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anacronismo, otro tanto sucede con el de sexualidad. Aquí hay que señalar un antes y un
después de la publicación en 1976 de la obra de Michel Foucault, La voluntad de saber,
que constituía el primer volumen de su proyectada historia de la sexualidad. Hasta esa
fecha, los historiadores que se habían ocupado de estudiar la conducta sexual procedían
o bien del ámbito de la demografía histórica o bien de una cierta asunción de los
planteamientos freudianos, combinados con argumentos procedentes de Marx o de Max
Weber con objeto de vincular en sus relatos la historia de la sexualidad con la dinámica
del capitalismo. Pues bien, en cualquier caso, no discutían que la sexualidad era un
“instinto” o un una esfera psíquica, pulsional, de carácter transhistórico. Así, en la
introducción que redactó André Burguière para la publicación en 1974 de un
monográfico de la prestigiosa revista Annales sobre “Histoire et sexualité”, se decía que
: “era tan absurdo querer encontrar en el pasado (incluso prehistórico), sociedades sin
sexualidad, como pretender encontrar sociedades sin economía”. La sexualidad era por
tanto una invariante antropológica; lo que cambiaba no era el instinto sino la forma en
que las normas sociales apuntaban a canalizarlo o a moldearlo.
Pues bien en la actualidad ningún historiador profesional de la sexualidad se
expresa en estos términos. Aunque no comparta en absoluto la perspectiva y el relato
foucaultiano, asume que ni la palabra “sexualidad” ni la experiencia que esa palabra
designa, es decir, un “instinto básico”, una realidad biopsíquica susceptible de adoptar
formas normales o patológicas, ligada al ámbito íntimo de los sujetos, pueden
proyectarse antes de la gestación de las sociedades industriales modernas. Se tiende
asumir que la sexualidad no es un fenómeno natural, un instinto, sino más bien una
institución, una experiencia histórica surgida en determinadas condiciones sociales. Por
eso se ha extendido entre los historiadores la tendencia a aludir a un periodo “anterior a
la sexualidad”, cuando existía el sexo pero la sexualidad aún no había sido inventada o
producida. Al mismo tiempo, la preeminencia del psicoanálisis o de la demografía en la
mirada del historiador parece haber dejado paso a otros enfoques inspirados en la
antropología, en la sociología histórica o en el análisis de los discursos.
Si la “sexualidad” no es una invariante antropológica sino una institución de
época, como lo puede ser el “señorío” o la “Bolsa”, eso significa que los conceptos de la
sexología no pueden proyectarse sin más al estudio de paisajes históricos alejados del
nuestro. Pongamos el ejemplo del "homosexual" para ilustrar esta precariedad de las
nociones "sexológicas". La noción de "homosexual", inventada por algunos psiquiatras
de finales del siglo XIX, sirve para definir un tipo de personalidad caracterizada por la
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emplaza también la elaboración de un discurso sobre los actos contra naturam, para
justificar la condena de la sodomía, que proliferaba en las principales ciudades de la
península itálica.
3) La Reforma protestante y la Contrarreforma católica suponen una nueva
configuración del dispositivo de la carne. Se abre una etapa –primero en el ámbito
protestante y más tarde en el católico, en la que organizaciones que operan en el medio
urbano y a escala cotidiana –congregaciones católicas formadas por religiosos y
seglares, confraternidades calvinistas, consistorios hugonotes, ponen en marcha una
estrategia de disciplinamiento social a gran escala. Se trata ahora de universalizar ese
habitus ascético, de proyectarlo más allá del estamento clerical. Para ello las
organizaciones buscarán el apoyo de las autoridades civiles; buscando por ejemplo el
cierre de las mancebías, la persecución más encarnizada y continua de delitos como la
sodomía o la prohibición de las relaciones preconyugales. El éxito de estas misiones fue
limitado, pero su impacto no hay que menospreciarlo –el descenso en las tasas de
nacimientos ilegítimos y prenupciales así parece indicarlo, y afectó sobre todo a la
extensión de prácticas de autocontrol e introspectivas (promoción de la dirección
espiritual y el examen de conciencia) entre las élites urbanas. Estos estratos sociales, en
contraste con la añeja aristocracia guerrera, estaban formados por individuos que
vinculaban la conservación o el ascenso de su posición al capital cultural y escolar
obtenido más que al capital simbólico o económico. Encontraban en las pujantes
burocracias civiles y eclesiásticas un modo de insertarse en la sociedad cortesana. Los
seglares que integraban esas organizaciones misionales eran mayoritariamente
estudiantes hijos de notables locales y mercaderes prósperos, o se trataba de letrados y
miembros de la carrera eclesiática. Fue en ese medio social donde tuvo más éxito esa
estrategia de universalizar el habitus ascético, dando lugar a un prototipo de letrado o
noble de toga perfilado por las virtudes introvertidas de la discreción, el autocontrol, la
fidelidad conyugal y la modestia, frente a las cualidades exteriorizadas características de
la añeja moral caballeresca: la agresividad guerrera, el despejo, las proezas sexuales y la
ostentación de la gloria.
Pero para comprender la novedad del dispositivo de la carne en la coyuntura de
las reformas religiosas, y con ello las nuevas actitudes ante la sodomía –cada vez mas
perseguida y asociada con la herejía, la prostitución, ahora prohibida y las relaciones
preconyugales, cada vez más restringidas, es necesario entender el contraste entre la
moral sexual del Medioevo tardío y la que promovían las nuevas congregaciones de la
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edad moderna. Esa diferencia no puede entenderse sin más aludiendo a la mayor
represión y a la menor tolerancia. Lo que cambia es la propia experiencia histórica de la
carne.
