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LA BIBLIA

Y
LA SANIDAD
DIVINA
Dr. Emilio Antonio Núñez
PREFACIO

El material de este pequeño libro tuvo su origen en dos mensajes que el autor
tuvo el privilegio de dirigir hace algunos años a la Convención Femenil
Nacional de las Iglesias Evangélicas Centroamericanas de Guatemala. El
tema fue sugerido por la Directiva de dicha Convención, y él encoque se hizo
desde él punto de vista pastoral. Al entregar ahora a la publicidad estas páginas,
lo hacemos con el ferviente deseo de que ellas sirvan, a lo menos, como
punto de partida para un estudio más a fondo del tema que aquí se trata.

EL AUTOR
INDICE
PRÓLOGO de Eliseo Hernández E
INTRODUCCIÓN
1. Textos claves
Éxodo 15:26
Salmo 103:3
II Reyes 20:1-11
II Crónicas 16:12-13
Isaías 53:4-5
Mateo 10:1-8
Marcos 16:17-18

2. Textos claves (continuación)


Marcos 9:23
Juan 16:23-24
Hebreos 13:8
Santiago 5:14-15

3. Consideraciones teológico-prácticas
La sanidad divina y la soberanía de Dios
La sanidad divina y la oración por los enfermos
La sanidad divina y los dones del Espíritu Santo
La sanidad divina y las causas de la enfermedad
La sanidad divina y la ciencia médica
La sanidad divina y el peligro de la superstición

4. Consideraciones teológico-prácticas (continuación)


La s an idad di vi n a y el valo r d e l a vi da humana
La sanidad divina y el problema de la muerte
La sanidad divina y la proclama evangélica
La sanidad divina y la espiritualidad cristiana

CONCLUSIÓN
ÍNDICE DE TEXTOS BÍBLICOS
PROLOGO
Este libro se presenta como un concienzudo, detallado y claro estudio del asunto de la
sanidad divina, a la luz de las Sagradas Escrituras, de las observaciones, de las
experiencias y de los testimonios aquí apuntados. Este estudio no se ofrece con el ánimo
de polemizar, ni como aporte para sentar bases para improductivas discusiones. El
propósito del autor es aclarar, ayudar y orientar en asunto tan importante a muchos
hermanos que sinceramente están confundidos. La esperanza y el sincero deseo del au-
tor es que muchos sean beneficiados con su lectura y estudio detenido, encontrando a
través de estas páginas el camino de la verdad a seguir en asunto tan incomprendido
para muchos.
Serio, documentado, autorizado y amplio estudio es el que nos ofrece en esta obra el
ya ampliamente conocido y muy estimado hermano Emilio Antonio Núñez, Doctor en
Teología y actual Rector del Seminario Teológico Centroamericano de la ciudad de Gua-
temala. El hermano Núñez es muy solicitado para dictar conferencias tanto en América
como en Europa. El es quien tradujo las notas de la Biblia Anotada de Scofield. Es
traductor de valiosos libros y autor de varias obras y estudios bíblicos y teológicos.*
Ade más, es conferenciante de nota y maestro por vocación y erudición.
Se espera que muchos hermanos reciban abundante bendición de lo alto con la
lectura de estas páginas. Oramos para que Dios se digne usar este libro para enseñar,
orientar y dirigir a aquellos que verdaderamente desean ser enseñados y orientados en
asunto de tanta importancia, como es el de la sanidad divina.
Amado hermano, ponemos en sus manos esta obra con el ruego de que la lea sin
apasionamiento sectario, con espíritu de imparcialidad, investigación, con detenimiento y
con el deseo de hacer de él un estudio serio y provechoso.

ELÍSEO HERNÁNDEZ E.
INTRODUCCION
Miles de personas se habían reunido en el estadio para escuchar al predicador que
ofrecía sanidad divina a todos los enfermos que tan sólo quisiesen «creer».
El mensaje, presentado por medio de un traductor, fue una declaración apasionada
del poder de Jesús para derrotar a las huestes infernales y sanar toda enfermedad. En
el desarrollo del tema abundaron los ejemplos de casos «incurables» que habían dejado
de serlo en respuesta a la fe. Al final del sermón el predicador exhortó a los enfermos a
creer, pero no de una manera pasiva, sino activa. Les retó a demostrar de inmediato su
fe, a actuar como si el milagro fuese ya una gloriosa realidad. «Si eres cojo, cree que ya
puedes andar, y anda, en el nombre de Jesús.» «Cualquiera que sea tu dolencia, cree
que ya estás sano, y actúa como una persona sana, en el nombre de Jesús.»
Llegó el momento de la oración por los enfermos. En tono autoritario el predicador
demandó a Dios, en el nombre de Jesús, la liberación de todos los que padecían algún
mal y reprendió a Satanás y sus demonios como los autores de toda enfermedad.
Después de la oración la multitud se hallaba a la expectativa. El ambiente era propicio
para que sucediesen cosas extraordinarias. Hubo como una oleada de gran emoción
que sacudía a todos los presentes. Se sentía como un efecto electrizante; y parecía difí-
cil, por no decir imposible, que alguien pudiese escapar de la influencia de aquella
multitud emocionada.
El predicador invitó a la gente a «ser sanada en el nombre de Jesús». Varias
personas comenzaron a descender al centro del estadio. Algunos levantaron sus
muletas, en señal de que el milagro se había efectuado. Andaban de un lado a otro,
dominados por inmensa alegría. Una señora subió a la plataforma a testificar que por
varios años había estado medio ciega, pero que en ese momento su vista había vuelto a
la normalidad. Se le dio un papel para que leyese. Leyó correctamente, según el
predicador. Los «testimonios» se multiplicaban. «Dios se está manifestando, Dios está
honrando la fe», exclamaba el predicador.
Por un instante quedamos perplejos. Era la primera vez que asistíamos a una
«campaña de sanidad» en grande escala. Nunca habíamos prestado atención especial
al mensaje que garantiza la curación de toda dolencia física al que cree en Jesús el
Sanador. Sentados en las graderías de aquel estadio hicimos un breve repaso de nuestra
doctrina y seguimos observando lo que pasaba en nuestro derredor.
Terminado el servicio, descendimos a uno de los pasillos exteriores donde varias
personas se habían acercado a la silla de ruedas de una niña paralítica a quien
acompañaban dos o tres señoras. Una de ellas parecía ser su madre. Había
ansiedad en los ojos de la niña, y lágrimas abundantes en los de una de las señoras,
quien decía: «Yo sí creo, pero ya ven ustedes, ella sigue lo mismo.» Alguien
aconsejó que fuesen a hablar con el predicador. Aceptaron el consejo y, uniendo al
deseo la acción, emprendieron el camino hacia la plataforma. Nos unimos a la ansiosa
comitiva. La marcha era lenta. No podía llevarse a prisa la silla de ruedas.
Llegamos, al fin, donde estaba el predicador. Oró y oramos con él, pero no hubo milagro.
La niña seguía postrada. Admitiendo su impotencia, el predicador dijo: «Lo siento, no
puedo hacer más. Tráiganla mañana a la campaña.» No había más efecto electrizante.
La multitud se había marchado.
El regreso fue triste. Nos detuvimos por un momento sintiéndonos abrumados por
ideas contradictorias entre sí. Vimos alejarse al grupo que llevaba a la niña paralítica,
y nuestro corazón se llenó de singular ternura. Todos los «milagros» que allí habíamos
presenciado no eran suficientes para mitigar el dolor que experimentábamos por la
pequeña inválida. Un «¿Por qué?» quejumbroso, doliente, surgió de lo más hondo de
nuestro ser.
Lo acontecido en aquella noche seguía poniendo a prueba el temple de nuestras
convicciones doctrinales, y allí mismo, bajo el cielo poblado de estrellas, decidimos
examinar más a fondo y sin prejuicios la enseñanza que en esa ocasión habíamos
escuchado.
Parte de los resultados de nuestro estudio es lo que ahora damos a la publicidad
con el deseo sincero de ayudar a algunos de nuestros estimados hermanos que se hallen
perplejos, como lo estuvimos nosotros hace veinte años, en cuanto a la predicación (Ir la
sanidad divina.
No pretendemos tener en estas páginas la enseñanza completa y definitiva sobre el
tema. Este no es el fin, sino el principio de la tarea de examinar a la luz de las
Escrituras el así llamado movimiento de sanidad divina. Presentamos aquí nuestras re-
flexiones «sin malicia para ninguno y con caridad p i r a todos», como dijera Abraham
Lincoln, porque tenemos profundo respeto para todos nuestros hermanos en Cristo,
incluyendo, por supuesto, a los que sustentan puntos de vista doctrinales diferentes a los
nuestros.
Vale decir también que no nos hemos acercado al examen de enseñanza sobre la
sanidad divina con la frialdad ni mucho menos con el cinismo que pueden
caracterizar al investigador que es movido tan sólo por el deseo de hallar argumentos
contra el asunto que tiene bajo estudio. La huella que dejó en nuestra alma el cuadro
de la niña paralítica es profunda. Tampoco hemos perdido de vista en ningún
momento que la enfermedad, física o mental, es uno de los problemas más agudos
que confrontan a la Humanidad y que, impulsados por la compasión de Cristo,
debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para ayudar a nuestros
semejantes que sufren este azote. No debemos quedar indiferentes ante el dolor que
aflige a nuestro prójimo. Además, el hecho de haber experimentado en carne propia
por varios años el problema de la enfermedad, acentuó en nosotros el deseo de buscar
la respuesta al mismo en la Palabra de Dios.
Siendo la Biblia para nosotros la palabra final, el tribunal de última apelación, hemos
querido que la revelación escrita de Dios, y no la experiencia humana, sea la base de
nuestro estudio.
Creemos que fundamentalmente la experiencia debe analizarse a la luz de las
Escrituras y no las Escrituras a la luz de la experiencia. Para que la experiencia sea
aceptable debe conformarse a lo que Dios ha dicho en su Palabra. En lugar de
obtener de la experiencia la doctrina, de ésta debe proceder la experiencia.
No hay límite para el desenfreno doctrinal cuando se hace a un lado la Palabra
escrita con el fin de magnificar ciertas experiencias. José Smith se guió por una
supuesta experiencia religiosa y produjo el Mor monismo. Hay quienes se han vuelto
especialistas en torcer textos bíblicos para adaptarlos a sus experiencias místicas.
No importa cuán sensacional parezca la experiencia que el hermano X haya tenido.
Si no se ajusta a la Palabra escrita debemos rechazarla. La Biblia es muchísimo más
confiable que la experiencia humana. Su mensaje no cambia jamás. Nuestras expe-
riencias son frágiles, tornadizas, y no pueden guiarnos con seguridad en medio del
océano turbulento que nos rodea. Lo que Dios dice, y no lo que nosotros decimos, debe
ser en todo tiempo el fundamento de nuestra fe y la norma suprema de nuestra
conducta.
1 TEXTOS CLAVES
No es nuestro propósito hacer un estudio de todos los pasajes bíblicos que tienen
alguna relación con »l tema. Examinaremos solamente aquellos que se usan con
mucha frecuencia en la predicación moderna de la sanidad divina.

Éxodo 15:26
Y dijo: Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo
recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares
todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te
enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu Sanador.

Un conocido escritor sobre la sanidad divina ha dicho que este versículo «es la más
anticipada promesa de la curación», y le llama, además, «el pacto de la sanidad».
Nosotros también creemos que Jehová es nuestro Sanador y que El nos sana por
medios naturales o sin ellos.
Puede observarse que en este texto se establece una condición para que el israelita
goce de salud física: obediencia a la ley de Dios. En otras palabras, el desobediente
no tiene derecho a esperar que se cumpla en él esta promesa. Obsérvese, además,
que se trata aquí no tanto de curación como de prevención de la enfermedad. Es, en
breve, el mismo mensaje de Deuteronomio 28:15-68. El contenido de este mensaje se
halla en armonía con el énfasis especial del Antiguo Testamento sobre las
bendiciones o maldiciones de naturaleza física.
Por supuesto, es innegable que aun hoy día hay ciertas enfermedades que pueden
venir como resultado de la desobediencia a los preceptos divinos. Pero no debe decirse
que toda enfermedad es el resultado directo de algún pecado en la vida del enfermo (Jn.
9: 1-3; Stg. 5:15: «y si hubiere pecado»).
Job no era un desobediente, andaba según la luz que había recibido, y Jehová lo
halló «perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job 1:8). Sin
embargo, cayó enfermo. Y el texto bíblico enseña que la enfermedad le llegó a Job
con el permiso de Dios, como una manifestación del propósito que El tenía para su
siervo. Epafrodito se hallaba dedicado al cumplimiento de un hermoso ministerio
en la causa del Señor cuando se enfermó gravemente (Fil. 2:25-30). Tampoco era
Timoteo un pecador rebelde, pero padecía de frecuentes enfermedades (I Tim.
5:23).
Por lo tanto, Éxodo 15:26 debe interpretarse dentro de su contexto inmediato y a la
luz de otros pasajes de la Biblia.
Es muy notable que el mismo versículo que presenta a Jehová como el Sanador nos
dice también que El es quien envía la enfermedad. El da la salud, pero puede asimismo
traer la enfermedad como un castigo (Nm. 12:1-6; II Sam. 12:13-23), o como un medio
para lograr el crecimiento espiritual de sus hijos. No es cierto, por lo tanto, que toda
enfermedad viene únicamente por voluntad de Satanás.
El contexto de Éxodo 15:26 relata la experiencia de los israelitas en Mara, donde no
podían beber las aguas porque eran amargas. Moisés clamó a Jehová, y El «le mostró
un árbol; y lo echó en las aguas, y las aguas se endulzaron» (v. 25). En la misma oca-
sión en que fue anticipado «el evangelio de la sanidad», Dios le indicó a su siervo que
usara un medio natural para endulzar las aguas. Es posible que aquel árbol tuviese ciertas
propiedades que neutralizarían el amargor del agua, y Moisés no lo sabía. De todas
maneras, Jehová pudo haberla endulzado sin necesidad del árbol; pero El es soberano
para escoger su manera de actuar a favor de los suyos.

Salmo 103:3
El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus
dolencias.

