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¿TOLERANCIA DE LA SEXUALIDAD EN LA EDAD MODERNA. UNA


REFLEXIÓN SOBRE EL ANACRONISMO EN LA HISTORIA CULTURAL?
por Francisco Vázquez García (Universidad de Cádiz)
(Córdoba, 28 de noviembre de 2016)
Introducción

La historia de la sexualidad, como la demografía histórica, la historia económica


o la historia ambiental, es una subdisciplina que ha alcanzado un alto grado de
especialización y profesionalización en el transcurso de sus más de cuarenta años de
existencia. Posee sus propias asociaciones, revistas especializadas, colecciones
editoriales y centros de investigación. A lo largo de ese periplo ha dado lugar a un
universo de estudiosos que comparte todo un suelo de perspectivas metodológicas,
disciplinas de referencia (antropología, sociología, derecho, psicoanálisis, demografía,
ciencias políticas) controversias y alternativas conceptuales. Hoy no es posible trabajar
en este campo de la historia de la sexualidad sin estar familiarizados con ese espacio y
es precisamente esa frecuentación la que distingue, como en otras especialidades
historiográficas, al aficionado del investigador profesional.
Pues bien, desde ese trasfondo consolidado aunque heterogéneo que constituye
hoy la historia de la sexualidad formulo la hipótesis que quiero defender. Entiendo que
las transformaciones que tuvieron lugar en la moral sexual europea entre el final de la
Edad Media y las reformas protestante y católica deben y pueden comprenderse sin
recurrir a los conceptos de “tolerancia” y “sexualidad”. La narración de esa historia
estructurándola a partir de semejantes conceptos corre el peligro de incurrir en el
anacronismo. No obstante, desde las primeras síntesis que se publicaron en las décadas
de los 60 y los 70 (Taylor 1953; Marcus 1964; Van Hussel 1968; Solé 1976; Tannahill
1980) sobre historia de la sexualidad, era habitual el relato vertebrado a partir de esas
nociones. El tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, con el nuevo rigorismo
impuesto por las Reforma y la Contrarreforma, se presentaba como el paso de una era
de notable libertad y licencia sexual a un periodo de represión e intolerancia.
Tres ejemplos, referidos a tres procesos diferentes en ese periodo de transición
han sido objeto de trabajos clásicos, publicados a partir de los años setenta, que plantean
–con cronologías no siempre coincidentes, el relato como el paso de la tolerancia a la
represión.
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a) La homosexualidad, desde la relativa tolerancia de las subculturas “gays” en


las ciudades bajomedievales de la Cristiandad hasta la creciente persecución penal y
eclesiástica de los primeros siglos modernos (Boswell 1980)
b) La prostitución, con el tránsito de las mancebías reguladas y toleradas por las
autoridades desde el final de Medioevo, hasta su creciente supresión a medida que se
avanza en la edad moderna, primero en los países protestantes y más tarde en los
católicos, implantando en su lugar una política punitiva, de encierro correccional (Otis
1985; Rossiaud 1988; Schuster 1992; Karras 1996).
c) El sexo prematrimonial, pasando de la tolerancia del matrimonio de ensayo y
de otras formas de “sexualidad de espera” entre el final de la Edad Media y el siglo
XVI, a la represión en aumento con el advenimiento de las reformas religiosas, tanto
católica como protestante. El corolario de este proceso sería la canalización de la
energía sexual en otras direcciones no procreativas como la sodomía o la masturbación
(Flandrin 1975; Shorter 1975; Stone 1977, Laslett 1977).
Mi trabajo consta de dos partes. En la primera indicaré por qué la trasposición de
los conceptos de “tolerancia” y “sexualidad” para referirnos a las normas y conductas
sexuales de la edad moderna corre el riesgo de incurrir en el anacronismo.
En la segunda propondré un modelo alternativo de inteligibilidad frente al
esquema que alude a la tolerancia o represión de una energía sexual ahistórica y
subyacente. Tratando de ser más fiel a las prácticas culturales en su encuadre histórico
haré referencia a un cambio en lo que llamaré “dispositivos o regímenes de economía
erótica”.
Tolerancia
Para que ustedes entiendan en qué sentido resulta anacrónico proyectar
retrospectivamente hacia paisajes culturales del pasado nuestro concepto de “tolerancia
de la diversidad sexual”, partiré de un par de sucesos muy recientes.
(a) El 14 de julio de 2016, la Asamblea de la Comunidad de Madrid aprobó una
Ley de Protección Integral contra la LGTBfobia. Unas semanas más tarde, los obispos
de Getafe y Alcalá, en un comunicado público, declararon que esa ley estaba “en
contradicción con la moral natural”, amenazando el Magisterio de la Iglesia. El escrito
animaba a los feligreses para que incumplieran la ley. Inmediatamente, el Observatorio
Español contra la Homofobia denunció el escrito ante la Fiscalía madrileña, acusando a
sus autores de promover “delitos de odio”.
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(b) Unos días después de este episodio, la Asociación Arcópolis, colectivo


