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Haré
Ordenando
la ética
Una clasificación
de las
teorías éticas
Traducción de
Jo a n V e r g és G if r a
(Revisada por el autor)
© 1997: R. M. Haré
ISBN: 84-344-8749-7
Impreso en España
EL PROYECTO
DE LA FILOSOFÍA MORAL
Ca pít u l o 1
«actos de habla» fue J. L. Austin (1962: 41, 149) —si bien es ver-
dad que él apenas usa este término y suele preferir expresiones
más específicas. No es injusto considerarle como el fundador de
la teoría de los actos de habla —a pesar de que la idea de que no
todos los actos de habla son del mismo tipo, ni obedecen a las
mismas leyes, aparece antes y después de Austin en Wittgens-
tein, Ryle, Searle, Habermas y muchos otros filósofos. A fin de
diferenciar entre sí a los distintos tipos de actos de habla nece-
sitamos articular las oraciones empleadas para su realización.
El objetivo principal es tratar, en la medida de lo posible, de
aislar en esas oraciones las características que realizan las dis-
tintas funciones necesarias para un acto de habla completo. Así
podremos ver qué características de una oración son específicas
de un tipo de acto de habla en particular, señalar su proferencia
como la realización de un acto de habla perteneciente a seme-
jante tipo e indicar qué características son comunes a los dis-
tintos tipos de actos de habla. La marca más conocida de este ti-
po es la marca de modo (modo indicativo o modo imperativo,
por ejemplo), que (hablando generalmente, por el momento)
distingue a los enunciados de las imperaciones (si se me permi-
te emplear este término para los actos de habla característicos
del modo imperativo).
También es preciso tener claro que la división de los distin-
tos tipos de actos de habla se presenta en forma de un árbol con
géneros, especies, subespecies, etc. Sería un error suponer, por
ejemplo, que no existen ulteriores subdivisiones en la clase de
los enunciados* ni en la clase de las imperaciones, o suponer
que es imposible que las imperaciones, tal vez junto con los jui-
cios morales, se hallen dentro de una clase más amplia de pres-
cripciones. También cometeríamos un error si supusiéramos
que un tipo de acto de habla tiene que pertenecer a una u otra
de estas clases y que es imposible que pertenezca a más de una.
Pues quizá las especies y los géneros no se excluyen mutuamen-
te: tal vez los juicios morales compartan características propias
nión (De ¡tu. 16b33 y ss.). Otros están tan enganchados a la ta-
bla de verdad, o a otros métodos similares de construcción lógi-
ca, que les es imposible concebir la posibilidad de construir una
lógica que no trate sobre proposiciones verdaderas o falsas. Y
aún hay otros que desean definir «inferencia válida» como
«aquella inferencia con una forma tal, que ninguna inferencia
de esa misma forma puede tener premisas verdaderas y una
conclusión falsa».
Estos escritores demuestran tener el mismo tipo de prejui-
cio que la teoría del significado como condiciones de verdad ha
puesto de manifiesto. Lo cierto, sin embargo, es que existen
muchos otros modos de establecer la lógica, empezando, en
particular, por el que se basa en la noción de inconsistencia. Si
supiéramos decir qué actos de habla son inconsistentes con qué
otros actos de habla, podríamos construir una lógica para estos
tipos de actos de habla. Y lo que es seguro es que las imperacio-
nes pueden llegar a ser inconsistentes entre sí (por ejemplo
«Cierra la puerta» y «No cierres la puerta»). La inconsistencia,
en este caso, está en lo que antes llamé el frástico, que es lo que
el modo imperativo comparte con su correspondiente modo in-
dicativo. La misma fuente de inconsistencia es válida para am-
bos y, por consiguiente, también la misma naturaleza de error
lógico. En esta ocasión, aunque no siempre es así (LM 2.3, Se-
arle y Vanderveken 1985: 152), el signo de negación forma par-
te del fiástico. Pero en todo esto no hay nada que nos pida des-
terrar los actos de habla imperativos del terreno de la lógica. De
hecho, las mismas reglas de la lógica, las reglas de formación y
de inferencia, por ejemplo, no son más que imperaciones;
y ellas tienen que ser consistentes.
