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Y
LA SANIDAD
DIVINA
Dr. Emilio Antonio Núñez
PREFACIO
El material de este pequeño libro tuvo su origen en dos mensajes que el autor
tuvo el privilegio de dirigir hace algunos años a la Convención Femenil
Nacional de las Iglesias Evangélicas Centroamericanas de Guatemala. El
tema fue sugerido por la Directiva de dicha Convención, y él encoque se hizo
desde él punto de vista pastoral. Al entregar ahora a la publicidad estas páginas,
lo hacemos con el ferviente deseo de que ellas sirvan, a lo menos, como
punto de partida para un estudio más a fondo del tema que aquí se trata.
EL AUTOR
INDICE
PRÓLOGO de Eliseo Hernández E
INTRODUCCIÓN
1. Textos claves
Éxodo 15:26
Salmo 103:3
II Reyes 20:1-11
II Crónicas 16:12-13
Isaías 53:4-5
Mateo 10:1-8
Marcos 16:17-18
3. Consideraciones teológico-prácticas
La sanidad divina y la soberanía de Dios
La sanidad divina y la oración por los enfermos
La sanidad divina y los dones del Espíritu Santo
La sanidad divina y las causas de la enfermedad
La sanidad divina y la ciencia médica
La sanidad divina y el peligro de la superstición
CONCLUSIÓN
ÍNDICE DE TEXTOS BÍBLICOS
PROLOGO
Este libro se presenta como un concienzudo, detallado y claro estudio del asunto de la
sanidad divina, a la luz de las Sagradas Escrituras, de las observaciones, de las
experiencias y de los testimonios aquí apuntados. Este estudio no se ofrece con el ánimo
de polemizar, ni como aporte para sentar bases para improductivas discusiones. El
propósito del autor es aclarar, ayudar y orientar en asunto tan importante a muchos
hermanos que sinceramente están confundidos. La esperanza y el sincero deseo del au-
tor es que muchos sean beneficiados con su lectura y estudio detenido, encontrando a
través de estas páginas el camino de la verdad a seguir en asunto tan incomprendido
para muchos.
Serio, documentado, autorizado y amplio estudio es el que nos ofrece en esta obra el
ya ampliamente conocido y muy estimado hermano Emilio Antonio Núñez, Doctor en
Teología y actual Rector del Seminario Teológico Centroamericano de la ciudad de Gua-
temala. El hermano Núñez es muy solicitado para dictar conferencias tanto en América
como en Europa. El es quien tradujo las notas de la Biblia Anotada de Scofield. Es
traductor de valiosos libros y autor de varias obras y estudios bíblicos y teológicos.*
Ade más, es conferenciante de nota y maestro por vocación y erudición.
Se espera que muchos hermanos reciban abundante bendición de lo alto con la
lectura de estas páginas. Oramos para que Dios se digne usar este libro para enseñar,
orientar y dirigir a aquellos que verdaderamente desean ser enseñados y orientados en
asunto de tanta importancia, como es el de la sanidad divina.
Amado hermano, ponemos en sus manos esta obra con el ruego de que la lea sin
apasionamiento sectario, con espíritu de imparcialidad, investigación, con detenimiento y
con el deseo de hacer de él un estudio serio y provechoso.
ELÍSEO HERNÁNDEZ E.
INTRODUCCION
Miles de personas se habían reunido en el estadio para escuchar al predicador que
ofrecía sanidad divina a todos los enfermos que tan sólo quisiesen «creer».
El mensaje, presentado por medio de un traductor, fue una declaración apasionada
del poder de Jesús para derrotar a las huestes infernales y sanar toda enfermedad. En
el desarrollo del tema abundaron los ejemplos de casos «incurables» que habían dejado
de serlo en respuesta a la fe. Al final del sermón el predicador exhortó a los enfermos a
creer, pero no de una manera pasiva, sino activa. Les retó a demostrar de inmediato su
fe, a actuar como si el milagro fuese ya una gloriosa realidad. «Si eres cojo, cree que ya
puedes andar, y anda, en el nombre de Jesús.» «Cualquiera que sea tu dolencia, cree
que ya estás sano, y actúa como una persona sana, en el nombre de Jesús.»
Llegó el momento de la oración por los enfermos. En tono autoritario el predicador
demandó a Dios, en el nombre de Jesús, la liberación de todos los que padecían algún
mal y reprendió a Satanás y sus demonios como los autores de toda enfermedad.
Después de la oración la multitud se hallaba a la expectativa. El ambiente era propicio
para que sucediesen cosas extraordinarias. Hubo como una oleada de gran emoción
que sacudía a todos los presentes. Se sentía como un efecto electrizante; y parecía difí-
cil, por no decir imposible, que alguien pudiese escapar de la influencia de aquella
multitud emocionada.
El predicador invitó a la gente a «ser sanada en el nombre de Jesús». Varias
personas comenzaron a descender al centro del estadio. Algunos levantaron sus
muletas, en señal de que el milagro se había efectuado. Andaban de un lado a otro,
dominados por inmensa alegría. Una señora subió a la plataforma a testificar que por
varios años había estado medio ciega, pero que en ese momento su vista había vuelto a
la normalidad. Se le dio un papel para que leyese. Leyó correctamente, según el
predicador. Los «testimonios» se multiplicaban. «Dios se está manifestando, Dios está
honrando la fe», exclamaba el predicador.
Por un instante quedamos perplejos. Era la primera vez que asistíamos a una
«campaña de sanidad» en grande escala. Nunca habíamos prestado atención especial
al mensaje que garantiza la curación de toda dolencia física al que cree en Jesús el
Sanador. Sentados en las graderías de aquel estadio hicimos un breve repaso de nuestra
doctrina y seguimos observando lo que pasaba en nuestro derredor.
Terminado el servicio, descendimos a uno de los pasillos exteriores donde varias
personas se habían acercado a la silla de ruedas de una niña paralítica a quien
acompañaban dos o tres señoras. Una de ellas parecía ser su madre. Había
ansiedad en los ojos de la niña, y lágrimas abundantes en los de una de las señoras,
quien decía: «Yo sí creo, pero ya ven ustedes, ella sigue lo mismo.» Alguien
aconsejó que fuesen a hablar con el predicador. Aceptaron el consejo y, uniendo al
deseo la acción, emprendieron el camino hacia la plataforma. Nos unimos a la ansiosa
comitiva. La marcha era lenta. No podía llevarse a prisa la silla de ruedas.
Llegamos, al fin, donde estaba el predicador. Oró y oramos con él, pero no hubo milagro.