LGTB de la Comunidad de Madrid, denunció a la coach profesional Elena Lorenzo
Rego por ofrecer públicamente (en Internet) una terapia “para dejar de ser homosexual”.
Ante la acusación, respaldada por la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina
Cifuentes, la coach arguyó su condición de víctima y la defensa de la libertad religiosa:
si alguien desde su credo entiende que la homosexualidad es una enfermedad o
deficiencia, tiene derecho a recibir terapia reparadora.
Estos dos sucesos nos permiten entender lo que significa la “tolerancia de la
diversidad sexual”. Sus raíces están en el concepto ilustrado de “tolerancia civil”,
vinculada inicialmente a la tolerancia religiosa. Como es sabido, la tolerancia de la
diversidad de credos fue resultado de un pausadísimo y desigual proceso europeo y
latinoamericano de sustitución de la voluntad de unificación religiosa por parte de las
autoridades civiles y eclesiásticas, por la perspectiva de un pluralismo confesional
garantizado por el Estado. Este decurso va desde el reemplazo del compelle intrare por
el principio de cuius regio eius religio, verificado en la Paz de Westfalia (1648), que
desterraba la lucha religiosa de las relaciones internacionales entre los Estados, hasta la
lentísima consolidación de la tolerancia de credos en el interior de cada uno de ellos.
Entre la Ley de Tolerancia aprobada por el Parlamento inglés en 1689, tras la Glorious
Revolution, y los decretos de tolerancia aprobados por Luis XVI en 1787, en la antesala
de la Revolución Francesa, media casi un siglo. Se trata desde luego de normativas de
alcance limitado, que dejan fuera al deísmo, al ateísmo y a diversas confesiones. En ese
lapso hay que mencionar también las iniciativas a favor de la tolerancia emprendidas
principalmente en las Provincias Unidas, en la Prusia de Federico II o en la Austria de
José II. Este goteo de medidas institucionales había sido precedido y más tarde
acompañado por un incesante trabajo teórico en defensa de la libertad intelectual y la
tolerancia civil, desde Bayle, Spinoza y Montesquieu hasta Kant y Lessing, pasando por
los textos clásicos sobre el asunto redactados por Locke y Voltaire, sin olvidar las
contribuciones de los enciclopedistas (Diderot, Rousseau, De Jaucourt, Romilly).
Ahora bien, esta génesis de la idea de tolerancia suele interpretarse de un modo
equivocado. Se tiende a situar en su raíz un fenómeno de psicología colectiva, evocado
de forma anacrónica: exhaustas y “traumatizadas” tras un prolongado ciclo de
sangrientas guerras de religión, las potencias europeas habrían aceptado a regañadientes
adoptar una postura de indiferencia y neutralidad, permitiendo la pluralidad de credos y
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recogiendo en sus legislaciones, de un modo cada vez más decidido, esta no


interferencia en la fe privada de sus ciudadanos.
Las cosas, como nos recuerda el filósofo catalán Antoni Domènech en El eclipse
de la fraternidad (2004), no fueron exactamente así. La tolerancia no nace como un
fenómeno ligado a la psicología social sino al viejo legado del republicanismo cívico;
no consiste en un pasivo laissez faire ni en una inactiva neutralidad. Implica la
intransigente destrucción de todo poder privado que desafía a la autoridad civil en su
cometido de definir el bien público, esto es, el bien de la república o del reino. La
construcción de la tolerancia implicó por ello la destrucción del inmenso poder
temporal, feudal, atesorado por la Iglesia en el curso de los siglos medievales y
modernos. El regalismo, la confiscación o desamortización de bienes eclesiásticos, la
expulsión de órdenes religiosas, la cancelación de las jurisdicciones eclesiásticas, la
prohibición de investigaciones sobre herejía o de la exposición pública de controversias
teológicas (estas dos últimas decretadas por Federico el Grande en 1749), apuntaban en
esa dirección. No hay abstención pasiva sino intervencionismo activo. Cuando Locke
justificaba la prohibición del catolicismo en tierra inglesa o Rousseau postulaba la
intolerancia hacia los credos intolerantes, estaban situándose en la misma estela. Por eso
he hablado de la tolerancia como concepto forjado en Europa e Iberoamérica; las
colonias norteamericanas desconocieron el poder temporal de la Iglesia, ya destruido en
la metrópolis británica. Por eso el respeto estadounidense por las distintas sectas y
credos carece de la radicalidad que caracteriza al militante laicismo europeo.
Pues bien, regresemos ahora a los dos sucesos evocados al comienzo. El hecho
de que órganos del Estado como la Fiscalía o la Presidencia de la Comunidad de Madrid
se involucren activamente rechazando desde la ley civil, la tentativa de los obispos y de
la coach para suplantar a la autoridad pública en la definición del bien común (en este
caso la salud o la felicidad sexual), se inscribe en esta misma tradición de la tolerancia
republicana. Ahora bien, ¿en qué condiciones la tolerancia de la diversidad religiosa se
transformó en tolerancia de la diversidad sexual?
Para contestar a esta pregunta necesitaría otra conferencia. No puede ser. Voy a
limitarme a dar algunas pinceladas históricas.
Pero antes de ello, voy a examinar un contrajemplo respecto a la tesis que he
defendido hasta ahora: la idea de tolerancia de la diversidad de credos cristaliza
definitivamente en la Ilustración. Alguien podría argüir que la tolerancia de religiones
diferentes e incluso de conductas sexuales pecaminosas existía ya en las ciudades
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medievales de la Cristiandad. Podría incluso citar el artículo de la Suma Teológica


