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Breve historia de la corrección de estilo

ANA LILIA ARIAS

Antes de que apareciera la imprenta el cargo de corrector ya existía. Los


monjes copistas se intercambiaban los escritos mediante el sistema de pecia,
con la finalidad de suprimir errores: muchas de las marcas que hoy se acos-
tumbran ellos las utilizaban.
En los siglos XII y XIII las universidades no sólo difundieron el conocimiento
sino también fomentaron una nueva fuente de trabajo: la de los copistas. Antes
de nuestra era, entre los siglos XIX y XVIII, escribir en las tablillas era una pro-
fesión muy codiciada y difícil; por ello los escribas babilónicos, más que simples
artesanos de la escritura eran una clase poderosa y privilegiada. Su escuela se
llamaba Edubba, que quiere decir Casa de las Tablillas.
Cuando la profesión de copistas salió de los monasterios y conventos, los copistas
laicos se encargaron de reproducir para los estudiantes ricos los textos autorizados.
Aprender este oficio requería de mucha disciplina; entre otras cosas se les reco-
mendaba con mucha insistencia a los jóvenes aprendices que, para conservar el
pulso firme, evitaran el exceso en las buenas comidas y bebidas, lo mismo que
las relaciones frecuentes con mujeres y todo tipo de trabajos pesados.
Los maestros del gremio de calígrafos consideraba que el tiempo mínimo de apren-
dizaje, siempre bajo una vigilancia muy estrecha, era de siete años. Antes de ese
tiempo los aspirantes no podían siquiera pensar en crear la obra de arte que les
daría el título de copistas independientes y así poner su propio taller; con la condi-
ción de que fuera lejos del de su maestro, para evitar la competenci.
Como los copistas monacales, los laicos también se especializaron en tareas dis-
tintas pese a que dominaban todos los estilos de escritura y eran capaces de es-
cribir cualquier texto. Entre los monjes, el scripturarius vigilaba la sala copistas
y ejercía al mismo tiempo las funciones de bibliotecario (armarius); otro, el bi-
bliographari, se encargaba de escribir el manuscrito: uno más, el pergaminero o
pergolara, tenía la responsabilidad de preparar el pergamino y la tinta; otro, el
iluminatore o rubicatore, era quien adornaba el libro con ilustraciones de colores;
finalmente el bibliopeges, era el monje dedicado a encuadernar los libros.
Pese a la particularidad de sus labores, los copistas, como es natural, también
cometían errores. Así nació otra especialidad: el corrigere, el que corrige o elimina

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errores. La palabra corregir se deriva de las voces latinas cum, cabalmente, conjun-
tamente, y rigere, de regere, enderezar, conducir derecho, regir, dirigir, gobernar,
guiar; de donde viene también corregidor, virrey, rector, rey, reina, rico, riqueza,
ruego, insurgente, arrogante, derecho, directo, dirigir, América, Austria, Enrique,
Puerto Rico, Ricardo y Villarreal, entre otros muchos vocablos, según informa
el maestro Guido Gómez Silva en su Breve diccionario etimológico de la lengua
española.
El corrector de los antiguos talleres indicaba, como ahora, la falta y su corrección
necesaria al margen de la hoja: cuando la falla no era tan grave, el propio copista
raspaba el pergamino y sobre la enmienda volvía a escribir. Si se trataba de una
palabra omitida y no podía insertarse, el corrector la escribía en el margen y donde
debía ir ponía un dedo para señalar su ubicación; cuando las omisiones eran de
líneas o de párrafos, los trucos para hacer los añadidos resultaban verdaderas
obras de arte: las correcciones se escribían al pie de la página para que el ilus-
trador se las ingeniara y, por medio de figuras que parecían subir al lugar deseado,
se encuadraba el texto olvidado.
José Martínez de Sousa, autor del indispensable Diccionario de tipografía y del
libro, consigna que en El libro del corrector, de P. Menús y F. Millá, se asegura
que el corrector es la persona que dirige, ordena, enmienda y perfecciona una
obra de acuerdo con quien la ha producido; aunque esto no siempre es así.
Vale la pena aclarar, por otro lado, que los hacedores de libros saben que el estilo
en ningún momento se refiere al estilo sintáctico del autor, sino al estilo o norma
editorial que la empresa o institución responsable determina; de tal manera que
aquella vieja discusión –reforzada incluso por Ramos Martínez (Corrección de prue-
bas tipográficas)– acerca de que no hay correctores de estilo por la sencilla razón
de que nadie le puede corregir el estilo a nadie queda descartada.
Con la invención de la imprenta la corrección dejó de ser un trabajo propiamente
dicho; es decir, quienes empezaron a desempeñar esa labor lo hacían no por una
mera remuneración económica: los correctores eran entonces verdaderos sabios
que revisaban los escritos de manera muy minuciosa.
Y es que contrariamente a lo que muchos creen, corregir el estilo no es sólo leer
para hallar alguna falla ortográfica (eso le compete al lector de galera o, más mo-
dernamente, al corrector ortotipográfico): corregir estilo es, en ocasiones, incluso
traducir en el propio idioma las tareas del autor.

