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R. M.

Haré

Ordenando
la ética
Una clasificación
de las
teorías éticas

E d ito ria lA riel, S .A


Diseño cubierta: Nacho Soriano

Título original: Sorting Out Ethics

Traducción de
Jo a n V e r g és G if r a
(Revisada por el autor)

1.* edición: mayo 1999

© 1997: R. M. Haré

Thts translation o f Sorting Out Ethics


originally published in English in 1997
is published by arrangemeni
with Oxford University Press.

La traducción de Sorting Out Ethics


publicada originalmente en 1997
se edita por acuerdo
con Oxford University Press.

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para (odo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 1999: Editorial Ariel, S. A.
Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN: 84-344-8749-7

Depósito legal: B. 14.884 - 1999

Impreso en España

Ninguna porte de esta publicación, incluido el diseño


de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida
en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico,
químico, meeúnico, óptico, de grabación o de fotocopia,
sin permiso previo del editor.
PREFACIO

El núcleo de este libro son las Conferencias Axel Há-


gerstróm que en 1991 di en Uppsala. Había planeado incorpo-
rar estas conferencias, junto con la revisión de otros trabajos,
en un extenso libro que ofreciera mis concepciones sobre teoría
ética. Este material iba a constituir las Conferencias Josep Fe-
rrater Mora que entonces tenía que dar en Girona, Catalunya.
Pero este ambicioso proyecto quedó frustrado por culpa de una
serie de ataques que no sólo hicieron imposible que pudiera te-
clear con más de una mano, sino también me privaron de po-
nerme a pensar en confeccionar todo un libro. Sentí mucho te-
ner que cancelar mi visita a Girona, visita que había estado
esperando con gran deleite.
Antes, cuando escribía un libro, solía retener todo su conte-
nido en mi mente, desde el principio hasta el final. Sólo así pue-
den evitarse las repeticiones e incluso las contradicciones. Pero
eso ya no lo puedo seguir haciendo. En consecuencia, y con el
valioso consejo de la Oxford University Press, me vi obligado a
tener que reunir y publicar esas conferencias junto a tres adi-
ciones importantes. La primera de estas adiciones consiste en
un intento de justificar todo el proyecto de aplicar la filosofía
del lenguaje a la ética. Es una versión revisada de mi contribu-
ción al Handbuch Sprachphilosophie de De Gruyter, y ofrece
una ojeada general a todo mi pensamiento. La segunda adición
consiste en una introducción a mi curso magistral de Oxford y
Florida, que no figura en las cinco conferencias dadas en Upp-
sala por falta de tiempo.
A continuación vienen las Conferencias Axel Hágerstróm.
Originalmente, estas conferencias llevaban por título «Una ta-
xonomía de teorías éticas». La primera y segunda conferencias
son en gran parte nuevas; el resto procede de fuentes muy di-
versas. En parte son una destilación, revisada, condensada y, es-
VIII ORDENANDO LA ÉTICA

pero, mejorada, de las conferencias que durante años he dado


en Oxford, Florida y otros lugares. Mi costumbre ha sido dar
conferencias alrededor de un núcleo que, básicamente, ha per-
manecido el mismo y al que de vez en cuando he añadido otras
conferencias. Muchas de estas adiciones iban destinadas a ilus-
trar los usos de la teoría ética mediante su aplicación a proble-
mas prácticos. La gran mayoría de ellas forman parte de volú-
menes ya publicados. Espero aún publicar otro de estos
volúmenes. Pero el núcleo de mis pensamientos meditados más
recientes no podía ser publicado mientras estuviera dando con-
ferencias. Tal núcleo formó la parte principal de las Conferen-
cias Axel Hágerstróm. Tengo que agradecer al tan inteligente
público de Uppsala el estimulante recibimiento que dio a esas
conferencias. Las publico tal como las ofrecí entonces, con
unas pocas modificaciones, y conservando el estilo de una ex-
posición oral.
Por último, también publico aquí mi trabajo «¿Podría Kant
haber sido un utilitarista?», que forma parte de Utilitas 5 y que
también apareció en Kant and Critique, editado por R. M.
Dancy. Entre otras ocasiones, en ese mismo viaje a Suecia pre-
senté este trabajo en Estocolmo. Debo tantas ideas a Kant, y la
interpretación que hago de él como un autor casi utilitarista es
tan poco ortodoxa (si bien ahora goza de partidarios), que pen-
sé que valía la pena publicarlo otra vez aquí.
Es obvio que un libro estructurado de este modo está con-
denado a contener superposiciones. Por ejemplo, algunos pun-
tos que se mencionan brevemente en el cap. 1 son tratados con
más detalle en los capítulos 3 y 7; o mi interpretación de Kant
figura en muchos de los capítulos anteriores antes de ser plena-
mente explorada en el capítulo 8. Es imposible evitar esto, si los
capítulos pueden ser leídos con independencia el uno del otro.
Algunos quizá deseen leer tan sólo el cap. 1 como un resumen
de mis ideas; y otros tal vez encuentren este capítulo demasiado
difícil y salten al cap. 2, que es más fácil. Y otros quizá no estén
interesados en cuestiones de exégesis kantiana. Por todas estas
razones decidí resignarme a que hubiera algunas superposicio-
nes, si bien cabe decir que éstas están bien señalizadas.
Además de al público sueco, tengo que agradecer a otra
gente los comentarios realizados sobre distintas versiones de
estas conferencias. Son demasiados para enumerarlos; de todos
modos, en la bibliografía menciono aquellas personas cuyos es-
critos me ayudaron más en el capítulo sobre Kant. A esto se le
PREFACIO IX

ha añadido una lista completa de mis escritos filosóficos, como


ayuda para aquellos que deseen estudiar mis ideas, así como los
resúmenes de mis trabajos recientes más importantes. A este
respecto, debo mucho a la excelente bibliografía que Ulla Wes-
sels compiló para los dos volúmenes de Zum moralischen Den-
ken (H 1995a), las actas de un congreso sobre mi trabajo.
He usado un sistema de referencia autor-fecha para evitar
las notas al pie; no pensé que fuera necesario citar los números
de página en aquellos casos en los que fuera fácil encontrar el
pasaje referido. La razón de ello está en que muchos de esos ar-
tículos han aparecido en distintos sitios con paginaciones dife-
rentes; y lo mismo vale para las numerosas traducciones que
hay de mis obras. En el caso de las referencias a escritores clá-
sicos que están publicados en muchas ediciones, normalmente
lo mejor ha sido citar la sección o capítulo, o, en el caso de Pla-
tón, Aristóteles y Kant, las páginas de las ediciones estándar.
Ofrezco esta taxonomía de teorías éticas a todos aquellos
que se hallan perdidos en el laberinto moral, entre los cuales es-
tán muchos de mis colegas filósofos. Al igual que aquellos que
disertan pomposamente sobre cuestiones morales en los me-
dios de comunicación, estos colegas filósofos están perdidos
porque no disponen de un mapa del laberinto. Mi libro se pro-
pone justamente ofrecer ese mapa.
Pr im e r a pa r t e

EL PROYECTO
DE LA FILOSOFÍA MORAL
Ca pít u l o 1

LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA*

1.1. El momento en que los filósofos se hallan más cerca


de tratar cuestiones prácticas de la moral y de la política es
cuando hacen ética o filosofía moral. Es así como ésta propor-
ciona una de las justificaciones prácticas más importantes de la
actividad filosófica (H 1971c: 98). Si, por consiguiente, pudiera
mostrarse que la contribución de la filosofía del lenguaje a la
ética es crucial, esto aumentaría enormemente la relevancia
práctica de aquella disciplina. Aunque no menos importante se-
rá dejar claro de qué contribución se trata.
A primera vista, el siguiente programa parece prometedor.
La filosofía del lenguaje se ocupa, ante todo, del estudio del
concepto de significado en los distintos sentidos que esta pala-
bra tiene. Pero los significados de las palabras y de las oracio-
nes morales —en algunos sentidos, por lo menos— determinan
la lógica de las inferencias en las que aparecen. Por eso, el estu-
dio de los significados de las palabras u oraciones morales, o de
lo que la gente quiere decir cuando las profiere, debería permi-
timos investigar las propiedades lógicas de lo que la gente dice
y resolver así las cuestiones de si lo que dice es autoconsistente,
qué implicaciones tiene y qué argumentos (en el sentido de ra-
zonamientos) son buenos o malos, en general, y cuáles no lo
son. Así pues, la filosofía del lenguaje, aplicada al lenguaje mo-
ral, debería ser capaz de proporcionar una estructura lógica
para nuestro pensamiento moral. Puesto que nuestro pensa-
miento moral suele fracasar precisamente por falta de una es-
tructura semejante, ello supondría un avance nada despre-
ciable.

Versión revisada de H 1996a.


2 ORDENANDO LA ÉTICA

En la realización de este programa será preciso evitar mu-


chos escollos. No obstante, voy a sostener que, en principio, es
factible. Empezemos, pues, considerando algunas posibles ob-
jeciones. Si no dejara claro de buen comienzo que la filosofía
del lenguaje es algo distinto de la filosofía lingüística correría el
riesgo de ser interpretado mal. La filosofía del lenguaje es una
rama de la filosofía con el mismo rango que la filosofía de la
ciencia, la filosofía del derecho, la filosofía de la historia, etc. Si
decimos que un filósofo hace filosofía del lenguaje, con ello no
estamos presuponiendo que éste, en su trabajo, suscriba un mé-
todo determinado o que lo haga de acuerdo con los principios
de una escuela en concreto. Los filósofos del lenguaje pueden
ser realistas o su contrario, intuicionistas o su contrario, etc. Si
alguien fuera a decir —como, según varias interpretaciones,
Platón dice— que las palabras tienen significado porque repre-
sentan entidades no sensibles eternamente existentes del Cielo,
aunque estaría haciendo filosofía del lenguaje, es obvio que ello
no le convertiría en un filósofo lingüístico. Véase, de todas for-
mas, H 1982a, especialmente el cap.4, para una interpretación
más «lingüística» de Platón.
Un filósofo lingüístico es alguien que cree en un modo par-
ticular de hacer filosofía (no sólo filosofía del lenguaje, sino
cualquier tipo de filosofía) consistente en estudiar los significa-
dos de las palabras que originan problemas filosóficos y desen-
redar tales problemas. El filósofo lingüístico defenderá, como
Camap (1932), una «Überwindung der Metaphysik durch logis-
che Analyse der Sprache». Mi postura, aclarémoslo de entrada,
es la siguiente: yo soy una especie de filósofo lingüístico, pero
no del tipo extremo que representa Camap. No es preciso supe-
rar la metafísica, en mi opinión, ni tampoco reemplazarla. En
la forma en que nos la legó Aristóteles, esta disciplina constitu-
ye una rama central e importante de la filosofía. La sospecha es-
tá justificada tan sólo con respecto a ciertas malas imitaciones
que se han hecho de ella. Además, la metafísica ha utilizado mé-
todos lingüísticos tanto antes como después de Aristóteles. Es
verdad que muchos de los problemas llamados «ontológicos»
tienen que ser resueltos prestando gran atención a las palabras
que los originan y que ello es especialmente verdad en el caso
de la ética. Pero esto, en mi opinión, más que ser un modo de
superar la metafísica, representa un modo de hacer metafísica
competentemente —de dominarla, podríamos decir, si fuera po-
sible maltraducir así «überwinden». Este modo de hacer meta-
LA FILOSOFIA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 3

física ha producido, hasta hoy, buenos resultados en todos los


grandes metafísicos que lo han practicado. En consecuencia, yo
no me opongo a la metafísica, sino únicamente a determinadas
actividades «teológicas» y «filosóficas» completamente espú-
reas que, recientemente, han usurpado ese nombre. A tales acti-
vidades mejor sería llamarlas «mefística», ya que su propósito,
como el de Mefistófeles en Fausto, es conseguir que los filósofos
vendan su alma a cambio de fantasías.
Me gustaría considerar dos posibles objeciones al progra-
ma que he esbozado al principio. La primera dice así: «Los he-
chos sobre los lenguajes particulares, incluyendo aquellos
hechos sobre cómo usa la gente las palabras en cada cultura en
particular, son hechos contingentes. No pueden servir, por lo
tanto, para establecer las verdades necesarias que estamos per-
siguiendo en ética. No nos interesa saber cómo unos determi-
nados grupos de gente o culturas usan las palabras morales. Lo
que queremos es saber qué es correcto, qué incorrecto y que se
nos muestre, por medio de un razonamiento convincente, que
ello es necesariamente así.»
La segunda objeción está relacionada con la primera y dice:
«El razonamiento moral tiene que ocuparse de los hechos mo-
rales y los hechos morales no son hechos sobre las palabras, si-
no sobre el mundo; son hechos sobre la existencia de valores
morales en el mundo. El estudio de las palabras jamás podría
producir tales hechos.» Ambas objeciones tienen su correspon-
diente respuesta. Con respecto a la primera, considérese la po-
sición de la lógica corriente. Sería un error suponer que la lógi-
ca descubre tan sólo verdades contingentes sobre el lenguaje;
pero también sería un error creer que la lógica es independien-
te del estudio del lenguaje. Es una verdad necesaria que, en un
sentido elemental de «todos» y de las demás palabras en cues-
tión, si todos los libros del estante superior son obras de Witt-
genstein, y esto es un libro del estante superior, entonces esto es
una obra de Wittgenstein. Para poder dar por bueno, sin em-
bargo, que esto es una verdad necesaria, tenemos que asegurar-
nos de que las palabras han sido usadas y comprendidas según
los sentidos que así lo determinan. La lógica consiste, al menos
en parte, en el estudio de aquellas palabras que la gente usa en
su discurso para establecer cuáles de las cosas que dice son, al
usar tales palabras, verdades necesarias.
Esto no hace que las verdades de la lógica sean contingen-
tes. Es, evidentemente, un hecho contingente que las personas
4 ORDENANDO LA ÉTICA

usen unos determinados sonidos con unos sentidos determina-


dos. Preguntar, sin embargo, en qué sentido los usan equivale a
preguntar con respecto a qué reglas o convenciones, lógicas y
semánticas, los están empleando. Y no es un hecho contingente,
sino una tautología, que cualquiera que use tales palabras se-
gún tales sentidos cometerá errores lógicos si no respeta las re-
glas. Veámoslo en nuestro ejemplo: es, ciertamente, un hecho
contingente que alguien use la palabra «todos» en el sentido en
que la usa. No es un hecho contingente, sin embargo, que si es-
ta persona usa esta palabra en ese sentido (a saber, en el sentido
en que el silogismo presentado antes es necesariamente verda-
dero), el silogismo en cuestión sea necesariamente verdadero.
Lo que hace que ese sentido sea ese sentido es que es el sentido
que hace que este silogismo sea necesariamente verdadero.

1.2. Los significados de las palabras, incluidas las pala-


bras como «todos», están determinados por las convenciones
según las cuales las usamos. Y esas convenciones son, en parte,
convenciones lógicas que determinan qué implica qué, qué po-
demos decir consistentemente, etc. Uno no se convierte en un
convencionalista, en un sentido peyorativo de «convencionalis-
ta», si afirma la obvia verdad de que el estudio de cuáles son las
convenciones para el uso de palabras como «todos» (es decir,
qué reglas lógicas rigen su uso, según las usa la gente) constitu-
ye la base del descubrimiento de estas reglas lógicas.
Contra esto alguien podría objetar que no es necesario que
la gente use las palabras de acuerdo con estas reglas. Humpty
Dumpty tiene toda la razón (Carroll 1872: 196). «Todos» podría
haber significado lo mismo que ahora significa «algunos»; o
sea, las reglas que determinan su significado y las implicaciones
de las proposiciones en las que aparece podrían haber sido dis-
tintas y como las que ahora determinan el significado y las im-
plicaciones de «algunos». Los ingleses, los franceses, los alema-
nes y los chinos usan sonidos distintos para expresar las
mismas cosas. Y los inventores de lenguajes artificiales como
Carnap disponen de una libertad considerable para inventar
nuevos usos de palabras y símbolos, así como las reglas y con-
venciones para su uso. Ahora bien, si en un lenguaje cualquiera
(natural o artificial), se usa una palabra para expresar los mis-
mos significados que expresa otra palabra en otro lenguaje, en-
tonces la primera palabra debe estar regida por las mismas re-
glas lógicas que rigen el uso de la segunda. Si estuviera regida
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 5

por reglas distintas no expresaría el mismo significado. Para


que una palabra en chino sea el equivalente de «todos» es preci-
so que, empleada en el correspondiente silogismo chino sobre
Wittgenstein, haga que éste sea necesariamente verdadero.
Por consiguiente, si la lógica en su conjunto supone seme-
jante estudio de las palabras, lo mismo será válido para la rama
de la lógica llamada ética teorética. Digo que la ética teorética
es una rama de la lógica porque su objetivo principal es descu-
brir cómo, en esta área en particular, determinamos qué argu-
mentos sobre la moral son buenos argumentos, o diferencia-
mos los razonamientos que son sólidos de los argumentos que
no lo son. La ética teorética es, en particular, una rama de la ló-
gica modal. «Debería» [oughí], que podríamos tomar como el
ejemplo más simple de palabra típicamente empleada en un
discurso moral (de palabra moral, para abreviar), expresa una
modalidad deóntica. Ello se hace patente en el hecho de que las
lógicas deónticas sistematizadas son, en todos o casi todos los
respectos, análogas a las otras clases de lógica modal (Prior
1955: III. i. 6). Lo mismo vale, aún más claramente, para el caso
de «deber» [mus/]: el uso de la palabra «deber» para expresar
enunciados morales tales como «debo no mentirle» es análogo,
en muchos aspectos, al uso que de ella se hace para expresar
enunciados modales aléticos.
Si es posible descubrir, como empieza a suceder, sistemas
viables de lógica deóntica que constituyan modelos adecuados
del lenguaje moral corriente, estos sistemas van a ser tan útiles
para la comprensión de los argumentos morales como la lógica
comente lo es para la comprensión de los otros tipos de argu-
mentos. Así pues, aunque es obviamente un hecho contingente
que el castellano use «debería» para expresar el significado que
esta palabra expresa, no es en absoluto contingente que cual-
quier lenguaje con una oración equivalente —es decir, que dis-
ponga de un modo de expresar el mismo pensamiento— esté re-
gido por las mismas reglas de razonamiento. Cuáles son estas
reglas, en el uso normal de esta palabra, es algo que se descubre
preguntando de qué modo es usada normalmente.
Al igual que antes, es cierto que no es necesario que usemos
esta palabra de este modo. Pero cuando discutimos sobre pro-
blemas morales lo que estamos discutiendo es si aceptar o re-
chazar determinados juicios morales. Y es evidente que el que
un argumento sea un buen argumento para aceptar o rechazar
un determinado juicio dependerá de qué juicio se trate. Pero de
6 ORDENANDO LA ÉTICA

qué juicio se traía depende, a su vez, de qué se entiende que sig-


nifican las palabras usadas para expresarlo. Si se entendiera
que significan algo distinto, entonces se trataría de un juicio
distinto. Pero al compremetemos en la discusión de si aceptar o
rechazar ese juicio (es decir, el juicio que esas palabras expresan
cuando éstas se entienden de ese modo) nos compremetemos
también a seguir las reglas de razonamiento que ese modo de
entenderlas determina. Entender las palabras de ese modo es
aceptar que el juicio en cuestión (con o sin premisas adiciona-
les) implica lógicamente tal o cual serie de juicios, es inconsis-
tente con tal o cual serie distinta de juicios, etc. Así pues, al
igual que antes, el sentido de las palabras determina cuáles son
los argumentos sólidos sobre las cuestiones que planteamos. Es
por esta razón que, a fin de determinar si nuestros argumentos
son sólidos o no, tenemos que examinar los sentidos de las pa-
labras, es decir, las reglas para su uso en los argumentos.
Sigue siendo cierto que podemos usar las palabras a nues-
tro antojo. Ahora bien, si decidimos usar las palabras de un mo-
do distinto a como las usamos al plantear nuestro problema
original, entonces ya no estaremos planteando el mismo proble-
ma. Somos libres de plantear otros problemas; y eso haremos si
las palabras significan otra cosa. Volviendo a nuestro ejemplo
original: si en vez de preguntar si todos los libros eran obra de
Wittgenstein, hubiéramos preguntado si algunos de ellos eran
obra de él, entonces no habría sido una razón para responder
«No» el que uno de esos libros no fuera obra de Wittgenstein. Si
cuando dijimos «todos» hubiéramos estado usando esta pala-
bra en el mismo sentido en que normalmente se usa «algunos»,
entonces el razonamiento que tendríamos que haber utilizado
para responder a nuestra cuestión hubiera tenido que ser dis-
tinto. De la misma forma, si para nosotros «debería» significa lo
que esta palabra significa cuando nos planteamos cuestiones
morales, entonces, en nuestro razonamiento moral, tendremos
que seguir las reglas (de implicación, consistencia, etc.) señala-
das por este significado (por el hecho de que planteamos esta
cuestión y no otra, que alguien más podría estar planteando si
profiriera los mismos sonidos usando «debería» en un sentido
distinto). Es, por consiguiente, apropiado, si queremos determi-
nar qué reglas tenemos que seguir, preguntar en qué sentido se
estaba usando esa palabra en nuestra cuestión. De hecho, pre-
guntar en qué sentido estaba siendo usada es preguntar cuáles
son las reglas.
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 7

Todo esto es particularmente verdadero en el caso de pala-


bras como «debería», uno de los términos más generales usados
en el planteamiento de cuestiones morales. Este tipo de pala-
bras, al igual que otras palabras modales, expresan conceptos
formales; es decir, las implicaciones y demás propiedades lógi-
cas que estas palabras confieren a las proposiciones en las que
aparecen agotan las reglas para su uso. Cabe destacar que esto
no vale para cualquier palabra: por ejemplo, aunque las pala-
bras «azul» y «rojo» comparten las mismas propiedades lógico-
formales, «rojo» no significa lo mismo que «azul». Sus propie-
dades lógicoformales no agotan su significado. Ahora bien, si
«debería» es una palabra puramente formal, entonces el estudio
de sus propiedades lógicas debería permitimos descubrir todo
lo que hay que saber sobre su significado y reglas de uso. Si es-
to es cierto, ello es, como veremos, de fundamental importancia
para la ética. Significa que, aunque es cierto que «debería» tam-
bién posee, en cierto sentido, propiedades semánticas (su «sig-
nificado descriptivo»), estas propiedades semánticas no forman
parte de su significado en sentido estricto (H 1986c), ni ejercen
para nada ninguna influencia profunda sobre las reglas para el
razonamiento acerca de lo que deberíamos hacer.
La respuesta a la segunda objeción que presentamos al
principio diría, por consiguiente, lo siguiente: la razón de que
para desarrollar una teoría del razonamiento moral sea tan in-
necesaria la existencia de hechos morales en el mundo, como
innecesaria es la existencia de hechos lógicos para la determi-
nación del razonamiento lógico, es que los conceptos estudia-
dos por la ética son formales. Las necesidades que constriñen
nuestro razonamiento son necesidades de tipo formal —lo que
no significa, más de lo que pueda significar en lógica o mate-
mática, que en conjunción con información no moral de carác-
ter sustancial no puedan ayudamos a resolver cuestiones mora-
les sustanciales. De qué modo es esto posible lo veremos más
adelante.

