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SANADO DE CÁNCER

JO LAWSON

PREFACIO

Compartimos las experiencias personales que se relatan en las primeras páginas


de este libro para dar al lector una visión de cómo mi esposo, Bill, y yo, ganamos
fe para que nos sostuviera mientras pasábamos por el valle de la muerte.

El Espíritu Santo sembró en nuestra niñez semillas de fe, la cual nosotros


recogimos cuando nadie en el mundo podía realmente ayudarnos. Él nos estuvo
preparando para la prueba final de nuestra fe, con respecto a sus promesas de
sanidad. Esta prueba vino en la forma de un diagnóstico de cáncer que se había
regado por el cuerpo de Bill, afectando sus riñones, pulmones, colon y escroto.

Habiendo sido dotado de una extrema paciencia y una fe simplista en la Palabra


de Dios escrita, Bill supo encomendar su vida en las manos de Dios desde el
mismo comienzo de su enfermedad. Poseyendo una fortaleza que sólo puede dar
Dios, Bill echó anclas, y esperó en el Espíritu Santo ver confirmadas sus promesas
de sanidad. Cuando aún estaba esperando, cayó en un coma muy severo.

A través de todo, Bill nunca flaqueó en su fe, porque sabía que el desaliento es
una de las mejores armas de Satanás. Bill supo combatir el desaliento por medio
de una constante comunión con Dios. Llegó a ser un quieto y reposado estudiante
de Job. Los muchos meses que pasó confinado en una cama, sirvieron para
enriquecer su comunión con Dios a tal grado, que su fe y su paciencia ganaron la
victoria sobre una muerte cierta para él. Bill es un ejemplo viviente del poder de
Dios que hoy en día obra milagros.

CAPÍTULO UNO

Era un día cálido ese 12 de agosto de 1922 cuando W. W. Ball tomó a Emma
Donahoo como su esposa. Habían venido en un coche tirado por caballo desde
sus casas en el campo a ese pueblito en las cercanías de Talladega, estado de
Alabama, donde habría de realizarse la boda. Su noviazgo había durado cinco
años, y su boda daba inicio a una vida que habría de prolongarse por más de
cincuenta años.

W. W. Ball era alto y musculoso. Una mata de negros cabellos enmarcaba su firme
rostro, el cual estaba iluminado por unos ojos que brillaban llenos de compasión
por sus prójimos. Wince, como le habían llamado sus amigos desde su niñez,
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nunca rechazó a un extraño. Era de esa clase de hombre que nunca vacila en
responder a las necesidades de otros.

Emma era alta, graciosa, y de suave hablar. Su cabello castaño oscuro caía en
amplias ondas, complementando sus ojos color de avellana. A causa de que ella
caminaba muy estirada y derecha muchos pensaban que era orgullosa, pero esta
suposición era completamente errónea. Irradiaba un aire de confianza en sí misma
que indicaba que tema paz consigo misma, aun en medio de las más severas
circunstancias. Tenía sólo 19 años, y estaba llena de sueños respecto a la vida
que iniciaba en compañía de Wince,

A los 28 años de edad Wince tenía también sus sueños. Por las noches tema
visiones y se veía de pie en un podio, con un libro abierto delante de él, dirigiendo
la palabra a una multitud reunida. Su sueño era interrumpido por las repetidas
visiones. Esto lo llevaba a buscar la comunión con Dios, y preguntarle si esto era
un llamado divino al ministerio del evangelio.

Después de terminar su escuela secundaria, Wince había ingresado en una


escuela de comercio con el propósito de entrar en ese campo de actividades. Pero
sus sueños acerca de un ministerio espiritual no lo dejaban. Después de estar
orando durante meses y escudriñando su alma, le confió a Emma lo que él
pensaba que debía de ser ía dirección de su vida. Tenía que predicar el Evangelio.
Se quemaba las cejas escudriñando y estudiando intensamente su Biblia,
estableciendo así una norma de vida que habría de extenderse años y años. Llegó
a ser un gran autodidacta, un notable estudiante de la Biblia. Su interés era
intenso, y creía sinceramente que la Biblia es la infalible Palabra de Dios.

Emma observaba la vida que Wince llevaba. Su fe en Dios era muy singular. El
creía que Dios se interesaba en cada fase de la vida, y que debía ser buscado en
todas las decisiones de nuestra existencia. Ella tomó la decisión de que, si no
podía obtener la misma consagración de vida que Wince tenía, por cierto que al
menos nunca sería un estorbo para él.

En mayo de 1925, cuando estaban viviendo en Post City, Texas, Emma y Wince
llegaron a ser padres por primera vez: fue una niña a quien llamaron Miriam
Racille. Habían llamado al doctor, pero por el mal tiempo el hombre no pudo llegar
a tiempo, y Wince tuvo su primera experiencia en eso de ayudar a traer niños al
mundo. No bien había nacido la niña, celebraron un breve culto, dedicando a
Miriam a Dios y pidiendo para ella salud y la guía del Señor.

Durante los doce años que siguieron realizaron la misma ceremonia cinco veces
más. Cada vez que se aproximaba el nacimiento de un nuevo hijo, Emma y Wince
oraban, hasta que ella dejaba de orar y se sumergía en los afanes del
alumbramiento. Y contando solamente con la ayuda de Wince, ellos vieron el
milagro de la llegada de una nueva vida vez tras vez. Y llamaron a sus niños
Miriam, Aarón, Joeldine, Martha, Noé y Abner (Bill).

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Los últimos años de la década del veinte, y los primeros de la del treinta, fueron
años flacos para la familia Ball. Aprendieron a vivir por fe. Los esfuerzos
evangelísticos de Wince los llevaron a él y a la familia, a través del país, desde
Texas hasta la Florida, hasta que regresaron a Talladega, Alabama, donde siguió
predicando en su propia localidad, estableciendo allí una iglesia.

Era un día muy frío en noviembre de 1932, cuando Aarón y yo fuimos a jugar a un
arroyuelo medio congelado que corría por detrás de la casa. Yo tenía cuatro años
de edad. Mamá, próxima a dar a luz, descansaba dentro de la casa, cuando
nosotros nos deslizamos fuera dispuestos a jugar nuestro juego favorito. En este
juego yo me arrollaba dentro de una vieja cubierta de automóvil, todo lo más que
podía, y Aarón la hacía rodar para divertirnos. En ese día la cubierta rodó hasta
caer en el arroyo y Aarón decidió recuperarla atándome una cuerda alrededor de
la cintura. Yo tenía que acercarme lo más posible al agua, que como digo, estaba
congelada en parte, y tratar de rescatar la cubierta. Esto era toda una tortura,
porque el frío era intenso, y yo en el apuro de salir de casa no me había puesto
suficiente abrigo, y andaba sin zapatos. Había hielo por todos lados y yo sentía
que mis pies parecían ser de otra persona. Me eché de bruces sobre la superficie
congelada del arroyo y trate de alcanzar la cubierta sin quebrar el hielo.

Súbitamente sentí como si estuviera ardiendo por dentro y respirase fuego.


Castañeteando los dientes le grité a Aarón que me izase y me sacase del arroyo. -
¿Agarraste la cubierta? -preguntó él -Sí, pero no sé si la puedo arrastrar. Hay
demasiado frío, y me estoy congelando. Por favor, ¡sácame!

Cómo mi hermano, que tenía entonces cinco años y medio, tuvo fuerzas
suficientes para sacarme del arroyo, nunca lo sabré. Le llevó no sé cuánto tiempo
sacarme afuera, hasta que pude pararme sobre mis pies, pero para entonces yo
estaba aterida de frío.

Cuando llegué al portal de la casa, mamá me vio y comprendió enseguida mi


estado. No tardó ni un segundo en meterme en cama bajo una pila de frazadas.
Yo estaba ardiendo de fiebre y la sensación de fuego en mis pulmones se hacía
más y más intensa. La fiebre subía, y yo me iba quedando inmóvil. Los ruidos
familiares de la casa iban disminuyendo, mientras yo me hundía en un sopor
inducido por la alta temperatura. Después de un rato oí la suave voz de mi madre
mientras ella tocaba mi frente. Me estaba llamando: -Joeldine, ¿deseas que llame
a la hermana Matthews para ayudarnos a orar?

-Sí -repliqué, conociendo por la ansiedad en la voz de mi madre que el caso era lo
suficientemente serio como para llamar a otras personas a que ayudasen a orar,
especialmente porque mi padre estaba fuera de casa celebrando reuniones en
otro pueblo. Tuve que haberme dormido otra vez porque el próximo sonido que oí
fueron las voces de mamá y la hermana Matthews que estaban orando por mí. Yo
sabía que cuando ellas orasen por mí, yo iba a estar pronto sana, porque muchas
veces había visto a papá y mamá orando por mis hermanos enfermos, y Dios
siempre los había sanado. De pronto comencé a transpirar profusamente. Me
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quité todas las cobijas y me senté en la cama para anunciar que Jesús me había
sanado. Mamá había diagnosticado mi caso como pulmonía doble, y si eso no era
una doble pulmonía, debió haber sido algo mucho peor.

Este llegó a ser mi primer recuerdo de una sanidad instantánea en mi vida. A


través de todos los años que siguieron, nunca hubo un caso en que si algún
miembro de la familia se enfermaba, el Señor no lo sanara por medio de la
oración.

Hubo veces, sin embargo, en que oramos y esperamos durante toda la noche.
Una de esas veces fue cuando yo tenía ocho años de edad. Mi hermana menor,
Martha, lanzó al aire un ladrillo que vino a aterrizar justo sobre la cabeza de Noé.
Cuando papá corrió y le apartó el cabello, se veía un feo agujero, que mostraba
las pulsaciones de la sangre. No parecía nada bueno. Noé era apenas una
criatura, y parecía tan pequeño e indefenso. Yo estaba ansiosa porque Dios lo
restableciese, así podía volver a jugar con él otra vez. Durante los varios días en
que nos mantuvimos orando y esperando, la infección cundió por el cuero
cabelludo y Noé cayó en delirio. Justo cuando parecía que la prueba era más de lo
que papá y mamá podían soportar, Noé se levantó, caminó por el cuarto y pidió de
comer. No fue sino hasta que crecí, y tuve mis propios hijos, que comprendí la
severidad de la prueba que pasaron mis padres.

Mis padres nunca se opusieron a los tratamientos médicos. Sólo que nosotros
éramos pobres, y por lo tanto, nos resultaba mucho más económico seguir las
instrucciones de la Biblia, que nuestro padre leía devotamente: ¿Está alguno
entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante alabanzas.
¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren
por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al
enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán
perdonados. Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para
que seáis sanados” (Stg 5. 13 - 16).

¡Papá decía que si todas las otras escrituras de la Biblia eran ciertas, ésta también
tenía que serlo! Yo pensaba, con mi mente infantil, que este pasaje estaba incluido
en la Biblia para todos aquellos que no podían pagar un doctor. A muy temprana
edad comprendí que papá y mamá no sólo creían que las Escrituras proveen para
la sanidad física, sino también para cualquier clase de necesidad, y ellos
confiaban en Dios para todo.

Cuando estábamos viviendo en Talladega papá estableció una de sus primeras


iglesias. Descubrió un edificio grande y vacío, no lejos de nuestra casa.
Previamente había sido usado para almacenar maquinaria. El piso de madera
tenía urgente necesidad de ser reparado, y para eliminar gastos excesivos los
jóvenes de la iglesia cubrieron el piso con aserrín y virutas. También hicieron
bancas provisionales de madera rústica, y una plataforma para alojar a un coro
que crecía continuamente. La falta de asientos tapizados no desanimó a la
congregación, la que fue creciendo de un par de cientos al principio hasta alcanzar
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más de un millar. La gente venía para escuchar un ferviente evangelio que les
prometía paz en medio de las tribulaciones, y satisfacción a los que se sentían
solitarios y desesperados. Pero éste no era un evangelio sin yugo o cruz, porque
decía: “Mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt 11. 30).

En los servicios de adoración abundaban los cánticos de gozo y los testimonios de


victoria sobre las pruebas de la vida. En esos días, si una familia padecía
necesidad, esa necesidad era suplida por la acción de la iglesia entera.
Abundantes víveres del almacén satisfarían el hambre de los necesitados; y la
cooperación unida de toda la iglesia ayudaba a pagar las cuentas de los que no
tenían. Donde había enfermos se hacían reuniones de ayuno y oración, y los
hermanos venían para hacer entre todos juntos la oración de fe. Vez tras vez,
mientras se celebraban esas reuniones, yo vi a hombres, mujeres y niños sanarse
de pronto de muchas enfermedades: de malaria, tuberculosis, cáncer y muchas
más.

Los martes y los viernes eran días dedicados especialmente al ayuno y la oración.
La vida y el trabajo seguían su curso en esos días, igual que siempre, sólo que
papá y mamá no comían. Esto, así lo comprendí yo, no era un intento de hacer
variar los planes de Dios, sino una manera de limpiar los canales para la oración y
la comunicación con el Señor. Muy a menudo yo estaba consciente de las
palabras del salmista David: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el
Señor no me habría escuchado” (Salmo 66. 18). Mis padres sabían que “no
podían confiar en la carne” (Filipenses 3. 3). Sabían también que sólo podían vivir
vidas cristianas efectivas y fructíferas, si dejaban a Cristo vivir en ellos. Los
tiempos de negación propia y oración eran necesarios para obtener este fin. Ellos
nunca hicieron ostentación de su gracia espiritual. Nunca tomaron ocasión para
criticar el carácter o la vida de otro. Si una persona no estaba dedicada a Cristo,
ellos decían: “Hay esperanza para esta persona, porque para Dios 'nada hay
imposible' “(Mt 19. 26)”.

Era evidente que había una relación recíproca entre Dios y mi padre y mi madre.
Esto era debido a la fe de ellos en las palabras y promesas de Dios. Cuando eran
confrontados con problemas o circunstancias que parecían insuperables, ellos
leían en el Libro. ¿Acaso no está escrito en la Biblia: “Fíate de Jehová de todo tu
corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia; reconócelo en todos tus caminos y
El enderezará tus veredas”? (Pr 3. 5, 6).

El invierno de 1936 fue especialmente duro. Vivíamos en Whitesburg, Georgia,


donde habíamos quedado entre mudanza y mudanza. La comida era escasa, y a
menudo nuestro almuerzo consistía sólo en nueces que caían de los árboles en el
patio de la escuela. Papá buscó algún trabajo extra, para suplementar nuestras
magras finanzas, pero muchas otras personas andaban buscando lo mismo, y se
hacía difícil hallar trabajo.

La depresión general no nos afectó tanto como a otras gentes, porque las más de
las veces nosotros padecíamos de una depresión propia. Había días en que no
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podíamos ir a la escuela, porque nuestros zapatos estaban demasiado rotos, y no


teníamos más sacos de arpillera para envolvernos los pies para conservarlos
calientes y secos. La escuela nos quedaba a casi dos kilómetros, y teníamos que
hacer el camino entre el hielo y la nieve. En esos días los chicos dormíamos todos
en una cama para calentarnos unos a otros, hasta que el hielo aflojaba lo
suficiente como para permitimos internar en el bosque, y juntar leña para quemar
en la gran chimenea que calentaba nuestra casa de sólo dos cuartos.

Muchas veces mi papá levantó una iglesia literalmente “desde sus cimientos”, y
cuando va había una congregación bien establecida, seguía la indicación del
Señor de ir a otro lugar para organizar otra iglesia del evangelio completo. Esto
siempre era un profundo sacrificio personal para él y para la familia, cuando
debíamos hacer una nueva mudanza, pero yo creo que mis padres se sentían
felices de sacrificar la comodidad de un lugar bien establecido, si con eso
continuaban sirviendo al Señor, siendo instrumentos suyos para sembrar el
evangelio en otras áreas.

En cierta ocasión la familia había estado sin comida por casi medía semana,
mientras papá andaba de viaje por el sur de Georgia Debido a la falta de dinero, y
de transportación, no le había sido posible regresar a casa en el tiempo esperado.
Mamá estaba esperando su sexto bebé, y la falta de comida en nuestra mesa por
varios días era especialmente duro para ella. Pero su única preocupación eran sus
hambrientos hijos, y el pronto regreso de papá.

El modo en que Dios contestó sus oraciones no fue exactamente como ella se
esperaba. Un día, cuando todos estábamos mirando a través de las ventanas
hacia los árboles cubiertos de nieve, vimos la figura de una persona que avanzaba
dificultosamente hacia nuestra casa. Cuando esa figura humana se acercó, vimos
que era una señora que traía consigo una gran olla cubierta con una tapa, y eso
nos hizo gritar de alegría. Una vecina distante nuestra, la señora Tolbert, había
sentido la fuerte impresión de que nuestra familia estaba en necesidad, y había
preparado una gran olla de estofado, que nosotros recibimos con alegres
corazones y estómagos harto vacíos. Más adelante sufriríamos muchas otras
clases de dificultades que pondrían a prueba nuestra fe, pero la prueba del
hambre fue una de las más severas.

Papá regresó unas horas más tarde, trayendo manzanas, naranjas, nueces y una
linda carga de leña para encender la estufa y calentar la casa, mientras nos
disponíamos a empacar nuestras pocas pertenencias para mudamos a una nueva
localidad, Union Grove, en el sur de Georgia, cerca de Tifton.

Uno de mis recuerdos de este nuevo hogar se refiere a un suceso que ocurrió en
la primavera de 1937. Miriam, Aarón, papá y yo habíamos salido al campo
adyacente a nuestra casa a recoger frutillas, para una torta que mamá había
prometido hacer para la cena. Mientras juntaba las frutillas, una víbora de
cascabel me mordió en un dedo. Aunque comprendiendo la seriedad del
accidente, papá no se dejó llevar del pánico. Simplemente dijo: -Vamos a la casa.
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-Una vez allí, sin vacilación alguna se arrodilló en el piso de la cocina y oró: “Oh,
Señor, nosotros te entregamos esta niña aun antes que ella naciera, y ella es tuya.
Te pido que detengas los efectos del veneno, y no permitas que Joeldine sufra
ninguna consecuencia mala de esta picadura”. A los pocos segundos mi mano
derecha y mi brazo estaban muy hinchados, y unas líneas rojas de inflamación se
extendían hasta el codo. Senda náuseas, y casi me desmayaba, pero no había
trazas de temor alguno en la voz de mi padre, cuando terminó su oración,
diciendo: “Señor, tú has prometido ser nuestro pronto auxilio en las tribulaciones, y
ahora te necesitamos. Yo creo plenamente en tus palabras, y estamos confiando
plenamente en ti”. Cuando terminamos de orar, papá, Miriam y Aarón, volvieron a
terminar de recoger las frutillas, y mamá me dejó acunar a nuestro hermanito
recién nacido, Abner. Mamá hizo la torta de frutillas, y yo comí con gusto,
terminando con la torta de frutillas como postre. Dios lo había hecho una vez más.
Él había demostrado una vez más ser de pronta ayuda en medio de las
tribulaciones.

En 1939 nos mudamos para cubrir un cargo pastoral cerca de Odom, Georgia, en
la comunidad de Pinney Grove. Después del largo viaje, llegamos a nuestra casa
cansados y hambrientos, y sin traza de hallar comida por ningún lado. Papá pensó
que era un buen momento para orar. Era nuestra costumbre que todos nos
arrodilláramos, mientras papá nos guiaba en la oración, pero nos quedamos en
reverente silencio cuando el pequeño Abner, de dos años y medio, oró así: “Dios,
mándame un poco de zapallo y a Noé mándale un poco de papas”. Cuando
terminamos de orar oímos que tocaban a la puerta y entró el hermano Paul Delk.
Venía a saludar al nuevo pastor y traía zapallos, papas y varías cosas más.

A los pocos días de estar instalados, papá comenzó a visitar a los ancianos y los
enfermos. Dos hermanas, bastante ancianas, vivían juntas en la misma casa. Una
de esas señoras estaba enferma de cáncer, recluida en su cama. El cáncer había
carcomido la parte superior de su cabeza, y le había afectado el ojo izquierdo. La
anciana se había resistido a dejarse llevar al hospital, alegando que no quería
dejar sola a su hermana. Las moscas habían atacado la herida abierta de su
cabeza, dejando allí sus larvas. Esto determinó que un bondadoso doctor viniera
para atender a la anciana y limpiar esa terrible herida. Papá volvió a casa y
comenzó a ayunar y oraren favor de esa pobre alma. Durante tres días no probó
ningún alimento. En la mañana del tercer día, un ser angélico llegó hasta su cama
y le anunció la muerte de la anciana. A la mañana siguiente le informaron a papá
que la señora había muerto precisamente a la misma hora que el ángel le había
hablado. Dios, en su misericordia, la había llevado al hogar celestial.

Otras visitas pastorales fueron también de mucha inspiración. Un hombre bien


conocido de la iglesia estaba sufriendo también de cáncer, el cual le había tomado
toda la mejilla izquierda, afectándole el ojo. Se pidió en la iglesia que se orara por
él, y se anunció que se iría a su casa para hacer la oración de fe. Llegó el
momento en que se oraría por él, y yo fui testigo presencial de eso caso de
sanidad. Al miércoles siguiente, día de oración en la iglesia, ese hombre vino
completamente sano, con sólo una leve cicatriz que recordaba dónde había
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estado el tremendo cáncer. Mientras este hombre estaba dando testimonio de


cómo lo había sanado el Señor, una señora joven que estaba sentada con su hijita
se levantó y vino corriendo, a pedir oración por la niñita. La niña presentaba una
cabeza hidrocefálica, y la mamá dijo que si el Señor había podido sanar a un
hombre con cáncer, también sanaría a su hijita. Se oró por la niñita
inmediatamente, y a los pocos días todo su mal se había ido, y su cabeza era de
tamaño normal. Fue sanada completamente y desde entonces ha tenido excelente
salud, hasta ahora.

Un día mi padre, con su hermano J. L., y un amigo llamado Johnny Cowart,


visitaron a un negro, ciego, que vivía en la comunidad. Después de leer la Biblia y
platicar un rato juntos, oraron para que su vista fuera sanada. Después que
terminaron de orar, uno de los hombres le mostró al negro tres dedos y le pidió
que los contara, a lo cual él replicó: -Hágase a un lado, predicador, que estoy
mirando a aquel hombre que está arando allá lejos. -Sin ninguna aparatosidad el
Señor lo había sanado completamente, y era capaz de ver claramente y de lejos
cualquier cosa.

Hubo un mes en ese verano en que estuvimos particularmente cortos de fondos.


Teníamos que pagar una cuota de nuestro automóvil, un Ford Modelo A, que era
de 24,34 dólares. La política de papá era: “Si no puedes pagar, no compres”. No
obstante eso, porque era imperioso que tuviéramos algún transporte, habíamos
comprado ese auto por el sistema de cuotas mensuales. Cada mes nos sentíamos
mucho mejor una vez que el dinero del pago había sido puesto aparte. No se
gastaba ni un centavo innecesariamente, hasta que este pago había sido hecho.
Pero venía encima un nuevo vencimiento, y no teníamos ahorrado ni un centavo.
Ese día, cuando fue el momento de la oración familiar, le oí decir a papá: “[...]
Ahora, Señor, tú conoces nuestras necesidades. Gracias Señor por suplir esta
necesidad y así podamos cumplir con nuestras obligaciones y nuestro testimonio
cristiano no sufra ningún menoscabo...” Cuando el cartero llegó esa tarde,
alrededor de las tres, nos entregó una carta que decía: “Hermano Ball, le mando
esta ofrenda de $24,34, que es un dinero que yo debía al Señor”. Estaba firmada
por la hermana Madry, que vivía en el sur del estado de la Florida. Ella no sabía lo
que esta carta y esta ofrenda significaba para su destinatario. Dios, como de
costumbre, había suplido nuestra necesidad, y justo a tiempo.

Hasta donde alcanzan mis recuerdos, todos los miembros de nuestra familia
participaban, en las horas que la escuela íes dejaba libres, y en los meses del
verano, en hacer algún trabajito, en un esfuerzo por aumentar un poco nuestras
siempre magras entradas. Aun así, había tiempos cuando, no obstante todos los
esfuerzos hechos por todos los miembros de la familia, quedaban notables
agujeros en el presupuesto familiar. Fue durante esos años que realmente
aprendimos a vivir por fe. Uno de los textos bíblicos que más nos inspiraba
entonces era el de Mt 6. 33: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y
todas estas cosas os serán añadidas”. Para nuestra familia esto significaba que
nuestra prioridad tenía que ser amar a la gente y tratar de ganar sus almas para
Cristo, procurar acentuar nuestro testimonio cristiano permitiéndole a Cristo vivir
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en nosotros, apartándonos de toda transgresión voluntaria y permaneciendo fieles


a sus mandamientos. Entonces podíamos orar a Él con limpia conciencia,
sabiendo que Él se haría cargo de todas nuestras eventualidades y sería de ayuda
en el momento oportuno.

En la parte trasera de nuestro patio crecía un enorme roble, cuyas ramas eran tan
inmensas y amplias que daban sombra a casi toda la propiedad. Debajo de ese
árbol era donde realizábamos todos nuestros juegos. Aarón había amarrado una
cuerda bien alto en las ramas del roble, que iba a dar a un poste de la cerca, en el
límite del patio. La cuerda era larga como de 50 metros, y bajaba desde unos seis
metros en el roble hasta la parte alta del poste. Había hecho también en las ramas
del árbol una especie de plataforma de madera, desde donde nos lanzábamos en
un viaje descendente desrizándonos y columpiándonos colgados de las manos,
porque había puesto en la cuerda un cilindro de hierro, y había engrasado bien la
cuerda. Todas las tardes, después de haber terminado nuestras tareas
domésticas, subíamos al árbol para hacer nuestros lanzamientos. El que primero
terminaba su tarea era el primero en subir y lanzarse por esa improvisada
garrucha.

Una tarde Miriam ganó la carrera y fue la primera en subir a la plataforma, a seis
metros del suelo. El cilindro de hierro estaba forrado de trapos viejos, producto de
nuestros gastados pantalones de dril. Esto protegía las manos contra el
recalentamiento que se producía al bajar deslizándose a una velocidad que
desafiaba a la de nuestro Ford modelo A. Una vez que se saltaba de la plataforma
agarrado del tubo, había que hacer todo el viaje. Esta bajada era el juego más
excitante que teníamos, y todos los chicos del vecindario acudían para hacer ellos
también su descenso. En esta ocasión Mirian estaba en la plataforma, y había
toda una cola de chicos debajo de ella esperando. Algunos estaban subiendo por
el tronco del árbol, por medio de una escalera de pedazos de tablas que habían
sido clavados al tronco. Uno de los chicos gritó: “¡Apúrate, perezosa!”, y entonces
todos oímos el golpe sordo del cuerpo de Miriam al dar contra el suelo. Había
fallado de agarrar el tubo de hierro, y había caído desde seis metros de altura. Su
cara se puso blanca, y su brazo izquierdo se veía extrañamente retorcido. Lloró de
dolor y todos vimos la joroba que se había formado en el sitio donde estaba la
quebradura. Tan pronto como pudo levantarse la llevamos a la casa donde
estaban papá y mamá, quienes enseguida examinaron el brazo roto. Como era
usual, nos pusimos todos en oración inmediatamente, y el cuidado del brazo roto
fue encomendado enteramente a Dios. Después le hicieron a Miriam un cabestrillo
de fabricación casera, y la relevaron por algunos días de sus tareas domésticas. A
los pocos días su brazo estaba tan sano como antes de quebrarse. Pero el suyo
fue el último de los descendimientos por el cable, debido al temor de nuevos
huesos rotos.

Cuando íbamos a la cama, mamá nos leía o nos contaba historias reales de su
vida, para enseñamos las lecciones que ella había aprendido. Una de esas noches
se sentó en una silla con asiento de cañas, a la luz de la lámpara de kerosén, y

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nos contó cómo había aprendido una duradera lección de obediencia y por qué mi
nombre era Joeldine.

Aclarando su garganta en señal de silencio, comenzó: “Cuando Wince y yo


éramos recién casados, nos mudábamos de sitio tan frecuentemente que nunca
temamos tiempo de echar raíces en ningún lugar. Estuvimos ocupados en labores
de granja en los estados de Texas, Oklahoma y Arkansas, donde los inviernos
eran duros y fríos. Teníamos que realizar muchas tareas para las cuales yo no
estaba acostumbrada. En la primavera de 1927, para mi gran placer, nos
mudamos al estado de la Florida, y vivimos durante un tiempo en los Everglades,
a sólo unos cuantos kilómetros del lago Okeechobee.