La tentación más fuerte de caer en este modo de considerar
las imperaciones (como no teniendo ninguna lógica, sino tan
sólo pragmática) está en la confusión entre actos ilocucionarios
y actos perlocucionarios. Aquí será necesario alejarnos de la
concepción de Austin. Austin distinguió no dos, sino tres tipos
distintos de actos de habla, siendo el tercero el acto locuciona-
rio (Austin 1962: 108). Si Austin creyó que los únicos actos que
tienen significado son los actos locucionaríos —y en algún lu-
gar he defendido que esto constituiría una mala interpretación
(H 1971c: 115 y ss.)—, entonces estaba claramente equivocado.
Porque, como hemos visto, el modo forma parte del significado
(«Ve» e «Irás» no significan lo mismo). Por consiguiente, para
saber lo que alguien quiso decir al decir algo necesitamos cono-
16 ORDENANDO LA ÉTICA
ción con una chica que no has visto nunca y que, para ayudarte
a identificarla, te comento, entre otras cosas, que tiene una bue-
na figura. Con ello simplemente la describo; mi propósito no
tiene nada que ver con prescribir tener este tipo de figura. Co-
mo cualquiera en nuestra sociedad entiende lo que significa te-
ner una buena figura, no te va a ser difícil saber qué buscar. Si
quien te informara perteneciera a una sociedad en la que las
mujeres gordas son consideradas más atractivas, entonces bus-
carías otro tipo de figura. El significado descriptivo de «buena
figura» sería distinto en las dos sociedades.
Los criterios y estándares de elogio varían de sociedad en
sociedad y de siglo en siglo. Por eso, independientemente de que
hablemos de elogios morales o elogios de otro tipo, sólo es posi-
ble garantizar el significado descriptivo de palabras como «bue-
no», «correcto», «malo» o «debería» en relación con un círculo
de personas determinado; dentro de ese círculo, el significado
descriptivo está suficientemente garantizado. Existen algunas
palabras valorativas y normativas con un significado descripti-
vo tan estrechamente vinculado a ellas que es difícil emplearlas
para establecer comunicaciones entre sociedades distintas. Ello
es así hasta el punto de que si estuviéramos limitados a esta
última clase de palabras («blasfemo» y «cruel», por ejemplo),
posiblemente no podríamos hablar sobre valores con aquellos
que no compartieran sustancialmente nuestros mismos valores.
Y tendríamos que luchar contra ellos. La existencia común de
palabras valorativas como «debería» hace posible la discusión
pacífica entre culturas (H 1986c, 1993g, 6.9).
Los juicios morales adquieren significado descriptivo, in-
cluso en la ausencia de mayordomos, en virtud de una impor-
tante característica lógica que comparten con otros juicios de
valor llamada universalizabilidad (FR 2.2). Un modo de acercar-
nos a esta característica es decir que todos esos juicios son for-
mulados por alguna razón: es decir, en virtud de algo acerca del
sujeto del juicio. La figura de una chica no podría ser buena si
no fuera buena en virtud de algo acerca de sus medidas. Un
hombre no puede ser bueno si no es por algo acerca del tipo
de hombre que es. Un acto no puede ser malo si no es por algo
acerca de él. Una figura, un hombre, un acto no pueden ser
buenos o malos simplemente porque son buenos o malos. Tie-
nen que haber propiedades distintas a su bondad o maldad que
los hagan buenos o malos. Esta característica de los juicios de
valor a veces recibe el nombre de «superveniencia». La pode-
24 ORDENANDO LA ÉTICA
y aun así dudar de que las actuaciones del gobierno de los Esta-
dos Unidos en Vietnam fueran lo suficientemente malvadas co-
mo para justificar un rechazo al cumplimiento de su deber nor-
mal como ciudadano. ¿Pero cuáles son los deberes normales de
uno como ciudadano?
LAS CONFERENCIAS
AXEL HÁGERSTRÓM
TAXONOMÍA
al banco del parque como al lugar donde uno saca dinero, igual-
mente, la palabra inglesa «will» podría ser el signo tanto de una
predicción como de una promesa (dos tipos diferentes de acto
de habla). Todo lo que necesitamos decir es que alguien que en-
tendiese la oración de una forma distinta a como pretendía el
hablante no habría comprendido bien lo que éste quería decir;
el hablante pretendía realizar un determinado tipo de acto de
habla, pero el oyente entendió que realizaba otro. Existe una
multitud de ejemplos como éste en la literatura, pero ninguno
de ellos ha logrado convencerme de que la fuerza ilocucionaria
no forma parte del significado.