1.3. Ahora debemos preguntamos cómo podemos averi-


guar cuáles son estas propiedades formales. El primer paso nos
exige que llevemos a cabo una disección del lenguaje, concebi-
do como un todo ordenado, a fin de comprobar a qué parte de
su anatomía pertenecen las palabras como «debería». La forma
más perspicua de realizar tal operación es por medio de la teo-
ría de los actos de habla. Quien puso en circulación el término
8 ORDENANDO LA ÉTICA

«actos de habla» fue J. L. Austin (1962: 41, 149) —si bien es ver-
dad que él apenas usa este término y suele preferir expresiones
más específicas. No es injusto considerarle como el fundador de
la teoría de los actos de habla —a pesar de que la idea de que no
todos los actos de habla son del mismo tipo, ni obedecen a las
mismas leyes, aparece antes y después de Austin en Wittgens-
tein, Ryle, Searle, Habermas y muchos otros filósofos. A fin de
diferenciar entre sí a los distintos tipos de actos de habla nece-
sitamos articular las oraciones empleadas para su realización.
El objetivo principal es tratar, en la medida de lo posible, de
aislar en esas oraciones las características que realizan las dis-
tintas funciones necesarias para un acto de habla completo. Así
podremos ver qué características de una oración son específicas
de un tipo de acto de habla en particular, señalar su proferencia
como la realización de un acto de habla perteneciente a seme-
jante tipo e indicar qué características son comunes a los dis-
tintos tipos de actos de habla. La marca más conocida de este ti-
po es la marca de modo (modo indicativo o modo imperativo,
por ejemplo), que (hablando generalmente, por el momento)
distingue a los enunciados de las imperaciones (si se me permi-
te emplear este término para los actos de habla característicos
del modo imperativo).
También es preciso tener claro que la división de los distin-
tos tipos de actos de habla se presenta en forma de un árbol con
géneros, especies, subespecies, etc. Sería un error suponer, por
ejemplo, que no existen ulteriores subdivisiones en la clase de
los enunciados* ni en la clase de las imperaciones, o suponer
que es imposible que las imperaciones, tal vez junto con los jui-
cios morales, se hallen dentro de una clase más amplia de pres-
cripciones. También cometeríamos un error si supusiéramos
que un tipo de acto de habla tiene que pertenecer a una u otra
de estas clases y que es imposible que pertenezca a más de una.
Pues quizá las especies y los géneros no se excluyen mutuamen-
te: tal vez los juicios morales compartan características propias

* Traducimos aquí y en sus apariciones subsiguientes la palabra inglesa


slatement por «enunciado». Statemenl se traduce a veces también por «afirma-
ción». Ahora bien, una afirmación en este sentido —en el sentido de statemenl—
puede ser afirmativa o negativa (cuando afirma o niega, respectivamente, la exis-
tencia de un estado de cosas). Puesto que las expresiones «afirmación negati-
va» podrían confundir al lector, el autor ha preferido traducir sistemáticamente
statemenl por «enunciado». (N. del t.)
LA FILOSOFIA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 9

de los enunciados y de las prescripciones al mismo tiempo. Lo


que está claro es que la investigación de todo esto debe hacerse
mediante el estudio del habla y del lenguaje (utilizo estas pala-
bras para señalar la famosa distinción de Saussure 1916).
En este punto, quizá sea oportuno realizar una clarifi-
cación necesaria más. Austin emplea el término «fuerza ilo-
cucionaria» para referirse a la propiedad que diferencia a los
actos de habla entre sí. El enunciado de que vas a cerrar la
puerta tiene una fuerza ilocucionaria distinta de la orden de
que cierres la puerta. Aunque es verdad que, desde Austin, dis-
tintos escritores han interpretado esta diferencia de distintas
formas. Considérense las dos órdenes siguientes: la de que
abras la puerta y la de que cierres la ventana, ¿llenen la mis-
ma fuerza ilocucionaria, al ser ambas órdenes; o, como son
órdenes distintas, presentan fuerzas ilocucionarias distintas?
Mientras sepamos de qué modo usamos los términos, esto
será irrelevante para cualquier argumento. En lo que sigue, no
obstante, voy a adoptar el segundo de estos usos. Aunque am-
bas pertenezcan al mismo tipo de fuerza ilocucionaria, a sa-
ber, el imperativo, yo voy a hablar de estas dos órdenes como
teniendo dos fuerzas ilocucionarias distintas. Asimismo, po-
dría hacer dos enunciados distintos con una fuerza ilocucio-
naria distinta, debido a que su contenido es distinto, y aun así
destacar que ambos tienen el mismo tipo de fuerza ilocucio-
naria, a saber, lo que Austin llamó el constativo (1962: 6 n.).
Una manera de hacer resaltar esto sería articular las oraciones
de una forma tal (la forma en que se hallan en la mayoría de
lenguajes) que quede clara la característica que distingue
al modo de todo lo demás; las órdenes «Abre la puerta» y «Cie-
rra la ventana» comparten la característica gracias a la cual
las reconocemos como imperativos; pero en todo lo demás son
distintas.
La articulación de las oraciones o de los actos de habla que
éstas expresan debe diferenciar, como mínimo, cuatro funcio-
nes (H 1989a). La primera es el modo, del que ya he hablado.
Voy a llamar a la marca del modo, trópico. Que el modo es, o
puede ser, parte del significado es algo que podemos ver clara-
mente si consideramos el hecho de que las expresiones latinas
«i» e «ibis» («Ve» e «Irás») tienen implicaciones lógicas diferen-
tes (H 1996b): la primera expresión no implica que vayas a
abandonar este lugar, pues una orden no predice su propia rea-
lización; la segunda expresión sí que lo implica. En segundo lu-
10 ORDENANDO LA ÉTICA

gar, debemos diferenciar el contenido del acto de habla (qué se


enuncia que es o bien ordena que sea, por ejemplo). De este mo-
do, las órdenes «Abre la puerta» y «Cierra la ventana» tienen el
mismo trópico pero distintos frásticos (palabra que utilizo para
denotar aquella característica de la oración, no necesariamente
separada de ella, que indica lo que se está enunciando, por
ejemplo, u ordenando). En un lenguaje completa y perspicua-
mente articulado estas dos funciones estarían asignadas a dis-
tintas partes de la oración.
Las dos funciones restantes, que ahora no precisamos tra-
tar, son aquellas que en un lenguaje perfectamente articulado
expresarían el dístico, o marca de estar completa la oración, y
el néustico, o marca de suscripción de un acto de habla por par-
te de un escritor o hablante. Estas dos marcas son más bien
controvertidas. Muchos han negado la necesidad de disponer
de la segunda, en particular; pero para el propósito del presente
argumento no voy a necesitar entrar en ello (véase H 1989a).
Con todo, es de gran importancia que seamos capaces de dife-
renciar estas características; algo que, por cierto, pocos han he-
cho (incluyéndome a mí mismo, al principio; H 1971c: 21 y ss).
Especialmente importante es diferenciar el trópico, o marca de
modo, del néustico, o marca de suscripción, ya que uno puede
mencionar o insertar una oración indicativa o imperativa, in-
cluyendo su marca de modo, o usarla miméticamente (6.4, H
1989a) —sobre el escenario, por ejemplo— y no estar haciendo
un enunciado o dando una orden.
Llegados a este punto, uno se preguntará si el modo, tal co-
mo utilizo yo esta palabra, es un término lógico o bien gramati-
cal. He aquí la respuesta: es ambas cosas, pero debemos com-
prender la diferencia entre los conceptos que ahora reciben el
nombre de estructura profunda y estructura superficial, y que
antes solían llamarse forma gramatical y forma lógica. Aunque
exista alguna diferencia entre estas dos formas de trazar la dis-
tinción entre estos conceptos, ello no afectará lo que voy a decir
ahora. Históricamente, la gramática y la lógica se desarrollaron
juntas, y con ellas también la metafísica. De hecho, resulta difí-
cil trazar claras distinciones entre estas tres disciplinas. Incluso
pensadores tan distintos como Hegel y Camap tuvieron dificul-
tades a la hora de diferenciar la lógica de la metafísica (Hegel
asimila la primera a la segunda; y Camap, en la práctica, asimi-
la la segunda a la primera —aunque reserva el término «metafí-
sica» para lo que yo llamo «mefística»). Asimismo, la gramática
LA FILOSOFIA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 11

profunda y la lógica están tan íntimamente vinculadas entre sí


que sería absurdo tratar de separarlas. Lo que ha hecho creer a
la gente que existe una diferencia entre la gramática y la lógica
en su conjunto es la diferencia entre la lógica y la gramática su-
perficial.
Evidentemente, existen algunas diferencias gramaticales
que no tienen ninguna significación lógica, como por ejemplo
la diferencia entre las conjugaciones regulares e irregulares de
los verbos (3.3). Pero este no es el caso del modo. La diferencia
entre la marca de modo y el resto de la oración es tan impor-
tante lógicamente como la diferencia entre sujeto y predicado.
El sujeto y el predicado han sido considerados tanto términos
gramaticales como términos lógicos, y con acierto, ya que la
gramática es una forma de expresar la lógica. A fin de poder ha-
blar gramaticalmente debemos ser capaces, al menos implícita-
mente, de identificar tal diferencia lógica. Lo que los lingüistas
estructuralistas realizan al construir sus árboles (lo que cuando
yo iba a escuela se llamaba «análisis sintáctico y gramatical») es
utilizar esa diferencia lógica para distinguir el sintagma nomi-
nal del sintagma verbal.
En relación con esto hay complicaciones que ahora no voy
a poder tratan por ejemplo, la tesis equivocada y que muchos
han sostenido, incluyendo a Aristóteles (An. Pr. 43a30), de que
existen términos que pueden ocupar indistintamente la posi-
ción de sujeto o predicado en la oración. La verdad, sin embar-
go, es que en las oraciones «El rojo es un color primario» y «El
libro es rojo», la palabra «rojo» significa cosas distintas, como
lo demuestra el hecho que podemos reescribir la primera ora-
ción como «El color rojo es un color primario», pero no po-
demos reescribir la segunda oración como «El libro es el color
rojo». De forma similar, en «Calías es un hombre» podemos sus-
tituir «hombre» por «humano»; pero no así en «El hombre es
un animal». Como hemos visto, si modificamos el modo de una
oración, entonces con el cambio gramatical también modifica-
mos su significado y sus propiedades lógicas. Con ello es sufi-
ciente para mostrar, en este contexto y sin tener que diferenciar
ambas funciones, que el modo es tanto una categoría lógica co-
mo una categoría gramatical.

1.4. Es hora de que volvamos a la cuestión de qué lugar


ocupan los juicios morales dentro de la anatomía del lenguaje;
suponiendo, claro, que disponemos de una anatomía adecuada.
12 ORDENANDO LA ÉTICA

Para ser adecuada esta anatomía deberá diferenciar al menos


dos géneros distintos de acto de habla, que llamaré descriptivo
y prescritivo (1.6). Todos los tipos de enunciados corrientes per-
tenecerán al primer género; todos los actos de habla que típica-
mente se expresan en el modo imperativo, al segundo. No debe-
mos presuponer que tan sólo las imperaciones pertenecen al
segundo género. Aún menos que para dar una orden sea nece-
saria la utilización del imperativo. Planteémonos de forma pre-
liminar ahora, sin embargo, la cuestión de si los juicios morales
(los expresados con «debería», por ejemplo) son actos de habla
prescriptivos o descriptivos. La respuesta es que son ambas co-
sas; pero, aun así, es necesario mantener la distinción, ya que, si
no, no seremos capaces de comprender las distintas caracterís-
ticas de las oraciones de «debería» que las conectan a ambos gé-
neros.
Los juicios de «debería» son prescriptivos y, en este sentido,
similares a las imperaciones porque, en sus usos caracterís-
ticos, para estar genuinamente de acuerdo con ellos es nece-
sario actuar en conformidad con ellos en situaciones en las que
la acción requerida es una acción de la persona que los aprue-
ba. Digo «en sus usos característicos» a propósito; porque, co-
mo es bien sabido, existen otros usos que han generado una
gran cantidad de literatura. Son, por un lado, los usos que em-
plea la persona débil de voluntad, «acrática», o «reincidente»,
que no hace lo que reconoce que debería hacer porque en ver-
dad no quiere (H 1963a: c. 5, 1992c: ii. 1304); y, por otro, los
usos que emplea el «satanista» que hace lo que reconoce que
no debería hacer porque eso es lo que justamente no debería
hacer (H 1992d: 98). Éste no es el lugar apropiado para engro-
sar esta literatura; lo importante a destacar aquí es que para
considerar como sinceros los usos característicos y centrales de
«debería» es preciso que haya cumplimiento. Los actos de ha-
bla constativos, en cambio, requieren tan sólo creencia en con-
formidad.
No obstante, los juicios morales no son iguales a las impera-
ciones corrientes. Los juicios morales comparten con los actos
de habla constativos una característica muy importante, a saber,
que si digo «debería hacer esto» tengo que decirlo en virtud de
algo en particular sobre el acto que digo que debería hacer. Esta
característica es propia de todos los usos de «debería» y no sólo
de los usos morales. Es verdad que las imperaciones suelen res-
ponder también a razones. Pero no necesariamente. Cuando un
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 13

sargento de instrucción quiere comprobar que su nuevo recluta


va a obedecerle y grita «Giro a la derecha» puede que tenga tan
pocas razones para gritar eso como para gritar «Giro a la iz-
quierda». Con «debería» es distinto. Tomemos un ejemplo no
moral: supongamos que se hallan ensayando maniobras tácticas
y el instructor dice «Deberían atacar por la derecha». En este ca-
so es preciso que haya una razón con respecto a los hechos de la
situación en cuestión que explique el que deban atacar por la de-
recha y no por la izquierda (FR 3.3).
A los alemanes les cuesta apreciar esta diferencia, ya que,
en alemán, la palabra «solí» puede ser usada tanto para traducir
el castellano de «tiene que» (que puede equivaler a un imperati-
vo) como el castellano de «debería» (que es una expresión mo-
ral o normativa). A veces se han establecido sistemas de lógica
deóntica incapaces de apreciar esta diferencia y que usan un
único símbolo lógico (por ejemplo «O») para «debería» y el im-
perativo indistintamente. Esos sistemas, al no ver que el com-
portamiento lógico de ambos casos es distinto (por ejemplo, un
«cuadrado de oposición» válido para «debería» no funciona pa-
ra los imperativos —H 1967d), empiezan dando un paso en fal-
so. El no tener las cosas claras en este punto puede a veces lle-
var a pensar que el hecho de que a uno se le ordene algo (uno
tiene que o solí actuar de un modo determinado) muestra que
uno debería actuar de ese modo. Esta confusión puede tener
graves consecuencias políticas (H 1955¿>).
Puesto que los juicios morales tienen que hacerse por unas
razones determinadas, siendo estas razones los hechos de la si-
tuación en cuestión, es irracional emitir un juicio moral que no
considere para nada los hechos (esto contrasta con el ejemplo
que vimos anteriormente sobre las órdenes del sargento; en ese
caso sería absurdo acusar al sargento de irracional). Es cierto
que si el elector quiere evitar ser tildado de irracional, las elec-
ciones que expresan sus actos de habla imperativos deben nor-
malmente responder a razones (H 1979a), y que incluso en el
caso extraordinario del sargento, éste tiene una razón para gri-
tar lo que grita (a saber, la intención de poner a prueba la obe-
diencia del recluta). Pero no es menos cierto que la racionalidad
del sargento no se hubiera visto afectada para nada, si en vez de
gritar «Giro a la derecha» hubiera gritado «Giro a la izquierda».
Es un privilegio de los sargentos el que no deban tener razones
para elegir una cosa u otra en estos casos.
Los juicios morales y demás juicios normativos, en cambio,
14 ORDENANDO LA ÉTICA

no pueden ser arbitrarios de este modo. Tienen que hacerse en


virtud de los hechos. Esto no equivale a decir que los juicios
morales se siguen lógicamente de los hechos (H 1963¿: sec. 8).
Los hechos no nos fuerzan lógicamente a hacer un juicio moral
en concreto y no otro. Ahora bien, después de formular un jui-
cio moral sobre una situación determinada, lo que no podemos
hacer es reconocer que los mismos hechos se repiten en otra
situación y a renglón seguido formular un juicio moral sobre
esta segunda situación que esté en conflicto con el primero. En
el ejemplo no moral táctico que vimos, el oficial no puede decir
que quizá haya otra situación táctica como aquella en la que los
soldados deberían atacar por la izquierda en vez de por la de-
recha. El que los hechos sean los mismos constituye una razón
para formular el mismo juicio normativo. Ésta es la base de la
característica de los juicios normativos llamada universaliza-
bilidad (H 1963a: cap. 2), que los juicios morales tienen en co-
mún (1.7).

1.5. Antes de asignar el lugar que deben ocupar los juicios


morales en esta anatomía es preciso que veamos otra distin-
ción importante que Austin trazó muy claramente (1962: caps.
9, 10) y que, a pesar de ello, especialmente en relación con las
imperaciones, muy pocos respetan. Ayudan a promover este
error un uso demasiado fácil del término «pragmática» (6.5) y
de la conexión que hace Wittgenstein entre significado y uso,
así como aquellos que no tienen demasiado claro qué quieren
decir con «uso» (véase Austin 1962: 104). Austin diferenció en-
tre actos ilocucionarios y actos perlocucionaríos (6.4): los pri-
meros son aquello que hacemos al decir algo (in locutione)', los
segundos son aquello que hacemos o tratamos de hacer por me-
dio de la dicción de algo (per locutionem). Es fácil que uno tien-
da a interpretar la «pragmática» y el «uso» de las proferencias
en relación con estos últimos, sobre todo en el caso de los impe-
rativos. Es así como la gente llega a creer posible explicar el sig-
nificado de los imperativos mediante una explicación de su
pragmática y de sus usos, entendiendo con esto los efectos per-
locucionarios que pretenden conseguir.
Pero, junto a esta tentación, existen otras. Muchos lógicos,
a pesar de Austin y Wittgenstein, todavía sostienen la opinión
de que sólo existe un tipo de juego de lenguaje o acto de habla
suficientemente digno de su atención, a saber, el constativo. En
ocasiones citan incluso a Aristóteles como favoreciendo su opi-
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 15

nión (De ¡tu. 16b33 y ss.). Otros están tan enganchados a la ta-
bla de verdad, o a otros métodos similares de construcción lógi-
ca, que les es imposible concebir la posibilidad de construir una
lógica que no trate sobre proposiciones verdaderas o falsas. Y
aún hay otros que desean definir «inferencia válida» como
«aquella inferencia con una forma tal, que ninguna inferencia
de esa misma forma puede tener premisas verdaderas y una
conclusión falsa».
Estos escritores demuestran tener el mismo tipo de prejui-
cio que la teoría del significado como condiciones de verdad ha
puesto de manifiesto. Lo cierto, sin embargo, es que existen
muchos otros modos de establecer la lógica, empezando, en
particular, por el que se basa en la noción de inconsistencia. Si
supiéramos decir qué actos de habla son inconsistentes con qué
otros actos de habla, podríamos construir una lógica para estos
tipos de actos de habla. Y lo que es seguro es que las imperacio-
nes pueden llegar a ser inconsistentes entre sí (por ejemplo
«Cierra la puerta» y «No cierres la puerta»). La inconsistencia,
en este caso, está en lo que antes llamé el frástico, que es lo que
el modo imperativo comparte con su correspondiente modo in-
dicativo. La misma fuente de inconsistencia es válida para am-
bos y, por consiguiente, también la misma naturaleza de error
lógico. En esta ocasión, aunque no siempre es así (LM 2.3, Se-
arle y Vanderveken 1985: 152), el signo de negación forma par-
te del fiástico. Pero en todo esto no hay nada que nos pida des-
terrar los actos de habla imperativos del terreno de la lógica. De
hecho, las mismas reglas de la lógica, las reglas de formación y
de inferencia, por ejemplo, no son más que imperaciones;
y ellas tienen que ser consistentes.
La tentación más fuerte de caer en este modo de considerar
las imperaciones (como no teniendo ninguna lógica, sino tan
sólo pragmática) está en la confusión entre actos ilocucionarios
y actos perlocucionarios. Aquí será necesario alejarnos de la
concepción de Austin. Austin distinguió no dos, sino tres tipos
distintos de actos de habla, siendo el tercero el acto locuciona-
rio (Austin 1962: 108). Si Austin creyó que los únicos actos que
tienen significado son los actos locucionaríos —y en algún lu-
gar he defendido que esto constituiría una mala interpretación
(H 1971c: 115 y ss.)—, entonces estaba claramente equivocado.
Porque, como hemos visto, el modo forma parte del significado
(«Ve» e «Irás» no significan lo mismo). Por consiguiente, para
saber lo que alguien quiso decir al decir algo necesitamos cono-
16 ORDENANDO LA ÉTICA

cer el modo del acto de habla en que lo dijo. Y esto es lo mismo


que saber algo sobre su fuerza ilocucionaria. Así pues, es inco-
herente afirmar que los actos locucionarios son los únicos de-
positarios del significado y al mismo tiempo sostener que es
posible especificar un acto locucionario sin hacer ninguna refe-
rencia a su fuerza ilocucionaria. El significado es, en parte, po-
tencial para la realización de actos ilocucionarios (Alston 1964:
37 y ss.). Ello no necesariamente implica que otros elementos
en la fuerza ilocucionaria no puedan extenderse más allá del ac-
to locucionario tal como está especificado. A veces, por ejem-
plo, se ha defendido que sería posible saber lo que una persona
quiso decir al decir «La capa de hielo es delgada» y, de este mo-
do, saber qué acto locucionario realizó, sin que fuera necesario
saber si lo decía con la fuerza ilocucionaria de un aviso o de un
mero enunciado de hecho. Si pudiera, me gustaría disputar es-
ta opinión; pero para resolver el problema debería realizar un
excursus demasiado largo sobre nociones tales como avisar.
Trato brevemente la cuestión del «aviso» en 3.3. En cualquier
caso, lo que sí podemos asegurar es que, tal como Austin señaló
(1962: 32, 69), existen formas de explicitar la fuerza ilocuciona-
ria de nuestras preferencias y evitar, así, las posibles ambigüe-
dades de la oración. En nuestro caso, podemos conseguir esto
diciendo «Te aviso de que la capa de hielo es delgada», o bien
«Afirmo que la capa de hielo es delgada».
Sea como sea, los actos locucionarios e ilocucionarios se
hallan en el mismo lado de una divisoria que separa a ambos de
los actos perlocucionarios. Esta división se debe a que no es po-
sible elaborar una lógica en sentido estricto para los actos per-
locucionarios. La razón de ello está en que, como hemos visto,
lo que determina que algo sea una lógica son las reglas o con-
venciones para el uso de las palabras; pero los actos perlocucio-
narios (lo que hacemos o tratamos de hacer por medio de la dic-
ción de algo) no necesitan estar controlados por ningún tipo
lógico de reglas o convenciones (cf. Austin 1962: 118). Es cierto
que lo que podemos hacer por medio de la dicción de algo de-
pende en parte de lo que esto sea —es decir, de lo que estemos
haciendo al decirlo—, pero también es verdad que depende de
muchas otras cosas; tenemos que evaluar la situación y figurar-
nos cuáles van a ser los probables efectos de determinadas pre-
ferencias. El decir a alguien que la capa de hielo es delgada pue-
de ser una forma de conseguir que no se meta en el hielo; pero
si esta persona tiene un carácter temerario y no le asusta el
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 17

agua fría, quizá entonces consigamos lo contrarío. Si es alguien


normal que se fía de nosotros, decir eso podría ser una forma de
hacerle creer que la capa es delgada; si es una persona descon-
fiada o alguien que suele reaccionar en sentido opuesto a las
sugerencias de la otra gente, decir eso podría ser una forma de
hacerle creer que no es delgada. Lo mismo vale para el caso
de los imperativos. Decid «Métete en el hielo» a un niño que
se fíe de vosotros y posiblemente se meta en él; decídselo a uno
desconfiado y rebelde y es bien posible que consigáis todo lo
contrario. Queda claro, pues, que el mismo acto ilocucionarío,
con el mismo significado, puede dar lugar a efectos perlocu-
cionarios distintos. Esto, por sí mismo, prueba que el efecto
perlocucionarío, o el efecto buscado, no forma parte del signi-
ficado.
Debemos rechazar, por consiguiente, lo que podría llamar-
se la teoría «del empujón verbal» sobre el significado de los
imperativos (LM 1.7, H 1971c: 91 y ss., 6.3). Si uno entiende,
confusamente, «pragmática» como cubriendo tanto los actos
ilocucionaríos como los actos perlocucionarios, entonces po-
drá afirmar que el estudio del significado de los imperativos
consiste en el estudio de su pragmática; pero ello valdrá, cómo
máximo, solamente en relación con la parte ilocucionaría de
su pragmática. Quien vaya más allá ya no estará estudian-
do su significado en absoluto. Una vez nos demos cuenta de
esto dejaremos de incluir como imperaciones actos de habla
que son claramente enunciados, como por ejemplo «Hay pol-
vo sobre la mesa» dicho por una señora exigente a su criada.
Alguien ha defendido la opinión de que esta frase es una im-
peración, puesto que pretende conseguir que la criada quite
el polvo de la mesa. Es posible que la pretensión sea ésta; pero
con eso no basta para hacer de ella una imperación. Es la con-
junción de este enunciado con la regla de la casa (que sí es una
imperación) de que cuando en las mesas haya polvo ella
las debe limpiar, lo que permite a la criada inferir la impera-
ción de que tiene que quitar el polvo de la mesa. Cuando la
criada sea lógica y obediente, el decir esto bastará para con-
seguir que se ponga a quitar el polvo de la mesa. Pero la criada
habrá entendido perfectamente el significado de la profe-
rencia incluso en el caso de que no sea obediente, no haya
oído a hablar nunca de esta regla, o sea demasiado estúpida
para pensar que existe una. Es posible que si es lo suficien-
temente estúpida no quite el polvo ni cuando la señora adopte
18 ORDENANDO LA ÉTICA

un tono amenazador. Como no se le habrá dicho qué hacer, no


sabrá qué hacer.