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Por eso es preciso que la persona que corrige estilo esté atenta para detectar y
enmendar posibles errores; buscar la manera de mejorar la redacción de algunas
oraciones confusas; quizá añadir alguna explicación o información que complemente
los temas tratados; o bien para sugerir alguna supresión que aligere el texto.
El corrector y la correctora deben cuidar que el autor (o autora) no caiga en inexac-
titudes o incorrecciones. Acción muy común ya que el proceso de traducir las ideas
en letras y signos es algo, a más de complejo, muy distinto al de la corrección:
el corrector, desprovisto de la pasión del autor y con la mente puesta por completo
en la claridad del escrito, cuida tanto de la sintaxis como de la ortografía y de
la precisión de las palabras en general, al tiempo que vigila el estilo editorial.
Una anécdota muy conocida en el medio acerca de este oficio es aquella que se
refiere a una prueba de imprenta que apareció con el título de El arca de David,
el corrector –persona muy informada– pensó: «El arca no era de David», por lo
que sin la menor duda tachó David y en su lugar escribió Noé. Así apareció publi-
cado El arca de Noé. Cuando el autor se topó con la equivocación informó que el
error había estado en la palabra «arca» y no en el nombre propio; de tal manera
que lo correcto debió haber sido: «El arpa de David». Un cambio completamente
distinto y todo por una letra mal usada en el original.

La errata, el insumo del corrector


La errata es una constante en la vida profesional del corrector y, paradójicamente,
una de las justificaciones de su existencia; además de las perlas, disparates y
galimatías, entre otros.
La errata proviene de la voz latina erratus, aunque se conoce también como mosca
o mentira. Una frase poética la define como la herida del texto, mientras que otra
la describe como un grano en el escrito.
Hay dos clases de erratas: las tipográficas y las gramaticales. A las primeras se
les denomina también error de dedo, aunque a veces no sea tal. Las segundas son
las equivocaciones frecuentes que ocurren al confundir el significado de las palabras
con grafías muy semejantes o de pronunciación casi igual; también se incurre en
ellas por desconocimiento, aunado a veces a viejos vicios.
Por ejemplo, es común escribir desapercibido en lugar de inadvertido; connotado
por eminente o importante; derecho por obligación; compresión por comprensión;
enjuagar por enjugar y muchas más.