En el caso de que las «dolencias» mencionadas en este pasaje bíblico sean físicas, la
explicación es la misma que hemos dado tocante a Éxodo 15:26. Jehová es nuestro
Sanador. El es quien sana todas nuestras enfermedades, usando medios naturales o pres-
cindiendo de ellos; con medicinas o sin medicinas; con médicos o sin ellos.

II Reyes 20:1-11
En aquellos días Exequias cayó enfermo de muerte. Y vino a él el
profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu
casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces él volvió su rostro a la
pared, y oró a Jehová y dijo: Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas
memoria de que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón,
y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro. Y
antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio vino palabra de Jehová a
Isaías, diciendo: Vuelve y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice
Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus
lágrimas; he aquí yo te sano, al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y
añadiré a tus días quince años... Y dijo Isaías: Tomad masa de higos. Y
tomándola, la pusieron sobre la llaga, y sanó» (vs. 1-7).

Es evidente que, en respuesta a la oración, Dios sanó a Ezequías. Pero hay algo
que, generalmente, se pasa por alto: el uso que se hizo de medios naturales para la
curación del rey. Dios dijo: «Yo te sano», pero permitió que el profeta recetara que
pusiesen una masa de higos en la llaga de Ezequías. Dios no reprendió a Isaías por
haber dado este consejo médico, ni a Ezequías por haberlo seguido. El texto dice
claramente que pusieron la masa de higos sobre la llaga «y sanó».
El Señor Jesucristo usó lodo y saliva para darle la vista al ciego de nacimiento (Jn.
9:6). No sabemos exactamente por qué El actuó así en este caso. Es posible que El
viera que la fe de aquel hombre necesitaba ser fortalecida con un tratamiento especial.
Quizás, al igual que Naamán el sirio, el ciego de nacimiento deseaba sentir sobre su
cuerpo el toque milagroso de la mano sanadora; y no sólo eso, sino también desearía
que se le aplicara algún remedio y se le ordenase que hiciese algo por sí mismo para
recuperar la vista. De ahí el mandamiento a que fuera a lavarse al estanque de
Siloé (v. 7). Sea cual fuese el motivo de Cristo, lo cierto es que en este caso particul a r
El usó medios naturales para curar un mal físico. En otras ocasiones ejerció su
poder milagroso sin tocar al enfermo, y aun lo hizo a larga distancia (Jn. 4:43-54).
El apóstol Pablo le recomendó a Timoteo que bebiera un poco de vino por causa
de sus frecuentes enfermedades (1ª Tim. 5:23). ¿Por qué no le dice que ore, que
«ponga su fe en acción» para librarse de sus dolencias estomacales? ¿Era Timoteo un
hombre falto de fe? ¿Estaba acomodándose el apóstol en la incredulidad de su
discípulo? Es muy difícil contestar afirmativamente estas preguntas si se toma en
cuenta quiénes eran Pablo y Timoteo, verdaderos héroes de la fe cristiana. En
realidad, Pablo elogia a Timoteo (2ª Tim. 1:5), a quien ha encomendado nada menos
que la difícil tarea de pastorear una de las iglesias más importantes de aquellos
tiempos, la iglesia de Efeso.
Es también digno de notarse que Pablo tuvo como compañero de labores a Lucas,
«el médico amado» (Col. 4:14). Esta expresión, «el médico amado», puede indicar, a lo
menos, dos cosas. Primera, que Lucas no parece haber dejado su profesión médica
después de dedicarse a la obra misionera. Es posible que Pablo mismo se beneficiara
con los servicios del doctor Lucas. Segunda, Pablo ama a Lucas no sólo como hermano
en Cristo y colaborador en el Evangelio, sino también como médico. Si el apóstol
hubiese estado en contra de la profesión médica y del uso de medicinas, no habría
tenido gozo en decir: «Lucas, el médico amado.»
Fue como un médico que Lucas escribió tanto el Evangelio que lleva su nombre
como el libro de los Hechos. En otras palabras, dos libros que forman parte de nuestra
Biblia fueron escritos por un médico. ¡Y pensar que los predicadores de
«sanidades» los usan en sus campañas!
Es también llamativo que Lucas parece haber seguido ejerciendo su profesión médica
a pesar de todos los milagros que tuvo la oportunidad de presenciar. Así como el Señor
utilizó la preparación literaria, filosófica y teológica de Pablo para anunciar el Evangelio
a los gentiles, pudo valerse también de los conocimientos médicos de Lucas para dar un
testimonio autorizado de los milagros de Cristo y auxiliar al anciano apóstol,
especialmente en su última prisión en Roma.

II Crónicas 16:12-13
En el año treinta y nueve de su reinado, Asa enfermó gravemente de los
pies, y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos. Y
durmió Asa con sus padres, y murió en el año cuarenta y uno de su
reinado.

Hay quienes citan este caso como un claro ejemplo del error que se comete al
acudir a los médicos para la restauración de la salud física.
Debemos preguntarnos, en primer lugar: ¿A qué médicos se refiere el historiador
sagrado? El Comentario de Jamieson, Fausset y Brown dice:
«Más probablemente médicos egipcios, que antiguamente eran de alta estima en las
cortes extranjeras, y quienes fingían expeler las enfermedades por medio de
hechicerías, encantos y artes mágicas. La falta de Asa consistía en que confiaba en
semejantes médicos, mientras dejaba de suplicar la ayuda y bendición de Dios.»
Tal sería el error de un creyente en Cristo que hoy día fuese a los hechiceros o a
los espiritistas en busca de salud física.
Los comentaristas Keil y Delitzsch dicen que el texto hebreo indica una confianza
supersticiosa de parte del rey Asa en los médicos, una confianza igual a la del que
busca ayuda en los oráculos paganos o en los ídolos (como 1º Sam. 28:7; 2º Rey. 1:2;
I Cró. in 14). «De manera que —dicen estos comentaristas— no es el mero hecho de
buscar a los médicos lo que se censura aquí, sino la manera en que Asa lo hizo, aparte
de Dios.»1
Algunos predicadores sugieren que los medios humanos o materiales —médicos,
operaciones quirúrgicas, medicinas, inyecciones, etc.— deben usarlos solamente los que
no tienen fe, o la tienen muy débil, i M Í O no el grupo de los electos, quienes han
recibido una fe superior. ¡Bienaventurados si tienen tal fe! Pero lo cierto es que aun
algunos predicadores de sanidad divina» han tenido que acudir a la mesa de
operaciones para librarse de un mal físico.
No hay base para condenar de antibíblicos a los que emplean ciertos medios
curativos bajo la bendición del Señor. Ya hemos visto que la Biblia cita casos en los
que se usaron o recomendaron medios naturales para efectuar una curación. Y no hay
un solo texto en las Escrituras que condene, directamente o indirectamente, el uso de
medicinas. Decir lo contrario sería acusar de antibíblico a Isaías por haber recomendado
que le pusieran al rey Ezequías una pasta de higos en la llaga. Decir lo contrario sería
acusar de antibíblico a Pablo por haberle recomendado a Timoteo que tomase vino por
causa de sus frecuentes enfermedades. Decir lo contrario sería acusar de antibíblico
(y lo decimos con reverencia) a Cristo mismo por haberle puesto lodo y saliva en los ojos
al ciego de nacimiento (Jn. 9).
Aunque el dicho «médico, cúrate a ti mismo» pudiera, quizás, indicar el escepticismo
de aquellos tiempos con respecto a la profesión médica, es innegable que Cristo, quien
usó este dicho, nunca dijo que fuese incorrecto valerse de los servicios médicos.
Antes bien, como dice el Dr. Luis A. Seggiaro en su libro titulado La Medicina y la
Biblia, «en las palabras del mismo Jesús, que registran los primeros evangelios, se
reconoce la actividad positiva y benéfica de los médicos cuando dice: "Los sanos no
tienen necesidad de médicos, sino los enfermos"».2
Alguien nos decía que acudir a los médicos es confiar en los impíos y no en Dios.
Añadió que es pecaminoso que el creyente se valga así de los servicios de un incrédulo.
Respondimos que hay muchos médicos cristianos, y que, además, el cristiano vive en
un mundo donde, le guste o no le guste, tiene que relacionarse con incrédulos y recibir
algún servicio de ellos. Por ejemplo, no todos los que producen nuestros alimentos son
creyentes en Cristo. Tampoco lo son todos los que nos ofrecen protección diaria en
nombre de la ley. ¿Preferiremos esperar que Dios haga llover otra vez el maná para
que no tengamos que comer los cereales cultivados por incrédulos? ¿Por qué exigir
que ejerzamos fe solamente en relación con las enfermedades físicas? ¿Por qué no
ejercerla también cuando se trata de otras necesidades materiales?

Isaías 53:4-5
Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores;
y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él
herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el
castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros
curados.

Se ha creído hallar en este pasaje uno de los argumentos más fuertes a favor de
la enseñanza de que Cristo llevó nuestras enfermedades en la cruz y , por lo tanto,
debemos demandar por fe la salud del cuerpo, así como hemos recibido la salvación del
alma.
No puede negarse que desde el punto de vista universal la enfermedad es uno de los
frutos del pecado adámico, aunque esto no significa que toda enfermedad sea el
resultado directo de un pecado particular (Jn 9:2). También es evidente, a la luz de la
Escritura, que tanto nuestro cuerpo como nuestra alma se incluyen en el plan de
redención.
Pero si todas las bendiciones emanan de la cruz de Cristo y si debemos disfrutar
de todas ellas en la presente dispensación, entonces tenemos derecho de exigir que el
Señor nos dé ya un cuerpo glorificado, en el que no reine más el pecado ni la
muerte. Si Cristo derrotó los poderes de la muerte, ¿por qué no pedirle hoy mismo
la inmortalidad? Lo cierto es que «gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la
adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8:23)
Los cuerpos de todos los seres humanos, aun de los creyentes, están decayendo,
envejeciéndose, y llevan en sí todavía la simiente de la muerte, a pesar de que Cristo
murió «para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto
es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la
vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14-15).
La redención corporal no se hará efectiva para nosotros sino hasta en aquel día
cuando el Señor Jesucristo «transformará el cuerpo de la humillación nuestra para que
sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también
sujetar a sí mismo todas las cosas» (Fil. 3:21. Comp. 1ª Cor. 15:51-53).
A base del idioma hebreo, algunos escritores han tratado de establecer si el profeta
está hablando en Is. 53:4 del sacrificio de Cristo en la cruz. La mayor parte de la
discusión gira alrededor del verbo «llevó» (nasa en hebreo). Los que creen en el así
llamado «evangelio de la sanidad» insisten, por supuesto, en que este verbo indica el
sufrimiento vicario de Cristo en el Gólgota. Pero el verbo no parece contener de manera
inherente la idea de expiación, aunque sí podría expresarla en determinados contextos
con referencia al pecado.
Debe tenerse muy presente que la clave para la interpretación de Isaías 53:4 se
encuentra, no en nuestro propio razonamiento ni en la posición teológica que hayamos
adoptado, sino en Mateo 8:16-17, donde el Espíritu Santo nos revela claramente que la
profecía de Isaías 53:4 se cumplió en el ministerio del Señor aquí en el mundo, antes
de consumarse el sacrificio en el Calvario. Nótese que Mateo cita solamente la parte de
la profecía que puede referirse a enfermedades físicas. Declara en forma categórica
que lo dicho por el profeta se cumplió en aquella ocasión, al principio del ministerio
terrenal de Cristo. Este es un caso muy notable en que la Escritura se interpreta a sí
misma.
La obra expiatoria de Cristo se presenta en textos como el de 1ª Pedro 2:24: «Quien
llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros,
estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis
sanados.» Sin lugar a dudas, el Espíritu Santo se refiere aquí a la expiación de nuestros
pecados. Pero es interesante observar que en este pasaje se cita el versículo 5 de Isaías
53, no el versículo 4, en cuanto a la salvación del alma.
Considerando desde un punto de vista muy práctico el tema de la relación entre la
expiación y las enfermedades corporales, algunos teólogos se han preguntado cómo
es posible que haya varias maneras de recibir la salud física (por medio de la fe, de
médicos, de medicinas, etc.) y solamente una manera para obtener la salvación (por la
fe), si ambas bendiciones, la espiritual y la corporal, vienen de la cruz. Es decir, que si
una persona puede recibir la salud física aparte de la fe, es lógico que también
pueda alcanzar la salvación aun cuando no deposite su fe en Cristo. Este es el
colmo a que puede llevarnos la tendencia de colocar en el mismo plano la expiación
del pecado con la salud del cuerpo en el presente.
Además, como dice el Dr. Lewis S. Chafer, «si Cristo llevó todas las
enfermedades, la sanidad, como una respuesta a la fe verdadera, no debería fallar
nunca, pero sí falla».3

Mateo 10:1-8
Entonces, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los
espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad
y toda dolencia... A estos doce envió Jesús, y les dio instrucciones,
diciendo: Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no
entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y yendo, pre-
dicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos,
limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia
recibisteis, dad de gracia.

Hay, a lo menos, dos factores que deben tomarse muy en cuenta al interpretar este
pasaje en relación con el tema de la sanidad divina. Primero, el Señor no está dando
aquí la Gran Comisión. Se trata solamente de un cometido que los discípulos tenían que
cumplir entre «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 6). No deben ir todavía por
camino de gentiles» ni entrar «en ciudad de samaritanos» (v. 5). La nota de
universalidad evangélica no habrá de oírse en el mandato misionero a los discípulos
sino hasta después de la resurrección, cuando el Señor envía a los suyos por todo el
mundo a predicar el Evangelio a toda criatura (Mt. 28:18-20; Mr. 16:15).
Segundo, si Mateo 10:1-15 es para la Iglesia, en la actualidad es indispensable
seguir al pie de la letra todas las instrucciones que el Señor da en este pasaje a sus
discípulos, incluyendo, por supuesto, el no predicar entre los gentiles, ni llevar dinero,
ni calzado, ni dos vestidos, ni bordón. No hay razón para obedecer solamente el
mandamiento tocante a las «sanidades» mientras se pasan por alto las otras órdenes del
Señor.

Marcos 16:17-18
Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán
fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos ser-
pientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los
enfermos pondrán sus manos, y sanarán.