1.6. La relevancia de todo esto para la ética es la siguien-


te. Los juicios morales son, en un sentido que explicaremos
más tarde, prescriptivos; en algunos aspectos, por lo tanto, se
parecen a las imperaciones. Quienes se dieron cuenta de ello
fueron los llamados emotivistas (discutidos posteriormente en
el capítulo 6), una escuela de filósofos morales. El problema
fue que por culpa de la confusión sobre la pragmática que aca-
bo de exponer se vieron luego abocados al error de pensar que
el significado de los juicios morales tenía que ser explicado en
términos de su efecto perlocucionario (Urmson 1968: 29 y ss.).
Ello se ve claramente en el título de la parte que marca el tono
de todo el libro de Stevenson, Ética y lenguaje: «Los aspectos
pragmáticos del significado» (1945: 37). Pero uno puede hallar
la misma idea en Ayer (1936: cap. 6) y también parece estar im-
plícita en Carnap (1935: 23). Esta idea provocó que la gente
quisiera encontrar la fuente del significado de las imperaciones
y de la parte correspondiente de los juicios morales en el poder
de conseguir que la gente haga cosas. Pero el acto perlocucio-
nario de conseguir que alguien haga algo es muy distinto del
acto ilocucionario de decirle que lo haga (H 1951a). Este últi-
mo, como hemos visto, puede ser el medio de conseguir lo pri-
mero; pero no por ello son el mismo acto, en el sentido relevan-
te aquí. En particular, el acto ilocucionario de decir que se haga
algo no está menos sujeto al control lógico que el acto ilocucio-
nario de decir algo. Uno debe evitar contradecirse tanto en el
decir que se haga algo como en el decir algo; de otro modo, uno
no estará diciendo a la gente que haga algo que puede hacer. En
el caso del conseguir que alguien haga algo, por el contrarío, in-
cluyendo el conseguir que se crea algo, no importa que uno se
contradiga a sí mismo, si ése es el método más efectivo de con-
seguirlo.
Los emotivistas, pues, confundieron el acto perlocuciona-
rio, esencialmente irracional o aracional, con el acto ilocucio-
nario, que está gobernado lógicamente (6.3 y s.). De esta forma,
no sólo creyeron infundadamente que no podía existir ninguna
lógica de las imperaciones sino que además, y por culpa de esta
confusión, infectaron los juicios morales con la misma irra-
cionalidad. He llegado incluso a escuchar el argumento de que
como los juicios morales son material para el pensamiento ra-
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 19

cional y los imperativos no, los juicios morales no pueden ser


imperativos. La verdad, sin embargo, es muy distinta. Puesto
que las imperaciones deben obedecer reglas lógicas, el hecho
de que los juicios morales compartan algunas propiedades con
las imperaciones no constituye ningún obstáculo para la racio-
nalidad del pensamiento moral. En consecuencia, la refutación,
por parte del racionalista ambicioso, de las teorías éticas no
descriptivas en base a la razón de que a menos que sean enun-
ciados en el sentido estricto —o constativo, en terminología de
Austin (1962: 6 n.)— los juicios morales no podrán ser raciona-
les, está completamente equivocada. En algunos casos es posi-
ble decir que los juicios morales son verdaderos o falsos (H
1976&); pero si no lo fueran, ello tampoco impugnaría su racio-
nalidad. Más adelante veremos cómo la prescriptividad, lejos de
representar una barrera a la racionalidad de los juicios morales,
constituye un elemento central en ella (1.8).
Pero antes debemos preguntamos en qué sentido son pres-
criptivos los juicios morales y de qué forma el resto de sus
características se combinan con esta prescriptividad. Y esto
quedará claro solamente después de que hayamos explicado
qué es la prescriptividad. Hemos utilizado esta palabra para
describir el género de actos de habla al que las imperaciones
pertenecen; las imperaciones son el paradigma de la prescripti-
vidad. La forma más simple de caracterizar este género es decir
que un acto de habla es prescriptivo si la persona que asiente a
él no es sincera si no actúa de acuerdo con él (es decir, en el mo-
mento y la forma especificada), siendo ella la responsable de
realizarlo y estando física y psicológicamente capacitada para
ello (LM 2.2). Pero aquí existen ciertas ambigüedades que es
preciso aclarar. Expresiones como «el sujeto» y «el destinata-
rio» (de una imperación) pueden llegar a significar tres cosas
distintas. Pueden referirse a la persona a quien se le dice o es-
cribe la imperación; a la persona o cosa a que hace referencia el
sujeto gramatical de la oración empleada; o a la persona res-
ponsable de realizar la imperación. Todos estos casos pueden
referirse a distintas personas o cosas. Si la grande dame de nues-
tro ejemplo anterior le dice a su mayordomo «La mesa tiene
que ser limpiada de polvo», el sujeto gramatical se refiere a la
mesa; el mayordomo es la persona a quien se dirige la oración y
la criada es la persona responsable de realizar la tarea (los ma-
yordomos no quitan el polvo).
En este contexto nos interesa la persona responsable de
20 ORDENANDO LA ÉTICA

realizar la tarea. Llamémosla, no el destinatario o el sujeto, sino


el responsabilizado. Un acto de habla prescriptivo es un acto de
habla tal que, si yo soy el responsabilizado y asiento al acto
de habla, no puedo estar asintiendo sinceramente si no actúo de
acuerdo con él. Por ejemplo, si la orden anterior se dirige a la
criada, ésta sabe que ella es la responsable de quitar el polvo de
las mesas cuando hay polvo en ellas, y asiente diciendo «Muy
bien, señora», en realidad no estará asintiendo sinceramente a
la orden si, pudiendo quitar el polvo de la mesa, se mete a hur-
tadillas en la cama sin antes quitarlo.

1.7. ¿Son todos los juicios morales prescriptivos en este


sentido? No todos, ciertamente. La criada puede asentir al jui-
cio (entendido incluso en sentido moral) de que debería qui-
tar el polvo de la mesa y, aun así, meterse a hurtadillas en la ca-
ma. La cuestión, pues, es más bien la siguiente: «¿Existe alguna
clase importante de juicios morales que sea prescriptiva? Y si
existe, ¿qué relaciones mantiene con los juicios morales que
no lo son?» Sería posible defender (aunque no lo voy a hacer
aquí) que tanto Platón (véase H 1982a: 56, 66), como Aristóteles
(Et. Nic. 1143a8, 1147a25 y ss.), Hume (1739: III. 1. l),Kant(Gr
BA36 s. - 412 s.) y Mili (1843: último capítulo) sostuvieron que
los juicios morales son característicamente prescriptivos; aun-
que también es probable que ninguno de ellos pensara, más de
lo que yo creo (H 1998a), que todos los juicios morales lo son, o
que esta característica agote completamente su significado. En
otro lugar he sostenido la tesis de que existe un uso prescriptivo
de los juicios morales y que ello es importante en dos sentidos
en particular: en primer lugar, porque si podemos encontrar
una explicación para este uso entonces podremos explicar y si-
tuar los otros usos a partir de él (LM cap. 11); en segundo lugar
—y como explicaré más tarde—, porque su prescriptividad
constituye un elemento central del razonamiento moral (1.7;
MT 6.1).'
Aristóteles, inspirado por Sócrates y Platón, reconoció que
los juicios morales y otros juicios normativos son prescriptivos.
Por eso, justamente, tuvo que hacer frente al problema de la
acrasia o debilidad de la voluntad. Pues si es cierto que tales jui-
cios son prescriptivos, ¿cómo es que la criada asintió a uno de
ellos y luego se metió a hurtadillas en la cama? Si Aristóteles
hubiera sido un descriptivista puro, como algunos de sus mo-
dernos supuestos seguidores pretenden ser, entonces no habría
LA FILOSOFIA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 21

tenido ningún problema con este comportamiento de la criada.


Pero no lo fue; en realidad, toda la mitad de uno de sus libros
(Et. Nic. 1145b21 y ss.) está dedicado a tratar de resolver el pro-
blema socrático de cómo puede alguien asentir a una prescrip-
ción y luego no actuar de acuerdo con ella. Su respuesta, aun-
que no del todo adecuada, es más hábil que la de Sócrates. Y
consiste en señalar que la prescripción en cuestión es universal
(la criada sabe que debería quitar el polvo de la mesa porque co-
noce la regla universal de esta casa y de todas las demás casas
bien gobernadas, según la cual las mesas deberían limpiarse de
polvo, y también conoce el hecho particular de que hay polvo en
esa mesa). Aunque su ejemplo es algo distinto, Aristóteles po-
dría decir que la criada puede desentenderse de esta regla uni-
versal porque está agotada, quiere meterse en la cama y, por
consiguiente, por más que ese hecho particular sea lo suficien-
temente evidente, lo ignora. Debo decir que este resumen no ha-
ce justicia a la sutileza de la solución aristotélica del problema y
que yo mismo he sugerido una solución un poco más compleja
(FR cap. 5, H 1992e: ii. 1304). Lo importante, sin embargo, es
ver que aquí hay un problema y que tal problema no existiría si
fuéramos descríptivistas.
Lo que caracteriza la solución más compleja del problema
de la acrasia, sin embargo, no es el reconocimiento —realizado
a pesar de aquella presunta dificultad— del carácter prescrípti-
vo de los casos centrales de los juicios morales sino, sobre todo,
el reconocimiento de que estos juicios no son puramente pres-
criptivos. Como Aristóteles (Et. Nic. 1147a31) y Kant (Gr sec. 2,
para. 31) ya vieron, los juicios morales no son meramente pres-
criptivos, sino umversalmente prescriplivos. Y la universalidad
de la prescripción moral fácilmente introduce un elemento no
prescriptivo en su significado. Expliquémonos: si la criada
acepta la regla universal según la cual debería quitarse el polvo
de las mesas cuando en ellas hay polvo, esa regla tendrá para
ella (chica obediente, por lo general) el estatuto de hecho. Es
decir, cuando sienta la tentación (como ahora siente) de no
cumplir con su deber, no podrá evitar tener presente la posibili-
dad de que su señora o el mayordomo puedan darse cuenta de
semejante incumplimiento y quieran castigarla; y eso sí que se-
rá un hecho real. Como también lo es que tal pensamiento le dé
miedo. La actitud de alguna gente con respecto a la moralidad
es semejante a la actitud de esta criada con respecto al mayor-
domo. Incluso después de abandonar ese (o cualquier) empleo y
22 ORDENANDO LA ÉTICA

llegar a poseer una casa propia; incluso cuando ya no haya una


grande dame y el mayordomo esté sin trabajo, la visión de una
mesa llena de polvo de cuya limpieza es responsable despertará
inevitablemente en ella un sentimiento de culpa.
Las personas irreligiosas fácilmente pasan de esta analogía
a la idea de que Dios no existe y de que, consiguientemente, to-
do está permitido. Mejor sería que hicieran dos reflexiones. La
primera se refiere a la necesidad social de que, con o sin Dios,
respetemos las leyes morales. Sin esta actitud de respeto a las
leyes morales la vida en comunidad sería imposible. Kant tal
vez llevó este respeto demasiado lejos y su ley moral es, sin du-
da, excesivamente simple y rígida. Pero lo cierto es que si no
educamos a los niños de tal forma que se sientan mal después
de hacer algo malo, la sociedad se hundirá; aquí no deberíamos
dejar que los psicólogos nos convenzan de otra cosa, a menos
que nos presenten evidencia empírica de lo contrario. La segun-
da reflexión es que una moralidad crítica reflexiva es capaz de
justificar estas leyes, o reglas, o principios y nuestras actitudes
hacia ellas. Si no hubiera ninguna grande dame, tendríamos que
inventárnosla. Además, el pensamiento moral crítico puede co-
rregir los principios cuando éstos se consideran inadecuados
para nuestra situación (MT 3.3).
La inevitable factualidad o descriptividad de los principios
morales tiene una base lógica, además de una base psicológica
(MT cap. 2). Los juicios morales son, en muchos sentidos, simi-
lares a los enunciados de hecho (y por eso se parecen más entre
sí de lo que ninguna de ambas clases se parece a las imperacio-
nes). No es difícil llegar a creer, pues, que son idénticos a ellos
en todos los respectos. Aún es menos difícil si consideramos la
existencia de esa amplia clase de juicios morales no prescripti-
vos a que nos referimos anteriormente. El parecido es tan gran-
de que he considerado oportuno seguir a Stevenson (1945: 62 y
ss.) en la utilización del término «significado descriptivo» para
designar aquel elemento del significado de los juicios morales
responsable de que éstos parezcan actos de habla constativos.
Este elemento es algo distinto del frástico que vimos antes (1.3),
que es otra cosa, algo que, de hecho, formaría parte de los jui-
cios morales incluso en el caso de que éstos fueran meras impe-
raciones —que no lo son.
La mejor forma de indicar este elemento que llamo signifi-
cado descriptivo será mediante un ejemplo no moral de Urm-
son (1968: 133). Imagina que tienes que encontrarte en la esta-
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 23

ción con una chica que no has visto nunca y que, para ayudarte
a identificarla, te comento, entre otras cosas, que tiene una bue-
na figura. Con ello simplemente la describo; mi propósito no
tiene nada que ver con prescribir tener este tipo de figura. Co-
mo cualquiera en nuestra sociedad entiende lo que significa te-
ner una buena figura, no te va a ser difícil saber qué buscar. Si
quien te informara perteneciera a una sociedad en la que las
mujeres gordas son consideradas más atractivas, entonces bus-
carías otro tipo de figura. El significado descriptivo de «buena
figura» sería distinto en las dos sociedades.
Los criterios y estándares de elogio varían de sociedad en
sociedad y de siglo en siglo. Por eso, independientemente de que
hablemos de elogios morales o elogios de otro tipo, sólo es posi-
ble garantizar el significado descriptivo de palabras como «bue-
no», «correcto», «malo» o «debería» en relación con un círculo
de personas determinado; dentro de ese círculo, el significado
descriptivo está suficientemente garantizado. Existen algunas
palabras valorativas y normativas con un significado descripti-
vo tan estrechamente vinculado a ellas que es difícil emplearlas
para establecer comunicaciones entre sociedades distintas. Ello
es así hasta el punto de que si estuviéramos limitados a esta
última clase de palabras («blasfemo» y «cruel», por ejemplo),
posiblemente no podríamos hablar sobre valores con aquellos
que no compartieran sustancialmente nuestros mismos valores.
Y tendríamos que luchar contra ellos. La existencia común de
palabras valorativas como «debería» hace posible la discusión
pacífica entre culturas (H 1986c, 1993g, 6.9).
Los juicios morales adquieren significado descriptivo, in-
cluso en la ausencia de mayordomos, en virtud de una impor-
tante característica lógica que comparten con otros juicios de
valor llamada universalizabilidad (FR 2.2). Un modo de acercar-
nos a esta característica es decir que todos esos juicios son for-
mulados por alguna razón: es decir, en virtud de algo acerca del
sujeto del juicio. La figura de una chica no podría ser buena si
no fuera buena en virtud de algo acerca de sus medidas. Un
hombre no puede ser bueno si no es por algo acerca del tipo
de hombre que es. Un acto no puede ser malo si no es por algo
acerca de él. Una figura, un hombre, un acto no pueden ser
buenos o malos simplemente porque son buenos o malos. Tie-
nen que haber propiedades distintas a su bondad o maldad que
los hagan buenos o malos. Esta característica de los juicios de
valor a veces recibe el nombre de «superveniencia». La pode-
24 ORDENANDO LA ÉTICA

mos encontrar también en los juicios causales: si un hecho cau-


sa otro hecho, entonces no es posible que se dé una situación
cualitativamente idéntica a esta primera en la que los corres-
pondientes hechos no se hallen causalmente conectados. Ésta
es la base de la llamada teoría de la «ley abarcante» [«covering
law»] de la explicación causal (Hempel 1965: 345 y ss.). Esta
noción tiene otras aplicaciones, también. Los filósofos morales,
sin embargo, deberían ir con cuidado en no usar esta palabra
con el significado, distinto y poco claro, que le han dado los
filósofos de la mente y otra gente que la ha tomado prestada
(H 1984¿>).
Que las propiedades morales sobrevienen a propiedades no
morales significa, simplemente, que los actos, etc., tienen pro-
piedades morales porque tienen propiedades no morales («Eso
estuvo mal porque fue un acto de hacer daño por pura diver-
sión»); ello es así aun cuando las propiedades morales no son
las mismas que, ni se derivan de, las propiedades no morales. Si
alguien dijera que eso fue un acto de hacer daño por diversión y
no lo considerara malo, no estaría incurriendo en una contra-
dicción; aunque muchos le llamaríamos inmoral. La lógica no
prohíbe que personas distintas adopten criterios morales distin-
tos; lo que prohíbe es que una y la misma persona adopte crite-
rios inconsistentes al mismo tiempo; también dice que tales cri-
terios serán inconsistentes si esa persona formula enunciados
conflictivas entre sí sobre situaciones que reconoce como idén-
ticas en sus propiedades universales.

1.8. A veces se ha debatido sobre si la universalizabilidad


de los juicios morales es una característica lógica de estos jui-
cios, o bien presupone un principio moral sustancial. A favor de
la primera opinión está el hecho de que ante una violación
de ese principio reaccionamos del mismo modo que ante una
violación de los principios lógicos. Si alguien afirma la existen-
cia de dos situaciones idénticas en todas sus propiedades uni-
versales no morales, pero a continuación añade que el protago-
nista de la primera situación debería mentir y el protagonista
de la segunda, en cambio, no, lo más probable es que nos que-
demos igual de perplejos que si nos hubiera dicho que, en su
opinión, un disco rotante es estacionario y no estacionario al
mismo tiempo (cf. Platón, Rep. 436d). Es posible que en ambos
casos pudiera haber una explicación. En el segundo caso, po-
dría ser que lo que esa persona quiere decir es que el eje de ro-
LA FILOSOFIA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 25

tación es estacionario, de forma que el disco ocupa la misma re-


gión en el espacio y que dentro de esa región gira alrededor de
su eje.
En el primer caso sería posible ofrecer muchas explicacio-
nes; ninguna de ellas, sin embargo, impugnaría la tesis de uni-
versalizabilidad. Es posible que los protagonistas tengan carac-
terísticas distintas, por ejemplo. Pero deberíamos interpretar la
tesis de que las dos situaciones son idénticas como excluyendo
este tipo de diferencias. Otra posibilidad es que en un caso la
persona a la que se tiene que mentir sea la madre del protago-
nista y, en el otro, no. Alguien podría pensar que el hecho de que
sólo se pueda tener (genéticamente) una madre es relevante
porque, por muy iguales que sean las situaciones, el hecho de
mentir a tu propia madre es siempre peor que el hecho de que
alguien mienta a una persona (tal vez la misma persona) que no
es su madre. Algunas relaciones, sin embargo, pueden ser pro-
piedades universales (5.8), y la relación ser la madre de es una de
ellas. Las situaciones son distintas con respecto a una propie-
dad relacional universal porque, en un caso, la persona que
miente y la persona a la que se dice la mentira están relaciona-
das como madre e hijo y, en el otro, no.
Ejemplos de este tipo nos obligan a aclarar qué queremos
decir con «propiedad universal». La siguiente definición, aun-
que simple, bastará para los propósitos que ahora tenemos.
Una propiedad es universal si, a fin de especificarla, no es pre-
ciso mencionar individuo alguno (para una excepción aparente
a esta regla, en la que la expresión que hace referencia al indi-
viduo está precedida por la palabra «igual que» o equivalente,
véase 5.8 y FR 2.2).
A veces se ha dicho que la tesis de universalizabilidad es in-
consistente con el principio de identidad de los indiscernibles.
La tesis de universalizabilidad sostiene que si existieran dos si-
tuaciones idénticas en sus propiedades universales, los mismos
juicios morales deberían ser válidos en ambos casos; el prin-
cipio de identidad de los indiscernibles, en cambio, afirma la
imposibilidad de que haya dos situaciones numéricamente dis-
tintas y al mismo tiempo idénticas en todas sus propiedades
universales. De todos modos, existen argumentos convincentes
apuntando en la dirección de que, en esta forma extrema, el
principo de identidad de los indiscernibles no es verdadero (p.e.
Strawson 1959: 119). Es verdadero en formas no tan extremas,
como cuando, por ejemplo, se limita a afirmar que cosas idénti-
26 ORDENANDO LA ÉTICA

cas en todas sus propiedades universales y en sus relaciones con


los individuos deben ser numéricamente idénticas. Pero es ob-
vio que esta forma no representa ningún problema para la tesis
de universalizabilidad.
Existe otro problema sobre si ser real, en oposición a ser
meramente posible o hipotético, es una propiedad universal o
no (MT 6.4). Si lo fuera entonces sería posible disponer, en
asuntos de razonamiento moral, de una forma especial de de-
fensa gracias a la cual un agresor podría apelar al hecho de que
él nunca se hallará en la situación de su víctima como una dife-
rencia moralmente relevante. Lo mejor quizá sea seguir a aque-
llos (p.e. Lewis 1973: 85) que afirman que no es posible diferen-
ciar el mundo real de los mundos posibles sin hacer referencia
a los individuos, es decir a aquellos que son reales; aunque no
deberíamos seguirlos en la idea según la cual los mundos posi-
bles tienen una especie de existencia real en el limbo. En cual-
quier caso, parece que realizar distinciones morales en base al
ser real sería rechazado por razones lógicas relacionadas con
nuestro uso de palabras como «debería». Si oyéramos decir a
alguien «En este caso real, yo debería; pero otra persona, en un
caso hipotético idéntico, no debería», nos sería imposible iden-
tificar el principio moral invocado, ya que, independientemente
de cuáles fueran nuestras concepciones morales sustanciales,
nos sería imposible considerar como principio moral, o princi-
pio normativo de algún tipo, un principio moral que valiera pa-
ra el caso real pero no para los casos hipotéticos idénticos a él.
Este problema presenta algunas analogías con la vieja cuestión
de si la existencia es una propiedad o no.
Llegados a este punto, es probable que los que piensan que
la tesis de universalizabilidad es un principio moral sustancial
y no una doctrina lógica empiecen a inquietarse. Es probable
que sospechen que hemos amañado la lógica a fin de alcanzar
conclusiones sustanciales en nuestros argumentos morales. De-
bemos pedirles que tengan paciencia, al menos hasta que haya-
mos explicado cómo funcionan los argumentos. Lo único que
podemos hacer hasta entonces es señalar que nos opondríamos
a la anterior conjunción de juicios morales sobre los casos rea-
les e hipotéticos, aun cuando no supiéramos nada en absoluto
acerca de las opiniones morales sustanciales de la persona que
los hizo; en consecuencia, no es posible que estemos objetando
contra nada sustancial. La objeción debe ser, por lo tanto, lógi-
ca. Supongamos que esta persona además dice creer, por otros
LA FILOSOFIA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 27

motivos, en el trato imparcial entre las personas, entre él mis-


mo y los otros. No es inconsistente creer en el trato imparcial
entre las personas y al mismo tiempo tratar de señalar como
moralmente relevante la diferencia entre real e hipotético,
pues, si fuera relevante, esta diferencia podría ser utilizada im-
parcialmente entre las personas. Así pues, al insistir en que el
ser real no es una característica moralmente relevante, no po-
demos estar introduciendo un principio moral sustancial que
requiere tratar a las personas imparcialmente. Sobre el pro-
blema de la relevancia moral en general, véase H 1978¿: 73,
MT 3.9.
Hemos encontrado razones para pensar que la tesis de la
universalizabilidad es una doctrina lógica y no una doctrina
moral sustancial. La razón principal de que la gente haya creído
lo contrario está en las aparentes implicaciones de carácter sus-
tancial que esta tesis parece tener para los argumentos morales
y la sospecha de que aquí hay truco —de que alguien ha sacado
un conejo moral sustancial del interior de un sombrero lógico.
Los filósofos morales han intentado tantas veces hacer trucos
de este tipo que la sospecha está justificada. Han intentado, por
ejemplo, atribuir, en base a razones lógicas o conceptuales, un
determinado significado a expresiones como «necesidades hu-
manas» y a continuación han querido extraer principios mora-
les sustanciales de estas definiciones (4.6). No tendremos claro
cómo podemos disminuir esta sospecha hasta que hayamos ex-
puesto más completamente el argumento que procede desde la
lógica formal o las consideraciones de la filosofía del lenguaje a
una explicación de la moralidad sustancial. Aquí simplemente
debemos señalar que las consideraciones formales constituyen
tan sólo uno de los elementos de los argumentos morales. Otros
elementos son los hechos sobre las situaciones, que son sustan-
ciales y, en especial, los hechos particulares sobre la voluntad de
las personas, para utilizar una palabra de Kant; también estos
hechos son sustanciales (8.5 y s.).
Pero vamos a probar este método esencialmente kantiano
más claramente y a mostrar sus fundamentos en la filosofía del
lenguaje. Si, como he defendido, los juicios morales son pres-
criptivos, entonces cuando formulo uno estoy pidiendo que se
actúe de acuerdo con él y, si soy sincero, debo además quererlo.
Pero si encima son universalizables, entonces también estoy
implícitamente haciendo juicios idénticos para todas las situa-
ciones idénticas en sus propiedades universales, independiente-
28 ORDENANDO LA ÉTICA

mente de qué lugar ocupan en ellas los diversos individuos par-


ticulares, incluyéndome a mí mismo. La cuestión sobre qué
prescripciones morales estoy dispuesto a emitir, pues, termina
por convertirse en la cuestión sobre qué estoy dispuesto a que-
rer en todas las situaciones de ese tipo determinado, indepen-
dientemente de cuál sea mi lugar. Por consiguiente, emitir una
imperación moral es aceptar las consecuencias (también las
consecuencias hipotéticas) que se derivan de su obediencia, in-
dependientemente del lugar que uno ocupe.
En qué medida es restrictiva esta imperación dependerá de
lo que querría que se me hiciera a mí mismo, en caso de hallar-
me yo en semejantes situaciones. Estas situaciones incluyen
el hecho de que las voluntades de la gente en ellas sean las que
son. Puesto que el querer es parte de la situación, si me hallara
en esas circunstancias, mi voluntad sería en cada caso la misma
que la voluntad presente de la persona que ahora se halla en
ella. La cuestión termina por convertirse, pues, en la cuestión
sobre qué quiero ahora (y no qué querría) que se me hiciera
en tales circunstancias en las que querría lo que ellos ahora
quieren.
En este punto, sin embargo, hace aparición otro factor, ase-
quible también desde la lógica de nuestro lenguaje. Por medio
de un argumento que no invoca la universalizabilidad podemos
ver que debo igual consideración a lo que querría en esas cir-
cunstancias como a lo que ahora quiero. Si no es así, entonces o
bien no me formo una representación completa de tales cir-
cunstancias, o bien no concibo a las personas que se hallan en
ellas como siendo yo mismo (7.3, MT 5.4). Concebir a otro como
siendo yo mismo es identificarme con su voluntad. Esto forma
parte de lo que significa «yo mismo». La reflexión sobre el sig-
nificado de «yo mismo» debería convencemos de ello. El caso
es análogo a cuando pienso sobre estados futuros de mí mismo
que espero se hagan realidad. Si conozco lo que entonces voy a
querer, concibo realmente a la persona en esa situación como
siendo yo mismo y no menosprecio irracionalmente el futuro,
entonces mi voluntad deberá estar tan implicada en el asunto
como lo estará la voluntad de la persona futura que seré yo.
Quien dude sobre esto debería preparar una situación en la que
fuera a ser latigado y luego reflexionar sobre su estado mental
antes de que ello suceda (cf. Aristóteles, Et. Nic., 1115a24). No
conseguir que mi voluntad se implique de este modo es siempre
señal de que o bien no he logrado representarme correctamente
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 29

la situación de la persona que seré yo, o bien no he logrado con-


cebirla como siendo yo mismo.
Puesto que para el argumento moral las situaciones hipoté-
ticas son igual de relevantes que las reales, estoy obligado a que-
rer que en las situaciones hipotéticas se me hiciera lo mismo
que en las reales. Estas situaciones hipotéticas incluirán todas
aquellas situaciones en las que yo estaría en el lugar de los que
ahora se ven afectados por las acciones que me propongo llevar
a cabo. Por consiguiente, tengo que hacer frente al problema de
hallar una prescripción universal para situaciones semejantes a
las que ahora me encuentro y que pueda aceptar igualmente pa-
ra todas las situaciones idénticas, en las que podría encontrar-
me ocupando otros lugares. Esto tiene como consecuencia que,
en mi pensamiento moral, las voluntades de todos aquellos
afectados por mis acciones reciben la misma consideración. El
Reino de los Fines no es un reino, en realidad, sino una demo-
cracia con igualdad ante la ley. Pero si todas las voluntades reci-
ben la misma consideración en proporción a su intensidad
(puesto que es obvio que es relevante lo intensas que éstas
sean), entonces el problema de hacer justicia entre ellas deberá
ser resuelto escogiendo la prescripción moral que maximalice
la satisfacción de estas voluntades, dando un trato imparcial a
cada una de ellas y considerándolas de acuerdo con su intensi-
dad (H 1996c).

