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LA EUCARISTÍA Y LA VIDA

Cuando, después del Vaticano II, se introdujo la reforma litúrgica, para muchos todos los cambios
consistieron en que la misa empezó a decirse de cara hacia los fieles y ya no de espaldas, y los sacerdotes
la comenzaron a decir en castellano (o en otras lenguas vernáculas) y ya no en latín. Pero quien sólo
percibiera eso, realmente no se enteró de nada.
La reforma era mucho más profunda y el decir la misa de cara y en lenguas conocidas por todos no eran
sino medios para conseguir algo mucho más hondo.
Realmente de lo que se trataba era de devolver a la misa todo su verdadero sentido, un tanto oscurecido
con el paso de los tiempos. Se trataba de lograr que la misa no fuera sólo un acto de devoción personal
en el que las personas se encuentran cada una individualmente con Jesús y llegar a construir el verdadero
convite en el que la comunidad se reúne para alimentarse del cuerpo de Cristo y para sacar de ahí
alientos para comprometerse en la transformación del mundo.
Si ustedes se fijan, acabo de subrayar tres datos: reunión de la comunidad; comida del cuerpo de Cristo,
y transformación del mundo.
Mientras no consigamos esos tres objetivos estaremos celebrando muy a medias la Eucaristía del Señor.
A los españoles no nos va muy bien el aspecto de lo comunitario: nos molesta cantar juntos y hasta
decimos que el cura que dirige el rezo comunitario nos molesta en nuestra oración personal.
Pero, aunque la oración personal está muy bien y es muy necesaria, en la misa se trata de una oración
comunitaria. No es «mi» encuentro con el Señor, es el encuentro de la Iglesia, de «nuestra» comunidad
con Él. La idea de la asamblea de fieles no es una cosa que se hayan inventado los progresistas, es aspecto
esencial del banquete del Señor tal y como los apóstoles entendieron que era voluntad de Jesús.
Pero no es una asamblea como las demás. Es una asamblea para comer el cuerpo de Jesús, para unirnos
a su sacrificio que comenzó en la cruz y se prolonga en nuestros altares. De ahí que, siendo muy
importante la primera parte de lecturas y predicación de la Palabra de Dios, no termine ahí, sino que
todo eso conduzca a la consagración y a la comunión.
Mas hay una tercera cosa sustancial: que los cristianos salgan de esa asamblea dispuestos a colaborar
en la transformación del mundo.
Porque tal vez el mayor de los problemas de nuestras Misas es que terminan cuando deberían empezar,
que hemos separado Eucaristía y vida.
A veces dicen los que no creen o no practican que «ellos van a Misa porque quienes vamos no somos,
por ello, mejores». No tienen razón, porque sin la Eucaristía, quienes vamos a Misa aún seríamos
muchísimo peores. Pero sí tienen un poco de razón al ver que esa fraternidad que iniciamos en los
templos no sabemos trasladarla después a la vida real de cada día.
Por eso dije al principio que aún está a medias la reforma litúrgica. En el Vaticano II nos ofrecieron los
medios para rezar estos tres descubrimientos. Pero ahora falta que cada uno de nosotros viva cada día
esa triple realidad: la comunidad que vive en torno a Cristo, y que sale de ese banquete dispuesta a
poner su grano de arena para cambiar el mundo.

P. José Luis Martín Descalzo, 22 de agosto de 1983

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