A veces se utiliza «Le alerto» (/ wam you) como un supues-
to ejemplo de la imposibilidad de distinguir entre actos ilocu-
cionarios y actos perlocucionarios. Pero éste también es ambi-
guo. Las señales de tráfico de peligro solían ir seguidas por una
señal que decía «Está alertado» (You have been wamed). Ahora
a veces van seguidas por un «Esté alerta» (Be wamed). Aquí tie-
ne que haber dos sentidos distintos de «alertar» (wam), ya que
difícilmente te pueden mandar estar alerta si ya has sido alerta-
do. En un sentido, «alertar» significa «dirigir una señal de aler-
ta a». En otro sentido, empero, significa «hacer prestar aten-
ción mediante una señal de alerta». «Esté alerta» usa este
segundo sentido, en el que el acto de habla sólo tiene éxito si el
acto perlocucionarío ha sido efectivo; «Está alertado», en cam-
bio, se limita a informar de la realización de un acto ilocucio-
nario, y ello tanto si la persona a la que se dirigía la señal de
alerta presta atención como si no.
descriptivo del cielo y usar las palabras con los mismos senti-
dos, y aun así contradecirnos el uno al otro. Es decir, si estamos
de acuerdo sobre el significado descriptivo del cielo y sobre el
uso que hacemos de las palabras, entonces ya no nos queda na*
da sobre lo cual estar en desacuerdo. Pero en el caso de «buena
persona» podría ser que estuviéramos de acuerdo con exactitud
sobre el comportamiento de esa persona (lo que hizo) y sobre el
significado (evaluativo) de «buena» y, con todo, estar contradi-
ciéndonos el uno al otro porque estuviésemos evaluando a la
gente que hizo eso o se comportó de ese modo de una forma di-
ferente. Con «se comportó de ese modo» quiero decir, por ejem-
plo, que fueron bondadosos y generosos y no hicieron trampas
con las cartas. Y con eso quiero decir, por ejemplo, que dieron
mucho dinero para aliviar a afligidos y no escondieron cartas
bajo las mangas para ganar el juego.
Estas diferencias entre los dos tipos de acto de habla se ex-
plican fácilmente por el hecho de que los enunciados morales
tienen un elemento en su significado que las proferencias pura-
mente descriptivas como «El cielo es azul» no tienen. Se trata
del elemento evaluativo. Las proferencias puramente descripti-
vas tienen (1) un elemento sintáctico, que a su vez determina
(2) su fuerza ilocucionaria (el que sean enunciados descripti-
vos), que a su vez requiere (3) que tengan condiciones de ver-
dad; y tienen (4) estas condiciones de verdad particulares. Los
enunciados evaluativos, en cambio, poseen un elemento adicio-
nal. Éstos tienen, como antes, (1) un elemento sintáctico, que a
su vez determina (2) su fuerza ilocucionaria (el que sean enun-
ciados evaluativos), que a su vez requiere (3) que tengan condi-
ciones de verdad; y tienen (4) estas condiciones de verdad parti-
culares; pero además de eso la fuerza ilocucionaria requiere (5)
que sean evaluaciones; y esto a su vez significa que deben poder
seguir teniendo esta fuerza ilocucionaria evaluativa aun cuando
las condiciones de verdad cambien. Es de este modo que el des-
cribir es diferente del evaluar (del elogiar, por ejemplo). Como
el evaluar se hace siempre de acuerdo con unos criterios, siem-
pre habrá condiciones de verdad; pero las condiciones de ver-
dad no agotan el significado y, por consiguiente, lo que queda
del significado (el elemento evaluativo) es suficiente para oca-
sionar una contradicción entre las dos partes aun cuando estén
usando las palabras con significados descriptivos distintos. És-
te es el «bit de input» extra que antes mencioné. Una de las par-
tes elogia la persona y la otra se niega a asentir al elogio. Así es
TAXONOMÍA 67
NATURALISMO
4.6. Hasta aquí lo que llamaré «la objeción desde las cua-
lidades secundarias». Ahora debemos considerar la objeción de
que no he sido justo en la elección que he realizado de ejemplos
de aplicaciones de palabras morales. Recordarán que empleé
ejemplos como el aborto o el luchar en la guerra. Podría obje-
tarse que los enunciados morales de que el aborto o el luchar en
la guerra son incorrectos no son lo suficientemente básicos,
en un sentido que debo aclarar. Podría afirmarse que si la gente
dice que esta clase de actos son incorrectos, lo dice no por lo
que sean en sí mismos sino por ser infracciones de un principio
más elevado y general que determina, junto con otras premisas
factuales, el que sean incorrectos. Si esto fuera cierto, entonces
en el nivel fundamental no existiría el tipo de desacuerdo moral
sobre el cual he estado tratando en mi argumento. Puede que
las partes estén en desacuerdo sobre la moralidad del luchar
en'la guerra o del aborto, pero sólo porque están en desacuerdo
respecto a los hechos. Pueden estar de acuerdo, sigue la obje-
ción, en la incorrección de hacer lo que tiene por consecuencia
la disminución de la felicidad o del prosperar humano, o el fra-
caso a la hora de satisfacer las necesidades humanas funda-
mentales; la discrepancia está tan sólo en que una parte cree
que el aborto (o el luchar en la guerra) conducirá a este resulta-
do, y la otra, en cambio, no lo cree así.