1.9. Esta elaboración de ideas kantianas termina, pues,


por convertirse en una especie de utilitarismo de la voluntad ra-
cional (véase cap. 8). Kant es ciertamente selectivo con respecto
a los tipos de voluntad que está dispuesto a autorizar: tienen
que ser racionales. Pero muchos utilitaristas también aceptan
esto. Ello prueba la superficialidad del dogma comúnmente
aceptado de que Kant y los utilitaristas tienen que estar necesa-
riamente reñidos. No existe ningún problema entre estas dos
doctrinas cuando son formuladas comprensivamente. El único
problema pendiente es interno al utilitarismo y tiene que ver
con la cuestión de si existe algún tipo de voluntad que tengamos
que excluir en nuestras consideraciones. Y tal formulación su-
pone la utilización de ideas provenientes de la filosofía del len-
guaje. Aquí no dispongo de suficiente espacio para desarrollar
esas ideas, ni para tratar con otras objeciones y dificultades.
Tendremos que dejar para más tarde y para mis escritos sobre
la filosofía de la educación (p.e., H 1992d) el mostrar de qué
30 ORDENANDO LA ÉTICA

modo, en la práctica, conseguimos hallar un nivel de pensa-


miento moral más adecuado a nuestras necesidades humanas
que el nivel demasiado exigente en que pueden moverse las Vo-
luntades Santas.
Kant, al encontrarse en una situación comprometida entre
estos niveles (¿podríamos decir, también, al no apreciar sufi-
cientemente una diferencia importante entre estos niveles?), se
vio conducido a tratar de justificar lo que solamente son princi-
pios simples, generales e intuitivos (adecuados para la con-
dición humana) apelando directamente a) Imperativo Categóri-
co; de esta forma, como es bien sabido, se metió en muchos
problemas (8.4). El modo correcto de tratar de justificar esos
principios hubiera sido mostrar que una Voluntad Santa (tal
vez Dios, en quien Kant le hubiera gustado creer) supremamen-
te racional hubiera utilizado el Imperativo Categórico para es-
cogerlos como guía para las voluntades no tan racionales como
ella. Desafortunadamente, «no tenemos ninguna intuición so-
bre la perfección divina y solamente podemos deducirla a partir
de nuestras propias concepciones» (Gr BA92 = 443). Como no
tenemos acceso directo a lo que un Dios bueno desearía, el me-
jor medio de que disponemos es el recurso a nuestra propia ra-
zón imperfecta.
Para terminar, y como deferencia al objetor de antes, tene-
mos que preguntarnos la cuestión de si este desarrollo de las
ideas kantianas descansa en fuentes que van más allá de la filo-
sofía del lenguaje y, en particular, si descansa en ideas e intui-
ciones morales sustanciales previas. Kant llamó a su obra más
leída en este tema Grundlegung tur Metaphysik der Sitten. Lo
que hemos esbozado en este capítulo es una especie de Grund-
legung zur Logik der Sitten y, como hemos visto (1.3), no es fácil
separar la lógica de la metafísica. No parece que hayamos pre-
supuesto premisas extralógicas para nada. Quien lo dude, que
las encuentre. Éstos son los elementos que hemos utilizado en
nuestro argumento: primero, la prescriptividad de los juicios
morales; segundo, su universalizabilidad; tercero, la tesis de
que para representamos completamente la situación de alguien
debemos pensar que tendremos una voluntad similar a la suya
en caso de encontramos en una situación como la suya. Obtuvi-
mos el último de estos elementos considerando qué significa
hacerse una representación completa de una situación hipotéti-
ca y qué significa concebir a otra persona en esa situación como
siendo yo mismo. Todos estos elementos son pasos lógicos o
LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN ÉTICA 31

conceptuales en los que no hay ninguna apelación a intuiciones


morales sustanciales. Cualquiera de ellos puede ser disputado.
Sin embargo, puesto que las tesis en cuestión pertenecen a la fi-
losofía del lenguaje, las disputas tendrán que tener lugar dentro
de esta disciplina. En conclusión, por lo menos podemos afir-
mar que aquí hemos mostrado la relevancia de la filosofía del
lenguaje para la ética. Véase 5.8 para una discusión adicional
sobre el tema de la universalizabilidad.
C a pít u l o 2

DEFENSA DEL PROYECTO

2.1. Seguramente, la mejor forma de comprender qué es


la filosofía moral y por qué cualquiera debería estar interesado
en estudiarla sea tomar un problema moral práctico y señalar
aquellos puntos de la discusión en los que parecemos estar
planteando cuestiones filosóficas. A juzgar por mi experiencia,
es imposible discutir ningún problema moral serio por más de
media hora, más o menos, sin que no aparezca algún enredo fi-
losófico. No voy a discutir con profundidad ninguna cuestión
moral práctica, ahora; eso ya lo he hecho en muchos de mis es-
critos anteriores y además aquí no dispongo de espacio sufi-
ciente para ello. Mi propósito es simplemente mostrar de qué
modo surgen las cuestiones filosóficas; más adelante veremos
cómo los diferentes tipos de teoría ética que hay las abordan
(mi propia respuesta está en 7.8). Para este fin, y a modo de
ilustración, bastará esbozar un ejemplo. Mi contribución a la fi-
losofía moral práctica se halla en otra parte.
Es posible que el mejor ejemplo de que disponemos sea el
que justamente me introdujo a mí en la filosofía moral: la cues-
tión de si es incorrecto (wrongY luchar en las guerras y matar a*
* Por sistema, vamos a traducir wrong por «incorrecto», ya que asf es como
suele traducirse esta palabra inglesa (normalmente opuesta a right, «correcto»)
a fin de diferenciarla de bad, que se traduce por «malo» (y normalmente opuesta a
good, «bueno»). Cabe advertir al lector, sin embargo, de la ambigüedad de la pala-
bra «incorrecto», que tanto puede usarse para decir que una acción es moralmen-
te incorrecta, como para decir que una operación matemática es incorrecta. En la
traducción pueden encontrarse ambas acepciones. La diferencia es importante,
pero el lector no debería tener mayores dificultades en reconocerla gracias al con-
texto. En cualquier caso, si ello fuera preciso, aclararemos el significado de la pa-
labra especificando de qué acepción se trata (diciendo «moralmente incorrecto»,
por ejemplo). (N. del t.)
34 ORDENANDO LA ÉTICA

las personas. Yo tuve que afrontar este problema en 1938-1939


y los estadounidenses tuvieron que afrontarlo durante la guerra
de Vietnam. Es un problema sobre el que cualquiera que piense
seriamente acerca de cuestiones morales debe tomar una deci-
sión. He escrito sobre este problema en H 1985¿, MT 10.2, y en
algún otro lugar. La experiencia estadounidense ilustra mejor
que mi propia experiencia anterior a la segunda guerra mundial
la mayor parte de los asuntos que me gustaría plantear, ya que
en el caso de Vietnam uno podía —aunque no, por lo general,
un pacifista— sostener una postura según la cual existían obje-
ciones morales a luchar en esta guerra en particular y ver, sin
embargo, cómo tales objeciones no eran aceptadas en Estados
Unidos, como tampoco lo habrían sido en Gran Bretaña, como
válidas para quedar eximido del servicio militar.
Consideremos, pues, los problemas que se le planteaban a
un joven estadounidense que se hallase a punto de ser reclutado
y enviado a luchar en Vietnam. Supongamos que éste, si bien no
se halla comprometido con ellas, siente una cierta inclinación
a favor de determinadas concepciones pacifistas. Supongamos,
además, que, independientemente de que apruebe o no el paci-
fismo, está bastante seguro de que hay algo incorrecto (algo
muy difícil de especificar con exactitud) en la política y actua-
ción de su país en Vietnam; de que, aunque uno pueda estar de
acuerdo en que Estados Unidos está haciendo algo moralmente
equivocado en Vietnam, no por ello, sin embargo, se deduce que
él debería rechazar categóricamente el ser reclutado o que de-
bería tratar de esquivar el problema. Porque podría ser que, por
más que su país esté actuando incorrectamente, su deber sea
para con su país, tanto a las buenas como a las malas. O, si pen-
sáramos que esta posición es demasiado extrema o pasada de
moda, nuestro joven podría creer que él no se halla en una posi-
ción adecuada para juzgar las complejidades de la estrategia
política mundial y que su deber es dejar que decidan aquellos
que se encuentran mejor informados. O quizá podría pensar
que, por más que en el caso de Vietnam en particular, Estados
Unidos esté haciendo algo malo, rebelarse en contra de su pro-
pio país constituiría un mal mayor que consentir a su gobierno
que cometa este grado de mal moral. Podría estar perfectamen-
te dispuesto a admitir que en el caso de que el gobierno esta-
dounidense fuera a hacer como los nazis y estuviese a punto de
emprender una política de genocidio masivo (masacrando a to-
dos los negros, por ejemplo), su deber sería rebelarse en contra;
DEFENSA DEL PROYECTO 35

y aun así dudar de que las actuaciones del gobierno de los Esta-
dos Unidos en Vietnam fueran lo suficientemente malvadas co-
mo para justificar un rechazo al cumplimiento de su deber nor-
mal como ciudadano. ¿Pero cuáles son los deberes normales de
uno como ciudadano?

2.2. Tal vez ello sea suficiente para ilustrar la complejidad


de los asuntos que se plantean en una situación como ésta. No
existe ninguna razón para que me detenga en este punto; no me
hubiera sido difícil mostrar que, en realidad, las cosas son aún
más complejas. Pero detengámonos aquí e intentemos clasificar
las complejidades que hemos encontrado hasta ahora.
El primer grupo de problemas que debemos considerar es
el que plantea la posición pacifista. ¿Qué hay de incorrecto en ir
a la guerra y luchar? Quizá nos sintamos inclinados a responder
en seguida que, a primera vista, la guerra y las luchas son algo
incorrecto porque conllevan el matar y herir a las personas (sin
hablar de las pérdidas económicas que frecuentemente se deri-
van de las guerras y su preparación). La mayoría de la gente es-
taría de acuerdo en que no se debería matar a las personas. No
obstante —y aquí reside la dificultad—. la mayoría de la gente
también estaría de acuerdo en que existen casos concretos en
los que es legítimo matar o herir a alguien (en defensa propia,
por ejemplo). Es verdad, sin embargo, e importante, que sería
posible hallar a algunos que no aceptarían ninguna de estas pro-
posiciones con las cuales dije que la mayoría estaría de acuerdo.
Algunos (nietzscheanos, por ejemplo) han defendido que las lu-
chas son algo bueno porque producen como resultado la elimi-
nación de los débiles y su dominio sobre los fuertes, dando lu-
gar así a un mejoramiento de la raza; y el matar y el herir son
parte esencial de este proceso. Otros (los seguidores de Tolstoi,
por ejemplo, y determinadas sectas de la India), por el contra-
rio, han sostenido que cualquier tipo de violencia es ilegítimo.
Pero tampoco es necesario llegar a estos extremos para per-
catarse de los problemas que aquí surgen; la posición más mo-
derada nos plantea ya suficientes cuestiones. Porque si crees
que, en general, es incorrecto matar y herir a otros, entonces en
tus manos está el problema de distinguir aquellos tipos de casos
en los que ello es legítimo de aquellos en los que no lo es. Y yo
no veo de qué modo, en principio, uno puede ponerse a respon-
der esta cuestión sin plantearse antes la pregunta previa «¿Qué
es lo que hace, en general, que sea incorrecto matar o herir?»
36 ORDENANDO LA ÉTICA

Pues sólo si sabemos por qué es incorrecto matar o herir a las


personas seremos capaces de decir en qué casos particulares la
maldad general de matar está ausente, o bien pesa menos que
otras consideraciones relevantes para los casos en cuestión.

2.3. Voy a permitirme descubrir otra parte de mi autobio-


grafía: no fue hasta que vi que por detrás de la pregunta par-
ticular, «¿Es incorrecto matar a las personas en una guerra?»,
se asomaba la pregunta mucho más general, «¿Por qué es inco-
rrecto matar a las personas en cualquier caso?», que empecé a
tomarme en serio la filosofía moral. Al fin y al cabo, existe una
gran variedad de circunstancias en las que sería, por lo menos,
práctico matar a alguien. Cuando era joven me apasionaban las
historias de asesinatos, y éstas proporcionan una gran cantidad
de ilustraciones de casos en los que una persona en una deter-
minada situación podría hallar sumamente práctico asesinar a
otra persona en particular. Pero no estaba pensando en estos
casos, principalmente. Pensaba, más bien, en aquellos casos en
los que incluso ciudadanos corrientes y bien pensants podrían
caer en la tentación de pensar que les sería práctico quitarse de
en medio a cierta clase de personas.
Empecemos con algunos casos muy tentadores. Hace ya al-
gunos años estuve en un grupo de trabajo que discutía un pro-
blema que todavía despierta controversia en los medios de co-
municación y en relación con el cual, recientemente, ha habido
importantes decisiones legales: el problema de si se debería per-
mitir morir a una persona cuyo cerebro ha sufrido una lesión
tal que puede predecirse con seguridad que no recuperará la
consciencia, pero que, aun así, conserva en perfecto estado las
partes inferiores del cerebro y, por lo tanto, podría ser manteni-
da viva indefinidamente por alimentación artificial intravenosa.
La pregunta era: «¿Es legítimo interrumpir la alimentación arti-
ficial?»
Podría contar también que, mucho tiempo después del gru-
po de trabajo, mi propia hermana murió a consecuencia de una
apoplejía y, en esa situación, fácilmente hubiera podido plan-
teárseme el mismo problema (de hecho, estuvo inconsciente to-
do un mes antes de morir); afortunadamente, no fue así. Cabe
destacar que el Papa Pío XII, cuyas concepciones eran por lo ge-
neral más bien conservadoras, declaró en una alocución que en
semejantes situaciones era legítimo dejar de mantener vivo a un
paciente artificialmente (Acta Aposlolicae Seáis xxxix [1957]:
DEFENSA DEL PROYECTO 37

1027-33). Pero es probable que esto no valiera para el caso de la


alimentación artificial. En el grupo de trabajo en el que me en-
contraba había teólogos, un distinguido abogado eclesiástico,
algunos célebres doctores y algunos filósofos. Su informe debía
servir como guía a clérigos y a otra gente (especialmente a los
obispos de la Casa de los Lores) en caso de que se les plantearan
cuestiones de este tipo.
He estado en muchos grupos de trabajo semejantes, promo-
vidos por la Iglesia Anglicana e instituciones laicas, incluyendo
uno reciente sobre la eutanasia. Estuve en uno sobre el aborto
que, creo, ejerció cierta influencia y ayudó a conseguir la libera-
lización de la ley en 1967. No voy a discutir ninguno de estos te-
mas detenidamente, ahora: ya he publicado artículos sobre
ellos, además de suscribir los informes de esos grupos de traba-
jo (p.e. H 1975c, d, 1988d, 1993d). Con respecto al aborto, hay
algunos que están dispuestos a argumentar del siguiente modo:
es siempre incorrecto matar a un ser humano inocente; abortar
consiste en matar a un ser humano inocente; por consiguiente,
abortar es siempre incorrecto. No creo que ninguno de nosotros
en el grupo de trabajo hubiera estado dispuesto a aceptar un
argumento tan simple. En nuestras discusiones tratamos, claro,
el caso un tanto análogo de una mujer belga que mató a su
hijo nacido con deformaciones por culpa de la talidomida que
ella tomó durante el embarazo. Más recientemente, he partici-
pado en discusiones y publicado un artículo acerca del trata-
miento de casos de espina bífida que plantean un problema si-
milar (H 1974¿).
Lo importante a destacar en relación con todos estos pro-
blemas es lo siguiente: a menos que uno sepa qué hace que sea
incorrecto matar a un ser humano adulto normal, difícilmente
será capaz de responder con certeza a la cuestión de si matar a
un feto, o a un recién nacido con deformaciones, o matar, a pe-
tición suya, a un enfermo terminal en agonía, comparte, en es-
tas circunstancias excepcionales, esas características que hacen
que sea incorrecto matar en el caso normal.
Ese es esencialmente el propósito de Sócrates en los diálo-
gos de Platón al no permitir, una y otra vez, que nadie pueda de-
cir que sabe que algo en particular es bueno o malo, o correcto
o incorrecto, o lo que sea, hasta que haya dado una respuesta
clara a la pregunta «¿Qué es ser bueno o malo, etc.?». Con todo,
para nosotros debería estar más clara de lo que tal vez fue para
Sócrates la distinción entre dos cuestiones diferentes. La pre-
38 ORDENANDO LA ÉTICA

gunta que he estado planteando continuamente es «¿Qué hay de


incorrecto, por ejemplo, en matar a las personas?», que podría-
mos reformular así: «¿Qué hay de incorrecto en el hecho de ma-
tar a las personas que hace que sea incorrecto en general?» De-
bemos distinguir esta pregunta de otra pregunta bastante
diferente, aunque también relacionada con ella: «¿De qué modo
sabemos, o podemos probar, que es incorrecto?» Alguien podría
estar bastante seguro sobre la respuesta a la cuestión «¿Qué es
lo que hace que matar a las personas sea incorrecto?», y al mis-
mo tiempo ser incapaz de decir cómo lo sabe. Por desgracia, es
posible expresar ambas preguntas mediante la ambigua formu-
lación «¿Por qué es incorrecto matar a las personas?». Esto últi-
mo puede significar «¿Qué es lo que hace que eso sea incorrec-
to?», o bien implicar una cuestión sobre cómo sabemos que es
incorrecto. La confusión entre estas dos cuestiones ha ocasio-
nado a los filósofos muchos quebraderos de cabeza. Ambas
cuestiones son obviamente muy importantes y están estrecha-
mente relacionadas entre sí; pero son distintas. Y al mismo
tiempo son distintas de la otra cuestión «¿Qué significa inco-
rrecto?»; aunque las dos están emparentadas con ella.

2.4. En cuanto empieza a hablarse de la eutanasia de los


enfermos incurables, uno se ve conducido de forma natural
a considerar la posibilidad de quitarse de encima a aquellos
que, aunque no estén enfermos, no son más que un estorbo
social. Ello constituye una muestra de la «pendiente resbaladi-
za» o del «por ahí se empieza» que ha jugado un papel tan des-
tacado en los argumentos sobre estas cuestiones. La gente que
utiliza tales argumentos, sin embargo, no suele darse cuenta de
cuál es el problema. El problema surge precisamente porque no
han considerado lo que yo llamé la cuestión previa sobre qué
hace que matar sea algo incorrecto en general. Por eso es natu-
ral que estén perplejos a la hora de trazar la línea que separa
aquellos casos en los que matar es algo legítimo de aquellos
otros en que no lo es. A esa gente se le debería recomendar res-
ponder primero a la cuestión previa. Así tal vez hallarían más
fácil trazar esa línea y dispondrían de un pie firme en este terre-
no resbaladizo.
Recientemente, en especial en Estados Unidos, ha habido
mucha controversia acerca de la pena de muerte. No sería ex-
traño que en el futuro la gente considerara los términos en que
se ha llevado tal controversia como terriblemente anticuados;
DEFENSA DEL PROYECTO 39

especialmente la palabra «pena». Nosotros, de hecho, juzgamos


como incivilizado que nuestros antepasados del siglo diecinue-
ve colgaran a las personas por robar ovejas o destruir viveros de
peces. Hoy en día muchos opinan que es incivilizado colgar a
asesinos o ejecutarlos con otros métodos. Pero imaginemos que
nos olvidamos de toda esta charla acerca de crímenes y penas y
pasamos a ver las cosas desde un punto de vista extremadamen-
te práctico. Lo cierto es que destinamos una cantidad enorme
de dinero a prisiones; los internos en ellas no se lo pasan bien; a
veces se Fugan y ponen en peligro al resto de la población; mu-
chos de ellos o bien son mentalmente anormales o, por alguna
otra razón, difícilmente van a adaptarse nunca a la sociedad co-
mo ciudadanos útiles. ¿Por qué no empezar, pues, a eliminar
aquellos casos más desesperados? De este modo ahorraríamos
mucho dinero y esfuerzo, que podríamos invertir luego en em-
presas de mayor envergadura para ayudar a aquellos otros para
los cuales todavía hay esperanza.
Este razonamiento puede llegar aún más lejos. Aunque no
en forma concluyente, existe cierta evidencia empírica a favor
de la tesis de que una parte sustancial de las causas que hacen
que la gente cometa crímenes es genética. Si alguna vez, como
no es improbable que ocurra, llegamos a identificar estos facto-
res criminales a tiempo (prestando atención, por ejemplo, al
comportamiento de los niños en la escuela e interpretando el
faltar a clase como una clara mala señal indicativa de una pro-
bable ulterior carrera delictiva), ¿por qué no eliminar estos es-
pecímenes no muy esperanzadores y concentrar nuestros es-
fuerzos educativos en aquellos chicos y chicas con más
posibilidades de convertirse en el tipo de hombres y mujeres
que deseamos para nuestra sociedad?
Con todo esto, claro está, no estoy defendiendo semejante
política; más adelante diré por qué (7.8). Me he desviado bastan-
te de la cuestión pacifista con la que empezamos. Tan sólo que-
ría que viéramos lo amplias que son las ramificaciones de la
cuestión sobre qué hay de incorrecto en matar a las personas.
Creo que en los años venideros vamos a tener que dedicar mu-
cha atención a este problema. Mi intención es mostrar de qué
modo la filosofía moral entra en este tipo de discusión, indicar
qué relación guarda con este problema del matar a las personas.

2.5. Cualquier problema moral que uno quiera estudiar


debe ser divisible en los siguientes elementos. En primer lugar,
40 ORDENANDO LA ÉTICA

están las cuestiones de hecho. Esto se ve claramente en el ejem-


plo que acabo de presentar: la cuestión de si tienen razón o no
los psicólogos que afirman que es posible identificar elementos
genéticos en las causas del crimen es una cuestión de hecho que
puede ser investigada empíricamente. Si uno presta atención se
dará cuenta de que la inmensa mayoría de las cuestiones que
deben resolverse antes de abordar un problema moral son cues-
tiones de hecho. Ello ha provocado que algunos filósofos caye-
ran en la tentación de pensar que las únicas cuestiones que de-
ben responderse antes de resolver esos problemas son de este
tipo; que una vez conozcamos todos los hechos no quedará nin-
gún otro problema pendiente y la respuesta a la cuestión moral
será evidente. Como veremos a su debido tiempo, sin embargo,
esto es falso. Con todo, es cierto que el 99 por ciento de los pro-
blemas son causados por cuestiones de hecho. Lo podemos
apreciar bien si estudiamos a cualquier par de personas que dis-
cuta sobre una cuestión moral. Casi siempre los hallaremos dis-
cutiendo sobre los hechos que expone el otro. Volviendo por un
momento al caso del chico a punto de ser reclutado: su proble-
ma, principalmente, es saber qué ocurre realmente en Vietnam,
por ejemplo, y a qué consecuencias reales conducirán los rum-
bos de las acciones que adopten él o su gobierno.
No obstante, parece bastante obvio que uno podría llegar a
conocer todos los hechos que alguien podría querer aducir y,
aun así, dudar sobre lo que debería hacer. Podremos ver esto
más claramente si imaginamos a dos muchachos a punto de ser
reclutados discutiendo sobre este asunto. Es obvio que los dos
podrían estar de acuerdo, por ejemplo, en que si se incorporan
a las fuerzas armadas y obedecen las órdenes es posible que, en
el curso de ataques a objetivos militares, se vean involucrados
en matanzas de civiles. Uno de ellos podría considerar moral-
mente indefendible el asesinar a civiles durante un combate (es-
pecialmente si esos civiles no tienen nada que ver con el con-
flicto y no son más que meros espectadores). El otro, sin
embargo, podría considerar que, si bien este hecho es un mal
intrínseco, no por ello debería dejar de efectuarse si su realiza-
ción es necesaria para conseguir un bien mayor. Podemos estar
de acuerdo sobre los hechos, pero en desacuerdo sobre la rela-
ción de éstos con el asunto moral.
Aun asi, no está nada claro qué se sigue de esto. Algunos fi-
lósofos han pasado directamente de esta premisa a la conclu-
sión de que existen juicios de valor ineludibles y lógicamente
DEFENSA DEL PROYECTO 41

desconectados de las cuestiones de hecho que explican el que


uno pueda estar de acuerdo sobre los hechos pero en desacuer-
do sobre las cuestiones de valor. Junto a ello, además, es usual
que añadan que no es posible discutir sobre cuestiones de valor.
Lo máximo de argumentación que puede darse en la discusión
de un problema moral consiste en el establecimiento de los he-
chos; pero en cuanto los hechos se hallan establecidos aún es
posible que se presenten opiniones diferentes sobre las cuestio-
nes de valor. No se puede hacer nada más, aparte de estar de
acuerdo en el desacuerdo, que tratar de persuadir al otro por
medios no racionales o, en último término, luchar contra él.
Tal vez haya algo de verdad en lo que esta gente opina —dis-
cuto este punto en el cap. 6. De todos modos, espero que se esté
de acuerdo en que sería precipitado sacar esta conclusión aho-
ra. Pues todavía no sabemos cómo se supone que debería proce-
der el argumento moral. Si los que se oponen a la opinión que
acabo de esbozar sostienen, por el contrario, que sí existen ar-
gumentos que partiendo de hechos acordados como premisas
conducen a juicios de valor como conclusiones, entonces es ob-
vio que no podremos decidir cuál de los dos grupos tiene razón
a menos que investiguemos los tipos de argumento por medio
de los cuales uno pretende llegar a tales conclusiones. Y lo que
estaremos haciendo al investigar estos tipos de argumento es fi-
losofía moral.