La niña seguía postrada. Admitiendo su impotencia, el predicador dijo: «Lo siento, no
puedo hacer más. Tráiganla mañana a la campaña.» No había más efecto electrizante.
La multitud se había marchado.
El regreso fue triste. Nos detuvimos por un momento sintiéndonos abrumados por
ideas contradictorias entre sí. Vimos alejarse al grupo que llevaba a la niña paralítica,
y nuestro corazón se llenó de singular ternura. Todos los «milagros» que allí habíamos
presenciado no eran suficientes para mitigar el dolor que experimentábamos por la
pequeña inválida. Un «¿Por qué?» quejumbroso, doliente, surgió de lo más hondo de
nuestro ser.
Lo acontecido en aquella noche seguía poniendo a prueba el temple de nuestras
convicciones doctrinales, y allí mismo, bajo el cielo poblado de estrellas, decidimos
examinar más a fondo y sin prejuicios la enseñanza que en esa ocasión habíamos
escuchado.
Parte de los resultados de nuestro estudio es lo que ahora damos a la publicidad
con el deseo sincero de ayudar a algunos de nuestros estimados hermanos que se hallen
perplejos, como lo estuvimos nosotros hace veinte años, en cuanto a la predicación (Ir la
sanidad divina.
No pretendemos tener en estas páginas la enseñanza completa y definitiva sobre el
tema. Este no es el fin, sino el principio de la tarea de examinar a la luz de las
Escrituras el así llamado movimiento de sanidad divina. Presentamos aquí nuestras re-
flexiones «sin malicia para ninguno y con caridad p i r a todos», como dijera Abraham
Lincoln, porque tenemos profundo respeto para todos nuestros hermanos en Cristo,
incluyendo, por supuesto, a los que sustentan puntos de vista doctrinales diferentes a los
nuestros.
Vale decir también que no nos hemos acercado al examen de enseñanza sobre la
sanidad divina con la frialdad ni mucho menos con el cinismo que pueden
caracterizar al investigador que es movido tan sólo por el deseo de hallar argumentos
contra el asunto que tiene bajo estudio. La huella que dejó en nuestra alma el cuadro
de la niña paralítica es profunda. Tampoco hemos perdido de vista en ningún
momento que la enfermedad, física o mental, es uno de los problemas más agudos
que confrontan a la Humanidad y que, impulsados por la compasión de Cristo,
debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para ayudar a nuestros
semejantes que sufren este azote. No debemos quedar indiferentes ante el dolor que
aflige a nuestro prójimo. Además, el hecho de haber experimentado en carne propia
por varios años el problema de la enfermedad, acentuó en nosotros el deseo de buscar
la respuesta al mismo en la Palabra de Dios.
Siendo la Biblia para nosotros la palabra final, el tribunal de última apelación, hemos
querido que la revelación escrita de Dios, y no la experiencia humana, sea la base de
nuestro estudio.
Creemos que fundamentalmente la experiencia debe analizarse a la luz de las
Escrituras y no las Escrituras a la luz de la experiencia. Para que la experiencia sea
aceptable debe conformarse a lo que Dios ha dicho en su Palabra. En lugar de
obtener de la experiencia la doctrina, de ésta debe proceder la experiencia.
No hay límite para el desenfreno doctrinal cuando se hace a un lado la Palabra
escrita con el fin de magnificar ciertas experiencias. José Smith se guió por una
supuesta experiencia religiosa y produjo el Mor monismo. Hay quienes se han vuelto
especialistas en torcer textos bíblicos para adaptarlos a sus experiencias místicas.
No importa cuán sensacional parezca la experiencia que el hermano X haya tenido.
Si no se ajusta a la Palabra escrita debemos rechazarla. La Biblia es muchísimo más
confiable que la experiencia humana. Su mensaje no cambia jamás. Nuestras expe-
riencias son frágiles, tornadizas, y no pueden guiarnos con seguridad en medio del
océano turbulento que nos rodea. Lo que Dios dice, y no lo que nosotros decimos, debe
ser en todo tiempo el fundamento de nuestra fe y la norma suprema de nuestra
conducta.
1 TEXTOS CLAVES
No es nuestro propósito hacer un estudio de todos los pasajes bíblicos que tienen
alguna relación con »l tema. Examinaremos solamente aquellos que se usan con
mucha frecuencia en la predicación moderna de la sanidad divina.
Éxodo 15:26
Y dijo: Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo
recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares
todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te
enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu Sanador.
Un conocido escritor sobre la sanidad divina ha dicho que este versículo «es la más
anticipada promesa de la curación», y le llama, además, «el pacto de la sanidad».
Nosotros también creemos que Jehová es nuestro Sanador y que El nos sana por
medios naturales o sin ellos.
Puede observarse que en este texto se establece una condición para que el israelita
goce de salud física: obediencia a la ley de Dios. En otras palabras, el desobediente
no tiene derecho a esperar que se cumpla en él esta promesa. Obsérvese, además,
que se trata aquí no tanto de curación como de prevención de la enfermedad. Es, en
breve, el mismo mensaje de Deuteronomio 28:15-68. El contenido de este mensaje se
halla en armonía con el énfasis especial del Antiguo Testamento sobre las
bendiciones o maldiciones de naturaleza física.
Por supuesto, es innegable que aun hoy día hay ciertas enfermedades que pueden
venir como resultado de la desobediencia a los preceptos divinos. Pero no debe decirse
que toda enfermedad es el resultado directo de algún pecado en la vida del enfermo (Jn.
9: 1-3; Stg. 5:15: «y si hubiere pecado»).
Job no era un desobediente, andaba según la luz que había recibido, y Jehová lo
halló «perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job 1:8). Sin
embargo, cayó enfermo. Y el texto bíblico enseña que la enfermedad le llegó a Job
con el permiso de Dios, como una manifestación del propósito que El tenía para su
siervo. Epafrodito se hallaba dedicado al cumplimiento de un hermoso ministerio
en la causa del Señor cuando se enfermó gravemente (Fil. 2:25-30). Tampoco era
Timoteo un pecador rebelde, pero padecía de frecuentes enfermedades (I Tim.
5:23).
Por lo tanto, Éxodo 15:26 debe interpretarse dentro de su contexto inmediato y a la
luz de otros pasajes de la Biblia.
Es muy notable que el mismo versículo que presenta a Jehová como el Sanador nos
dice también que El es quien envía la enfermedad. El da la salud, pero puede asimismo
traer la enfermedad como un castigo (Nm. 12:1-6; II Sam. 12:13-23), o como un medio
para lograr el crecimiento espiritual de sus hijos. No es cierto, por lo tanto, que toda
enfermedad viene únicamente por voluntad de Satanás.
