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n el ser humano hay una tendencia natural a agradar desde el momento

en el que nace. Porque nos gusta caer bien, ser simpáticos, despertar
admiración. Buscamos el cariño y la atracción de las personas. Nos
importa el qué dirán, lo que piensan de nosotros. Sabemos que el rostro es
el espejo del alma y a veces sufrimos por ello. Porque nuestros ojos
desvelan más de lo que quisiéramos mostrar.
Pero, para ser sinceros, el problema no está en lo que los demás
ven en nosotros, sino en lo que realmente hay en el corazón y
en nuestra mirada sobre nuestra vida. Lo importante es saber
qué es lo verdadero y aceptarlo con alegría, sin miedos, sin
angustias.
Cuando nos miramos bien, cuando nos queremos sin miedo, cuando nos
aceptamos sin querer ser distintos, somos mucho más felices y
plenos. Pero cuando no es así, cuando rechazamos nuestra verdad y
tratamos de ocultar lo que somos, nos asusta entonces mostrar
lo que sentimos, decir lo que pensamos, desvelar lo que está oculto en
el corazón.
Nos gusta agradar y nos da miedo el rechazo. Por eso a veces usamos
caretas, fingimos sentimientos y mostramos lo que no sentimos de
verdad. El deseo de querer agradar es muy fuerte en el corazón.
Y como el rostro se empeña en reflejar lo que hay en el alma,
disimulamos, fingimos, optamos por hacer prevalecer las apariencias
antes que reflejar la verdad. Nos esforzamos por parecer más delgados,
más guapos, más listos, más capaces, más deportistas, mejor vestidos.
Siempre más. El móvil de último diseño, la ropa más valorada; es el
mundo del escaparate.
Compramos por los ojos. Nos dejamos encandilar por una belleza tantas
veces superficial. Y todos caemos en esa tentación de parecer lo
que no somos. Por eso nos cuesta ser honestos y mostrar nuestra
realidad. Sin tanto glamour, sin tanta belleza.
La apariencia nos atrae, la estética, esa belleza superficial que no habla
necesariamente de la belleza interior. Las cosas que brillan, las personas
que deslumbran con sus palabras, con su físico. Damos mucho valor al
cuerpo, a lo que nos entra por los ojos.
Y olvidamos que el tesoro está escondido en lo más hondo, bajo
los ropajes que lo disimulan todo, oculto en el corazón. Nos quedamos en
la superficie, prendados, enamorados de lo que los ojos acarician y las
manos retienen.
Nos convencemos de que no es lo importante y creemos que en realidad
no nos movemos por ese criterio superficial. Pero luego la vida nos enseña
que no es así, lo hacemos.
Muchas veces juzgamos por las apariencias, analizamos al que
vemos por primera vez por su forma de vestir. Tratamos a las personas de
forma diferente por su aspecto, por su forma de hablar, por su
procedencia. Nos entusiasman las cosas llenas de luz y nos provocan
desprecio las opacas.
Hay un temor en el corazón a la opinión que los demás puedan tener de
nosotros. Su juicio nos asusta. Nos aplicamos el dicho: «Cree el ladrón
que todos son de su condición». Y a veces somos tan duros en los juicios
que nos da miedo que los demás puedan ser también inmisericordes con
nosotros.
Decía san Agustín: «Hay hombres que juzgan temerariamente, que son
detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo
que no ven, que se empeñan en pregonar incluso lo que ni sospechan».
El Papa Francisco nos ha hablado de los chismes: «¡Cuánto chismeamos
nosotros los cristianos! El chisme es despellejarse, ¿no? Es maltratarse el
uno al otro. Como si se quisiera disminuir al otro, ¿no? En lugar de
crecer yo, hago que el otro sea aplanado y me siento muy bien. Parece
agradable chismear. No sé por qué, pero se siente uno bien. Como un
caramelo de miel, ¿verdad? Te comes uno -¡Ah, qué bien! -Y luego otro,
otro, otro, y al final tienes dolor de estómago. ¿Y por qué? El chisme es
así: es dulce al principio y luego te arruina el alma. Los
chismes son destructivos en la Iglesia. Es un poco como el espíritu
de Caín: matar al hermano, con su lengua
».
Nos hacemos chismosos y murmuradores. Etiquetamos a las
personas nada más verlas. Por su forma de vestir, por su aspecto, por
la imagen que dejan ver. Juzgamos y condenamos fácilmente. Y
nos sentimos bien por un rato.
Pero después, como dice el Papa, viene la amargura al alma. Este mismo
juicio de desprecio es el que nos gusta evitar. Queremos liberarnos de la
murmuración. ¡Cuánto importan las apariencias! ¡Qué fácil caer en el
juicio sobre nosotros mismos y sobre los demás!
Se diría que nos sucede lo que comentaba una persona: «Se miran
demasiado el ombligo, están demasiado pendientes del juicio de los
demás». Tantas veces vivimos así, preocupados del qué dirán.
No decimos todo lo que pensamos. No hacemos todo lo que
estaríamos dispuestos a hacer. Para no salirnos de la
norma. Para no destacar demasiado. Para no ser juzgados. No nos
arriesgamos.
Es una pena que nos importe tanto este juicio de los hombres. Es una
pena que valoremos tanto las cosas por su brillo. A veces es
porque no nos conocemos del todo. No sabemos que hay oro en
nuestro interior.
Conocer mi alma implica ver lo bueno que tengo, lo que otros
buscan en mí, lo que doy de forma natural, aquello que regalo
con alegría. Las cosas buenas de mi vida, mis cualidades, mis buenos
sentimientos, mi forma particular de entregarme, de caminar, de sonreír,
de hablar, de callar, de trabajar, de expresar el amor, son un tesoro.
¿Me conozco? ¿Me acepto? ¿Me quiero? ¿Sé qué cosas buenas tengo,
lo que me hace único y diferente? ¿Conozco el tesoro enterrado en
mi corazón?
A veces tenemos tan poca autoestima que buscamos que nos
quieran mendigando cariño, llamando la atención. Estamos heridos y
queremos que nos quieran todos y siempre, sin excepción.
Cualquier muestra de desprecio, cualquier olvido, cualquier juicio, nos
ofenden hasta el fondo del alma y tiramos por tierra todo lo construido. Y
pensamos: «Nada de lo anterior importa, todo era mentira». Y echamos
a perder muchas relaciones, porque no somos capaces de
perdonar y olvidar.
Las apariencias a veces nos engañan. Dice un dicho conocido: «No es oro
todo lo que reluce». No siempre lo que parece bueno es tan bueno. Hay
que profundizar, ahondar, ir a lo verdadero. En la vida, en el
amor, es fundamental.

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