2.6. ¿Dé que forma se investigan los distintos tipos de ar-


gumento? La lógica parece ser la encargada de responder a esta
cuestión. Pero, ¿qué es la lógica? Además, ¿es posible que exista
una rama de la lógica que trate sobre los enunciados morales
y demás enunciados valorativos? Con «enunciados valorativos»
o «juicios de valor» me refiero, por el momento, a la clase de
enunciados que incluye la mayor parte de los juicios morales o,
en todo caso, una clase central y característica de ellos, y tam-
bién a otros enunciados o juicios en los que aparecen palabras
como «debería», «correcto», «bueno», etc. Ésta es, claro está,
una caracterización completamente vaga e insatisfactoria de la
clase de enunciados valorativos y, además, no es lo suficiente-
mente comprehensiva. Para un intento más serio de definir «va-
loralivo», véase FR 2.8.
Si dijéramos que puede haber una lógica de los enunciados
valorativos estaríamos, obviamente, incurriendo en una peti-
ción de principio con respecto al punto en disputa entre aque-
42 ORDENANDO LA ÉTICA

líos que consideran que sf puede haber argumentos sobre cues-


tiones de valor y aquellos otros que opinan que no. Pues si exis-
te un tipo de lógica que puede tratar sobre estos enunciados,
entonces es obvio que puede haber argumentos sobre estas
cuestiones.
La cuestión es: ¿cómo decidimos que puede haber una ló-
gica sobre un determinado tipo de enunciados? Tomemos un
ejemplo sencillo. ¿Cómo sé yo que existe un tipo de lógica que
me permite pasar de la premisa «Si p entonces q; y p» a la con-
clusión «Por consiguiente q»? ¿Es porque uno puede hallar este
tipo de inferencia en todos los libros de lógica? Parece claro que
apelar a los libros de lógica no basta. Podrían estar equivoca-
dos. Ahora no puedo emprender una discusión sobre la natura-
leza de la validez lógica, pero aprovecharé para decir muy bre-
vemente qué opino sobre ello. Nos convencemos de que la
forma de inferencia del modus ponens es válida (el modus po-
nens es la forma de inferencia que acabo de utilizar al pasar de
«Si p entonces q;yp»a. «Por consiguiente q») convenciéndonos
de que así es como en realidad utilizamos la palabra «si». Es de-
cir, estamos convencidos de que alguien que aceptara que si p
entonces q, y que p, pero negara que q, estaría haciendo un mal
uso de la palabra «si». Aceptar que si p entonces q es aceptar la
corrección de afirmar q, dada la información adicional de que
p. A alguien que, por consiguiente, aceptara que p pero negase
que q sería razonable preguntarle si realmente quería decir «Sí p
entonces q».
Tomemos un ejemplo todavía más sencillo: supongamos
que digo «Hay un perro en el jardín», pero a continuación nie-
go que haya ningún animal en el jardín. En este caso alguien
podría razonablemente preguntarme «¿De qué modo utilizaste
la palabra “perro”, pues?». Y sería razonable porque «perro»
significa un tipo de animal. La validez de la inferencia «Hay un
perro en el jardín, por consiguiente hay un animal en el jardín»,
descansa, lisa y llanamente, sobre el significado de la palabra
«perro». Por lo general, demostrar la validez de una inferencia
lógica es demostrar que utilizamos las palabras que aparecen
en ella de un modo tal que las conclusiones se siguen realmente
de las premisas.
Así pues, a fin de resolver la cuestión de si es posible que
haya argumentos con juicios morales en sus conclusiones o
constituyentes, estaremos obligados a considerar la cuestión de
si el significado de palabras como «bueno» o «debería» permi-
DEFENSA DEL PROYECTO 43

ten la posibilidad o validez de tales argumentos. El estudio de la


lógica lleva inevitablemente al estudio del lenguaje. Por eso en
mi primer libro me atreví a definir la ética como «el estudio ló-
gico del lenguaje de la moral» (LM, Prefacio). Ello me supuso
unas cuantas reprimendas, ya que algunos pensaron que estaba
incitando a los filósofos morales a desviarse de las cuestiones
sustanciales de la moralidad y a concentrarse en lo que se vino
a llamar cuestiones verbales. Espero, sin embargo, que a estas
alturas haya quedado ya claro que para tener alguna esperanza
de responder con alguna certeza a las cuestiones sustanciales,
antes debemos abordar estas cuestiones verbales. Porque a me-
nos que comprendamos completamente qué estamos diciendo,
nosotros o nuestros oponentes, en un argumento moral o en un
argumento teórico sobre la moral, nunca vamos a ser capaces de
resolver racionalmente ninguna de las cuestiones que se planteen.
Por consiguiente, al lado de las cuestiones de hecho que te-
nemos que resolver antes de poder hacer ningún progreso en la
resolución de un problema moral, debemos planteamos otro ti-
po de cuestiones: cuestiones acerca del significado de las pala-
bras. He ofrecido las razones teoréticas que apuntan a ello, a
saber, que todo argumento depende de la lógica y que lo que es
lógicamente válido depende, a su vez, de lo que las palabras sig-
nifican. Pero hubiera podido igualmente apelar a la evidencia
empírica. En casi todos los argumentos morales que, por ejem-
plo, aparecen en las columnas de intercambio de opiniones de
los periódicos, uno no puede evitar percatarse de que, entre-
mezclados entre los argumentos de los hechos expuestos, mu-
chas situaciones de desacuerdo entre los debatientes se deben a
ambigüedades en el uso de las palabras. Puede que uno crea
que aquel hecho que ha expuesto prueba una determinada con-
clusión moral: su oponente no lo cree así. Esto podría ser clara-
mente una señal de que cada uno entiende las palabras de un
modo distinto.
A la hora de resolver un problema moral, pues, tenemos
que dejar bien claro de qué hechos tratamos y cuáles son los
significados de las palabras que utilizamos, incluyendo las pala-
bras morales. Solamente después de haber hecho esto será po-
sible ver con claridad si existen otras cuestiones por responder
no pertenecientes a estas dos clases consideradas. En particu-
lar, solamente entonces veremos con claridad si existe una clase
residual de cuestiones últimas de valor que no son ni cuestiones
de hecho, ni cuestiones acerca del significado de las palabras y
44 ORDENANDO LA ÉTICA

sobre las cuales podemos discrepar incluso cuando estamos de


acuerdo sobre los hechos y significados de las palabras que uti-
lizamos.
La investigación de los significados de las palabras morales,
por lo tanto, juega un papel clave en el estudio de los problemas
morales. Solamente si acometemos esta tarea llegaremos a
comprender sobre qué estamos discutiendo en un argumento
moral y sabremos cuáles son los pasos válidos, si es que hay al-
guno, en el argumento. Por consiguiente, la filosofía moral —el
estudio lógico del lenguaje de la moral— debe desarrollar una
función imprescindible en los argumentos morales prácticos. Y
no menos importancia tiene el demostrar, como sólo la filosofía
moral es capaz de hacer, si existe algún argumento moral con-
vincente; es decir, si los juicios morales pertenecen a la clase de
objetos sobre los que uno puede argumentar. Esto último, tam-
bién, es algo que tan sólo puede ser resuelto estudiando las pa-
labras morales y sus propiedades lógicas.

2.7. La verdad de todo esto es tan clara que uno no puede


más que sorprenderse ante el hecho de que muchos autores ata-
quen a los filósofos morales recientes por centrar su discusión
en las palabras morales, como si su tarea fuera otra. Lo que es
cieilo es que Sócrates inauguró la discusión de estos temas in-
sistiendo justamente en el estudio de las palabras morales, co-
mo ya hice notar anteriormente. Aristóteles dijo de él que «se
ocupaba de las cuestiones morales... y centrando la atención,
por primera vez, en las definiciones» (Met. 987bl y ss.).
Tal vez sintamos la inclinación de replicar a aquellos que
atacan a la filosofía moral de este modo que si tienen alguna
aversión a nuestro estudio de las palabras morales y sus signi-
ficados es porque no quieren que comprendamos lo que esta-
mos diciendo cuando tomamos parte en una discusión moral y
creen, en cambio, que, en asuntos morales, la oscuridad da se-
guridad. No cabe la menor duda de que en este campo hay mu-
cha gente que de verdad prefiere la oscuridad a la claridad. Pe-
ro hacer una acusación general de ello sería injusto. Pues hay
otros que atacan a la filosofía moral por una razón más desta-
cable, aunque no del todo sólida. Éstos opinan, correctamente,
que existen cuestiones morales sustanciales importantes que
debemos abordar y que los filósofos morales tendrían que ayu-
dar a resolver. Con esto podemos estar de acuerdo. El problema
surge a continuación cuando afirman que, por lo tanto, los filó-
DEFENSA DEL PROYECTO 45

sofos morales deberían pasar directamente a tratar cuestiones


sustanciales y no despistarse con problemas de significado. Su
error consiste en no ver que la contribución distintiva del filó-
sofo moral a la discusión de los problemas morales sustantivos
es la investigación de las palabras y los conceptos y, por lo tan-
to, de la lógica empleada. Cuando piden al filósofo moral que
abandone la discusión conceptual y proceda a considerar cues-
tiones sustanciales, lo que le están pidiendo es que deje de ser
filósofo moral. Yo, sin embaído, creo que la discusión concep-
tual puede contribuir a la discusión práctica y me parece que ya
he mostrado cómo en aquellos escritos míos que tratan sobre
asuntos prácticos. En lo que sigue voy a intentar aplacar la crí-
tica de estos oponentes a la filosofía moral moderna discutien-
do las cuestiones teoréticas siempre en relación con sus impli-
caciones para los problemas prácticos. Mi esperanza es que al
final nos demos cuenta de que la teoría es relevante para la
práctica.
46 ORDENANDO LA ÉTICA

TAXONOMÍA DE LAS TEORÍAS ÉTICAS


1 Descriptivismo ^No-d«criçtiwsmo^

1.1 Naturalismo 1.2 Intuicionjsmo 2.1 Emotivismo 2.2 No-descriptivismo


racionalista
1.11 Naturalismo 1.12 Naturalismo
objetivista subjetivista 2.21 Prescríptivismo 2.22 ?
universal

1. Descriptivismo: Los significados de los enunciados morales están


completamente determinados por la sintaxis y las condiciones de
verdad.
1.1. Naturalismo: Las condiciones de verdad de los enunciados mora-
les son propiedades no morales.
1.11. Naturalismo objetivista: Estas propiedades son objetivas.
1.12. Naturalismo subjetivista: Estas propiedades son subjetivas.
1.2. Intuicionismo: Las condiciones de verdad de los enunciados mora-
les son propiedades morales sui generis.
2. No-descriptivismo: Los significados de los enunciados morales no
están completamente determinados por la sintaxis y las condiciones
de verdad.
2.1. Emotivismo: Los enunciados morales no se rigen por la lógica.
2.2. No-descriptivismo racionalista: Los enunciados morales se rigen
por la lógica.
2.21. Prescríptivismo universal: La lógica que rige los enunciados mo-
rales es la lógica de las prescripciones universales.
2.22. ?

REQUISITOS PARA UNA TEORÍA ÉTICA ADECUADA


(véanse las pp. 125 y ss.)
Naturalismo Naturalismo
objetivista subjetivista Intuicionismo Emotivismo
1. Neutralidad X J y y
2. Practicidad X X X y
3. Incompatibilidad J X y y
4. Logicidad J J y X
5. Argumentabilidad X X X X
6. Conciliación X X X X
Seg u n d a pa r t e

LAS CONFERENCIAS
AXEL HÁGERSTRÓM

UNA TAXONOMÍA DE LAS TEORÍAS ÉTICAS


C a pít u l o 3

TAXONOMÍA

3.1. Debo empezar diciendo lo contento que me hace es-


tar una vez más ante un público sueco para tratar un tema de
teoría ética. No es nunca difícil en Suecia, como lo está siendo
en muchas partes del mundo, hallar filósofos serios capaces de
discutir sobre estas cuestiones con claridad y rigor. Me alegra
particularmente, además, dar unas conferencias que están dedi-
cadas a la memoria de Axel Hágerstróm, a quien sería justo
considerar el pionero, en los últimos tiempos, del no-descripti-
vismo ético —aunque de hecho las concepciones de este tipo
tienen una larga historia (véase H 1998a)— y quien, de este mo-
do, realizó el adelanto más importante del siglo en este campo.
Como también me alegra dar estas conferencias en la ciudad
natal de Linneo, el pionero de la taxonomía científica.
Debo comenzar, sin embargo, aclarando el título de estas
conferencias. Esto supone explicar qué quiero decir con «teoría
ética» y con «taxonomía». La primera tarea es la más difícil, de-
bido a que la expresión «teoría ética» ha sido usada, y abusada,
de muy distintas formas. Yo voy a usarla de un modo bastante
más estricto que otros muchos escritores —si no, se convertiría
en un tema imposible de cubrir en cinco conferencias. Con ella
me refiero al estudio de los conceptos morales, es decir, del uso
que hacemos de las palabras mondes —si quieren, de su signi-
ficado en un sentido amplio, o de lo que hacemos cuando pre-
guntamos cuestiones morales. Puesto que, como antes argu-
menté (1.1 y ss.), una parte importante, como mínimo, del
significado de todas las palabras, incluyendo las palabras mora-
les, está determinada por sus propiedades lógicas, este estudio
de significados conduce inevitablemente al estudio de las pro-
piedades lógicas. Y ésta es la razón por la que el tema tiene una
50 ORDENANDO LA ÉTICA

importancia práctica. Pues una de las primeras cosas que se le


pide al filósofo moral es que debería hacer algo para ayudamos
a discutir racionalmente cuestiones morales, cosa que requiere
obediencia a las reglas lógicas con que se rigen los conceptos. A
menos que sigamos estas reglas, no seremos nunca capaces de
discutir racionalmente sobre cuestiones morales. La tarea prin-
cipal de la filosofía, desde que Sócrates empezó la empresa, es
el estudio de los argumentos; la tarea principal de la filosofía
moral es el estudio de los argumentos morales y el aprender a
diferenciar cuáles de éstos son buenos y cuáles son malos. En
esta tarea, la teoría ética, encargada de revelar la lógica de los
conceptos morales, constituye una herramienta esencial.
Acaso si señalo lo que no es la teoría ética, tal y como yo
uso el término, quedará mejor delimitada la cuestión. Ahora
hay muchos escritores que usan la expresión «teoría moral».
Nunca estoy del todo seguro de saber qué quieren decir con
ella; al parecer, cubre una ancha área de una dimensión inde-
terminada en la que, cuando menos, se encuentran sus concep-
ciones sobre un montón de cuestiones morales sustanciales, a
menudo sistematizadas en unos cuantos principios morales ta-
les como los «principios de la justicia» de Rawls. De esta forma,
una teoría moral no puede ser, como espero yo que sea la teoría
ética en mis manos, una disciplina puramente formal que se
ocupe únicamente de estudios conceptuales y lógicos. Kant in-
sistió mucho en esta distinción entre tesis formales y tesis sus-
tanciales (8.7). Yo de ningún modo niego la importancia de usar
argumentos racionales para obtener principios morales sustan-
ciales. Ésta es la ambición de cualquier filósofo moral serio. Pe-
ro antes de ésta hay otra tarea: la de encontrar las reglas que ri-
gen el argumento. Sin esas reglas, cualquier cosa vale.
En estas conferencias no haré teoría moral en este sentido
amplio, aunque en otros sitios he dedicado mucha atención a
cuestiones morales prácticas. Como tampoco haré nada que pu-
diera ser llamado «ontología». En otro sitio (H 1985a) he defen-
dido que una disputa ontológica como la que supuestamente
existe entre realistas y antirealistas, si en verdad es una disputa,
se convierte con bastante rapidez en una disputa no ontológica
sino conceptual, y que no existe otra forma de formular clara-
mente esta supuesta disputa sobre si realmente existen los he-
chos morales o las propiedades morales in rerum natura que no
sea traduciéndola a una disputa sobre cómo las palabras mora-
les obtienen su significado. Por consiguiente, sólo hacemos que
TAXONOMÍA 51

perder el tiempo si discutimos sobre si los hechos morales exis-


ten o no sin antes plantear las cuestiones conceptuales de las
que debe depender cualquier solución del problema. Incluso si
fuéramos a hablar sobre las propiedades morales reales in re-
rum natura (y yo no soy quién para prohibir a la gente de hablar
de este modo, si quiere), con ello no haríamos más que consta-
tar nuestra suscripción a los enunciados o principios morales
que aceptamos. El problema sigue siendo qué hacemos cuando
los suscribimos de este modo.
Si preguntamos qué estamos haciendo, entonces tendre-
mos que hacer algún tipo de análisis conceptual, cuyo resultado
será con toda probabilidad que todas las formas de descriptivis-
mo no alcanzan a ofrecer una explicación adecuada del asunto;
en los enunciados morales hay un elemento prescriptivo esen-
cial que va más allá de su significado descriptivo (1.7, y véanse
los capítulos 4 y ss.). Si queremos ser realistas acerca de este
elemento prescriptivo podemos, si así lo deseamos, hablar de
propiedades prescriptivas reales en las acciones; pero esto no
aclara nada.
Emplearé la expresión «teoría ética», pues, en el sentido es-
tricto de «teoría acerca del significado y las propiedades lógicas
de las palabras morales». Ya dije por qué creía necesario realizar
un estudio como éste si tenemos que distinguir entre buenos y
malos argumentos sobre cuestiones morales. Es sorprendente,
en consecuencia, que haya tantos filósofos morales tratando de
persuadimos de que no precisamos estudiar teoría ética (por
ejemplo, Rawls 1971: 51). Puede que una de las razones por las
cuales la gente afirma esto sea la siguiente. Esta gente ha exa-
minado algunas de las teorías éticas que se han propuesto y lue-
go (a menudo tras un estudio insuficiente) ha resuelto que no
sirven. Por consiguiente han concluido, demasiado precipitada-
mente, que ninguna teoría ética es adecuada. Una de las cosas
que haré en estas conferencias será ir tomando sucesivamente
las distintas teorías éticas posibles que hay y señalar qué hay de
equivocado en cada una de ellas. Pero además de eso, y a dife-
rencia de los escritores a los que me refería, a continuación
también señalaré qué hay de correcto en cada una de ellas. To-
das ellas revelan aspectos distintos de la verdad sobre la morali-
dad. En lugar de sacar la conclusión de que, debido a que todas
las teorías éticas que se conocen tienen defectos, no existe nin-
guna teoría ética adecuada, y que por consiguiente mejor dejar
de buscar una, el filósofo moral menos derrotista seguirá tra-
52 ORDENANDO LA ÉTICA

tando de hallar una teoría que conserve las verdades de cada


una de estas teorías y al mismo tiempo evite sus errores. Eso es
lo que voy a realizar en estas conferencias. Si como resultado de
ello se me moteja de ecléctico, pues bueno (H 1994í>).
Una parte importante de la investigación consistirá en un
intento de hacer una lista de los requisitos que una teoría ética
adecuada tiene que satisfacer. A continuación podremos ir mi-
rando una por una cada teoría y ver qué requisitos satisface y
cuáles no alcanza a satisfacer. De este modo quizá podamos co-
rregirlas y mejorarlas, y terminar con una teoría que satisfaga
todos los requisitos.

3.2. Hasta aquí, pues, lo referente a la expresión «teoría


ética». ¿Qué hay acerca de «taxonomía»? En esta ocasión la co-
sa será bastante más fácil, ya que voy a usar el término de una
forma muy parecida a como lo usan los botánicos. Me despertó
el interés ver que Hágerstróm mismo publicó un diálogo titula-
do El botánico y el filósofo: sobre la necesidad de la epistemolo-
gía-, pero como éste apareció solamente en sueco no he podido
leerlo y comprobar si su concepción de las relaciones entre am-
bas disciplinas era como la mía o no. Cuando vuestro gran
naturalista Linneo se puso a clasificar plantas siguió a Aristóte-
les al clasificarlas per genus et differentiam. Pero como su cla-
sificación tenía muchos más niveles que los dos de género y
especie, Linneo introdujo nuevas palabras para los niveles in-
termedios: por ejemplo, «familia». No creo que Aristóteles hu-
biera discutido por esto, pues está claro que él no quería clasifi-
car sólo según dos niveles. El término «especie» aún está en
uso: se distingue a cada especie dentro de un género o clase su-
bordinada afirmando la diferencia que la singulariza con res-
pecto a las demás especies.
Con todo, yo quizá esté más cerca de Aristóteles que de Lin-
neo en otro aspecto. Linneo llevó a cabo un estudio empírico;
tuvo que ir tomando las distintas plantas a medida que las iba
encontrando y ponerlas en una clasificación clara y consistente.
En filosofía, empero, podemos hacer algo más. Como la investi-
gación es de tipo formal, es legítimo preguntar no sólo qué teo-
rías podemos hallar en el mundo, sino qué teorías podríamos
hallar. Esta cuestión debería ser resoluble a priori. En cada una
de las divisiones que trazamos a lo largo de nuestra taxonomía
podemos preguntar no sólo qué especies de teoría ética ha habi-
do, sino qué teorías podría haber. Por eso, en lugar de viajar a la
TAXONOMÍA 53

selva del Amazonas en busca de nuevas especies, podemos pen-


sarlas por nosotros mismos. Es así como avanza el estudio en
este campo.
Así pues, lo que voy a intentar en estas conferencias será
muy ambicioso (acaso peligrosamente ambicioso). En cada una
de las divisiones que trace en la taxonomía voy a intentar mos-
trar que la división es exhaustiva. La forma más sencilla de ha-
cerlo, y la que sobre todo voy a seguir, consiste en convertir ca-
da división en una dicotomía —es decir, en una división de tan
sólo dos clases que conjuntamente agoten el género. Esto puede
conseguirse haciendo de la differentia de cada especie la nega-
ción de la difl'erentia de la otra. Ofreceré un ejemplo de esto den-
tro de un momento, cuando trace la distinción principal de las
teorías éticas en dos géneros, el descriptivismo y el no-descrip-
tivismo. Si fuera posible satisfacer esta ambición y hacer que la
taxonomía sea exhaustiva, entonces deberíamos terminar te-
niendo una clasificación completa de las distintas teorías éticas
posibles y una demostración de que ésas eran las únicas posi-
bles. Si resultara que todas esas posibles teorías son inadecua-
das, entonces deberíamos realmente abandonar toda esperanza
de encontrar una adecuada. Aunque yo soy más optimista.
La división principal que haré es entre dos géneros, que lla-
maré «descriptivismo» y «no-descriptivismo». Nuestra primera
tarea, por consiguiente, consiste en indicar la differentia exis-
tente entre estos dos géneros. Sobre este asunto ha habido gran
confusión. Se han usado ampliamente términos como «realis-
ta» y «antirealista», «cognitivista» y «no-cognitivista», y otros,
como si todos ellos señalasen la misma distinción. En el trabajo
al que antes me referí he defendido que la mejor forma de tra-
zar la distinción es utilizar la pareja de términos «descriptivis-
ta» y «no-descript¡vista», y que, tan pronto son aclaradas, todas
las demás parejas terminan por coincidir con ella. Pero la cosa
está aún peor que eso, porque cuando aquellos que se enzarzan
en disputas de este tipo tratan de indicar la differentia entre sus
posiciones, normalmente escogen una engañosa, a saber, si, de
acuerdo con una teoría dada, los enunciados morales pueden
ser los enunciados verdaderos o falsos. En 3.6 argumentaré que
con esta cuestión, como con la cuestión de si podemos saber si
son verdaderos, o la cuestión de si los hechos morales o las pro-
piedades morales existen en el mundo, no se discute nada rele-
vante. La razón de ello está en que existen sentidos perfecta-
mente correctos según los cuales un no-descriptivista como yo
54 ORDENANDO LA ÉTICA

puede aceptar que los enunciados morales sean verdaderos


o falsos, que podamos saber que algunos de ellos son verdade-
ros, y que haya propiedades morales (H 1976b, 1985a, 1995b).
Si pongo reparos a la tesis de que existen hechos morales en el
mundo es porque no me gusta afirmar que hay algún hecho en
el mundo. El mundo está compuesto de cosas, no de hechos.
Pero eso es otra historia (H 1985a).