El contexto de Éxodo 15:26 relata la experiencia de los israelitas en Mara, donde no
podían beber las aguas porque eran amargas. Moisés clamó a Jehová, y El «le mostró
un árbol; y lo echó en las aguas, y las aguas se endulzaron» (v. 25). En la misma oca-
sión en que fue anticipado «el evangelio de la sanidad», Dios le indicó a su siervo que
usara un medio natural para endulzar las aguas. Es posible que aquel árbol tuviese ciertas
propiedades que neutralizarían el amargor del agua, y Moisés no lo sabía. De todas
maneras, Jehová pudo haberla endulzado sin necesidad del árbol; pero El es soberano
para escoger su manera de actuar a favor de los suyos.
Salmo 103:3
El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus
dolencias.
En el caso de que las «dolencias» mencionadas en este pasaje bíblico sean físicas, la
explicación es la misma que hemos dado tocante a Éxodo 15:26. Jehová es nuestro
Sanador. El es quien sana todas nuestras enfermedades, usando medios naturales o pres-
cindiendo de ellos; con medicinas o sin medicinas; con médicos o sin ellos.
II Reyes 20:1-11
En aquellos días Exequias cayó enfermo de muerte. Y vino a él el
profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu
casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces él volvió su rostro a la
pared, y oró a Jehová y dijo: Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas
memoria de que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón,
y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro. Y
antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio vino palabra de Jehová a
Isaías, diciendo: Vuelve y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice
Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus
lágrimas; he aquí yo te sano, al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y
añadiré a tus días quince años... Y dijo Isaías: Tomad masa de higos. Y
tomándola, la pusieron sobre la llaga, y sanó» (vs. 1-7).
Es evidente que, en respuesta a la oración, Dios sanó a Ezequías. Pero hay algo
que, generalmente, se pasa por alto: el uso que se hizo de medios naturales para la
curación del rey. Dios dijo: «Yo te sano», pero permitió que el profeta recetara que
pusiesen una masa de higos en la llaga de Ezequías. Dios no reprendió a Isaías por
haber dado este consejo médico, ni a Ezequías por haberlo seguido. El texto dice
claramente que pusieron la masa de higos sobre la llaga «y sanó».
El Señor Jesucristo usó lodo y saliva para darle la vista al ciego de nacimiento (Jn.
9:6). No sabemos exactamente por qué El actuó así en este caso. Es posible que El
viera que la fe de aquel hombre necesitaba ser fortalecida con un tratamiento especial.
Quizás, al igual que Naamán el sirio, el ciego de nacimiento deseaba sentir sobre su
cuerpo el toque milagroso de la mano sanadora; y no sólo eso, sino también desearía
que se le aplicara algún remedio y se le ordenase que hiciese algo por sí mismo para
recuperar la vista. De ahí el mandamiento a que fuera a lavarse al estanque de
Siloé (v. 7). Sea cual fuese el motivo de Cristo, lo cierto es que en este caso particul a r
El usó medios naturales para curar un mal físico. En otras ocasiones ejerció su
poder milagroso sin tocar al enfermo, y aun lo hizo a larga distancia (Jn. 4:43-54).
El apóstol Pablo le recomendó a Timoteo que bebiera un poco de vino por causa
de sus frecuentes enfermedades (1ª Tim. 5:23). ¿Por qué no le dice que ore, que
«ponga su fe en acción» para librarse de sus dolencias estomacales? ¿Era Timoteo un
hombre falto de fe? ¿Estaba acomodándose el apóstol en la incredulidad de su
discípulo? Es muy difícil contestar afirmativamente estas preguntas si se toma en
cuenta quiénes eran Pablo y Timoteo, verdaderos héroes de la fe cristiana. En
realidad, Pablo elogia a Timoteo (2ª Tim. 1:5), a quien ha encomendado nada menos
que la difícil tarea de pastorear una de las iglesias más importantes de aquellos
tiempos, la iglesia de Efeso.
Es también digno de notarse que Pablo tuvo como compañero de labores a Lucas,
«el médico amado» (Col. 4:14). Esta expresión, «el médico amado», puede indicar, a lo
menos, dos cosas. Primera, que Lucas no parece haber dejado su profesión médica
después de dedicarse a la obra misionera. Es posible que Pablo mismo se beneficiara
con los servicios del doctor Lucas. Segunda, Pablo ama a Lucas no sólo como hermano
en Cristo y colaborador en el Evangelio, sino también como médico. Si el apóstol
hubiese estado en contra de la profesión médica y del uso de medicinas, no habría
tenido gozo en decir: «Lucas, el médico amado.»
Fue como un médico que Lucas escribió tanto el Evangelio que lleva su nombre
como el libro de los Hechos. En otras palabras, dos libros que forman parte de nuestra
Biblia fueron escritos por un médico. ¡Y pensar que los predicadores de
«sanidades» los usan en sus campañas!
Es también llamativo que Lucas parece haber seguido ejerciendo su profesión médica
a pesar de todos los milagros que tuvo la oportunidad de presenciar. Así como el Señor
utilizó la preparación literaria, filosófica y teológica de Pablo para anunciar el Evangelio
a los gentiles, pudo valerse también de los conocimientos médicos de Lucas para dar un
testimonio autorizado de los milagros de Cristo y auxiliar al anciano apóstol,
especialmente en su última prisión en Roma.
II Crónicas 16:12-13
En el año treinta y nueve de su reinado, Asa enfermó gravemente de los
pies, y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos. Y
durmió Asa con sus padres, y murió en el año cuarenta y uno de su
reinado.
Hay quienes citan este caso como un claro ejemplo del error que se comete al
acudir a los médicos para la restauración de la salud física.
Debemos preguntarnos, en primer lugar: ¿A qué médicos se refiere el historiador
sagrado? El Comentario de Jamieson, Fausset y Brown dice:
«Más probablemente médicos egipcios, que antiguamente eran de alta estima en las
cortes extranjeras, y quienes fingían expeler las enfermedades por medio de
hechicerías, encantos y artes mágicas. La falta de Asa consistía en que confiaba en
semejantes médicos, mientras dejaba de suplicar la ayuda y bendición de Dios.»
Tal sería el error de un creyente en Cristo que hoy día fuese a los hechiceros o a
los espiritistas en busca de salud física.