“Poco después nos mudamos a Indiantown, donde Wince instaló un próspero


negocio. Vendíamos hielo y pescado fresco a la población, esto en combinación
con una estación de servicio. En aquellos días no había refrigeradores como hay
ahora, y el hielo tenía que ser comprado en Stuart, a unos 70 kilómetros de
distancia. Teníamos un depósito para conservar el hielo, y esto era una gran
contribución para la pequeña población, al tiempo que era una buena fuente de
ingresos para nosotros. Yo me sentía muy feliz, pensando que al fin habíamos
hallado una ocupación que valiera la pena, y un lugar para vivir permanentemente.
Gozaba mucho adornando un hogar para Wince, Miriam y Aarón, y anticipando la
llegada de un nuevo bebé, para la primavera. Pero un día todo mi mundo se me
vino abajo. Wince había ido a Stuart a buscar otra carga de hielo y mariscos, pero
volvió con el camión vacío. Había estado hablando con él Señor otra vez, y el
Señor había hablado con él y le había dicho que tenía que predicar el evangelio
todo el tiempo, dedicado sólo a ello.

“Nosotros participábamos en reuniones de oración con otras personas, y nos


gustaba ver cómo poco a poco se iban convirtiendo gentes aceptando a Jesús
como el Señor de sus vidas. Pero éste no era el plan específico de Dios para
nuestra vida. Wince quería vender el negocio, y trasladamos a alguna comunidad
donde pudiéramos unimos a una iglesia verdaderamente bíblica, y comenzar a
trabajar todo el tiempo en ella. Yo tenía temor de dejar un negocio que marchaba
bien, para lanzamos de nuevo a una vida vagabunda de pueblo en pueblo. Le
rogué que nos quedáramos ahí por lo menos hasta que naciera el bebé, pero yo
sabía que todo era cuestión de tiempo hasta que nos mudáramos otra vez. Wince
tenía un llamado bien definido de Dios, y él no sería feliz hasta estar cumpliendo
completamente la voluntad de Dios. Esto significaba estar dedicado
completamente a la obra de predicar el evangelio, cortando todos los nexos con
otros compromisos.

“El nuevo bebé nació el 22 de marzo de 1928. Wince había planeado llamarlo
Moisés, porque ya teníamos una Miriam y un Aarón, pero el bebé era niña, y yo
me sentía feliz de la oportunidad de elegir yo ahora el nombre, porque hasta ahora
siempre había sido Wince quien había dado nombre a nuestros hijos. Habíamos
convenido en poner a los hijos nombres sacados de la Biblia, pero nunca
habíamos hallado un nombre que satisficiera a los dos por igual. Yo había
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sugerido el nombre 'Geraldine', pero Wince protestó: -Ese no es un nombre bíblico


-dijo. Entonces una noche soñó que se le aparecía el profeta Joel, y se paraba al
lado de su cama y le decía: -Ponle de nombre Joel.

“-¡Pero ése es nombre de varón! -protesté.

“-Haz lo que quieras -me contestó -pero ese es el nombre que Dios quiere que
lleve. -La nena tenía ya dos meses de edad y todavía no le habíamos puesto
nombre. De modo que ambos convinimos en llamaría 'Joeldine'.

“Cuando había cumplido cinco meses, la tomé a ella, a Aarón y a Miriam y me fui a
mi pueblo natal de Talladega, Alabama. La fecha era agosto 12 de 1928. Un mes
más tarde, cuando todavía nos hallábamos en una prolongada vacación, se
produjo un devastador huracán que arrasó toda la zona de los Everglades. El
huracán hizo salir el agua del lago Okeechobee, ahogando a 1.800 personas y
arrasando por completo el pueblo de Indiantown, Florida. Pasaron varios días
hasta que yo tuve noticias seguras de que Wince no había perecido juntamente
con esos infelices. Todos los cables telefónicos y telegráficos habían sido cortados
y no había manera de enviar ningún mensaje a los ansiosos parientes. Cuando
Wince y su papá y dos hermanas llegaron a Talladega, varios días más tarde, nos
contaron historias de horror, aflicción y muerte. Parecía un pecado mencionar la
pérdida de nuestros bienes materiales cuando tantos habían perdido sus vidas. No
es necesario decirlo, yo recordé los esfuerzos que había hecho Wince meses
antes para sacarme a mí de lodos esos bienes terrenales, cuando habría sido
menos doloroso romper con ellos. Ahora todos esos lazos habían sido cortados, y
Dios había contestado las oraciones de Wince removiendo todas mis excusas.

“El otoño nos halló en Crockett, Texas, donde Wince organizó una Iglesia de Dios,
y después que estuvo bien establecida nos mudamos al Valle del Ido Grande,
trabajando con la gente de habla hispana y organizando varías iglesias en el valle.
A partir de entonces siempre he deseado mudarme cuando Dios nos dice que nos
mudamos.”

La lección que ella quiso darnos era que, si amamos verdaderamente a Dios,
nunca debemos permitir que las cosas materiales se interpongan entre nosotros y
nuestra fidelidad y entrega al Señor, y el deseo de ser guiados por el Espíritu
Santo.

CAPÍTULO DOS

El tiempo pasó rápidamente, y hacia finales de la primavera de 1944 nuestra


familia se hallaba haciendo obra evangelística en Albany, Georgia, donde el
hermano de papá, J. L, Ball era pastor.

La escuela del pueblo de Dalton, en el norte de Georgia, donde papá ejercía el


pastorado había concluido algo temprano el curso, y nosotros tres, Miriam, Aarón
11
JO LAWSON

y yo, acompañábamos a papá cantando en trío. Ayudábamos en los cultos


nocturnos con nuestras canciones de avivamiento. A los dieciocho, diecisiete y
dieciséis años como teníamos, estábamos llenos de vida, y siempre dispuestos a
la diversión y al desafío, pero papá sabía canalizar toda esa euforia en la recta
dirección. Terna un gran aprecio por la juventud, y siempre estaba haciendo
arreglos para algún tiempo de recreación y diversión. El y mamá compartían con
nosotros nuestro romántico interés diciendo: “Esto es normal. Pero están ciertos
de que cuando busquen el compañero o compañera de su vida, después de que
hayan terminado sus estudios, ése sea alguien que el Señor haya reservado para
ustedes”. Hilos tenían la convicción de que si nosotros buscábamos la voluntad de
Dios en ese sentido cuando nos hallábamos en la adolescencia, habría menos
problemas para nosotros en el futuro.

Con estas instrucciones bien guardadas en la memoria, yo estaba segura de que


en alguna parte estaba alguien esperando por mí. “Puede que él esté aquí mismo,
en Albany, cuando aún tengo dieciséis años” pensaba yo secretamente.
Completar la educación, y otros sueños, tenían ya su lugar en mi cabeza, pero
también sería lindo hallarlo a él.

El servicio de la noche empezó, ¡y sentado justamente allí, en la segunda fila, en


frente de mí, lo vi a él! Tenía unos penetrantes ojos azules, y una suave sonrisa
cautivadora que obligaba a mirarlo. Era alto, de cabello oscuro, y a los pocos
momentos de observarlo me di cuenta de que era un joven dueño de sí mismo, y
de gran aplomo. Mi conclusión fue que él era una persona de esas que saben lo
que quieren de la vida, y que son capaces de obtenerlo. En los años que
siguieron, fui feliz al comprobar que Bill Lawson tenía todas esas cualidades, y
muchas otras, agraciadas además con una excepcional buena disposición.

Un par de noches más tarde la mamá de Bill invitó a nuestra familia para la cena
del domingo. Después de una típica, deliciosa y completa comida sureña, Bill me
invitó a pasar a la sala, para mostrarme el álbum anual de su último año de
secundaria. En muchas de las fotografías del álbum se veía a Bill al lado de una
chica muy atractiva, en ciertas actitudes que demostraban que existía entre ellos
algo más que una simple amistad. ¿Así que este buen mozo, conservador de
último año de secundaria, tenía novia? Por supuesto, pensé, contestando a mi
propia pregunta, ¿por qué no la habría de tener? La verdad es que sentí mi
poquito de envidia, y tanto como para igualar el score, extraje mi abultada
carterita, donde guardaba casi solamente fotografías, que yo esperaba podrían
servir para intercambiar un mensaje recíproco. Realmente, deseaba impresionar al
muchacho.

El día de su graduación de la secundaria estaba próximo, y nos invitó a los tres, a


Miriam, Aarón y a mí para asistir. Fuimos todos a la graduación y luego Bill nos
dijo que si queríamos salir al día siguiente a un paseo en bicicleta por River Road,
adyacente al río, junto con un grupo de jóvenes de su iglesia. -Por supuesto que
sí, -dijimos todos. De modo que al día siguiente nos hallamos en medio de una
docena de jóvenes encaminándonos al río. No habíamos andado mucho trecho
12
SANADO DE CÁNCER

cuando comenzamos a tener problemas con las cadenas de las bicicletas. Cada
vez que alguna se desajustaba, era Bill quien pacientemente se bajaba de la suya,
movía tuercas y tornillos y ponía las cadenas en funcionamiento otra vez. Hubo
tantos pedidos de auxilio que yo pensé que él se pondría impaciente y frustrado,
pero él no perdió su sonrisa en ningún momento. No parecía apurarse, y sin
embargo, siempre arreglaba las bicicletas en un momento. En todos mis dieciséis
años, nunca había visto a nadie tan gentil y considerado. “Apostaría a que es
capaz de realizar cualquier hazaña con la misma calma y paciencia”, pensé, y ésa
era la cualidad que más admiraba. Pocos días más tarde fuimos con el mismo
grupo a buscar cerezas silvestres para hacer un postre. Otra vez fue Bill el que
juntó más frutillas y el que animó a todo el grupo con su buen humor en la
conversación, realizando su tarea como si fuera la cosa más importante en el
mundo. El modo en que se dedicaba a hacer la más pequeña tarea me hizo ver
que, cualquier cosa que él se propusiera hacer, contaría con el mejor de sus
esfuerzos.

Durante los restantes días que duró nuestra campaña evangelística allí, Bill y yo
nos vimos frecuentemente, pero llegó el día en que teníamos que salir para casa.
Durante casi tres años nos mantuvimos en contacto por medio de cartas y algún
ocasional llamado telefónico, Bill entró en la marina mercante, y yo comencé a
disfrutar de mi último año del Bauxite High School, de Bauxite, Arkansas, adonde
nuestra familia se había mudado después que papá tomó el cargo de evangelista
de su iglesia. No fue sino hasta que hube completado dos años de preuniversitario
y vine a trabajar como secretaria de la Western Union en Atlanta, que vi a Bill otra
vez. En enero de 1947 Bill llegó con el buque a Mobile, Alabama, y telefoneó para
decir que le gustaría pasar por Atlanta en su viaje a Albany. Estaría en el vestíbulo
de entrada en el edificio de la Western Union al mediodía del lunes, y me invitaba
a almorzar juntos. El día tan importante llegó, y a las 11:45 tomé un breve
descanso en el tocador. Quería estar segura de que mi aspecto era impecable, y
que iodo estaba en perfecto orden. Una última mirada al espejo me convenció de
que estaba de lo mejor.

Muchos pensamientos pueden girar en la mente de una en el corto trayecto del


ascensor desde el tercer piso al primero, Recordando las emociones que había
sentido la primera vez que conocí a Bill me puse un poco nerviosa, y estaba
pensando precisamente en los cambios que seguramente habría de encontrar en
él, cuando la puerta se abrió, y ¡allí estaba él!, recostado a la pared, con sus
piernas cruzadas y sus brazos entrelazados sobre el pecho. Esa postura pudiera
indicar a los que pasaban, que él había estado allí toda la mañana, pero si él
estaba ansioso por ver a una chica a la cual no veía en tres años, sus manerismos
no lo indicaban. La emoción que habíamos sentido la primera vez que nos
conocimos, no tenía punto de comparación con el magnetismo que
experimentamos cuando nuestras miradas se cruzaron. Bill perdió la compostura
que había tenido un momento antes y trató de encontrar las palabras correctas
que debía decir. Su sonrisa de aprobación al verme después de tanto tiempo, nos
hizo ver a ambos que ya estábamos sintonizados en la misma onda. Él se había
convertido en el típico marino -bronceado por el sol y singularmente apuesto. Yo
13
JO LAWSON

pensé, sin ningún temor a equivocarme, que todas las chicas de la compañía
estarían envidiosas de mi suerte, al verme en compañía de un hombre tan
apuesto. Analizando mis sentimientos me di cuenta de que, de todos los jóvenes
que había conocido, ninguno me había afectado tanto como Bill.

El almuerzo pasó demasiado pronto, y cuando volví a sentarme a mí escritorio


para trabajar, me di cuenta de que me era difícil concentrarme en mis notas y en el
dictado. Bill me había dicho que había planeado permanecer en la localidad cuatro
o cinco días, y eso nos daría tiempo para estar juntos. Cuando el día de trabajo
terminó y salí del ascensor, Bill me estaba esperando. Cada noche, mientras Bill
permaneció en Atlanta, cenamos juntos, y luego dimos un paseo por la ciudad.

Unos pocos días más tarde Bill tomó un ómnibus para Albany, asegurándome que
volvería otra vez. No estaba listo para decirme cuáles eran sus sentimientos. Yo
me daba cuenta de que estaba enamorada de él, pero tampoco quería revelar mis
sentimientos tan pronto. Estábamos jugando al mismo juego, esperando encontrar
una falla en la armadura del otro. En la primavera Bill regresó de otro viaje por
mar, y vino a visitarnos a la casa de mis padres en Cedartown, Georgia, por un fin
de semana. Era un corto tiempo para Bill, y no tuvimos oportunidad de
enfrascarnos en una seria y larga conversación. Ambos partimos otra vez, cada
uno a sus respectivas obligaciones, sin tener ocasión de dar salida a nuestros
sentimientos internos, ni siquiera para un beso de despedida. Pero las miradas
que me dirigía ya no eran fugaces, sino sostenidas y muy significativas, y yo tenía
casi la seguridad de que él me amaba, aunque todavía él no había pronunciado
las palabras “Te amo”. Pero había llegado a estar más seguro que yo de la
seriedad de nuestras relaciones, y esto era una pequeña falla en mi armadura.

Las cartas que me enviaba Bill desde puertos de Sudamérica, eran breves, llenas
de noticias, pero nunca serias. Las firmaba: “Con amor, Bill”, Las que él recibía de
mí, no eran más noticiosas, y yo las firmaba “Con amor, Jo”. No habíamos llegado
a un punto en nuestras relaciones del que no pudiéramos retirarnos con dignidad
en cualquier momento.

Bill fue dado de baja ese mismo mes de mayo, y volvió a su casa en Albany para
decidir acerca de su futuro. Los fines de semana sin falta los pasaba en Atlanta,
donde pasábamos horas de holganza alrededor de la fuente del millón de dólares,
en Grant Park y en Cyclorama. Disfrutábamos por el solo hecho de estar juntos.
Cuando nos cansábamos de caminar y de mirar cosas, tomábamos un tranvía y
nos íbamos hasta Stone Mountain, al fin de la línea; luego tomábamos el tranvía
siguiente de regreso para Atlanta, hasta llegar a la esquina de Marietta y la calle
Tercera, y allí nos bajábamos, justo a tres cuadras del departamento de Miriam,
donde yo vivía y adonde regresábamos caminando.

En uno de esos fines de semana Miriam y su familia salieron para hacer un viaje.
La familia del departamento de arriba había salido también, cuando Bill y yo
regresamos esa noche de sábado. La casa estaba totalmente en tinieblas. El
miedo llenó mi corazón, porque no era nada agradable quedar sola toda la noche
14
SANADO DE CÁNCER

en esa inmensa casa, pero hice un débil intento de echar fuera mis temores
mientras preparamos algunas salchichas en el quemador de gas. Cuando los
hubimos comido cerca de las once de la noche, Bill me dijo: -Bueno, ya me tengo
que ir. Te veré en la mañana.

Tímidamente, junté coraje como para decirle: -¿Te animarías a dormir en el cuarto
de huéspedes del departamento de arriba, y así yo no tengo que dormir sola en
esta casa?

Él ya se iba y yo quedé esperando una respuesta: -No, señorita -dijo él-. Si alguien
regresa mañana temprano, y me encuentra durmiendo en el piso de arriba, no se
va a llevar ninguna buena impresión.

Excepto por una débil luz que brillaba en el departamento de abajo, toda la calle
se veía en sombras, y yo sentía latir mi corazón. Sintiendo mis temores, que se
acentuaban por la ausencia de palabras, Bill se acercó a mí y me tomó de la
cintura. Me besó suavemente para desearme buenas noches y me dijo: -Te amo.
Tú estarás muy bien.

-¿Cuáles son tus planes? -le pregunté.

-Voy a mi casa en Albany, y después que obtenga un buen trabajo, volveré a


Atlanta para pedirte que te cases conmigo. -Con esas firmes intenciones
declaradas salió, y oí cómo bajaba las escaleras silbando, en medio de la
oscuridad, hasta que el eco de sus pasos se desvaneció en la distancia.

Cuando entré de nuevo al apartamento, todos mis temores se desvanecieron en el


olvido. Me sumí en un delicioso sueño, saboreando la alegría de haber
conquistado por fin a mi hombre. Bill estaba tan seguro de sí mismo. Sonreí para
mí misma, pensando en el momento de su primer beso, y cómo su propuesta de
matrimonio había venido al mismo tiempo. Sin siquiera tratarlo, Bill me había
enamorado tan completamente que el saber que él me amaba también, era una
profunda satisfacción.

Antes de que él regresase a Albany hicimos planes para casarnos en la víspera de


Navidad. Esa fecha estaba sólo seis meses adelante, de modo que teníamos
algún tiempo para hacer sólidos planes. El resto del verano lo pasamos
animadamente haciendo planes para nuestro futuro, y gozábamos de cada minuto
que pasábamos juntos.

Finalmente llegó la víspera de Navidad, y nos casamos en una capilla de Park


Street, Cedartown, Georgia. Nos casó un anciano pastor. Asistieron a la
ceremonia nuestros familiares y amigos íntimos, y todos disfrutamos de la fiesta
que mamá había preparado diligentemente. Como los dos habíamos estado
ahorrando “centavos” para que Bill pudiera estudiar de quiropráctico, no hicimos
muchos gastos. Bill vistió su uniforme de primer suboficial de la marina mercante,
tan elegante con sus galones y franjas, y yo me puse un vestido largo, azul claro.
15
JO LAWSON

Mi ramo de flores fue de gardenias. Un hermoso arreglo ornamental de helechos,


velas y flores daba un aspecto festivo, y en presencia de nuestros seres queridos
nos juramos fidelidad en riqueza y pobreza, en lo bueno y en lo malo, en tiempo
de enfermedad, y de salud. Poco entendíamos, en esos momentos, el significado
de esos votos. Después de la boda, que fue al mediodía, nos fuimos a Albany, a la
casa de la mamá de Bill, donde por ser Nochebuena, estaban celebrando la
ocasión. Llegamos justo a tiempo para disfrutar de una segunda comida, con
pavo, frutas y todas las golosinas navideñas. Bill y yo disfrutamos mucho de las
bienintencionadas bromas y congratulaciones de su familia. Seguimos nuestro
viaje de bodas que terminó en el Hotel New Albany, en el centro de la ciudad. Era
la Navidad de 1947, el comienzo de muchas alegrías, y también de casi
insoportables dolores tanto para Bill como para mí.

CAPÍTULO TRES

Al salir de Georgia establecimos nuestro primer hogar en Davenport, Iowa, donde


Bill continuó sus estudios de quiropráctica. Durante el tiempo que vivimos allí, y en
esos primeros meses de nuestro matrimonio, aprendimos a vivir por fe y a confiar
en Dios para nuestro cuidado.

No estábamos acostumbrados a inviernos tan fríos como los de lowa, donde el


termómetro suele bajar a 25 grados bajo cero. Como veníamos del clima templado
del sur, Bill se enfermó y desarrolló una infección estreptocócica. Esto le vino
después de trabajar al aire libre durante un tiempo con la Rock Island Freight
Company. Los síntomas se manifestaron con violentos escalofríos y fiebre, y Bill
bajó de 95 kilos a 80. Estábamos muy lejos de nuestras familias, en una ciudad
extraña, donde conocíamos a muy pocas personas, algunas relaciones que
habíamos hecho recientemente. Cuando la fiebre de Bill subió al punto del delirio,
me acordé de mi infancia, cuando muchas veces en mi hogar habíamos encarado
situaciones semejantes. Parecía tan fácil y natural en aquellos días pedir la ayuda
de Dios, y esperar que El viniera prontamente en nuestro auxilio, no obstante la
severidad de las circunstancias, Pero ahora estaba sola con mi marido y él se
sentía incapaz de orar.

Aquellos tiempos parecían tan lejanos en el distante pasado, y yo ansiaba oír la


confortante voz de mis padres cuando oraban con fe positiva. Casi podía oír la voz
de mi madre diciendo: “Si estás afligida es que no estás confiando”. Pensé en
llamar por teléfono a casa, pero Bill me había advertido que en sólo muy extremas
circunstancias podíamos darnos el lujo de llamar a larga distancia. Nuestro
presupuesto no nos permitía gastos adicionales. Nunca me olvido de la farfullante
conversación que me hacía acerca de “esas uvas que están del otro lado de la
pared, y de los mangos de varias herramientas de jardín”. Me dije a mí misma que
Bill estaba grave, y que yo necesitaba ayuda inmediata. Sin más vacilación tomé
el teléfono y llamé a mis padres, a los pocos instantes estaba oyendo sus
reconfortantes palabras de estímulo y de oración.

16
SANADO DE CÁNCER

De algún modo transcurrieron tres semanas, y lentamente Bill recuperó sus


fuerzas. Por medio de esa prueba yo aprendí que de allí en adelante era mi
responsabilidad mantener una estrecha relación con Dios por mí misma. A través
de tal relación de comunión, podría orar con entera confianza, sabiendo que Dios
oiría mis oraciones.

Consideré los resultados que había visto según el patrón de vida cristiana que
llevaban mis padres. “Hay beneficios adicionales, para los hijos de Dios, si éstos
saben cuáles son sus derechos espirituales” decían ellos, “y la única manera de
saber cuáles son, es estar en la Palabra de Dios, creer lo que uno lee, y nunca
dejar de tener una consecuente vida de oración”. Decidí que ésta sería mi vida y
así estaría preparada para cuando viniese la próxima crisis. Yo no podía usar a
Dios como se usa una rueda de auxilio, sólo cuando se lo necesita, llamándolo en
momentos de necesidad y esperando que El conteste, sino que tenía que velar y
cuidar mi andar y mi vida, para agradarlo a Él en todo con lo mejor de mi habilidad.

El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente.

Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré.

Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora.

Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas, estarás seguro; Escudo y adarga
es su verdad.

No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande
en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya.

Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará. Ciertamente con
tus ojos mirarás, y verás la recompensa de los impíos.

Porque has puesto a jehová, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación, no


te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada.

Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos.

En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el
áspid pisarás; hollarás al cachorro del león y al dragón.

Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; lo pondré en alto, por


cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará, y yo le responderé; con él estaré yo
en la angustia; lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida, y le mostraré mi
salvación.
Salmo 91

17
JO LAWSON

En el salmo 91 solo hallé provisión para casi todas las necesidades de la vida,
junto con una promesa de larga vida. En él se nos promete protección, libertad del
temor y seguridad de vivir bajo la sombra del Altísimo, si es que vamos a
permanecer en el lugar secreto de la oración.

La infección de Bill fue la prueba número uno para nosotros. La número dos vino
como dos años y medio más tarde cuando, después de tres embarazos, oímos
decir a tres obstétricos: “Usted no podrá tener ese niño”. Nos explicaron que la
concepción no era problema para mí, pero que mi cuerpo carecía de ciertas
hormonas que son las que deben proveer al feto de las partes líquidas del cuerpo
como la saliva y las lágrimas. Por esa razón mis tres embarazos anteriores habían
terminado a los tres o cuatro meses. Sus conclusiones me deprimieron de tal
manera, que no sabía qué hacer conmigo misma. No podía aceptar tal hecho. Nos
aseguraron que era completamente imposible para nosotros llegar a tener hijos
propios a causa de ese problema de hormonas. Yo no podía albergar esperanzas
de tener un embarazo completo jamás. Los abortos sufridos, las muchas
convulsiones del vientre y tanta pérdida de sangre habían hecho bajar mi
resistencia casi a cero. Bill y yo confrontábamos una situación de “no hay
esperanza”, y fue entonces cuando comenzamos a buscar mi sanidad.

Primero de todo, miré dentro de mi propio corazón, en busca de algún pecado que
pudiera estar estorbando mis oraciones, recordando una vez más que Jesús ya
había cumplido perfectamente su parte en la provisión de nuestras necesidades.
La apropiación de cualquier beneficio de Dios, ya sea salvación o sanidad, es
responsabilidad nuestra. Debemos desear reunir las condiciones que han sido
establecidas por las Escrituras. El próximo paso es creer que Dios confirmará su
palabra en nuestras vidas. Recordé las palabras del salmista David: “Si en mi
corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Sal
66. 18). Y comencé a orar y ayunar, absteniéndome de toda comida y bebida por
tres días. Descansaba en la promesa: “Tú guardarás en completa paz a aquel
cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Is 26. 3). El trabajo
de oficina que yo realizaba para una compañía de crédito requería toda mi
atención durante las horas del día. Pero no bien terminaba mi jornada de trabajo,
corría a mi apartamento a enfrascarme en la lectura del Nuevo Testamento para
mi alimento espiritual.

AI tercer día después de empezar esta petición especial, me enfermé con súbitos
vómitos y fuerte dolor en la región abdominal derecha. Tenía la sensación de que
un nudo como del tamaño de un huevo de gallina alojado en el lado derecho era la
causa de todos mis problemas. A causa de esta condición no podía caminar
derecha. Las paredes de nuestro apartamento de dos piezas parecían estar tan
cerca de mí, y pensé que me morilla ahí mismo si lo que tenía era un apéndice
reventado, Bill estaba en su trabajo, y como trabajaba siempre afuera, estaba lejos
del alcance de una llamada telefónica. Solamente por una gran emergencia podía
soñar yo con llamarlo, debido a que por la escasez de trabajos para estudiantes
no sería fácil encontrar otro si perdiera ése. Ambos estábamos muy agradecidos
por ese trabajo, que le permitía a él continuar sus estudios hasta finalizar. No
18
SANADO DE CÁNCER

teníamos teléfono en nuestro apartamento, y el único disponible estaba lejos, en el


vestíbulo. Así que, con mi rostro sobre la Biblia, oré: “Querido Dios, por favor,
mándame alguna ayuda”. Espesos pensamientos se arremolinaron en mi cabeza,
y me sentí fría y viscosa. Gotas de sudor cayeron sobre el libro abierto. Sufriendo
un malestar general y presa de intensos dolores como punzadas, oré en
desesperación: “Por favor, querido Señor, ayúdame”.

Creo que pasó una eternidad antes que sintiera tocar a la puerta. Era una de mis
mejores amigas, Laura, que venía con su esposo Wes Sprague. Habían venido a
la ciudad para asistir a una campaña evangelística en un templo situado apenas a
media cuadra. El evangelista era conocido por su fe en Dios para realizar milagros
y su ministerio en la salvación de almas. En las noches anteriores, en las cuales
habíamos asistido nosotros, habíamos visto a personas que definitivamente
habían recibido salvación y sanidad física. A causa de la gran cantidad de
personas que acudían para oración, ellos repartían tarjetas numeradas, para
atender a cada uno por turno. Solamente llamaban a un número limitado de
tarjetas cada noche. Conociendo todas estas circunstancias, yo sabía que aun si
pudiera ir hasta la reunión esa noche, no me sería fácil obtener oración para mí.
Pero dije que si tan sólo podía llegar a la reunión, Dios se haría cargo del resto.

Con la ayuda de mis amigos, que me sostenían, comencé a recorrer la media


cuadra hasta el templo. El viento frío del mes de octubre no me ofrecía ninguna
ayuda al caminar medio doblada. Esta fue la media cuadra más larga que haya
caminado en mi vida. Me parecía que por cada paso que yo daba, el templo se
movía dos más allá. Por fin llegamos al auditorio y tomamos un ascensor para
subir al segundo piso y sentarnos en los asientos de balcón. Apenas nos
habíamos sentado cuando el predicador subió a la plataforma, y paseó una
escrutadora mirada por las tres o cuatro mil personas que había en el templo,
como si buscase a alguien en especial. Excepto por el cuchicheo y el ruido
atenuado que hacían los que habían llegado últimos y buscaban asiento. La
audiencia estaba en completo silencio. Entonces oí decir al evangelista: -Hay una
señora que ha venido al servicio, y que está padeciendo de un agudo dolor en el
lado derecho. -Saliendo de detrás del púlpito y poniendo la mano sobre su región
apendicular, agregó: -Señora, su dolor está precisamente aquí. Póngase de pie, y
el Señor la sanará. -Cuando me puse de pie y levanté las manos en alabanza a
Dios, el dolor que tanto me había aquejado se fue instantáneamente. Alguno
podrá decir que en una concurrencia tan grande habría alguien con dolor en la
región del apéndice. Puede ser cierto. Pero las palabras que dijo él estaban
dirigidas a mí, porque no bien yo me puse de pie, el Señor me sanó, tal como él lo
había dicho.