3.3. En primer lugar, déjenme ofrecerles mi modo de distin-


guir el descriptivismo del no-descriptivismo; luego les diré por
qué creo que los demás modos conducen a confusiones. Mi diffe-
reníia descansa en la noción de condiciones de verdad —pero no
de la forma simple que alguna gente cree. Suele pensarse que, de
alguna forma, el significado depende de las condiciones de ver-
dad (H 1991a, 1993g, 1995b). Ésta era la base de la vieja teoría del
significado verificacionista que muchos positivistas lógicos abra-
zaron y que ahora sufre el descrédito en su forma simple primeri-
za según la cual «el significado de una oración es el método de su
verificación». Con todo, todavía es corriente afirmar que las con-
diciones de verdad tienen un papel que jugar en la determinación
del significado; y estoy de acuerdo con ello. «Significado» debe
entenderse aquí como incluyendo tanto el sentido como la refe-
rencia. Así era como usaba el término Austin (1962: 100). Para ser
preciso debo también explicar que aquí estoy pensando en el sig-
nificado de una oración ejemplar (token) tal y como es usada por
un hablante particular en una ocasión particular. Podríamos ha-
cer una primera aproximación a la explicación de lo que es el des-
criptivismo afirmando que es la concepción según la cual el signi-
ficado está completamente determinado por las condiciones de
verdad. Si se sostiene esto como una verdad del significado de to-
das las oraciones, entonces nos hallamos ante un descriptivismo
tout court. Quizá haya habido gente que pensara así, las víctimas
de lo que Austin denominó «la falacia descriptiva» (1961: 234;
1962: 3). Yo no diré nada sobre esta concepción tan radical. El
descriptivismo ético, a modo de primera aproximación, es la con-
cepción según la cual el significado de un enunciado moral está
completamente determinado por sus condiciones de verdad, es
decir, por las condiciones bajo las cuales sería correcto decir que
es verdadero.
Según esta concepción, los enunciados morales obtienen su
significado de la misma forma que los enunciados de hecho co-
rrientes. Pero nosotros debemos preguntar si incluso en el caso
TAXONOMÍA 55

de los enunciados de hecho comentes es verdad que éstos


obtienen su significado completamente de sus condiciones de
verdad. La respuesta parece ser negativa. Ha sido habitual, al
discutir sobre el significado, distinguir entre semántica y sin-
táctica. Dejo el tercer miembro o supuesto tercer miembro de
esta tríada, la «pragmática», para bastante más adelante (6.5).
La distinción en cuestión ha sido trazada de formas distintas, a
menudo inconsistentes entre sí; pero yo usaré «semántica» no
como algunos hacen, para cubrir ampliamente cualquier cosa
que tenga que ver con el significado, sino estrictamente para in-
cluir tan sólo aquella parte del significado de las oraciones que
está determinada directa o indirectamente por las condiciones
de verdad. Esto deja, como otro constituyente del significado, a
las propiedades sintácticas de las oraciones. Por ejemplo, si un
enunciado tiene la forma sujeto-predicado, esto en parte deter-
mina su significado, cosa que podemos conocer con anteriori-
dad a conocer sus condiciones de verdad.
No todas las distinciones gramaticales son relevantes con
respecto al significado. No lo es, por ejemplo, como antes vi-
mos, la distinción entre verbos regulares y verbos irregulares
(1.3). Si, en lugar de decir «lo consiguió», digo «lo conseguid»,
cometo un error gramatical, pero lo que quiero decir está claro
y no cambia. Otras distinciones sí son relevantes. El ejemplo
más claro es la distinción entre las formas verbales del indicati-
vo y del imperativo (1.3, H 1996b). La transformación que con-
vierte el latín «ibis», que significa «Irás», en el imperativo «i»,
que significa «Ve», altera el significado. A veces las propiedades
gramaticales o sintácticas afectan a las propiedades lógicas. Pa-
ra tomar el mismo ejemplo, existe una inferencia válida del
indicativo futuro «Irás» al indicativo futuro «No te quedarás
aquí», pero no así del imperativo «Ve» al indicativo «No te que-
darás aquí». Algunas órdenes no son obedecidas.
Limitándonos, pues, a las propiedades sintácticas o grama-
ticales que sí afectan al significado, podemos afirmar que éstas
forman parte de las propiedades determinadoras de signi-
ficado de las oraciones que son independientes de cualquier
condición de verdad particular. No es verdad, por consiguiente,
como sostiene una teoría en absoluto plausible, que todo el
significado venga determinado por las condiciones de verdad.
Así pues, la differentia que propusimos, según la cual, de acuer-
do con el descriptivismo, el significado de las oraciones mo-
rales está completamente determinado por las condiciones de
56 ORDENANDO LA ÉTICA

verdad de los enunciados que éstos expresan, debe ser refi-


nada.
La posición es antes bien la siguiente. Las propiedades sin-
tácticas o formales de una oración (las que afectan al significa-
do) determinan de qué tipo de oración se trata. Lo hacen deter-
minando su estructura interna. Por ejemplo, pueden hacer que
sea una oración de sujeto-predicado capaz de atribuir una pro-
piedad a un objeto. Qué propiedad a qué objeto, eso no lo deter-
minan. Tal función es propia de la semántica de la oración, no
de su sintaxis.
Las condiciones de verdad pertenecen a la semántica. Que
un enunciado deba tener condiciones de verdad es algo que
queda determinado una vez se ha especificado que es un enun-
ciado. Los enunciados son actos de habla que pueden ser verda-
deros o falsos. Cuando un supuesto enunciado no tiene condi-
ciones de verdad, entonces es que no se trata de un auténtico
enunciado. Esto no impide que sea un acto de habla con signifi-
cado; pues hay muchos tipos de actos de habla con signiñcado
que no tienen condiciones de verdad, debido a que no pueden
ser ni verdaderos ni falsos. Los actos de habla imperativos (o las
imperaciones, como los llamamos nosotros), por ejemplo.
Austin y sus discípulos han distinguido entre significado y
fuerza ilocucionaria. William Alston, por el contrario, ha inclui-
do entre los elementos con significado de las oraciones lo que él
llama «recursos indicativos de fuerza ilocucionaria» (1964: 37
y ss.); véase también Searle 1969: 62 y Searle y Vanderveken
1985: 7. En 1.3 y en H 1989a, yo los denominé «trópicos». Creo
que Alston y Searle llevan razón al afirmar que existe un sentido
amplio de «significado» en el que los trópicos contribuyen al sig-
nificado de las oraciones. Un ejemplo de ello es la característica
que distingue las oraciones imperativas de las indicativas, exis-
tente en la mayoría de lenguajes. Tiendo a dudar que el mismo
Austin hubiera estado en desacuerdo con esto (véase H 1971c:
100 y ss.), como algunos de sus discípulos parecen estarlo.
No hay ningún problema en aceptar que oraciones de la
misma forma y contenido pueden a veces ser usadas para reali-
zar actos de habla distintos con distintas fuerzas ilocucionarias.
Por ejemplo, «you will go» («irás») en inglés puede usarse para
expresar una predicción, pero también podría expresar (al me-
nos en el Ejército británico) una orden. Aunque quizá se trate
de otra ambigüedad más. Del mismo modo que con «Nos en-
contraremos en el banco» podríamos estar refiriéndonos tanto
TAXONOMÍA 57

al banco del parque como al lugar donde uno saca dinero, igual-
mente, la palabra inglesa «will» podría ser el signo tanto de una
predicción como de una promesa (dos tipos diferentes de acto
de habla). Todo lo que necesitamos decir es que alguien que en-
tendiese la oración de una forma distinta a como pretendía el
hablante no habría comprendido bien lo que éste quería decir;
el hablante pretendía realizar un determinado tipo de acto de
habla, pero el oyente entendió que realizaba otro. Existe una
multitud de ejemplos como éste en la literatura, pero ninguno
de ellos ha logrado convencerme de que la fuerza ilocucionaria
no forma parte del significado.
A veces se utiliza «Le alerto» (/ wam you) como un supues-
to ejemplo de la imposibilidad de distinguir entre actos ilocu-
cionarios y actos perlocucionarios. Pero éste también es ambi-
guo. Las señales de tráfico de peligro solían ir seguidas por una
señal que decía «Está alertado» (You have been wamed). Ahora
a veces van seguidas por un «Esté alerta» (Be wamed). Aquí tie-
ne que haber dos sentidos distintos de «alertar» (wam), ya que
difícilmente te pueden mandar estar alerta si ya has sido alerta-
do. En un sentido, «alertar» significa «dirigir una señal de aler-
ta a». En otro sentido, empero, significa «hacer prestar aten-
ción mediante una señal de alerta». «Esté alerta» usa este
segundo sentido, en el que el acto de habla sólo tiene éxito si el
acto perlocucionarío ha sido efectivo; «Está alertado», en cam-
bio, se limita a informar de la realización de un acto ilocucio-
nario, y ello tanto si la persona a la que se dirigía la señal de
alerta presta atención como si no.

3.4. Si las propiedades gramaticales o sintácticas de las


oraciones incluyen sus recursos indicativos de fuerza ilocucio-
naria (de los cuales las marcas de modo son un ejemplo), en-
tonces podemos reformular nuestra differentia de una forma
más clara. Un descríptivista es alguien que no sólo cree que un
enunciado moral tiene condiciones de verdad (pues los no-des-
críptivistas pueden estar de acuerdo en esto, como luego vere-
mos); o que el significado de un enunciado moral está comple-
tamente determinado por sus condiciones de verdad (pues,
como hemos visto, esto no es verdad de ninguna oración); o que
las propiedades gramaticales o sintácticas de las oraciones
que expresan enunciados morales ejercen sus fuerzas ilocucio-
narias de tal modo que éstos deben tener condiciones de verdad
y son, por consiguiente, enunciados en el sentido que se acaba
58 ORDENANDO LA ÉTICA

de usar (en esto un no-descriptivista también puede estar de


acuerdo); sino que cree que estas condiciones de verdad son to-
do lo que se necesita además para determinar el significado de
las oraciones. Un no-descriptivista, por lanío, será alguien que
rechace esta última cláusula; un no-descriptivista cree que los
enunciados morales, si bien quizá tengan condiciones de ver-
dad, no dependen completamente en la determinación de su
significado de esas condiciones de verdad, ni tampoco depen-
den completamente de sus características sintácticas más sus
condiciones de verdad, porque sus características sintácticas les
permiten ser usados con el mismo significado aun cuando sus
condiciones de verdad cambien (7.3, H 1993g, 1995b).
Como esta idea es difícil de comprender, debería tratar de
expresarla de una forma más sencilla. Cosa que puede lograrse
usando un término que, por cuanto sé, introdujo por primera
vez Stevenson (1945: 62). Éste distinguió entre el significado
descriptivo de los enunciados morales y su significado emotivo.
Más adelante descartaré la idea de significado emotivo, susti-
tuyéndola por el término «significado evaluativo» (véase LM
cap. 7). En ocasiones emplearé «significado prescriptivo», pero
ahora no necesitamos abordar la diferencia entre estas dos
expresiones. Esto me permitirá dejar de lado la «pragmática»
que juega un papel tan importante en la teoría de Stevenson
y que yo juzgo equivocada (1.5, 6.5, H 1996b). Así pues, distin-
guiré entre el significado descriptivo y el significado evaluati-
vo de los enunciados morales. En realidad, el significado
descriptivo equivale a las condiciones de verdad más el requisi-
to, impuesto sobre un enunciado moral por el hecho de tener
ésta la fuerza ilocucionaria de un enunciado, de que para te-
ner significado debe tener condiciones de verdad (H 1993g). El
significado descriptivo equivale también a la semántica del
enunciado. Determina a qué pueden aplicarse correctamente
los términos descriptivos del enunciado, así como a qué objetos
debe uno pensar que hacen referencia sus expresiones referido-
ras. Por consiguiente, el significado descriptivo determina espe-
cialmente las condiciones de verdad del enunciado.
Con todo —y aquí reside lo importante para nuestra diffe-
rentia entre los descriptivistas y los no-descriptivistas—, tanto
las condiciones de verdad como el significado descriptivo de un
enunciado moral pueden cambiar sin que cambie completa-
mente el significado del enunciado. Ello se debe a que el signifi-
cado evaluativo, el otro constituyente del significado, puede se-
TAXONOMÍA 59

guir siendo el mismo. Dicho de otro modo, la differentia crucial


entre un descriptivista y un no-descriptivista es ésta: el descríp-
tivista piensa que si las condiciones de verdad de un enunciado
moral cambian, debe cambiar todo su significado; el no-des-
criptivisla, en cambio, no lo cree así. Este último piensa que un
enunciado moral puede conservar el mismo significado evalua-
tivo, aun cuando cambien su significado descriptivo, sus condi-
ciones de verdad y su semántica. Ello se debe a que en la reali-
zación de un enunciado moral interviene un «bit de input»
extra que no se halla presente en la realización de un enunciado
corriente puramente descriptivo.
Quizá un ejemplo ayude a aclarar este punto. Supongamos
que haya dicho de una mujer que era una buena persona, ha-
biendo hecho de este modo un enunciado moral sobre ella. Si
hice esa afirmación es porque esa persona poseía determinadas
cualidades descriptivas; éstas fueron, para mí, las condiciones
de verdad del enunciado que hice. Es decir, de no tener esta per-
sona estas características, yo no habría hecho el enunciado; pe-
ro como las tenía, mis criterios morales actuales me exigieron
hacerlo. Por lo tanto, de acuerdo con mis criterios morales ac-
tuales, el tener estas características constituyó una condición
tanto necesaria como suficiente para hacer el enunciado en
cuestión. Estas características pueden ser en parte positivas y
en parte negativas: podrían haber incluido, por ejemplo, que
fuera bondadosa y generosa y que no hiciera trampas jugando a
cartas. Si hubiera visto que hacía trampas o que no era bon-
dadosa y generosa, no habría dicho que era una buena persona.
A estas cualidades debemos añadir, por supuesto, todas las
demás cualidades positivas y negativas que debe tener o no te-
ner, entre las cuales pueden haber disyunciones entre cualida-
des alternativas.
Pero ahora supongamos que mis criterios cambian. Quizá
me he convertido en un tipo duro que piensa que no hay nada
malo en hacer trampas jugando a cartas y que el ser bondadoso
y la generosidad son propios de alguien sin carácter. Ahora diré
que esa mujer no es una buena persona justamente porque po-
see las mismas propiedades que antes me llevaron a decir que
era una buena persona. ¿Estoy usando, por consiguiente, la ex-
presión «buena persona» aún con el mismo significado que an-
tes? ¿O ya no? Mi intención es mostrar que, en un sentido, sí, la
uso del mismo modo, y en otro sentido, no. La uso aún con el
mismo significado evaluativo: decir de alguien que es una bue-
60 ORDENANDO LA ÉTICA

na persona sigue siendo hacerle un elogio. Se sigue de esto que


he cambiado de parecer. Lo que ahora digo contradice lo que di-
je antes. Es, por lo tanto, imposible que alguien pueda estar
consistentemente de acuerdo con lo que ahora afirmo y con lo
que antes afirmé. Decir que los dos casos son correctos sería co-
meter un error lógico. No ocurriría así, empero, si el significado
de mis palabras hubiera cambiado completamente, ya que
entonces lo que ahora afirmase no sería la negación de lo
que antes afirmé. Pero ahora estoy usando las palabras con un
significado descriptivo distinto —es decir, de acuerdo con unos
criterios distintos, o con unas condiciones de verdad distintas.
Los ejemplos como éste muestran de una forma muy clara que
estos dos elementos están presentes en los significados de las
expresiones evaluativas como «bueno» (o «buena»). Tan sólo los
filósofos con intereses creados pueden negar este hecho.
Se habrá notado que en este ejemplo, al ofrecer el significado
descriptivo o las condiciones de verdad de la expresión «buena
persona» usé las palabras «bondadosa», «generosa» y «hacer
trampas». En el caso de que alguien fuera a objetar que estas pa-
labras también son expresiones evaluativas, de modo que el
enunciado de las condiciones de verdad no es en sí mismo com~
pletamente descriptivo, le contestaría lo siguiente: que también
estas palabras, que pertenecen a la clase que llamaré «palabras
secundariamente evaluativas», y que otros han llamado «concep-
tos éticos densos» (thick), pueden ser consideradas de una forma
parecida a «bueno», excepto en que su significado evaluativo es
secundario con respecto a su significado descriptivo. Pero este
tema debe ser aparcado para más adelante (3.8, H 1996d).

3.5. Lo importante que aquí quiero señalar es que, si bien


los enunciados evaluativos (incluyendo los morales) tienen
realmente condiciones de verdad, éstas pueden cambiar sin que
cambie todo el significado de las oraciones que los expresan (H
1993g, 1996e). Este hecho tiene consecuencias cruciales para la
teoría ética. Si cambiamos las condiciones de verdad de un
enunciado moral, cambiamos su significado descriptivo. Pero si
el significado evaluativo sigue siendo el mismo, entonces, con el
cambio lo que hemos hecho ha sido modificar nuestros crite-
rios morales. Lo que hacemos es apelar a razones distintas para
decir, por ejemplo, que un acto es incorrecto; pero decimos que
es incorrecto en el mismo sentido evaluativo. Decir que es inco-
rrecto sigue siendo una forma de condenarlo.
TAXONOMÍA 61

Esto significa que un enunciado sobre las condiciones de


verdad de los enunciados morales, que podría señalar un cam-
bio en los criterios morales, no es él mismo moralmente neu-
tral. Por consiguiente, no puede haber un primer estadio en la
construcción de una teoría ética en el que podamos ofrecer una
formulación general moralmente neutral de las condiciones de
verdad de los enunciados morales, y luego un segundo estadio
en el que usemos esta formulación general para determinar qué
enunciados morales en particular son verdaderos. En la formu-
lación general, con sólo hacer algunos enunciados morales sus-
tanciales —que es lo que uno siempre hace cuando indica las
condiciones de verdad de los enunciados morales— ya habre-
mos traicionado el propósito. Dicho con otras palabras más
simples: no sirve de nada pensar que los criterios por medio de
los cuales juzgamos la verdad de los enunciados morales son
moralmente neutrales. Éstos son los mismos criterios que aque-
llos por medio de los cuales hacemos los enunciados morales
mismos y, por lo tanto, llevan incorporado un punto de vista
moral sustancial. En nuestro ejemplo, cuando alguien afirma
que hacer trampas jugando a cartas no hace que una persona
sea una mala persona está haciendo un enunciado moral sus-
tancial.
Antes dije que un descriptivista es alguien que cree que,
aparte de sus características sintácticas (que pueden determi-
nar, entre otras cosas, su fuerza ilocucionaria), el único otro de-
terminante del significado de los enunciados morales son sus
condiciones de verdad. Esto es lo que el no-descriptivista niega.
Éste cree, por el contrario, que existe otro elemento en el signi-
ficado de tales enunciados, lo evaluativo o prescriptivo, que
puede seguir siendo el mismo aun cuando las condiciones de
verdad cambien, y que hace que un enunciado siga siendo el
mismo enunciado, en el sentido de que sigue haciendo la mis-
ma evaluación del mismo acto, persona, etc., aun cuando sus
condiciones de verdad hayan cambiado. Esto es algo que no po-
dría ocurrir jamás con enunciados descriptivos corrientes o con
enunciados de hecho. En estos casos, si las condiciones de ver-
dad cambian nos encontramos con un enunciado completa-
mente distinto. Con los enunciados morales, por el contrario,
puede darse el caso de que un hablante afirme «Ella es una bue-
na persona» y otro, en cambio, lo niegue, porque ambos usan
criterios distintos y distintas condiciones de verdad, y con todo,
con respecto a su significado evaluativo, tratarse del mismo
62 ORDENANDO LA ÉTICA

enunciado. Esto, además, como veremos cuando pase a discutir


el subjetivismo (5.5), tiene consecuencias importantes; significa
que estos dos hablantes están realmente contradiciéndose entre
sí, caso que negaría una teoría subjetivista que mantuviera que
están simplemente haciendo enunciados sobre sus respectivas
actitudes de aprobación o desaprobación, como también lo
haría, como veremos, una teoría naturalista objetivista que
mantuviera que la existencia de criterios morales distintos im-
plica la existencia de distintos significados de las palabras mo-
rales (4.3).
Queda claro por estas explicaciones (que temo hayan sido
complicadas y difíciles de comprender —que por eso poca gen-
te las comprende) que mi división principal entre teorías éticas
descriptivistas y no-descriptivistas es una división exhaustiva.
El primer tipo de teoría, como acabo de decir, afirma lo que la
segunda niega, a saber, que aparte de sus características sintác-
ticas, el único otro determinante del significado de los enuncia-
dos morales son sus condiciones de verdad. Espero que con es-
ta diferenciación dicotómica de los géneros haya logrado dejar
claro que no puede haber ninguna teoría que no caiga bajo nin-
guno de estos dos géneros. Por consiguiente, si, como espero
hacer, lograra demostrar que el descriptivismo, en todas sus dis-
tintas formas, es inadecuado, con ello habría demostrado que
uno tiene que atenerse a algún tipo de no-descriptivismo. A con-
tinuación, tras rechazar un tipo insostenible, abogaré por un ti-
po de no-descriplivismo que, en mi opinión, es más sostenible;
pero dejaré abierta la cuestión de si acaso existen otros tipos
también sostenibles.

3.6. Espero que con lo que he dicho haya mostrado qué


poca comprensión de estos asuntos tienen aquellos que piensan
(como se enseña a pensar a muchos estudiantes que empiezan)
que para señalar la diferencia entre lo que ellos llaman teorías
éticas cognitivas y teorías éticas no cognitivas basta con decir
que ofrecen respuestas opuestas a la cuestión «¿Pueden los
enunciados morales ser verdaderos o falsos?». La respuesta a
esta cuestión es que sí pueden, pero que eso no resuelve el asun-
to importante entre los descriptivistas y los no-descriptivistas
(H 19956, 1996e).
Hay otra razón por la que los términos «cognitivista» y «no
cognitivista» son engañosos. La etimología de estas palabras
parece implicar que, según los cognitivistas, uno puede saber
TAXONOMÍA 63

que un enunciado moral es verdadero, y que, en cambio, según


los no cognitivistas, eso es imposible. Esto es del todo engaño-
so. La cuestión importante es si uno puede pensar racionalmen-
te acerca de cuestiones morales. Dicho de otro modo, ¿existen
modos correctos e incorrectos de realizar nuestro razonamien-
to moral? Esta importante cuestión queda escondida por aque-
llos que hablan de cognitivismo y no cognitivismo, y de saber si
los enunciados morales son verdaderos o no.
Quizá pueda mostrar esto tomando la palabra «saber» y ha-
ciendo con ella lo mismo que he estado haciendo con la palabra
«verdadero». Recordarán mi ejemplo de alguien que decía de
una persona que era una buena persona, y que lo decía porque,
entre otras cosas, esa persona era bondadosa y generosa y nun-
ca hacía trampas jugando a cartas. Estoy convencido de que es-
te hablante afirmaría que lo que dijo era verdad y que sabía que
era verdad. No se cuestionan los fenómenos lingüísticos. Es de-
cir, él sabía que esa persona era bondadosa y generosa y que
nunca hacía trampas. Y esto hizo que su enunciado fuera ver-
dadero de acuerdo con los criterios o condiciones de verdad que
estaba usando. Por lo que se refiere a los criterios, no hay duda
de que se los había aprendido y no los había olvidado. Él sabia
que, en la medida de lo posible, se puede llamar a la gente que
es bondadosa y generosa «buena gente», y que la gente que ha-
ce trampas con las cartas no puede ser llamada «buena gente».
Si alguien no sabe esto, podría decir este hablante, es que no se
le ha educado. Con todo, no se podría desestimar al tipo duro
que en el ejemplo le contradecía. Los dos estarían en desacuer-
do sobre los criterios que deben ser usados en la evaluación de
la bondad de la gente. Y cada uno podría afirmar que sabe que
los criterios correctos son los suyos. Y acerca de la palabra «co-
rrecto», tal como es usada en los enunciados, se pueden decir
las mismas cosas que acerca de la palabra «verdadero» (H
1976b, 1991a). No se gana nada, pues, introduciendo la palabra
«saber» en esta discusión; introducción que es engañosa porque
sugiere que lo que se conoce no puede ser disputado; si bien se-
rá disputado.
La cuestión importante, dije, es si existen o no buenas y ma-
las formas de razonamiento sobre lodos estos asuntos: sobre si
los criterios y condiciones de verdad que están siendo usados
son los que deberían ser usados y, por consiguiente, saber cuá-
les de los enunciados que realizan nuestros dos partidos opues-
tos deberíamos, al final del día, decir que son verdaderos. Esto
64 ORDENANDO LA ÉTICA

viene a ser lo mismo que preguntarse acerca del modo de razo-


nar correctamente sobre cuáles deben ser nuestros principios
morales con respecto a la bondad y la generosidad y el hacer
trampas jugando a cartas (H 1993g). Aquellos que hablan de la
forma de la cual me he estado quejando dejan de lado por com-
pleto esa cuestión. Volveremos a ello (7.8).