Los comentaristas Keil y Delitzsch dicen que el texto hebreo indica una confianza
supersticiosa de parte del rey Asa en los médicos, una confianza igual a la del que
busca ayuda en los oráculos paganos o en los ídolos (como 1º Sam. 28:7; 2º Rey. 1:2;
I Cró. in 14). «De manera que —dicen estos comentaristas— no es el mero hecho de
buscar a los médicos lo que se censura aquí, sino la manera en que Asa lo hizo, aparte
de Dios.»1
Algunos predicadores sugieren que los medios humanos o materiales —médicos,
operaciones quirúrgicas, medicinas, inyecciones, etc.— deben usarlos solamente los que
no tienen fe, o la tienen muy débil, i M Í O no el grupo de los electos, quienes han
recibido una fe superior. ¡Bienaventurados si tienen tal fe! Pero lo cierto es que aun
algunos predicadores de sanidad divina» han tenido que acudir a la mesa de
operaciones para librarse de un mal físico.
No hay base para condenar de antibíblicos a los que emplean ciertos medios
curativos bajo la bendición del Señor. Ya hemos visto que la Biblia cita casos en los
que se usaron o recomendaron medios naturales para efectuar una curación. Y no hay
un solo texto en las Escrituras que condene, directamente o indirectamente, el uso de
medicinas. Decir lo contrario sería acusar de antibíblico a Isaías por haber recomendado
que le pusieran al rey Ezequías una pasta de higos en la llaga. Decir lo contrario sería
acusar de antibíblico a Pablo por haberle recomendado a Timoteo que tomase vino por
causa de sus frecuentes enfermedades. Decir lo contrario sería acusar de antibíblico
(y lo decimos con reverencia) a Cristo mismo por haberle puesto lodo y saliva en los ojos
al ciego de nacimiento (Jn. 9).
Aunque el dicho «médico, cúrate a ti mismo» pudiera, quizás, indicar el escepticismo
de aquellos tiempos con respecto a la profesión médica, es innegable que Cristo, quien
usó este dicho, nunca dijo que fuese incorrecto valerse de los servicios médicos.
Antes bien, como dice el Dr. Luis A. Seggiaro en su libro titulado La Medicina y la
Biblia, «en las palabras del mismo Jesús, que registran los primeros evangelios, se
reconoce la actividad positiva y benéfica de los médicos cuando dice: "Los sanos no
tienen necesidad de médicos, sino los enfermos"».2
Alguien nos decía que acudir a los médicos es confiar en los impíos y no en Dios.
Añadió que es pecaminoso que el creyente se valga así de los servicios de un incrédulo.
Respondimos que hay muchos médicos cristianos, y que, además, el cristiano vive en
un mundo donde, le guste o no le guste, tiene que relacionarse con incrédulos y recibir
algún servicio de ellos. Por ejemplo, no todos los que producen nuestros alimentos son
creyentes en Cristo. Tampoco lo son todos los que nos ofrecen protección diaria en
nombre de la ley. ¿Preferiremos esperar que Dios haga llover otra vez el maná para
que no tengamos que comer los cereales cultivados por incrédulos? ¿Por qué exigir
que ejerzamos fe solamente en relación con las enfermedades físicas? ¿Por qué no
ejercerla también cuando se trata de otras necesidades materiales?
Isaías 53:4-5
Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores;
y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él
herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el
castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros
curados.
Se ha creído hallar en este pasaje uno de los argumentos más fuertes a favor de
la enseñanza de que Cristo llevó nuestras enfermedades en la cruz y , por lo tanto,
debemos demandar por fe la salud del cuerpo, así como hemos recibido la salvación del
alma.
No puede negarse que desde el punto de vista universal la enfermedad es uno de los
frutos del pecado adámico, aunque esto no significa que toda enfermedad sea el
resultado directo de un pecado particular (Jn 9:2). También es evidente, a la luz de la
Escritura, que tanto nuestro cuerpo como nuestra alma se incluyen en el plan de
redención.
Pero si todas las bendiciones emanan de la cruz de Cristo y si debemos disfrutar
de todas ellas en la presente dispensación, entonces tenemos derecho de exigir que el
Señor nos dé ya un cuerpo glorificado, en el que no reine más el pecado ni la
muerte. Si Cristo derrotó los poderes de la muerte, ¿por qué no pedirle hoy mismo
la inmortalidad? Lo cierto es que «gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la
adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8:23)
Los cuerpos de todos los seres humanos, aun de los creyentes, están decayendo,
envejeciéndose, y llevan en sí todavía la simiente de la muerte, a pesar de que Cristo
murió «para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto
es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la
vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14-15).
La redención corporal no se hará efectiva para nosotros sino hasta en aquel día
cuando el Señor Jesucristo «transformará el cuerpo de la humillación nuestra para que
sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también
sujetar a sí mismo todas las cosas» (Fil. 3:21. Comp. 1ª Cor. 15:51-53).
A base del idioma hebreo, algunos escritores han tratado de establecer si el profeta
está hablando en Is. 53:4 del sacrificio de Cristo en la cruz. La mayor parte de la
discusión gira alrededor del verbo «llevó» (nasa en hebreo). Los que creen en el así
llamado «evangelio de la sanidad» insisten, por supuesto, en que este verbo indica el
sufrimiento vicario de Cristo en el Gólgota. Pero el verbo no parece contener de manera
inherente la idea de expiación, aunque sí podría expresarla en determinados contextos
con referencia al pecado.
Debe tenerse muy presente que la clave para la interpretación de Isaías 53:4 se
encuentra, no en nuestro propio razonamiento ni en la posición teológica que hayamos
adoptado, sino en Mateo 8:16-17, donde el Espíritu Santo nos revela claramente que la
profecía de Isaías 53:4 se cumplió en el ministerio del Señor aquí en el mundo, antes
de consumarse el sacrificio en el Calvario. Nótese que Mateo cita solamente la parte de
la profecía que puede referirse a enfermedades físicas. Declara en forma categórica
que lo dicho por el profeta se cumplió en aquella ocasión, al principio del ministerio
terrenal de Cristo. Este es un caso muy notable en que la Escritura se interpreta a sí
misma.
La obra expiatoria de Cristo se presenta en textos como el de 1ª Pedro 2:24: «Quien
llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros,
estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis
sanados.» Sin lugar a dudas, el Espíritu Santo se refiere aquí a la expiación de nuestros
pecados. Pero es interesante observar que en este pasaje se cita el versículo 5 de Isaías
53, no el versículo 4, en cuanto a la salvación del alma.