donde Tomás de Aquino alude a esta circunstancia. Efectivamente, en el artículo 11 de
la quaestio 10, dentro de la la Secunda Secundae, se pregunta el Aquinate Utrum
infidelium ritus sint tolerandi, esto es, si se pueden tolerar los ritos de los infieles. E la
respuesta a las diversas objeciones, utiliza el verbo “tolerar” (tolerare), pero lo hace en
su sentido etimológico primitivo, como equivalente a “soportar pacientemente” un
dolor. Sus argumentos, frente la tradición ilustrada, no aluden a un Estado que, separado
de la Iglesia, debe impedir que ningún poder privado pretenda monopolizar la definición
del bien público, sino todo lo contrario. Dice Tomás de Aquino que “el régimen
humano proviene del divino y debe imitarle”. Es decir, la definición del bien común
deriva de la ley natural y esta a su vez de la ley divina; las normas estatales imitan a su
modo el orden teológico. Pues bien, prosigue el Aquinate, Dios “Dios permite que
sucedan males en el Universo, pudiéndolos impedir, para que no sean impedidos
mayores bienes o para evitar males peores”. Este fundamento en la teodicea es el que
justifica la tolerancia secular. Va a referirse a la tolerancia de los ritos de los infieles, en
particular de los judíos, pero citando a San Agustín, usa el ejemplo de la prostitución:
“quita a las meretrices de los humanos y habrás turbado todas las cosas con
sensualidades”. Dicho de otro modo, esta tolerancia medieval de los credos y de las
conductas sexuales heterodoxas se sitúa en las antípodas de la tolerancia ilustrada: no
remite a un Estado que, desvinculado de la adscripción a cualquier dogma, garantiza
activamente la pluralidad de estilos de vida, castigando sus contravenciones (lo que se
advierte en los sucesos evocados al principio). Al contrario, indica la inspiración
religiosa de unas autoridades públicas que soportan el mal menor parcial para garantizar
el mayor bien de la totalidad, ajustándose así a los preceptos de la teodicea cristiana.
Vayamos entonces, muy brevemente, con la idea de tolerancia de la diversidad
sexual. Este concepto tuvo un desarrollo mucho más tardío y limitado que el de
tolerancia de la diversidad de credos. En efecto, la secularización del derecho que
acompañó a las revoluciones liberales vació a las conductas sexuales de su significado
teológico, como actos de rebelión contra la voluntad divina o transgresiones del
sacramento matrimonial. Los comportamientos sexuales quedaron referidos a una ética
pública puramente laica o fueron confinados en la esfera de la conciencia moral privada.
De este modo las conductas sexuales que la vieja teología moral definía como
desviaciones pecaminosas fueron reordenadas dependiendo de si perjudicaban o no al
interés público. Así, antiguos delitos como el amancebamiento o el sacrilegio
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desaparecieron de los códigos penales de la era liberal. La tolerancia se tradujo de


entrada en una despenalización; vivir amancebado o tener relaciones con una profesa
podían ser graves faltas morales o transgresiones del derecho canónico, pero no
atentaban contra el bien común; su incidencia permanecía limitada al foro de la
conciencia privada. Diferente era el caso del adulterio, porque atentaba contra la
institución pública del matrimonio, especialmente, en una época que seguía marcada por
el doble estándar patriarcal, en el caso de las mujeres.
Más matizada fue la actitud de las autoridades ante fenómenos como la
prostitución y la sodomía. En el primer caso tendió a prevalecer una nueva corriente
despenalizadora, proclive a tolerar la prostitución siempre que se ejerciera dentro de
parámetros regulados por el poder público, para evitar perjuicios contra los intereses de
las familias o contra la salud colectiva.
En el caso de la sodomía, el primer alegato moderno a favor de su
despenalización fue redactado por el jurista y filósofo británico Jeremy Bentham, en
1785. En ese momento todas las ordenanzas del mundo occidental contemplaban la
pena de muerte para los reos de sodomía. En un primer ciclo, los príncipes y
reformadores ilustrados optaron cada vez más por eliminar el castigo capital,
sustituyéndolo por la pena de trabajos forzados. Así sucedió en el estado de Pensilvania
en 1786 y más tarde en los códigos penales de Austria (1787), Prusia (1794) y Rusia
(1796).
En 1791, el Código Penal de la Asamblea Constituyente en la Francia
revolucionaria eliminó la sodomía por primera vez en la historia, de la lista de crímenes.
El código Napoleón de 1810 mantuvo esta modificación y la difundió por buena parte
de las ordenanzas penales aprobadas en el continente, al menos hasta el último tercio del
siglo XIX. No obstante, la mayoría de los pensadores ilustrados que había defendido la
tolerancia de credos se mostró mucho más reticente a la hora de aceptar la
despenalización de la sodomía. Los argumentos no se inscribían ya en un espacio
teológico, sino que hacían referencia a los intereses del Estado. Se consideraba que la
conducta homoerótica, como el celibato de los clérigos, trababa el crecimiento
demográfico, porque implicaba la aversión del varón hacia el sexo femenino. Suponía
también el debilitamiento y la pérdida de salud de los jóvenes, pues sometía las
necesidades orgánicas a las excitaciones artificiales de la imaginación. Por último
actuaba reblandeciendo y afeminando los temperamentos, alejando a la juventud de la
milicia y de la disciplina cívica. Los argumentos de Montesquieu, Beccaria y Voltaire,
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favorables a mitigar el castigo de los sodomitas pero partidarios de su sanción, se