Aunque sea de un modo esquemático, este cambio puede resumirse teniendo en
cuenta cuatro puntos cruciales:
1) En el Medioevo, la ascética de la carne estaba subordinada a las exigencias
de lo que Foucault denominó el “dispositivo de la alianza”, es decir, el “sistema de
matrimonio, fijación y desarrollo del parentesco, transmisión de nombres y bienes”. Es
decir, el gobierno pastoral de los pecados de concupiscencia carnal tomaba la forma de
un control de las transgresiones del sexo conyugal, una administración de las alianzas y
relaciones lícitas. Lo que se perseguían eran los actos y las relaciones equivocadas, y así
lo recogen por ejemplo los Confesionales editados entre finales de la Edad Media y la
Edad moderna temprana. Por un lado, en el eje de las alianzas horizontales, los actos y
relaciones que atentaban contra los bienes asociados a la fidelidad (bonum fidei),
afectando a la pareja o al grupo de parentesco: adulterio, rapto, incesto, estupro. Por otro
lado, en el eje vertical, los actos y relaciones que atentaban contra los bienes asociados a
la prole (bonum prolis), es decir, a la posibilidad de la procreación: pecados contra
naturam (molicie, bestialidad, sodomía). Es decir, actos y relaciones que rompían la
asociación entre Dios y el hombre y que suponían una revuelta contra su autoridad.
En la edad moderna, con el desarrollo de las reformas, lo que se persigue no son
los actos y relaciones que transgreden el orden de las alianzas, sino más bien lo que
podríamos llamar el “deseo culpable”. La concupiscentia carnis no consiste en actos o
posturas indebidos, sino en representaciones o pensamientos torpes (fantasías,
recuerdos, imágenes, delectaciones, anticipaciones, consentimientos). Lo que preocupa
es el cuerpo sentido, no la relación ilícita. Se trata ahora de gobernar las almas a través
del control del deseo, disciplinar las conductas pero pasando por la introspección, la
guía espiritual, el control de las conciencias. Por eso en la confesión lo principal no será
el momento de declaración verbal y de su orden, como en el Medioevo, sino el del
examen de conciencia.
Por otro lado, esta tendencia a identificar la concupiscencia carnal con
pensamientos antes que con actos, conducía a borrar las fronteras entre los delitos
sexuales y los delitos de creencia. Esto se plasma en la persecución inquisitorial de
“sodomitas”, “solicitantes” y “fornicarios”; no se trataba sólo de personas que pecaban
contra el sexo matrimonio, sino de individuos que cuestionaban el dogma. De ahí la
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asociación cada vez más frecuente entre sodomía y herejía, o el difuminado de las
fronteras entre los que se acostaban con prostitutas y los que se consideraban que tal
acto no era pecaminoso si se realizaba en una mancebía regulada por la autoridad. O
finalmente, los límites borrosos entre el sacrílego que usaba la confesión para tener trato
carnal con las feligresas y el que de ese modo pervertía intelectualmente el sacramento
de la confesión.
2) La pastoral medieval, muy centrada en monopolizar la definición legítima del
matrimonio excluyendo sus formas espúreas (convivencia marital, rapto, desfloración,
palabra dada), insiste sobre todo en excluir del sexo conyugal todo lo asociado con la
concupiscencia carnal. El acto sexual dentro del matrimonio debe excluir los placeres de
la carne, pero esos placeres no se identifican con sensaciones sino con posturas ilícitas o
relaciones indebidas en el ayuntamiento carnal (posiciones no misionarias, sexo por
vaso indebido, etc).
La pastoral contrarreformista, en esto coincide con la predicación de las Iglesias
reformadas, promueve en cambio la sentimentalización de la unión conyugal. Considera
que el bonum fidei, la fidelidad, se ve reforzada por la unión emocional entre esposos.
Por eso, y el ejemplo principal de esto lo ofrecen las monumentales Disputationes de
Sancto Matrimonii Sacramento (1601-1605) de Tomás Sánchez, se tienden a admitir a
título de prolegómeno, las posturas y relaciones indebidas dentro de la pareja bendecida,
siempre que el acto final no interrumpa la procreación.
3) La pastoral medieval exhibe una moral muy atenta a las diferencias
estatutarias, es decir, a las disposiciones distintas según los rangos y las edades. La
ascesis de la carne, culminada con la exigencia de castidad, estaba reservada para los
eclesiásticos, pero no se proyectaba en el mundo seglar, en relación con el
comportamiento de la nobleza o el pueblo llano. La preocupación por la integridad de
las alianzas y los linajes y el respeto por las diferencias de conducta y disposiciones
según los estamentos hacían que la moral sexual bajomedieval coexistiera pacíficamente
con la ética del honor, la gloria y la exhibición de la fuerza, característica de la tradición
caballeresca. Se admitía también que el apetito carnal era especialmente vehemente en
los jóvenes seglares; de ahí la justificación de la existencia de mancebías toleradas o la
permisividad ante las conductas sexuales de espera. La fornicación con prostitutas o las
relaciones preconyugales se contemplaban como un exutorio, un desahogo del apetito,
que impedía la comisión de actos sexuales más graves, como el adulterio o la sodomía.
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