Todo estudiante de la formación, preservación y transmisión del Nuevo Testamento


sabe que el pasaje de Marcos 16:9-20 no se encuentra en los mejores manuscritos de este
Evangelio. Sin embargo, los editores lo han conservado como parte del Texto Sagrado
en espera de más evidencias sobre el particular. En nuestra discusión consideraremos
el pasaje que tenemos delante como una parte genuina de las Escrituras divinamente
inspiradas. No se basará el argumento en las dudas que muchos tienen sobre el
derecho de Marcos 16:9-20 a figurar en el canon bíblico.
En el versículo 17 se dice que los milagros serían «señales» (en griego, semeía), o
sea obras maravillosas realizadas para confirmar el mensaje apostólico. Tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento los milagros sirven este propósito de
respaldar el mensaje divino, especialmente ante los israelitas, quienes siempre
demandaban «señales» (1ª Cor. 1:22; Mt. 12:38). En el período de transición del
judaísmo al cristianismo, cuando la revelación escrita del Nuevo Testamento no estaba
completa, estas «señales» serían muy necesarias. Uno de los propósitos de los
propósitos de Cristo era el de confirmar su mensaje (Jn. 3:2, etc.). Lo mismo
puede afirmarse de los portentos realizados en el ministerio de los apóstoles (Mt.
10:1-8; Hch. 2:22-24, etc.). Decimos «uno de los propósitos» porque el elemento de
compasión no faltaba nunca en el quehacer milagroso de Cristo y sus discípulos.
Había en aquellos milagros de sanidad una identificación plena con el dolor humano.
Sin embargo, ya sea que reconozcamos en dichos milagros una prueba teológica o
meramente un fruto de la compasión cristiana, lo cierto es que no se nos dice que Cristo
o sus discípulos anduviesen celebrando «campañas de sanidad». Su misión primordial
no era realizar milagros, sino anunciar el Evangelio. Los milagros confirmaban el
mensaje, pero no eran en sí el mensaje. Obsérvese que en la misma porción de Marcos
16:9-20 se dice que las «señales» seguirán a los que creen el Evangelio, y el
Evangelio consiste fundamentalmente en las grandes realidades mencionadas en 1ª
Corintios 15:3-4, donde las «señales» no aparecen. En otras palabras, el Evangelio
está completo aun cuando no haya en todo tiempo señales que lo acompañen. El
Evangelio puede existir, y existe, independientemente de las señales. En Mateo 28:19-20
y Lucas 24:46-47 las señales no forman parte de la Gran Comisión.
El apóstol Pablo afirma que las «señales» eran para los incrédulos, no para los
creyentes (1ª Cor. 14: 22). Por la gracia del Señor, un gran número de evangélicos
latinoamericanos creímos el Evangelio aun cuando su proclamación no iba acompañada
de «milagros de sanidad». Si en aquel entonces no necesitamos estas «señales» para
confiar en Cristo, aceptándolo como el único y suficiente Salvador, ¿por qué hemos de
exigirlas ahora que ya somos salvos en El? No somos incrédulos, sino creyentes en su
Persona y en su obra redentora.
Además, si nosotros pudimos ser salvos sin necesidad de señales, otros pueden serlo
también de la misma manera en la actualidad. Nuestra salvación y la de millares en
nuestro derredor es un testimonio irrefutable de que el Evangelio es en sí mismo sufi-
ciente, aparte de «señales», para la salvación de todo aquel que cree en Cristo. Dios se
ha propuesto salvar a los creyentes «por la locura de la predicación», a pesar de que
unos piden «señales» y otros buscan «sabiduría» (1ª Cor. 1:20-25).
No es necesario interpretar Marcos 16:17 en el sentido de que «estas señales»
seguirán siempre a todos los que creyesen el Evangelio. En Hebreos 2: 3-4 leemos:

Cómo escaparemos nosotros si descuidamos una salvación tan grande?


La cuál, habiendo sido dicha primeramente por el Señor, fue confirmada
hasta nosotros por los que oyeron; añadiendo Dios su testimonio al de
ellos, mediante señales, y prodigios, y diversos milagros, y distribuciones
del Espíritu Santo, según su voluntad. (Versión Hispanoamericana.)

De acuerdo al escritor de Hebreos, los dones milagrosos fueron repartidos por el


Señor según su voluntad, y este repartimiento tenía que ver con el ministerio
apostólico. Los dones espectaculares les fueron dados a «ellos», es decir, los que
recibieron directamente del Señor el mensaje del Evangelio. Los lectores de la
Epístola a los Hebreos pertenecen a una nueva generación, a la que
aparentemente no le habían sido dadas las mismas manifestaciones del Espíritu.
Para aceptar que el don de sanidades se encuentra en operación hoy como en los
días de la iglesia apostólica, es de rigor pedir a los hermanos que dicen tener dicho don
que lo ejerzan como lo ejercían los apóstoles.
Si deseamos aplicar literalmente Marcos 16:17-18 en nuestra época a cada
creyente, serán indispensable que todos los detalles del texto sean practicados,
incluyendo, por supuesto, el tomar en las manos serpientes y beber cosa mortífera sin
sufrir daño.
W. S. Hottel, en su folleto intitulado Apostolic Signs (Señales apostólicas), dice:
«A los que pretenden poseer hoy día las señales apostólicas podemos preguntarles:
¿Dónde están los que engañan a la congregación y caen muertos a causa de su
pecado? ¿Dónde están los muertos que han sido resucitados hoy día por los
predicadores de la "sanidad"? ¿Por qué no son heridos con ceguera los que tratan de
desviar a los que han creído? (Hch. 13:6-11). ¿Dónde están los que son mordidos por
serpientes y son librados del efecto del veneno? ¿Dónde están abriéndose las puertas
de las cárceles en las que son encerrados los siervos de Cristo por causa del
Evangelio? ¿Hay sanidades cuando la sombra de Oral Roberts o T. L. Osborn cae
sobre los enfermos?»
El 11 de abril de 1973 Prensa Libre de Guatemala publicó la siguiente noticia: «Dos
montañeses de Tennessee, miembros de una secta religiosa cristiana que observa el
Evangelio según San Marcos, interpretándolo como absoluta garantía contra todo vene-
no, murieron después de haber bebido estricnina y haber sostenido serpientes
venenosas, durante una celebración religiosa» (pág. 2).
Hemos de notar también que Marcos 16:9-20 le da énfasis al hecho de creer el
Evangelio. Como ya dejamos dicho, el Evangelio es, en esencia, el mensaje de que
«Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, y que fue sepultado y
resucitó al tercer día conforme a las Escrituras» (1ª Cor. 15:3-4). El texto de Marcos
16:9-20 no enseña que el que creyere las «señales» será salvo, sino el que creyere el
Evangelio. Pero como agrega que «estas señales seguirán a los que creen», hay quienes
insisten que esta promesa debe cumplirse en todos los creyentes del tiempo actual, y
que el hijo de Dios deba estar siempre sano tanto en su cuerpo como en su alma. Sin
embargo, aun en los días apostólicos no todos los que habían creído el Evangelio
disfrutaban siempre de buena salud. Por ejemplo, Pablo (2ª Cor. 12:7-10), Timoteo (1ª
Tim. 5:23), Trófimo (2ª Tim. 4:20) y Epafrodito (Fil. 2:25-30).
Evidentemente, la promesa de Marcos 16:17-18 tiene que interpretarse a la luz de la
situación histórica para la cual fue escrita y sin perder de vista el tenor general de las
Escrituras. Es necesario, asimismo, reconocer que esta promesa no se cumplió con
todos sus detalles en cada creyente en lo particular. Ya hemos mencionado que hubo
creyentes primitivos que sufrieron por causa de la enfermedad. Aun líderes insignes
como el apóstol Pablo y Timoteo no se escaparon de este flagelo. De consiguiente es
muchísimo mejor decir que la promesa de Marcos 16:1-18 es de tipo colectivo, para la
iglesia en general. Fue colectivamente como se cumplió en los tiempos apostólicos
según el testimonio del libro de los Hechos. Y en cierto modo la Iglesia Universal
se ha beneficiado de dicho cumplimiento.
2 TEXTOS CLAVES
(CONTINUACION)
Marcos 9:23
«Si puedes creer, al que cree todo es posible.»

El contexto de este versículo trata del fracaso que sufrieron los discípulos de
Cristo al no poder expulsar de un muchacho el demonio que le atormentaba. Cuando
el Maestro se hace cargo de la situación denuncia la incredulidad de la gente, y le
hace sentir al padre del mancebo su necesidad de creer para que lo humanamente
imposible se vuelva posible. En cuanto a los discípulos, no les da lugar para que se
excusen diciendo que la única causa del fracaso había sido la incredulidad de la
gente, o la falta de fe del padre del endemoniado. Al preguntarle ellos por qué no
habían podido expulsar el demonio, les sugiere que ellos no se habían preparado
debidamente en lo espiritual para afrontar las fuerzas satánicas. Hay aquí una
lección muy importante para los que en nuestro día se exculpan de sus fracasos
afirmando que los enfermos no se sanan porque no tienen fe.
No cabe duda de que en el caso que tenemos delante el Señor exige que haya fe como
una condición para que El realice el milagro. Pero no debe generalizarse a base de este
ejemplo y decir que Dios da la salud milagrosamente tan sólo cuando el enfermo, o
sus familiares, o sus amigos, tienen fe en El.
Un estudio cuidadoso de los milagros realizados por Cristo durante su ministerio
terrenal (es decir, los que se registran en nuestros cuatro Evangelios) revela que hubo
casos en los que El manifestó su poder milagroso aun cuando el paciente no ejerció
fe. La historia de Lázaro es elocuentísima, al ilustrar que Cristo hizo milagros aun
cuando nadie parecía tener fe. Al ordenar El que quitaran la piedra del sepulcro, Marta
dijo: «Señor, hiede ya, porque es de cuatro días.» Pero El ya había determinado
hacer el milagro, a pesar de que Marta no creía en la inmediata resurrección de su
hermano. Cristo efectuó así uno de sus más grandes milagros en un ambiente cargado
de incredulidad.
Volviendo al caso del muchacho poseído por el demonio, debe tomarse muy en
cuenta que el creer para el cual todo es posible tiene que hallarse enmarcado en la
voluntad divina. No está el Señor prometiéndole milagros a una fe caprichosa,
desvinculada de los propósitos soberanos del Creador. A este tema nos referiremos
también en el siguiente comentario.

Juan 16:23-24
En aquel día no me preguntaréis nada. De cierto, de cierto os digo,
que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora
nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro
gozo sea cumplido.

El «todo» en estos versículos se halla estrechamente relacionado con el «nombre» del


Señor. El no accedería a peticiones que no sean para su gloria, que no santifiquen su
nombre. Es dentro de la esfera de este nombre que tenemos el privilegio de orar con
la seguridad de que todo cuanto pidiéremos nos será concedido.
La promesa de Juan 16:23-24 debe recibirse a la luz de I Juan 5:14: «Y ésta es la
confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él
nos oye.» El creyente que ora sinceramente en el nombre del Señor no se guía por
intereses mezquinos al formular sus peticiones. Antes bien, exclama: «Santificado sea
tu nombre... Hágase tu voluntad» (Mt. 6:9-10).
Aunque a primera vista parezca injusto o cruel, es muy posible que en algunas
ocasiones el Padre Celestial permita que, para gloria suya y bendición de nuestra
vida, nos azote la enfermedad por largo tiempo. No siempre se conoce de inmediato
«el fin
Señor», quien es muy misericordioso y benigno (Stg. 5:11). Tampoco hemos de
olvidar que a veces pedimos y no recibimos porque pedimos mal (Stg. 4:3)

Hebreos 13:8
Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos.

Esta es una gran verdad bíblica. Se trata nada menos de la inmutabilidad de Cristo.
El no cambia. Ha sido, es y será por toda la eternidad.
El contexto indica que el Señor está ofreciendo cuidar de los suyos en tiempo de
adversidad (vs. 5-6). La persecución se avecinaba para los judíos cristianos. Muchas
calamidades sobrevendrían a la nación israelita como consecuencia de su rebelión
contra el
imperio romano. Grandes sufrimientos les esperaban a los judeo-cristianos. Por lo
tanto, el texto no habla especialmente de sanidad divina.
Sin embargo, aun cuando se incluyese aquí la promesa de salud física, es necesario
preguntarnos si Dios ha prometido sanarnos siempre de todas nuestras enfermedades
corporales. La respuesta tiene que ser negativa a base del testimonio de las
Escrituras y de la experiencia del pueblo cristiano a través de los siglos.
Consciente o inconscientemente algunos predicadores han sugerido que si Cristo no
sanase a los enfermos en el día de hoy, exactamente como lo hizo en el pasado,
dejaría de ser inmutable. Es claro que El puede hacer milagros en nuestro tiempo, así
como los hizo cuando estuvo en la tierra. Su poder no ha disminuido. El es el mismo
ayer, hoy y por los siglos.
Pero, al fin y al cabo, ¿depende su inmutabilidad de las obras que El hace o de lo
que El es en sí mismo?
Supongamos que El haya cesado de crear mundos en los vastos espacios siderales.
¿Ha dejado El de ser inmutable por no estar haciendo hoy lo que hizo en el pasado?
No. El murió en la cruz una sola vez en la consumación de los siglos. ¿Tiene El que
seguir muriendo en el Calvario para ser el mismo hoy, ayer y por los siglos? No. El
sanó a los enfermos cuando estuvo aquí en la tierra. ¿Tiene El que sanarme a mí para
seguir siendo inmutable? ¿Depende su inmutabilidad de mi salud física? ¿O seguirá
siendo inmutable aun cuando yo pase a la eternidad?
Si me sana en respuesta a mi oración, El sigue siendo inmutable, porque sanarme
era su plan para mi vida. Si muero, a pesar de mi fe y de mis plegarias, El sigue siendo
inmutable. Su propósito no ha cambiado, porque El tiene ya determinados los días de
mi existencia terrenal.
¿Es esto fatalismo? No. Es sencillamente realismo cristiano. Aquí no estamos
tratando con lo que algunos llaman las fuerzas ciegas del universo, sino con el Dios
personal que nos ama y cuya voluntad es siempre agradable y perfecta (Rom.
12:2). ¿Para qué orar, entonces?, preguntará alguien. Una respuesta a este
interrogante puede ser que la oración nos lleva a disfrutar de la íntima comunión
con el Dios personal y amante, nuestro Padre Celestial. Además, el acto de orar nos
enseña a depender de El y a reconocer que todo lo que somos y tenemos lo
recibimos de su mano bondadosa. Pero cualquiera que sea la respuesta que El dé a
nuestras oraciones, su inmutabilidad no sufre mengua.