situaban en este espacio que, con Foucault, podemos denominar “biopolítico” y ya no
teológico. Bentham pretendió haber refutado una a una estas razones, pero su postura en
la era de las Luces, seguía siendo excepcional.
A partir del último tercio del siglo XIX, el nacimiento de la psicopatología de las
perversiones, la codificación de la sexualidad como un instinto susceptible de
manifestaciones patológicas que afectaban a la salud del individuo y de la especie, y la
extensión creciente de un racismo biológico y de una eugenesia que estigmatizaban los
actos sexuales heterodoxos como signos de degeneración, invirtieron la tendencia
despenalizadora abierta por el derecho liberal. La doctrina de la defensa social, la idea
de “peligrosidad”, es decir, de una responsabilidad sin acto delictivo, expresan el triunfo
de una nueva intolerancia. La homosexualidad, la propaganda a favor de la
contracepción, la prostitución clandestina (difusora de la sífilis), eran conductas que
amenazaban la supervivencia del organismo nacional. Aquí se inscribe la nueva
legislación antihomoerótica, comenzando por el célebre artículo 175 del Código Penal
alemán de 1871 que reproducía el prusiano de finales del siglo XVIII, pero
trasladándolo al nuevo contexto de obsesiones nacionalistas y biologicistas.
Esa nueva intolerancia, que alcanza su clímax en el exterminio nazi de los
portadores de la estrella rosa, se mantuvo más allá de mediados del siglo XX. Sólo
después de esas fechas, con el impulso de la militancia a favor de los derechos civiles, la
revolución sexual de finales de los sesenta y los avances tecnológicos en la separación
entre las conductas eróticas y las reproductivas, apareció la reivindicación de la libertad
y de la tolerancia de la diversidad en este terreno. La sexualidad aparecía como un
ámbito de experimentación y realización personal, donde tenía lugar la creación de la
propia identidad y del propio estilo de vida. Estas nuevas demandas, que cristalizaron en
el movimiento LGTB, se orientaron primero a la defensa de la despenalización y el
reconocimiento de derechos. Posteriormente, y eso es lo que evidencian los dos sucesos
recogidos al inicio de mi exposición, lo que se reclamaba era una tolerancia activa e
interventora, que no sólo permitiera sino que protegiera y garantizara el derecho de los
ciudadanos a su idiosincrasia sexual, persiguiendo, mediante las leyes y la acción
educativa, los prejuicios contrarios al desempeño de esas libertades.
Sexualidad
Si el concepto de “tolerancia” y por tanto el de “represión” no pueden ser
aplicados a las sociedades de la edad moderna sin incurrir en el pecado del
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anacronismo, otro tanto sucede con el de sexualidad. Aquí hay que señalar un antes y un
después de la publicación en 1976 de la obra de Michel Foucault, La voluntad de saber,
que constituía el primer volumen de su proyectada historia de la sexualidad. Hasta esa
fecha, los historiadores que se habían ocupado de estudiar la conducta sexual procedían
o bien del ámbito de la demografía histórica o bien de una cierta asunción de los
planteamientos freudianos, combinados con argumentos procedentes de Marx o de Max
Weber con objeto de vincular en sus relatos la historia de la sexualidad con la dinámica
del capitalismo. Pues bien, en cualquier caso, no discutían que la sexualidad era un
“instinto” o un una esfera psíquica, pulsional, de carácter transhistórico. Así, en la
introducción que redactó André Burguière para la publicación en 1974 de un
monográfico de la prestigiosa revista Annales sobre “Histoire et sexualité”, se decía que
: “era tan absurdo querer encontrar en el pasado (incluso prehistórico), sociedades sin
sexualidad, como pretender encontrar sociedades sin economía”. La sexualidad era por
tanto una invariante antropológica; lo que cambiaba no era el instinto sino la forma en
que las normas sociales apuntaban a canalizarlo o a moldearlo.
Pues bien en la actualidad ningún historiador profesional de la sexualidad se
expresa en estos términos. Aunque no comparta en absoluto la perspectiva y el relato
foucaultiano, asume que ni la palabra “sexualidad” ni la experiencia que esa palabra
designa, es decir, un “instinto básico”, una realidad biopsíquica susceptible de adoptar
formas normales o patológicas, ligada al ámbito íntimo de los sujetos, pueden
proyectarse antes de la gestación de las sociedades industriales modernas. Se tiende
asumir que la sexualidad no es un fenómeno natural, un instinto, sino más bien una
institución, una experiencia histórica surgida en determinadas condiciones sociales. Por
eso se ha extendido entre los historiadores la tendencia a aludir a un periodo “anterior a
la sexualidad”, cuando existía el sexo pero la sexualidad aún no había sido inventada o
producida. Al mismo tiempo, la preeminencia del psicoanálisis o de la demografía en la
mirada del historiador parece haber dejado paso a otros enfoques inspirados en la
antropología, en la sociología histórica o en el análisis de los discursos.
Si la “sexualidad” no es una invariante antropológica sino una institución de
época, como lo puede ser el “señorío” o la “Bolsa”, eso significa que los conceptos de la
sexología no pueden proyectarse sin más al estudio de paisajes históricos alejados del
nuestro. Pongamos el ejemplo del "homosexual" para ilustrar esta precariedad de las
nociones "sexológicas". La noción de "homosexual", inventada por algunos psiquiatras
de finales del siglo XIX, sirve para definir un tipo de personalidad caracterizada por la
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orientación de sus preferencias sexuales hacia personas del mismo género. La


