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Profetas de desventuras

Aquella viejecita ―con esa santa ingenuidad que sólo tienen los ancianos y los niños― contaba que asistió un día
a un sermón en el que el cura habló con palabras tan terribles del próximo fin del mundo, del sol que se iba a
destruir y las estrellas que se iban a caer, que, al salir, «como todo aquello era tan triste, me fui a una pastelería
y me comí un dulce».
Yo hubiera hecho algo muy parecido. Porque me temo que si yo estuviera tan convencido de que el mundo se va
a acabar en los dos próximos meses, lo más seguro es que, en lugar de tratar de mejorarlo, me dedicase a cultivar
mi corazoncete y me olvidase de los demás. Con lo cual ―lo sé― corrompería a la vez mi corazoncete y el mundo.
Y así anticiparía la hora de su destrucción.
Hablando un poco más en serio, diré que eso es lo que me preocupa del catastrofismo que ahora está tan de
moda: que invita más al egoísmo que a la lucha, que reduce la idea de conversión a la de prepararse para morir.
Y son cosas muy diferentes.
Pero ¡vaya usted a detener a los amigos de las fábulas! De poco sirvió que Juan XXIII estigmatizase a los profetas
de desventuras. Desde entonces hasta hoy se han multiplicado. Pero las palabras del Papa Roncalli siguen ahí,
lucidísimas:
"Nos llegan de cuando en cuando, en el ejercicio cotidiano de nuestro ministerio, voces que ofenden
nuestros oídos, cuando algunas personas, inflamadas de cierto celo religioso, carecen de justeza en su
juicio y en su manera de ver las cosas.
En la situación actual de la sociedad no ven más que ruinas y calamidades. Tienen la costumbre de decir
que nuestra época ha empeorado profundamente en relación con los siglos pasados y se conducen como
si la historia, que es maestra de la vida, no les hubiera enseñado nada... Nos pare-ce necesario expresar
nuestro completo desacuerdo con tales profetas de desgracias que anuncian incesantemente catástrofes,
como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina".
Y es que para saber que en el mundo hay muchas cosas que están mal no hace falta ser profeta: basta con tener
ojos. Y para aceptar que un día concluirá este mundo y regresará el Señor, no hace falta ser un visionario; basta
con tener fe. Pero hay que falsificar mucho el Evangelio para confundir al Señor con el terror y el miedo. Y es que
Jesús no dijo: «Tiemblen, que estoy llegando», sino «trabajen mientras vuelvo».
Por eso yo no tengo ninguna curiosidad por conocer cuándo acabará el mundo. De momento sé que el día de hoy
acabará dentro de unas horas y que este año se concluirá el 31 de diciembre y que yo tengo obligación de llenar
de amor esas pocas horas y esos pocos días.
Mañana me plantearé la tarea de volver a llenar las horas de mañana, y en el próximo año –si ese año existe y si
yo vivo en él― trataré de seguir haciéndolo mejor. Y me da lo mismo que ya sólo quedan dos papas, como dice
del señor Fontbrune que dice el supuesto san Malaquías.
De momento, quiero al que hay y estoy seguro de que querré ―si llego a verles- a sus sucesores. Y no me
preocupan los profetas que anuncian la caída del sol. Por hoy tengo suficiente con darle gracias a Dios por este
bonito sol que brilla hoy en el cielo.
(texto extraído de: P. José Luis Martín Descalzo, Razones para el amor)

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