Santiago 5:14-15
¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la
iglesia y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la
oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere
cometido pecados, le serán perdonados.

Nótese en primer lugar la pregunta del v. 14: «¿Está alguno enfermo entre
vosotros?» Es innegable Santiago está hablando en este pasaje, no de enfermedades
espirituales, sino físicas. La pregunta incluye a todos. No hay excepciones ni
limitaciones de ninguna especie. Como ha observado un escritor, no se pregunta si
hay algún enfermo que tenga suficiente fe, o alguno que esté listo a ignorar los
síntomas.
Es claro que este pasaje bíblico debe interpretarse, como en el caso de toda la
Biblia, a la luz de las circunstancias en que fue escrito. Muchos eruditos han llegado
a la conclusión de que en el orden cronológico la Epístola de Santiago es el primer
libro del Nuevo Testamento, y que pudo haber sido escrito entre los años 44 y 46 de
nuestra era. La evidencia interna de la epístola parece apoyar una fecha bastante
temprana. El cuadro que sus páginas nos presentan es el del tiempo cuando el
elemento judaico era dominante en la Iglesia. Los destinatarios son «las doce tribus
que están en la dispersión» (1:1). Muchas de las costumbres judaicas se conservaban
todavía en la asamblea cristiana. Era una época de transición entre el judaísmo y el
cristianismo. El Nuevo Testamento no se había escrito, y los milagros eran necesarios
para confirmar el mensaje apostólico, especialmente en presencia de aquellos que siem-
pre demandaban señales para creer (1ª Cor. 1:22).
En el versículo 14 hay tres preceptos en cuanto a la curación de los enfermos. El
primero de ellos es: «llame a los ancianos». Este mandamiento es para el enfermo. La
iniciativa de llamar a los ancianos queda con él. No se le ordena que «vaya a la cam-
paña», sino que llame a los ancianos para que lleguen a orar por él al lado de su lecho.
Tampoco se le dice que llame a un predicador de la sanidad divina, sino a «los
ancianos», literalmente «los presbíteros», los oficiales de la iglesia local, los que velan
por la grey del Señor. Como esta posición era sólo para hombres, se sobreentiende que
el enfermo no tenía que llamar a ciertas hermanas predicadoras de la sanidad divina
para que oren por él. Si se desea aplicar este texto de manera literal a la situación
presente de la Iglesia debe recordarse que Santiago no deja lugar para sanadoras como
la señora Aimee Semple McPherson y otras que han seguido sus huellas.
Los otros dos preceptos del versículo 14 se dirigen a los ancianos. Dos cosas tenían
que hacer ellos al llegar ante el enfermo: 1) orar por él, y 2) ungirle con aceite.
El ungimiento con aceite no es la Extremaunción practicada por los católico-
romanos. El objeto de orar por el enfermo y ungirle con aceite era buscar su
restauración física, no ayudarle «a bien morir».
Es muy llamativo que en ninguna otra de las epístolas del Nuevo Testamento se
ordena que los enfermos sean ungidos con aceite. Esta unción era parte de las
tradiciones judaicas, que, como ya hemos dicho, prevalecían aún en la asamblea
cristiana de los días del apóstol Santiago. El aceite era famoso en Palestina por sus
propiedades curativas. Se dice que los judíos raramente emprendían un viaje sin
llevarlo consigo. Lo usaban para ungirse, tratarse la piel y curarse heridas y
quemaduras (Rut 3:3; Lc. 10:30-37; etc.).
Sea cual fuere la importancia del aceite en Marcos 6:13 y Santiago 5:14-15,
lo cierto es que en nuestro tiempo no es costumbre general de los cristianos el
ungir a los enfermos, no obstante el mandamiento directo e inequívoco de la
Carta de Santiago. Ni aun en las grandes campañas de sanidad se practica tal
unción.
A los ancianos se les ordena también que oren por el enfermo. Lo más
importante parece ser la oración de los ancianos, no la del enfermo. Es la oración
de ellos que «sanará al enfermo» (Versión Hispanoamericana). Deben tomar
muy en cuenta esta enseñanza los predicadores que le prescriben al paciente
cierto tiempo de oración y ayuno como requisito para recibir «la sanidad», o que
culpan al enfermo de no haber orado lo suficiente, o de falta de fe, cuando la
curación milagrosa no se efectúa.
La promesa del versículo 16 es doble: se refiere a la salud del cuerpo y a la
salud espiritual (el perdón de los pecados). En definitiva, es el Señor cuyo
nombre se ha invocado quien levanta al enfermo, no la oración ni el ungimiento
con aceite. Y El lo hace cuando así le place, cuando el hecho de dar la salud el
física se halla en armonía con su voluntad soberana.
«Toda oración, incluyendo la que pide la curación, depende de la voluntad de Dios»,
dice Walter W. Wes-sel.4 Y, como dice William W. Orr, «las Escrituras deben ser
comparadas con las Escrituras, y entre tanto que este pasaje (Stg. 5:14-15) ofrece una
promesa para el enfermo, otras verdades deben tomarse en cuenta. Dios levanta al
enfermo si es su voluntad».5
La salud espiritual se halla estrechamente relacionada con el perdón de los pecados:
«y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados». Hay la posibilidad de que el
enfermo se encuentre en pecado y que su estado espiritual sea la causa del quebranto
de su salud física (1ª Cor. 11:30). Pero si Dios sana al enfermo en respuesta a la oración
de fe, el proceder divino puede tomarse como una indicación clara de que los pecados
que pudieran haber sido la causa de su enfermedad han sido perdonados.6 El
condicional «si» demuestra que no todos los que están enfermos son culpables de
pecado, y contradice de manera terminante la idea de que toda enfermedad es el resul-
tado directo de algún pecado en la vida del paciente.
Es interesante notar que en el versículo 11 se cita el caso de Job para ilustrar, a lo
menos, dos cosas: la paciencia que los creyentes deben mostrar en los padecimientos, y
el propósito misericordioso y benigno del Omnipotente al permitir que los suyos sufran.
Subráyese también que Santiago no tiene por pecadores, sino por bienaventurados, a
los que sufren en el Señor.
Concluímos, pues, que el análisis de Santiago 5:14-15, lejos de favorecer a la
moderna predicación de la sanidad divina, la refuta en el terreno bíblico, teológico y
práctico.
3 CONSIDERACIONES TEOLOGICO-
PRACTICAS
El contenido de este capítulo y el siguiente es una consecuencia y a la vez una
ampliación del testimonio bíblico que ya hemos considerado.

La sanidad divina y la soberanía de Dios


A base de la clara enseñanza de las Escrituras nosotros también creemos en la
sanidad divina. Reconocemos que Dios es capaz de sanar nuestras enfermedades
físicas haciendo uso de medios naturales o prescindiendo de ellos. Puesto que todo
beneficio viene de su mano bondadosa (Stg. 1:17), bien podemos exclamar que El es
quien sana todas nuestras dolencias (Sal. 103:3), aun cuando la restauración de
nuestra salud no se haya efectuado a la manera de un milagro. En todo caso
hacemos nuestra la bendición de Éxodo 15:26: «Yo soy Jehová tu sanador.»
Creemos que nuestro Padre Celestial es todavía, y lo será siempre, el Dios que
hace maravillas (Sal. 72:18), el Dios de lo milagroso. Negar esta verdad sería poner el
hacha de la negación a la raíz de nuestra fe cristiana, puesto que somos firmes
creyentes en lo sobrenatural. Afirmamos la existencia del Dios único, espiritual,
personal, omnisciente, omnipotente, omnipresente, Creador y sustentador de todo lo que
existe, incluyendo el hombre mismo, a quien se le ha revelado en la Naturaleza, en la
Palabra escrita y en la Persona de Cristo.
Creemos que el Dios nuestro, el Dios viviente y verdadero (1ª Tes. 1:9), es soberano
en sus universos y se halla activo manifestando su providencia en la vida de los
pueblos y los individuos. Está sentado en su trono, pero no como un rey decrépito,
impotente, que haya pasado a ser tan sólo la figura representativa, o decorativa, de un
imperio en decadencia. El es el Dios que interviene poderosa y majestuosamente en
la historia y se interesa de manera personal en la vida de cada ser humano, con
especialidad en la de aquellos que le conocemos como nuestro Padre Celestial. «¿No se
venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro
Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que no temáis; más valéis
vosotros que muchos pajarillos» (Mt. 10:29-31).
En el cumplimiento de sus propósitos soberanos, El puede hacer milagros hoy día
como los hizo en los siglos pasados, si esto es agradable a su voluntad. | Nada hay que
pueda limitar su poder divino. Pruebas de que El hace milagros en el presente las
hemos tenido aun los que no predicamos el así llamado «evangelio de la sanidad».
Muchos pastores que no celebran «campañas de sanidad divina» han contemplado, como
resultado de sus oraciones, la manifestación del poder de Dios a favor de enfermos
que la ciencia médica había declarado incurables y que recobraron completamente la
salud. Uno de dichos pastores, por ejemplo, da gloria a Dios confesando que el mismo
fue curado de una enfermedad mortal en respuesta a las oraciones de sus hermanos de la
congregación. Ejemplos como éste podrían multiplicarse en un trabajo más extenso
sobre el tema de la sanidad divina.
Si nuestro Dios no fuese el Dios de milagros no sería el Dios viviente y verdadero.
Pero se nos preguntará por qué, si tal es nuestra convicción, no predicamos, como
otros, el «evangelio de la sanidad». Una de las razones que tenemos para no hacerlo es
nuestra firme creencia en la soberanía de Dios. El Dios de lo milagroso es también
el Dios soberano. Su voluntad es suprema, El tiene todo el derecho de actuar como
mejor le plazca, y no debemos esperar que lo haga exactamente de la misma manera
en todas las épocas y circunstancias.
Dios es soberano en su gobierno del universo, en su intervención en la historia de
las naciones y en su manera de tratar con cada ser humano. Por lo tanto, aunque
creemos en la sanidad divina —en el sentido de que Dios puede sanarnos con medios
naturales o sin ellos—, no aceptamos la idea de que El siempre quiere sanarnos y que
debe sanarnos en respuesta a nuestra demanda de fe. Creemos más bien en la
soberanía de Dios, en la sujeción de nuestra voluntad a su voluntad agradable y
perfecta. Esta es una lección que Job pudo aprender a través de sus múltiples
sufrimientos: la lección de la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre.

La sanidad divina y la oración por los enfermos


Con todo y lo que hemos dicho de la soberanía de Dios, reconocemos que es nuestro
deber y privilegio orar por los enfermos, suplicándole a Dios que les restaure la
salud. Así lo manda El en su Palabra (Stg. 5:14-16). Tenemos que admitir también que
ha habido cierta negligencia de nuestra parte en el ejercicio de este hermoso e
importante ministerio de interceder por los que sufren dolencias físicas.
Vale la pena preguntarnos si gran parte del impacto «de las campañas de sanidad»
no se debe a que en nuestras iglesias no hemos orado debidamente por nuestros
hermanos enfermos. Quizá muchos evangélicos vayan a esas reuniones buscando —
consciente o inconscientemente— llenar una necesidad que en nuestro culto hemos
descuidado. No siempre hemos dado evidencia de que en nuestro templo y en el seno de
nuestros hogares Dios puede hacer grandes maravillas.
Con harta frecuencia nos hemos ido al extremo opuesto al de aquellos hermanos que
exigen de Dios en todo tiempo una curación milagrosa y hemos confiado más en el poder
humano que en los recursos divinos. Esta actitud debe corregirse. Somos llamados a
tener fe en Dios, a esperar grandes cosas de El y darle gracias por los favores
recibidos de su mano (Sal. 103:1-5).
Mas alguien dirá: «Si nosotros también creemos que Dios puede hacer milagros en
la actualidad y que debemos orar por los enfermos, ¿no es esto precisamente lo que
hacen en las «campañas de sanidad»? Una de las respuestas a esta pregunta tiene que
ver con la diferencia, aparentemente pequeña pero básica, entre nuestra oración por
los enfermos y la del creyente en «el evangelio de la sanidad». En nuestra oración
decimos: «Señor, si es tu voluntad sánale.» Los predicadores de la «sanidad» dicen
más o menos lo siguiente: «Señor, sánale, tú tienes que sanarle, porque lo has
prometido, y te lo demandamos en el nombre de Jesús.» La pequeña palabra
condicional «si» establece un mundo de diferencia entre ambas oraciones.
Según la predicación moderna de la sanidad divina Dios siempre tiene la
voluntad de sanar al enfermo. La única condición es que en éste haya fe. Orar por
la restauración de la salud física es orar conforme a la voluntad de Dios. Dudar que
la voluntad divina es, en todo tiempo, conceder la salud física equivale a caer en el
pecado de la incredulidad.
Nosotros creemos, a la luz de las Escrituras y de la experiencia, que Dios siempre
puede, pero no siempre quiere sanarnos. Hay muchísima diferencia entre el querer y el
poder. Cristo quiso sanar al leproso (Mr. 1:40-42), pero no a Lázaro (Jn. 11:1-6). El
mensaje de Marta y María refleja mucha fe y grande esperanza: «Señor, he aquí
el que amas está enfermo (Jn. 11:3). Pero el Maestro «se quedó dos días más en el
lugar donde estaba», y permitió que Lázaro muriese. Evidentemente, no era su voluntad
sanar a Lazaro. Su plan era mucho mejor que el de Marta y María. Ellas deseaban
que su hermano sanase; Cristo les devolvió a Lázaro resucitado. ¿Estamos seguros de
hallarnos siempre en armonía con la voluntad divina cuando oramos por la
restauración de un enfermo?
Un conocido predicador del «evangelio de la sanidad» confiesa que no entiende por
qué habiendo «una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos» en el estanque de
Betesda sólo uno de ellos fue curado (Jn. 5:3).
Dorcas «enfermó y murió» (Hch. 9:36-42), no obstante que era fiel al Señor y vivía
en un tiempo de grandes eventos milagrosos.
Decir que Lázaro y Dorcas no recibieron la sanidad porque el Señor había
planeado resucitarles, no cambia en nada el argumento de que por una u otra causa
hay ocasiones cuando El no quiere sanarnos.
Pablo tuvo que dejar enfermo a Trófimo en Mileto (2ª Tim. 4:20), posiblemente
después de haber orado más de una vez por él y haberlo encomendado a la voluntad de
Dios. Aparentemente el apóstol mismo sufría de achaques en su salud (2ª Cor. 12:7-
10).
En nuestros días, una de las evidencias de que Dios no siempre quiere restaurar
la salud física es que muchos creyentes en «la sanidad divina» han muerto de alguna
enfermedad. Aun los más entusiastas predicadores de «sanidades» tienen que doblegarse
a la voluntad de Dios cuando viene la Enemiga implacable. Mientras sea posible morir,
es ilógico, antibíblico y antinatural afirmar que el Señor siempre quiere sanarnos.