Desde ese día no he sentido ningún dolor en el apéndice, y han pasado veinticinco
años. En el momento que ello sucedió yo estaba perfectamente consciente de
cómo Dios ñeñe cuidado de su pueblo. Seguramente que El conoce cada cabello
de nuestra cabeza y ningún pajarillo cae a tierra sin nuestro Padre. (Mt 10. 30, 31.)
Él se preocupa mucho por nuestro bienestar físico. Isaías profetizó acerca de
nuestros derechos a ser sanados cuando dijo: “Mas él herido fue por nuestras
19
JO LAWSON

rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y
por su llaga fuimos nosotros curados” (Is 53. 5). Si Cristo sufrió esto por nuestra
salvación y por nuestra sanidad, entonces yo creo que su deseo es que vivamos
una vida victoriosa sobre el pecado y que gocemos de buena salud. En el Nuevo
Testamento leemos: “Quien (Cristo) llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo
sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la
justicia, y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P 2. 24). Ambos textos bíblicos nos
están prometiendo tanto la salvación del alma como la sanidad del cuerpo.
Cuando Jesús realizó nuestra redención en la cruz, compró para nosotros sanidad
y salvación. Y la Biblia nos enseña cómo nosotros podemos obtener ambas.
Concerniente a la salvación dice: “Si confesares con tu boca que Jesús es el
Señor, y creyeres en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo”
(Ro 10. 9), y “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn 1. 9). Cuando
comprendemos esto y recibimos a Cristo, comenzamos nuestra vida cristiana, y
empezamos a crecer espiritual mente al guardar sus mandamientos.

Hay ciertas condiciones que debemos mantener para conservar la comunión con
Dios, Jesús dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y
tome su cruz, y sígame” (Mt 16. 24). En instrucciones más precisas, dadas a sus
seguidores, les dice: “Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el
fuego” (Mt 3. 10), El camino que El espera de nosotros, está descrito por Pablo
como sigue: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque
el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y
éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. Pero si sois
guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la
carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías,
enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias,
homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a éstas; acerca de las cuales
os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no
heredarán el reino de Dios. Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.
Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si
vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos
vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros” (Gál 5. 16 -
26).

De aquellos que no llevan ningún fruto, dijo el Señor: “Todo pámpano que en mí
no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve
más fruto” (Jn 15. 2).

En Stg 5. 13 - 17, se nos dice cómo podemos apropiárnosla sanidad. Si estamos


afligidos, debemos orar por nosotros mismos, y si estamos enfermos, se nos dice
que llamemos a los ancianos de la iglesia para que oren por nosotros,
ungiéndonos con aceite en el nombre del Señor, Dios honrará la oración de fe, y
sanará a la persona.

20
SANADO DE CÁNCER

Pocas noches después de haber sido sanada en aquel servido, recibí otra sanidad
por la cual había estado orando. Era la última noche de los servicios, y el edificio
tenía que ser desocupado antes de cierta hora. La hilera de personas que
deseaban oración por sanidad llenaba todos los pasillos. Yo me encontraba como
a mitad de la hilera, la cual comenzó a moverse rápidamente. Ya era tiempo de
finalizar, cuando me hallé frente al evangelista y los otros que lo ayudaban en el
ministerio de oración. Él dijo: “Señor, te doy gracias por la fe de esta mujer”, y dijo
unas cuantas palabras de aliento a todos los demás que se hallaban esperando en
la larga fila.

Terminó el servicio y yo volví donde se hallaba Bill. Entretanto una mujer negra,
que yo nunca había visto antes, se me acercó y me dijo: “Querida, Dios ha hecho
por ti lo mismo que hizo por Sara, aunque tu problema no es debido a la edad”.
Dios había concedido a Sara tener un hijo en avanzada edad, llenando así su
deseo de toda una larga vida. A los nueve meses, el primero de nuestros cuatro
hijos, “William Michael, nacía el 27 de Julio de 1951 en Albany, Georgia, donde Bill
había comenzado su práctica.

Hacia el fin de mi quinto mes de embarazo, tuve una visitación especial en


Hogansville, Georgia, adonde había ido a pasar unos días con mis padres, pues
papá tenía un pastorado en esa ciudad. Asistimos al culto del domingo por la
noche, y una vez que terminó, regresamos a la casa pastoral que estaba a pocos
metros de la iglesia. Después de charlar un rato sobre los sucesos del día, nos
retiramos con la satisfacción que se siente al pasar todo un día en comunión
especial con el Señor, Como a mis padres siempre les ha gustado tener
huéspedes, en la casa había pocas camas varías. Siempre tenían ellos gente que
buscaba su compañerismo y guía espiritual. Tal era el caso durante mi visita a
casa. Yo estaba compartiendo el dormitorio con papá y mamá, donde ellos
siempre tenían una cama extra para acomodar a alguno cuando todas las otras
camas estaban ocupadas. Mientras yo estaba allí, descansando en plena quietud,
mis pensamientos fueron acuciados por los movimientos de la nueva vida que yo
llevaba en mí vientre. Sonreía para mí misma, y saboreaba el pensamiento de mi
próxima maternidad, cuando oí las voces de un coro que parecía estar justo sobre
mi cabeza, Me senté en la cama, abrí la boca, y llamé: “Mamá”, pero ningún
sonido salió de mí. Me di vuelta al lado izquierdo, y entonces vi a la más hermosa
criatura que jamás había visto. Tenía ojos del más suave castaño, piel radiante y
femenina, y las mangas del vestido, de un blanco extraordinario, que vestía, caían
en suaves pliegues de sus brazos, mientras ella se inclinaba sobre mí en la cama,
la cual estaba extendida a su máximo largo. Ella estaba dirigiendo el coro y
cantando:

Estaba sentado uno, solo, donde el camino empieza;


Sus ojos eran muertos, la luz no podía ver;
Recogió sus harapos, y tembló en las tinieblas.
Entonces vino Jesús, y le dio la luz y un nuevo ser.

Cuando Jesús viene, el poder del tentador se quiebra.


21
JO LAWSON

Cuando Jesús viene las lágrimas se van;


El quita las tinieblas y gloria da a la vida,
Porque todo se renueva cuando Jesús está.

De su casa y sus amigos, el demonio lo aparta; entre tumbas habita, miserable y


ruin;
Se hiere con las piedras, servidumbre diabólica.
Entonces Jesús viene, y libre y sano deja al infeliz.

¡Inmundo! ¡Inmundo! grita el pobre leproso;


El sordo, el mudo, indefensos están;
La fiebre atormenta, la enfermedad acosa,
Viene Jesús y quita del hombre todo mal.

Así hoy los hombres tienen un Salvador potente,


Ellos no dominan la lujuria y la pasión;
sus rotos corazones sufren solitarios,
Entonces Jesús viene y les concede salvación.

Este bellísimo ser angélico me visitó y se puso al lado de mi cama, y cantó las
estrofas de esta canción que yo nunca había oído antes. A su izquierda había otro
ser, igualmente bello, pero del cual yo no veía el rostro. Me di cuenta de que el ser
que me visitaba era mi ángel de la guarda, y el otro, el ángel de la guarda de mi
hijo. Durante ese breve encuentro el tiempo pareció detenerse. Parecía que esos
seres no tenían la más mínima noción de lo que nosotros llamamos tiempo. En
respuesta a su presencia sentí perfecta paz, y un refrescamiento corporal
sobrenatural. No estaba durmiendo. Cuando me di cuenta de la situación, me hallé
sentada en la cama, mirando hacia el lugar donde habían estado los ángeles. En
los veinticinco años que han pasado desde entonces, he revivido la escena
muchas veces en mi memoria, recordando cada detalle. Creo que había en ello un
propósito específico, porque cuando nació William Michael, cuatro meses más
tarde, vino al mundo en medio de las circunstancias más adversas, y sobrevivió
contra toda esperanza.

Al día siguiente, cuando me encontraba en el santuario de la iglesia hojeando


algunos himnarios, me sorprendí al encontrar el mismo himno que habían cantado
los seres angélicos. Llevaba por título “Entonces Jesús vino”. Leí cuidadosamente
las palabras. Tenía historias de diferentes personas, que habían pasado por
situaciones que por sí solas nunca hubieran podido sobrepasar. En cada caso
Jesús había venido y los había libertado. El hecho de que yo estuviera bien
avanzada en mi embarazo, que se suponía que nunca hubiera llegado a ocurrir,
fue una clara recordación de que Jesús había venido a mí, y que su poder sanador
me capacitaba para tener la familia que había deseado.

Poco antes del nacimiento de Mike se desarrolló en mí una toxemia, alta presión
sanguínea y problemas con los riñones. Estas dolencias comenzaron con ataques
y convulsiones que empezaron en el parto mismo y continuaron por tres meses.
22
SANADO DE CÁNCER

Ya me habían dicho que pocas mujeres embarazadas habían sobrevivido a tales


dificultades. El doctor me dijo que yo era muy afortunada, pero yo sabía que había
algo más que suerte en el asunto. Recordaba claramente la promesa que Dios me
había enviado, varios meses atrás, por los labios de una hermana de color:
“Querida, Dios ha hecho por ti lo mismo que hizo por Sara”. Y sabía que no
obstante mí condición, Dios no dejaría que Mike muriera, y aun me haría sentir
bien de nuevo.

Después de tres meses de agonía mental, en los cuales hice lo imposible para
recuperar la entrada en mi mundo, Dios contestó dulcemente nuestras oraciones
por sanidad. Había tenido veintiún días de terribles dolores de cabeza, depresión y
ataques, durante los cuales había quedado tan agotada, que apenas atendía las
necesidades de mi familia. Las regulares tareas de la casa que de ordinario las
hacía con toda facilidad, me parecían ahora fuera de mi alcance, y me sentía
deslizar en el mundo de los mentalmente incompetentes, mundo del cual no hay
retorno. Deseaba realmente salir de ese abismo, pero me despertaba cada
mañana como si estuviera dentro de una espesa niebla. Finalmente, un jueves por
la mañana, Billy yo, y Mike, que ya tenía tres meses, nos fuimos a Waycross
desde Albany. En Waycross nos reunimos con mis padres y otros miembros de la
familia para orar especialmente por mi salud. Habían sido avisados del propósito
de nuestra visita y habían estado en oración, tiempo en el cual todos entramos en
una concertada oración de fe. Después de esa oración nunca volví a sentir
ninguno de aquellos síntomas jamás. Estaba libre en el cuerpo y en el espíritu, y
volví a casa regocijándome en el conocimiento de mi completa sanidad. Había
pasado por uno de los profundos valles de la vida, el cual me ayudó a simpatizar
con todos los que sufren de severa depresión mental, habiendo aprendido también
la importancia de las oraciones intercesoras de fe, porque hay tiempos cuando se
nos hace imposible orar eficazmente por nosotros mismos.

El 5 de julio de 1953 nos trajo otra expresión del amor de Dios para nosotros, en la
persona de Iris Anita, nuestra segunda nena. Ahora teníamos lo que nuestros
corazones deseaban, un varón y una nena.

CAPÍTULO CUATRO

En 1954 contraje una larga y dolorosa enfermedad de la garganta. Al principio


pensé que era un simple ardor, pero el malestar continuó por varios meses, hasta
que tuve que dejar de cantar en el coro de la iglesia y en las reuniones familiares.
Llegué a preocuparme mucho. Cada mañana me despertaba con náuseas y una
sensación quemante cada vez que respiraba. Cuando trataba de cantar, a veces
no me salía ningún sonido. Ya habíamos encomendado el problema al Señor, en
la seguridad de que El se haría cargo del mismo. Cuando orábamos con más
fervor, nos vino respuesta del Señor en una manera inesperada. Una noche nos
enteramos, en una conversación, de que el reverendo William Branham estaría
predicando en el estadio de Macon, Georgia. Ya habíamos leído antes acerca de
este ministro, en un libro titulado William Branham, un hombre venido de
23
JO LAWSON

Dios, que daba detalles de los milagros que sucedían en su ministerio. Mientras la
conversación giraba sobre otros tópicos, yo no podía apartar mi mente del
ministerio del hermano Branham. Determiné entonces que si yo no hubiera
recibido el alivio que necesitaba antes que él viniera a Macon, asistiría a sus
reuniones.

Pasaron varias semanas y mi garganta parecía empeorar. Entonces alguien me


recordó que las reuniones de Branham comenzarían la siguiente semana.
Después de hacer los arreglos necesarios, fui a la primera reunión. Bill llegaría
más adelante, hacia el fin de la semana.

En la tercera noche de reunión salí bien temprano de mi habitación para poder


ocupar un buen lugar. Las reuniones se efectuaban en un campo de juego y
habían puesto varios centenares de sillas para que el público se sentase. Cuando
llegué al estadio, ya la gente, que venía de todas partes del país, se estaba
arremolinando en derredor. Como a las ocho de la noche ya todo se llenaba y casi
no había asientos vacíos. Algunos venían en busca de sanidad, otros meramente
como curiosos y muchos venían para dar gloria a Dios y gozarse con las
maravillas que se veían. Muchos venían como escépticos, y se retiraban como
creyentes, viendo cómo los ciegos veían y los paralíticos eran sanados
instantáneamente y se iban caminando.

No bien llegué esa tarde al estadio, tomé un asiento en la primera fila, que
quedaba a unos tres metros de la plataforma. Vi a un negro, totalmente paralizado,
que era traído por otros dos hombres. Lo transportaban en una camilla del ejército,
y los hombres lo dejaron justo al borde de la plataforma desde la cual hablaba el
predicador. El hombre estaba tan encorvado que me hizo acordar de la mujer
enferma que se describe en Lc 13. 11, la cual no se podía enhestar. Tenía el
hombre las piernas contraídas al cuerpo y estaban tan flacas y torcidas, que
prácticamente no eran más que piel y huesos, y era incapaz de hacer un
movimiento.

Otra persona que me llamó la atención fue una niña de como siete años que
estaba en una silla de ruedas. Desde el momento que llegué, hasta las 7:30 p.m.
que era el tiempo de comenzar la reunión, estuve observando a todos los que
venían, unos en desesperación, y otros tan enfermos que permanecían inmóviles.
Mi corazón se llenaba de compasión por ellos, y sentía la alegría de saber que
ninguno de ellos saldría de allí decepcionado.

A las 7:30 en punto dieron comienzo a la reunión cantando himnos y coritos,


entonados por toda esa inmensa multitud. “Sólo creed, sólo creed, todo es posible,
sólo creed... Nuestra fe iba creciendo conforme todas aquellas voces elevaban el
cántico de fe en un crescendo grandioso. Yo intentaba unirme al canto, pero mi
garganta enferma no me lo permitía. La agonía se me hacía más intensa y el dolor
era más agudo que nunca. Cuando la congregación continuó cantando, el Espíritu
Santo me aseguró que “Al que cree, todo le es posible” (Mc 9. 23). Supe entonces

24
SANADO DE CÁNCER

que antes que esa reunión terminase, yo sería completamente sanada de mi


garganta por el poder del Señor Jesús.

El hermano Branham, una persona nada presumida, subió a la plataforma y


comenzó a participarnos su fe por medio de ilustraciones y relatos de sus pasadas
experiencias. Después de un tiempo de compartir su testimonio, comenzó a orar
por la congregación. Nunca en mi vida había visto los dones del Espíritu Santo
manifestarse en forma semejante. Por medio del don de conocimiento habló a
muchas personas, describiendo sus enfermedades, dolencias y malestares en
detalle, a menudo mencionando el nombre completo y la dirección de cada
persona, mencionándoles detalles de sus recientes visitas a sus médicos y el
diagnóstico dado por ellos. Una santa quietud cayó sobre todo el estadio mientras
el Espíritu de Dios obraba, y era claramente visible que los dones espirituales
descritos en 1 Corintios 12 estaban operando a través de este hombre de Dios. En
muchas ocasiones el Espíritu le revelaba los motivos por los cuales tal o cual
persona había venido al estadio, indicándole que si Dios le revelaba a él el motivo
por el cual la persona había venido, entonces estaba también dispuesto a
solucionarle su problema, La manifestación de tales dones servía para
incrementar la fe de los creyentes y mostrar el poder de Dios a los escépticos. La
respuesta del público a este ministerio se manifestaba de varias maneras. Mucha
gente lloraba abiertamente. Otros estaban de pie, con las manos levantadas en
adoración, sacudidos visiblemente por la sobrecogedora presencia de Dios.

Mientras estaba ministrando a otros, miró hacia abajo y fijó sus ojos en mí y me
dijo: “Joven señora, sentada allí en el frente, usted ha estado sentada aquí toda la
tarde orando para que Dios me revelase la causa de su enfermedad. Usted tiene
una grave afección a la garganta, pero Dios acaba de sanarla completamente”.
Aun cuando el lugar estaba perfectamente iluminado, me pareció que había como
una ligera niebla cubriendo todo. Yo no sé si otros vieron este fenómeno, pero yo
me sentí segura de la presencia de Dios, y me di cuenta de que estaba sanada. El
dolor que había tenido lo sentía todavía, pero Dios había contestado mis oraciones
tan específicamente, que me di cuenta de que, si bien los síntomas persistían, la
enfermedad ya había desaparecido.

Después que habló conmigo, el hermano Branham se dirigió al negro paralítico, y


le habló con toda autoridad: -Mi hermano, que yaces ahí en esa camilla del
ejército, en el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda”. Ante esa orden el
hombre comenzó a desenrollarse como un acordeón. Sus brazos y piernas se
estiraron, y con muy poco esfuerzo se puso de pie, recogió su camilla y comenzó
a caminar por el pasillo en dirección a la salida, en compañía de un montón de
curiosos que habían venido a él de todas direcciones. Todos los acompañaron en
medio de vítores de gozo y exclamaciones de alabanza al Señor. Si yo no hubiera
visto esto con mis propios ojos, me hubiera sido muy difícil de creerlo. Casi
simultáneamente se dirigió a la niñita que estaba en la silla de ruedas, y antes que
terminara de darle las instrucciones, la chica había abandonado su silla y se había
puesto a caminar también por el pasillo. Yo había visto esas dos personas,
aparentemente en una situación desesperada, como habían sido traídas al campo
25
JO LAWSON

y dejadas cerca de mí. Ambas estaban paralíticas, y no habían sido capaces de


moverse de sus lugares durante las tres horas previas al servicio que estuvieron
allí. Muchos otros fueron sanados también, pero esos dos milagros se destacan en
mi memoria de todos los que tuvieron lugar en esa noche en particular.

Cuando volví a mi cuarto, tarde en la noche, me sentía peor que nunca, y durante
dos horas más, después de acostarme, continué sufriendo. No obstante eso,
acepté mi sanidad por fe, no dudando nada. Aprendí entonces una lección, que
cuando uno acepta ser sanado por fe, los dolores no lo dejan a uno
necesariamente en el acto. Satanás sabe que mientras puede hacernos sentir
dolor, tiene ventaja en hacernos dudar. Cuando dudamos, entonces perdemos
nuestra fe, y al perder nuestra fe, perdemos nuestra sanidad. Mi fe se basaba en
que Dios no puede mentir. Él me había hablado por su Espíritu Santo a través de
los labios de uno de sus siervos, y yo había creído. Yo había creído durante
meses que podría ser sanada por sus promesas, pero ahora veía que eso era un
hecho. La Biblia nos enseña acerca de la oración de fe: “Pero pida con fe, no
dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es
arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal
haga, que recibirá cosa alguna del Señor. El hombre de doble ánimo es
inconstante en todos sus caminos” (Stg 1. 6 - 8).

En enero de 1958 hizo su aparición en nuestra familia Joel Nathán, pero no sin
previas dificultades. En el sexto mes de embarazo Bill y yo habíamos hecho un
largo viaje de ida y vuelta en auto, para atender ciertos negocios. Al volver a
Albany, muy temprano en la mañana, sentí todos los síntomas de un parto
demasiado prematuro, y no había mayores esperanzas de que el bebé
sobreviviera. Bill comenzó a medir a grandes pasos el piso de nuestro cuarto, con
fervientes oraciones al Señor, pidiendo su ayuda e intervención.

Cuando los síntomas del parto se hicieron tan pronunciados que parecía que ya
nacía el niño, Bill hizo un llamado de urgencia a papá y mamá. -Por favor, vengan
a ayudarnos. -No había pasado una hora cuando mis padres estaban ya en mi
cuarto, habiendo viajado en automóvil desde Tifton. Mamá le había dicho a papá,
antes de que Bill llamara, que ella me había visto en un sueño envuelta
apretadamente con mis vestidos maternales y sin ninguna evidencia de estar
embarazada de seis meses. Ella afirmó que, a menos que se hiciera una ferviente
oración intercesora, yo perdería el niño. Ella, que caminaba en estrecha comunión
con el Señor, había tenido un preaviso de mi condición y de la crisis que sufría,
antes que llegara el llamado telefónico de Bill.

Después de leer las Escrituras un rato, para reafirmar nuestra fe en las promesas
de sanidad, pedimos a Dios que salvara la vida de mi hijo aún por nacer. Los
dolores pasaron, los síntomas se fueron, y yo pude proseguir con el embarazo
hasta su tiempo normal. Otra vez Dios había cumplido rápidamente su promesa de
estar siempre presente en los tiempos de necesidad y angustia.

26
SANADO DE CÁNCER

El 13 de junio de 1959 nuestra familia se completó con la llegada de Gina Loy.


Ahora teníamos a Mike, Iris, Nate y Gina, y dábamos gracias a Dios por la familia
que nos había dado, la cual, de acuerdo a los pronósticos médicos, nunca
habríamos podido tener. Durante los primeros diecisiete años de nuestro
matrimonio Bill observó y participó en las abundantes bendiciones manifestadas a
nosotros a través del poder sanador de Dios. El mismo había sido bendecido con
muy buena salud todo ese tiempo, con excepción de aquel ataque de
estreptococos en los primeros días de nuestro matrimonio, y por eso había sido
más o menos eximido de tener que ejercer fe personal para su sanidad. No
obstante esto, nosotros hallábamos que era mucho más fácil encarar una sanidad
de fe para nosotros mismos, que cuando se trataba de nuestros hijos. Dios había
sido misericordioso con nosotros, relevándonos de nuestras cargas en esta
materia antes que se hiciera intolerable. Nuestros hijos habían tenido casi todas
las enfermedades de la infancia y habían sufrido los inevitables accidentes, pero el
Señor nunca había fallado en contestar nuestras oraciones, y éramos afortunados
en cuanto al hecho de que ninguno de ellos había tenido que pasar ni un solo día
en el hospital debido a enfermedad. Nosotros no podemos conocer el futuro, pero
Dios sí, y nosotros debemos confiar en Él.

Al repasar todas estas experiencias, Bill y yo creemos que Dios permitió que
fuéramos probados en cosas que servirían para fortalecer nuestra fe para el
tiempo de la prueba final, la cual estaba próxima a venir.

Bill tenía el conocimiento personal y profesional de la tuberculosis que afectó a mi


padre en 1955. Cuando fue diagnosticada la enfermedad, ésa estaba en un muy
avanzado estado, habiendo sido descubierta en una revisión de rutina que se
hacía en el condado donde él vivía. La familia había observado la rápida pérdida
de peso que sufría papá, pero, como había sido su costumbre de toda una vida, a
los sesenta y cinco años seguía trabajando sin quejarse de nada. Si él tenía
alguna sospecha de su enfermedad, eso lo arreglaba entre él y su Señor, en
completa confianza de ser sanado. Durante el mismo verano en que se descubrió
que tenía tuberculosis, un doctor muy competente certificó que sus pulmones
estaban tan sanos como los de un niño. Dios no había defraudado la fe de su
siervo, y con sólo un toque de su Santo Espíritu lo había sanado completamente.
Esto no era regresión o remisión de la enfermedad. Las subsiguientes revisiones
que se le hicieron, muy a fondo, no mostraron ningún signo ni evidencia de
enfermedad. Había estado allí la tuberculosis, pero ya no estaba más. Los
certificados médicos quedaron archivados en Bainbridge y Thomasville, Georgia.
Fue el resultado de la completa fe en Dios para sanidad, y nunca, desde entonces,
ha habido la más ligera indicación de un regreso de la tuberculosis.

También había observado Bill las sanidades que había experimentado mamá.
Como resultado de una caída, una vez que estaba colgando unas cortinas, se
había dislocado un pie en tal forma que le había quedado mirando en dirección
contraria a la del otro. Por un tiempo indeterminado sufrió en silencio, mientras
toda la estructura de sus órganos femeninos parecía en convulsión. Sufrió los
efectos de esa caída durante semanas. El útero había sufrido una retroflexión y
27
JO LAWSON

ella podía notar, en el autoexamen, una úlcera supurante en ese órgano casi
expuesto. Esta condición le duró por meses, con una continua hemorragia. A la
edad de cincuenta y seis años todo esto era una prueba muy dura para mi madre.
Su abdomen comenzó a hincharse, y notó que tenía un tumor. Los hábitos
digestivos se alteraron. El alimento pasaba a través del colon sin ser
completamente digerido. Pasaron varios meses sin ninguna mejoría. Mi madre
estaba muy enferma, y toda la familia lo sabía. No podía alzar a ninguno de sus
nietos, a causa del dolor y la debilidad. Varios miembros de la familia convinimos
en orar juntos, sacrificando también varias comidas para ayunar y pedir al Señor
por su sanidad. Dios siempre está listo para contestar, pero se toma su tiempo
para que nosotros mismos nos pongamos en posición de recibir su respuesta. Él
es nuestra pronta ayuda en la tribulación (Sal 46. 1), pero no lo podemos poner a
Él en nuestro horario. El actúa a su propio tiempo, y si nosotros estamos en
correcta relación con El, debemos dejar todo en sus manos, no vacilando en la fe
a causa de las circunstancias adversas, sabiendo que El conoce el límite de
nuestras fuerzas, y que dará la respuesta en un tiempo de acuerdo a su voluntad.
Muchas veces nos perdemos de disfrutar de las respuestas a nuestras oraciones,
porque somos impacientes y empezamos a dudar. El tiempo de Dios es siempre
perfecto.

La misma fórmula escritural para recibir respuesta a las oraciones no ha fallado a


través de los años. Las oraciones expresadas para pedir una guía especial, en
materias espirituales, físicas o económicas han sido siempre respondidas. Esta
fórmula está envuelta en una simple sentencia de Jesús: “Buscad primeramente el
reino de Dios, y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt 6. 33).
Jesús sabe que si le permitimos reinar en nuestras vidas, todas las demás
prioridades hallarán su propio lugar, y esto viene a resultar en estar en una
posición de fe para ofrecer oraciones que tendrán respuestas específicas.

Mientras estaba orando por la sanidad de mi madre, tuve una visión y la vi a ella
sentada en la primera banca de la iglesia, con un nuevo bebé en su falda. Los
brazos y piernas del bebé descansaban sobre los brazos y rodillas de mamá. El
rostro de ella estaba surcado de lágrimas de gozo, y todo su cuerpo se sacudía
con una risa santa. Mientras yo miraba esta escena, me alarmé por unos rayos de
luz que daban directamente en mí cara. Estaba sentada en medio de la cama,
sollozando en forma tan vehemente, que Bill se despertó, preguntándome qué me
pasaba. Yo estaba todavía enceguecida por la luz y deslumbrada por la visión.
Llorando todavía, le dije a Bill: -Querido, Dios le va a dar a mamá una nueva vida.

-¿Por qué me lo dices? -preguntó él.

-Antes que te lo diga, contéstame una pregunta, ¿has visto alguna luz brillando a
través de la ventana?

-Por supuesto que no, querida -me contestó -las cortinas están corridas y todo
está a oscuras

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SANADO DE CÁNCER

Dormí muy poco durante el resto de la noche. “Sabía que Dios me había hablado
con respecto a mi madre, y yo quería creer que el significado de la visión era que
mamá sería sanada, pero no podía comprender todo el resto.

Temprano en la mañana siguiente, hice una visita a mis padres. Fui directamente
al dormitorio de papá, donde él estaba todavía descansando. Le conté entonces
toda la experiencia de la noche. Cuando iba por la mitad de la historia, mamá dio
palmadas de gozo y dijo: -¡Alabado sea el Señor! Eso significa que voy a tener
una nueva bendición en mi vida. -Ella había estado oyendo mi charla con papá
desde el otro cuarto. Cuando ella habló, comprendí que había entendido el
significado de mi sueño, y la oí murmurar mientras iba para la cocina a preparar el
desayuno: -¡Gracias Señor, por contestar mi oración! Ahora puedo terminar con mi
ayuno.

Veinticuatro horas más tarde mamá podía envolverse dos veces con sus vestidos.
Su abdomen se había reducido a la mitad. -Es lo mismo que dejar salir el aire de
un neumático -dijo ella. La llaga abierta de su matriz se curó, y desde entonces
nunca más ha vuelto a sufrir tales molestias. Ella está ahora cerca de sus setenta
y tres años, y papá tiene ochenta y dos. Dios ha sido más que bueno con ellos en
medio de todas sus pruebas y dificultades, y los ha traído ahora a un tiempo muy
victorioso en sus vidas. Rara vez se pierden un culto, y están todavía activos en la
obra del Señor, aun cuando ambos están retirados. Ellos son verdaderos pilares
de la fe, y bien sazonados guerreros de oración. El teléfono de ellos llama
continuamente, por parte de personas que les piden una oración de fe por sus
diversas necesidades.

