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«Por lo que a mí toca, del Señor recibí la tradición que les he transmitido, a

saber, que Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado tomó pan y, después de
dar gracias lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo entregado por ustedes, hagan esto en
memoria mía”. Igualmente, después de cenar tomó el cáliz y dijo: “Este cáliz es la
nueva alianza sellada con mi sangre”». La primera tradición, el primer relato de la
Eucaristía. La Iglesia no ha dejado de transmitir la tradición y no deja de celebrar la
Eucaristía. En el pan partido y en la copa rebosante, Cristo no sólo se hace presente,
sino que hace presente su entrega por nosotros: su cuerpo triturado, hecho pan que se
deja comer; su sangre derramada, en la que nos purificamos y a la que bebemos.
Podemos comer su amor y beber su vida. ¿Cabe mayor generosidad del Señor?

MELQUISEDEC

Melquisedec es una figura de Cristo muy sugestiva: Es rey de paz. Cristo es rey
y Cristo es paz. Es sacerdote de Dios Altísimo. Cristo es sacerdote de Dios Amor. Hace
ofrenda de pan y vino. Cristo se ofrece a sí mismo como vino y como pan. Bendice a
Abraham. Cristo bendice a todos y se hace a él mismo bendición. Recibe el diezmo de
Abraham. Cristo no quiere diezmos para sí, sino para los pobres, con los que se
identifica.

EN EL CENTRO DE LA VIDA

Celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Y lo hacemos con


reconocimiento y gratitud inmensa. Celebramos el misterio de nuestra salvación. La
mesa está aquí, en el centro de nuestra reunión. El pan partido y el cáliz rebosante están
significando muchas cosas: hay recuerdo, hay presencia, hay banquete, hay común-
unión, hay anuncio, hay compromiso, y, sobre todo y en todo, hay un amor misterioso,
un amor propio de Dios.

Esta mesa está aquí, en el centro, pero está también en el centro de la Iglesia,
está también en el centro del mundo. Es un centro que expande energía liberadora en
todas direcciones y en todos los niveles. A esa mesa pueden acudir todos los que tienen
hambre o sed, todos los que sienten frío, todos los que sufren soledad y tristeza, todos
los desesperanzados, los que no encuentran sentido a la vida, todos los acobardados,
todos los que están excluidos o carecen de libertad, todos los que no se entienden o no
se quieren, todos lo que están cargados y agobiados, todos los que, de una u otra
manera, están heridos.
Pero a esta mesa deben acercarse también los que están llenos de luz y de
esperanza, los que se sienten bendecidos y queridos, los que tienen hambre y sed de
justicia, los que tienen ansias de crecimiento y de frutos, los que quieren servir mejor
comprometerse, los que desean más amistad y más comunión.

Esta mesa es lugar de encuentro no sólo para las personas, sino para los grupos,
para las comunidades, para las iglesias, para los pueblos. Hay medicina, alimento y
energía para todos. Ayuda a ver mejor los problemas y a superarlos, a quitar prejuicios y
crecer en la unidad, a vivir más cercanos y solidarios, a olvidarse de sí y vivir para el
otro o para los otros. Ayuda a crecer en libertad, en solidaridad, en comunión, en amor.

La mesa del pan y del vino está en el centro de la vida y es vida. Es la vida de la
vida, el espíritu de la vida. La vida, en sus primeros niveles, se alimenta con el consumo
de cada día; no sólo el consumo de la boca, sino el de todos los sentidos. Hay mesas
abastecidas, muchas ofertas, en cualquier calle del pueblo, para satisfacer esas
necesidades. Pero aquí hablamos de otra calidad de vida. Hablamos de lo que realmente
hace al hombre ser y crecer, lo que le da felicidad y libertad. Sólo el que ama, es. «El
que no ama está muerto.» Pan de la vida. El que quiera amar, el que quiera ser dichoso,
el que quiera ser libre, el que quiera crecer, el que quiera dar fruto, el que quiera vivir,
que coma, que me coma.