La sanidad divina y los dones del Espíritu Santo


El estudiante atento de las Escrituras notará que en el desarrollo del plan de las
edades hay ciertos períodos que se caracterizan por el gran número de milagros que el
Señor efectúa como un testimonio de su omnipotencia y de su interés en los suyos. Así
sucedió en los días de Moisés y Josué, en el tiempo de Elías y Elíseo, en el ministerio
terrenal de Cristo y en los albores de la Iglesia Cristiana. Habrá también grandes
milagros en relación con el regreso del Mesías al mundo. Analizando estos períodos
descubrimos que Dios tiene un propósito muy especial para la manifestación
extraordinaria de su poder milagroso en determinadas épocas y circunstancias.
Tanto los israelitas como los egipcios necesitaban saber que el Dios de Moisés y
Aarón era Elohim (el Creador) y Jehová (el Libertador y Protector de su pueblo).
En tiempos de Elías y Elíseo la nación infiel tenía que reconocer que estos profetas
eran siervos del Altísimo y que su mensaje era digno de toda atención y obediencia.
El Espíritu respaldó con sus portentos las palabras que El había puesto en boca de
sus mensajeros.
Salta a la vista que la manifestación del Mesías a Israel debía ir acompañada de
milagros. De otro modo, ¿cómo podría demostrarse que en El estaba cumpliéndose
lo que anunciaron los profetas tocante al Hijo de David? (Is. 35, etc., véase Lucas 4:18-
19).
La proclama apostólica referente al Cristo resucitado necesitaba el apoyo de lo
milagroso, especialmente en los primeros días de la Iglesia cuando el Evangelio se
anunciaba casi sólo a los judíos, quienes, según el decir de Pablo, andaban
siempre en busca de «señales» (1ª Cor. 1:22).. Que los israelitas demandarían
milagros aun Moisés lo anticipó cuando le dijo a Jehová: «He aquí ellos no me
creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No te ha aparecido Jehová» (Ex. 4:1). La
respuesta inmediata del Señor fue la realización de dos milagros y la promesa de
uno más que habría de efectuarse no mucho tiempo despues (Ex. 4:2-9). Es muy
digno de notarse que en cierto sentido la mayoría de los milagros narrados en la
Biblia son una «señal» para Israel, el pueblo escogido de Dios. El período
milagroso del futuro será también para la nación israelita una señal del regreso del
Mesías a establecer su reino en el mundo.
A través de los siglos, y de eternidad a eternidad, Jehová es el Dios milagroso. El
siempre puede hacer milagros; pero hay ciertas épocas en que le place manifestar
su poder a los hombres en una forma, por así decirlo, extraordinaria. A esto se debe la
presencia histórica y profética de los períodos ya mencionados.
Ningún lector inteligente de la Biblia puede negar que en el Nuevo Testamento lo
milagroso va de mengua después del libro de los Hechos, para volver a crecer en el
Apocalipsis. En otras palabras, si trazamos una curva para señalar la frecuencia de los
milagros en el Nuevo Testamento, notamos un gran descenso que comienza aun en el
libro de los Hechos y termina en el Apocalipsis, donde la curva asciende para indicar el
período de la segunda venida de Cristo a la tierra.
El énfasis en los milagros va desvaneciéndose conforme avanza la historia de la
Iglesia apostólica. Pero no debemos decir que Dios no hace milagros en la
actualidad. Los hace todavía, aunque no necesariamente por medio del don de
sanidades.
El Espíritu Santo es soberano con respecto al tiempo y la manera en que reparte
sus dones (1ª Cor. 12:11). No debemos exigirle que confiera todos los dones en todo
tiempo, como tampoco debemos demandarle que suministre todos los dones a cada uno
de los redimidos. El reparte «a cada uno en particular como él quiere-» (1ª Cor.
12:11).
Se ve en Primera Corintios que el don de sanidades no es de «los mejores dones»
(1ª Cor. 12:31; 14:1). En la lista de 1ª Corintios 12:29-31 «los dones de sanidad»,
juntamente con el de «lenguas», se hallan al final, no al principio. Estos dones no se
mencionan en las listas de Efesios 4:11; Romanos 12:6-8 y 1ª Pedro 4:10-11. No hay
base en las Escrituras para atribuirle al don de sanidades la importancia que algunos
hermanos le dan en la actualidad.
Que hay ciertos dones que el Espíritu concedió de manera transitoria se demuestra
por el hecho de que el don del apostolado cesó de existir en el seno de la Iglesia.
Hemos dejado dicho en el capítulo anterior que Hebreos 2:4 parece indicar que fue la
primera generación de cristianos que vio acompañado su testimonio con «señales y
prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad».
Los eventos milagrosos parecen considerarse en este pasaje como historia, no como la
experiencia presente de los lectores de la Epístola.
Hay pleno derecho para preguntarse si el Espíritu está realmente concediendo en
nuestro tiempo el don de sanidades. Los hermanos que dicen haberlo recibido tienen la
enorme responsabilidad de comprobar su aserto ejerciendo dicho don a la manera del
cristianismo primitivo. Según el libro de los Hechos los que poseían el don de
sanidades siempre tenían éxito al ejercerlo. Leemos en Hechos 5:14-16 que «todos eran
sanados». Todas las enfermedades eran curadas, y lo eran de manera completa e
inmediata.

La sanidad divina y las causas de la enfermedad


Creemos en la sanidad divina —la salud que Dios da usando o no usando medios
naturales—, pero no estamos de acuerdo con la enseñanza de que toda enfermedad es
señal de algún pecado en la vida del que sufre. Los «consoladores» de Job defendían
esta tesis; pero estaban muy equivocados. Al pasar Jesús cerca de un ciego de nacimiento
sus discípulos le preguntaron: «Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya
nacido ciego? Respondió Jesús: No es que éste pecó, ni sus padres, sino para que las
obras de Dios se manifiesten en él» (Jn. 9:1-3). El mal de aquel hombre no era efecto
directo del pecado. La respuesta de Cristo no podía ser más clara.
Hay enfermedades que, como en el caso del ciego de nacimiento, Dios las permite
para manifestar su gloria. Hay enfermedades hereditarias; enfermedades contraídas
por contagio, por descuido de las reglas higiénicas, o por accidente; y hay
enfermedades que tienen una causa de orden puramente moral y espiritual. El
pecado puede afectar no solamente el alma sino también el cuerpo (Sal. 32; 1ª Cor. 6:15-
20). Hay enfermedades psicosomáticas. La enfermedad mental no siempre es resultado
directo de un pecado en la experiencia del paciente. También hay enfermedad que
viene como un castigo para el creyente que no se examina a sí mismo y no confiesa
su pecado (1ª Cor. 11:29-30; Stg. 5:15; Sal. 32). Hay enfermedades que Dios permite para
el crecimiento espiritual de sus hijos, como, por ejemplo, en la experiencia de Pablo (2ª
Cor. 12:7-10), si en verdad se refiere este pasaje bíblico a un problema de naturaleza
física.
Job cayó enfermo a pesar de que según el testimonio divino era «un varón perfecto
y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job 1:8). A través de la historia del
cristianismo ha habido eminentes siervos y siervas de Dios que tuvieron una salud muy
precaria, no obstante su fidelidad a El y su causa. Pero fue, sin duda, en los días
más difíciles, cuando las fuerzas corporales parecían abandonarles por completo, que
conocieron de manera más íntima los caminos del Señor, recibieron el auxilio de su
gracia, y la flaqueza se les tornó en potencia para beneficio de sí mismos y de otras
almas.
Si no aceptamos que toda enfermedad es el efecto directo de un pecado en la vida del
que la sufre, mucho menos podemos admitir la idea de que toda enfermedad es
producida por un demonio que se ha posesionado del cuerpo del enfermo.
Debido a que Jesús «reprendió a la fiebre» que padecía la suegra de Pedro (Le. 4:38-
39), algunos dicen que esta reprensión indica que un demonio —el demonio de la
fiebre— había entrado en el cuerpo de la enferma. Pero no es necesario decir tal
cosa si se recuerda que Cristo reprendió también al viento (Mr. 4:39), y nadie insiste
en que el viento estuviese poseído por un demonio. Aun concediendo que la fiebre de la
suegra de Pedro fuese de carácter demoníaco no debe pasarse por alto que en los
Evangelios y en los Hechos se hace clara distinción entre enfermedades comunes y
enfermedades producidas por demonios (Mt. 8:16; Mr. 1:32; Lc. 4:40-41; Hch. 5:15-16).
Por lo tanto, no toda enfermedad es de origen demoniaco.
Hay quienes aseveran que «el aguijón» de Pablo ( 2ª Cor. 12:7-10) era un demonio
metido en su cuerpo. A base de que la palabra original que se traduce «mensajero» es
ángel, concluyen que se trata de un demonio —un ángel de Satanás—. Por supuesto, el
término no tiene que indicar siempre, literalmente, a un ser angélico, como puede
verse en Apocalipsis 2-3, donde parece referirse a los pastores de las iglesias allí
mencionadas. En el caso presente, «el mensajero» de Satanás es el «aguijón» en el
cuerpo del apóstol, que bien puede interpretarse como la enfermedad misma o
cualquiera que haya sido el mal que le afligía.
Decir que Pablo tenía un demonio es ir demasiado l e j o s en el afán de respaldar
una interpretación caprichosa de las Escrituras. Si se acepta tan peregrino punto de
vista es necesario también admitir que e1 apóstol vivió todo el tiempo poseído por el
demonio, pues según sus mismas palabras Dios no le concedió la liberación, a pesar
de habérsela pedido tres veces (vs. 8-9). ¿Sería posible que Dios utilizara para escribir
partes de su Palabra a un hombre que estaba endemoniado? Una cosa es decir que el
apóstol, como todo creyente en Cristo, era uno de los blancos objetivos de los ataques
de Satanás (Ef. 6:1-10), y otra y distinta afirmar que él se hallaba en sujeción
demoníaca.
Ya hemos notado que la Biblia enseña, además, que Dios mismo puede traer a
nuestro cuerpo la enfermedad; Moisés le advirtió a Israel: «Pero acontecerá, si no
oyeres la voz de Jehová tu Dios, para procurar cumplir todos sus mandamientos...
Jehová te herirá de tisis, de fiebre, de inflamación y de ardor... con tumores, con
sarna y con comezón de que no puedes ser curado» (Dt. 28:15, 22, 27).
Según Éxodo 15:26, Dios envió enfermedad a los egipcios y puede enviarla también
a Israel. Fue el Señor quien azotó con lepra a María la hermana de Moisés (Nm. 13), y
a Uzías, rey de Judá (2º Cr. 26: 16-21). Del niño de David y Betsabé se dice que Jehová
lo hirió, y que habiéndola enfermado gravemente, murió (2º Sam. 12:13-23). David oró
y ayunó por la salud del niño; pero en vano fue todo. Dios no le oyó. Aquella
enfermedad era de muerte, según el justo juicio de Dios. ¡Cuidémonos de no atribuirle
a Satanás las obras del Señor!

La sanidad divina y la ciencia médica


Creemos en la sanidad divina, pero rechazamos los extremos a que se llega por
causa de los que enseñan que el uso de medios naturales para tratar la enfermedad
denota falta de fe. Algunos padres han expuesto a sus hijos a la muerte,
menospreciando el auxilio de la ciencia médica para depender tan sólo de un
posible «milagro».
Hemos dejado establecido en un capítulo anterior que la Biblia no se opone al uso de
medios naturales para combatir la enfermedad. Antes bien los permite, como en el caso
de Ezequías (2º Rey. 20:1-11) y Timoteo (1ª Tim. 5:23).
La teología reformada habla de la gracia común y la gracia eficaz. La primera
tiene que ver con toda la Humanidad; la segunda con los electos. Son manifestaciones
de la gracia común, el sol y la lluvia (Mt. 5:45), las cosechas (Hch. 14:17); en fin,
todas las obras de la providencia divina, la cual se manifiesta en la preservación y el
gobierno de todo lo creado e incluye aun el gobierno civil y sus leyes, como una
institución que Dios ha incluido en su plan para el bienestar del ser humano (Rom. 13).
A base de la enseñanza bíblica sobre la providencia de Dios, podemos decir que la
ciencia médica es otra expresión de la gracia común. Dios ha provisto en la
Naturaleza ciertos elementos medicinales, y le ha dado al hombre la inteligencia
necesaria para que se defienda de las enfermedades.
En su lucha noble por aliviar el dolor humano la ciencia médica ha escrito páginas
verdaderamente heroicas. Que se haya hecho uso a veces de los conocimientos médicos
con fines malévolos no significa que la ciencia en sí sea inmoral, ni que todos los
médicos sean corruptos. Hay muchos médicos que son verdaderos creyentes en Cristo, y
un buen número de ellos se ha dedicado al servicio de las misiones cristianas en varias
partes del mundo. Las clínicas y hospitales evangélicos han contribuido en gran ma-
nera a manifestar el espíritu de servicio cristiano a favor de los que sufren espiritual y
corporalmente.
Nosotros creemos que el Señor puede darnos la salud valiéndose de la ciencia
médica, o prescindiendo de ella, según los sabios designios de su voluntad. No hay
límites para su poder. Sucede muchas veces que cuando el hombre ve agotados todos
sus recursos se revela con mayor esplendor la omnipotencia de Dios. La pobre mujer
que había gastado en médicos todo lo que tenía sin recuperar la salud, halló el remedio
para su mal a los pies de Jesús (Lc. 8:43-44). Para El no había mal incurable.