La observación de todos estos casos en la vida de nuestros amados, fue


plantando semillas de fe en el corazón de Bill, fe que le hizo mucha falta, más
adelante, cuando él tuvo que hacerle frente a la misma muerte. Dios tenía un plan
para la historia de Bill Lawson, para que alcanzase a millares para Cristo,
inspirando en ellos el deseo de tener una relación personal con Dios, quien
manifestó su poder rescatando a Bill de las mismas fauces del sepulcro. Esto fue
cuando un cáncer devastador atacó casi todo su cuerpo, y lo dejó hecho piel y
huesos. ¡Alabado sea Dios por este milagro del precioso Espíritu Santo!

CAPÍTULO CINCO

Durante los siete años que siguieron, Bill y yo disfrutamos de real felicidad.
Siempre tuvimos los problemas normales de toda casa, enfermedad de los niños,
pequeños accidentes, y los trabajos de rutina. Asistimos a la iglesia puntual y
fielmente, cumpliendo lo que honestamente creíamos que era nuestra obligación
para Dios y su casa. Nunca perdimos un servicio, a menos que hubiera alguna
razón superpoderosa, y siempre fuimos consecuentes en la enseñanza de dar el
diezmo y las ofrendas. En los períodos de enfermedad siempre oramos al Señor
por salud y la salud siempre vino. Hemos sido afortunados en no tener grandes
cuentas de hospital, más que las naturales que se producían con el nacimiento de
29
JO LAWSON

los niños. Dios siempre contestó nuestras oraciones por sanidad, y sus
bendiciones fueron abundantes en suplir todas nuestras necesidades materiales.

La quiropráctica le daba a Bill buenas oportunidades de servir a su prójimo,


atendiendo a sus necesidades físicas, y él era feliz con este trabajo. Era muy
honesto en el trato con sus pacientes y siempre conservaba una recta conciencia
delante de Dios.

La vida en nuestro pueblo de Albany, Georgia, estaba tan cerca de ser perfecta
como nuestra familia podía desearlo. Los amorosos hijos que el Señor nos había
dado servían para aumentar nuestro amor de unos por otros. Ninguno sospechaba
los sucesos que se avecinaban para el año de 1965. Esos sucesos iban a resultar
inolvidables.

Era un día de diciembre de 1964, raro por lo hermoso, y todos veníamos por la
carretera 75 hacia el norte, regresando de Jacksonville, Florida. Habíamos ido allí
para asistir a la boda de un pariente. Bill había estado excepcionalmente callado
durante casi todo el viaje, y cuando le pregunté la causa de su mutismo, me dijo:
“No me siento del todo bien esta mañana. Creo que tengo lo que me parece un
problema de cálculos en los riñones”. Cuando llegamos a Albany se sentía ya tan
mal que le fue imposible manejar los últimos kilómetros hasta nuestro domicilio.
Cuando yo me hice cargo del volante, él se reclinó en el asiento con un gesto de
dolor. Sentía algo así como puñales que se le clavaban en su riñón izquierdo.
Cuando llegamos a la casa, ya tenía fiebre y sentía escalofríos. La enfermedad le
siguió por varios días; aunque por momentos cedía un poco, volvía a recrudecer.
Estos mismos síntomas habrían de repetirse varias veces por el resto del año.

Bill se hizo análisis de orina buscando señales de piedras, pero resultaron


negativos. Tres semanas más tarde, en enero de 1965 tuvo otro ataque, que se
caracterizó por dolor penetrante en el riñón izquierdo y la parte superior del
abdomen, también del lado izquierdo. Junto con esos ataques le venían violentos
escalofríos, y fiebre, y apenas podía hallar algún confort envolviéndose en la
frazada eléctrica. Temblaba incontrolablemente, mientras gruesas gotas de sudor
frío perlaban su frente. El hombre que yo había conocido tan fuerte, y que
mostraba un mínimo de preocupación en medio de todas las pruebas, llegó a estar
tan engolfado en dolor, que hasta parecía perder contacto con la realidad.

Llegamos a quedar víctimas de esta rutina por los once meses siguientes, y los
ataques se repitieron más frecuentemente. A veces los ataques eran más suaves,
pero a veces recrudecía su severidad.

El ataque que le vino en enero duró diez días. Toda la casa se volvió un caos
como nunca habíamos visto antes. Bill había disfrutado de buena salud durante
casi toda su vida. Pasamos noches sin dormir, pidiendo a Dios por su sanidad.
Pasé los días en la oficina de Bill, hablando con los pacientes y haciendo citas con
ellos para días más adelante, confiando en que pronto estaría de vuelta en su
consultorio. Después de siete días en esta lucha, sin signos aparentes de alivio,
30
SANADO DE CÁNCER

sentí la necesidad de acercarme al Señor con toda la sinceridad de que era capaz.
Continuando estas noches sin descanso y los días cargados de trabajo, durante
tres días clamé al Señor: -¡Señor! ¿En qué hemos errado? En desesperación
continué ayunando y clamando, mientras Bill se deshacía en indescriptible agonía.
Yo me preguntaba que hasta dónde seríamos capaces de soportar la carga, pero
no me imaginaba que esto fuera apenas el principio.

Eran las 3.45 de la madrugada del décimo día. Bill se retorcía de dolor, y sus
quejidos me recordaban los de aquel que ha llegado al último extremo de su
resistencia y que está a punto de rendirse al tormento. Estaba tendido en el piso,
al lado de la cama, y yo le ofrecía toda la simpatía y cariño de que era capaz, pero
poco efecto parecía producirle en aliviar su dolor. Él decía que sentía como que lo
cortaban en pedazos y que alguien estuviera introduciendo dardos en todo su
abdomen. Grandes lágrimas corrían de sus ojos, y yo no podía soportar más.
Nunca había visto a Bill llorar de dolor, y deseaba con todo mi corazón poder
ocupar su lugar.

Salí del dormitorio y en la pieza contigua caí postrada en el piso. Con la cara en
las manos oré al Señor: “Señor, no puedo sentir ni notar tu presencia. No puedo
comprender por qué Bill no ha sido sanado de esta terrible aflicción, pero una cosa
sé por seguro, y es que tu palabra es verdad, y tú has dicho, 'Por mis llagas
fuisteis sanados'. ¡Y yo lo creo así!” Volviendo al dormitorio dije a Bill: “Querido,
vamos a dormir en el nombre de Jesús”. Lo ayudé a levantarse y a meterse en la
cama. Apenas puso la cabeza sobre la almohada cuando ya quedó
profundamente dormido. Yo sabía que Dios le había concedido ese descanso, y
podía también haberlo sanado completamente en ese momento, librándolo del
largo año de sufrimientos que tenía por delante, pero, evidentemente, Dios quería
enseñarnos algunas lecciones de paciencia y aguante. Hasta entonces Él siempre
había contestado nuestras oraciones dentro de lo que parecía ser un razonable
espacio de tiempo, pero ésta era una clase de prueba enteramente diferente de
todas las que habíamos tenido anteriormente. Bill ha dicho: “Fue enteramente una
nueva bola de cera”. Pero aun así, Dios nos hizo estar conscientes de su amor y
su cuidado aun en los primeros días de esta prueba que nunca habríamos de
olvidar.

Con la luz apagada y Bill descansando, como si nunca hubiera sido interrumpido
su sueño, recibí mi primera visión que me aseguró que Dios tenía un plan para
nosotros, que El estaba guiando todo y que Bill no moriría.

Vi a Bill, y a nuestros cuatro hijos, parados en la puerta del dormitorio a pocos


metros de nuestra cama. La visión era perfectamente clara y yo estaba bien
despierta. Bill vestía un saco claro, de primavera, y los chicos estaban vestidos
también con ropas primaverales, y tenían puestos suéteres livianos. Todos
sonreían mirando en mi dirección. Tomé nota especial del hecho de que Bill se
veía joven y fuerte, como un padre robusto y feliz que tiene en su mano el control
de toda la situación. Los chicos estaban con sus útiles escolares, y me di cuenta
de que esto era como uno de nuestros felices días ordinarios, cuando Bill está listo
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JO LAWSON

para ir a su trabajo, dejando, de paso, los chicos en la escuela. Yo iría después a


su oficina, después de terminar los quehaceres de la casa.

En ese momento no entendí el significado de todo eso, pero me di cuenta de que


Dios quería decirme que él tenía la situación en su mano, y que a la larga todo
saldría bien y volvería a la normalidad. Unos pocos días más tarde, cuando estaba
pensando en la visión, el Señor me habló y me dijo: “Voy a sanar a Bill en la
primavera, cuando los niños estén todavía en la escuela, y le voy a permitir a él
que continúe 'en el cuadro', como cabeza de la familia”. Era a fines de enero, y yo
oré: “Señor, danos gracia para soportar las pruebas en los dos o tres meses que
faltan, hasta que llegue la primavera”. Lo que yo no comprendí fue que Dios quiso
decir que la sanidad sería completada en la primavera del año siguiente.

En las escasas semanas siguientes Bill mejoró bastante, y nosotros casi pudimos
echar al olvido los recuerdos de esa dolorosa semana, pero no completamente,
por cierto. Los esfuerzos de Bill por ocultar sus propios sentimientos iban a durar
justamente eso.

Estábamos ahora en nuestro decimoctavo año de casamiento, y Bill, con sus


patillas que comenzaban a encanecer, me parecía más atractivo que nunca. Tenía
ya 38 años. Se había disciplinado en las comidas, y había estado practicando
regularmente ejercicios para mantenerse en salud. Se sentía lleno de vida, de
salud y bienestar, previo a esos recientes ataques.

Noté que ese modo de vida comenzaba a cambiar. Por de pronto, Bill no comía
sus comidas con el gusto con que lo había hecho siempre. Tomaba el tenedor y
jugaba sobre el plato con la comida, mostrando cada vez menos interés en comer.
Los grandes desayunos que tomaba los cambió por una taza de café con unas
migajas de pan tostado. Continuó trabajando todos los días, con excepción de
aquellos períodos en que se sentía incapaz de seguir debido al persistente dolor,
fiebre y escalofríos que lo llevaban a la cama por dos o tres días. Cada vez que se
recuperaba lo suficiente como para volver a su oficina, su fortaleza quedaba
disminuida un poco más.

En el mes de abril, justo cuando comenzaba la primavera, comenzó a mostrar


signos de deterioro físico. En vez de la sanidad que yo había esperado, empezó a
ponerse peor. Me di cuenta de cómo una enfermedad destructiva puede ir
minando la fuerza física de una persona, y robarle su sentido del humor, su
disposición para el trabajo y hasta su deseo de vivir. La sonrisa de Bill, que había
sido como un sol para mí, dio paso a una expresión sombría y seria. Su frente se
cubrió de arrugas, que denotaban su conflicto físico. El amado hombre, cuya
fortaleza había yo considerado como concedida, comenzaba a deslizarse y
desprenderse de mí. Cada día se interesaba menos por los asuntos del negocio y
de la casa, y se desprendía de sus obligaciones, teniendo yo que hacerme cargo
más y más de las decisiones.

32
SANADO DE CÁNCER

Nos pusimos de acuerdo en tener juntos otro tiempo de oración y ayuno, y de


escudriñamiento del alma en busca de una renovación espiritual. Aunque Bill
sabía ya que padecía una enfermedad muy grave, no dejábamos de asistir a los
servicios, y con cada esfuerzo que hacíamos en asistir a la casa de Dios,
anticipábamos una completa obra de sanidad. Bill fue fiel en asistir a todos los
servicios que pudo, hasta que meses más tarde quedó confinado a su cama. Fue
en ese tiempo cuando comprendimos que estaba gravemente enfermo. Ninguno
de los dos habíamos hablado de nuestras sospechas sobre lo que él tenía, y Bill
no había consultado ningún médico todavía. Todavía iba a su oficina, pero los días
en que se sentía incapaz de atender a sus pacientes todo el día se tornaron más y
más frecuentes.

Una mañana, mientras se estaba afeitando y contemplaba su rostro en el espejo,


se dijo a sí mismo: “Bill, tú has confiado en el Señor para las necesidades de tu
familia y de su sanidad, pero ahora tú estás enfrentando una lucha que puede ser
de vida o muerte”. En ese mismo momento, arribando a una decisión con respecto
a confiar en las promesas de Dios para sanar, dijo: “Señor, voy a confiar en ti
plenamente. Estoy en tus manos, y me encomiendo a ti para que me cuides”.
Desde ese momento comenzó a buscar todas las promesas de Dios que se
aplicarían a su caso. Decidimos leer cada mañana la Biblia, diciendo: “Señor,
permítenos hallar hoy tus instrucciones para este día”. A veces leíamos unos
pocos versículos o varios capítulos hasta hallar las instrucciones precisas del
Señor para lo que teníamos que hacer en el día. En ocasiones quedábamos
desalentados, impacientes y enojados, pero el Espíritu Santo nunca nos falló en
ese tiempo de espera.

Sabemos que el tiempo es apenas un paréntesis en la eternidad, y Dios no hace


su obra de acuerdo a nuestro finito concepto del tiempo. Leemos acerca de los
milagros de Jesús y cómo El sanó a todos los que vinieron a Él, y creemos que Él
es hoy tan poderoso y justo como entonces. Siendo esto un hecho establecido,
nuestra plena fe en él no podría producir otra cosa que el resultado favorable que
se espera. Ocurrirá en el tiempo de Dios, y para su gloria, y El no tardaría. No
debíamos preocuparnos acerca de cuándo, dónde o cómo. El Señor nos había
prometido ser una ayuda siempre presente, y eso nos daba seguridad para
esperar. No importaba cuánto tuviéramos que esperar, El estaría siempre allí, aun
en las peores circunstancias. No nos dejaría ser tentados, o cargados, más allá de
lo que pudiéramos soportar (1 Co 10. 13).

Hacia fines de abril el Señor me dio un preaviso de las cosas que teníamos por
delante. Soñé que me hallaba caminando por un largo camino, en completa
oscuridad. Parecía haber la suficiente luz para dar un paso por vez. Continué mi
camino durante varios kilómetros, según me pareció, y quedé agotada de fatiga y
hambre. Comencé a comer moras, que había en árboles cerca del camino, y sólo
había la luz suficiente para iluminar el área, y la luz se movía conforme yo me
movía. De pronto vi una especie de refrigerador, de tipo comercial, que estaba
puesto a un lado del camino. Dentro del refrigerador vi flanes, tortas y helados.
Abrí la puerta, pero me retiré a! ver a nuestro periquito congelado, al lado de un
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JO LAWSON

paquete de comida también helada. El periquito parecía muerto, y estaba caído de


lado. Había perdido casi todas las plumas y su pico había perdido su hermoso
color claro. Al ver al pobre pajarito en esa condición, me olvidé de la comida, y lo
quité del refrigerador y lo envolví en mi pañuelo. Lo puse sobre mi hombro, para
abrigarlo con mi cuello, y seguí caminando, subiendo el camino, hasta llegar a un
punto donde el camino parecía no subir más. Entonces vi brillantes rayos de luz
sobre el horizonte. En ese momento el periquito revivió, y empezó a agitarse
vivamente. Procedí a desenvolverlo del pañuelo, pero ya no era el periquito. El
que estaba allí era Bill, con la cabeza recostada sobre mi hombro.

Ese era el sendero que habíamos de recorrer. Habría de llegar el tiempo en que
Bill quedaría completamente impotente, dependiendo exclusivamente de otros
para valerse. Iba a quedar casi moribundo, pero si nosotros éramos fieles en
nuestro viaje, aunque fuera un viaje en una semioscuridad, el sol brillaría otra vez
al llegar a la cima de la colina. La condición del ave congelada iba a ser la
condición de Bill, en lo peor de su enfermedad, pero como el periquito, Bill habría
de recobrar la vida y mover las alas otra vez. Dios, conociendo todas las cosas,
sabía que vendría el tiempo en que yo quedaría sola en este camino de fe, un
tiempo cuando Bill caería en un profundo coma. Dios me preparó para todo eso
con varios meses de anticipación.

Mayo y junio pasaron, y nuestra rutina desde el mes de enero fue siempre la
misma. El agobio que pesaba sobre nuestra casa no se aliviaba con el correr de
los días. En el sexto mes de su enfermedad, Bill trataba de vivir la vida tan
normalmente como le era posible, bajo tales circunstancias.

Era nuestra costumbre asistir a los campamentos de verano de nuestro estado en


la primera semana de julio, en Atlanta. Siempre juntábamos la familia y nos
íbamos al campamento, para compartir experiencias con ministros y laicos de todo
el estado, y con otras muchas personas que venían de diferentes partes del país.
Los servicios nocturnos eran para predicar el evangelio completo, y también para
un desfile de talentos musicales entre los muchos que asistían. El programa
durante el día incluía estudios bíblicos y una variedad de actividades
inspiracionales. Cuando se acercaba el 1 de julio hicimos planes para asistir. El
viaje hasta Atlanta fue bastante bueno, pero no bien habíamos llegado el jueves
por la tarde, y estando ya alojados en la pieza del hotel, Bill sufrió uno de los
peores ataques que jamás había tenido. Parecía que nuestra vacación iba a ser
pasada en la habitación del hotel, con Bill batallando contra el dolor. Llamamos a
una pareja de misioneros, que asistían a las reuniones, para que vinieran a orar
con nosotros. Ellos comenzaron a orar, pidiéndole al Señor que aliviara a Bill de
sus dolores para que pudiera asistir a las reuniones. El Señor nos contestó, y Bill
se repuso lo suficiente como para asistir al culto unas dos horas más tarde. Al
tiempo de la oración Dios también nos dio una promesa oral de sanidad. Uno de
los que estaban presentes dio un mensaje de aliento por medio del don de
lenguas (1 Co 12. 10), y otro ministro hizo la interpretación: “Si tú confías en mí, y
no dudas de mis promesas, yo te sanaré. No desmayes por las circunstancias que
te rodean, solamente confía en mí, y cree a mis promesas”. El Espíritu Santo nos
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SANADO DE CÁNCER

dio el mismo mensaje el siguiente mes, en otro servicio, y por otra gente que no
tema conocimiento de esta promesa. Cuando Él nos habló a nosotros, creímos a
su palabra en un cien por ciento. Era una promesa sagrada, y ambos nos
aferramos a ella, porque era para nosotros el tesoro de la vida.

Dios nos animó a continuar en fe esperando un milagro. En primer lugar, anclamos


nuestra esperanza explícitamente en la Palabra escrita de Dios. No anduvimos
buscando sueños, visiones o revelaciones, pero Dios nos dio periódicamente
estas cosas a lo largo del camino, para alentar nuestra fe. Hubiera sido un error
andar buscando señales. Las señales siguen después que hemos creído en la
Palabra. La fe en la Palabra dará como resultado las señales que siguen a los que
creen (Mc 16. 17).

En su promesa de sanidad el Espíritu Santo no dice dónde, cuándo y cómo ella


vendrá, pero el hecho de que Él diga que vendrá, es un abono fértil para nuestra
fe.

El mes de agosto, con sus días cálidos y húmedos, trajo poco aliciente para el
estado de decaimiento general que acusaba Bill. Se le había desarrollado un
abultado hidrocele en el testículo izquierdo, que tenía el tamaño de un pequeño
pomelo o toronja, y era de pronunciado color púrpura. Cada vez comía menos, y
cada pocos días tenía que ir ajustando su cinturón un ojal más, debido a la
constante pérdida de peso. Su piel tema el color de las calabazas, y la manera
laboriosa con que daba los pasos indicaba que no pasaría mucho tiempo antes de
que cayera definitivamente en cama. Sus hombros estaban encorvados, y la
sensación de peso que sentía en el pesado abultamiento del escroto, hacía que el
caminar fuera para él una operación dolorosa. Requería más y más quedarse en
cama para recuperar fuerzas y ser capaz de atender su oficina, siquiera
esporádicamente. Fue necesario llamar a otro doctor para que lo ayudase en la
atención de los pacientes cuando él no podía hacerlo.

Fue una gran suerte que mi hermano menor, el Dr. William Abner Ball hiciera ese
trabajo para nosotros, y por su generosidad, continuó trabajando hasta que Bill se
repuso completamente. En una actitud cristiana y amistosa dividió su tiempo entre
el atender su propio consultorio y el nuestro. Cada día venía en auto desde su
domicilio en Thomasville, a una distancia de 90 kilómetros, para atender nuestra
oficina medio día. Además de dar a los pacientes de Bill un trato verdaderamente
profesional, fue la única persona que Dios usó para asegurarles a ellos que Dios
estaba obrando a favor de Bill, y que estábamos esperando un milagro, porque
Dios lo había prometido en muchas maneras. Una cuñada muy capacitada, Elaine
Lawson, lo ayudó en la rutina de la oficina, aliviando mi propio trabajo y
responsabilidad en la misma.

Un jueves por la tarde, casi finalizando agosto, Bill me llamó al dormitorio para
discutir conmigo algo acerca de los seguros. -Querida, deseo discutir contigo este
asunto hoy, para no tocarlo nunca más. -Después de hablar un poco acerca de
nuestro estado financiero, tomó mi mano y la puso sobre el lado superior izquierdo
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JO LAWSON

de su vientre. -Palpa esto -me dijo. Yo noté, horrorizada, bajo mi mano una masa
dura, del tamaño de una naranja.

-Estoy seguro de que tengo cáncer, y en estado avanzado -me dijo. Yo había
sospechado esto mismo durante meses, y ahora, al oírlo decir lo mismo, no quedó
ninguna duda. Con el conocimiento que tenía él de la anatomía humana, y con la
experiencia de haber examinado a tantos pacientes con la misma enfermedad, era
evidente que no había llegado a esta conclusión de la noche a la mañana.
Después de unos momentos de estar comunicándonos alma a alma, renovamos
nuestra promesa de permanecer fieles el uno al otro pasara lo que pasara, y
juntos en la fe, creer todas las promesas de la Biblia sobre sanidad. Era
maravilloso leer en el Nuevo Testamento el relato de todos los milagros de Jesús,
pero ahora nosotros estábamos necesitando un milagro, y dijimos que si Jesús
había hecho eso por otros, también lo haría por nosotros y por todos los que
caminan rectamente ante sus ojos.

Salí del dormitorio donde Bill estaba descansando, y tomando la Biblia me fui a la
sala para estar sola con mis pensamientos. -Señor, ¿qué palabra tienes para
decirme ahora? -pregunté silenciosamente. Dejé caer la Biblia sobre mis rodillas y
que se abriera sola, y comencé a leer en el capítulo 18 del Génesis, concerniente
a la promesa que Dios había hecho a Abraham y Sara de darles un hijo en su
vejez. Cuando Sara se rio en su tienda, el Señor dijo: “¿Hay alguna cosa difícil
para Dios?” Dejé de leer, cerré la Biblia y dije en alta voz: -¡No, Señor! Nada es
difícil para ti. Aun si mi esposo tiene cáncer en la fase terminal, tú creaste el
cuerpo y tú puedes hacer las reparaciones necesarias. Tú no eres el autor de la
enfermedad, pero has provisto un modo de librarnos de ella, por tu llaga, y yo
descanso en esa provisión desde este momento en adelante, así como lo he
hecho en el pasado.

De este modo, con renovada fe en Dios, me fui a mis tareas con una nueva
confianza y una fortaleza interior que sólo Dios puede dar.

Unos pocos días más tarde, cuando Bill se hallaba solo y había pasado momentos
muy malos, tuvo una experiencia similar a la mía. Yo no había compartido mi
experiencia con él hasta que él me dijo que había estado orando solo en su
cuarto, pidiéndole al Señor que le dejara saber, de alguna manera, si todavía sus
ojos estaban sobre él y sus sufrimientos. Sus ojos captaron el pasaje de Lc 21. 19.
“Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas”. Me dijo que Dios había
contestado definitivamente sus oraciones por medio de las Escrituras. Él sabía
que si Dios podía contestar, y contestaba, una petición como ésa, entonces
seguramente el Señor se interesaba aún más en cosas mucho más importantes,
tales como su propia vida. Por medio de esta Escritura el Señor le estaba diciendo
que debía tener paciencia, mostrándole que Él tiene un tiempo propio para cumplir
sus promesas.

Decidimos hacer un viaje hasta Davenport, lowa, para visitar a Wesley y Laura
Sprague. Bill razonaba que no iba a sufrir demasiado en los seis u ocho días que
36
SANADO DE CÁNCER

duraría el viaje de ida y vuelta. Hicimos planes para salir de Albany el 22 de


agosto. Teníamos una razón específica para visitar a esta familia. Ellos habían
sido nuestros más íntimos amigos en aquellos primeros meses de nuestro
matrimonio, cuando Bill asistía al colegio de quiroprácticos. Su inquebrantable
devoción a Dios, y del uno para el otro, habían sido para nosotros una continua
inspiración. Como matrimonios habíamos compartido muchas gratas horas juntos.
Wesley, que era ingeniero mecánico, podía hacer muchas cosas casi de la nada.
Una de sus obras maestras era un Chevrolet modelo 1929, que había restaurado
completamente con sus propias ideas. Se vanagloriaba especialmente de su
sistema de frenos. Con todo, tenía que estar revisándolo continuamente, para
asegurarse de que seguía funcionando sin problemas. Esto nos resultó una buena
cosa, mientras andaba por esas calles cubiertas de nieve con temperaturas bajo
cero, en las ciudades de Quad y Davenport.

Con una temperatura muy por debajo del punto de congelación, Laura, Wesley,
Bill y yo subiríamos al Chevy, nos taparíamos con frazadas de lana, y saldríamos
para Fort Dodge en medio de la noche. Nos acompañaría, como siempre, Corky,
el perrillo de Laura, que se echaría obediente a sus pies para mantenérselos
calientes. Cantando durante todo el camino nos olvidaríamos un poco del frío, y
calentaríamos nuestros corazones con alegría. Al llegar a Fort Dodge nos
esperarían Katie y Oris Bradshaw, o sea, la hermana y el cuñado de Laura. Nos
servirían bebidas calientes, y una torta de ruibarbo que devoraríamos con ansia,
mientras los hombres harían sus planes para ir a cazar o pescar al día siguiente.
Laura, Katie y yo charlaríamos de cosas insustanciales, mientras prepararíamos
deliciosas comidas, en espera del retomo de nuestros maridos a la noche
siguiente. Katie tenía una casa muy grande, la cual parecía estar abierta para
todos, y nosotros hicimos muchos amigos nuevos mientras pasamos temporadas
con ellos, en esa hermosa granja de lowa.

Bill y yo tenemos muchos bellos recuerdos de estas familias amigas, y los


amamos como si fueran nuestros familiares. Durante los cuatro años que pasamos
en Davenport, fuimos constantes amigos. Así que fue por todos estos recuerdos
que Bill y yo, y nuestros cuatro hijos, tomamos esa vacación, que de otro modo
nunca lo hubiéramos hecho. Los chicos y yo habíamos cargado el auto, poniendo
a mano frazadas y mantas de lana, y una almohada para cada uno. Así que con
Bill al volante, comenzamos ese viaje de 1.600 kilómetros, tratando de recapturar
algo del pasado. También llevábamos en mente el deseo de estar unos días solos,
toda la familia, disfrutando de las bendiciones que teníamos y de nuestros hijos
felices.

Salimos temprano por la mañana, y habíamos andado unos 120 kilómetros hasta
Columbus, Georgia, cuando Bill comenzó a preocuparse acerca del viaje. Su
continuo malestar estaba como siempre presente, y su brava decisión de seguir
manejando a toda costa fue recibida con protestas por toda la familia. -Papá,
tenemos una cama para ti en el asiento trasero. Nate y Gina pueden sentarse en
los bordes del asiento, o en el piso, y Mike e Iris pueden ir con mamá en el asiento
delantero.
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JO LAWSON

Detuvimos el automóvil e hicimos el cambio. Bill se acostó en el asiento trasero y


seguimos viaje. La conversación era quieta, y oramos mucho rato antes de llegar a
Joliet, en el estado de Illinois, donde habíamos planeado descansar unas cuantas
horas para que Bill se repusiera. Durante la noche Bill no fue capaz de dormir y
trataba por todos los medios de ocultar el dolor. Cuando amaneció y pudo
levantarse, telefoneamos a nuestros amigos diciéndoles que por la condición de
Bill era mejor desistir del viaje. Ellos no tenían conciencia de lo enfermo que
estaba, y por tanto no podían comprender sus esfuerzos en soportar la fatiga del
viaje.

-Por qué no tratan de descansar, hasta que puedan seguir el viaje, y entonces
vienen -preguntó Laura, agregando que ellos podían orar por nosotros.

-Tenemos cultos de avivamiento muy buenos, y nos gustaría que ustedes


pudieran asistir con nosotros -continuó.

El pensamiento de estar involucrado en actividades adicionales desalentó aún


más a Bill. Pero después de haber considerado un rato la situación, y de haber
descansado unas cuantas horas, decidimos seguir adelante.