UN PAN «SACRIFICADO»

Sacrificado quiere decir hecho-sagrado, y quiere decir entregado. La hogaza que


ofrecemos es algo sagrado, no sólo porque se reserva para Dios, sino porque está
amasado con mucha ternura y mucho sacrificio. El cariño y el sudor de la frente es algo
muy sagrado. En nuestra cultura el pan, entre todos los alimentos, es tratado con más
respeto, casi con devoción. No queremos tirarlo, lo besamos cuando cae al suelo, se
come con acción de gracias a Dios y a todos. El pan es algo muy entrañable. Pero este
pan de la Eucaristía es más, es la mejor ofrenda que hacemos a Dios y es el mejor signo
del compartir con los hermanos. Este pan, bañado en fe, en agradecimiento, en
generosidad, es ciertamente hecho-sagrado, sacrificado.

Es además un pan de sacrificio, empapado en sufrimiento y entrega. Por eso


partimos el pan, hablamos de fracción. Cuando se parte, no sólo es para repartirlo entre
todos, sino para significar algo más profundo, la pasión y la muerte de Jesucristo. El pan
que se parte es el cuerpo de Cristo, que será partido. «Es mi cuerpo, que se entrega». Es
importante el dinamismo de la fracción. Para la Eucaristía no basta con presentar el pan,
es necesario partirlo, como hizo nuestro Señor Jesucristo. Si el pan significa el cuerpo,
el partirlo significa la entrega. Es un pan bendecido, ciertamente. Sobre él se invoca al
Espíritu y se pronuncia la Acción de gracias. Pero es además un pan sacrificado, porque
encierra todo el sacrificio, todo el amor oblativo de Cristo por nosotros.

El pan es sagrado porque es amasado con sudor y cariño. El pan de la Eucaristía


es amasado con la sangre de Cristo
Sacrificio de comunión

Esta ofrenda que hace Jesús de sí mismo la hemos interpretado en un sentido de


expiación por los pecados. No debemos insistir tanto en el aspecto jurídico, sino de
amistad. Es, más que sacrificio, una prueba de amor. Es un gesto para la reconciliación.
es un sacrificio para la comunión.

No se trata de un holocausto, en el que toda la víctima se quemaba. Del


sacrificio de comunión se comía y se celebraba un banquete sagrado, propiciando así la
reconciliación con Dios. Es lo que hacemos con este pan de Eucaristía. Comemos de él
para unirnos íntimamente con Cristo-Dios y para favorecer la unidad de todos los
comensales.

Un pan de Pascua

La última Cena era una comida pascual. A la vez que anunciaba una muerte,
proclamaba también una liberación. Habría otras comidas después de esa muerte. La
muerte conduciría a una vida nueva. Volverían a partir el pan en un ambiente gozoso de
resurrección. Y más tarde volverían a celebrar un banquete, pero ya definitivo, en el
Reino del Padre.

Por eso, nuestra Eucaristía es a la vez memorial de una vida entregada, es


presencia de una vida nueva, es comunión progresiva, es servicio liberador y es anuncio
del encuentro definitivo con Dios.

Memorial de una vida entregada. No sólo recordamos, sino que hacemos


presente la entrega de Jesús, ese amor tan grande que le llevó hasta la muerte. En cada
Eucaristía Cristo está dando su vida por nosotros espiritualmente, cordialmente.
Presencia de vida nueva. Se hace presente Cristo resucitado, lleno de la vida del
Espíritu. Y cuantos creen en él, cuantos le comulgan, quedan contagiados de esa vida
resucitada.
Comunión progresiva. Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo nos
compenetramos con él, como si su vida fuera nuestra savia. No sólo masticamos su
cuerpo, sino que comemos su espíritu, nos alimentamos de su amor.
Pero la comunión se extiende a todos los que comen el mismo pan y ha de
extenderse a todos los hombres. El que comulga a Cristo se convierte en fermento de
comunión y solidaridad.
Servicio liberador. ¿Cómo comulgar con los que están excluidos o esclavizados?
Si Cristo lavó los pies a sus discípulos, el que comulga debe tender la mano y prestar los
servicios que los pobres esperan de nosotros. Tenemos que dignificarlos, sentarles a
nuestra mesa y hacer posible su pascua.

Anuncio del banquete del Reino. Ahora comemos a Dios hecho pan, algún día,
«cuando venga» (1Cor 11, 26), nos saciaremos de Dios directamente. Diremos como
aquel que acompañó a Jesús en una comida: «¡Dichoso el que pueda comer en el Reino
de Dios!» (Lc 14, 15). En la Eucaristía nos vamos asegurando y acostumbrando para el
festín del cielo. El que come a Jesús, ya ha pregustado ese festín, ya tiene en sí un
principio de vida eterna, «vivirá para siempre».

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