La sanidad divina y el peligro de la superstición


Se ha dicho, y con sobrada razón, que entre los peores enemigos de una doctrina se
encuentran aquellos que la abrazan y abusan de ella hasta llevarla al ridículo.
También es cierto que hay doctrinas, como la de los predicadores de la «sanidad»,
que se prestan más que otras a dicho abuso.
Hace poco visitamos un pequeño pueblo de Texas, muy cerca de la frontera
mexicana. Al pasar frente a una carpa donde se anunciaban cultos evangelísticos y de
«sanidad», el amigo a quien acompañábamos nos explicó que en ese lugar el predicador
acostumbra a quitarse la camisa, allí mismo en la plataforma, después de predicar, para
luego cortarla en muchos pedazos que distribuye a los que deseen usarlos como medios
curativos en el hogar.
Casos como éste son los que dan lugar a que escritores como el Dr. G. Báez
Camargo, de México, se pregunten si no estamos cayendo en la misma superstición que
hemos denunciado en el catolicismo tradicional. Hablando de la publicidad de ciertas
«campañas de sanidad», dice el Dr. Báez Camargo:
«Y esto sí nos parece bien. Es o no es, claro está, superstición de los católicos. Esto
es piedad, fe, fervor espiritual, y hasta "fundamentalismo" de los protestantes. Y
tenemos derecho a objetar a la superstición católica, pero el curanderismo protestante
es tabú. No debemos tocarlo. Debemos aceptarlo ciento por ciento, sin preguntas ni
reservas ni explicaciones. Si no lo hacemos es que somos "modernistas", o nos falta
fe de la buena. Así pues, en nombre de la verdadera fe tenemos que tragar,
cerrando los ojos y abriendo la boca, cosas como éstas, que hallamos en la revista
oficial The Voice of Healing, de Dallas, Texas:

Si usted no puede acudir al culto de "sanidad divina", pero éste se está


difundiendo por radio, a la hora en que el "evangelista" llama a los
enfermos para ser sanados, no tiene usted que hacer otra cosa que poner
las manos sobre el aparato de radio y... ¡ya está! ¡Usted recibe la
sanidad a larga distancia! O puede usted mandar un pañuelito u otro
pedazo de tela a la dirección que se anuncia en la revista (y que no
copiamos aquí para no hacerle publicidad), para que se la unten con
aceite o se lo bendigan (ni más ni menos que un escapulario o la
estampita de algún santo). Al recibirlo se lo aplica usted en la
postemilla, muela picada o tumor de cáncer y... ¡ya está! ¡Sanado!...

«Y así por el estilo... Ante todo lo cual mantenemos en pie la pregunta: ¿Vamos
simplemente a sustituir una superstición por otra?»7
No hay necesidad de caer en semejantes excesos que tienen todos los visos de
superstición. Basta con escuchar y obedecer lo que en su Palabra escrita Dios nos ha
revelado sobre este asunto de la sanidad divina.
4 CONSIDERACIONES TEOLOGICO-
PRACTICAS
(CONTINUACION)
La sanidad divina y el valor de la vida humana
Hay en las Sagradas Escrituras claras y abundantes enseñanzas que nos orientan
tocante al significado y el valor de nuestra existencia terrenal.
Nos dice la Biblia que el ser humano es creación de Dios. «El nos hizo y no nosotros
a nosotros mismos» (Sal. 100:3). Tener en poco la vida humana es menospreciar al
Creador y su acto de creación.
Dios cuida fielmente de la vida humana. Si El no la apreciara no se interesaría en
sustentarla y protegerla. El Señor Jesucristo dijo: «No os acongojéis por vuestra vida, qué
habéis de comer, o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir
¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?» (Mt. 6:25).
Evidentemente, Jesucristo se refiere aquí, no a la vida en el más allá, ni al cuerpo de
resurrección, sino a la vida y al cuerpo físicos que el cristiano ya posee.
El pensamiento central de las palabras del Maestro parece ser que si el Padre
Celestial ha sido capaz de dar la vida, la cual vale en sí muchísimo más que la comida
y el vestido, ¿cómo no podrá dar también El las cosas que son tan útiles para ella?
«Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro
Padre Celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?» (Mt. 6:26).
Dios es capaz de mover todo un universo para sostener la vida de un solo de los
suyos.
En los tiempos del Antiguo Testamento Dios manifestó su profundo interés en el
bienestar físico del hombre cuando estableció la dieta y las normas higiénicas que los
israelitas debían seguir para ser siempre un pueblo sano y vigoroso (Lev. 11-15).
Contrario al concepto de los gnósticos que veían la materia como la fuente de
todo mal y menospreciaban el cuerpo como la causa del pecado, el cristianismo
genuinamente evangélico no ha sido ascético. La doctrina novotestamentaria tiene en
alta estima el cuerpo del cristiano. Se enseña que este cuerpo se halla incluido en el
plan de redención (Rom. 8:20-30); que está habitado por el Espíritu Santo (1ª Cor.
6:19-20); que puede presentarse como una ofrenda agradable a Dios (Rom. 12:1-2) y
que será transformado a la semejanza del cuerpo glorioso de Cristo (Fil. 3:20-21; 1ª
Cor. 15:35-53).
Por lo tanto, menospreciar o descuidar el cuerpo equivale a menospreciar o descuidar
lo que Dios mismo ha creado y honrado en gran manera. Aquellos cristianos que quizás
en nombre de lo que ellos llaman «fe» son negligentes con respecto a la salud del
cuerpo debieran considerar seriamente los principios bíblicos arriba apuntados.
La misión que Cristo les ha encomendado a los suyos en este mundo reviste
también de especial valor y dignidad a la vida humana. Es el propósito del Maestro
valerse de la existencia terrenal de sus seguidores para el progreso de su Causa en el
mundo. El les ha salvado no sólo para llevarlos al cielo, sino también para que le
sirvan mientras se hallen en la tierra. En su famosa oración sumo sacerdotal Cristo
le dijo a su Padre, refiriéndose a sus discípulos: «No ruego que los quites del mundo,
sino que los guardes del mal» (Jn. 17:15).
El cristiano no es del mundo, en el sentido de que su fuente de vida espiritual y su
destino no se encuentra aquí (Col. 3:1-4). Pertenece a Aquel que le ha creado y
redimido. Pero está en el mundo y su deber y privilegio es servir a sus semejantes
mientras peregrina hacia la patria celestial.
San Pablo dijo: «No estimo mi vida preciosa para mí mismo» (Hch. 20:24). El insigne
apóstol no quería vivir para sí mismo; pero reconocía que su vida valía mucho para el
servicio de Dios y del prójimo. Vivir en primer lugar para otros sería darle a la vida
un valor inmenso (Fil. 1:21-24). Desde este punto de vista el cristiano evangélico tiene
su vida en gran estima y se empeña en preservarla para el bien de sus semejantes y la
gloria de Dios.

La sanidad divina y el problema de la muerte


La enseñanza moderna de la sanidad divina no ha dado respuesta satisfactoria al
problema de la muerte, especialmente en lo que respecta a aquellos cristianos que, no
obstante su gran fe en lo absoluto de la promesa de restauración física, caen
ineludiblemente bajo el golpe certero de la Enemiga implacable.
Un destacado exponente del evangelio de la sanidad admite que Dios no ha prometido
extender indefinidamente nuestra vida terrenal; pero agrega que hay una gran
diferencia entre la manzana que cae prematuramente y la que cae ya madura.
En su libro Jesucristo el Sanador, T. L. Osborn dice que la norma que la Biblia
establece para la muerte de un hijo de Dios es: «y vendrás en la vejez a la sepultura,
como el montón de trigo que se coge a su tiempo» (Job 5:26). Este versículo debe
estudiarse e interpretarse dentro de su contexto inmediato para averiguar si es Dios
quien habla, o si todo lo que está haciendo el escritor sagrado es registrar fielmente,
bajo el impulso del Espíritu Santo, las palabras de un hombre. Luego hay que
examinar el texto a la luz de todas las Escrituras.
Por supuesto, la Biblia y la experiencia nos indican que no se puede probar que el
deseo de Dios sea que todos los cristianos vivan hasta la vejez. Muchos de los cristianos
más espirituales han muerto en plena juventud. Aun predicadores de la sanidad divina
no han podido llegar a la edad senil.
Además, ¿podemos acaso nosotros saber con certeza cuándo es que la manzana de
nuestra existencia terrenal ha llegado al punto en que el Creador ha decidido cortarla?
¿No es cierto que si tuviésemos tal conocimiento aun la predicación moderna de la
sanidad divina no podría ayudarnos, puesto que todos tenemos que admitir que nada
puede hacerse cuando le llega a la manzana el día de su caída?
¿Qué sabemos nosotros de los designios del Eterno en cuanto a los límites de la vida
humana? ¿No debe guiarnos esta incertidumbre a reconocer la necesidad de someternos
humildemente a la voluntad divina cuando oramos por nuestra salud o por la de
otros?
Pero se nos dice que si en verdad quisiéramos someternos a la voluntad de Dios
no trataríamos de curarnos acudiendo a médicos y tomando medicinas. Este
argumento sería válido si las Escrituras prohibiesen el uso de medios humanos para
obtener la salud. Hemos demostrado ya que no existe tal prohibición en la Biblia.
Aun si tuviésemos conocimiento anticipado del día de nuestra muerte, no tendría va-
lor el argumento, porque no hay Escritura que nos autorice a descuidar, en ningún
tiempo, nuestro cuerpo, el cual es templo del Espíritu Santo. Someterse a la voluntad
de Dios no significa asumir una actitud pasiva y culpable tocante a la salud física.
El concepto bíblico que el cristiano evangélico tiene en cuanto a la vida sirve
también para determinar su actitud frente a la muerte. Todo lo dicho anteriormente
basta para afirmar que el creyente, instruido como se debe en las Escrituras, no es un
asceta, ni mucho menos un masoquista, o un suicida en potencia. Su instinto de
preservación no está embotado. La doctrina del Evangelio aguza la inteligencia
fortalece la voluntad, lo que resulta en una actitud sana ante la vida en todos sus
aspectos, incluyendo lo que se relaciona con la salud física.
El cristiano evangélico que conoce lo que su Biblia enseña no adopta una actitud
indolente o fatalista frente a la enfermedad y la muerte. Antes bien, echa maño de
recursos espirituales y materiales y las combate con denuedo. Sabe que Dios ha
puesto a su alcance estos recursos y se los apropia con la mirada puesta en el
Invisible. De ahí que no se oponga al uso de servicios médicos, ni se resista a
ingresar en centros de salud. Considera, además, que parte de la tarea misionera de la
Iglesia es contribuir a resolver el problema de la enfermedad usando medios que la
ciencia moderna ha hecho disponibles, Las clínicas y hospitales evangélicos dan
testimonio de esta convicción cristiana.
El cristiano evangélico no «muere porque no muere». Lejos de eso, vive, y vive en
plenitud hasta que muere. Pablo dijo que «el morir es ganancia», y en verdad lo es si se
le compara con el vivir en un mundo donde reina el dolor y el pecado, y si se toma en
cuenta Jo que le espera al creyente en su hogar celestial. Pero el apóstol dijo también
que le era necesario quedarse en el mundo para proseguir la obra que su Maestro le
había encomendado. Cuando afirmó que morir en Cristo es mucho mejor, no lo hizo como
un hombre frustrado, derrotado por la vida. El estaba listo a seguir viviendo para el
bien de sus semejantes, y en verdad vivió gozosa y triunfalmente hasta la hora de
su partida al más allá (Fil. 1:21-26; 2ª Tim. 4).
El cristianismo evangélico no es simplemente una vía de escape de los males de este
mundo. El discípulo de Cristo es consciente de haber sido llamado no tan sólo a
gozar de un paraíso en la eternidad, sino también a ejercer su fe para vivir una vida
de servicio, y si fuere necesario de sacrificio, aquí en la tierra. El cristianismo
evangélico no es una búsqueda de la muerte como la respuesta a los problemas de la
existencia humana. Es más bien el anhelo por una vida de plenitud que comienza a
disfrutarse en este mundo.
Por otra parte, el cristiano evangélico no se cree el autor y señor de su propia vida.
Acepta la soberanía de Dios y espera que la voluntad de Dios se cumpla, ya sea para
vida o para muerte. No hay aquí lugar para un provocar imprudente de la muerte, ni
tampoco para tratar insensatamente de huir de ella cuando la hora solemne de la
partida ha llegado. El cristiano evangélico puede vivir en paz y morir en paz, porque
para él la voluntad de Dios es siempre agradable y perfecta. De El viene la gracia
necesaria para aceptar sus dictados soberanos (2ª Cor. 12:9).
El concepto que el cristiano evangélico tiene de la muerte es muy diferente del que
prevalece en la mente del irredento. Enseña la Sagrada Escritura que Cristo ha
vencido ya al que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo (Heb. 2:14).
Resucitando al tercer día con poder y gloria, el Hijo de Dios le arrebató a la muerte su
aguijón de terror y desesperanza. La muerte está ya derrotada, aunque no destruida.
Sin embargo, la resurrección de Cristo es garantía del triunfo definitivo sobre la gran
Enemiga, y prenda segura de una resurrección bienaventurada para todos los que en El
creen.
El Señor de la vida y la muerte ha librado a los suyos del poder de aquel que por
temor a la muerte los tenía sujetos a vergonzosa servidumbre (Heb. 2: 15). En
consecuencia, la actitud del cristiano frente a la muerte se ha cambiado.
Instintivamente le teme todavía, pues en él no ha dejado de existir esa tendencia
poderosa e innata de la autoconservación. Pero a la luz de la revelación divina ve en la
muerte tan sólo un punto de partida —el soltar de las amarras del barco para surcar el
piélago eterno— (Fil. 1:23); el abandonar del tabernáculo terrestre (2ª P. 1:12); su
éxodo —el salir del valle de sombras de este mundo para entrar de inmediato en la luz
celestial— (2ª P. 1:15); un dormir reposado y sereno en los brazos del Señor Jesús —
dormirse entre los hombres y despertar al instante entre los ángeles, en la presencia de
Dios— (1ª Tes. 4:13-15); el estar con Cristo, lo cual es mucho mejor (Fil. 1:23). Tal es
el significado de la muerte para los que han depositado su confianza en El.
A la hora de la muerte es más consoladora la doctrina bíblica de la sanidad divina
que la de aquellos que afirman que Dios siempre da la salud en respuesta a la fe. Los
que así enseñan tienen que reconocer su derrota en el servicio fúnebre de las personas
por quienes han orado, y quienes no obstante su fe en la «promesa de sanidad» partieron
de este mundo, víctimas de la enfermedad. En cambio, el pastor que cree en la
supremacía de la voluntad de Dios puede presentar con toda libertad el mensaje del
Cristo victorioso aun en el hogar que llora la muerte de un ser querido. Es motivo de
gran consuelo saber que el Padre Celestial siempre hace lo que es mejor para sus
hijos.

