales de otros tiempos” en función de un proyecto presente en
marcha, de una posible proyección futura. Una historia es un orden tentativo a esos materiales y, en la medida en que tales mate-
riales son raíz de nuestro presente, implica también un orden tentativo a la estructura de nuestro presente. El valor de una histo-
ria surge sólo en la competencia con otras, y es proporcional a su capacidad de clarificación y ordenación.
3
La Teoría de la Mente, según la doctrina al uso de la Psicología Popular, es uno de los puntos débiles de cierta psicología cognitiva.
Pasado ya mucho tiempo desde su desconversión computacional, funcionalista, Putnam se ha acercado con tino al tema de la his-
toricidad del concepto de “mente”. Lo ha hecho junto con la conocida filóloga, especialista en Aristóteles, Marta Nussbaum
(véase Putnam, 1997). Con todo, estos autores mantienen aún ciertos prejuicios. Bastaría con que recordaran investigaciones filo-
lógicas que han venido sucediéndose desde los años 50 y que muestran sin lugar a dudas que, no ya en el hombre primitivo, y
menos aún en los grandes monos: ni siquiera en Homero existe aún la más mínima idea de una interioridad psicológica, se llame
“alma”, “mente” o como se quiera. Sí existe, por supuesto, la interioridad física, la de los pulmones, el diafragma, o el el cerebro,
por citar órganos con carga psicológica; pero no hay dualismo.
4
El fenómeno de un buen trabajo bajo condiciones ideológicas que han resultado ser insostenibles no es nuevo. Por ejemplo Fech-
ner se opuso con su animismo a las opciones monistas materialistas (positivistas) de la época. Gracias a ello surgió la psicofísica
que hoy, en todo caso, no necesita ningún respaldo animista, del mismo modo que tampoco tiene necesidad de pretendidos res-
paldos mentalistas.
5
Recordemos, por ejemplo, que las mónadas de Leibniz no representan nada porque ellas mismas constituyen su propia representa-
ción: a la par son partículas elementales y unidades de conciencia.
6
Esa relación con Kant puede verse, por ejemplo, en “Temas de Pragmaticismo”, publicado en 1878, y “Cómo esclarecer nuestras
ideas”, de 1893 (véanse lo capítulos VII y VI respectivamente de Peirce, 1988). Hay un viejo libro, bastante olvidado, que mues-
tra muy bien los orígenes kantianos del pragmatismo, recordando aquella tertulia, el “Club Metafísico”, que se reunía en Harvard a
comienzos de los 1870: Wiener, 1949. Véase también la reciente obra de Menand, “The Metaphysical Club” (Menand, 2001).
7
Der logische Aufbau der Welt significa “la construcción lógica del mundo”. Moulines (1996) ha mostrado con toda claridad el
ámbito conceptual epistemológico, no formalista, en el que debe entenderse el Aufbau.
8
Si partiendo de las mismas “entradas” obtenemos las mismas “salidas”, aunque sea en un ámbito restringido, es que las funciones
realizadas son similares. Basándose en esto Turing concede categoría psicológica a una máquina por el hecho de que un sujeto
cualquiera, en la situación del test de Turing, no pueda eventualmente distinguir si habla con una máquina o con un ser humano.
De ahí concluye que las máquinas piensan. Lo mismo nos dice Pylyshyn, uno de los más importantes teóricos del cognitivismo: “
[…] el sentido de la equivalencia formal es que las entradas y salidas de MU (la máquina universal de Turing) pueden descodifi-
carse en cualquier caso como las entradas y salidas de la máquina que se está simulando. Decimos que la MU ‘computa la misma
función’ que la máquina simulada, donde ‘la misma función’ significa los mismos pares de entrada-salida, o la misma extensión
de la función.” (Pylyshyn, 1988, p. 80).
9
Dennet ofrece una interesante e influyente discusión acerca de la intencionalidad derivada (en Dennett, 1991, cap. 8, p. 254 y ss).