Considerando desde un punto de vista muy práctico el tema de la relación entre la
expiación y las enfermedades corporales, algunos teólogos se han preguntado cómo
es posible que haya varias maneras de recibir la salud física (por medio de la fe, de
médicos, de medicinas, etc.) y solamente una manera para obtener la salvación (por la
fe), si ambas bendiciones, la espiritual y la corporal, vienen de la cruz. Es decir, que si
una persona puede recibir la salud física aparte de la fe, es lógico que también
pueda alcanzar la salvación aun cuando no deposite su fe en Cristo. Este es el
colmo a que puede llevarnos la tendencia de colocar en el mismo plano la expiación
del pecado con la salud del cuerpo en el presente.
Además, como dice el Dr. Lewis S. Chafer, «si Cristo llevó todas las
enfermedades, la sanidad, como una respuesta a la fe verdadera, no debería fallar
nunca, pero sí falla».3
Mateo 10:1-8
Entonces, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los
espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad
y toda dolencia... A estos doce envió Jesús, y les dio instrucciones,
diciendo: Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no
entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y yendo, pre-
dicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos,
limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia
recibisteis, dad de gracia.
Hay, a lo menos, dos factores que deben tomarse muy en cuenta al interpretar este
pasaje en relación con el tema de la sanidad divina. Primero, el Señor no está dando
aquí la Gran Comisión. Se trata solamente de un cometido que los discípulos tenían que
cumplir entre «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 6). No deben ir todavía por
camino de gentiles» ni entrar «en ciudad de samaritanos» (v. 5). La nota de
universalidad evangélica no habrá de oírse en el mandato misionero a los discípulos
sino hasta después de la resurrección, cuando el Señor envía a los suyos por todo el
mundo a predicar el Evangelio a toda criatura (Mt. 28:18-20; Mr. 16:15).
Segundo, si Mateo 10:1-15 es para la Iglesia, en la actualidad es indispensable
seguir al pie de la letra todas las instrucciones que el Señor da en este pasaje a sus
discípulos, incluyendo, por supuesto, el no predicar entre los gentiles, ni llevar dinero,
ni calzado, ni dos vestidos, ni bordón. No hay razón para obedecer solamente el
mandamiento tocante a las «sanidades» mientras se pasan por alto las otras órdenes del
Señor.
Marcos 16:17-18
Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán
fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos ser-
pientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los
enfermos pondrán sus manos, y sanarán.
El contexto de este versículo trata del fracaso que sufrieron los discípulos de
Cristo al no poder expulsar de un muchacho el demonio que le atormentaba. Cuando
el Maestro se hace cargo de la situación denuncia la incredulidad de la gente, y le
hace sentir al padre del mancebo su necesidad de creer para que lo humanamente
imposible se vuelva posible. En cuanto a los discípulos, no les da lugar para que se
excusen diciendo que la única causa del fracaso había sido la incredulidad de la
gente, o la falta de fe del padre del endemoniado. Al preguntarle ellos por qué no
habían podido expulsar el demonio, les sugiere que ellos no se habían preparado
debidamente en lo espiritual para afrontar las fuerzas satánicas. Hay aquí una
lección muy importante para los que en nuestro día se exculpan de sus fracasos
afirmando que los enfermos no se sanan porque no tienen fe.
No cabe duda de que en el caso que tenemos delante el Señor exige que haya fe como
una condición para que El realice el milagro. Pero no debe generalizarse a base de este
ejemplo y decir que Dios da la salud milagrosamente tan sólo cuando el enfermo, o
sus familiares, o sus amigos, tienen fe en El.
Un estudio cuidadoso de los milagros realizados por Cristo durante su ministerio
terrenal (es decir, los que se registran en nuestros cuatro Evangelios) revela que hubo
casos en los que El manifestó su poder milagroso aun cuando el paciente no ejerció
fe. La historia de Lázaro es elocuentísima, al ilustrar que Cristo hizo milagros aun
cuando nadie parecía tener fe. Al ordenar El que quitaran la piedra del sepulcro, Marta
dijo: «Señor, hiede ya, porque es de cuatro días.» Pero El ya había determinado
hacer el milagro, a pesar de que Marta no creía en la inmediata resurrección de su
hermano. Cristo efectuó así uno de sus más grandes milagros en un ambiente cargado
de incredulidad.
Volviendo al caso del muchacho poseído por el demonio, debe tomarse muy en
cuenta que el creer para el cual todo es posible tiene que hallarse enmarcado en la
voluntad divina. No está el Señor prometiéndole milagros a una fe caprichosa,
desvinculada de los propósitos soberanos del Creador. A este tema nos referiremos
también en el siguiente comentario.
Juan 16:23-24
En aquel día no me preguntaréis nada. De cierto, de cierto os digo,
que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora
nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro
gozo sea cumplido.
Hebreos 13:8
Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos.
Esta es una gran verdad bíblica. Se trata nada menos de la inmutabilidad de Cristo.
El no cambia. Ha sido, es y será por toda la eternidad.
El contexto indica que el Señor está ofreciendo cuidar de los suyos en tiempo de
adversidad (vs. 5-6). La persecución se avecinaba para los judíos cristianos. Muchas
calamidades sobrevendrían a la nación israelita como consecuencia de su rebelión
contra el
imperio romano. Grandes sufrimientos les esperaban a los judeo-cristianos. Por lo
tanto, el texto no habla especialmente de sanidad divina.
Sin embargo, aun cuando se incluyese aquí la promesa de salud física, es necesario
preguntarnos si Dios ha prometido sanarnos siempre de todas nuestras enfermedades
corporales. La respuesta tiene que ser negativa a base del testimonio de las
Escrituras y de la experiencia del pueblo cristiano a través de los siglos.
Consciente o inconscientemente algunos predicadores han sugerido que si Cristo no
sanase a los enfermos en el día de hoy, exactamente como lo hizo en el pasado,
dejaría de ser inmutable. Es claro que El puede hacer milagros en nuestro tiempo, así
como los hizo cuando estuvo en la tierra. Su poder no ha disminuido. El es el mismo
ayer, hoy y por los siglos.
Pero, al fin y al cabo, ¿depende su inmutabilidad de las obras que El hace o de lo
que El es en sí mismo?
Supongamos que El haya cesado de crear mundos en los vastos espacios siderales.
¿Ha dejado El de ser inmutable por no estar haciendo hoy lo que hizo en el pasado?