Tomemos primero la formulación según «las necesidades
humanas fundamentales» (fundamental human needs), que saca
a relucir de forma clara las dificultades de sostener una objeción
de este tipo. Antes dije que para que una teoría ética constituya
un ejemplo auténtico de naturalismo ésta tiene que especificar
en términos morales neutrales las aplicaciones de una palabra
moral que se consideren correctas. Ahora podemos ver cuán im-
portante era esta condición. El problema en cuestión es saber si
expresiones como «necesidades humanas fundamentales» pue-
den ser alguna vez moralmente neutrales. Si no es posible, el
naturalista se convertirá otra vez en un relativista, como vere-
mos. Pero antes de abordar esta cuestión debo hacer, y no por
primera vez, algunos comentarios sobre la palabra «necesida-
des» (véase H 1979/í ).
Existe una disputa entre aquellos que creen que las nece-
sidades pueden ser absolutas y aquellos que creen que todas las
necesidades son relativas a algún fin. Es decir, ¿tienen que ne-
cesitarse para algún propósito las cosas necesitadas, o pueden
ser simplemente necesitadas? Está claro que algunas cosas se
NATURALISMO 83
INTUICIONISMO
5.7. Dije que no era ningún accidente que todas estas teo-
rías tengan el mismo problema, o al menos problemas estrecha-
mente relacionados. Ahora querría hacer resaltar esto un poco
más, si puedo, examinando los casos del intuicionismo y el sub-
jetivismo, y mostrando cómo se parecen realmente. Esto repug-
INTU1CIONISMO 103
EMOTIVISIMO
6.5. Tal vez sea este el momento más apropiado para decir
algo más acerca de la expresión «pragmática», responsable de
tanta confusión (1.5 y s., H 1996¿>). Uno puede dar casi por se-
guro que cuando alguien la usa va a confundir actos ilocuciona-
rios con actos perlocucionarios. La expresión «pragmática»
pertenece a una tríada (cuyas otras dos partes son «sintáctica» y
«semántica» que ya he mencionado anteriormente). Charles
Morris ( 1938; 1946: 216 y s.) introdujo estas tres expresiones en
un loable intento de hacer algo más clara la tan vaga noción ge-
neral de «significado». No querría que me interpretaran como
diciendo que tan sólo existe un tipo de significado —tan sólo un
sentido de la palabra. Existe incluso un sentido de «significado»
en el que el efecto perlocucionario forma parte del significado.
Todo lo más que pido es que se distinga cuidadosamente entre
los diferentes tipos de significado y que aquellos que tienen que
ver con la lógica y las reglas para el uso sean diferenciados de
aquellos otros que no tienen nada que ver con ello.
Se ve muy claro qué problema causa la palabra «pragmáti-
ca» (anterior a la distinción de Austin) cuando, por ejemplo, la
gente afirma que el significado de los imperativos está consti-
tuido por su pragmática. Hasta Stevenson dijo algo así sobre los
enunciados morales. El título que dio a una de las secciones
más importantes de su libro (1945) era «Aspectos piagmáticos
del significado». Si con eso se hubiera estado refiriendo a algo
relacionado con las fuerzas ilocucionarias, le habría aplaudido.