Constituye uno de los casos más claros de la inclinación de la filosofía de la mente hacia posiciones pragmatistas, aunque es tam-
bién quizá uno de los mejores ejemplos de cómo la tensión entre positivismo y pragmatismo, cuando no se tiene una solución
operatoria, y aun siendo inteligente, le puede a uno zarandear hasta convertirlo en una contradicción andante. Dennett ha inten-
tado, a la vez, aprovecharse del pragmatismo y mantener incólume el mecanicismo positivista. Uno de sus últimos libros, La
peligrosa idea de Darwin, está dedicado a “descubrir” que la selección natural tiene un carácter esencialmente mecanicista (Den-
nett, 1995). Para una defensa del carácter no mecanicista de la selección natural véase Fernández y Sánchez (1990).
Representación y significado en psicología cognitiva: una reflexión constructiva / T. R. Fernández et al. 31
10
Apliquémoslo al problema inicial. El ordenador es capaz de realizar operaciones desde el momento en que
los seres humanos fuimos capaces de “representar” nuestras operaciones mediante el esquema de la lógica
binaria (1 = activo, verdadero; 0 = inactivo, falso), que pueden hacerse equivaler a cualquier cosa, por ejem-
plo a abrir y cerrar una puerta, o a entrar o no entrar en un recinto. La propia relación entre un estado mecá-
nico del circuito de la máquina (activado o desactivado) y un código numérico o un valor lógico, tuvo que ser
establecida, lo cual forma parte de nuestro operar, no del de la máquina. Por eso no es la máquina la que pro-
cesa, sino que “procesamos” nosotros utilizándola a ella como instrumento (como podríamos utilizar un ábaco o
cualquier otro instrumento). Los símbolos son tales para nosotros, no para la máquina.
11
Se supone que la evolución ha dotado al ser humano con un sistema cognitivo de “módulos” que se han mos-
trado adaptativos en el pasado, pues han respondido adecuadamente a las demandas del medio (esto asume,
por ejemplo, Ruiz-Vargas respecto a la memoria, en el capítulo cuarto de su libro de 1994; también puede
verse la ambiciosa teorización de Cosmides, Tooby y Barkow, 1992, y Tooby y Cosmides, 1992). Se piensa,
pues, que hay una suerte de algoritmos preprogramados que funcionan como guía para elaborar representa-
ciones mentales de la realidad, las cuales regularán la emisión de respuestas. Además, esa justificación evolu-
cionista de la mente protege contra el solipsismo, ya que ahora las representaciones “se adecuan” a la realidad
dada en la naturaleza.
12
En la lectura cognitivista (mentalista, realista y dualista) de la Teoría de Detección de Señales (TDS), por ejem-
plo, se hacen verdaderos esfuerzos por separar el proceso de observación (receptivo, pasivo) y el proceso activo
de decisión (véase, por ejemplo, Blanco, 1996, p. 150-153), cuando la virtud esencial de la TDS es más bien
su capacidad para romper de una vez por todas con semejantes dualismos. En efecto, desde un ámbito “infe-
rior”, psicofísico, comprobamos cómo la actividad de los sentidos es ya en sí misma una toma de decisiones, y
que lo que se llama “sensibilidad”, lejos de constituir algo pasivo, es un resultado del hacer.
13
Para una discusión véanse las exposiciones de Anderson (1983), de Vega (1984, p. 301 y sigs.), García-
Albea (1986), Ortells (1996) y Pylyshyn (1988).
14
Ese mundo no es absolutamente privado ni inaccesible; no es un umwelt. Los organismos comparten estruc-
turas, según su cercanía filogenética, y a través de la competencia establecen dimensiones comunes de los
objetos: establecen necesariamente realidad compartida, aunque la convergencia no signifique identidad.
16
En su momento, los piagetianos, inducidos por el propio Piaget, creyeron entender cómo las actividades
operatorias se internalizaban. Pero, pensándolo mejor, para que se internalicen deberían ser primero opera-
ciones “externas”. Y ¿qué puede querer decir “operación externa”? ¿Acaso una “conducta”? No era eso lo que
se quería decir, no era eso. Y si no hay “exterioridad”, ¿qué quiere decir “interioridad”? La aporía ha sido
expuesta por autores como Wittegenstein, y ya antes por Avenarius, y en muchos aspectos por Husserl. La
alerta está hoy bastante apagada. Incluso los más wittgensteinianos son ahora “filósofos de la mente”. En
todo caso, estos deslices mentalistas no son justificación suficiente para asimilar a Piaget al cognitivismo
(véase Delval, 1996).
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