No. El murió en la cruz una sola vez en la consumación de los siglos. ¿Tiene El que
seguir muriendo en el Calvario para ser el mismo hoy, ayer y por los siglos? No. El
sanó a los enfermos cuando estuvo aquí en la tierra. ¿Tiene El que sanarme a mí para
seguir siendo inmutable? ¿Depende su inmutabilidad de mi salud física? ¿O seguirá
siendo inmutable aun cuando yo pase a la eternidad?
Si me sana en respuesta a mi oración, El sigue siendo inmutable, porque sanarme
era su plan para mi vida. Si muero, a pesar de mi fe y de mis plegarias, El sigue siendo
inmutable. Su propósito no ha cambiado, porque El tiene ya determinados los días de
mi existencia terrenal.
¿Es esto fatalismo? No. Es sencillamente realismo cristiano. Aquí no estamos
tratando con lo que algunos llaman las fuerzas ciegas del universo, sino con el Dios
personal que nos ama y cuya voluntad es siempre agradable y perfecta (Rom.
12:2). ¿Para qué orar, entonces?, preguntará alguien. Una respuesta a este
interrogante puede ser que la oración nos lleva a disfrutar de la íntima comunión
con el Dios personal y amante, nuestro Padre Celestial. Además, el acto de orar nos
enseña a depender de El y a reconocer que todo lo que somos y tenemos lo
recibimos de su mano bondadosa. Pero cualquiera que sea la respuesta que El dé a
nuestras oraciones, su inmutabilidad no sufre mengua.
Santiago 5:14-15
¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la
iglesia y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la
oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere
cometido pecados, le serán perdonados.
Nótese en primer lugar la pregunta del v. 14: «¿Está alguno enfermo entre
vosotros?» Es innegable Santiago está hablando en este pasaje, no de enfermedades
espirituales, sino físicas. La pregunta incluye a todos. No hay excepciones ni
limitaciones de ninguna especie. Como ha observado un escritor, no se pregunta si
hay algún enfermo que tenga suficiente fe, o alguno que esté listo a ignorar los
síntomas.
Es claro que este pasaje bíblico debe interpretarse, como en el caso de toda la
Biblia, a la luz de las circunstancias en que fue escrito. Muchos eruditos han llegado
a la conclusión de que en el orden cronológico la Epístola de Santiago es el primer
libro del Nuevo Testamento, y que pudo haber sido escrito entre los años 44 y 46 de
nuestra era. La evidencia interna de la epístola parece apoyar una fecha bastante
temprana. El cuadro que sus páginas nos presentan es el del tiempo cuando el
elemento judaico era dominante en la Iglesia. Los destinatarios son «las doce tribus
que están en la dispersión» (1:1). Muchas de las costumbres judaicas se conservaban
todavía en la asamblea cristiana. Era una época de transición entre el judaísmo y el
cristianismo. El Nuevo Testamento no se había escrito, y los milagros eran necesarios
para confirmar el mensaje apostólico, especialmente en presencia de aquellos que siem-
pre demandaban señales para creer (1ª Cor. 1:22).
En el versículo 14 hay tres preceptos en cuanto a la curación de los enfermos. El
primero de ellos es: «llame a los ancianos». Este mandamiento es para el enfermo. La
iniciativa de llamar a los ancianos queda con él. No se le ordena que «vaya a la cam-
paña», sino que llame a los ancianos para que lleguen a orar por él al lado de su lecho.
Tampoco se le dice que llame a un predicador de la sanidad divina, sino a «los
ancianos», literalmente «los presbíteros», los oficiales de la iglesia local, los que velan
por la grey del Señor. Como esta posición era sólo para hombres, se sobreentiende que
el enfermo no tenía que llamar a ciertas hermanas predicadoras de la sanidad divina
para que oren por él. Si se desea aplicar este texto de manera literal a la situación
presente de la Iglesia debe recordarse que Santiago no deja lugar para sanadoras como
la señora Aimee Semple McPherson y otras que han seguido sus huellas.
Los otros dos preceptos del versículo 14 se dirigen a los ancianos. Dos cosas tenían
que hacer ellos al llegar ante el enfermo: 1) orar por él, y 2) ungirle con aceite.
El ungimiento con aceite no es la Extremaunción practicada por los católico-
romanos. El objeto de orar por el enfermo y ungirle con aceite era buscar su
restauración física, no ayudarle «a bien morir».
Es muy llamativo que en ninguna otra de las epístolas del Nuevo Testamento se
ordena que los enfermos sean ungidos con aceite. Esta unción era parte de las
tradiciones judaicas, que, como ya hemos dicho, prevalecían aún en la asamblea
cristiana de los días del apóstol Santiago. El aceite era famoso en Palestina por sus
propiedades curativas. Se dice que los judíos raramente emprendían un viaje sin
llevarlo consigo. Lo usaban para ungirse, tratarse la piel y curarse heridas y
quemaduras (Rut 3:3; Lc. 10:30-37; etc.).
Sea cual fuere la importancia del aceite en Marcos 6:13 y Santiago 5:14-15,
lo cierto es que en nuestro tiempo no es costumbre general de los cristianos el
ungir a los enfermos, no obstante el mandamiento directo e inequívoco de la
Carta de Santiago. Ni aun en las grandes campañas de sanidad se practica tal
unción.
A los ancianos se les ordena también que oren por el enfermo. Lo más
importante parece ser la oración de los ancianos, no la del enfermo. Es la oración
de ellos que «sanará al enfermo» (Versión Hispanoamericana). Deben tomar
muy en cuenta esta enseñanza los predicadores que le prescriben al paciente
cierto tiempo de oración y ayuno como requisito para recibir «la sanidad», o que
culpan al enfermo de no haber orado lo suficiente, o de falta de fe, cuando la
curación milagrosa no se efectúa.
La promesa del versículo 16 es doble: se refiere a la salud del cuerpo y a la
salud espiritual (el perdón de los pecados). En definitiva, es el Señor cuyo
nombre se ha invocado quien levanta al enfermo, no la oración ni el ungimiento
con aceite. Y El lo hace cuando así le place, cuando el hecho de dar la salud el
física se halla en armonía con su voluntad soberana.