La sanidad divina y la proclama evangélica


Creemos en la sanidad divina, pero no en la idea de que debemos ser
predicadores de «sanidades» para ofrecer el Evangelio «completo».
El contenido del Evangelio se describe en pasajes como el de I Corintios 15:3-
4, donde leemos: «Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue
sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras.» Aquí no se
mencionan las «sanidades».
Si examinamos el mensaje predicado por Cristo en Palestina, descubrimos
que El no anduvo anunciando «sanidades» como su tema dominante. La Palabra,
y no la «señal», ocupaba el lugar supremo en su ministerio. Debido a la
incredulidad de la gente de su tiempo exclamó: «aunque no me creáis a mí,
creed a las obras» (Jn. 10:38). Es obvio que El prefería que creyesen su
Palabra, aun aparte de las obras. A los escribas y fariseos los reprendió dura-
mente diciéndoles: «La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal
no le será dada, sino la señal del profeta Jonás» (Mt. 12:39). Esta era una
señal de arrepentimiento. A Tomás le dijo: «Porque me has visto, Tomás,
creíste: bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn. 20:39). Cristo no
tenía como su objetivo el celebrar «campañas de sanidad». Tampoco hizo
milagros con fines publicitarios.
Los apóstoles no andaban predicando «sanidades». Los milagros venían
espontáneamente como confirmación del mensaje, pero no eran el mensaje. Lo
que ellos anunciaban era, en esencia, la muerte, resurrección, ascensión y segunda
venida de Cristo, y la necesidad de creer en El para recibir la salvación.
Si el énfasis de nuestro mensaje es la salud corporal hay el peligro
de que los oyentes piensen que el Evangelio es solamente una más
de las muchas ofertas de curaciones milagrosas que circulan por
el mundo.

Los sajorines o brujos de nuestros pueblos autóctonos han sido


tradicionalmente curanderos que usan ciertos elementos medicinales en relación
con ceremonias religiosas que ahora se caracterizan por el sincretismo católico-
indígena.
Los espiritistas y los del grupo llamado de la Ciencia Cristiana (que según ha
dicho alguien «ni es ciencia ni es cristiana») ofrecen salud para el cuerpo. Lo
mismo hacen los fabricantes de drogas o medicinas. Básicamente la oferta es la
misma: salud física.
En la Iglesia Católica Romana hay una larga tradición de curaciones
milagrosas efectuadas por la intercesión de almas devotas que ahora forman parte
del santoral católico y disfrutan el honor de los altares. Para la canonización es
indispensable que el candidato a santo haya hecho algunos milagros. Aun el día
de hoy es posible ir en busca de un milagro a Lourdes, Tepeyac, Esquipulas y
muchos otros lugares de peregrinación.
Hace algunos años un médico de renombre publicó un libro para demostrar la
autenticidad de ciertos milagros realizados en Lourdes.
Varios periódicos norteamericanos publicaron la fotografía de una señora que dijo
haberse curado de la parálisis por el solo hecho de haber presenciado en televisión
la visita del Papa Paulo VI a Nueva York.
A ochenta kilómetros de Roma hay un pueblecito llamado Cancelli, donde una familia
que lleva este mismo nombre tiene la fama de hacer curaciones milagrosas. Se dice
que un Cancelli curó al Papa Pío IX, quien gobernó a la Iglesia Católica de 1846 a
1878. Muchas personas acuden al villorrio en busca de salud. «Para ello no tienen más
que tener fe en Dios, rezar un padrenuestro y un avemaría y dejar que uno de los
Cancelli musite por lo bajo una oración, haciendo la señal de la cruz e invocando el
nombre de Dios y de San Pablo.»8
Desde México fue presentada por televisión, en 1972, una niña católico-romana
quien asegura que en respuesta a sus oraciones una persona resucitó y muchas se han
sanado.
Los ejemplos de milagros que según se informa han ocurrido en el seno de la
Iglesia Católica Romana podrían multiplicarse. La Basílica de Guadalupe en la ciudad
de México tiene paredes completamente cubiertas con «testimonios de gratitud» de
muchas personas que afirman haber sido curadas milagrosamente por la Virgen.
Si tales curaciones se realizan en otras esferas, religiosas o no religiosas, no debe
sorprendernos qué sucedan milagros en círculos evangélicos. Después de todo, si
creemos en la sanidad divina, a la manera bíblica, no podemos negar que al
presente hay entre nosotros, los evangélicos, casos auténticos de curación por la sola fe.
Pero tratándose de las «campañas de sanidad» éste no es la única posibilidad. No
debemos pasar por alto el caso de enfermos que testifican haber sido sanados, pero
cuyas dolencias eran de tipo psicosomático, y pudieron sentir cierto alivio, o bienestar
completo, en un ambiente de intensa emoción. Las «campañas de fe» son muy propicias
para este tipo de «cura milagrosa».
Ha habido también cojos o paralíticos que en el momento de la «oración por los
enfermos» se sintieron liberados de su mal y aun fueron capaces de andar. Pero pasada
aquella experiencia electrizante quedaron otra vez postrados, física y espiritualmente.
En una ciudad centroamericana el periódico local publicó el caso de un cojo que,
bajo la influencia de la voz autoritaria del predicador, se sintió sano y tiró sus
muletas. Pero después de la reunión ya no pudo andar, y para colmo de su desdicha
no encontró sus muletas. ¡Se las habían robado!
Todo el mundo sabe que también es posible lograr ciertas curaciones por medio de la
sugestión o el hipnotismo. En el siglo XVIII Franz Antón Mesmer hizo maravillas con
este método. Por medio de la sugestión fortificaba en los enfermos la voluntad de
curarse. Por supuesto, Mesmer se daba cuenta de que su método era eficaz solamente en
los casos de desórdenes de las funciones nerviosas. Se dice que «el secreto fundamental
de su éxito residía principalmente en su dominante personalidad».9 La ciencia de
aquellos tiempos condenó el mesmerismo como la obra de un charlatán; pero, a más de un
siglo de la muerte de Mesmer, se le ha vindicado reconociendo qué él fue un pionero
en el tratamiento científico de las enfermedades mentales.
Al estudiar las causas de curaciones milagrosas en el mundo de hoy debe también
tomarse muy en cuenta la posibilidad de intervención satánica.
Las Escrituras enseñan que Satanás es el Gran Falsificador. Siempre está él
procurando imitar la obra de Dios, como en el caso de los magos egipcios que fueron
capaces de reproducir la primera señal de Moisés y Aarón (Ex. 7:8-13).
El Señor Jesucristo dice que «muchos» harán «muchos milagros» en nombre de El, a
pesar de que no son verdaderamente sus discípulos, sino «obradores de maldad» (Mt.
7:21-23). De modo que realizar milagros no es suficiente prueba de que se pertenece a
Cristo.
Con referencia a los últimos tiempos dijo el Señor: «Porque se levantarán falsos
Cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que
engañarán, si fuera posible, aun a los escogidos» (Mt. 24:24).
El Anticristo se manifestará «con gran poder y señales, y prodigios mentirosos» (II
Tes. 2:9). Su oratoria apasionante y sus tremendos milagros cautivarán a las multitudes
(Apoc. 13:1-10). La otra Bestia, que actuará como el vocero de la primera, también
hará «grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra
delante de los hombres» (Apoc. 13:13). Lo que los profetas de Baal, en días del profeta
Elías, no pudieron hacer, lo logrará Satanás por medio de sus agentes en el mundo del
futuro. Es el «dragón» (Satanás) quien dará poder a la Bestia (Apoc. 13:4, 12).
Es notable el gran interés que se ha despertado por las ciencias ocultas durante la
última década en el mundo occidental. La adivinación, la hechicería, y aun la
adoración de Satanás, se hallan en boga en los Estados Unidos de Norteamérica. Las
casas publicadoras de horóscopos y libros de magia están haciendo su agosto. Hace
poco se celebró un congreso de brujas en Europa. Miles y miles de personas están
invocando a los muertos en sesiones espiritistas. Prácticas ocultistas que antes
considerábamos como peculiaridades de regiones culturalmente atrasadas, ahora
forman parte importante del credo y la vida de universitarios y profesionales que
habitan lujosos apartamentos en ciudades ultramodernas. La fiebre del ocultismo se ha
vuelto muy contagiosa. La tecnópolis se va convirtiendo más y más en satanópolis. El
camino parece estar allanándose para el gran clímax: la venida del Anticristo, quien
será la encarnación de Satanás mismo y se sentará «en el templo de Dios como Dios,
haciéndose pasar por Dios» (2ª Tes. 2:4).
Vivimos en tiempos muy peligrosos. Debemos estar vigilantes en la oración y el
estudio de la Palabra a fin de no ser engañados por la astucia del enemigo (2ª Cor.
11:3, 13-15).
La línea divisoria entre cierto tipo de protestantismo latinoamericano y el espiritismo
parece ser ya muy tenue. Hay iglesias donde se habla más de los demonios que de Cristo.
La demonología se ha vuelto una obsesión, con menoscabo de la Cristología.

Debemos pedirle al Señor sabiduría a fin de discernir los espíritus, y


no atribuirle al Espíritu Santo las obras de Satanás, ni a Satanás las
obras del Espíritu (Mt. 12:22-37).

Los ejemplos aquí citados son más que suficientes para demostrar que no solamente
en el cristianismo evangélico se efectúan milagros. Por lo tanto, si nos dedicamos a
predicar un «evangelio de salud física» estaremos ofreciendo tan sólo lo que muchos
otros ofrecen. Si quitamos de la predicación el énfasis en la redención integral del
hombre para ponerlo en la salud del cuerpo perderá nuestro mensaje su carácter
singular, único, exclusivo.
Si el evangélico logra algunos milagros, también los consigue el zajorín, el
espiritista, el de la Ciencia Cristiana, el hindú, el «falso profeta», aunque el poder no es
el mismo. Pero ante los ojos del que anda únicamente en busca del «milagro» no hay
diferencia.
Para nosotros el Evangelio de Cristo es mucho más, infinitamente más, que la salud
física. Es vida abundante y eterna. En esto consiste también su distintivo. Ninguna
religión de este mundo puede proveer la salvación que Cristo ofrece.
El apóstol Pablo dijo: «Porque los judíos piden señales, y los griegos sabiduría; pero
nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero y para
los gentiles locura» (1ª Cor. 1:22-23). El apóstol hubiera sido quizá más popular como
taumaturgo (obrador de milagros) que como maestro; pero prefirió ser fiel a su
vocación celestial anunciando el Evangelio como el Señor se lo había revelado, y no
evitar el escándalo de la cruz.