Pero la realidad es que, debido a la confusión causada por la
palabra «pragmática», su argumento parece haber sido el si-
guiente: los enunciados morales (o «ethical sentences», como
las llamaba él) no expresan creencias (no, al menos, en primer
lugar); no tienen significado del mismo modo que los enuncia-
dos descriptivos corrientes tienen significado. Por consiguiente,
su significado debe encontrarse en su pragmática. Ahora bien,
como no logró distinguir entre actos ilocucionarios y actos per-
locucionarios, cayó de bruces en el irracionalismo. El significa-
do puede ser ilocucionario y, por consiguiente, verse constreñi-
do por reglas lógicas aunque no esté gobernado por condiciones
de verdad. El error fue creer que ya que el significado de los
enunciados morales no está determinado completamente por
sus condiciones de verdad, no puede haber ningún tipo de argu-
126 ORDENANDO LA ÉTICA
mentó moral, o bien tan sólo unos tipos de argumento muy li-
mitados. En mi opinión, la culpa de que se cometiera este error
la tiene la palabra «pragmática». Algunos seguidores de Witt-
genstein ayudaron a promover la misma confusión rumoreando
indiscriminadamente sobre la expresión «el uso de las oracio-
nes», que tanto podia significar su uso ilocucionario como su
uso perlocucionario (1.5). Austin también se refiere a esta fuen-
te de confusión (1962: 100).
Si tratar de explicar el significado de los imperativos en tér-
minos de su efecto perlocucionario constituye un error, todavía
más erróneo es hacer lo mismo con los enunciados morales. Es
más absurdo decir que la función esencial de los enunciados
morales —lo que les da su significado— es conseguir que la gen-
te haga cosas, que decir eso mismo de los imperativos. Los ad-
versarios del emotivismo han señalado esto con frecuencia.
Cuando alguien con inclinaciones pacifistas que acaba de ser
llamado a filas me pregunta si debería o no responder a la lla-
mada y alistarse en el ejército, y yo le respondo «Sí, deberías ha-
cerlo», puede que yo no esté tratando de conseguir que se aliste
en el ejército. El podría interpretar como una impertinencia o,
cuando menos, como una interferencia no justificada en una
decisión personal, que se hiciera algo como intentar conseguir
que se alistara en el ejército. Lo que pidió fue consejo, no in-
fluencia o incitación.
Sin embargo, los adversarios del emotivismo, tras señalar
esto, a menudo infieren de ello que los juicios morales, como no
son intentos de conseguir que la gente haga cosas, no pueden
ser nada parecido a los imperativos, porque éstos sí son inten-
tos de conseguir que la gente haga cosas. Como vimos (1.6), se
ha utilizado un argumento como éste para retomar a una espe-
cie de descríptivismo, de tipo naturalista o intuicionista. Pero el
argumento parte de una premisa falsa. Decir que los imperati-
vos son esencialmente intentos de conseguir que la gente haga
cosas es decir algo equivocado. En cuanto nos percatamos de
este error sobre los imperativos, nos libramos de una gran par-
te de los errores que han infectado recientemente la filosofía
moral. Como la primera de sus premisas es falsa, el argumento
que acabo de mencionar ni tan siquiera prueba que los enun-
ciados morales no sean imperativos. No es verdad, ciertamente,
que sean imperativos, y aunque a menudo se me haya acusado
de lo contrario, yo jamás he afirmado que lo fueran (LM 1.1).
Mi opinión consiste más bien en decir que los enunciados mo-
EMOTIVISIMO 127
6.9. Así pues, todas las teorías que hemos estado discu-
tiendo hasta ahora incumplen en algún punto alguno de estos
cinco requisitos. Junto a ellos me gustaría añadir un sexto re-
quisito. En este caso, se trata de un requisito con un carácter al-
go distinto de los otros, ya que se trata más de un requisito
práctico que de un requisito teorético.
(6) Una teoría ética adecuada debe hacer posible que el dis-
curso y el pensamiento moral en general puedan realizar su
propósito social. Éste consiste en permitir que todos aquellos
que están en desacuerdo sobre lo que deberían hacer —espe-
cialmente en asuntos que afecten a sus intereses divergentes—
logren un acuerdo mediante la discusión racional. Llamaré a
este requisito el requisito de conciliación: según él, nuestra teo-
ría ética debería permitir que la moralidad y el lenguaje moral
preservasen su función de reconciliar intereses en conflicto.