«Toda oración, incluyendo la que pide la curación, depende de la voluntad de Dios»,
dice Walter W. Wes-sel.4 Y, como dice William W. Orr, «las Escrituras deben ser
comparadas con las Escrituras, y entre tanto que este pasaje (Stg. 5:14-15) ofrece una
promesa para el enfermo, otras verdades deben tomarse en cuenta. Dios levanta al
enfermo si es su voluntad».5
La salud espiritual se halla estrechamente relacionada con el perdón de los pecados:
«y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados». Hay la posibilidad de que el
enfermo se encuentre en pecado y que su estado espiritual sea la causa del quebranto
de su salud física (1ª Cor. 11:30). Pero si Dios sana al enfermo en respuesta a la oración
de fe, el proceder divino puede tomarse como una indicación clara de que los pecados
que pudieran haber sido la causa de su enfermedad han sido perdonados.6 El
condicional «si» demuestra que no todos los que están enfermos son culpables de
pecado, y contradice de manera terminante la idea de que toda enfermedad es el resul-
tado directo de algún pecado en la vida del paciente.
Es interesante notar que en el versículo 11 se cita el caso de Job para ilustrar, a lo
menos, dos cosas: la paciencia que los creyentes deben mostrar en los padecimientos, y
el propósito misericordioso y benigno del Omnipotente al permitir que los suyos sufran.
Subráyese también que Santiago no tiene por pecadores, sino por bienaventurados, a
los que sufren en el Señor.
Concluímos, pues, que el análisis de Santiago 5:14-15, lejos de favorecer a la
moderna predicación de la sanidad divina, la refuta en el terreno bíblico, teológico y
práctico.
3 CONSIDERACIONES TEOLOGICO-
PRACTICAS
El contenido de este capítulo y el siguiente es una consecuencia y a la vez una
ampliación del testimonio bíblico que ya hemos considerado.
«Y así por el estilo... Ante todo lo cual mantenemos en pie la pregunta: ¿Vamos
simplemente a sustituir una superstición por otra?»7
No hay necesidad de caer en semejantes excesos que tienen todos los visos de
superstición. Basta con escuchar y obedecer lo que en su Palabra escrita Dios nos ha
revelado sobre este asunto de la sanidad divina.
4 CONSIDERACIONES TEOLOGICO-
PRACTICAS
(CONTINUACION)
La sanidad divina y el valor de la vida humana
Hay en las Sagradas Escrituras claras y abundantes enseñanzas que nos orientan
tocante al significado y el valor de nuestra existencia terrenal.
Nos dice la Biblia que el ser humano es creación de Dios. «El nos hizo y no nosotros
a nosotros mismos» (Sal. 100:3). Tener en poco la vida humana es menospreciar al
Creador y su acto de creación.
Dios cuida fielmente de la vida humana. Si El no la apreciara no se interesaría en
sustentarla y protegerla. El Señor Jesucristo dijo: «No os acongojéis por vuestra vida, qué
habéis de comer, o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir
¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?» (Mt. 6:25).
Evidentemente, Jesucristo se refiere aquí, no a la vida en el más allá, ni al cuerpo de
resurrección, sino a la vida y al cuerpo físicos que el cristiano ya posee.
El pensamiento central de las palabras del Maestro parece ser que si el Padre
Celestial ha sido capaz de dar la vida, la cual vale en sí muchísimo más que la comida
y el vestido, ¿cómo no podrá dar también El las cosas que son tan útiles para ella?
«Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro
Padre Celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?» (Mt. 6:26).
Dios es capaz de mover todo un universo para sostener la vida de un solo de los
suyos.
En los tiempos del Antiguo Testamento Dios manifestó su profundo interés en el
bienestar físico del hombre cuando estableció la dieta y las normas higiénicas que los
israelitas debían seguir para ser siempre un pueblo sano y vigoroso (Lev. 11-15).
Contrario al concepto de los gnósticos que veían la materia como la fuente de
todo mal y menospreciaban el cuerpo como la causa del pecado, el cristianismo
genuinamente evangélico no ha sido ascético. La doctrina novotestamentaria tiene en
alta estima el cuerpo del cristiano. Se enseña que este cuerpo se halla incluido en el
plan de redención (Rom. 8:20-30); que está habitado por el Espíritu Santo (1ª Cor.
6:19-20); que puede presentarse como una ofrenda agradable a Dios (Rom. 12:1-2) y
que será transformado a la semejanza del cuerpo glorioso de Cristo (Fil. 3:20-21; 1ª
Cor. 15:35-53).
Por lo tanto, menospreciar o descuidar el cuerpo equivale a menospreciar o descuidar
lo que Dios mismo ha creado y honrado en gran manera. Aquellos cristianos que quizás
en nombre de lo que ellos llaman «fe» son negligentes con respecto a la salud del
cuerpo debieran considerar seriamente los principios bíblicos arriba apuntados.
La misión que Cristo les ha encomendado a los suyos en este mundo reviste
también de especial valor y dignidad a la vida humana. Es el propósito del Maestro
valerse de la existencia terrenal de sus seguidores para el progreso de su Causa en el
mundo. El les ha salvado no sólo para llevarlos al cielo, sino también para que le
sirvan mientras se hallen en la tierra. En su famosa oración sumo sacerdotal Cristo
le dijo a su Padre, refiriéndose a sus discípulos: «No ruego que los quites del mundo,
sino que los guardes del mal» (Jn. 17:15).
El cristiano no es del mundo, en el sentido de que su fuente de vida espiritual y su
destino no se encuentra aquí (Col. 3:1-4). Pertenece a Aquel que le ha creado y
redimido. Pero está en el mundo y su deber y privilegio es servir a sus semejantes
mientras peregrina hacia la patria celestial.
San Pablo dijo: «No estimo mi vida preciosa para mí mismo» (Hch. 20:24). El insigne
apóstol no quería vivir para sí mismo; pero reconocía que su vida valía mucho para el
servicio de Dios y del prójimo. Vivir en primer lugar para otros sería darle a la vida
un valor inmenso (Fil. 1:21-24). Desde este punto de vista el cristiano evangélico tiene
su vida en gran estima y se empeña en preservarla para el bien de sus semejantes y la
gloria de Dios.
Los ejemplos aquí citados son más que suficientes para demostrar que no solamente
en el cristianismo evangélico se efectúan milagros. Por lo tanto, si nos dedicamos a
predicar un «evangelio de salud física» estaremos ofreciendo tan sólo lo que muchos
otros ofrecen. Si quitamos de la predicación el énfasis en la redención integral del
hombre para ponerlo en la salud del cuerpo perderá nuestro mensaje su carácter
singular, único, exclusivo.
Si el evangélico logra algunos milagros, también los consigue el zajorín, el
espiritista, el de la Ciencia Cristiana, el hindú, el «falso profeta», aunque el poder no es
el mismo. Pero ante los ojos del que anda únicamente en busca del «milagro» no hay
diferencia.