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El Salterio de Maguncia, impreso en 1447 –escribe Domingo Buonocore en su Dic-
cionario de bibliotecología–, es el primer libro en la historia de la imprenta que
registra una errata y también el primero que llevó colofón: justo donde ocurre
el error: dice Spalmorum codex cuando lo que debe decir es Psalmorum codex.
Se asegura también que el texto se enmendó tres años después.
Algo más de trescientos años adelante, en 1798, brilla la errata que apareció en la
edición de Telémaco, en cuya primera página dice Pelénope en lugar de Penélope.
Se cuenta que Roberto Estienne, impresor francés, exageraba tanto sus precau-
ciones que ocupaba diez correctores escrupulosísimos para cada obra; entre ellos
se intercambiaban el texto para que evitar los errores. Al terminar, se pegaban
las pruebas irreprochables en las ventanas de la imprenta y, a quien encontrase
una errata se le daba un premio. Pues bien, sucede que al hacer el tiro las erratas
saltaban a la vista, dicen.
Otra anécdota también es la del papa Sixto V, quien ordenó imprimir una edición
de la Vulgata en la imprenta apostólica vaticana. Luego él mismo revisó las pruebas
una y otra vez hasta que, ya satisfecho, insertó al final una bula en la que excomul-
gaba a todo aquel que hiciera la menor alteración del texto... Pues nada, que el
papa tuvo que deshacerse de la edición porque salió plagada de errores.
Y de esas costumbres en nuestro país no nos ha ido nada mal. Pero eso es otro
tema.
Como ejemplo de la acumulación originaria de erratas está la Biblia latina, impresa
en 1581 por Pablo Manuzio y patrocinada por Pío IV. Al igual que la Vulgata, ésta
también tuvo que reimprimirse debido a las muchas erratas que contenía.
Para finalizar con este baile, vale la pena comentar una anécdota muy famosa;
que por cierto sirvió de título a un artículo de Hugo Vargas publicado en el número
189 de La Jornada Semanal. Esta anécdota, además, es adoptada y adaptada en
diferentes países y determinados momentos: yo la conocía adjudicada, una vez,
a Alfonso Reyes y a un grupo de amigos; luego la volví a oír refiriéndose a los
Contemporáneos. Pero Martínez de Sousa la cita asignándola a un importante
editor español, dos veces me la han contado asegurando que había ocurrido en
Colombia o en Perú. Como haya sido, lo importante es el suceso.
Resulta que el editor, o un grupo de ellos, quisieron publicar un libro que careciera
por completo de erratas. Por lo mismo, él (o ellos) lo revisaron una y otra vez;
no conforme, hizo que otros lo revisarán también. En efecto, lo que se pretendía
fuera un libro memorable, no tenía ninguna errata; orgulloso (u orgullosos), el

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o los editores mandaron imprimir el sello de la pulcritud del libro que en su última
página decía: «Esta es una obra que no tiene ninguna erata.» Quizá a manera
de justificación por eso se dice que no hay libro sin erratas.
Pero no todos es errata en el mundo: también hay libros famosos por no contener
ninguna, gracias tal vez a que sus editores no pretendieron ser tan presuntuosos
como los de la erata. El tratado de Asse y el de Subtilitate son ejemplo de ello;
ambos impresos por Vacosan: el primero únicamente tiene tres erratas, mientras
que el segundo no tiene ninguna.
Los comentarios, escrito de Esteban Dolet sobre lengua latina, se imprimió en
dos volúmenes en folio y contiene sólo ocho erratas.

Fe de erratas
Por los excesos que se cometen casi de manera natural al escribir y preparar los
libros para su publicación, a veces es indispensable agregar una lista de las erratas
que, aunque tarde, se advirtieron en la obra. A esta lista se le llama «Fe de erratas»
y se le conoce también con los ilustrativos motes de tabla humillante o tabla de
correcciones.
El libro más antiguo que se conoce con fe de erratas es Sátiras de Juvenal, con
notas de Mérula, impreso en Venecia en 1478 por Gabriel Pierre, que ocupaba dos
páginas. También se tiene noticia de las obras de Pico de la Mirándola, editadas en
Estrasburgo en 1507, cuya tabla humillante abarca tan sólo quince páginas.
Otro libro memorable es la Suma teológica de Santo Tomás, impreso por el padre
dominico F. García n 1578 y con una fe de erratas de 111 páginas. Uno más es
el de las obras que publicó el cardenal Bellarmín en 1808, en cuyo caso su tabla
de correcciones no rebasa las 88 páginas.
Según un historiador de quien se omite el nombre, el First folio Shakespeare, uno
de los primeros libros impresos en inglés, contenía unas veinte mil erratas.
No obstante que ahora nos sirven como datos curiosos, es probable que muchos
de esos errores se hubiesen podido evitar, al igual que la mayoría de los que ac-
tualmente se publican: no hace falta más que reconocer que el proceso de pro-
ducción de los impresos debe recaer en quien sepa y entre ellos el o la correctora.