3.7. Antes de dar por terminada esta parte de la discusión


querría decir algo más acerca de la palabra «verdadero». Hasta
ahora he estado hablando como si no significara nada más que
«satisfacer las condiciones de verdad, sean cuales sean». Pero la
palabra «verdadero» posee también determinadas propiedades
formales que no podemos ignorar. En la explicación de estas
propiedades tengo una gran deuda con Crispí n Wright (1992).
Un ejemplo de estas propiedades formales es la tesis tarskiana
de que si p, entonces es verdadero que p, y viceversa. Supongo
que algún adversario mío podría tratar de cuestionar lo que he
venido sosteniendo afirmando que estas propiedades formales
cortan el paso a una explicación no-descriptivista de los enun-
ciados morales, o al menos al derecho no-descriptivista de usar
«verdadero» con relación a ellos. Pero lo cierto es que no lo
hacen.
Para aclarar esto debo decir algo sobre la función de ratifi-
cación (endorsing function) de la palabra «verdadero», función
que Strawson, creo, sacó a relucir por primera vez hace ya tiem-
po (1949, 1950). Aunque no decimos todo lo que puede ser di-
cho sobre la palabra «verdadero» al decir que usamos esta pala-
bra para ratificar lo que alguien ha dicho, no hay duda de que
tiene esta función: y esta función basta por sí misma para dar
cuenta del fenómeno Tarski. Existen algunas diferencias entre
las palabras «verdadero» y «correcto», palabras éstas que se
usan para ratificar; pero este asunto ya lo he discutido en otro
lugar (H 19766).
Si digo que p (un enunciado cualquiera) es verdadero, con
ello lo ratifico. Pero está claro que si digo que p, no puedo en-
tonces, al mismo tiempo, negarme a ratificar el enunciado de
que p (el enunciado que acabo de realizar). Esto no es sólo una
cuestión de inconsistencia pragmática, como es el caso del
enunciado «/? pero no creo que p». Si dijese «p, pero no es ver-
dadero que p», estaría en realidad contradiciéndome a mí mis-
mo (H 1995a: ii. 272). De modo parecido, si ratifico el enuncia-
do de que p, pero me niego a afirmar ese mismo enunciado, me
TAXONOMÍA 65

contradigo a mí mismo. Y esto es así incluso cuando todo lo que


dije anteriormente sobre la variabilidad de las condiciones de
verdad de los enunciados morales sea todavía válido. Un enun-
ciado debe, ciertamente (como otros actos de habla además de
los enunciados), tener la propiedad formal de ser algo que uno
puede ratificar, y que uno debe, so pena de autocontradecirse,
estar dispuesto a hacer, si puede ratificarlo. Pero esto podría ser
así aun cuando gente distinta pudiese estar utilizando criterios
distintos o condiciones de verdad distintas al hacer este tipo de
enunciado.
Podemos admitir que, desde este punto de vista (a saber, el
fenómeno Tarski), los enunciados morales se comportan como
cualquier otro tipo de enunciado; aunque podríamos ir más
allá y decir que son diferentes desde otros puntos de vista. En
particular, son diferentes en que las condiciones de verdad usa-
das por un hablante pueden ser distintas de las que usa otro ha-
blante, y ello sin que los significados de los dos enunciados mo-
rales que éstos realizan sean diferentes desde todos los puntos
de vista. Si yo digo de alguien «Es una buena persona» y al-
guien más dice «No, no lo es», entonces, aunque los dos este-
mos usando condiciones de verdad distintas, el uno estará con-
tradiciendo al otro; ello se debe a que las evaluaciones que
expresan los significados evaluativos de nuestras dos proferen-
cias son lógicamente inconsistentes entre sí. Esa otra persona
está rechazando ratificar lo que yo digo. De modo que podría
haber dicho «No, eso no es verdadero». Todos estos fenómenos
sobrevivirán a mi tesis de que las condiciones de verdad pue-
den cambiar sin que cambie todo el significado. Los enuncia-
dos morales serán todavía, según el término de Críspin Wright,
«mínimamente aptos para la verdad» (minimallv truth-apt)
(1992: 141 y ss.).
Podríamos contrastar esto con lo que sucede con los enun-
ciados corrientes puramente descriptivos, cuyas condiciones de
verdad no pueden cambiar sin que el significado de las oracio-
nes que los expresan también cambie (es decir, sin que se con-
viertan en enunciados diferentes). Si yo digo «El cielo es azul» y
alguien más dice «No, el cielo no es azul», entonces es obvio
que el uno está contradiciendo al otro; pero debe ser cierto que
o bien no estamos de acuerdo acerca del estado descriptivo del
cielo, o bien estamos usando la palabra «azul», o alguna de las
palabras que aparecen en esas oraciones, con sentidos distintos.
No podemos consistentemente estar de acuerdo sobre el estado
66 ORDENANDO LA ÉTICA

descriptivo del cielo y usar las palabras con los mismos senti-
dos, y aun así contradecirnos el uno al otro. Es decir, si estamos
de acuerdo sobre el significado descriptivo del cielo y sobre el
uso que hacemos de las palabras, entonces ya no nos queda na*
da sobre lo cual estar en desacuerdo. Pero en el caso de «buena
persona» podría ser que estuviéramos de acuerdo con exactitud
sobre el comportamiento de esa persona (lo que hizo) y sobre el
significado (evaluativo) de «buena» y, con todo, estar contradi-
ciéndonos el uno al otro porque estuviésemos evaluando a la
gente que hizo eso o se comportó de ese modo de una forma di-
ferente. Con «se comportó de ese modo» quiero decir, por ejem-
plo, que fueron bondadosos y generosos y no hicieron trampas
con las cartas. Y con eso quiero decir, por ejemplo, que dieron
mucho dinero para aliviar a afligidos y no escondieron cartas
bajo las mangas para ganar el juego.
Estas diferencias entre los dos tipos de acto de habla se ex-
plican fácilmente por el hecho de que los enunciados morales
tienen un elemento en su significado que las proferencias pura-
mente descriptivas como «El cielo es azul» no tienen. Se trata
del elemento evaluativo. Las proferencias puramente descripti-
vas tienen (1) un elemento sintáctico, que a su vez determina
(2) su fuerza ilocucionaria (el que sean enunciados descripti-
vos), que a su vez requiere (3) que tengan condiciones de ver-
dad; y tienen (4) estas condiciones de verdad particulares. Los
enunciados evaluativos, en cambio, poseen un elemento adicio-
nal. Éstos tienen, como antes, (1) un elemento sintáctico, que a
su vez determina (2) su fuerza ilocucionaria (el que sean enun-
ciados evaluativos), que a su vez requiere (3) que tengan condi-
ciones de verdad; y tienen (4) estas condiciones de verdad parti-
culares; pero además de eso la fuerza ilocucionaria requiere (5)
que sean evaluaciones; y esto a su vez significa que deben poder
seguir teniendo esta fuerza ilocucionaria evaluativa aun cuando
las condiciones de verdad cambien. Es de este modo que el des-
cribir es diferente del evaluar (del elogiar, por ejemplo). Como
el evaluar se hace siempre de acuerdo con unos criterios, siem-
pre habrá condiciones de verdad; pero las condiciones de ver-
dad no agotan el significado y, por consiguiente, lo que queda
del significado (el elemento evaluativo) es suficiente para oca-
sionar una contradicción entre las dos partes aun cuando estén
usando las palabras con significados descriptivos distintos. És-
te es el «bit de input» extra que antes mencioné. Una de las par-
tes elogia la persona y la otra se niega a asentir al elogio. Así es
TAXONOMÍA 67

que sus enunciados son mutuamente inconsistentes. Como Ste-


venson habría dicho, existe un desacuerdo en la actitud que so-
brevive al acuerdo en la creencia.

3.8. Es frecuente que la gente que no está de acuerdo con


mi análisis de las oraciones evaluativas diga que no es posible,
en todos los casos, desvincular el elemento evaluativo del ele-
mento descriptivo en sus significados. Pero dicen esto porque
eso es lo que les gustaría que fuera cierto. He asistido a muchas
discusiones sobre este tema, en las cuales con frecuencia estos
descriptivistas sacaron ejemplos que, según ellos, demuestran
la imposibilidad de realizar esta desvinculación. Y, sin embar-
go, yo siempre he sido capaz de realizarla con bastante faci-
lidad.
El siguiente ejemplo bastará por ahora. Un descriptivista
podría decir que no podemos desvincular los elementos evalua-
tivos de los elementos descriptivos, en el significado de la pala-
bra «bondadoso» (kind). Pero esto tampoco es tan difícil. Es
verdad que decir de alguien que es bondadoso es normalmente
elogiarlo. Es elogiarlo de acuerdo con un determinado criterio.
Las condiciones de verdad de los enunciados que contienen la
palabra son bastante bien conocidas, aunque se reconoce que
no son precisas. Supongamos ahora que alguien da mucho di-
nero para aliviar a afligidos. Casi todos nosotros diríamos que
una persona así es bondadosa. Pero también podría haber al-
guien que pensara que no es característico de una buena perso-
na el hacer esto. Este alguien podría estar de acuerdo en que esa
persona hizo eso (a saber, dar mucho dinero para aliviar a afli-
gidos), pero condenar que lo hiciera. Entonces no podría usar
«bondadoso» como un término para el elogio. Aunque sí podría
reconocer perfectamente la clase de gente de la que los demás
dirían que es bondadosa. O sea, conocería perfectamente el sig-
nificado descriptivo que asignan a la palabra. Pero no lo usaría,
porque llevaría consigo un significado evaluativo que no podría
suscribir. Quizá dejaría de usar esa palabra del todo (FR 10.1
n.)r o la usaría «entre comillas» para indicar que una persona
posee las cualidades descriptivas que la mayoría de la gente es-
pera encontrar en aquellos que se dice que son bondadosos; se-
ría capaz de usar la palabra «bondadoso» de una forma pura-
mente descriptiva, para indicar la posesión de aquellas
cualidades generalmente apreciadas, y ello sin que él mismo tu-
viera que apreciarlas (LM 7.5, FR 10.2).
68 ORDENANDO LA ÉTICA

Estoy completamente convencido de que se podría dar el


mismo trato a cualquier otro ejemplo de concepto «denso»
(thick), o secundariamente evaluativo, del que se dijera que no
se pueden desvincular sus significados descriptivos y evaluad*
vos. Sobre esto, véanse los comentarios de Millgram (1995)
acerca de Williams (1985: 140 y ss.). Tal vez fuera conveniente
mencionar un argumento en particular de los que afirman esto.
A menudo se dice que si sólo tuviéramos el significado descrip-
tivo de «bondadoso» podríamos, ciertamente, ser capaces de re-
conocer ejemplos de gente bondadosa en el sentido descriptivo
actual de la palabra, pero que no seríamos capaces de extender
o extrapolar su uso a ejemplos nuevos y quizá ligeramente dis-
tintos. Esto a mí me parece simplemente falso. Supongamos
que soy esa persona con un carácter duro de la que antes hablé
y que puedo reconocer las cualidades que la gente llama bonda-
dosas y aprecia, aunque yo mismo no las aprecie. Y suponga-
mos que se da un ejemplo nuevo de persona que no posee exac-
tamente esas cualidades, pero que posee cualidades muy
parecidas a ellas, de modo que la gente que sí las aprecia va a
apreciar también a esa persona y a decir que es bondadosa. No
puedo ver ningún problema en mi predicción de que esto es lo
que harán. Para realizar esta predicción no es necesario que yo
mismo aprecie estas cualidades o esta persona; basta con que
esté convencido de que ellos sí lo harán. Me sorprende que la
gente deba basarse en un argumento tan débil.
En algún otro lugar (H 1986c = 1989: 116 y ss.) he entrado
en todo tipo de detalles acerca del comportamiento de estos con-
ceptos densos o secundariamente evaluativos; no es necesario,
pues, que vuelva a hacerlo otra vez. Es bastante fácil adivinar los
motivos de aquellos que insisten en estos conceptos. En reali-
dad, ellos no fueron los primeros en descubrir la distinción entre
conceptos densos y conceptos tenues (thin): véase LM 7.5, FR
2.7. Pero los hallaron atractivos porque parecen poner en entre-
dicho la distinción entre expresiones evaluativas y expresiones
descriptivas. Su característica útil para los argumentos descrip-
tivistas es que poseen un significado descriptivo firmemente pe-
gado a ellos. Si alguien no reconoce como bondadosas el tipo de
acciones que la gente bondadosa hace, entonces puede decirse
de él que no conoce el significado de la palabra. Con todo, estos
conceptos, en su uso normal, son también innegablemente eva-
luativos, en el sentido de que cualquiera que oiga a alguien decir
de una persona que es bondadosa pensará que éste la está elo-
TAXONOMÍA 69

giando. Es fácil ver la razón de que los descriptivistas se fijaran


en estas palabras con la esperanza de poner en duda las teorías
no-descriptivistas. Un poco más de atención, sin embargo, al
análisis de estos conceptos les habría mostrado, si hubieran es-
tado dispuestos a que se les mostrara algo, de qué modo están
relacionados los dos elementos del significado de esas palabras
y de qué modo pueden ser diferenciados.
C a pít u l o 4

NATURALISMO

4.1. En el capítulo anterior tracé la principal división en-


tre teorías éticas en dos géneros, que llamé teorías descriptivis-
tas y teorías no-descriptivistas. Señalé que la differentia entre
ellas era que las teorías descriptivistas afirman, mientras que
las teorías no-descriptivistas niegan, que, aparte de las caracte-
rísticas sintácticas, los significados de los enunciados morales
están determinados completamente por sus condiciones de ver-
dad. En éste y en el siguiente capítulo voy a considerar los dis-
tintos tipos posibles de teorías descriptivistas que hay. Las divi-
diré, en primer lugar, de acuerdo con el tipo de condiciones de
verdad que, en su opinión, determinan los significados de los
enunciados morales. La primera división a realizar es la de
aquellas teorías que sostienen que las condiciones de verdad
son la posesión por parte de las acciones, gente, etc., acerca de
las cuales se hacen los enunciados morales, de lo que, siguiendo
la tradición, llamaré propiedades naturales. Este término no
nos ayuda mucho y voy a tener que aclararlo. No obstante, y si-
guiendo otra vez la tradición, yo llamaré teorías naturalistas a
las teorías que usan este tipo de condiciones de verdad al dar
los significados de los enunciados morales (H 19964).
Contrastaré estas teorías con las teorías que sostienen que
las condiciones de verdad que determinan los significados de
los enunciados morales son la posesión por parte de las accio-
nes, la gente, etc., de propiedades específicamente morales (cla-
sificadas a veces como «no-naturales»). Éstas a veces reciben el
nombre de propiedades sui generis. Llamaré a este tipo de teo-
rías (siguiendo aún la tradición) teorías intuicionistas. Este tér-
mino tampoco nos ayudará mucho, a menos que lo aclaremos,
y ha sido usado de formas diversas, en especial desde hace un
72 ORDENANDO LA ÉTICA

tiempo acá. En lugar de este término podría haber usado la ex-


presión «teorías no-naturalistas», que tiene la ventaja de hacer
explícita la naturaleza dicotómica de mi clasificación. Pero no
lo he hecho porque hubiera podido pensarse que con una teoría
no-naturalista se hacía referencia a cualquier teoría que rechaza
el naturalismo; y esto sería engañoso, porque todas las teorías
no-descriptivistas rechazan también el naturalismo, además de
las teorías descriptivistas en general. En este sentido yo soy un
no-naturalista: rechazo el naturalismo. Pero si me diera el nom-
bre de «no-naturalista» entonces alguien podría pensar que es-
toy aliado con los intuicionistas, es decir, con el tipo de descrip-
tivistas que rechazan el naturalismo (como Moore y Prichard).
Y no querría dar esta impresión. Por consiguiente, en lugar de
«no-naturalista» debería decir, al menos, «descriptivista no-na-
tural», que sería intolerablemente engorroso. Así que les pido
que me perdonen si, a pesar de su ambigüedad, sigo usando el
término «intuicionista». A su debido tiempo quedará claro qué
quiero decir con este término.
Sin embargo, sí que parece posible dividir las teorías éticas
descriptivistas de esta forma considerando los distintos tipos de
propiedades que, en su opinión, deben entrar en la formulación
de las condiciones de verdad de los enunciados morales. Moore
se encontró con tantas dificultades a la hora de aclarar qué que-
ría decir con «propiedades no-naturales» que al final abandonó
este término. Es posible que tales propiedades no existan. Pero,
de todos modos, un intuicionista tiene que creer que existen
esas propiedades sui generis como la bondad y la maldad que la
gente, las acciones, etc., pueden tener. La única definición que
se puede dar de ellas es negativa: podemos decir que un natura-
lista es alguien que cree que las condiciones de verdad de los
enunciados morales precisan de la posesión por parle de sus su-
jetos de propiedades que pueden ser definidas, o su significado
aclarado, sin usar ningún término específicamente moral,
mientras que un intuicionista es alguien que cree que para dar
las condiciones de verdad de estos enunciados tenemos que
usar términos específicamente morales. No habría nada dema-
siado escandaloso en esto. Los filósofos siguen discutiendo so-
bre si unos términos modales como «posible» y «necesario»
pueden ser definidos sin usar otros términos modales en su de-
finición. Tanto en el caso moral como en el caso modal la cues-
tión es saber si podremos salir nunca del círculo. Este parecido
no es ningún accidente, ya que la afinidad entre los términos
NATURALISMO 73

morales y modales es muy fuerte, como lo muestra la existencia


de esa disciplina llamada «lógica deóntica». Las modalidades
deónticas como «debería» tienen mucho en común con las mo-
dalidades causales, aléticas o lógicas como «necesario»; y de ahí
que los distintos tipos de lógica modal que se ocupan de estos
tipos de modalidad presenten un sorprendente parecido entre
sí. No sería extraordinario que en todos estos casos hubiera un
círculo del cual no pudiésemos salir (H I996d: 354). Pero ahora
no voy a empezar una digresión acerca del tema de las modali-
dades. Déjenme tan sólo decir que podemos trazar una división
dicotómica dentro de las teorías descriptivistas entre aquellas,
las naturalistas, que dicen que es posible especificar las condi-
ciones de verdad de los enunciados morales sin usar ningún tér-
mino moral, y aquellas otras, las intuicionistas, que no creen
que eso sea posible. A continuación voy a mostrar los proble-
mas en que se meten estos dos tipos de descriptivismo, el tipo
naturalista y el tipo intuicionista, y a demostrar que el proble-
ma es el mismo en ambos casos. El problema es que los dos ter-
minan cayendo en el relativismo (H 1986c, 1993g). También de-
beré aclarar este término. Como el principal objetivo de la
mayoría de los que abrazan el descriptivismo es evitar el relati-
vismo, éste constituye un resultado sorprendente, y muestra
que algo ha ido verdaderamente mal. Qué es lo que ha ido mal
lo veremos dentro de poco.
He realizado la distinción entre naturalismo e intuicionismo
en términos de los distintos tipos de condiciones de verdad que
imponen a los enunciados morales. Mi distinción es, por consi-
guiente, lo bastante ancha para cubrir tanto la «refutación del
naturalismo» a la antigua debida a Moore (1903), como el natu-
ralismo de nuevo cuño que halla en Comell su principal hábitat.
El viejo y el nuevo naturalismo no son tan diferentes como nor-
malmente se piensa; Horgan y Timmons (1992) han adaptado el
argumento de la cuestión abierta de Moore para refutar el nuevo
naturalismo (H 1996d). Pero la forma en que yo he realizado la
distinción hará que éste valga tanto para el nuevo como para el
viejo naturalismo. En el mismo trabajo discuto toda la cuestión
de si, como parece creer Pigden (1991), la nueva y tan de moda
metafísica de Putnam y otros puede ayudar a los naturalistas; y
esto me sirve de excusa para no aventurarme ahora en este tema.

4.2. Consideremos, pues, primero las teorías naturalistas,


que a su vez también pueden ser subdivididas. Como las teorías
74 ORDENANDO LA ÉTICA

naturalistas tienen que especificar las condiciones de verdad de


los enunciados morales sin usar ningún término moral, les que-
da aún por escoger qué tipo de términos van a emplear para es-
pecificar las condiciones de verdad. Algunos naturalistas espe-
cifican las condiciones de verdad sin hacer referencia a las
actitudes, etc., de los hablantes que hacen los enunciados, o de
su sociedad. Voy a llamar a este tipo de naturalistas, naturalis-
tas objetivisías. Otros naturalistas especifican las condiciones
de verdad de los enunciados morales en términos de las actitu-
des, etc., de la gente que los hace. Llamaré a este tipo de natu-
ralistas, naturalistas subjetivistas. Ahora voy a ocuparme del na-
turalismo objetivista, y volveré al naturalismo subjetivista más
tarde, cuando me haya ocupado ya del intuicionismo. La razón
de este aplazamiento está en que existen parecidos muy claros
entre el intuicionismo y el naturalismo subjetivista, aunque los
intuicionistas suelan ignorar o repudiar estos parecidos. Para
abreviar, en lo que sigue llamaré al naturalismo objetivista sim-
plemente «naturalismo». Ésta es, de mucho, la variante de na-
turalismo más importante y además muestra de una forma muy
clara los peligros de este tipo de teoría.
Las condiciones de verdad de los enunciados morales están
determinados por la correcta aplicación de predicados morales
como «correcto» (right), «incorrecto» (wrong), «bueno» (good) y
«malo» (bad) a las acciones o a la gente. Esto es verdad en todas
las teorías, tanto en las descriptivistas como, tal como veremos
más adelante, en las no-descriptivistas (7.8, H 1995&). Suponga-
mos, en consecuencia, que fuéramos a tratar de averiguar cuá-
les son estas condiciones de verdad mediante el descubrimiento
de las acciones o gente a las cuales estos predicados se aplican
correctamente. De tener éxito en nuestra investigación, habría-
mos establecido las condiciones de verdad de los enunciados.
¿Pero de qué forma descubrimos a qué objetos se aplican co-
rrectamente los predicados? En el caso de los predicados en
general, lo hacemos examinando el uso lingüístico de los ha-
blantes nativos del lenguaje en cuestión; y no veo ninguna ra-
zón para pensar (o al menos ninguna razón por la que un natu-
ralista debiera pensar) que con los predicados morales la cosa
deba cambiar en nada. En realidad, éste parece ser el único mo-
do por medio del cual un naturalista podría determinar su uso
en el habla corriente. Supongamos, pues, tomando «incorrec-
to» como ejemplo, que examinamos este predicado tal como es
usado por hablantes de español nativos. Lo que vamos a descu-
NATURALISMO 75

brir es que los hablantes de español nativos aplican el predica-


do «incorrecto» a unos tipos determinados de acciones y se nie-
gan a aplicarlo a otros tipos. ¿Podemos, por lo tanto, decir que
las condiciones de verdad de los enunciados que contienen el
predicado «incorrecto» (en su uso moral) son las siguientes: los
enunciados son verdaderos si en ellos el predicado «incorrecto»
se aplica a los tipos de acciones a los que los hablantes de espa-
ñol nativos realmente lo aplican, y falsos si en ellos el predicado
«incorrecto» se aplica a los tipos de acciones a los que los ha-
blantes de español nativos no lo aplican?
Hay aquí, empero, una dificultad que deberíamos tener cui-
dado en evitar. ¿Oué queremos decir con «los tipos de accio-
nes»? Para que esta investigación lingüística dé algún resultado
objetivo vamos a tener que ser capaces de reconocer y especifi-
car los tipos de acciones a los cuales se aplican las palabras sin
apelar a nada más que a la conducta observable de los hablan-
tes y a las propiedades observables de las acciones. Apelar, por
ejemplo, a nuestra propia valoración de las acciones como co-
rrecta o incorrecta viciaría la investigación. Porque con ello lo
que descubriríamos no sería a qué acciones en particular los
hablantes están aplicando las palabras, sino más bien si su va-
loración de las acciones se corresponde o no con la nuestra. Ne-
cesitamos ser capaces de especificar los tipos de acciones a los
que aplican las palabras de una forma moralmente neutral; de
otro modo, no estaremos realizando una investigación de la
forma en que una teoría verdaderamente naturalista debe. Te-
nemos que probar que tales son los tipos de acciones (especifi-
cados de una forma neutral) a los cuales las palabras de los ha-
blantes nativos se aplican.
Si nuestra investigación procede de este modo habremos
conseguido algo. Habremos descubierto una regla para la apli-
cación del predicado «incorrecto» que, de seguirla, hará que
nos ajustemos perfectamente al uso que hacen de esta palabra
aquellos que estábamos estudiando, o sea, los hablantes de es-
pañol nativos. Y esto es ciertamente lo que sin duda podríamos
hacer con los predicados descriptivos corrientes. Si quisiéra-
mos hallar una regla para aplicar correctamente la palabra «ro-
jo», por ejemplo, y averiguar así las condiciones de verdad de
los enunciados en los que aparece, podríamos hacerlo, sin te-
mor a equivocarnos, observando los tipos de cosas a los que los
hablantes de español nativos aplican este adjetivo. Si luego no-
sotros lo aplicáramos a estos tipos de cosas y sólo a éstos, lo es-
76 ORDENANDO LA ÉTICA

taríamos aplicando correctamente y nuestros enunciados se-


rían verdaderos.
Pero si tratamos de seguir este procedimiento con la pala-
bra «incorrecto», en seguida nos encontraremos con dificulta-
des. No todos los hablantes de español nativos aplican el predi-
cado «incorrecto» a los mismos tipos de cosas, ni en España, ni
en Sudamérica ni en Centroamérica. Tal vez si hubiera escrito
esto en sueco no me encontraría con tantos problemas, ya que
Suecia tiene una cultura moral bastante homogénea y es posi-
ble, aunque tengo mis dudas sobre ello, que todos los hablantes
nativos de sueco apliquen la palabra «incorrecto» a los mismos
tipos de cosas. Pero incluso en Suecia, ¿es posible que no exis-
tan ejemplos de divergencia en el uso de la palabra sueca para
«incorrecto»? Estoy seguro de que éste no es el caso. Supongan
que hablamos sobre comer animales no humanos. Estoy com-
pletamente seguro de que encontraré muchos suecos que dirán
que no hay nada de incorrecto en ello, y que otros, en cambio,
dirán que es incorrecto. Con el español esto es aún más claro.
Existe una gran variedad de cosas de las que algunos hablantes
de español dicen que son incorrectas y otras no. Piensen, por
ejemplo, en el caso del aborto o el luchar en las guerras (2.2,
6.9). Así pues, no hallaremos una sola regla para la correcta
aplicación de esa palabra (un conjunto de condiciones de ver-
dad para los enunciados en que aparece) que nos ayude de la
misma forma que nos ayudó la regla para el uso de «rojo». Es
decir, no hallaremos ninguna regla conforme a la cual podamos
estar seguros de estar haciendo enunciados morales verdade-
ros. Más bien hallaremos una gran variedad de reglas, las unas
inconsistentes con las otras, y con este método simplemente no
sabremos cómo usar la palabra.
Me gustaría preguntar: ¿qué situación tienen estas reglas en
conflicto con respecto al uso de «incorrecto»? Siguiendo a los
naturalistas, hemos supuesto que lo que estábamos descubrien-
do era una regla para la aplicación correcta de la palabra, y na-
da más. Pero ahora nos damos cuenta de que no estábamos
descubriendo eso. O como mínimo, si estábamos descubriendo
una regla para la aplicación correcta de la palabra, ésta
no era una regla puramente lingüística. Era, en realidad, una
regla moral sustancial (1996d). Cuando una gran cantidad de
gente afirma que abortar es incorrecto y otra gran cantidad de
gente lo niega, estos dos grupos de gente no difieren meramen-
te en su uso lingüístico. Están expresando opiniones morales
NATURALISMO 77

distintas. Esto muestra muy claramente en qué se equivoca el


naturalismo. Se equivoca en que pretende hacemos creer que lo
que en realidad son principios morales sustanciales no son sino
reglas lingüísticas. El naturalismo confunde el aprender una
moral con el aprender un lenguaje, cuando ambas cosas son
muy distintas. Si he crecido pensando que era incorrecto abor-
tar, con ello he adquirido algo más que tan sólo una habilidad
lingüística. He adquirido un principio moral, una actitud hacia
el aborto.