El lenguaje moral, cuyo significado la ética trata de eluci-
dar, es una de las invenciones más destacables de la raza huma-
na, comparable tan sólo al lenguaje matemático. No es una in-
vención tan antigua como a veces se piensa. Quizá sea
comparable a la matemática también en este aspecto de que po-
demos observar su desarrollo durante el curso de la historia do-
136 ORDENANDO LA ÉTICA
RACIONALISMO
cosa que le descarrió. Parece que Kant creía que los principios
morales tenían que ser simples. Puede que recuerden que en 5.8
hablé de la confusión que mucha gente tiene todavía entre uni-
versalidad y generalidad. Tal confusión se remonta al uso que
hizo Aristóteles del término «kath'holou» para referirse a ambos
conceptos. En mi opinión, Kant fue víctima de esta confusión.
Ésta puede haberle llevado a insistir que los principios morales
deberían ser muy generales (es decir, simples), cuando todo lo
que hacía falta era que fueran universales (que es consistente
con ser, si es necesario que lo sean, muy específicos).
He tratado de corregir este defecto en la exposición que ha-
ce Kant de su teoría trazando, en mis escritos, una distinción
entre dos niveles de pensamiento moral: el crítico y el intuitivo.
En el nivel intuitivo nuestro pensamiento moral tiene que estar
efectivamente pegado a principios generales (aunque no tan ge-
nerales, espero, como aquellos en los que se inspiraban los pa-
dres de Kant al educarle). Pero en el nivel crítico, el nivel en el
que evaluamos nuestros principios intuitivos para quizá recha-
zarlos o corregirlos, nuestro pensamiento puede tratar con
principios tan específicos como sea necesario. El requisito de
unlversalizar nuestras máximas, por consiguiente, no nos com-
pele a adoptar máximas muy generales en este nivel. Tan sólo
necesitamos tratar de modo parecido todos los casos que tienen
las mismas propiedades universales, con independencia de lo
específicas que sean, incluyendo casos en los que los individuos
cambian papeles, y en los que, por tanto, podríamos estar ocu-
pando el lugar de la víctima. Puede que este pensamiento críti-
co nos lleve en efecto a adoptar, como principios para ser utili-
zados en el nivel intuitivo, principios muy generales; pero el
razonamiento que conduce a su adopción no se basa en esos
principios intuitivos generales, sino tan sólo en el requisito de
unlversalizar nuestras máximas.
KANT
Ca p ít u l o 8
con un tipo de deseo: «nicht der Willkiir, sondem des Willens, der
ein mit der Regel, die er annimmt, zugleich allgemeingesetzgeben-
des Begehrungsvermógen ist, und eine solche allein katw zur Tu-
gend gezáhlt werden» («no una cualidad de la facultad de elec-
ción sino de la voluntad, que es una con la regla que adopta y
que también es la facultad apetitiva que da ley universal; sola-
mente una aptitud de ese tipo puede ser llamada virtud»).
En otro lugar, Kant modifica esta explicación sobre en qué
consiste tratar a los otros como fines diciendo que los fines de
los otros que debemos tratar como si fueran nuestros propios
fines tienen que ser no inmorales (Tgl Al 19 = 450: «die Pflicht,
anderer ihre Zwecke (so fem diese nur nicht unsitttích sind) zu
den meinen zu machen)». Algunos utilitaristas, Harsanyi, por
ejemplo, adoptan una línea similar y excluyen la consideración
de fines inmorales o antisociales (1988c: 96). En vista de seme-
jante parecido entre las opiniones de estos utilitaristas y Kant, y
de los pasajes que hemos discutido, estoy tentado de decir que
éste fue una especie de utilitarista, a saber, un utilitarista de la
voluntad racional (a rational-will utilitarian). Porque un utilita-
rista también puede prescribir que deberíamos hacer lo que
conduzca a la satisfacción de las preferencias racionales o vo-
luntades de fines, fines respecto a los cuales la felicidad es la
suma.