"homosexualidad" de este tipo de sujetos, por otra parte, no se revela sólo en su
actividad estrictamente sexual; lleva consigo un modo peculiar de sensibilidad, un
psiquismo particular, todo un estilo de vida, hasta el punto de que hoy pueda hablarse de
cultura "homosexual".
El problema surge cuando se trata de utilizar este concepto en la investigación de
épocas y mentalidades alejadas de la nuestra. Es un lugar común afirmar, v.g., que en la
Atenas del siglo V a de C., los "homosexuales" eran tolerados. De hecho la noción de
"homosexual" no puede ser usada para referirse a esta sociedad sin caer en el
anacronismo. En efecto, en la moral sexual de esa época, a diferencia de la nuestra, lo
determinante de la identidad del sujeto y del tipo de deseo no es el género del
"partenaire" con el que se relaciona -por eso nosotros distinguimos "homo" y
"heterosexual"- sino el modo en que el sujeto se relaciona con su placer; el individuo
puede ser viril (activo), esto es, ocupa una posición dominante respecto a sus placeres
(no sólo los placeres sexuales; los "aphrodisia" griegos incluyen todo placer sensible,
incluidos los de la comida y la bebida), o "afeminado" (pasivo), si está sometido a la
tiranía de los mismos, con independencia del género de los "partenaires" con los que se
relacione. No es que los griegos "toleraran" la "homosexualidad"; lo que sucede es que
su código moral no pasaba por la división homo/heterosexual, no situaba a los placeres
del sexo en un ámbito específico y diferenciado, no los consideraba pertenecientes a una
esfera privada separada de la pública, no veía en ellos un principio de individuación,
definitorio de la identidad personal.
De un modo análogo, el concepto de "homosexual" no puede ser utilizado como
descriptor en el estudio del Antiguo Régimen sin desvirtuar por anacronismo los
documentos y mentalidades de la época, por eso es incorrecto decir, v.g., que "los
homosexuales eran ferozmente reprimidos por las instituciones españolas en el Antiguo
Régimen". Para los juristas e inquisidores españoles de este periodo, la identidad del
sujeto y de su deseo no eran definidos según el género del "partenaire" sexual, sino
según su posición respecto a un orden social (alianzas, grupos de parentesco) y cósmico
(asociación del hombre con Dios en la tarea de la creación). De este modo las conductas
sexuales se escindían según dos particiones: conyugal/extraconyugal y secundum
natura/contra natura. En este cuadro mental, el "sodomita" no puede nunca identificarse
con el "homosexual"; no es el individuo con preferencias sexuales por los de su género,
sino el sujeto que comete coito "contra naturam", con independencia del género del
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"partenaire" (pueden ser hombre y mujer). Por otra parte, la "sodomía" no es la


expresión de una psique peculiar, de un tipo de personalidad. No se trata tampoco,
frente a lo que pensaba Foucault, de un mero acto calificado jurídicamente, pero carente
de cualquier subjetividad subyacente. El sodomita, y esto lo han mostrado trabajos
como los de Bray (1982) yTrumbach (1991) está conformado como una subjetividad
distintiva, aunque su identidad no es psicológica sino moral.
Este ejemplo permite mostrar de qué modo la consideración de la sexualidad
como un objeto natural que subyace a sus variantes históricas puede funcionar como un
obstáculo en la investigación, induciendo el anacronismo o banalizando y neutralizando
los efectos críticos del trabajo de historiador. En efecto, si proyectamos tiránicamente
hacia el pasado las categorías del sexólogo, recortadas a medida del hombre actual, si
las naturalizamos eliminando su historicidad, su carácter de mudanza, lo que hacemos
es legitimar el presente; la peculiaridad del hombre presente -que es de hecho un
producto cultural cuya accidentada y azarosa formación describe el historiador- queda
convertida en la naturaleza del hombre universal, norma para juzgar cualquier época y
cualquier sociedad.
Si prescindimos de la "sexualidad" como universal, como objeto natural, lo que
nos queda es una multiplicidad de formas de afrontar el régimen normativo de los
cuerpos y de sus placeres, una multitud de regímenes o dispositivos de economía
erótica, objetos de época que poseen sus reglas peculiares cuyos contornos y
transformaciones debe describir el historiador: el dispositivo de los "aphrodisia" en la
Grecia clásica, el régimen de la "carne" y de las "alianzas" en las sociedades medievales
y modernas, el dispositivo de la "sexualidad" en la época contemporánea, etc..La
investigación no consiste en explicar la historia desde la "sexualidad", es decir, desde el
sistema normativo y conceptual que subyace a la sexología, sino en explicar la
formación de ese dispositivo "raro" que es la "sexualidad", incluida la sexología, a partir
de otros dispositivos históricos que le eran ajenos y que regulaban, según normas muy
distintas, la esfera del cuerpo y de sus placeres.
¿Qué queremos decir entonces cuando hablamos del “sexo antes de la
sexualidad”?; ¿cómo se entiende esto en la edad moderna? Lo que se quiere decir es que
en la edad moderna preindustrial ciertos comportamientos eran reconocidos como
“actos venéreos”, como actos sexuales. Así los tematizaba la medicina desde la
Antigüedad, ocupándose de indagar su relación con la vida saludable, la preservación
del equilibrio humoral, los problemas derivados del exceso o el defecto de estas
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prácticas, su relación con la reproducción y la posibilidad incluso de influir sobre las