Cuando finalmente llegamos a Sprague, salieron a recibirnos todos los de ¡a casa.


Allí estaban Randv, Nathaniel y Lorrí, junto con el papá y la mamá, a quienes no
habíamos visto por largos meses. Nos introdujeron en la casa donde nos estaba
esperando un delicioso asado, con verduras frescas de la huerta y pan recién
sacado del horno. Habíamos conversado apenas un momento cuando Laura y
Wes nos preguntaran acerca del cambio visible en el aspecto físico de Bill.
Nosotros compartimos con ellos nuestra fe en las promesas de Dios referentes a
la sanidad, y ellos respondieron con genuinas expresiones de preocupación,
concordando con nosotros que “todas las cosas son posibles por medio de la
oración”. Nada dijimos acerca de nuestros temores de que lo que padecía Bill era
cáncer.

Después de la cena nos fuimos al cuito de avivamiento. El ministro que predicó


esa noche no tenía conocimiento previo de nuestro problema. Lo que él dijo se
refería a nuestra necesidad de tener fe en Dios para todas las circunstancias. Este
era el mensaje que necesitábamos. Compartió con la congregación su reciente
experiencia de sanidad divina de un tumor cerebral. Los doctores habían
diagnosticado su caso como desesperado, y afirmó que había quedado a solas
con Dios, leyendo cada promesa que podía hallar en la Biblia concerniente a la
sanidad, y creyéndolas simplemente. Exámenes posteriores que le hicieron no
hallaron vestigio alguno del tumor, que según los médicos le habría producido la
ceguera y la muerte.

Al final del sermón alguien dio un mensaje en lenguas desconocidas, que otro
interpretó como sigue: “Si tú deseas confiar en mí, y no dudas de ninguna
promesa para ti, yo te sanaré.” Reconocimos esto como el mismo mensaje que
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SANADO DE CÁNCER

habíamos recibido antes por el Espíritu Santo, el mes anterior en la pieza del
motel, cuando asistíamos al campamento de Atlanta, Georgia, y el Señor nos
había vuelto a asegurar que cumpliría su promesa de sanarnos. Sólo Dios podía
darnos este mensaje dos veces, a través de la operación de los dones del Espíritu
Santo, las lenguas y su interpretación. Como ya lo hemos dicho, creemos que el
Señor podía haber sanado a Bill en cualquier momento, pero é! dejó que la
enfermedad siguiera su curso, a fin de que él pudiera manifestarse en nuestra vida
hasta completar su plan para su sola y entera gloría. Consecuentemente, él
continuó dándonos palabras de aliento, para que nosotros siguiéramos creyendo
hasta que el día anhelado llegara.

Además del placer derivado de visitar a nuestros amigos, este viaje valió mucho
más que los sufrimientos de Bill al hacerlo, porque vino a darnos el mensaje
consolador. Al darnos e! mismo mensaje dos veces, Dios confirmó su maravillosa
promesa hecha a nosotros.

Volviendo a casa tomamos la pintoresca ruta de Illinois y Kentucky. Pasamos por


el pueblo donde vivió Lincoln, y la casa donde residió con su familia. Los chicos
disfrutaron visitando los túmulos indígenas, y las famosas cavernas de Mammoth.
Pero a Bill se le hacía cada vez más difícil participar de todas estas excursiones
en cada lugar donde parábamos.

En la caverna de Mammoth tuvo una escalofriante experiencia. Bajar y subir por


esas inmensas galerías fue la última tarea que pudo permitirse. Su esfuerzo por
explorar cavernas fue muy valiente, pero la gran diferencia de temperatura, entre
el calor de agosto que había arriba y el frío intenso en el interior de las cavernas,
casi terminan con él. Desde que partimos de allí y hasta que llegamos a Albany la
fiebre le subió mucho, y le volvieron el dolor y los escalofríos.

CAPÍTULO SEIS

Al final del mes de agosto Bill empeoraba rápidamente. Estaba débil y caminaba
arrastrando los pies. Cuando tenía que subir o bajar escaleras, todo eso le
costaba tanto esfuerzo que sentía opresión en el pecho tosía, y sentía dificultad en
respirar.

Sus noches eran largas y sin sueño. Cuando Bill no podía dormir, leíamos la Biblia
en alta voz. Comenzamos en el Nuevo Testamento, por el libro de Mateo. Los dos
primeros capítulos nos hablan de la genealogía y el nacimiento de Jesús, y
detalles de los primeros años de su vida. El tercer capítulo trata de su bautismo
por Juan, de la tentación en el desierto por Satanás y de cómo él estuvo a solas
con su Padre. Siguiendo con el estudio, estuvimos con Jesús en el monte, donde
dio su famoso sermón, y nos unimos a las multitudes que le seguían. Con los ojos
de nuestra mente lo vimos alcanzar al leproso, tocándole y sanándole
inmediatamente. Allí estaba también el centurión, pidiendo la salud de su siervo, y
la sanidad inmediata de éste por la fe del centurión. Tarde por la noche, cuando su
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JO LAWSON

barca estaba en medio de las olas y sus discípulos gritaban atemorizados, él les
habló a las olas, y las calmó. También con el poder de su palabra, habló a los
demonios que atormentaban a los endemoniados que andaban entre las tumbas, y
los demonios salieron de los hombres, entraron en una piara de cerdos, y la piara
se arrojó al mar, y se ahogó.

En el capítulo nueve Jesús perdonó los pecados del paralítico, y lo levantó de su


cama en el mismo instante. En el v. 18 Jairo, el jefe de la sinagoga, vino adorando
a Jesús, y expresando su dolor por la muerte de su hija jovencita. Jesús lo siguió
hasta su casa, echó afuera a los burladores y llorones y resucitó a la niña. La
mujer que había padecido flujo de sangre durante doce años, se acercó por
detrás, tomó el manto de Jesús y él le dijo: “Tu fe te ha salvado.” Dos ciegos
clamaron a él, y recibieron inmediatamente la vista. Él les dijo: “De acuerdo a
vuestra fe os sea hecho” (Mt 9. 29).

Al observar todas las sanidades que realizó Jesús, vimos varias cosas. En cada
caso las gentes vinieron buscando a Jesús. Se acercaron a él y le invocaron.
Hicieron un esfuerzo especial por alcanzarle. Él estaba allí dispuesto a sanar a
todos, pero a nadie le impuso su voluntad. Respondió a la fe sencilla que la gente
tenía en él y en su poder para sanar. No rechazó a ninguno que acudió a él. Esto
nos dijo algo a nosotros. Si nosotros hacíamos lo mismo que toda esta gente, el
Señor Jesús habría de respondernos a nosotros en la misma forma. Sabíamos
que esto podría ser cierto porque “Jesús es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”
(Heb 13. 8).

Razonamos que si Jesús podía hacer milagros mientras estaba en este mundo,
con más razón podría hacerlos ahora. Consideramos que la severidad del
problema que confrontábamos tenía poco que ver con su poder o su voluntad de
sanar. Creímos que si nosotros hubiéramos andado en medio de la multitud que
seguía a Jesús, y le hubiéramos pedido que sanara a Bill, no hubiera tenido ni
dificultad ni falta de voluntad en responder. El hecho que habitemos en cuerpos de
carne, a dos mil años de distancia de aquellos sucesos, no afecta en nada a Jesús
ni limita su poder. Cristo estaba presente entonces en la carne y ahora está
presente en el poder del Espíritu Santo, el cual es la tercera persona de la
Trinidad.

Noche tras noche seguimos estudiando los Evangelios. Marcos, Lucas y Juan nos
dieron cuenta de las obras de Jesús. Cuanto más leíamos, tanto más nos
dábamos cuenta de que es privilegio del creyente reclamar la sanidad divina en el
nombre de Jesús. Nuestra creencia fue confirmada por el siguiente pasaje: “De
cierto, de cierto os digo: el que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará
también; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidiereis al
Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo
pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14. 12 - 14).

Analizamos cuidadosamente cada promesa de Jesús. ¿Quería Jesús significar


realmente lo que decía? Si así era, entonces estaba poniendo a nuestro alcance
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SANADO DE CÁNCER

tan vasto poder que resultaba impresionante. Nos hicimos la pregunta, “¿Qué
significa pedir en el nombre de Jesús?” Discutiendo juntos el problema llegamos a
la conclusión de que es algo más que mencionar ese nombre. Sencillamente, es
que si nosotros realmente vivimos en él, y sus palabras son activas en nosotros,
entonces nosotros con sólo susurrar “en el Nombre de Jesús” pasamos a través
del reino de Satanás, entramos rectamente al trono de Dios, a cuya diestra está
sentado Jesús, y él intercede por nosotros.

Las noches siguieron iguales por todo setiembre y todo octubre. La mayor parte
del tiempo Bill dormía reclinado en un sillón que estaba al lado de la cama.
Cuando era la hora de dormir yo empezaba a leer, hasta que él se quedaba
dormido. A veces se dormía por unos veinte minutos. Otras veces, despertaba a
los cinco o diez, y me decía: “Léeme, nena.” Así leímos todo el Nuevo
Testamento, y buscamos joyas en el Antiguo Testamento para aumentar nuestra
confianza. Para lo mejor de nuestro conocimiento, vivíamos en la Palabra. Raras
veces Bill se quejaba de sus dolores. Hablaba más bien de lo que decía la
Palabra. No argumentaba acerca de la causa de sus dolores, más bien hablaba de
la cura que el Señor haría, y repetía el texto: “Bendice, alma mía, a Jehová, y
bendiga todo mi ser su santo nombre, bendice, alma mía a Jehová, y no olvides
ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana
todas tus dolencias, el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y
misericordias” (Sal 103. 2 - 4).

Había llegado el otoño, y en setiembre los chicos volvieron a la escuela. Aunque


teníamos a muy buen personal atendiéndonos la oficina, yo iba de vez en cuando
a ver cómo marchaba todo. Pero ya había llegado el tiempo para que yo le
dedicara toda mi atención a Bill. Sentí que su deseo de cuidado constante y mi
necesidad de estar con él eran más intensos que nunca.

A mediados de octubre las noches se pusieron muy frías, pero todavía teníamos
días soleados y cálidos. Ocasionalmente Bill podía aventurarse a salir al patio, y
descansar en una cómoda silla. La cercanía de Dios que él sentía se acentuaba
por la belleza del otoño, y los maravillosos colores naranja, rojo, amarillo, marrón
que ostentaba la naturaleza. Cuando descansaba con su rostro dirigido al cielo,
podía levantar al Creador los pensamientos de su alma. Sus silenciosas oraciones
eran de acción de gracias a Dios, por la promesa que le había dado de sanarlo, y
librarlo de todos esos largos meses de tortura, Pacientemente, creía y esperaba.

En una ocasión, mientras estaba sentada con Bill en el patio, nuestros ojos se
fijaron en el bote de la familia, que estaba colocado bajo un roble, semicubierto
con las hojas del otoño, y recordamos los felices momentos que habíamos pasado
todos juntos navegando en el lago. Los picnics y el esquiaje habían sido nuestras
más ¡indas distracciones, pero ahora el bote había estado sin utilizar por iodo el
verano.

-Jo -me dijo Bill -tenemos que vender ese bote. Ahí se está echando a perder, y
otro podría disfrutarlo. Nosotros siempre podremos comprar otro, cuando yo me
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JO LAWSON

sienta lo bastante bien como para manejarlo. Muchas de sus conversaciones con
respecto al futuro, estaban señaladas ahora de la frase: “Después que el Señor
me sane.” Nuestra vida en esos momentos parecía estar en un atascadero, pero
sus constantes referencias al tiempo cuando estaría bien otra vez eran como un
oasis en el desierto. Eso me hizo saber cuan firme estaba agarrada el ancla de su
fe.

Mientras hablábamos de los buenos tiempos del pasado, la realización de que Bill
volvería a estar bien otra vez se apoderó tan fuertemente de mí que toda una
nueva vida pasó por delante de mis ojos en el espacio de unos pocos momentos.
Me di cuenta que habría menos tiempo para picnics y paseos con la familia,
porque habríamos de dedicar más tiempo a compartir nuestras bendiciones con
otros. Era como haber visto una película breve. Estaba todavía sumida en mis
pensamientos cuando la voz de Bill me trajo a la realidad. -Nena, ¿me oyes?

-Oh, sí, querido -le contesté. -Estabas hablando de vender el bote. Estoy de
acuerdo.

Al día siguiente vino un joven vecino y se lo llevó del patio. Con él se fueron
memorias de salvavidas ajustados al cuerpo de nuestros chillones chicos felices,
mientras navegábamos sobre las tranquilas aguas del lago de las perezosas
tardes del verano. También se fueron los recuerdos de los vanos intentos de una
mamá, que quería hacer lo mismo que hacían sus hijitos de seis y ocho años.
Tuve la fuerte impresión de que nuestra vida cambiaría en el futuro, que
adquiriríamos nuevas prioridades. Conociendo el valor que tienen las actividades
de la familia cuando se las toma como un todo, comprendí que ellos pasarían a un
segundo plano, mientras más importantes cosas que hacer ocuparían el primero.

El aspecto físico de Bill en esos días distaba mucho de ser alentador. Mientras
estaba sentado allí, cubierto con una frazada liviana para protegerse del frío, vi
como esos despojos de hombre eran algo muy diferente del magnífico individuo
humano, bien plantado, que había sido Bill diez meses antes. Me pregunté cómo y
cuándo habría de recibir Bill su sanidad. ¿Iba a mostrar un cambio inmediato en su
apariencia, o la transición habrá de ser gradual? Recordé la visión que había
tenido en los primeros meses de su enfermedad. Recordé cuan buen mozo y
robusto parecía él cuando posaba con los niños para una fotografía familiar.
Pensé en la promesa del Espíritu Santo de sanar a Bill, si nosotros éramos lo
suficientemente fieles y mostrábamos paciencia. La memoria de cuan robusto
aparecía en la visión estaba impresa indeleblemente en mi mente. Dios lo había
puesto ahí para un tiempo como éste. Dios había prometido mantener a Bill como
cabeza de la familia, pero yo debía continuar creyendo. De otro modo, la promesa
podría perderse. Dios nunca falla, pero muchas veces cedemos nuestros derechos
al permitir que las circunstancias oscurezcan nuestra fe en la Palabra infalible de
Dios.

Cuando me senté mirando a mi esposo y mi amado, mi corazón destiló lágrimas,


pidiendo liberación para él de esta terrible enfermedad, que tan cruelmente había
42
SANADO DE CÁNCER

atacado nuestras vidas alterando todo nuestro modo de vivir. Cuanto tiempo
habría de continuar Bill siendo un paciente, yo no lo sabía. No había mucho
tiempo para dejarlo. Lo imaginé riendo otra vez, y traté de pensar en los tiempos
cuando había sido juguetón con los niños. No es que se hubiera vuelto gruñón.
Simplemente, se mostraba apático, indiferente. Mis pensamientos fueron
interrumpidos por una impresión; teníamos que seguir viviendo, y tomando cada
día como viniere.

Un viernes por la noche, el 6 de noviembre, nuestra casa se llenó de parientes y


amigos íntimos. Ya se había corrido la voz de que Bill Lawson estaba gravemente
enfermo. Habían acudido para ayudar en lo que fuera. En vez de las alegres risas
y conversaciones de otras reuniones familiares, había pasos en puntillas y
conversaciones en susurros. Los huéspedes caminaban en puntas de pie, y aun el
habitual ruido de ollas y platos en la cocina sonaba apagado. La casa estaba llena
de gente, pero no había ninguna señal de alegría. Los instrumentos musicales
“bostezaban” en sus rincones. El enorme contrabajo yacía en su lugar junto al
piano, y el órgano del living room hacía meses que no dejaba oír sus notas, ni
sentía el hábil toque de las manos de Bill, Los instrumentos de cuerda, y los
trombones, dormían un sueño profundo metidos en sus estuches. La atmósfera
estaba llena de un aire de expectación, y toda la familia parecía tener una sola
expresión en la cara; “¿Qué pasará ahora?”

Al pasar por el cuarto de huéspedes escuché a mi hermano Albert y a Sara, su


esposa, orando en voz baja. Abajo, en la cocina, mis hermanas Miriam y Martha
hacían su trabajo quietamente, sin dejar de elevar sus oraciones al Señor, dando
salida así a sus preocupaciones. En el dormitorio, donde Bill reposaba casi en
demasiada quietud, mis ancianos padres pasaban sentados la vigilia en oración.
En algún lugar a la distancia, fuera de la casa, podía escuchar la dulce voz de Iris,
nuestra hija de trece años, cantando “Santa la noche, hermosas las estrellas, la
noche cuando nació el Salvador...” Era la parte que le tocaría cantar en el colegio,
unas pocas semanas más tarde. Me costaba pensar que ya era el tiempo de
Navidad, y que había que pensar en regalos para los chicos. La voz de Iris se
sintió más cerca, cuando el ómnibus escolar paró frente a la casa, “Hoy adorad, al
Cristo reverente, ¡oh noche divina, nació el Salvador...!”

Las estrofas eran perfectamente claras. Sonaban como si un ángel entrara en la


casa. Luego, lentamente, el canto se apagó, pero su mensaje había llegado en el
momento preciso y necesario. Me deslicé a un lugar privado de oración, y tuve
otra de esas conversaciones “de corazón a corazón” con mi Padre celestial. -
Señor, deseo darte gracias por haber restaurado a la raza humana que estaba
caída, por medio de tu nacimiento, muerte y resurrección, todo aquello que perdió
cuando Adán y Eva sucumbieron a la tentación en el Edén, desobedeciendo tu
mandato. A causa del pecado, el hombre ha caído de su estado original, y por eso
mismo, la enfermedad, el mal y la muerte han plagado la raza humana. Yo sé que
en el principio tú creaste a Adán y Eva con cuerpos perfectos, y si ellos no
hubieran pecado, hubieran conservado esa perfección para siempre. Aun cuando
su transgresión apenó mucho tu corazón, tú amaste a tu creación lo suficiente
43
JO LAWSON

como para enviar a tu Hijo Jesús, en la misma carne humana, para regenerar
todas las cosas que Satanás había destruido. En su muerte hay provisión para
nuestra salvación, y por sus heridas tenemos restauración a la perfecta salud de
cualquier clase de enfermedad, si nosotros somos capaces de creer. Señor, yo
deseo darte gracias sinceramente por todas estas provisiones que tú has hecho
para nosotros, y continuamos creyendo y esperando el milagro de sanidad que le
prometiste a Bill.

Mientras yo estaba en un rincón orando a solas, Bill, por su parte hacía su propia
oración en el cuarto. Era una oración de total entrega y abandono. -Señor, si tú
deseas que yo siga esperando tu sanidad en casa, hazme el favor de poder ir el
lunes a la oficina, sin sentir ningún dolor. (Esto sería en sí un pequeño milagro,
porque hacían semanas enteras que Bill estaba bajo permanente dolor.) Si no es
así, Señor, entonces haré de cuenta que es tiempo de ingresar al hospital, y seguir
por ese camino.

Bill se daba cuenta de que/ desde que el mal que padecía producía en su cuerpo
bultos y protuberancias, se trataba ya de algo maligno. Sólo un milagro de Dios
podría salvarlo, aun cuando se pusiese de inmediato bajo cuidado médico. Por
otra parte, le era necesario obtener un certificado médico con el fin de presentar a
la compañía de seguros. Por estas razones estaba pidiendo del Señor
indicaciones específicas. El sábado, o sea, el día siguiente, varios miembros de la
familia continuaron orando y esperando. Por la noche de ese sábado Bill expresó
el deseo de ir al culto el domingo por la noche, a fin de que se hiciera oración
especial por su sanidad. Cuando llegó el momento de salir, tuvo que hacer un gran
esfuerzo aun para vestirse. El traje que se puso le quedaba muy grande. Su peso
había bajado de cien kilos a sesenta y cinco, y eso que medía un metro noventa
de estatura. Hasta los zapatos le quedaban grandes.

Se echó encima un sobretodo para defenderse del frío del mes de noviembre, y le
acomodamos un asiento en el auto para que se sintiera más a gusto, mientras
hacíamos el viaje rutinario hasta nuestra iglesia. El asistir a los cultos de la iglesia
había sido una parte muy importante de nuestra vida, pero en los últimos meses
Bill había faltado mucho.

En cierto momento del culto se hizo una sentida oración por la salud de Bill, y el
mismo reafirmó su fe de que el Señor habría de sanarlo. Cuando regresamos a
casa volvió a decir lo mismo. Esa noche fue más intranquila que lo usual para
nosotros dos, porque ambos pensábamos en la decisión de Bill de concurrir a su
oficina en la mañana del lunes, costara lo que costase, de acuerdo a la petición
que le había hecho al Señor el día viernes.

Temprano a la mañana siguiente, noviembre 8 de 1965, se sentó en el borde de la


cama y me dijo -Nena, ayúdame una vez más. Lo toqué y noté que tenía fiebre
alta. Sin hacer caso a nada, estaba haciendo el mayor esfuerzo posible, dentro de
las posibilidades humanas, para encontrar la dirección de Dios. Le había dicho al
Señor que si era su voluntad sanarlo en la casa, él sería capaz de ir el lunes a
44
SANADO DE CÁNCER

trabajar a la oficina, sin sentir mayor dolor. Salió de casa sufriendo mucho, pero
confiando en que se sentiría mejor por el camino. Llegamos a la oficina y se sentó
a su escritorio. De inmediato se desmayó. Cuando volvió en sí me dijo en tono
muy débil:-Nena, no puedo más.

Rápidamente hice arreglos para consultar el médico. Este lo envió inmediatamente


a internarse en el hospital Phoebe Putney. En el hospital le dijeron que la primera
cosa que había que hacer era una serie completa de exámenes. Los resultados de
esos exámenes estarían listos sólo al día siguiente, por la tarde.

Volvía a casa con un peso en el corazón, que parecía ser un aviso. Esa noche
soñé que me hallaba en la escalinata de una casa de campo. La casa estaba
rodeada de hermosas plantas verdes y flores por todos lados. Miré a mi alrededor,
y noté la presencia de la primavera en todas partes. En los postes del tejadillo,
cerca de los escalones, crecía una enredadera cargada de frutitas rojas. Sentí
algo así como vientos ondulantes, y al darme cuenta vi que nuestro loro, el loro
familiar que tenemos en casa, venía volando por el aire y se posó en la
enredadera. Meses antes yo había visto al mismo loro en otro sueño, pero
entonces lo había visto casi sin vida y desplumado, y me había representado el
deterioro de la salud de Bill, antes de recibir sanidad. Ahora el animalito se veía
hermoso, cubierto de brillantes plumas, y su pico era de vivo color rojo. También
parecía mucho más joven de lo que lo había visto la otra vez. Le tendí mi mano
abierta, pensando si se decidiría a entrar conmigo a la casa. Observando el cielo
límpido y azul, y el claro aire y la libertad que podía gozar volando, pensé
momentáneamente: “Más le gustaría estar afuera que entrar a la casa.” Con una
mano todavía extendida hacia el loro, y con la otra agarrando la perilla de la
puerta, sentí la impresión en mi corazón que él entraría conmigo.

-¿Qué significa este sueño? -me pregunté.

-Toma nota especial de esas frutas rojas-me dijo el Señor -. Tú has visto como
tuve cuidado de un pequeño pájaro, y como lo he rescatado de la muerte. Así
pues, tan claro como te lo dije la primera vez, yo sanaré a Bill mientras las matas
tengan fruto, y él volverá a la oficina en la primavera, antes que caigan las últimas
bayas.

El martes por la mañana, 9 de noviembre, me levanté bien temprano. Mientras


tendía la cama, tomé la almohada de Bill, y dándole una palmada cariñosa, me
dije a mí misma: -No volveré a dormir en esta cama hasta que Bill regrese a casa.

Todavía nos esperaban por delante días muy oscuros, pero sin duda ninguna, el
sol habría de volver a brillar. Pensando en el sueño de la noche anterior reflexioné
en cuanto se semejaba el estado físico de Bill al del loro. ¡Y se hallaba tan cerca
de la libertad que podía proporcionarle la muerte! ¿Volaría él hacia el cielo libre y
azul, o se decidiría a entrar de nuevo en la casa conmigo?

45
JO LAWSON

Cuando llegué al hospital y fui a verlo a su cama, noté que seguía ardiendo en
fiebre. Reaccionando ante mi toque abrió los ojos y me dijo: -Nena, estoy muy
cansado, y deseo irme a casa.

“¿A cuál se estaría refiriendo? ¿A qué casa querría ir, a la de aquí, o al cielo?” me
pregunté.

Mientras esperaba los resultados de los análisis sentí como si el fin de Bill
estuviera próximo. Eran las ocho de la mañana y el doctor nos había dicho que
estarían listos por la tarde. Transcurrirían, pues, cuatro o cinco horas de espera
antes de saber el diagnóstico. Aun cuando presentíamos lo que Bill tenía, ese
suspenso nos puso más inquietos de lo acostumbrado.

Durante las tres semanas anteriores Bill no había tenido buenas eliminaciones. En
la parte del riñón izquierdo le había crecido una protuberancia del tamaño y forma
de una banana, que le dolía y le producía escozor. En muchas ocasiones se había
dado una ducha bien caliente de varios minutos, para aliviar el dolor con el uso del
calor húmedo. Todo su cuerpo estaba funcionando mal, y él se sentía a punto de
sucumbir en la lucha. Sin embargo, rara vez se quejaba. Sufría sus dolores en
silencio, con la misma paciencia de Job. Nunca se mostraba amargado, o
expresando excesiva conmiseración consigo mismo.

Había encontrado en la Biblia muchas promesas en cuanto a sanidad divina, y


nunca había dudado que Dios cumpliría su promesa, si él continuaba creyendo.
Dios ocupaba el primer lugar en su vida. Siempre había puesto a Dios primero en
cada batalla que había librado en la vida. Los dos estábamos seguros de que este
ingreso al hospital también era algo que Dios había dirigido. Seguía confiando
plenamente en Dios para su total sanidad, y un diagnóstico médico desfavorable
no le iba a quitar su confianza.

Cerca del medio día noté que el pie izquierdo se le había puesto negro. Esa
descoloración se extendía hasta por encima del tobillo. Se llamó enseguida a uno
de los médicos, quien después de examinarlo dijo que era gangrena, y que quizá
habría que amputar el pie. A mí nunca me preocupó el problema de la gangrena,
porque sabía que si el Señor era capaz de sanarlo de cáncer, una simple
gangrena era cosa de menor cuantía para él.

Inmediatamente trasladaron a Bill a la sala de cuidado intensivo. Fue en esa sala


que el médico nos dio el diagnóstico definitivo. -Bill -dijo el doctor -, usted tiene dos
tumores cancerosos en el pulmón izquierdo. Tiene también tumor maligno en el
riñón izquierdo, el cual no funciona más. Presenta una protuberancia del tamaño
de un melón en la parte superior izquierda del abdomen, la cual se puede ver a
simple vista, y un crecimiento en el testículo izquierdo, que aún no sabemos si es
maligno, o no. Tenemos planeado hacerle una biopsia el viernes. De acuerdo a los
exámenes usted tiene carcinoma metastásico difundido por todo el sistema
linfático izquierdo. No hay nada que podamos hacer, excepto mantenerlo a usted
lo más confortable posible.
46
SANADO DE CÁNCER

Yo me hallaba parada al lado de la cama de Bill, sosteniendo su mano con la mía.

-¿Cuánto tiempo cree usted que voy a vivir? -preguntó Bill.

-De tres semanas a tres meses -replicó el doctor-. Suponemos que usted ha
tenido esto por un año, o más, y este tipo de cáncer es de rápido crecimiento.

Yo esperaba ver un cambio en la expresión de los ojos de Bill pero el diagnóstico


del doctor no le produjo ninguna impresión. La prognosis era también la que él
esperaba, y no le produjo temor. Cuando le di un beso para decirle adiós, apretó
fuertemente mi mano, y la sonrisa que me dirigió me hi/o comprender que el ancla
de su fe seguía firme todavía.

Salí del cuarto de Bill y me fui a la sala de espera. Varias personas estaban allí,
cada una velando por sus seres queridos. Sentí mi corazón conmovido al
escuchar las palabras de los que no tenían ninguna esperanza. Deseaba decirles
que Jesús sana hoy, lo mismo que sanaba cuando caminaba por la tierra. Pero,
¿cómo podía yo convencerles de mi fe, cuando mi propio Bill se debatía entre la
vida y la muerte? Todo lo que yo podía hacer era compartirles mi creencia de que
Dios puede hacer un milagro, y confiar en que mi testimonio los ayudase un poco.

A la mañana siguiente, muy temprano, me dejaron ver a Bill por un momento.


Sentí una racha helada del viento de noviembre que entraba por una ventana
abierta. La enfermera de la noche no había podido cerrarla y Bill había sido
quedado expuesto a la corriente de aire. Pensé que Bill podía contraer una
pulmonía, y mi corazón se estremeció. Esto podría agravar mucho su condición
presente.

Bill me saludó diciendo: -Nena, sácame de este lugar. ¡Aquí hay gente que se está
muriendo!