De pasada, podríamos subrayar que este mismo pasaje de
Kant (Gr BA69 = 430) ofrece una respuesta a los supuestos kan-
tianos que emplean lo que ha sido una de sus objeciones prefe-
ridas contra el utilitarismo, esto es, que los utilitaristas no se
«toman seriamente la distinción entre las personas» (Rawls
1971: 27; véase Mackie y Haré en H 1984g: 106, Richards y Haré
en H 1988c: 256). Es difícil decir con precisión de qué trata la
objeción. Los utilitaristas, sin duda, son tan conscientes como
cualquier otro que en la mayor parte de situaciones sobre las
que tenemos que realizar juicios morales hay involucradas per-
sonas distintas y diferentes. Es probable que lo que ataquen
aquellos que formulan esa objeción sea la idea de que al tomar
una decisión moral sobre una situación, tenemos que tratar con
la misma importancia, y en proporción a su intensidad, los in-
tereses, fines, o preferencias de la distinta gente que se ve afec-
tada por nuestras acciones. Esto equivale a mostrar igual consi-
deración y respeto por todos (otro eslogan de esos objetores,
que parece ser inconsistente con el que estamos considerando).
Dicho de otro modo, tengo que tratar los intereses de los demás
168 ORDENANDO LA ÉTICA
igual que los míos propios. Según los utilitaristas, en esto con-
siste el ser equitativo hacia todos los afectados. Consiste en obe-
decer la máxima de Bentham de que «Cada cual vale por uno,
nadie por más de uno» (ap. Mili 1861: capítulo final). Si trata-
mos las preferencias iguales como teniendo igual peso, enton-
ces lo que resulta es el utilitarismo.
Pero eso es justamente lo que Kant, en este pasaje, nos pide
que hagamos, como observa Mili (ibid.). Porque si hago que los
fines de los otros sean también mis fines, entonces, cuando ten-
ga que hacer de juez en sus disputas, los trataré del mismo mo-
do que trataría mis propios fines. Al hacer eso no dejo de dife-
renciar entre distintas personas, sino que, tal como exige la
justicia, otorgo igual peso a sus intereses y a mis intereses igua-
les (los fines que ellos y yo perseguimos con la misma resolu-
ción), del mismo modo que otorgo igual peso a mis propios in-
tereses iguales. De tal forma que si fuera cierto que la objeción
socava el utilitarismo, también socavaría a Kant.
zando los fines de Dios. Pero argumentar de este modo sería se-
guir un principio de heteronomía como el que más adelante él
mismo rechaza (Gr BA92 = 443). No podemos convertir este
principio en un principio autónomo sustituyendo simplemente
«Dios» por «yo mismo». Porque si no es la voluntad de Dios si-
no mi voluntad la que ordena, entonces ésta puede, dentro de
un conjunto consistente de fines, escoger el suicidio en esas cir-
cunstancias especiales.
Se podría decir lo mismo acerca del tercer ejemplo, que se
ocupa del cultivo de los talentos que uno tiene. Para encontrar
una enunciación completa del ejemplo tenemos que remitimos
otra vez a Gr BA55 = 423. Dentro de poco discutiré el primer uso
que Kant hizo de este ejemplo. Ahora tan sólo necesitamos seña-
lar que Kant habla del «propósito de la naturaleza en lo que se
refiere a la humanidad en nuestra persona» (Gr BA69 = 430), de-
latando así otra vez la fuente teológica y heterónoma de su argu-
mento. Una persona podría sin duda querer consistentemente
como su fin (sea cual sea la naturaleza deseada) el vivir igual que
los habitantes de las Islas del Sur de los que Kant ha hablado
despectivamente en un pasaje anterior; y sin duda podría acep-
tar y compartir este fin consigo mismo. De forma que el sentido
de «tratar como un fin» usado en el segundo y cuarto ejemplos
no ofrecería ningún argumento en contra de su «dedicar la vida
únicamente a la holgazanería, la complacencia, la procreación y,
en una palabra, al placer» (Gr BA55 = 423). En el sentido en que
aparece en los ejemplos segundo y cuarto, tratar a la humanidad
que hay en mí mismo como un fin no excluiría el comer lotos,
no más de lo que excluiría el suicidio.
Aquí me gustaría comentar que en la adaptación de la for-
ma kantiana de argumentación que realizo en FR cap. 8 excluí
específicamente de su enfoque los ideales personales que no
afectan a la otra gente, y sostuve que uno no podía argumentar
de ese modo sobre ellos. Por consiguiente, mi opinión en rela-
ción con estos primer y tercer ejemplos es que Kant es se desca-
rría al tratar (a fin de apoyar sus ingénitas convicciones) de
usar argumentos de universalizabilidad fuera de) campo que les
corresponde, que es el de los deberes hacia la otra gente.