características del neonato variando la posición y las representaciones ligadas al acto
sexual. Pero en la civilización cristiana, esos actos no expresaban la presencia de un
instinto, de una dimensión biopsíquica de la personalidad, susceptible de adoptar formas
normales o patológicas. No eran la expresión de una “sexualidad” poseída por los seres
humanos. Su significado, y así lo registraban los comentarios jurídicos, las exégesis
bíblicas, los manuales de confesión, los relatos literarios o las representaciones de las
artes plásticas, no era psicológico sino teológico. Remitían a la concupiscentia carnis,
una característica de la humanidad caída, tematizada por Agustín de Hipona a partir de
las epístolas paulinas. Esta concupiscencia carnal no era sin más el sexo, no era la
actividad sexual tal como la habían desempeñado los Primeros Padres antes de su
expulsión, porque entonces el hombre manejaba sus órganos sexuales a voluntad, como
su brazo o su pierna. No era pues una realidad natural, sino el resultado de la
desobediencia recogida en el Génesis. Esa rebelión del hombre contra Dios se traducía
en una rebelión del cuerpo contra la propia voluntad humana.
Esta realidad teológica de la concupiscencia carnal, este “dispositivo de la
carne”, como lo llama Foucault es la experiencia histórica a la que debemos referirnos
cuando estudiamos las conductas sexuales en la edad moderna. La interrogación que
debe formular entonces el historiador no consiste en preguntarse si esa realidad era más
o menos tolerada, más o menos reprimida. Lo importante es indagar de qué modo los
procedimientos de disciplina y gobierno que regían en las sociedades preindustriales de
la edad moderna modelaban subjetividades individuales e identidades colectivas a partir
de ese régimen o dispositivo de la concupiscencia carnal, qué regímenes de prácticas y
de discursos intervenían, con qué objetivos; qué contraconductas desplegaban los
individuos y los colectivos para tratar de zafarse de ese gobierno.

El régimen de la carne y sus variaciones entre el Medioevo y la edad


Moderna
Pues bien, este recurso al concepto de régimen o dispositivo de economía erótica
permite ofrecer una comprensión alternativa a lo que habitualmente se presenta como
paso de la tolerancia a la represión a medida que se avanza desde el Medioevo hacia la
edad moderna preindustrial. Voy a intentar presentar esa comprensión alternativa de un
modo muy resumido, como en escorzo, y en relación con los tres registros que recordé
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al principio: la persecución de la sodomía, el cierre de los burdeles y las restricciones a