Para nosotros el Evangelio de Cristo es mucho más, infinitamente más, que la salud
física. Es vida abundante y eterna. En esto consiste también su distintivo. Ninguna
religión de este mundo puede proveer la salvación que Cristo ofrece.
El apóstol Pablo dijo: «Porque los judíos piden señales, y los griegos sabiduría; pero
nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero y para
los gentiles locura» (1ª Cor. 1:22-23). El apóstol hubiera sido quizá más popular como
taumaturgo (obrador de milagros) que como maestro; pero prefirió ser fiel a su
vocación celestial anunciando el Evangelio como el Señor se lo había revelado, y no
evitar el escándalo de la cruz.
Éxodo Mateo
4:1-9 ........................ 49 5:45 ....................... 54
7:8-13 .................... 70 6:9-10 .................... 35
15:26 ........ 15-17. 43, 54 6:25-26 ................ 60
Levítico 7:21-23 ................ 70
4:40-41 ................. 76 8:16, 17 ........... 24, 53
11-15 ..................... 60 10:1-8 .......... 25-26, 27
Deuteronomio 10:29-31 ................. 44
28:15-68 ............ 16, 54 12:22-37 ................ 71
Números 12:38 ................... 27
12:1-6 ................ 17, 76 12:39 ................... 66
13 ............................ 54 24:24 ................... 70
Rut 28:18-20 ........... 26, 28
3:3 ................................ 39 Marcos
I Samuel 1:32 ............................ 53
28:7 ............................ 21 1:40-42 ................ 47
II Samuel 4:39 ............................ 52
12:13-23 ....... 17, 54, 76 6:13 ....................... 39
II Reyes 9-23 ...................... 33-34
1:2 ............................ 21 16:9-20 .......... 26-27, 30
20:1-11 ........... 17-20, 54 16:17-18 ............ 26-31
I Crónicas Lucas
10:14 .................... 21 4:18-19 ................. 49
II Crónicas 4:38-39 ..................... 52
16:12-13 ................. 20-22 4:40-41 ................. 53
26:16-21 ............. 54, 76 8:43-44 ................. 55
Job 10:30-37 ................. 39
1-2 .............................. 76 22:42 .................... 74
1:8 ...................... 16, 52 24:46-47 ................. 28
5:26 .......................... 62 Juan
42:5 .......................... 77 3:2 ........................ 27
Salmos 4:43-54 ..................... 19
32 .................. 51, 52, 76 5:3 ............................. 47
78:18 ...................... 44 9 .......................... 21
100:3 ...................... 59 9:1-3 ................ 16, 51
103:1-5 ........ 17, 43, 46 9:2 ............................ 23
Isaías 9:6 ........................ 18
35 ................................... 49 10:38 ..................... 65
53:4-5 22-25 11:1-6 ..................... 47
16:23-24 ................ 34-35
17:15 ..................... 61
20:39 .......................... 67
Hechos Colosenses
2:22-24 ................ 27 3:1-4 .................... 61
5:14-16 ....... 51. 53,76 4:14 ....................... 19
9:36-42 ................. 47 I Tesalonicenses
13:6-11 ................. 29 1:9 ....................... 44
14:17 .................... 54 4:13-15 ........... 65, 76
20:24......................... 61 II Tesalonicenses
Romanos 2:4 ....................... 71
8:19-25 ..................... 75 2:9 ....................... 70
8:23 ............................ 23 I Timoteo
8:20-30 ..................... 60 5:23 ........... 16, 19, 30, 54
12:1-2 ................ 37,60 II Timoteo
12:6-8 .................... 50 1:5 ....................... 19
13 ........................... 55 4 ......................... 64
I Corintios 4:20 ....................... 48
1:20-25 ..................... 28 Hebreos
1:22 ......... 27, 38, 49,72 2:3-4 ....................... 28, 50
6:15-20 ................. 51 2:14-15 ........... 23, 65
6:19-20 ................ 60 13:8 ................. 35-37
11:29-30 ............ 40,52 Santiago
12:11 ..................... 50 1:17 ....................... 43
12:29-31 ................. 50 4:3 ....................... 35
14:1 ........................ 50 5:11 ...................... 35, 77
14:22 .................... 28 5:14-15 .. 16, 37-41, 46,
15:3-4 .............. 27, 30, 66 52, 78
15:35-53 ..................... 60 I Pedro
15:51-53 ............ 24,76 1:3-9 ............................ 77
II Corintios 2:24 ........................... 24
5:1-9 ..................... 76 4:10-11 ................ 50
11:3, 13-15 .......... 71 4:12-13 ................ 77
12:7-10 ... 30, 48, 52,53, II Pedro
65, 77, 78 1:12 ....................... 65
Efesfos 1:15 ....................... 65
4:11 ....................... 50 I Juan
6:1-10 .................... 53 4:4 ....................... 76
Filipenses 5:14 ............................ 35
1:12 ........................ 77 Apocalipsis
1:21-26 ....... 61, 64,65 2-3 ........................ 53
1:23 ............................. 65 13:1-10, 13 .......... 70
2:25-30 ............... 16. 30 21:4 ....................... 75
3:20-21 ................ 24. 60
la Biblia y la sanidad divina
Un concienzudo, detallado y claro estudio de la sanidad divina a la luz de las Sagradas
Escrituras.
¿Qué dice la Biblia sobre el tema?
¿Qué tiene que ver la «experiencia» con lo que dice Dios en su Palabra?
¿Qué relación hay entre la sanidad divina y la soberanía de Dios, la oración por los
enfermos, las causas de la enfermedad, la ciencia médica, el problema de la muerte,
etc.?
1. C. F. Keil y F. Delitzsch, Biblical Commentary on the Old Testament. The Book of the Chronicles, p. 370
2. Luis A. Seggiaro, La Medicina y la Biblia (Buenos Aires: Certeza), p. 33.
3. Lewis S. Chafer, Teología sistemática (Kissimmee, Florida: Publicaciones Españolas).
4. Everett F. Harríson (ed.), El comentario bíblico Moody, Nuevo Testamento (Chicago: Editorial Moody), p. 482.
5. William W. Orr, Dios ¿sana en el día de hoy? (El Paso: Casa Bautista de Publicaciones), p. 25.
6. R. V. G. Tasker, La Epístola general de Santiago, Tyndale New Testament Commentary (Grand Rapids:
Eerdmans, 1956), p. 133.
7. Amanecer (México, 31 de diciembre 1956).
8. Revista Hablemos (Nueva York, 5 de septiembre 1971).
9. Stefan Zweig, «Mesmer, hipnotizador de leyenda», Selecciones del Reader's Digest, junio 1955.