Existe una objeción posible a la asimilación de voluntades a
preferencias que acabo de realizar, que una preferencia, siendo
como es algo empírico, no es lo mismo que una voluntad, ya
que ésta es, según la doctrina kantiana pura, algo nouménico
(cf. KpV A74 y s. = 43). Volveré a esta objeción en 8.8.
170 ORDENANDO LA ÉTICA
las preferencias son de ese tipo. Pero ahí tenemos que ir con
mucho cuidado en distinguir, como Kant insiste que hagamos,
entre las partes racional y empírica de la filosofía moral. Él,
desde luego, piensa que la filosofía moral posee ambas partes.
Acerca de los que no llegan a diferenciar entre esos dos papeles,
dice: «Lo que (ese procedimiento) acaba produciendo es una
repugnante mezcolanza (Mischmasch) de observaciones de se-
gunda mano y principios medio racionales con los que los cas-
quivanos se deleitan a sí mismos, al ser eso algo que pueden uti-
lizar en su cotidiano chismorreo. Por otro lado, los hombres de
entendimiento quedan confundidos por él y apartan los ojos
con un disgusto que, sin embargo, son incapaces de curar» (Gr
BA31 = 409, cf. BAiv. = 388).
Lo importante a retener aquí es que los reparos que Kant
pone a la hora de introducir consideraciones empíricas afectan
tan sólo a lo que él está haciendo en este libro: es decir, afectan tan
sólo a la Metafísica de las costumbres y, en realidad, tan sólo a
su Fundamentación. En mi opinión, es legítimo considerar la
Fundamentación como una investigación puramente lógica
sobre la naturaleza del razonamiento moral y, evidentemente,
como tal no puede contener apelaciones a los hechos empíricos,
no más de lo que puede cualquier otro tipo de lógica. Como di-
je, ésta es la principal diferencia que separa a Kant de algunos
de sus supuestos discípulos modernos.
Veamos con más detalle el programa kantiano o esa inter-
pretación del programa kantiano. Este descansa sobre una in-
vestigación metafísica o lógica acerca de la naturaleza de los
conceptos morales. Tal investigación tiene que ser la base de
cualquier sistema de razonamiento moral y debe llevarse a cabo
considerando tan sólo la naturaleza de los conceptos y no de na-
da empírico. Kant creía en lo sintético a priori y, en efecto, lla-
mó a su imperativo categórico «lo sintético a priori práctico»
(Gr BA50 = 420). Más adelante, sin embargo, explica que la
cuestión de por qué semejante proposición sintética a priori es
posible y necesaria queda fuera de los límites de la metafísica
de las costumbres (Gr BA95 = 440). Los dos primeros capítulos de
la Fundamentación (de los que nos hemos ocupado nosotros)
son «meramente analíticos» (Gr BA96 = 445); en ellos Kant ha
estado «desarrollando el concepto de moralidad tal como gene-
ralmente está en boga». En cualquier caso, estoy convencido de
que Kant habría excluido de esta parte cualquier consideración
de datos empíricos, tanto de lo que realmente sucede en la men-
¿PODRÍA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 177
111.: Chicago University Press, 1967); C. Lyas, ed., Philosophy and Lin-
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losophie (Frankfurt a. M: Athenáum, 1974).
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berstam, ed., Virtues and Valúes (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-
Hall, 1987), y otras colecciones. Traducido al alemán (abreviado) en
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la colección ed. por J. Babi-Avdispabic (Sarajevo: Svjetlost, 1987).
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Free Press of Glencoe). Reimp. en 197 Id.
1964d. «The Promising Game», Revue Internationale de Philosophie 70,
188 ORDENANDO LA ÉTICA
2. Otros escritos
La idea principal del lib ro es que no vam os a lograr que el pen sa-
m iento moral sea objetivo planteando las cuestiones m orales como
cuestiones de hecho; tal planteam iento conduce inevitablem ente al
re la tivism o y nos ata a las cu ltu ra s y a los lenguajes p a rtic u la re s .
Lograrem os, m á s bien, que sea o bjetivo p oniendo de relieve el
carácter universalm ente prescriptivo del lenguaje m oral, que tod a s
las c u lturas pueden c o m p a rtir y, por ta n to , utiliza rse para resolver
sus diferencias m orales. Una prescripción moral objetiva, com o vio
Kant, co n siste en una prescripción que to d o s los seres racionales
pueden aceptar.
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