Él no había recibido medicamento alguno que lo hiciese hablar en esa manera.


Decía lo que realmente sentía. Insistía en ser llevado a otro cuarto, lejos de la
influencia de la muerte. Como a media tarde le concedieron su pedido y fue
trasladado a otro cuarto, que habríamos de compartir por todo el tiempo en que él
estuvo en el hospital. Fue una bendición tener a nuestra propia cuñada, Mae
Lawson, como una de las enfermeras.

Antes de las tres de la tarde de ese mismo día, Bill había contraído una pulmonía
en el único pulmón bueno que le quedaba. Sus piernas se hincharon hasta adquirir
un tamaño increíble. La fiebre le subió a 41 grados, y ya era incapaz de
comunicarse coherentemente. Yo me preguntaba cómo terminaría todo esto.
Comencé a repasar en mi memoria todas las promesas que el Señor nos había
hecho a Bill y a mí. Le reclamé al Señor la promesa de que sanaría al enfermo, si
el enfermo era capaz de creer y continuar creyendo, sin tener en cuenta las
circunstancias. Casi grité: -¡Querido Señor, perdóname por estar tan preocupada
47
JO LAWSON

por los hechos, que he olvidado tu palabra. Yo sé que si tú tienes el poder de


hacer un hombre del polvo de la tierra, y soplar en él aliento de vida, y convertirlo
en un alma viviente, también sé que tú puedes hacer reparaciones en tu propia
creación, porque como tú mismo dices en tu Palabra: “Para Dios todo es posible”!
(Mt 19. 26).

Cuando Mae vino para relevarme por unos momentos, me hice una escapada de
cinco minutos hasta la casa de nuestro pastor. Me habían invitado para almorzar.
Mientras me encontraba allí con ellos, Bill comenzó a delirar, y sus gritos de
agonía corrían por todos los pasillos. Después comenzó a echar sangre por la
boca, debido a la intensa congestión. Un médico, no sabiendo que Mae era
pariente de Bill, le dijo: -La mejor cosa que puede ocurrirle a Bill Lawson es que
una hemorragia masiva lo libre de todo este mal.

Toda esa noche Bill la pasó delirando. Hablaba de la extraña gente que compartía
una isla con él. Me hablaba de gentes que habían perdido sus ojos y sus piernas,
y tenían sus rostros desfigurados. Estos seres le herían, reían, y hacían burla de
su condición. Yo traté de consolarlo, diciéndole que no había nadie en su isla con
él, pero mis esfuerzos fueron inútiles. Toda la noche deliró, gimió y se quejó. Sólo
hablaba de su isla imaginaria y yo me sentía sola y desesperada.

Cuando él había estado lúcido, habíamos conversado muchas veces juntos, pero
ahora, yo podía sólo guardar silencio. Recordé vívidamente la visión de unos
meses antes. En esa visión yo iba caminando sola, en medio de densas tinieblas,
subiendo una extensa colina. Este, precisamente, debía ser ese momento de
tinieblas. Pensé de nuevo, y con los ojos de mi mente, vi otra vez los rayos del sol
que brillaban por sobre el horizonte al llegar a la cumbre de la colina.

Mi corazón latió fuertemente cuando elevé una oración, corta y anticipatoria: -


Querido Señor, ¡qué gran milagro será este!

Quedé sumida en hondos pensamientos, buscando algún consuelo tangible y


seguridad. Entonces se acercó Satanás para susurrarme: -¿Quién eres tú, que
crees que Dios sanará a tu marido, cuando hay tantos otros maridos que en esta
misma noche están muriendo?

Tengo que admitir que era una certera pregunta, pero pude replicar por medio del
Espíritu Santo: -No es a causa de mi bondad, o la bondad de Bill, que estamos
reclamando la promesa de sanidad, sino porque creemos en la Palabra de Dios, y
que él es incapaz de mentir.

A lo largo de toda esa noche en que estuve atendiendo a Bill, sin dormir un
minuto, me mantuve en lucha con Satanás, pero el Espíritu Santo nunca me faltó,
y siempre trajo a mi mente los versículos bíblicos apropiados para contestar a
cada falsa insinuación del Maligno.

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SANADO DE CÁNCER

A eso de las nueve de la mañana del día siguiente me sentí feliz de ver a varios
amigos, de otro estado, que habían venido para ver a Bill y saludarnos. Cuando
entraron al cuarto y vieron a mi esposo en tal estado, quedaron consternados. Su
apariencia era la de un viejecito arrugado y encorvado por los años. Recostado
sobre varias almohadas, parecía un despojo humano; sobre su abdomen se
notaba una gruesa protuberancia, y una continua hemorragia maloliente salía de
su boca.

Sin detenernos en mayores salutaciones nos pusimos inmediatamente en oración.


Uno de los pastores presentes, el señor T. L. Lowery, se recostó contra la pared,
llorando amargamente. De pronto, abruptamente, dejó de llorar. En lugar de
sollozos brotaron de sus labios oraciones en lengua desconocida. Yo no podía
entender sus palabras con mi mente, pero mi espíritu se daba cuenta de que eran
palabras de fortaleza y consolación. El torrente de palabras paró casi tan
rápidamente como había empezado. Enseguida alguien me dio la interpretación
en inglés: “La tormenta ruge todavía, los relámpagos continúan, los truenos
retumban, pero no temas, porque yo soy el capitán del barco. Permanece en el
barco, y yo te levantaré como testimonio de mi poder a este pueblo y esta
comunidad. Y te pondré en otro plano, donde comprenderás la razón y el sentido
de todo lo que estás sufriendo”.

Eran palabras que describían nuestro problema en detalle y me di cuenta que


venían de Dios. Las creí implícitamente. No había ninguna duda en mi mente que
Jesús seguía cuidándonos, que él era el capitán del barco, y que, no importaba
cuán bravo estuviera el mar, él nos conduciría seguramente a puerto, y su
Nombre, sólo su Nombre, recibiría toda la gloria.

Esa noche vino uno de los cirujanos con su equipo de ayudantes, y me dijo que
deseaba hacer una biopsia en el tumor del testículo. Este había adquirido ya el
tamaño de un pomelo. Presentaba un oscuro color púrpura y era duro. Sólo
haciendo una biopsia podía determinarse si era canceroso o no. Me dijeron que,
bajo circunstancias ordinarias, no operaban cuando el enfermo tenía fiebre, y sin
mencionar la neumonía y las otras complicaciones.

Cuando el cirujano me habló a solas en la sala, me dijo: -Su esposo está en


condición muy crítica como para resistir la anestesia y la cirugía. De modo que le
conviene poner todos sus papeles y asuntos en orden, antes que lo operemos
mañana por la mañana.

-En su opinión, doctor, ¿cuántas probabilidades tiene de sobrevivir a la operación?


-le pregunté.

-Muy pocas -me contestó -. Como se lo acabo de decir, no operamos a enfermos


que están en su condición, pero tenemos que hacer algo, y no hay más remedio
que hacerlo.

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JO LAWSON

-Doctor -le dije-, yo sé que se necesita un milagro para salvarlo, pero eso es
precisamente lo que estamos esperando.

Cuando salimos caminando de la sala, me palmeó amistosamente el hombro, y le


dijo a mi hermano Aarón, que estaba a mi lado: -Trate de hacerle comprender a su
hermana.

Pero las palabras que yo le había dicho al doctor eran la expresión exacta de mis
sentimientos y pensamientos.

Lo mismo que las noches anteriores, la del jueves fue larga y sin descanso. Bill
continuó enfrentándose con sus extraños seres imaginarios, enanos feos que lo
acosaban y lo dejaban asustado y agotado. Hasta se ponía a pelear con ellos,
dando golpes en el aire y agitando los brazos. Por fin llegó la mañana y
comenzaron los preparativos para la operación. Pero un momento antes de que lo
sacaran en camilla, tuvo un instante de lucidez. Tomando mi mano me dijo: -Nena,
voy a esta operación con todas las banderas desplegadas, porque tengo un
testimonio para esta gente que no puede esperar.

“Qué linda manera de salir”, pensé para mis adentros. Parecía que literalmente
había sido sacado de su delirio para decirme esas palabras de fe. Otra vez, el
ancla de su fe seguía firmemente amarrada.

Esperar todo el rato hasta que Bill saliera de la sala de operaciones hubiera sido
un tiempo de mucha ansiedad para mí. Pero tenía la seguridad en mi corazón de
que él sobreviviría. Dios me dio una paz que sobrepasaba toda comprensión. Más
tarde me di cuenta de que esto era un breve tiempo de respiro, la calma antes de
la tempestad mayor.

Me encontraba sola en el cuarto cuando Bill fue traído en la camilla. Lo acostaron


en su cama y de inmediato se puso a conversar conmigo. Me pidió que le
alcanzara un orinal, y había acabado de usarlo cuando entró Mae.

-Bueno -dijo Mae en su tono profesional de costumbre -ahora lo más importante


de todo es tratar de hacerlo orinar.

-Oh, acaba de hacerlo -dije yo.

-Estás bromeando, ¡esto tiene que ser un milagro!

-¿Un milagro?

-Claro, por lo común, los enfermos que sufren esta operación necesitan un catéter
para poder evacuar la orina.

50
SANADO DE CÁNCER

Mentalmente hice la cuenta del milagro número uno, y dije “Alabado sea el Señor”.
Cualquiera sean los problemas que estuvieran por delante, éste ya no sería uno
de ellos.

A partir de ese momento estuve vertiendo gotas de agua en los labios febriles de
Bill. Largo tiempo realicé esta misma operación, hasta que cayó en coma.

A eso del mediodía del sábado -la operación había sido el viernes -Bill estaba
cubierto de un sarpullido parecido al sarampión. Esto le provocaba una picazón
aguda, que venía a sumarse a todos sus tormentos. El especialista pensó que
sería una reacción alérgica a tanto medicamento, que le habían dado, y ordenó
una inyección de adrenalina. La persona encargada de darle la inyección se
equivocó, y le aplicó una dosis doble. Los resultados de tal error fueron casi
catastróficos. Las palpitaciones de su corazón eran tan pronunciadas que todo su
cuerpo se sacudía. La respiración era afanosa y entrecortada, y literalmente tenía
que luchar por cada bocanada de aire.

Por un momento me pareció que se iba a morir, no obstante todas las promesas
que teníamos de Dios, y todo el equipo profesional que lo estaba atendiendo. Pero
la promesa divina de sanarlo, dado por sentado que nosotros creíamos esa
promesa, se hizo evidente una vez más, y todo este episodio, junto con los demás
que vinieron después, fue colocado bajo el cuidado de Dios.

En cierto momento de la noche Bill se calmó extrañamente. Parecía haber cesado


toda lucha. Me daba cuenta que él seguía combatiendo contra la enfermedad, aun
en esos períodos de aparente calma. Pero el silencio de ahora no me agradaba.

Me puse a pensar en cuándo había sido la última vez que Bill había disfrutado de
una comida completa. Comer, en los últimos tiempos, había llegado a ser para él
una tortura, de modo que mostraba muy poco interés en comer, aun sus platos
favoritos. Después de cada bocado tosía y carraspeaba. Para tragar cada bocado
necesitaba algo de líquido, y aún así se ahogaba, y las más de las veces devolvía
lo que había podido pasar. Habían pasado tres semanas desde la última
eliminación normal, y la pequeña cantidad de alimentó que podía ingerir era
insuficiente para alimentarlo.

Comprendí que debía orar.

-Oh, Señor -supliqué -, por favor, haz tu obra pronto, porque Bill ya no aguanta
más.

Dios me susurró entonces: “Solamente recuerda el pacto que tengo hecho


contigo.” Y de nuevo fui elevada por encima de las presentes circunstancias
adversas a un plano donde podía descansar en las eternas y preciosas promesas
de Dios.

51
JO LAWSON

CAPÍTULO SIETE

Bill cayó en estado de coma y al día siguiente, domingo, no menos de doscientas


personas vinieron para expresarnos su simpatía y preocupación. Un joven pastor
nos dijo que durante los tres últimos días se había despertado a las tres de la
mañana, movido por un fuerte impulso, para orar por Bill. Otra señora, con la cual
solíamos asistir a la iglesia, me dijo que había soñado hallarse al borde de un
denso bosque, con un grupo de personas de la iglesia. Todos estaban mirando a
un hombre joven, un peregrino, que venía caminando hacia ellos desde lo más
denso del bosque. El hombre se veía cargado de hombros, y caminaba como si
tuviera que realizar un gran esfuerzo, pero con todo, iba saliendo de la espesura.
Cuando se aproximó a ellos, levantó sus manos en el aire por encima de su
cabeza. Con gritos de júbilo cambió de posición, y se paró erguido, uniéndose al
grupo de ellos en un alegre himno de acción de gracias por haber salido con éxito
del bosque.

Hubo también muchas palabras de aliento de los distintos visitantes, pero este
sueño me impresionó en particular, porque se ajustaba perfectamente a nuestra
situación.

Yo sentía ganas de llorar al ver a tanta gente que se preocupaba sinceramente por
nosotros,, y Dios les ponía la misma carga de oración que a nosotros. Yo creo que
muchas veces obstaculizamos la voluntad de Dios por la falta de una oración
realmente constante. Satanás sabe todo el honor y honra que vienen a Dios, cada
vez que ganamos una victoria espiritual, por eso echa mano de mil recursos para
estorbar el desarrollo de una persistente e insistente vida de oración.

Temprano en la mañana el cirujano me dio el informe de la biopsia del testículo. -


He hallado una masa tumoral maligna, con ramificaciones en los intestinos, que he
dejado sin tocar. Le he extirpado la masa cancerosa, pero nada más -me dijo.
Había cosido a Bill solo para dejarlo morir. Habían hecho todo lo humanamente
posible para salvarlo, pero en su opinión, no había nada que hacer.

-Aunque su esposo sobreviva -me dijo el cirujano-, su mente quedará afectada por
los muchos días de fiebre de más de 40 grados, y además, nunca podrá tener
relaciones sexuales normales. Será lo mismo que un vegetal, y a él no le gustaría
vivir así. Me di cuenta que el doctor quería quitar toda esperanza de mi cabeza,
hablando lo más claro posible, ya que le dábamos a entender que esperábamos
todavía un milagro.

-Doctor -le dije-, yo sé que lo que me está diciendo es cierto, pero todavía
seguimos esperando un milagro.

Me miró como si yo tuviera la cabeza llena de aserrín. Incrédulo a todo, se marchó


sacudiendo la cabeza como si pensase: “Bueno, por lo menos le he dicho
claramente la verdad.”

52
SANADO DE CÁNCER

La gravedad de nuestros problemas nada tiene que ver con el poder de Dios, Lo
único que le impide a Dios obrar en nosotros es nuestra falta de fe en su palabra:
“La fe viene por el oír de la palabra de Dios” (Ro 9. 23).

Ese domingo por la noche, bastante tarde, vino a visitarme una de mis amigas.
Unos meses antes había perdido a su marido, muerto de un cáncer también.
Trataba de prepararme a mí para lo que ella creía era una inminente pérdida. Me
hablaba acerca de los días de soledad que se me presentaban por delante, y que,
de todos modos, la vida tiene que seguir. Con cada frase de consuelo que me
daba, se iba poniendo más y más emocionada, hasta que terminó llorando
incontrolablemente, Yo deseaba consolarla a ella hablándole de la esperanza que
bullía en mi corazón, pero ella no se escuchaba más que a sí misma. Visitas como
ésta no me producían más que confusión de sentimientos. Pero sabía que ninguna
falta de esperanza en mi corazón, o ningún exceso de ella, podía alterar la
condición de Bill. Su sanidad tenía que ser un milagro de Dios. Y con todos esos
pensamientos en orden, lo mejor que yo podía hacer era creer, y esperar.

Acababa de irse mi amiga cuando llegaron dos pastores con sus respectivas
esposas. Venían, según ellos, a prepararme para la partida de Bill. Nos sentamos
frente a una ventana, no lejos del cuarto donde él dormía. Nunca aprecié más la
oportunidad de contemplar los árboles, las matas de hierbas y el césped mientras
ellos me hablaban, cada uno, acerca de cómo habían encarado la muerte de seres
queridos. Fueron muy amables conmigo, y era evidente que pensaban que yo
trataba de esquivar la realidad de la muerte inminente de mi esposo. Con palabras
llenas de ternura trataron de decirme que me resignara a la muerte de Bill, puesto
que quedaría liberado para siempre de tan larga y penosa lucha. Mientras los oía
sin escuchar, hice una oración para mis adentros; -Señor, tú conoces el límite de
mi resistencia, y parece que la muerte quiere metérseme a través de las
hendiduras más inesperadas.

Mirando hacia abajo por la ventana, vi el perezoso ondular de los árboles movidos
por la brisa, y recordé las palabras de la Escritura: “Mirad los lirios del campo,
como crecen; no trabajan ni hilan” (Mt 6. 28) “Y si la hierba del campo que hoy es,
y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros,
hombres de poca fe?” (Mt 6. 30). Estas palabras de Jesús, traídas a mi mente en
el preciso momento, me dieron la fuerza que necesitaba. Comprendí por esas
palabras de Jesús que las plantas y los árboles que contemplaba allá abajo, no
habían recibido su belleza y frescura por sus denodados esfuerzos, sino por la
sencilla gracia de Dios, Si Dios les concedía tal gracia a ellos, ¿cómo no habría de
concederla a nosotros también?

Las palabras de uno de mis amigos concernientes a la muerte de Bill me llamaron


la atención, y también la respuesta que yo le di: -No voy a quedar amargada o
resentida con el Señor si él se lleva a Bill.

Esas eran las palabras de mi boca, pero no podía descubrirle lo más secreto de mi
corazón. Vino a mi mente en ese momento algo que había pasado tiempo antes,
53
JO LAWSON

cuando junto con Bill leía la Biblia, y que nos había dado mucha fortaleza a
ambos, para que confiáramos hasta el fin en la promesa del Señor. La misma
Biblia que promete vida eterna por el arrepentimiento y la fe, promete al creyente
sanidad divina. Pero hay requerimientos para ser beneficiados con la una y con la
otra. Siguiendo las Escrituras cuidadosamente, llegamos a la conclusión de que
las promesas de la Palabra de Dios tienen ahora pleno significado para nosotros, y
que debemos explorar cada veta espiritual, hasta poder hacer un sólido reclamo
de cada una de ellas.

Cuando medité en estas líneas, una nueva energía surgió dentro de mí, y reconocí
que era el fortalecimiento del Espíritu Santo. Él se hallaba muy cerca, cumpliendo
su promesa de ser el Consolador. Los efectos de muchas noches sin dormir, junto
con la tensión de los sucesos del día, estaban haciendo mella físicamente en mí,
pero el Señor me sostenía de la mano, y me libraba del peso de una depresión
momentánea. Una vez más me enseñó que él me daba seguridad y dirección, y
que no permitiría que nuestro barco se estrellara contra las rocas de las buenas
intenciones de otros.

Finalmente, cuando la hora de visitas había pasado, y los parientes y amigos se


habían ido con la seguridad de haber visto a Bill vivo por última vez, quedé de
nuevo a solas con él. El seguía acostado, inmóvil sobre las blancas sábanas. La
cabeza un poco más baja que el cuerpo, para darle alivio a las piernas,
monstruosamente hinchadas. La gangrena las había hecho crecer al doble de su
tamaño. Le habían colocado almohadas entre una y otra, para que ni siquiera se
rozasen. Él se quejaba y decía que parecía estar ceñido por fajas de acero. El
más mínimo movimiento que le hacían hacer le producía dolores intensos en casi
todas las partes del cuerpo.

Cuando respiraba emitía sonidos extraños y horribles. De cuando en cuando le


venían estertores, como si la muerte estuviera muy cerca. Yo velaba
continuamente junto al ser más querido de mi vida. El sueño había huido de mí.
Cuando mis ojos se cerraban, vencida por el cansancio, seguía velando con los
ojos cerrados. Estaba acostada en un catre del hospital, al lado de su cama, y
cuando quería conciliar el sueño, algún ruido raro de Bill me despertaba
enseguida. El hecho de que su vida pendía de un hilo me tenía en continuo
sobresalto. Sabía que no podría tener ningún descanso hasta que pasara la crisis.

El lunes fue el día más negro de mi vida. Me sentí completamente sola en el


mundo, aun cuando estaba rodeada de muchas personas. Bill había caído en un
coma tan profundo que no era consciente ni siquiera de su propia existencia.

Por la noche fui hasta el final del corredor, donde estaba la ventana desde la cual
se contemplaba el patio. Mis ojos recorrieron todo el panorama al alcance de mi
vista, viniendo a detenerse en un recuadro de cielo azulado.

-Señor, me siento tan sola. Por favor, ayúdame a no dudar ahora -dije en oración.

54
SANADO DE CÁNCER

Nunca olvidaré la paz que vino a mi corazón cuando me encontraba en esa dulce
quietud. Tan real se hizo la presencia del Señor que parecía que con sólo
extender la mano podía tocarlo. Él había acudido a mi llamado en la más severa
prueba de fe que había tenido hasta entonces. Esa presencia inefable se
prolongó, y me sostuvo, hasta que la batalla fue ganada.

La enfermera principal me dio permiso de traer a los chicos durante la hora de


visita. Según las reglas del hospital no se podían llevar niños menores de doce
años al cuarto piso, pero médicos y enfermeras consideraban que Bill estaba en
las últimas, y por tanto permitieron esa excepción.

Junto a un torrente de visitantes que entraban a las cuatro de la tarde, escuché el


alegre parloteo de nuestros chicos. Mike, el mayor, tenía quince años. Días antes
había visitado a su papá, cuando estaba en la sala de cuidado intensivo. Cuando
vio al papá en tan lastimoso estado, había estallado en sollozos, se había ido a un
rincón del cuarto, y allí, con la cara entre las manos, había dado rienda suelta a
sus emociones. Mike ya no era un niño, pero tampoco era un hombre. Esas
lágrimas que fluyeron abundantes fueron un alivio para su alma acongojada.

Ahora volvía con Iris, que tenía trece años, Nate, que tema ocho, y Gina, que
contaba seis. Gina era la que guiaba al grupo, y entró al cuarto muy desenvuelta, y
se paró al lado de la cama. El brazo de Bill caía flácido a un costado, y Gina pensó
que era una invitación para jugar. Le dio al padre una palmada de cariño y al no
recibir respuesta preguntó: -Mami, ¿papi está durmiendo?

-Sí, está muy enfermo. Pero si tú le palmeas el hombro suavemente, puede que te
conteste. Así lo hizo Gina, y Bill abrió los ojos. La reconoció, y le tendió la mano.
Cada chico cambió algunas palabras con el padre, pero se daban cuenta de lo
grave que estaba, y al poco rato estaban parados, quietos y silenciosos. La visita
de los chicos fue muy breve, pero para mí significó una bocanada de aire fresco.
La misma existencia de los cuatro ya era un testimonio de cómo Dios había
contestado en el pasado oraciones mías y de Bill, allá en los primeros años de
nuestro matrimonio. Dios nos había concedido tener unos hijos de los cuales la
ciencia médica decía que jamás habrían de nacer.

Después que ellos se fueron hice una visita a la capilla del primer piso. Entre las
visitas habían venido Mae con su esposo Emory, el hermano de Bill. Ellos se
detuvieron más tiempo para hacerle compañía a Bill hasta tanto yo volviese. Yo
necesitaba estar un rato a solas con Dios: “Porque es menester que el que se
acerca a Dios, crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb
11. 6).

Sola en la quietud de la capilla, recordé todas las promesas que nos había hecho
el Señor de sanar a Bill, aunque en esos momentos él estaba prácticamente en las
garras de la muerte. Reconstruí de nuevo la simple fórmula. Primero de todo, el
Señor dice: “El ladrón no viene sino para hurtar, y matar, y destruir; yo he venido
para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10. 10). Esto quiere decir
55
JO LAWSON

que Jesús desea que tengamos una vida plena, feliz, satisfactoria, y que no se
solaza con el sufrimiento nuestro. También, que él puede quitar toda enfermedad
de nuestros cuerpos si tan solo creemos “que por sus llagas hemos sido sanados”
(1 P 2. 24; Is 53. 5).

Yo creía realmente en esas promesas, y me daba cuenta de que estaba dando


pasos de fe. Aventurándome más en la Palabra, recordé otra promesa: “Hijo mío,
está atento a mis palabras; inclina tu oído a mis razones. No se aparten de tus
ojos; guárdalas en medio de tu corazón. Porque son vida a los que las hallan, y
medicina a todo tu cuerpo” (Pr 4. 20 - 22). Consideré cuidadosamente esta
admonición, y reconocí que había prestado acatamiento a la Palabra de Dios,
guardándola delante de nuestros ojos y conservándola en el corazón. Habíamos
buscado y habíamos hallado aquellas promesas que garantizan la vida física, y la
vida es la salud de la carne. Todo eso me daba a entender que había suficiente
poder en la Palabra de Dios para sanar y restaurar el riñón inactivo, la pierna
gangrenada, la neumonía del pulmón derecho, el cáncer del sistema linfático,
hacer que el cuerpo tenga eliminaciones normales y que se detenga la
hemorragia.

Si Dios puede hacerse cargo de cualquiera de esos problemas -pensé -, también


puede hacerse cargo de todos ellos en conjunto. Y si podía hacer eso, porque
para él nada hay imposible, también podría reducir fácilmente la hinchazón de las
piernas, aunque cada una de ellas parecía pesar más de 50 kilos.

Antes de dejar la capilla para volver al lado de Bill, oré de nuevo: -Señor, yo sé
que por nuestros propios méritos nada merecemos. Ayúdame a estar segura de mi
correcta relación contigo, para recibir los beneficios que tú has provisto. Que no
haya ningún pecado en mi vida que impida recibir lo que he pedido.

Al hacer un último examen de corazón, recordé la admonición de las Escrituras:


“Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios, y
cualquier cosa que pidiéremos de él, la recibiremos, porque guardamos sus
mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Jn 3.
21, 22). Este versículo me hizo recordar que cualquier transgresión voluntaria es
pecado, y que el pecado impide las oraciones. En nuestro deseo intenso de quitar
todo pecado está involucrada nuestra recta relación con Dios.

Me puse a orar diciendo -Señor, si hay algún detalle, por pequeño que sea,
incumplido en mi vida, por favor, házmelo saber, porque no quiero que haya nada
en mi vida que esté impidiendo tus bendiciones. Cuando terminé mi oración el
Señor me habló por medio de su Palabra: “Si permanecéis en mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid todo lo que quisiereis, y os será hecho” (Jn 15. 7).

Satanás estaba allí también, insinuando maliciosamente, “¿Y qué si la Biblia no es


verdad?” Inmediatamente vinieron a mí las palabras de Juan concernientes a la
validez de la Palabra eterna: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios,
y el Verbo era Dios” (Jn 1. 1). ¿Creía yo esto? ¡Seguro que sí! Cavando más
56
SANADO DE CÁNCER

hondo en la Escritura, pero siempre de memoria, en el mismo capítulo primero de


Juan hallé como sigue: “Y aquel Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn
1. 14).

La Palabra, entonces, es nada más y nada menos que el Hijo de Dios, y todas las
cosas han sido hechas por él (Jn 1. 3). Satanás había usado su vieja treta de
hacernos dudar de la Palabra de Dios. Si él conseguía hacerme dudar de la
Palabra de Dios, me haría dudar de Dios mismo. Jesús dijo: “El cielo y la tierra
pasarán, mas mis palabras, no pasarán” (Mt 24. 35). Eso repelía todas las
palabras dichas por Satanás: La tierra podría temblar, sacudirse y resquebrajarse,
pero las palabras de Jesús no podían fallar. Y Jesús haba dicho, en términos bien
claros, que él sanaría a Bill Lawson, si nosotros continuábamos creyendo.
Recordé las palabras de mi salmo favorito, el 91.

“Me invocará, y yo le responderé; con él estaré yo en la angustia; lo libraré y lo


glorificaré, Lo saciaré de larga vida, y le mostraré mi salvación”.
(Sal 91. 15, 16).

CAPÍTULO OCHO

Fortalecida con estos pensamientos, tomé el ascensor para el cuarto piso. La hora
vespertina de visitas trajo otro mar de gente. Venían para decirle adiós a Bill. El
último adiós. Yo no había dormido en las dos noches anteriores y andaba como un
autómata. Las muchas caras que se llegaron hasta nuestro cuarto para
expresarnos su simpatía, eran parte de ese semisueño en el cual había entrado mi
vida. La verdad era que Bill se estaba muriendo. Yo lo amaba mucho más de lo
que podía expresarlo con palabras. Mi corazón se sentía pesado. Parecía que
todo esto era algo que uno siempre piensa que puede sucederle a otro, pero no a
uno mismo.

Cuando todos se hubieron ido, tomé una silla y me senté al lado de la cama de
Bill. El reloj de la pieza señalaba las 9:30 de la noche. Bill gruñía palabras
ininteligibles, y yo me inclinaba sobre él tratando de escuchar algo que pudiera
comprender, alguna expresión que saliera de su mente consciente.