las prácticas sexuales preconyugales.
Lo que Foucault denomina “el dispositivo de la carne” ofrece al menos tres
configuraciones históricas muy diferentes:
1) Está en primer lugar la tematización más o menos dispersa, adoptando la
forma del consejo individualizado, de la ascética de la carne realizada en tiempos
paleocristianos, en el contexto de la patrística y del primer monacato. Se trata de
técnicas y ejercicios destinados a la renuncia de sí, formulados antes de la aparición de
las grandes sistematizaciones de la escolástica y de la construcción de los grandes
aparatos burocráticos y disciplinarios de la Iglesia: derecho canónico, foro de la
penitencia, visita pastoral, instituciones escolares.
2) En segundo lugar se puede hablar del régimen de la carne tal como fue
elaborado entre los siglos de la plenitud medieval y el arranque de la edad moderna. Se
trata de una ascética donde el cuidado de los individuos se conecta por una parte con la
aparición de esos aparatos disciplinarios antes mencionados; por otra, entra en relación
con una moral caballeresca del honor y de la gloria. Con la implantación de las reformas
mendicantes y el despegue de los movimientos heréticos que pretendían regresar a una
pureza de costumbres supuestamente originaria, se pone en marcha la primera fase de
un lento proceso en el curso del cual, como señaló Max Weber, el estilo ascético que
caracterizó a la vida monástica, se trató de implantar en el ámbito secular. El combate
contra los pecados de la carne desempeñó aquí un papel muy importante, como lo
muestra la predicación y las campañas dirigidas por Bernardino de Siena en Italia,
Vcente Ferrer en la Península Ibérica o Maillard en Francia, que apuntaban a combatir
el concubinato clerical, el adulterio, la molicie y la prostitución.
Sin embargo, el alcance de este movimiento fue limitado. Las prácticas y
discursos bajomedievales que encuadraron el dispositivo de la carne tuvieron como
blanco principal la transformación del estilo de vida del clero, tratando de interiorizar en
él un cierto ethos, un cierto habitus de castidad, modestia y autocontrol corporal. En
general, como muestra la literatura pastoral y la teología moral de la época, se asumió la
imposibilidad de extender ese estilo de vida al ámbito de la nobleza y del pueblo llano,
prefiriendo en estos casos, especialmente en relación con la población más joven,
canalizar la concupiscencia hacia sus manifestaciones menos graves, menos lesivas para
la preservación de la paz conyugal. Aquí se inscribe la implantación de los burdeles
tolerados y una cierta permisividad ante las relaciones sexuales preconyugales. Aquí se
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emplaza también la elaboración de un discurso sobre los actos contra naturam, para
justificar la condena de la sodomía, que proliferaba en las principales ciudades de la
península itálica.
3) La Reforma protestante y la Contrarreforma católica suponen una nueva
configuración del dispositivo de la carne. Se abre una etapa –primero en el ámbito
protestante y más tarde en el católico, en la que organizaciones que operan en el medio
urbano y a escala cotidiana –congregaciones católicas formadas por religiosos y
seglares, confraternidades calvinistas, consistorios hugonotes, ponen en marcha una
estrategia de disciplinamiento social a gran escala. Se trata ahora de universalizar ese
habitus ascético, de proyectarlo más allá del estamento clerical. Para ello las
organizaciones buscarán el apoyo de las autoridades civiles; buscando por ejemplo el
cierre de las mancebías, la persecución más encarnizada y continua de delitos como la
sodomía o la prohibición de las relaciones preconyugales. El éxito de estas misiones fue
limitado, pero su impacto no hay que menospreciarlo –el descenso en las tasas de
nacimientos ilegítimos y prenupciales así parece indicarlo, y afectó sobre todo a la
extensión de prácticas de autocontrol e introspectivas (promoción de la dirección
espiritual y el examen de conciencia) entre las élites urbanas. Estos estratos sociales, en
contraste con la añeja aristocracia guerrera, estaban formados por individuos que
vinculaban la conservación o el ascenso de su posición al capital cultural y escolar
obtenido más que al capital simbólico o económico. Encontraban en las pujantes
burocracias civiles y eclesiásticas un modo de insertarse en la sociedad cortesana. Los
seglares que integraban esas organizaciones misionales eran mayoritariamente
estudiantes hijos de notables locales y mercaderes prósperos, o se trataba de letrados y
miembros de la carrera eclesiática. Fue en ese medio social donde tuvo más éxito esa
estrategia de universalizar el habitus ascético, dando lugar a un prototipo de letrado o
noble de toga perfilado por las virtudes introvertidas de la discreción, el autocontrol, la
fidelidad conyugal y la modestia, frente a las cualidades exteriorizadas características de
la añeja moral caballeresca: la agresividad guerrera, el despejo, las proezas sexuales y la
ostentación de la gloria.
Pero para comprender la novedad del dispositivo de la carne en la coyuntura de
las reformas religiosas, y con ello las nuevas actitudes ante la sodomía –cada vez mas
perseguida y asociada con la herejía, la prostitución, ahora prohibida y las relaciones
preconyugales, cada vez más restringidas, es necesario entender el contraste entre la
moral sexual del Medioevo tardío y la que promovían las nuevas congregaciones de la
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edad moderna. Esa diferencia no puede entenderse sin más aludiendo a la mayor
represión y a la menor tolerancia. Lo que cambia es la propia experiencia histórica de la
carne.
Aunque sea de un modo esquemático, este cambio puede resumirse teniendo en
cuenta cuatro puntos cruciales:
1) En el Medioevo, la ascética de la carne estaba subordinada a las exigencias
de lo que Foucault denominó el “dispositivo de la alianza”, es decir, el “sistema de
matrimonio, fijación y desarrollo del parentesco, transmisión de nombres y bienes”. Es
decir, el gobierno pastoral de los pecados de concupiscencia carnal tomaba la forma de
un control de las transgresiones del sexo conyugal, una administración de las alianzas y
relaciones lícitas. Lo que se perseguían eran los actos y las relaciones equivocadas, y así
lo recogen por ejemplo los Confesionales editados entre finales de la Edad Media y la
Edad moderna temprana. Por un lado, en el eje de las alianzas horizontales, los actos y
relaciones que atentaban contra los bienes asociados a la fidelidad (bonum fidei),
afectando a la pareja o al grupo de parentesco: adulterio, rapto, incesto, estupro. Por otro
lado, en el eje vertical, los actos y relaciones que atentaban contra los bienes asociados a
la prole (bonum prolis), es decir, a la posibilidad de la procreación: pecados contra
naturam (molicie, bestialidad, sodomía). Es decir, actos y relaciones que rompían la
asociación entre Dios y el hombre y que suponían una revuelta contra su autoridad.
En la edad moderna, con el desarrollo de las reformas, lo que se persigue no son
los actos y relaciones que transgreden el orden de las alianzas, sino más bien lo que
podríamos llamar el “deseo culpable”. La concupiscentia carnis no consiste en actos o
posturas indebidos, sino en representaciones o pensamientos torpes (fantasías,
recuerdos, imágenes, delectaciones, anticipaciones, consentimientos). Lo que preocupa
es el cuerpo sentido, no la relación ilícita. Se trata ahora de gobernar las almas a través
del control del deseo, disciplinar las conductas pero pasando por la introspección, la
guía espiritual, el control de las conciencias. Por eso en la confesión lo principal no será
el momento de declaración verbal y de su orden, como en el Medioevo, sino el del
examen de conciencia.
Por otro lado, esta tendencia a identificar la concupiscencia carnal con
pensamientos antes que con actos, conducía a borrar las fronteras entre los delitos
sexuales y los delitos de creencia. Esto se plasma en la persecución inquisitorial de
“sodomitas”, “solicitantes” y “fornicarios”; no se trataba sólo de personas que pecaban
contra el sexo matrimonio, sino de individuos que cuestionaban el dogma. De ahí la
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asociación cada vez más frecuente entre sodomía y herejía, o el difuminado de las
fronteras entre los que se acostaban con prostitutas y los que se consideraban que tal
acto no era pecaminoso si se realizaba en una mancebía regulada por la autoridad. O
finalmente, los límites borrosos entre el sacrílego que usaba la confesión para tener trato
carnal con las feligresas y el que de ese modo pervertía intelectualmente el sacramento
de la confesión.
2) La pastoral medieval, muy centrada en monopolizar la definición legítima del
matrimonio excluyendo sus formas espúreas (convivencia marital, rapto, desfloración,
palabra dada), insiste sobre todo en excluir del sexo conyugal todo lo asociado con la
concupiscencia carnal. El acto sexual dentro del matrimonio debe excluir los placeres de
la carne, pero esos placeres no se identifican con sensaciones sino con posturas ilícitas o
relaciones indebidas en el ayuntamiento carnal (posiciones no misionarias, sexo por
vaso indebido, etc).
La pastoral contrarreformista, en esto coincide con la predicación de las Iglesias
reformadas, promueve en cambio la sentimentalización de la unión conyugal. Considera
que el bonum fidei, la fidelidad, se ve reforzada por la unión emocional entre esposos.
Por eso, y el ejemplo principal de esto lo ofrecen las monumentales Disputationes de
Sancto Matrimonii Sacramento (1601-1605) de Tomás Sánchez, se tienden a admitir a
título de prolegómeno, las posturas y relaciones indebidas dentro de la pareja bendecida,
siempre que el acto final no interrumpa la procreación.
3) La pastoral medieval exhibe una moral muy atenta a las diferencias
estatutarias, es decir, a las disposiciones distintas según los rangos y las edades. La
ascesis de la carne, culminada con la exigencia de castidad, estaba reservada para los
eclesiásticos, pero no se proyectaba en el mundo seglar, en relación con el
comportamiento de la nobleza o el pueblo llano. La preocupación por la integridad de
las alianzas y los linajes y el respeto por las diferencias de conducta y disposiciones
según los estamentos hacían que la moral sexual bajomedieval coexistiera pacíficamente
con la ética del honor, la gloria y la exhibición de la fuerza, característica de la tradición
caballeresca. Se admitía también que el apetito carnal era especialmente vehemente en
los jóvenes seglares; de ahí la justificación de la existencia de mancebías toleradas o la
permisividad ante las conductas sexuales de espera. La fornicación con prostitutas o las
relaciones preconyugales se contemplaban como un exutorio, un desahogo del apetito,
que impedía la comisión de actos sexuales más graves, como el adulterio o la sodomía.
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La pastoral contrarreformista en cambio, y en esto concuerda también con las