La sanidad divina y la espiritualidad cristiana


Creemos en la sanidad divina, pero no admitimos la idea de que solamente los que
creen «el evangelio de sanidad» son espirituales, y todos los demás, carnales, por el
solo hecho de no creerlo como aquellos lo creen.
La iglesia de Corinto le daba gran importancia a los dones espectaculares. Sin
embargo, era una de las congregaciones más carnales de los tiempos apostólicos. Esto
parece indicar que, contrario a la opinión de algunos hermanos, el énfasis en los
milagros no siempre se halla en proporción directa con un alto grado de espiritualidad en
la iglesia, o en el individuo creyente.
Es posible ser espiritual sin predicar la «sanidad divina», y es posible ser carnal aun
cuando se crea en las sanidades y se haga hincapié en ellas. Las iglesias que tenían
un nivel espiritual más elevado que el de la congregación corintia no parecen haberles
dado tanto énfasis a los dones de sanidades. Los elogios de Pablo para los creyentes de
Filipos y Tesalónica no tienen que ver con el ejercicio de dones espectaculares.
Forman legión los cristianos que tienen una vida espiritual vigorosa y fecunda, no
obstante su desacuerdo con la enseñanza moderna de la sanidad divina. Algunos de
ellos han sido instrumentos en las manos de Dios para la salvación de miles de almas.
Existe el peligro de que nos llenemos de orgullo por haber obtenido la curación de
uno o varios enfermos en respuesta a nuestras oraciones. Hace algún tiempo, un
predicador de «sanidades» nos relataba los portentos que había visto en su ministerio,
para preguntarnos después: «¿Dónde están las grandes cosas que ustedes han hecho?»
Dejamos a los lectores la tarea de calificar la actitud de este hermano para quien,
según pudimos ver, no tienen valor los millares de almas que han encontrado a Cristo
como resultado de los esfuerzos y sacrificios de aquellos hermanos que sembraron con
lágrimas la divina simiente del Evangelio.
El fruto del Espíritu es también mansedumbre y humildad. El creyente
verdaderamente espiritual es manso y humilde de corazón. No se ensoberbece por sus
triunfos espirituales. Antes bien, la hora de la victoria es para él su hora de mayor
humildad.
No cabe duda de que el movimiento moderno de la sanidad divina puede llevarnos,
consciente o inconscientemente, al orgullo nacido de la creencia de que se posee el
monopolio de la verdad y que todos los que no predican «sanidades» son almas
miserables, ignorantes e incrédulas, que no han logrado ascender del nivel de la
materia al plano superior de la fe que desafía demonios, que exige a Dios la curación
instantánea de toda dolencia física, y que es obedecida pronto y humildemente por el
Creador de todos los universos. Esta es la fe que tiene a Dios por el simple ejecutor de
los deseos y las órdenes (y aun los caprichos) del que ora.
La oración de Cristo en Getsemaní no parece tener lugar en el sistema teológico de la
moderna «sanidad divina». De este sistema se deduce que Cristo debió haber orado
como sigue: «Te demando, Padre, que pase de mí esta copa. Yo sé que la harás pasar
como yo quiero, porque te lo pido en tu Nombre y Tú estás dispuesto a honrar mi
oración.» Gracias a El que no oró así. Su plegaria fue: «Padre, si quieres, pasa de
mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc. 22:42). Y, debido a la
sumisión de Cristo, nuestra redención fue consumada.
CONCLUSION
1. La Palabra de Dios y no la experiencia humana debe ser el fundamento de
nuestras convicciones espirituales. Aunque la experiencia es muy importante, tiene
que supeditarse a lo que Dios ha dicho en su revelación escrita. Que algunos
cristianos hayan sido milagrosamente librados de sus dolencias corporales no significa
necesariamente que así lo serán todos los creyentes en Cristo en toda circunstancia.
Si las Escrituras no prometen una curación sobrenatural para todas las enfermedades
no hay por qué insistir que todo hijo de Dios espera curarse tan sólo por medio de un
milagro. La Biblia es nuestra norma suprema de fe. A ella debemos atenernos. En ella
debemos confiar. La experiencia humana es como arena movediza en la que no hemos
de buscar el apoyo para nuestra fe y esperanza.
2. La enfermedad es parte del angustioso problema del mal que sufre nuestro
universo. En su decreto soberano Dios permitió que la enfermedad hiciese presa de la
Humanidad como un efecto del pecado. Pero El también ha prometido que viene un
día cuando todo sufrimiento cesará para el hombre. No habrá entonces más dolor ni
llanto, y aun el imperio de muerte llegará a su fin (Apoc. 21:4).
Es evidente que no ha venido aún ese día por el cual suspiran al unísono todas las
criaturas de esta tierra estigmatizada por el pecado (Rom. 8:19-25). La enfermedad y la
muerte siguen y seguirán por tiempo indeterminado cosechando muchas víctimas. No
hay promesa bíblica de que la Humanidad será librada de estos azotes antes del regreso
del Señor a establecer una «tierra nueva» purificada de todo mal. Por lo tanto, es
incorrecto generalizar la oferta de la sanidad divina, aun en el caso de los
creyentes en Cristo. Todavía estamos expuestos a caer enfermos y morir, a pesar de
que anhelamos no cruzar las aguas oscuras y tempestuosas de la muerte, sino ser
transformados por Cristo en nuestro tabernáculo terrestre y ser trasladados por El al
hogar celestial (1ª Cor. 15:51-54; 2ª Cor. 5:1-9; 1ª Tes. 4:13-18).
3. En el plano individual hay diversas causas para las dolencias físicas.
Según las Escrituras no toda enfermedad es producto directo de un pecado
particular en la vida del que sufre quebrantos de salud. Tampoco se debe toda
enfermedad a la presencia de un demonio en el cuerpo del enfermo.
La Biblia establece diferencia entre las enfermedades comunes y la posesión
demoníaca (Lc. 4:40-41; Hch. 5:16), y asegura que el Espíritu que mora en el creyente es
más poderoso que el que está en el mundo (1ª Jn. 4:4). De donde es posible deducir que
Satanás puede atacar al creyente en Cristo con alguna enfermedad, pero no
posesionarse de él como sucede con los endemoniados que se mencionan en el Nuevo
Testamento. Satanás es capaz de causar muchos males en el cuerpo humano, pero no lo
hace sin el permiso del Altísimo (Job 1-2). Hemos visto, además, casos bíblicos en que
la enfermedad fue el resultado de la acción directa de Dios (por ej., Nm. 12; 2º Sam.
12:15; 2ª Cor. 26:16-21).
4. Los propósitos de Dios al permitir la enfermedad son también diversos. El
se vale a veces de una dolencia corporal para el crecimiento espiritual de sus hijos.
David fue movido al arrepentimiento en medio de atroces sufrimientos físicos y
morales
(2º Sam. 12; Sal. 32). A través de muchos dolores Job conoció más de cerca a su Dios
(Job 42:5; Stg. 5:11). Y el apóstol Pablo, debido a la espina que sufría en la carne, se
mantuvo humilde no obstante las grandes y gloriosas revelaciones que había recibido
del Señor (2ª Cor. 12:1-10).
Hay en la experiencia cristiana una disciplina de la dificultad que es muy necesaria
para el fortalecimiento de nuestra fe. Los sufrimientos corporales pueden ser parte de
esta disciplina. Hay en la vida espiritual lecciones que aparentemente es posible
aprenderlas solamente cuando somos sometidos al crisol de la prueba (1ª P. 1:3-9;
4:12-13).
El lecho de enfermo es uno de los mejores lugares para aprender mucho tocante al
Señor y sus grandes propósitos que El desea realizar en nuestra vida.
En verdad hay bendiciones que podemos recibir solamente en medio de tiempos
difíciles. Siendo prisionero en Roma, Pablo escribió: «Las cosas que me han sucedido,
han redundado más en provecho del Evangelio» (Fil. 1:12). Confiando en su Señor y
Maestro, el insigne apóstol había sido victorioso en la dificultad; es más, se había
aprovechado de ella para bendición de sí mismo y de los que le rodeaban. Su sufrimiento
había resultado en gloria para el Evangelio. Tal es la actitud que a nosotros también
nos es dado asumir frente al problema de la enfermedad. Es posible llegar a ver en las
dolencias físicas un medio de bendición espiritual.
5. Dios es nuestro Sanador. Si disfrutamos de buena salud se la debemos a El,
quien cuando así le place nos libra de caer enfermos o nos restaura físicamente
haciendo uso de medios naturales o prescindiendo de ellos. El puede vencer los males de
nuestro cuerpo por medio de médicos y medicinas, o sanarnos por la intervención directa
de su omnipotencia, aparte de todo recurso de orden natural. De una u otra manera El
es nuestro Sanador, nuestro Médico Di vino, y a El debemos darle gloria y alabanza
por la salud que nos permita disfrutar.
6. En la Biblia hay ejemplos de intercesión por los enfermos. Sus páginas dan
promesas de bendición para el cristiano que se dedica a creer en Dios de todo
corazón. A los que se hallan en el lecho del dolor se les dice que llamen a los
ancianos de la iglesia para buscar el auxilio divino por medio de la oración (Stg.
5:14-15). Esta es una práctica que parece ir desapareciendo en no pocas
comunidades cristianas. En muchas de nuestras congregaciones no se ora de-
bidamente por los enfermos. Nuestras oraciones suenan rutinarias, carentes de
convicción y fe, como si no esperásemos realmente una respuesta del Señor.
7. Orar en sujeción a la voluntad divina no significa asumir una actitud pesimista
que espera solamente respuestas negativas de parte de Dios. El Señor Jesucristo no nos
lleva al fatalismo en nuestra vida de oración. El nos enseña a decir: «Padre
nuestro.» El Dios a quien adoramos no es una fuerza impersonal que se imponga
caprichosamente en nuestra
vida. El es el Dios personal, el Padre amante y misericordioso que se interesa
profundamente en los detalles, al parecer, más insignificantes de nuestra existencia
y determina siempre para nosotros lo mejor.
Debemos, pues, orar a Dios con fe y aceptar humildemente, pero también con gozo y
gratitud, el cumplimiento en nuestra propia vida de sus sabios designios.
En algunos casos El nos guiará a usar ciertos medios naturales para devolvernos la
salud; en otros, un milagro puede ser la respuesta; y en otros, El nos dirá que no es para
nosotros tiempo de estar sanos, pero que su gracia habrá de bastarnos, porque en la
debilidad su poder se perfecciona (2ª Cor. 12:7-10).
INDICE DE TEXTOS BIBLICOS

Éxodo Mateo
4:1-9 ........................ 49 5:45 ....................... 54
7:8-13 .................... 70 6:9-10 .................... 35
15:26 ........ 15-17. 43, 54 6:25-26 ................ 60
Levítico 7:21-23 ................ 70
4:40-41 ................. 76 8:16, 17 ........... 24, 53
11-15 ..................... 60 10:1-8 .......... 25-26, 27
Deuteronomio 10:29-31 ................. 44
28:15-68 ............ 16, 54 12:22-37 ................ 71
Números 12:38 ................... 27
12:1-6 ................ 17, 76 12:39 ................... 66
13 ............................ 54 24:24 ................... 70
Rut 28:18-20 ........... 26, 28
3:3 ................................ 39 Marcos
I Samuel 1:32 ............................ 53
28:7 ............................ 21 1:40-42 ................ 47
II Samuel 4:39 ............................ 52
12:13-23 ....... 17, 54, 76 6:13 ....................... 39
II Reyes 9-23 ...................... 33-34
1:2 ............................ 21 16:9-20 .......... 26-27, 30
20:1-11 ........... 17-20, 54 16:17-18 ............ 26-31
I Crónicas Lucas
10:14 .................... 21 4:18-19 ................. 49
II Crónicas 4:38-39 ..................... 52
16:12-13 ................. 20-22 4:40-41 ................. 53
26:16-21 ............. 54, 76 8:43-44 ................. 55
Job 10:30-37 ................. 39
1-2 .............................. 76 22:42 .................... 74
1:8 ...................... 16, 52 24:46-47 ................. 28
5:26 .......................... 62 Juan
42:5 .......................... 77 3:2 ........................ 27
Salmos 4:43-54 ..................... 19
32 .................. 51, 52, 76 5:3 ............................. 47
78:18 ...................... 44 9 .......................... 21
100:3 ...................... 59 9:1-3 ................ 16, 51
103:1-5 ........ 17, 43, 46 9:2 ............................ 23
Isaías 9:6 ........................ 18
35 ................................... 49 10:38 ..................... 65
53:4-5 22-25 11:1-6 ..................... 47
16:23-24 ................ 34-35
17:15 ..................... 61
20:39 .......................... 67
Hechos Colosenses
2:22-24 ................ 27 3:1-4 .................... 61
5:14-16 ....... 51. 53,76 4:14 ....................... 19
9:36-42 ................. 47 I Tesalonicenses
13:6-11 ................. 29 1:9 ....................... 44
14:17 .................... 54 4:13-15 ........... 65, 76
20:24......................... 61 II Tesalonicenses
Romanos 2:4 ....................... 71
8:19-25 ..................... 75 2:9 ....................... 70
8:23 ............................ 23 I Timoteo
8:20-30 ..................... 60 5:23 ........... 16, 19, 30, 54
12:1-2 ................ 37,60 II Timoteo
12:6-8 .................... 50 1:5 ....................... 19
13 ........................... 55 4 ......................... 64
I Corintios 4:20 ....................... 48
1:20-25 ..................... 28 Hebreos
1:22 ......... 27, 38, 49,72 2:3-4 ....................... 28, 50
6:15-20 ................. 51 2:14-15 ........... 23, 65
6:19-20 ................ 60 13:8 ................. 35-37
11:29-30 ............ 40,52 Santiago
12:11 ..................... 50 1:17 ....................... 43
12:29-31 ................. 50 4:3 ....................... 35
14:1 ........................ 50 5:11 ...................... 35, 77
14:22 .................... 28 5:14-15 .. 16, 37-41, 46,
15:3-4 .............. 27, 30, 66 52, 78
15:35-53 ..................... 60 I Pedro
15:51-53 ............ 24,76 1:3-9 ............................ 77
II Corintios 2:24 ........................... 24
5:1-9 ..................... 76 4:10-11 ................ 50
11:3, 13-15 .......... 71 4:12-13 ................ 77
12:7-10 ... 30, 48, 52,53, II Pedro
65, 77, 78 1:12 ....................... 65
Efesfos 1:15 ....................... 65
4:11 ....................... 50 I Juan
6:1-10 .................... 53 4:4 ....................... 76
Filipenses 5:14 ............................ 35
1:12 ........................ 77 Apocalipsis
1:21-26 ....... 61, 64,65 2-3 ........................ 53
1:23 ............................. 65 13:1-10, 13 .......... 70
2:25-30 ............... 16. 30 21:4 ....................... 75
3:20-21 ................ 24. 60
la Biblia y la sanidad divina
Un concienzudo, detallado y claro estudio de la sanidad divina a la luz de las Sagradas
Escrituras.
¿Qué dice la Biblia sobre el tema?
¿Qué tiene que ver la «experiencia» con lo que dice Dios en su Palabra?
¿Qué relación hay entre la sanidad divina y la soberanía de Dios, la oración por los
enfermos, las causas de la enfermedad, la ciencia médica, el problema de la muerte,
etc.?

• Entre ellas, Caminos de Renovación (Barcelona: Publicaciones Portavoz Evangélico, 1975).

1. C. F. Keil y F. Delitzsch, Biblical Commentary on the Old Testament. The Book of the Chronicles, p. 370
2. Luis A. Seggiaro, La Medicina y la Biblia (Buenos Aires: Certeza), p. 33.
3. Lewis S. Chafer, Teología sistemática (Kissimmee, Florida: Publicaciones Españolas).
4. Everett F. Harríson (ed.), El comentario bíblico Moody, Nuevo Testamento (Chicago: Editorial Moody), p. 482.
5. William W. Orr, Dios ¿sana en el día de hoy? (El Paso: Casa Bautista de Publicaciones), p. 25.
6. R. V. G. Tasker, La Epístola general de Santiago, Tyndale New Testament Commentary (Grand Rapids:
Eerdmans, 1956), p. 133.
7. Amanecer (México, 31 de diciembre 1956).
8. Revista Hablemos (Nueva York, 5 de septiembre 1971).
9. Stefan Zweig, «Mesmer, hipnotizador de leyenda», Selecciones del Reader's Digest, junio 1955.

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