Estaba cubierto de gruesas gotas de sudor. Su bata de dormir, y las sábanas de la


cama, estaban empapadas. Con la ayuda de una enfermera le hice un cambio
completo de ropas, pero cuando habíamos terminado de cambiarlo estaba mojado
otra vez. Era algo imposible de creer. Otra vez iniciamos la rutina de cambiarlo de
ropa, moviendo su cuerpo en coma de un lado para otro. La enfermera
desapareció para atender a otros enfermos, y volvió al poco rato con una pila de
sábanas y ropas de dormir, que dejó a mi disposición.

Desde las diez de la noche hasta casi las tres de la mañana, estuvimos
cambiándolo continuamente. Nunca pensé que el cuerpo humano podía expeler

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JO LAWSON

tanta agua por los poros. Gotas de sudor, parecidas a gruesas ampollas acuosas
cubrían todo su cuerpo. Por fin desistimos de ponerle batas. En vez de eso le puse
una bata doblada debajo del cuerpo, y la fui cambiando repetidas veces. El seguía
en shock, y la muerte parecía inevitable. De todos modos, yo trataba de mantener
su cuerpo seco y caliente.

A eso de las tres y media de la madrugada me desvanecí al pie de la cama de Bill.


Tres noches sin dormir, y la carga emocional de todos esos momentos quebraron
mi resistencia. Una enfermera que entró al cuarto y me vio caída quería llevarme a
la sala de emergencia, pero yo no iba a dejar solo a Bill por nada del mundo.
Apenas había salido la enfermera fuera del cuarto cuando Bill me dijo en un
susurro: -Nena, ayúdame.

Llamé de nuevo a la enfermera y le pregunté: -¿Tiene usted algún calmante para


administrarle a mí marido?

-No, no podemos darle otra inyección hasta dentro de tres horas -me respondió
ella-. Usted sabe, él está recibiendo morfina, y no podemos darle otra dosis tan
pronto. Él se está muriendo, ¿sabía usted?, y los doctores no esperan que viva
hasta la mañana.

-Sí, lo sé -le dije.

Ella salió del cuarto llorando.

Cuando cerré la puerta, comprendí de golpe la tremenda realidad. No había nada,


en el sentido puramente humano, que pudiera salvar a Bill. La muerte cobraría su
presa antes de salir el sol. Como si fuera una revelación, comprendí que éste era
el momento que había estado esperando. El peso que oprimía mi corazón se
aflojó y me entró un sentimiento de expectativa. Me daba cuenta de que Dios iba a
realizar un milagro delante de mis ojos. Tenía la impresión de hacerme más y más
pequeña, mientras la presencia de Dios iba llenando el cuarto. Tomando la mano
de Bill comencé a orar: -Señor, tú has prometido ser nuestro pronto auxilio en las
tribulaciones, y ahora nosotros tenemos más necesidad de ti que nunca. Tú dijiste
que nunca nos ibas a olvidar, y afirmaste: “No olvidaré mi pacto ni mudaré lo que
ha salido de mis labios” (Sal 89. 34). Lo que tú has hecho en el pasado por otros,
lo harás por nosotros ahora, porque tú no haces acepción de personas (2 Cr 19.
17). Señor Jesús, yo creo que tú amas a mi esposo tanto como amabas a Lázaro
cuando lo resucitaste de la tumba. Y ahora, Señor, si todo lo que hemos leído y
creído acerca del Espíritu Consolador es verdad, te ruego, Señor, levanta a Bill de
su lecho y has que vuelva a estar consciente otra vez.

Durante un rato estuve hablando con el Señor de corazón a corazón. Yo sabía que
él me estaba escuchando, y que iba a responder a mis oraciones. La presencia del
Señor viviente era tan real que yo sentía ganas de llorar. No deseaba dejar de
hablar con el Señor, pero también tenía deseos de terminar mi oración y ver lo que

58
SANADO DE CÁNCER

haría el Señor. La presencia de Jesús era tan real (como si él hubiera estado en
persona).

El tiempo en que transcurrió todo esto no puedo decirlo, pero recuerdo que miré el
reloj sobre la cama de Bill y eran las 3:30 de la mañana. Era martes, 16 de
noviembre de 1965. Este será un día que recordaré para siempre, mientras el
Señor me tenga con aliento en esta tierra. Mientras estaba allí, transfigurada por la
presencia del Espíritu Santo, Bill se sentó en la cama. Sus horribles piernas
hinchadas estaban aún sobre sus almohadas. Su cabeza descansaba a un nivel
más abajo, y no se había podido mover durante semanas. Siempre había
requerido la ayuda de tres o cuatro personas. Ahora parecía que alguien muy
poderoso lo hubiera ayudado a erguirse y sentarse sobre la cama, sin el más leve
esfuerzo, aunque en realidad se había sentido tan débil que no había podido
sostener un vaso de agua en la mano.

No bien se sentó en la cama, abrió los ojos. Su mirada era clara, normal. Entonces
habló con voz nítida, y autoritaria:

-Diablo, vete de aquí. No te doy ni una pulgada de terreno.

Satanás, cuando ataca, siempre lo hace de soslayo, no es un caballero, y debe


ser tratado con la autoridad del Espíritu Santo. Después de haber dicho esas
extraordinarias palabras, Bill volvió a recostarse en la cama. Otra vez lo hizo sin
ningún esfuerzo, como sostenido por fuerzas invisibles.

Después ese despojo de carne sufriente, a la cual había quedado reducido,


comenzó a temblar de pies a cabeza. Su cuerpo ondulaba, como esas ondas o
rizos que se forman en la superficie de una laguna cuando la agita un viento
suave. Esto continuó por dos o tres minutos, mientras se expresaba en un
lenguaje desconocido (1 Co 14. 2).

Comprendí entonces que nuestro Padre celestial había cumplido su promesa. Dios
no siempre llega temprano, pero seguramente jamás llega tarde. Tan cierto como
que estoy viva y escribiendo, comprendí que Bill acababa de ser sanado
divinamente por el poder milagroso de Dios. Me parecía que, si hubiera querido
saltar, hubiera saltado tres metros en el aire, tan libre y feliz me sentía. El mismo
poder que había sanado a mi marido me había renovado a mí. En ese momento
me sentía como si hubiera vuelto a los 16 años. Todo mi cansancio había
desaparecido y glorifiqué al Dios Altísimo. Cuando observé a Bill, vi una persona
descansada, completamente diferente. La muerte había soltado su presa. El color
cadavérico, ceniciento, de unos momentos antes, había desaparecido, y le había
vuelto su color normal. Su boca estaba cerrada, naturalmente, y la incesante
hemorragia había cesado. Su entrecejo se había distendido, y sus ojos, que
habían adquirido la fijeza vidriosa de los muertos, estaban ahora cerrados y
parecía dormir profundamente. Había arrojado al piso todas las almohadas con el
pie, y se había puesto sobre el lado izquierdo, su manera normal de dormir. La

59
JO LAWSON

respiración fatigosa de antes, con todo ese terrible carraspeo, había dado lugar a
unos sonoros ronquidos de buena salud, que sonaban como música para mí.

-Está sano -dije en alta voz. Y continué en oración: -Señor, Bill y yo contaremos
esta historia a tantas personas, y en tantas oportunidades, como ellas se
presenten. Tu nombre, y solo tu nombre recibirá toda la gloria, porque los hombres
han dicho: “Es imposible que Bill viva”. Nuestras vidas ya no nos pertenecen, sino
que están a tu entera disposición.

Eran las 3:45. Pensé que podía dormirme con toda tranquilidad. Mientras
reposaba en mi lecho vi una visión, en la cual Bill y yo viajábamos en automóvil.
Yo conducía, y él iba sentado a mi lado, envuelto en una frazada verde, de esas
del ejército. Sólo la cabeza tenía visible, y parecía sumamente enfermo y débil.
Buscábamos un lugar donde alojarnos esa noche y en ese momento, vimos algo
así como un hospedaje a un lado del camino. En una ventana había un letrero que
decía “información”. Una señora estaba sentada allí, y su sonrisa era suave y
atractiva. Detrás de ella había un bosquecillo de cedros, plantados tan juntos unos
de otros que formaban como una cortina impenetrable, que ofrecía un sitio de
intimidad y retiro.

No bien había detenido el auto Bill se bajó, sin mayor esfuerzo, y desapareció
detrás de la cortina de cedros, mientras yo me acercaba a la señora para
preguntarle cuánto costaba el alojamiento. Cuando abrí la boca para hablar, ella
me dijo: -No se cobra nada por las comodidades aquí. Puede hacer uso de ellas.

Me encamine entonces en busca de Bill, y pasé el bosquecillo de cedros. Lo que vi


entonces es casi imposible de describir. Situado al pie de la falda de una colina
había algo que parecía un paraíso terrenal. Por el medio del paraíso corría un
arroyo de aguas muy cristalinas. Yo podía ver las piedras del fondo con absoluta
nitidez, aun a una gran distancia. El arroyo debía tener por lo menos siete u ocho
metros de ancho, y la corriente llegaba al pecho. Bill era la única persona que se
estaba bañando. Había varias otras personas, pero paseaban por los alrededores
o estaban parados al borde del agua. Vi a otras personas caminando por el jardín,
y admirando la estupenda belleza de las plantas. Sauces llorones bajaban sus
largas ramas hasta venir a tocar el suelo, que parecía alfombrado de las flores
más bonitas que pueden verse. Las flores parecían azaleas, con una variedad
enorme de colores, y mucho más delicadas. Se hallaban agrupadas de modo que
parecían un exquisito ramo de flores. Escuché el alegre trino de los pájaros. Eran
de variadas clases y colores, y volaban libremente por todos los alrededores. Todo
el cuadro representaba una eterna primavera. Mientras tanto yo observaba los
juegos que Bill hacía en el agua. Nadaba de aquí para allá, se zambullía y volvía a
salir, chapoteando en el agua como un niño. El arroyo era perfectamente límpido,
tanto que podía ver el fondo con toda nitidez. Todos los detalles del cuadro eran
claros y hasta las cosas más distantes me parecían cercanas. Pensé que así
serán las cosas en la eternidad, cuando dejemos esta envoltura carnal que es
nuestro cuerpo, y tras la resurrección despertemos a la semejanza de Cristo.

60
SANADO DE CÁNCER

Me sorprendió ver que sólo Bill estaba disfrutando del agua. Todos se hallaban tan
cerca que con sólo dar un salto hubieran estado en el agua. Me dio pena ver a esa
gente que pudiendo disfrutar del baño, no aprovechaba lo que había sido puesto
tan cerca para su exclusivo beneficio. En ese momento Jesús tocó mi hombro. Me
dijo: -Bill se está bañando en las aguas de sanidad.

Habló sólo nueve palabras, pero eran la respuesta a todas las ansiedades de mi
corazón. Me acerqué al agua y metí mi pie en ella. Estaban sumamente frías, y
todo mi cuerpo se sacudió. Entonces comprendí por qué no había más gente
bañándose. Era poco agradable meterse en esa agua helada, pero después de
mantener mi pie adentro un poco de tiempo, comencé a hallarla agradable. Nos
había llevado un año entero llegar a estas aguas de sanidad. Durante el trayecto
habíamos atravesado valles profundos y sombríos de desconcierto, y caído en
abismos de desesperación. Pero por fin con la ayuda de Dios habíamos llegado a
ellas. Todas las luchas y todas las angustias de los meses pasados se esfumaban
al darnos cuenta de que habíamos alcanzado una completa victoria, y ahora todas
las vicisitudes quedaban relegadas al olvido.

Mientras yo estaba en la orilla Bill nadó hacia mí, y me dijo: -Nena, ven aquí, que
quiero hacerte el amor.

Le respondí riendo: -Luego. Entonces recordé que el médico nos había dicho que
Bill, aunque sanase de todas sus enfermedades, no podría mantener relaciones
sexuales. El significado de su amorosa invitación era confirmar el hecho de que,
en su sanidad, nada había quedado por hacerse. Dios no hace nunca las cosas a
medias. Él puede hacer una persona completamente nueva.

Cuando Bill hubo disfrutado del baño, salió del agua, subió tranquilamente a la
orilla, y tomó mi mano. Su presencia física era ahora muy diferente a la que había
tenido cuando bajó a las aguas. Se veía completamente sano y normal, sin la más
mínima traza de la espantosa enfermedad que había padecido tantos meses. Por
algún tiempo caminamos por los alrededores de ese paraíso. Después
comenzamos a subir la cima de la colina, contemplando un cielo sin nubes. Bill
seguía habiéndome: -Mira, amor mío, éste es un día perfecto.

Entonces, allá, como a la distancia, comencé a oír los ruidos de rutina del hospital.
Una de las enfermeras de servicio entró con un cubo de hielo.

Me encontraba aún medio dormida, y el sueño cargaba mis ojos cuando entre
brumas miré el reloj. Eran las 6:30 de la mañana. El mismo reloj que había
marcado las horas tremendas de la madrugada. Mi primer pensamiento fue cuán
lindo había sido, para Bill y para mí, disfrutar de tres horas de reparador sueño.
Entonces, todos los sucesos de la mañana irrumpieron en mi mente como
catarata. Me sentía como chico en nochebuena. Me costaba esperar a que Bill
despertase, tanto deseaba hablarle. En eso la enfermera hizo varios ruidos que
significaban “buen día”. Bill abrió los ojos y me miró desde la misma posición en
que se había quedado dormido, después de la visitación divina.
61
JO LAWSON

-Nena -me dijo -, Dios ha hecho un milagro en mi cuerpo.

-Ya lo sé -le dije yo -. Te vi en visión en un río cristalino, y Jesús te decía que esas
eran las aguas de sanidad.

Mientras Bill conversaba conmigo le volvió su antigua y hermosa sonrisa. Parecía


tener más dientes que antes. La cabeza parecía todavía más pequeña de lo
normal, pero nada de eso importaba ya. Tuve que reconocer que había visto
cadáveres con mejor apariencia que él, pero ahora él estaba descansando, quieta
y reposadamente, con la perfecta confianza del que sabía que todo había pasado
ya. Se hallaba completamente seguro que una nueva vida había comenzado para
él.

Cuando le trajeron el desayuno un poco más tarde, lo devoró como un lobo


hambriento, sirviéndose él mismo, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.
Se hallaba en plena posesión de todas sus facultades mentales y no tenía ni un
grado de fiebre. Habían pasado más de las tres horas, y no sentía necesidad de
morfina. La hemorragia bucal había cesado por completo. Por primera vez en
muchos meses estaba completamente libre de dolores.

Poco después del desayuno entró Mae, y Bill le pidió el orinal. Ella sacó uno del
armario y se lo ofreció.

-¿No tienes uno más grande? -preguntó Bill.

-No te preocupes por eso, papi, -dijo ella -.

Todavía nunca nadie lo ha llenado.

-Mae, te digo que necesito uno bien grande -insistió Bill. Pero ella no le hizo caso.

Lo que tenía que suceder, sucedió, y Bill llenó el orinal y tuvo necesidad de un
cambio completo de cama, y un baño. Pero esto era para él un estímulo a su
fresco deseo de hacer travesuras. Cuando sus hermanos Albert y Emory llegaron
para cortarle el pelo y afeitarlo, comenzó a recuperar su antigua vida.

En sólo unas pocas horas nuestra vida se había normalizado. Bill comía con toda
facilidad, sin atragantarse y sin carraspeos. Por primera vez, en tres semanas,
había tenido eliminaciones completamente normales. El Señor había cumplido su
promesa, y nosotros disfrutábamos de cada señal del retorno a la perfecta salud.

A las 9:30 de la mañana entró el doctor. Le examinó rápidamente la zona


abdominal donde había tenido la protuberancia.

-No sé lo que ha sucedido -dijo -, pero cualquier cosa que haya pasado, es
maravillosa. Nosotros exclamamos: -¡Gloria a Dios!
62
SANADO DE CÁNCER

Pasaron algunas horas y el doctor volvió otra vez, acompañado de otros médicos.
Un especialista lo examinó cuidadosamente advirtiéndole: -Esto le va a doler.

Ellos ignoraban que Bill ya se había hecho un autoexamen en las horas anteriores.
Dos días más tarde todavía lo seguían examinando. Su diagnóstico era: “No
hallamos la más mínima cosa”.

El día siguiente, viernes 19 de noviembre, decidieron tomarle nuevas radiografías,


para ver lo que había sucedido. Esa misma mañana al levantarse, sentado en la
cama y sus pobres piernas colgando, Bill me preguntó:

-Nena, ¿qué es lo que creemos tú y yo?

-Dime tú que es lo que creemos -le respondí yo.

-Yo creo que todo ha pasado ya.

Pero enseguida, como si otro pensamiento hubiera acudido a su mente, agregó: -


Creo que todo está casi completamente curado.

Y así fue realmente, porque cuando volvieron los médicos trayendo el resultado de
las nuevas radiografías, el diagnóstico era: “Todo el cáncer del pulmón izquierdo
ha desaparecido, excepto un pequeño nódulo del tamaño de la uña del pulgar”.

Las radiografías que le volvieron a tomar algunas semanas más tarde, decían: “Se
necesitaría un vidrio de gran aumento para notar un puntúo del tamaño de una
cabeza de alfiler para notar el lugar donde antes estuvo el cáncer”.

Dios había sido fiel a su Palabra. Nosotros nos mantuvimos creyendo, y el Señor
se mantuvo fiel a su Palabra. Veintiún días después que Bill entrara al hospital,
aquejado de un cáncer inoperable que le ocupaba todo el sistema linfático
izquierdo, era un hombre completa y divinamente sanado. Cinco semanas
después había aumentado casi 25 kilos. Era una completa victoria, que Satanás,
sin embargo, no aceptó sin antes lanzar una última sombra sobre la obra que el
Señor había hecho.

Pocos días más tarde Bill volvió a casa. Mientras estaba todavía reponiéndose,
notó un pequeño tumorcito en el lugar donde le habían hecho la operación al
escroto. ¿Sería el cáncer que regresaba? Durante dos días no me dijo una
palabra, pero al tercer día me lo mencionó. Me pareció que no valía la pena
preocuparse por ello, porque ya habíamos testificado de su sanidad, y no había
ninguna duda en mi mente que era completa y perfecta. Estaba ansiosa de que
retomáramos nuestra vida normal allí donde la habíamos dejado, pero solo el
Espíritu Santo podía guiarnos en esta materia. Sin embargo, la presencia de ese
bultito era motivo de seria preocupación para Bill.

63
JO LAWSON

Al día siguiente el Señor nos mandó un pastor amigo, un hombre que era ciego.
No podía ver a Bill, por supuesto, y nada sabía de esa nueva condición. Después
de haber conversado un rato nos pusimos a orar. El sobrino del pastor, un joven
que había venido manejando el auto, dio un mensaje en lengua desconocida, y el
pastor Bradley Shaw, que así se llama este pastor ciego, dio la interpretación: -No
temas de testificar de tu sanidad, porque yo te he sanado.

Comprendimos que era la voz del Señor dándonos seguridad y confianza una vez
más. Varias otras profecías fueron dadas en esa ocasión, las cuales todas se
cumplieron a su debido tiempo.

Durante la primera semana de convalecencia en casa se le empezó a caer la piel.


Le salían grandes tiras, del tamaño de la palma de la mano. Esto era el resultado
de tantos días de fiebre a más de 40 grados, Pero pronto tuvo una nueva piel,
sobre todo el cuerpo.

Durante los primeros tiempos de su sanidad yo hacía un repaso de todo lo que el


Señor había hecho con él. Había tenido un riñón completamente deteriorado, y
ahora tenía uno totalmente renovado. Sus intestinos habían estado afectados con
las raíces del cáncer del testículo, pero ahora estaban libres de cualquier
crecimiento anormal. La gangrena de las piernas, la pulmonía del pulmón derecho,
la flacura, la postración espantosa, todo eso había sido sanado. Cada vez que
trataba de imaginarme lo que el Señor había hecho, me sentía rodeada de su
imponente presencia, y lágrimas de gozo venían para lavar mi alma. Mi mente
finita nunca podrá abarcar la grandeza y la profundidad de las cosas que Dios hizo
con nosotros.

CAPÍTULO NUEVE

El retorno a la salud de Bill fue acentuado por orden divino. Así y todo, 'tardó'
cuatro meses en recuperarla fortaleza física suficiente como para poder realizar
todas las tareas de su profesión. Tres semanas de reposo en cama fueron
necesarias para que pudiera caminar sin ayuda, desde el dormitorio hasta la sala,
una distancia de 25 metros.

El primer trabajo que pudo hacer con satisfacción fue cortar astillas de leña con
una pequeña hacha. Cada día se ponía a rajar algunos troncos de mediano
grosor, ejercitando músculos y nervios que le son tan necesarios para manipular la
columna vertebral de sus pacientes.

Uno de los signos obvios de buena salud fue la vuelta de los colores a la cara.
Casi inmediatamente de comenzar a caminar, se le colorearon los lóbulos de las
orejas, y recuperaron su color rosado, típico de la buena salud. Cada vez que yo
hacía mención de la obra maravillosa del Señor, terminaba llorando. Esto me
pasaba especialmente por las noches, cuando me despertaba y lo sentía a él

64
SANADO DE CÁNCER

dormir tranquilamente, respirando tranquilo. Muchas noches le prometí al Señor


estarle agradecida toda la vida, y sólo él sabe cuánta gratitud hay en mi corazón.

Corría el mes de diciembre y ya se notaba en el aire el ambiente de fiesta. Nuestra


iglesia siempre tiene muchas actividades programadas para esos días. El gran
suceso es el banquete que se celebra en el salón social. Todos los miembros de la
iglesia asistirían al banquete, y Bill y yo decidimos hacer lo mismo. Esa sería
nuestra primera salida. Estaba programado para el día 23, y esto le daría a Bill
unas tres semanas de convalecencia desde que le dieran de alta en el hospital,
hasta poder caminar de nuevo.

Llegó el día y empezamos a hacer los preparativos para ir. Mientras estaba en el
baño, afeitándose solo por primera vez en varias semanas, me dijo: -Me siento
verdaderamente contento de no haberme visto la cara antes, porque si no, no me
hubiera alcanzado la fe para creer que Dios pudiera sanarme.

Para un hombre que se suponía, según todos los pronósticos médicos, estar
ahora sepultado bajo dos metros de tierra, verlo parado y afeitándose, era
suficiente evidencia del milagro, aunque en este momento parecía una bolsa de
huesos toda raída. Yo le daba de comer ricas comidas caseras, y helados hechos
por mí, y él comía tres veces por día. Había subido por entonces ya más de 15
kilos, sin embargo aún se le contaban todas las costillas.

Nos reímos mucho juntos los dos mientras buscábamos en el guardarropa algún
traje que ponerse. Todos le quedaban muy grandes. Por fin decidimos que era
imposible usar esa ropa de antes. De modo que me fui a la tienda y le compré un
traje de confección, adecuado a su talla, aunque sospechábamos que dentro de
poco tiempo iba a quedarle chico.

Diciembre 23 era la víspera de nuestro aniversario de casamiento, y me admiraba


del cambio experimentado en la presencia física de Bill, al dejar sus piyamas y
vestirse ropa de calle. Me sentí muy agradecida de poder retornar a la vida
normal. Y más agradecida estaba porque había ocurrido justo para la fecha de
nuestro aniversario. Dios es grande, y tiene en cuenta todos los detalles. A veces
va más allá, supliendo con creces nuestras necesidades y satisfaciendo aún los
más secretos anhelos de nuestro corazón.

Ver a Bill de nuevo presente en la vida era algo más grande de lo que puede ser
expresado con palabras. La certeza de su recuperación era algo sumamente
estimulante. La tensión en la cual habíamos vivido los últimos meses se había
quitado, y nos sentíamos como dueños de algo muy imponente. Sabíamos lo que
poseíamos, pero no éramos capaces de describirlo con palabras. La felicidad que
habíamos experimentado 18 años atrás, cuando nos casamos, no era de
comparar con la felicidad que gozábamos en este día. Temamos la felicidad que
se siente al recuperar algo sumamente precioso que nos había sido quitado
injustamente. Fue con este sentimiento mezcla de adoración, de gratitud, de
asombro, de encantamiento, que Bill y yo nos embarcamos juntos de nuevo en la
65
JO LAWSON

vida. Disfrutamos muchísimo del banquete fraternal, y de todos los actos que
siguieron. Así ha continuado nuestra vida desde ese momento en adelante.

El mes de enero de 1966 nos trajo un diluvio de invitaciones para ir a compartir


nuestra historia en varias iglesias. El Espíritu Santo había dicho que sanaría a Bill
para testimonio del poder de Dios, y esta profecía habría de cumplirse repetidas
veces.

Poco después de tener una tercera reunión de este tipo, Bill fue atacado de herpes
zoster. Le brotó una serie de vesículas dolorosas, que comenzando por el lado
izquierdo de la cintura le bajaban a todo lo largo del nervio ciático hasta la planta
del pie. Por varios días trató de andar con muletas, dando grandes zancadas,
fatigosa tarea que aceptó con su acostumbrado buen talante. Sin embargo, la
perspectiva de estar frente a una audiencia el domingo, hablando de su sanidad
pero parado con muletas, no le hacía ninguna gracia. Era la segunda vez que lo
invitaban a esa iglesia, y no quería cambiar nuevamente la fecha.

Bill consultó a varios médicos y todos le dijeron lo mismo. La triste cosa es que
con el herpes no se puede hacer nada, más que armarse de paciencia y aguantar.
La enfermedad tiene que seguir su curso normal, que es de cuatro a cinco
semanas. El compromiso era para dentro de diez días, y nuevamente decidimos
que era tiempo de buscar la dirección específica de Dios. Si este testimonio iba a
ser para su gloria, entonces todas las vesículas tenían que estar secas y sanadas
en un espacio de diez días.

Para estar seguros de que orábamos en la dirección correcta, decidimos poner


delante del Señor un vellón de lana. Seguimos el ejemplo de Gedeón: “Y Gedeón
dijo a Dios: Si has de salvar a Israel por mi mano, como has dicho, he aquí que yo
pondré un vellón de lana en la era; y si el rocío estuviere en el vellón solamente,
quedando seca toda la tierra, entonces entenderé que salvarás a Israel por mi
mano, como lo has dicho. Y aconteció así, porque cuando se levantó de mañana,
exprimió el vellón y sacó de él el rocío, un tazón lleno de agua. Mas Gedeón dijo a
Dios: No se encienda tu ira contra mí, si hablare aun esta vez: solamente probaré
ahora otra vez con el vellón. Te ruego que solamente el vellón quede seco, y el
rocío sobre la tierra. Y aquella noche lo hizo Dios así; solo el vellón quedó seco, y
en toda la tierra hubo rocío” (Jue 6. 36 - 40).

Nuestro vellón tomó la forma de una oración.

-Señor, si es tu divina voluntad que continuemos cumpliendo todos estos


compromisos que tenemos, por favor, seca completamente todas las vesículas de
inmediato, así podemos cumplir con nuestro compromiso y estar a tiempo para la
próxima cita.

Por ese tiempo teníamos una hermana en Cristo, mujer sencilla y fiel, que venía a
ayudarme en algunas tareas de la casa. Esta mujer estaba llena del Espíritu
Santo, y tenía un hermoso testimonio de como el Señor la había sanado de un
66
SANADO DE CÁNCER

tumor abdominal. Cuando niña había sido muy pobre, y no había podido ir a la
escuela para aprender a leer y escribir. Sin embargo, cuando fue llena del Espíritu
Santo adquirió sanidad física y la habilidad de leer la Biblia. Vivía tan agradecida a
Dios por esto que constantemente tenía una Biblia abierta junto a la tabla de
planchar donde trabajaba.

Su nombre era Elester. Un día sábado, precisamente una semana antes de


nuestro compromiso, noté que estaba débil, que se mareaba trabajando y le
daban vahídos. Sabiendo yo de su vida tan consagrada, y su gratitud a Dios,
pensé que Elester estaba ayunando, y de ahí su debilidad. Recordé que hacía
días que no la veía probar alimentos. De modo que le pregunté:

-Elester, ¿cuánto tiempo hace que está ayunando?

-Hoy, justamente hace una semana -me contestó-, pero creo que el Señor ya
contestó mi oración y puedo comer otra vez. Y prosiguió enseguida: -Me gusta ir a
la iglesia todas las noches, pero después de todo un día de trabajo me siento
cansada, y me duermo en el culto. Quiero estar fuerte y despierta errando el
pastor predica.

Me puse a pensar que esta sencilla mujer era mucho más consagrada que
nosotros, porque no llevábamos esa vida de ayuno y oración que ella llevaba, a
pesar de haber sido nosotros tan ricamente bendecidos.

Inmediatamente le dije: -Venga conmigo, Elester, porque tengo una tarea para
usted. Tomé una botella de aceite del aparador de la cocina, y nos fuimos las dos
al dormitorio, donde Bill estaba aguardando. No bien entramos le dije a Bill: -
Elester Bean ha estado ayunando durante una semana, y si hay alguien que ahora
pueda hacer una oración de fe para que sanes de tus herpes, ella es (Stg 5. 13 -
16).