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Otras equivocaciones
Además de las erratas, por desgracia también hay dislates que se comenten al escri-
bir y durante la impresión (aunque a veces sólo se trata de un salto –o mochuelo,
como dicen los españoles– ocurrido durante la trascripción). A este tipo de equivo-
caciones se les da el nombre de lapsus calami.
Los lapsus calami son muy comunes durante el proceso de la escritura, debido a
que la mente viaja a una velocidad tal que ni las manos ni aun el aparato fonético
podrán nunca alcanzarlo; de tal manera que cuando una persona acaba apenas
de expresar algo, de manera oral o escrita, su pensamiento ya va tres calles ade-
lante. No obstante esto no justifica la existencia de tal tipo de lapsus, ya que es
obligación de quien escribe revisar y corregir lo que ha producido.
Se dice que cuando la errata es de bulto, es decir, cuando se advierte a la primera
mirada, se le conoce más como gazapo. Joan Corominas describe al gazapo en
su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana de la siguiente manera:

GAZAPO: cría del conejo, h. 1200. El sufijo es indudablemente prerromano y


lo será también el radical, si no es derivado de caza, por ser los gazapos fá-
ciles de cazar. Mentira, disparate, h. 1882. Alteración, del griego kakémphaton,
cosa malsonante, indecente o vulgar: de kakós, malo, y de empháin, yo
muestro, declaro.

Por su parte, Martín Alonso consigna en su Enciclopedia del idioma que gazafatón
o gazapatón (antecedente de gazapo), proviene del vocablo grecolatino gacephaton;
es decir, malsonante o yerro del lenguaje.
Pero las equivocaciones quizá más temidas, porque no sólo reflejan errores idioma-
ticos sino muchas veces deficiencias culturales o pedanterías que rayan en la imbe-
cilidad, el desatino o los disparates, son las perlas; perlas cultivadas no por ostiones
sino por moluscos humanos.
A ellas se dedicó una de las columnas periodísticas que más tiempo duró en nuestro
país: Perlas Japonesas, cuyo autor es Nikito Nipongo y de quien copio uno de los
tres párrafos que inauguraron el 2 de marzo de 1949 la citada serie en el periódico
Excélsior, y no dejó de publicarse en los periódicos nacionales más importantes
sino hasta septiembre de 2003, cuando su autor falleció.

Hay perlas de diversos géneros. Algunas de un valor único, otras más baratas.
Queremos sentir una simpatía por todas puesto que, una a una, irán enrique-
ciendo nuestra colección (y el sabio lector verá que no dejarán de colársenos

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perlas propias: él, a su vez, podrá ir cultivando, a costa nuestra, una fe de erratas
a la fe de erratas). Las perlas más comunes son aquellas que sueltan las rápi-
das y hábiles manos de los linotipistas. Pero, por favor: para estos tipógrafos
incansables, mucho aprecio y gran comprensión. No es posible que su complicado
trabajo, siempre hecho de urgencia, resulte absolutamente impecable. Una
ligera distracción provoca una pequeña errata que sólo el poder divino habría evi-
tado. Sin embargo, fallas de ese tipo también son perlas, de sugestivo oriente y
juguetonas irisaciones.

Un trabajo semejante al de Nikito Nipongo y su buen número de perlipesca-


dores es el del literato austriaco Max Sengen, quien publicó en París un libro
titulado Museo de errores, del cual transcribiré algunos ejemplos con los que
concluyo:
¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera? En las cercanías de
la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos.
Por desgracia, la boda retrasóse quince días, durante los cuales la novia huyó con
el capitán y dio a luz ocho hijos.
Excursiones de tres o cuatro días era para ellos cosa diaria.
Con un ojo leía, con el otro escribía (A orillas del Rin, de Auback).
«Empiezo a ver mal», dijo la pobre ciega (Beatriz, de Balzac).
El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban.
Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo (La muerte de Mongomer, de
Henri Zvedan).
Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la
respiración (La muerte, de Argibachev).
Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida.
El cadáver esperaba silencioso la autopsia (El favorito de la suerte, de Octavio
Feuillet).
Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la
novela de su amigo (El día fatal, de Rosny).
El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante (Cartas de mi molino,
de Alfonso Daudet).
«¡Vámonos!» Dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas
(Lourdes, de Zola).
¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca está
segura de que soy yo (El duque de Monbazon, de Chateaubriand).

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Breve historia
de las editoriales mexicanas
Martí Soler Viñas

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