Sei sulla pagina 1di 3

Captura de Atahuallpa

¿Cómo vencieron los 168 españoles de Pizarro a 30.000 incas?

La cabeza del cortejo pronto hizo su ingreso a la plaza. Estaba compuesto por cuatro «escuadrones», dice
Francisco de Jerez, cada cual vestido con una librea especial. Los primeros llevaban túnicas adornadas
con flecos y dibujos de vivos colores inscritos dentro de cuadrados, los tocapu, y barrían el camino por
donde pasaría el emperador. Los siguientes cantaban y bailaban. Enseguida venía un séquito de indios
llevando lo que los españoles tomaron por armaduras, pero que en realidad eran pectorales y coronas
de oro y de plata, porque los guerreros se habían quedado cerca de la plaza. El Inca reinaba sentado
sobre unas andas adornadas con placas de metales preciosos y cubiertas de plumas de papagayo. Detrás
de él otras dos literas y dos hamacas transportaban a altos dignatarios de la corte. Para terminar, venían
de nuevo «escuadrones» de «guerreros».

Los acompañantes más cercanos al Inca se apartaron para permitir que se acerquen los siguientes, de tal
modo que la plaza pronto estuvo llena de gente. Al llegar al centro, Atahualpa, dominando a su escolta
desde lo alto de su asiento, exigió silencio y el «capitán» de uno de los primeros escuadrones subió a la
fortaleza que dominaba la plaza. Allí agitó dos veces su lanza, señal que los españoles no pudieron
interpretar pero que los preocupó mucho.

Pizarro consideró que había llegado el momento de actuar. Le preguntó al dominico fray Vicente de
Valverde si quería ir a hablar con el Inca gracias a un intérprete. El religioso respondió afirmativamente y
se abrió paso entre la muchedumbre con un crucifijo en una mano y una Biblia en la otra. Al llegar a los
pies del emperador, dijo, siempre según Francisco de Jerez, que era sacerdote de Dios, y enseñaba a los
cristianos las cosas de Dios, y asimismo venía a enseñar a los indios. Lo que predicaba era lo que Dios
había hablado, que estaba en el libro; y por tanto, de parte de Dios y de los cristianos le rogaba que fuera
su amigo, porque así lo quería Dios.

Atahualpa se hizo entregar el libro para mirarlo. Como el religioso se lo había entregado cerrado, el Inca,
que evidentemente nunca había visto uno, no supo qué hacer y, en particular, no logró abrirlo. El
dominico tendió entonces la mano para ayudarlo pero el Inca, altivo, lo golpeó en el brazo y logró
finalmente lo que quería, sin mostrar, como de costumbre, el menor sentimiento y sobre todo sin
parecer sorprendido, como había sucedido con otros indios la primera vez que vieron un libro.
Finalmente, Atahualpa lleno de desprecio, lanzó la Biblia a lo lejos, y se puso a interpelar al religioso. Le
reprochó los robos cometidos por los españoles desde su llegada al Perú y declaró que no partiría en
tanto éstos no hubiesen restituido sus rapiñas. Vicente de Valverde refutó tales alegaciones, echó la
culpa de lo que se había tomado a los indios de la escolta que actuaban a espaldas de los jefes españoles
y regresó trayendo a Pizarro la respuesta del Inca. Mientras tanto, este último ahora de pie, arengaba a
su séquito y le ordenaba estar listo. El testimonio de Francisco de Jerez, sobre este punto tiene la
apariencia de ser tenue. Según otros testigos Valverde habría dirigido palabras muy duras al emperador,
lo habría tratado de «perro rabioso», de «Lucifer», y habría pedido venganza a gritos por lo que acababa
de suceder.

Pizarro reaccionó inmediatamente. Como no se había armado para recibir al Inca, se puso una coraza de
algodón, tomó su espada, un escudo y, en compañía de unos veinte soldados, «con gran valentía» se
abrió paso entre la muchedumbre india. Sólo cuatro hombres pudieron seguirlo hasta el lugar en donde
se hallaba Atahualpa. Ahí, Pizarro —el gobernador, como lo llamaban sus hombres— quiso tomar al Inca
por el brazo y se puso a gritar: «¡Santiago!». Inmediatamente sonaron las detonaciones de las piezas de
artillería cuyo blanco eran las salidas de la plaza. Las trompetas tocaron el paso de carga. Peones y
jinetes salieron precipitadamente de sus escondites y se lanzaron sobre la muchedumbre, buscando
alcanzar en prioridad, como había sido acordado, a los altos dignatarios colocados sobre las literas y las
hamacas.