Nos paramos una a cada lado de Bill, y le di a Elester la botella de aceite para que
ungiera a Bill. Yo pensé que ella seguiría la forma usual de ungir, que es poniendo
los dedos mojados de aceite en la frente del enfermo. Estaba lista para tomar la
botella de vuelta cuando Elester hiciera esto. Estábamos seguros que ella haría
una oración de fe, y solo esperábamos que comenzase.

Ella comenzó a decir: -Diablo, vete a tu cueva. ¡Te lo mando en el Nombre de


Jesús!

Repitió esta orden varias veces. En el momento que cerré los ojos para orar, ella
volcó casi media botella de aceite sobre los cabellos de Bill. Cuando abrí los ojos
para recogerle la botella, vi chorros de aceite que le corrían por la cara y el cuello
de Bill. Inmediatamente pensé en la mancha que quedaría en la alfombra, y en
cuánto nos costaría mandarla limpiar. Pero enseguida me dije también: -¿Qué
importa una mancha en la alfombra cuando vamos a recibir una bendición tan
grande?
67
JO LAWSON

Uno de nosotros tres tenía la facultad de llegar inmediatamente al trono de la


gracia, y sin duda fue Elester, porque a los tres días de haber orado las vesículas
estaban completamente secas, y Bill no tema más necesidad de las muletas.
Siempre he creído que fue el Señor quien envió a Elester a nuestra casa. En su
forma sencilla y honesta, ella es un vivo ejemplo de cómo deben ser los hijos de
Dios.

Un día leíamos el capítulo 9 del evangelio según San Juan, cuando Jesús sanó al
ciego de nacimiento. El Señor escupió en tierra, hizo lodo con la saliva, y untó con
ese lodo los ojos del ciego. Después lo mandó a lavarse al estanque de Siloé.
Elester dijo de pronto: -Márqueme eso en la Biblia, y todos los otros casos en que
fue sanada la gente ciega.

Así lo hicimos, subrayándole en su Biblia todos los versículos pedidos. Pocos días
más tarde nos contó lo que el Señor había hecho por medio de esas escrituras
señaladas. Ella terna un amigo completamente ciego. Ardiente de entusiasmo
espiritual y sencilla fe, salió de casa ese mismo día y se fue a conversar con su
amigo. Le leyó esas joyas de la Biblia para estimular su fe. Después, ella siguió el
ejemplo de Jesús. Hizo lodo con su saliva y se lo puso sobre los ojos al ciego. A
falta de estanque de Siloé, pidió a la familia del hombre que llenara la tina de
agua, para zambullirlo en ella. Cuando hubieron hecho esto, abrió la Biblia y
empezó a leer.

La fe sencilla en la Palabra de Dios es para nosotros lo que el polvo de hornear


para la harina. La fe activa la Palabra de Dios, y la hace vivir para nosotros.
Mientras los teólogos discuten acerca de doctrinas, pocos son los que creen. “La
ley del Señor es perfecta, que convierte el alma; el testimonio del Señor es puro,
que hace sabio al pequeño” (Sal 19. 7).

El primero de abril de 1966 fue un día hermosísimo de primavera. Fui a la oficina


de Bill para trabajar con los libros de contabilidad. Quería ver cómo iban las
cuentas y cómo andaba todo por allí. Ese iba a ser nuestro primer día de trabajo
como equipo.

Él había hecho algunas visitas previas a la clínica, para realizar algún trabajito sin
importancia, solamente para darse el gusto de volver a su rutina. Pero hoy era un
día especial, una ocasión en que se suponía jamás habría de ocurrir. El equipo de
médicos había dicho, unánimemente: “Usted está total y definitivamente
deshabilitado, por un cáncer inoperable”.

Cuando me senté al escritorio, mirando por la ventana, vi la mata de pyracantha,


que había estado allí siempre, pero que nunca me había parecido tan linda como
ahora. Había crecido bastante desde la última primavera, y todavía conservaba
algunos racimos de sus frutitas rojas. Observando la planta casualmente, quedé
de pronto como fascinada. Recordé la promesa que Jesús me había hecho en un
sueño cuando Bill entró al hospital. En ese sueño yo me veía parada en la puerta
68
SANADO DE CÁNCER

de una casa de campo, rodeada de hermosas enredaderas y flores. Junto a la


puerta de entrada «rabia una mata de pyracantha cargada de frutitas rojas. Jesús
me había dicho: “Yo voy a sanar a Bill completamente antes que caiga la última
bellota de la pyracantha en la primavera”.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la entrada de Bill. Observándole, me di


cuenta de que estaba vestido de la misma manera que estaba en mi sueño. Jesús
me había dicho: “Yo voy a sanar a Bill, y lo voy a restaurar a perfecta salud, y eso
será en la primavera, cuando los niños vayan aún a la escuela. No voy a quitar a
Bill de este mundo, sino que lo voy a dejar para que siga siendo cabeza de la
familia”.

La comprensión de cuan fiel había sido el Señor en conducirnos a lo largo de toda


la prueba, desde el principio hasta el fin, fue tan impresionante que no pude
menos que echarme a llorar. Justo delante de mis ojos, y en el momento preciso,
estaba el cumplimiento exacto de lo que él había prometido y había realizado,
porque nosotros habíamos conservado la fe y la esperanza. Estoy segura que si
nosotros hubiéramos dudado, y no hubiéramos creído todas las promesas que él
nos hizo, Bill hubiera muerto, no obstante la provisión que Dios había hecho para
su salud.

Bill experimentó el milagro el 16 de noviembre de 1965, a las 3:30 de la mañana,


pero la restauración total a completa salud ocurrió en la primavera, tal como Dios
lo había prometido.

CAPÍTULO DIEZ

Durante dieciocho meses, con algunas pocas excepciones, Bill dio su testimonio
todas las semanas en algún lugar lejos de casa. Arregló su horario de tal manera
que podía atender a todos esos compromisos sin desatender a los servicios de
nuestra iglesia.

Después de un año de arduo trabajo, y de observar muchas necesidades


evidentes, nos pusimos a pensar en los resultados prácticos que estábamos
obteniendo con tanto esfuerzo. En muchas reuniones veíamos resultados
sorprendentes, pero a menudo, no eran suficientes.

El propósito primordial de toda predicación evangélica es hacer volver el corazón


de los inconversos a Cristo. Los demás beneficios son secundarios. Muchas veces
los testimonios de sanidad se usan para convencer a los que están espiritual
mente ciegos. Pero hoy en día la gente duda hasta de los milagros. Después de
contarle el testimonio de Bill a cierta señora, ella me comentó indiferente: -¿No
habría sido algo que había en el aire, y su esposo respiró, lo que lo hizo sentirse
bien?

69
JO LAWSON

-Si eso fuera cierto -le repliqué yo -¿no le parece que sería maravilloso que todos
los que tienen cáncer inoperable respiraran la misma cosa?

El mayor de todos los milagros es nacer de nuevo. Teniendo esto en cuenta, nos
pusimos a orar intensamente que nuestro mensaje fuera más efectivo en salvar
almas.

Una noche, mientras estábamos orando, tuve la visión de una colina cubierta de
gente. Bill y yo estábamos testificando a esa gente, pero la respuesta era
desalentadora. Durante un tiempo no podíamos ver sus caras en detalle, pero
súbitamente pudimos hacerlo. Vimos las caras de todos perfectamente claras. La
mayoría tenía sus ojos cerrados, por eso no podían ver, y tenían puestas sus
manos sobre sus oídos, de modo que no podían oír. Jesús nos habló y nos dijo: -
Estas son algunas de las personas que tienen ojos para ver, y no ven, y oídos
para oír, y no oyen (Mc 8. 18). Nos dijo también que la gente en general no acepta
el puro evangelio, pero que dentro de esa totalidad de gente hay individuos
dispuestos a aceptar, y que nosotros deberíamos seguir siendo fieles en la obra
que él nos había asignado. Nosotros teníamos que seguir sembrando la semilla, y
él daría el resultado.

El propósito mayor de la sanidad de Bill era glorificar a Dios. Dios siempre busca
canales por medio de los cuales manifestarse. El desea demostrar que su poder
es todo suficiente para cualquier necesidad del hombre. Dios nos ha dado en su
Palabra una norma de vida, y muchas veces no recibimos todo lo que necesitamos
y merecemos porque no estamos siguiendo esa norma de vida.

Un día que Bill estaba hablando en una reunión familiar en Gadsden, Alabama, un
hombre anciano se sentó escuchando atentamente. Tenía ochenta años de edad,
y estaba muy débil a causa de leucemia. En las últimas semanas había necesitado
más de veinte transfusiones de sangre. No esperaba vivir más que un corto tiempo
más. Después de escuchar el testimonio de Bill, y la lectura de la Biblia
concerniente a la sanidad, dijo simplemente: -¡Yo creo en eso!

El tío Bill, como le decían, fue sanado ese mismo instante. Desde ese día en
adelante no volvió a necesitar ninguna transfusión más. Se sanó completamente y
Dios le concedió/siete años más de vida y buena salud, en los cuales disfrutó
plenamente de la existencia. Fue a pescar dos y tres veces por semana. Este
hombre tuvo una tranquila y simple fe en la Palabra de Dios. ¡Cuánto podemos,
muchas veces, ofender al Espíritu de Dios a raíz de nuestra falta de confianza en
él!

Diez primaveras han llegado y otras tantas se han ido. Con cada primavera, la
ventana de nuestra casa muestra una vista de florecidas azaleas, las cuales nunca
dejan de recordarme el amor de Dios para nosotros. La historia de su maravilloso
amor nunca envejece, sino al contrario, es la cosa más fresca y natural para
compartir con otros.

70
SANADO DE CÁNCER

Bill y yo viajamos siempre juntos para atender los diferentes compromisos de


predicación. Cuando andamos por los caminos siempre miramos los brotes de los
árboles y otros signos de vida nueva. Nuestros corazones siempre van cantando,
porque somos muy felices con nuestro modo de vida. Varias veces por mes
todavía Bill sigue contestando llamadas a invitaciones para ir a hablar a diferentes
zonas del país, y compartir su testimonio del amor de Dios.

Hace poco Bill me dijo: -Bien, nena, la primavera ha llegado otra vez.

Mi respuesta fue: -Sí, otra vez, y otra vez, y otra vez. A lo largo de nuestra vida Bill
y yo hemos aprendido que cada nuevo día es igual al comienzo de la primavera,
cuando andamos en la compañía de Dios.

“He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se
añadirá, ni de ellos se disminuirá; y lo hace Dios, para que delante de él teman los
hombres”.
Ec 3. 14

UN EPÍLOGO
POR EL DOCTOR BILL LAWSON

Desde que fui sanado de cáncer inoperable en 1965, Dios me ha dado muchas
oportunidades de compartir con otros el testimonio de este milagro. En reuniones
de iglesias de muchas denominaciones, con el Compañerismo Internacional de
Hombres Cristianos de Negocios, y en reuniones entre profesionales, las
preguntas que con más frecuencia me hacen son; -Bill, ¿cómo tuvo usted fe para
la sanidad de su cuerpo? ¿Cómo sabe usted cuándo es la voluntad de Dios de
sanar?

No pretendo tener todas las soluciones respecto a la sanidad divina y la voluntad


de Dios para cada uno. Solamente voy a la Palabra de Dios, la Santa Biblia, y
repito lo que Jesús ha contestado respecto a esas preguntas.

Muy a menudo Satanás nos acusa de no tener suficiente fe para recibir las
promesas de Dios. También le gusta hacernos creer que no somos dignos,
diciéndonos: -¿Quién eres tú, para que Dios conteste tus oraciones?

Otra de sus tretas favoritas es hacernos creer que Dios no tiene interés en
nosotros. Satanás trabaja sobretiempo para desalentarnos y hacernos caer
derrotados en asuntos espirituales. Pero como hijos de Dios que somos, Jesús
mismo nos asegura nuestro valor. “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto?
Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun los cabellos de
vuestra cabeza están contados. Así que no temáis, más valéis vosotros que
muchos pajarillos” (Mt 10. 26 - 31).

71
JO LAWSON

Si Dios tiene en cuenta aun la muerte de un pajarillo, y sabe el número de cabellos


de nuestra cabeza, podemos descansar tranquilos, porque Dios está consciente
de nosotros y preocupado por todas nuestras necesidades.

Con respecto a la cantidad de fe que es necesaria para recibir alguna de sus


promesas, Jesús no habla de cantidades. Él ha dicho: “Si tuviereis fe como un
grano de mostaza, diréis a este monte: pásate de aquí allá, y se pasará, y nada os
será imposible” (Mt 17. 20). El versículo que sigue nos da la clave para que se
cumplan sus promesas para nosotros: “Pero esto primero no sale sino con oración
y ayuno” (Mt 17. 21).

Cuando le encomendé mi problema físico a Dios por vez primera, no conocía


todavía la gravedad de mi situación. Fue sólo algún tiempo más tarde cuando
advertí la gravedad del cáncer que me aquejaba. Entonces Jo y yo empezamos a
orar y a ayunar con más frecuencia que antes. El ayuno es un acto de negación
propia, una expresión de contrición y devoción interior. Fue a través de estos
medios, lo mismo que por la oración ferviente, y la lectura continua de la Biblia,
que comenzamos a caminar cerca de Dios, tanto que podíamos reconocer su voz
inmediatamente cuando nos hablaba y nos daba sus instrucciones (Jn 10. 4, 5).

Cuando dijo que podríamos mover montañas con el poder de la fe, no dijo que
eran montañas verdaderas, necesariamente, porque eso no fue algo que él o sus
seguidores hicieran jamás, (aunque podrían haberlo hecho si hubiera sido
necesario). Yo creo que el Señor se refería a cualquier problema que parece
insoluble, a cualquier situación que parece insuperable.

Sin fe nos es imposible entablar una relación personal satisfactoria con Dios, o
experimentar un renacimiento espiritual. “Porque por gracia sois salvos, por medio
de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef 2. 9).

Después de haber confesado nuestros pecados a Jesús, no hay nada que


podamos hacer dentro de nosotros mismos fuera de creer que Dios hará lo que ha
prometido, y nos perdonará. Así es como, por medio de la fe, venimos a Jesús, y
le aceptamos en nuestro corazón y es por este mismo camino de fe que vez tras
vez nos acercamos a él para atender nuestras diversas necesidades espirituales.

La fe es el fruto del Espíritu, y es también uno de los dones del Espíritu. Por lo
tanto, si estamos llenos del Espíritu, y los dones del Espíritu se manifiestan en
nuestra vida, entonces, tenemos fe.

Una definición bíblica de la fe es ésta: “La fe es la certeza de las cosas que se


esperan, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11. 1). La fe es, simplemente,
tomar algo de nada, y mantenerlo asido hasta que sea algo. Fe es, simplemente,
conocimiento. Es saber que Dios hará justamente lo que ha prometido hacer,
dando por sentado que Dios no puede mentir. “Para que por dos cosas
inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta” (Heb 6. 18).

72
SANADO DE CÁNCER

Nosotros complicamos nuestros problemas cuando intentamos recibir las cosas


espirituales a través de la mente natural, o los cinco sentidos, porque ellos sólo
nos dicen lo que podemos ver, palpar, oír, gustar y oler. “Porque el hombre natural
no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no
las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co 2. 14).

Por el oír y leer la Palabra de Dios somos capaces de elevarnos por encima del
reino natural del pensamiento, y obtener, por fe, las promesas espirituales. Un
buen ejemplo de esto lo tenemos en la vida de Abraham y Sara. Dios le prometió a
Abraham un hijo cuando era un hombre viril y Sara una hermosa mujer, que serían
progenitores de una gran nación, y que haría la descendencia de ellos numerosa
como las arenas del mar. Por alguna razón Dios no cumplió esta promesa sino
hasta que Abraham estaba demasiado viejo para engendrar hijo, y la matriz de
Sara estaba completamente seca. Desde un punto de vista natural era totalmente
imposible que ambos ancianos engendraran hijos, pero Abraham se mantuvo en la
fe, no obstante esta circunstancia. “Y no se debilitó en la fe al considerar su
cuerpo ya muerto, (siendo de casi cien años) ni la esterilidad de la matriz de Sara.
Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en
la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso
para hacer todo lo que había prometido” (Ro 4. 19 - 21).

Si Abraham hubiera mirado las circunstancias naturales, o hubiera considerado las


cosas desde un punto de vista humano, considerando que era imposible que la
cosa ocurriese, entonces la Biblia diría más o menos así: “Y siendo débil en la fe,
consideró su cuerpo muerto por la edad, y así también la esterilidad de la matriz
de Sara, y vaciló en las promesas de Dios, debido a su incredulidad”. Pero no fue
este el caso. Abraham creyó que todo se realizaría justamente porque Dios se lo
había dicho, y por ninguna otra razón.

Hay dos fuerzas que se oponen a nuestra fe y la neutralizan. Ellas son la duda y la
incredulidad. Estos dos factores atan las manos de Dios. Así se afirma claramente
en las Escrituras: “Y no hizo allí ninguna maravilla, a causa de la incredulidad de
ellos” (Mt 13. 58). Jesús no pudo hacer ningún milagro en Nazaret, como él
deseaba hacerlo, porque en Nazaret todos lo conocían desde niño, y ninguno
creía en su ministerio. El temor es un producto de la duda, y Satanás usa esta
arma mucho más que ninguna otra para debilitarnos y derrotarnos en nuestros
intentos de acercarnos a Dios. Cuando tememos, no estamos confiando, pero
cuando estamos confiando plenamente en Dios, no hay temor. De este modo
limpiamos los cauces para una total consagración, y recibimos habilidad para
entregar todos nuestros problemas en sus manos para su cuidado y protección.

El significado en griego de la palabra comisionar, tithemi, es poner, colocar o


depositar. En otras palabras, debemos depositar (tal como se deposita dinero en
el banco) en las manos de Dios, o comisionárselo a él. Dios no quitará ese
problema de nosotros si nosotros no se lo entregamos a él. En algunas ocasiones
habremos de entregar un mismo problema más de una vez a Dios, por la simple
razón de que se lo entregamos una vez, y por falta de fe lo retomamos otra vez en
73
JO LAWSON

nuestras manos, Pero cada vez que nos hacemos cargo nosotros de nuestros
problemas, él nos causa ansiedad, agobio y tribulación. Dios no puede resolver
nuestros problemas mientras no se los entregamos a él. Echando toda vuestra
ansiedad en él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 P 5. 7). Cuando le
hayamos entregado nuestro problema a Dios, cualquiera sea él, entonces vamos a
descansar en la fe, y esperar que al debido tiempo, el problema sea resuelto.

Esperar con paciencia quizá sea la cosa más difícil de realizar, especialmente sí
estamos bajo agudo dolor. Durante los largos meses de mi enfermedad me puse
impaciente muchas veces. Esto sólo me conducía a la desesperación. Pero
entonces reaccionaba y comprendía que no podía tener verdadera fe sí perdía la
paciencia. Un día estaba muy abatido, y sentía la necesidad de orar. Pero me
parecía que mis oraciones no pasaban del cielo raso. Había como una pared entre
Dios y yo.

Me levanté de sobre mis rodillas y dije: -Señor, voy a leer la Biblia y voy a esperar
que me des algunas palabras de ti. Por favor, dirígeme a alguna Escritura que me
confirme de que tú estás todavía cuidando de mí y de nosotros.

Abriendo las páginas de la Biblia mis ojos cayeron sobre Lc 21. 19, “En vuestra
paciencia poseeréis vuestras almas”. Dios me estaba diciendo: -Bill, ten un poco
más de paciencia. Todavía no es mi tiempo. Dios seguía manejando mis asuntos y
el plan suyo para mí vida se iba desarrollando, aunque yo no comprendía aún el
cómo.

El tiempo de Dios no es el mismo tiempo nuestro. En esta era de café instantáneo,


comidas precocinadas y otras formas de cosas hechas de inmediato, estamos
propensos a ser gente automatizada, que viven al instante. Esto se nota aun en
las cosas espirituales. Cuando pronunciamos lo que creemos ser una oración de
fe, y la respuesta no viene tal como lo esperamos, tendemos a desalentarnos y
decir: “Dios no me va a contestar”. La verdad es que Dios está haciendo ya su
obra, sólo que nuestra impaciencia no la ve. Cansados de esperar, saltamos fuera
del barco, cuando el Señor quería conducirnos tranquilamente a tierra.

Cuando esto sucede es porque hemos permitido que las nubes de las
circunstancias nublen nuestra visión espiritual. La Biblia nos dice que una noche
que los discípulos bogaban desesperados en el mar, porque los azotaba una
fuerte tempestad, Jesús caminó sobre las aguas para ir hasta ellos. Pedro vio al
Señor caminando, y le dijo: -Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las
aguas.

Jesús le dijo: -Ven.

Y dice el relato bíblico: “Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las


aguas para ir a Jesús”. Mientras iba dando pasos sobre las olas, algo le sucedió.
Empezó a fijarse demasiado en las olas y la tempestad. Vio las cosas con el ojo

74
SANADO DE CÁNCER

natural, y cuando apartó la vista de Jesús, la fuente de su socorro,


inmediatamente comenzó a hundirse (Mt 14. 22, 23).

No podemos mirar en dos direcciones al mismo tiempo. O estamos mirando a


Jesús y confiando en su palabra, o estamos mirando a las circunstancias que nos
rodean y ser vencidos por ellas.

En mi búsqueda del camino de la paciencia, encontré en la Biblia, desde el


Génesis hasta el Apocalipsis, que la paciencia es imprescindible si deseamos
obtener todas las promesas escritas por Dios en su Palabra. Paciencia y fe
trabajan mano a mano.

La primera carta a los Corintios, capítulo doce y verso nueve afirma que la fe es
uno de los dones del Espíritu. El don de la fe es una unción especial de
investidura, dado a nosotros por el Espíritu Santo, cuando fuera de las
circunstancias ordinarias, surgen en nuestra vida problemas que parecen
insolubles o muy difíciles de superar. Yo creo que el Espíritu Santo responde a
nuestra perfecta confianza manifestándose por medio del don de la fe para
sobrepasar determinada circunstancia y necesidad.

Con respecto a la pregunta concerniente a cómo saber si Dios va a contestar


determinada oración, yo creo que Dios contesta a todas las oraciones de fe
hechas por cosas correctas. Cuando la respuesta es no, es porque hemos pedido
algo incorrecto, o algo que no sería para nuestro bien, “Pedís y no recibís, porque
pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Stg 4. 3).

Dios ha dicho claramente en su Palabra que gozaremos de buena salud física


todo el tiempo que peregrinemos por esta vida, hasta aquel momento cuando
partamos para ir a recibir nuestra recompensa. De otro modo no hubiera hecho
provisión para nuestra sanidad por medio de las heridas que recibió. Y si Dios ha
provisto sanidad para una persona, también la ha provisto para todos; de otro
modo él sería un Dios injusto, que tiene sus favoritos, y esto estaría en pugna con
el carácter santo y justo de Dios. Cuando el tiempo que tenemos asignado para
vivir sobre la tierra se haya cumplido, entonces Dios sabrá prepararnos para
llevarnos tranquilamente al hogar celestial, sin tener que pasar por las miserias y
angustias de una enfermedad mortal.

Cuando oramos y decimos: “Señor, haz esto o aquello” es lo mismo que encender
el motor del automóvil y quedarnos sentados en el asiento con la palanca de
cambios puesta en neutral. El coche no se va a mover, hasta que engranemos la
primera y el motor trasmita su fuerza a las ruedas. Del mismo modo, si oramos por
algo específico (y siempre debemos orar por cosas específicas), debemos actuar
en base a alguna promesa positiva de la Palabra de Dios, para que nuestra fe se
ponga en movimiento.

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JO LAWSON

Es cierto que Dios nunca obra contra su voluntad, pero en muchos casos
podemos hallar la respuesta a cuál es su voluntad estudiando su palabra, y
comunicándonos con él y escuchando su voz.

Supongo que soy un cristiano optimista porque creo, desde el momento que soy
hijo de Dios, que cuando le hago una petición por algo que es bueno y apropiado,
él desea que yo lo tenga, y que es su voluntad que lo reciba. A menos, claro está,
que él me indique algo diferente. Cuando entregué mi problema físico a Dios en
los primeros días de mi enfermedad, no había ninguna duda en mi mente que él
quería sanarme.

La Biblia dice: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros
curados” (Is 53. 5). El pronombre “nosotros” en este versículo, me incluye a mí.

El Nuevo Testamento nos dice: “Quien llevó él mismo (Cristo) nuestros pecados
en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados,
vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P 2. 24). Esta escritura
está en tiempo pasado, lo que quiere decir que es algo que ya ha sucedido. La
provisión para nuestra sanidad fue hecha por las heridas que Cristo recibió, cerca
de dos mil años atrás. La sanidad está provista por el mismo hecho y en el mismo
momento que la salvación.

Todos sabemos que es la voluntad de Dios que tengamos vida eterna. “Porque de
tal manera amó Dios al mundo, que dio a su hijo unigénito, para que todo aquel
que cree en él no se pierda, sino tenga vida eterna” (Jn 3. 16). Pero el hecho de
saber que Dios nos ha dado vida eterna no hace que automáticamente la
tengamos. Si llegamos a orar diciendo: “Señor, si es tu voluntad, dame salvación”,
nunca vamos a ser salvos. Hay algo que debemos hacer nosotros, y esto es
confesar nuestros pecados a Dios, y entonces dar el paso de fe para recibir el
perdón gratuito. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn 1. 9). Para ser específicos,
siempre hay algo que debemos hacer nosotros mismos, con el fin de recibir
cualquier cosa de Dios, Debemos actuar dando un paso de fe, porque cada
promesa que Dios nos ha hecho, está condicionada a nuestra fe.

Cuando Jesús estaba muriendo en la cruz, dijo: “Consumado es” (Jn 19. 30). No
se estaba refiriendo al fin de su vida natural, o al fin de su misionen la tierra o el
plan de salvación para los hombres solamente. Se estaba refiriendo también a la
sanidad divina y a todas las promesas escritas en su Palabra. Él había hecho ya
todo lo que era necesario hacer. Su parte estaba concluida. Ahora, el próximo
paso es suyo. ¡Dé un paso de fe, y aprópiese de su promesa!

Bartimeo era un mendigo ciego que tenía una gran necesidad en su vida. Jesús
pasó cerca de él cuando iba para Jerusalén para ser crucificado. Sin duda
Bartimeo ya había tenido noticias acerca de Jesús y los milagros que había hecho.
Entonces razonó que, si Jesús ya había sanado a otros, podía sanarlo a él
76
SANADO DE CÁNCER

también. Por eso clamó, y pidió a Jesús que tuviera misericordia de él. Los que
acompañaban a Jesús le decían que callase, pero él gritaba más: -¡Jesús, hijo de
David, ten misericordia de mí! (Mc 10. 47). Entonces Jesús se detuvo. Bartimeo
seguía gritando detrás de él, y Jesús mandó llamarle. Jesús no le dijo a Bartimeo:
“Bartimeo, te mandé llamar porque tengo bastante interés en sanarte”. Más bien le
dijo: -¿Qué quieres que te haga?

Bartimeo replicó: -Señor, que recobre la vista.

Y Jesús le dijo: -Vete, tu fe te ha salvado.

Y enseguida recobró la vista y seguía a Jesús en el camino. (Mc 10. 51, 52).

Así estamos nosotros hoy. Si damos un paso de fe hacia Cristo, él dará dos pasos
hacia nosotros. El siempre cumple notablemente sus promesas, cuando tiene la
correcta cooperación de parte de nosotros.

“Mas él conoce mi camino; me probará, y saldré como oro. Mis pies han seguido
sus pisadas; guardé su camino, y no me aparté. Del mandamiento de sus labios
nunca me separé; guardé las palabras de su boca, más que mi comida” (Job 23.
10 - 12).

SANADO DE CÁNCER
por
Jo Lawson
Versión castellana: Dardo Bruchez

Editorial Vida
Miami, Florida 33167

Este libro fue publicado originalmente en inglés con el título


de HEALED OF CANCER por LOGOS
INTERNATIONAL
® 1977 by Logos International
Edición en idioma español
® EDITORIAL VIDA 1979
Reservados todos los derechos
Cubierta diseñada por; Gary Roulston

ANVERSO DEL LIBRO

SANADO DE CÁNCER

“Me tomó la mano y la puso en su abdomen: ‘Palpa este tumor. Estoy seguro que
tengo cáncer en estado avanzado', me dijo.”
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JO LAWSON

Muchas veces Jo Lawson había sido testigo de la intervención milagrosa del


Espíritu Santo en su vida, y sabía a ciencia cierta que podía depender de su ayuda
en lo que sería la prueba más difícil de su vida.

Después de haber llegado hasta los umbrales mismos de la muerte, a causa del
cáncer, Bill Lawson recobró su salud. Sanado de cáncer convencerá a todos los
que lo lean que el poder milagroso de Dios puede triunfar frente a la muerte
misma.

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