Iglesias reformadas, pretende socializar a la población en el cultivo de un habitus
ascético que ya no se considera reservado a los eclesiásticos. La dicotomía estamental se
rompe y aparecen tensiones entre el honor-virtud de la moral ascética y el honor
mundano de la moral caballeresca. De este modo la Contrarreforma contribuye a lo que
Albert Hirschman denominaba la demolición barroca del ideal heroico característico de
la aristocracia guerrera. Este disciplinamiento social tuvo un impacto importante, como
antes se dijo, en las élites urbanas que invertían en capital económico y sobre todo
cultural para acceder a las crecientes burocracias del Antiguo Régimen: letrados y
nobleza cortesana de toga que hacía valer un ethos muy distinto del caballeresco. La
consecuencia de esta pretendida universalización del habitus ascético fue el rechazo a
cualquier forma pecaminosa de relación sexual, la campaña para suprimir las mancebías
públicas y la predicación contra las conductas sexuales de espera.
4) La pastoral medieval afrontaba la concupiscencia carnal como una serie de
actos o relaciones que satisfacían una necesidad o apetito. El acto saciaba la necesidad.
Por eso las distintas especies del pecado de lujuria, en un catálogo fijado por Tomás de
Aquino en la Summa Theologica, eran consideradas como completas en sí mismas, de
modo que la comisión del pecado más leve (la fornicatio simplex, soltero con soltera)
saciaba la necesidad e impedía la realización de un pecado mayor en la escala de
gravedad. Esta visión del catálogo como una serie discreta, discontinua de actos y
relaciones nos permite comprender de nuevo la justificación de las mancebías públicas y
la actitud permisiva ante las relaciones prematrimoniales; se trata de pecados, sí, pero
del rango menos severo. Su comisión podía servir para la prevención, en los jóvenes, de
actos y relaciones mucho más graves y lesivas para la comunidad.
Esta concepción discontinuista se derrumba en las prácticas contrarreformistas.
Se mantiene el catálogo del Aquinate, pero este no es contemplado como una serie
discreta. Cada especie de pecado de lujuria es expresión de un mismo deseo culpable;
no se trata ya de formas más o menos desviadas de un apetito o necesidad natural.
Claro, la carne no consiste ya en actos y relaciones equivocadas sino en
representaciones torpes; la menor de ellas podía estimular el deseo y conducirlo a
expresiones cada vez peores. Los moralistas retoman entonces las viejas metáforas del
“despeñadero”, del “torrente”, la “golosina”, la “chispa de fuego”, la “pólvora”, algunas
ampliamente glosadas por la tradición patrística, y que son ahora retomadas para pintar
la fatal pendiente del deseo culpable.
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Por analogía con el continuum totalitario descrito por el pensador neoliberal


austríaco Friedrich von Hayek, según el cual la menor intervención estatal precipita un
proceso que conduce al totalitarismo, se puede hablar de un continuum lujurioso como
pieza característica de la moral sexual de la Contrarreforma. Este planteamiento está
presente en los alegatos presentados ante el rey Felipe IV por los congregados que
trataban de suprimir las mancebías públicas en toda Castilla. Los burdeles tolerados ya
no eran exutorios de la concupiscencia; se habían convertido en “escuelas de Satanás y
palomares diabólicos” donde los jóvenes aprendían a practicar pecados contra naturam
y asimilaban enseñanzas sacrílegas y heréticas al entrar en contacto con rameras
moriscas o descreídas. Idénticas razones vinculadas al continuum lujurioso llevaban a
predicar contra las conductas sexuales de espera.
Con este resumen esquemático termina mi exposición. En ella he tratado de
dejar claro que para explicar las transformaciones de la moral sexual entre el mundo
medieval y el moderno no es necesario recurrir a categorías anacrónicas como las que se
refieren a la tolerancia y a la represión de la sexualidad.
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