Los indios, estupefactos por el brusco asalto de los caballos se pusieron a correr en todos los sentidos,
pero dada la densidad de la muchedumbre se produjo inmediatamente un gigantesco atropellamiento.
Por la presión, cedió un pedazo del muro que rodeaba la plaza. Los indios, desesperados, caían unos
sobre otros. Los jinetes, comandados por Hernando de Soto, los pisaban, mataban y herían a todos
aquellos a quienes podían alcanzar. En cuanto a los peones, dice Francisco de Jerez, actuaron con tanta
diligencia contra los indios que quedaban en la plaza, que pronto la mayor parte de ellos fueron
acuchillados, un gran número de jefes murieron también pero no se los tomó en cuenta porque eran una
multitud. Hernando Pizarro tuvo que reconocer más tarde que como los indios estaban desarmados,
fueron aplastados sin el menor peligro para ningún cristiano. Es de añadir que, detrás de la soldadesca,
los auxiliares indios que desde la costa venían acompañando a los españoles no se quedaron a la zaga.

Pizarro continuaba sosteniendo fuertemente por el brazo a Atahualpa, pero no podía sacarlo de sus
andas que estaba en alto. Sobre este punto, como sobre otros muchos, los testimonios divergen. Según
Cieza de León, el primer español en haber agarrado al emperador habría sido el peón Miguel de Estete
seguido luego por Alonso de Mesa. Los cargadores del Inca, todos pertenecientes a la aristocracia,
trataron de protegerle con sus cuerpos, pero fueron despedazados. Igual sucedió con la totalidad de la
escolta imperial. En su furia, los españoles habrían hecho lo mismo con el Inca si el gobernador en
persona no lo hubiese defendido. Hasta llegó a recibir una herida en la mano. Los dignatarios que
acompañaban a Atahualpa en las otras literas y en las hamacas fueron masacrados, así como el cacique
principal de Cajamarca. Aterrorizados por los caballos y los cañones, petrificados por la enormidad del
sacrilegio —para ellos inimaginable— cometido sobre la persona del emperador, ninguno de los indios
presentes había opuesto resistencia, ni los de la plaza ni los demás que no pudieron ingresar y
permanecieron en los alrededores.

Finalmente, las andas de Atahualpa sufrieron la arremetida de varios españoles. Uno de ellos llegó a
tomar al Inca por los cabellos mientras que los otros volcaban el asiento imperial. El Inca cayó al suelo
con las vestimentas hechas jirones, y ahora prisionero, fue rodeado por los soldados.

Tan sólo había discurrido media hora desde que se escuchó el grito de guerra lanzado por Pizarro. Hasta
la noche los jinetes masacraron con sus lanzas a los indios que huían a los alrededores de la ciudad. La
llanura estaba cubierta por una infinidad de cadáveres. Finalmente, las trompetas y los cañonazos
llamaron a formación, y los españoles regresaron al centro de Cajamarca para festejar su victoria.

Pizarro hizo llevar a Atahualpa a uno de los edificios de la plaza y le dio vestimenta indígena ordinaria
para reemplazar sus ornamentos imperiales lacerados pero también, seguramente, para notificarle
simbólicamente que desde ese momento estaba desprovisto de todo poder. Según Francisco de Jerez,
los dos jefes, el vencido y su vencedor, se habrían hablado. Pizarro habría buscado calmar la ira y la
confusión de Atahualpa, mientras que este habría estigmatizado la actitud de sus capitanes a quienes les
reprochaba en particular el haberle asegurado que los españoles serían vencidos sin problemas.

Los peones y los jinetes que habían partido en persecución de los indios que estaban fuera de la plaza
regresaron con un gran número de cautivos, tres mil según Jerez. Por su lado, el capitán de la caballería
señaló en su informe únicamente una herida ligera en un caballo. Pizarro se felicitó por este desenlace y
vio allí una señal manifiesta de la ayuda divina. Agradeció al Señor por este «milagro» y por el «auxilio
particular» ofrecidos a las armas españolas.

_________________

Imagen:Juan B. Lepiani, pintor peruano (1864-1932)

Resumen del libro:

Francisco Pizarro( Biografía de una conquista) por Bernard Lavallé

Potrebbero piacerti anche