4.3. Ahora creo que podrán ver por qué el descriptivis-


mo de tipo naturalista conduce inevitablemente al relativismo
(H 1993g). En la mayoría de lenguajes existen palabras que tra-
ducimos como «incorrecto». De la forma en que son usadas, es-
tas palabras son más o menos equivalentes entre sí. Pero las
culturas que usan estas palabras llaman incorrectas a cosas
muy distintas. Mientras que en una cultura, por ejemplo, puede
considerarse que es incorrecto no luchar por tu propio país, en
otra cultura más pacífica puede considerarse que lo incorrecto
es luchar. Lo importante a retener aquí es que, aunque la gente
de estas culturas sostenga opiniones distintas sobre la correc-
ción de la lucha, esta gente puede estar usando la palabra «in-
correcto», o equivalentes, en el mismo sentido. Si no, no se es-
tarían contradiciendo entre sí, como está claro que sucede. La
gente de una cultura afirma que luchar es incorrecto, y la gente
de la otra afirma que no es incorrecto, en el mismo sentido
de «incorrecto», por lo que se refiere a su significado evaluativo
(cf. LM 6.6, FR 6.5, MT 4.2). Si seguimos, empero, a los natura-
listas tendremos que decir que los sentidos de esta palabra son
completamente diferentes en las dos culturas. Como conse-
cuencia de ello no estarán contradiciéndose entre sí, puesto que
luchar podría ser incorrecto según el sentido de la palabra tal
como la usa una cultura, pero no serlo según el sentido en que
la usa la otra. La gente de cada cultura tendrá razón según su
propio sentido de la palabra «incorrecto». Si distinguimos estos
sentidos usando subíndices distintos, podemos decir que una
de las culturas cree que luchar es incorrecto,, mientras que la
otra cree que no es incorrecto2. Pero estas dos opiniones pue-
den ser mutuamente consistentes, si los dos sentidos de «inco-
rrecto» son diferentes.
No habría ningún mal en esto si todo lo que estuvieran ha-
ciendo fuera describir el acto de luchar. Estarían simplemente
78 ORDENANDO LA ÉTICA

atribuyendo distintas propiedades descriptivas al acto de lu-


char. El problema empieza cuando comenzamos a usar «inco-
rrecto» para el propósito por el cual es usado en el lenguaje, a
saber, condenar actos. El naturalista, de acuerdo con su descrip-
tivismo, no puede incluir este propósito en su explicación del
significado de «incorrecto». Pero, puesto que éste es en realidad
su uso, es muy natural pensar que la gente en esas dos culturas
están, respectivamente, condenando y negándose a condenar el
acto de luchar. Y que por eso se están contradiciendo entre sí.
Pero según el naturalista es posible que las dos partes tengan
razón en lo que dicen. No hay ninguna contradicción. El natu-
ralista parece conducido a la conclusión de que tan correcto es
por parte de una cultura condenar el luchar, como no conde-
narlo por parte de la otra. Y esto es adoptar una posición relati-
vista. Más adelante (4.6) responderé a la objeción de que este
ejemplo de las actitudes hacia el luchar es injusto, por no ser lo
bastante «básico», y que deberíamos haber tomado como ejem-
plo las actitudes hacia «el prosperar humano».
Pero primero debemos examinar una posible escapatoria
del naturalista para evitar lo que llevamos dicho hasta ahora.
Puede que el naturalista trate de evitar esta conclusión afirman-
do (tal como debe hacer si quiere ser consecuente con su posi-
ción) que cuando uno dice que unos actos son incorrectos no
los está condenando. De hecho, se halla ante un dilema. O bien
afirma que decir que un acto es incorrecto es condenarlo, en cu-
yo caso su teoría le lleva al relativismo. O bien afirma que decir
que un acto es incorrecto no es condenarlo, en cuyo caso se ha-
ce muy difícil saber qué quiere decir con «incorrecto». Aunque
incluso si afirma esto último se mete en un tipo de relativismo,
ya que no le queda otro remedio que sostener que tanta razón
tienen los que dicen que el acto de luchar es incorrecto como
los que dicen que no lo es. Los dos grupos podrían tener razón
si la palabra en cuestión significara cosas distintas en las dos
culturas. Pero esto también es un tipo de relativismo. En cual-
quier caso, es probable que termine por abrazar una posición
como la del profesor Maclntyre (1984), según la cual la gente de
culturas diferentes no pueden simplemente comunicarse entre
sf porque carecen de los medios lingüísticos para ello. Como ya
he escrito extensamente sobre la posición que defiende Ma-
clntyre en algún otro lugar (H 1986c), no voy a entrar ahora en
este tema.
NATURALISMO 79

4.4. A veces, los que sienten inclinación por el naturalis-


mo dicen que en argumentos como el que acabo de exponer se
da simplemente por supuesto que es posible trazar una distin-
ción entre palabras evaluativas y descriptivas, cuando en reali-
dad eso no es posible: las palabras que llamamos «evaluativas»
son simplemente un tipo de palabra descriptiva. A lo que po-
dríamos replicar que, de todos modos, son un tipo especial de
palabra, diferenciable de los demás tipos. Su característica dis-
tintiva es que se usan para evaluar algo, es decir, para elogiarlo
o condenarlo.
Debe reconocerse que hasta las palabras puramente des-
criptivas pueden ser usadas para elogiar. Para mencionar un
ejemplo no moral común (H 1996e: 261): alguien podría elogiar
un determinado hotel diciendo que da al mar. Pero, como fácil-
mente podemos ver, existe una diferencia entre decir que el ho-
tel da al mar y decir que es un buen hotel. Que el hecho de que
el hotel dé al mar sea un motivo de elogio depende de si a la per-
sona que lo elogia le gusta que los hoteles den al mar o no. Una
persona a quien no le gustaran este tipo de hoteles podría decir,
sin contradecirse, que el hotel da al mar pero que no por eso es
un buen hotel. Lo que no podría hacer es estar de acuerdo en
que es un buen hotel y mantener, no obstante, que no es un
buen hotel. A no ser que se esté usando «buen» (como está cla-
ro que uno puede) entre comillas o en un sentido desteñido, de-
cir que es un buen hotel tiene que ser elogiarlo, y ello indepen-
dientemente de cuáles sean los criterios de calidad que se
empleen para los hoteles.
Una vez esto queda aclarado, no puedo ver ninguna dificul-
tad en distinguir entre palabras o usos de palabras evaluativas y
palabras o usos de palabras descriptivas. El famoso argumento
de Moore de la «cuestión abierta» nos proporciona un test sen-
cillo sobre esto (H 1996d). Para cualquier predicado P, si es po-
sible preguntar «De acuerdo, es P, pero ¿es incorrecto?» o «Es
P, pero ¿es uno de los buenos?», y si una respuesta negativa no
es autocontradictoría, entonces P es un predicado puramente
descriptivo. Si la definición de una palabra evaluativa tiene que
ser naturalista, entonces el definiens tiene que ser puramente
descriptivo en este sentido.

4.5. Ahora debo ocuparme de unas cuantas objeciones


que un naturalista podría formular en contra de mi argumento.
Las dos primeras conciernen a un asunto que antes pasé por al-
80 ORDENANDO LA ÉTICA

to demasiado rápidamente. Como recordarán, dije que el tipo


de acciones a las cuales la gente aplica palabras como «inco-
rrecto» tenían que poder ser especificadas de una forma moral-
mente neutral. En ese momento eso bastaba. Pero hemos avan-
zado; dije que tenían que poder ser especificadas sin apelar a
nada más que a la conducta observable del hablante y las pro-
piedades observables de las acciones. Sin embargo, podría obje-
tarse, existen muchas palabras de las que no podemos decir a
qué cosas la gente las aplica si no apelamos a algo más que a la
conducta observable y las propiedades observables de los obje-
tos. Alguien podría afirmar que todas las palabras de las «cuali-
dades secundarias» caen dentro de esta clase. Por ejemplo, ¿có-
mo decimos a qué objetos se aplica la palabra «rojo»? La rojez
es a primera vista una propiedad observable. Con todo, podría
sostenerse, si tenemos que decir correctamente a qué la aplican
las personas que conocen el lenguaje, tendremos que decir que
la aplican a cosas que aparecen ante ellas de una forma deter-
minada. Pues la gente a veces se equivoca acerca de qué cosas
son rojas. Tal vez se trate de unas cosas blancas bañadas en una
luz roja, por ejemplo. O la gente puede haberse vuelto de repen-
te ciega al color. En ambos casos esas personas estarán usando
la palabra correctamente para describir objetos que errónea-
mente creerán que son rojos. No se equivocarán en el uso del
lenguaje, sino en la observación.
Si, de acuerdo con esto, tenemos que distinguir entre erro-
res lingüísticos genuinos y errores en la obseivación, también
deberemos, en los casos de aquellos que están ciegos al color o
se encuentran con una mala iluminación, distinguir entre usos
incorrectos de «rojo» (es decir, usos de esta palabra con un sig-
nificado distinto del que normalmente tiene) y aplicaciones in-
correctas de «rojo» (es decir, aplicaciones de esta palabra a ob-
jetos a los cuales normalmente no se aplica). Éste no es
obviamente el lugar para entrar en esta cuestión tan difícil. Po-
demos esquivarla estipulando que en nuestra investigación lin-
güística sólo tomamos en consideración usos estándar de las pa-
labras que estamos investigando: es decir, nos limitamos a usos
libres tanto de errores lingüísticos como de errores observacio-
nales. Que yo sepa, el único modo de decir qué usos son están-
dar y no están sujetos a ninguno de estos dos tipos de error es
seleccionar una clase de hablantes que, según acordamos, no
cometen ninguno de estos errores (al menos en las ocasiones en
que los examinamos) y registrar su uso. Si hacemos esto ya no
NATURALISMO 81

necesitaremos distinguir más, para nuestros propósitos, entre


uso y aplicación.
El efecto de esta estipulación será que obtendremos una cla-
se de hablantes en la que todos aplican la palabra «rojo» a los
mismos objetos, definiendo «los mismos» objetivamente en tér-
minos de las condiciones de uso estándar. Además, podríamos
añadir correctamente en defensa de esta estipulación, si el «len-
guaje debe ser un medio de comunicación» (Wittgenstein 1953:
sec. 242; véase H 1996e) es necesario que haya este tipo de uso es-
tándar. Esto, podríamos reconocer, ni que sea para continuar con
el argumento (sea verdadero o no), es una condición para el uso
exitoso de palabras como «rojo» en la comunicación. Más ade-
lante veremos cómo esto no vale de ninguna forma para palabras
como «incorrecto», a pesar de los esfuerzos de los descriptivistas
por persuadimos de que sí vale. Pero acaso sea cierto de palabras
como «rojo», aunque se ha discutido que esta tesis esté exenta de
dificultades (Lewis y Woodfield 1985). Preguntémonos, pues,
qué consecuencias tendría para la teoría ética si fuera cierto de
palabras como «incorrecto». Entonces habría un «uso estándar»
de estas palabras y todos los usos que se desviaran de este uso es-
tándar estarían simplemente equivocados. De modo que se
demostraría lo que dije acerca de que el naturalismo termina por
caer en el relativismo y fracasaría la objeción que estamos consi-
derando. Pues, como antes mostré, es obvio que culturas que son
distintas poseerán distintas aplicaciones estándar de la palabra
«incorrecto». Y en cada una de estas culturas, la conformidad
con sus distintos usos estándar será suficiente para garantizar la
corrección en el juicio moral.
Déjenme citar un ejemplo que ya he usado anteriormente
(H 1986c). Supongamos que un excéntrico afirma a contraco-
rriente que es incorrecto no amar a nuestros enemigos. Si las
personas de la sociedad a la que este excéntrico pertenece tie-
nen una aplicación estándar de la palabra «incorrecto», según
la cual esto (el no amar a nuestros enemigos) no forma parte de
las cosas que llamamos incorrectas, entonces podrán replicarle
que está usando mal la palabra «incorrecto». En consecuencia,
la corrección de la aplicación de las palabras morales tiene que
ser evaluada con respecto a la cultura dentro de la cual éstas es-
tán siendo usadas, y se vuelve, por definición, imposible predi-
car la reforma moral. En caso de que deseemos evitar esta con-
clusión deberemos dejar de decir que las propiedades morales
son parecidas a las cualidades secundarías como «rojo».
82 ORDENANDO LA ÉTICA

4.6. Hasta aquí lo que llamaré «la objeción desde las cua-
lidades secundarias». Ahora debemos considerar la objeción de
que no he sido justo en la elección que he realizado de ejemplos
de aplicaciones de palabras morales. Recordarán que empleé
ejemplos como el aborto o el luchar en la guerra. Podría obje-
tarse que los enunciados morales de que el aborto o el luchar en
la guerra son incorrectos no son lo suficientemente básicos,
en un sentido que debo aclarar. Podría afirmarse que si la gente
dice que esta clase de actos son incorrectos, lo dice no por lo
que sean en sí mismos sino por ser infracciones de un principio
más elevado y general que determina, junto con otras premisas
factuales, el que sean incorrectos. Si esto fuera cierto, entonces
en el nivel fundamental no existiría el tipo de desacuerdo moral
sobre el cual he estado tratando en mi argumento. Puede que
las partes estén en desacuerdo sobre la moralidad del luchar
en'la guerra o del aborto, pero sólo porque están en desacuerdo
respecto a los hechos. Pueden estar de acuerdo, sigue la obje-
ción, en la incorrección de hacer lo que tiene por consecuencia
la disminución de la felicidad o del prosperar humano, o el fra-
caso a la hora de satisfacer las necesidades humanas funda-
mentales; la discrepancia está tan sólo en que una parte cree
que el aborto (o el luchar en la guerra) conducirá a este resulta-
do, y la otra, en cambio, no lo cree así.
Tomemos primero la formulación según «las necesidades
humanas fundamentales» (fundamental human needs), que saca
a relucir de forma clara las dificultades de sostener una objeción
de este tipo. Antes dije que para que una teoría ética constituya
un ejemplo auténtico de naturalismo ésta tiene que especificar
en términos morales neutrales las aplicaciones de una palabra
moral que se consideren correctas. Ahora podemos ver cuán im-
portante era esta condición. El problema en cuestión es saber si
expresiones como «necesidades humanas fundamentales» pue-
den ser alguna vez moralmente neutrales. Si no es posible, el
naturalista se convertirá otra vez en un relativista, como vere-
mos. Pero antes de abordar esta cuestión debo hacer, y no por
primera vez, algunos comentarios sobre la palabra «necesida-
des» (véase H 1979/í ).
Existe una disputa entre aquellos que creen que las nece-
sidades pueden ser absolutas y aquellos que creen que todas las
necesidades son relativas a algún fin. Es decir, ¿tienen que ne-
cesitarse para algún propósito las cosas necesitadas, o pueden
ser simplemente necesitadas? Está claro que algunas cosas se
NATURALISMO 83

necesitan para un propósito determinado. Por ejemplo, necesi-


to un transporte para llegar a Estocolmo; si no fuera a ninguna
parte no necesitaría un transporte. ¿Hay algo que se necesite
que no necesitemos para hacer nada en particular o satisfacer
ningún propósito determinado? La etimología está de parte de
los que niegan esto. La palabra «necesidad» (need), en los len-
guajes relacionados con el alemán, está estrechamente vincu-
lada a palabras de necesidad (necessiíy). «Necesidad» (need)
en alemán es «Noí», palabra relacionada con «notwendig» y
«nótig», que significan «necesario». Lo mismo vale para el
latín. Todo ello parece indicar que una cosa es una necesidad
(need) cuando es una condición necesaria para obtener alguna
otra cosa.
Por otro lado, existen ciertamente casos en los que afirma-
mos que alguien necesita algo, pero en los que la cuestión «¿Pa-
ra qué?» parece estar fuera de lugar. Si alguien se halla en una
situación de «extrema necesidad» por culpa de la pobreza es fá-
cil pensar que «tan sólo necesita» comida, o ayuda de algún
otro tipo. Pero este argumento es más bien superficial. Es obvio
que para sobrevivir necesita comida, por ejemplo. En esto la ne-
cesidad es relativa a un fin. Pero, se dirá, como todos necesita-
mos sobrevivir existe una necesidad absoluta de sobrevivir por
debajo de la necesidad relativa de comida. Sin embargo, esto es
un error. No todo el mundo necesita sobrevivir. Algunos pacien-
tes terminales que sufren mucho no desean vivir más, y no di-
rían que necesitan vivir. Para ellos, el vivir no es ninguna condi-
ción necesaria para algo más que desean.
Quizá se podría superar esta dificultad poniendo en lugar
de «supervivencia» algún término más general como por ejem-
plo «el prosperar humano». Creo que este término se introdujo
por primera vez como una traducción del término clave en Aris-
tóteles «eudaimoniá», traducido normalmente, aunque mal, co-
mo «felicidad». Estos dos términos ya han aparecido antes. El
mismo Aristóteles destaca la indeterminación del significado de
estas expresiones. Dice:
puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún
bien, volvamos de nuevo a planteamos la cuestión: cuál es la me-
ta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que
pueden realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de
acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la eu-
daimoniá, y piensan que «vivir bien» y «obrar bien» es lo mismo
que ella. Pero sobre lo que es la eudaimoniá discuten y no lo ex-
84 ORDENANDO LA ÉTICA

plican del mismo modo el vulgo y los sabios. (Ética a Nicómaco,


1095a 14 y ss.)

Está claro que Aristóteles sabe perfectamente que el térmi-


no no es evaluativamente neutral, como lo demuestra el que dé
los equivalentes, «vivir bien» (living well) y «obrar bien» (doing
well). Esta última expresión es una expresión notablemente am-
bigua que Platón usa con frecuencia (p.e, en las últimas dos pa-
labras, como también en el segundo libro, de la República). Pue-
de significar o «actuar bien» (acting well) o «irle bien a uno»
(faring well). Hasta el prefijo de eudaimoniá colabora en esta
confusión; pues se traduce como «bien» en las otras dos expre-
siones. Tal vez la mejor traducción literal de eudaimoniá sea
«tener un buen daimón» (también podríamos decir «buena for-
tuna»; el daimón de una persona es su deidad privada, que es
benigna o maligna, según el caso).
Aquellos descriptivistas que desean insistir en el sentido ab-
soluto de «necesidad» no pueden, por consiguiente, apelar a
Aristóteles. Porque si la gente necesita comida para prosperar,
habrá disputas sobre qué se considera prosperar. Y aun cuando
no hubiera disputas, este movimiento tampoco tendría éxito,
pues aunque podemos decir que alguien para prosperar necesi-
ta comida, ropa, refugio, etc., no podemos decir que necesita
prosperar. Es posible que todos queramos prosperar (aunque
discrepemos con respecto a lo que consideramos prosperar). De
hecho, es posible que el que todos queramos prosperar sea una
verdad analítica, aunque sólo sea porque «Yo no quiero prospe-
rar» suena lógicamente extraña. Pero decir que alguien necesita
prosperar es realizar un mal uso del lenguaje. Si llegamos nun-
ca a entenderlo, nos tentará preguntar, perplejos, «¿Para qué?»;
y no está nada claro cuál podría ser la respuesta. Esto es, en sí
mismo, una indicación de que las necesidades tienen que ser re-
lativas a un propósito.
De esto se sigue que el movimiento naturalista que he estado
discutiendo está condenado al fracaso. Pues, como vimos, una
de las condiciones para ser un verdadero naturalista es que uno
presente las condiciones de verdad de los enunciados morales en
términos de propiedades que son determinadas, y pueden ser re-
almente determinadas, observando la aplicación estándar de las
palabras morales. Supongamos, empero, que el naturalista aho-
ra afirma que existe una aplicación estándar: «moralmente inco-
rrecto», por ejemplo, se aplica a acciones que niegan a la gente
NATURALISMO 85

la satisfacción de sus necesidades humanas fundamentales.


Aquí tan sólo necesitamos señalar que no existe ninguna aplica-
ción estándar para esta última expresión —ninguna al menos
que pueda ayudar al descríptivista. De suerte que se reconoce
que «necesidades», en su sentido relativo, se aplica normalmen-
te (standardly) en casos donde la cuestión «¿Para qué?» tiene
una respuesta. Pero nuestro naturalista no está apelando a esos
casos. Está apelando a presuntos casos donde esta cuestión es
inapropiada. Es decir, las necesidades a las que está apelando
tienen que seguir siendo necesidades independientemente de los
objetivos o propósitos de quien sean. Pero si lo que acabo de de-
cir es cierto, entonces no existen estas necesidades absolutas.
Aunque, analíticamente, todos queramos prosperar, diferentes
personas verán la forma de prosperar en tipos de vida diferentes;
de modo que las condiciones de verdad de los enunciados mora-
les (las reglas de aplicación de las palabras morales) serán dis-
tintas de una persona a otra, o al menos de una cultura a otra, y
el naturalista resultará ser otra vez un relativista.

4.7. Soy consciente de que mucha gente estará insatisfe-


cha con el argumento que he expuesto hasta aquí. Se quejarán
de que si bien he refutado algunos tipos determinados de natu-
ralismo, no he conseguido excluir la posibilidad de que haya al-
gún otro tipo que evite estas refutaciones. De hecho, he expues-
to un argumento perfectamente general para mostrar que el
naturalismo está condenado a terminar siendo un relativismo.
Pero queda la sospecha de que quizá haya alguna versión del
naturalismo capaz de esquivar esta consecuencia.
La única forma que se me ocurre de responder a esta obje-
ción es elegir, como candidato para una teoría naturalista via-
ble, la teoría que aparentemente tiene más posibilidades de evi-
tar caer en el relativismo y discutirla con más detalle. El
candidato más plausible para una definición de «acción correc-
ta» es una definición utilitarista. A veces se atribuye esta defini-
ción a J. S. Mili, pero equivocadamente. La famosa afirmación
que éste hace al comienzo de su Utilitarismo, según la cual las
acciones son correctas en proporción a su tendencia a promo-
ver la felicidad, etc. (1861: cap. 2), no se propone como una de-
finición sino como una tesis sustancial acerca de qué acciones
son correctas. Su concepción sobre los significados de las pala-
bras morales es de corte claramente prescriptivista y se halla
expuesta en el último capítulo de Mili: 1843.
86 ORDENANDO LA ÉTICA

De todos modos, intentaremos ofrecer una definición natu-


ralista utilitarista con una forma un tanto más actualizada. La
formularé del siguiente modo: «acción correcta» significa «ac-
ción que maximiza la satisfacción, en suma, de las preferencias
de todas las partes afectadas». Esta definición tiene la ventaja,
para mis propósitos, de que parece estar lo más cerca posible
del tipo de utilitarismo no-naturalista y no-descriptivista que yo
mismo propongo; de modo que las diferencias serán instructi-
vas. También podría haber dicho «... maximiza la promoción,
en suma, de los intereses de todas las partes afectadas»; pero
prefiero una formulación en términos de preferencias, porque
la palabra «intereses» es poco clara. A una definición hecha en
términos de «interés» se le podría reprochar el ser evaluativa y
arruinar, así, las pretensiones naturalistas de la definición; con
«preferencias» no hay problema, porque está claro que lo que la
gente prefiere es una cuestión de hecho (aunque su preferencia
sea ella misma una evaluación por su parte).
Alguien podría decir que este tipo de naturalismo es subje-
tivista, porque una preferencia es un estado subjetivo. Y aunque
yo no voy a sostener por ello que la definición esté mal, vale la
pena examinar la sugerencia. Tenemos que distinguir entre esta
definición y la que dice que «acción correcta» significa «acción
que maximiza la satisfacción de las preferencias del hablante o
agente». Estas definiciones son versiones del egoísmo, y yo no
creo que alguien pueda estar de acuerdo en que eso es lo que se
quiere decir con «acción correcta», entendida en sentido moral.
Esta definición tiene que habérselas también con el argumento
de Moore que ya hemos mencionado; es claramente una cues-
tión abierta el que una acción que maximiza la satisfacción de
las preferencias del hablante o agente sea la acción correcta. Si
decimos, empero, «todas las partes afectadas», la definición se
vuelve un poco más plausible.
Una definición de este tipo no es tan obviamente relativista
como otras que hemos discutido; porque si tenemos en cuenta
todas las preferencias de todas las partes afectadas, entonces
obtenemos una única respuesta a la cuestión «¿Cuál es la ac-
ción correcta?», independientemente de quién responda a la
cuestión y de cuáles sean sus preferencias. Tendería a pensar,
pues, que ésta es la forma más aceptable de naturalismo. Se pa-
rece bastante a la que propone David Brink (H 1996e). Pero aún
quedan algunos aspectos que no funcionan en esa forma de na-
turalismo y además dudo que al final consiga esquivar el relati-
NATURALISMO 87

vismo. Porque si imaginamos dos personas, la una utilitarista y


la otra no, que por esa razón una afirma que una acción es co-
rrecta y la otra que no lo es, aparecerán las mismas dificultades
que antes. Si el utilitarista afirma que el significado mismo de
correcto confirma su concepción, su oponente replicará que él
no quiere decir lo mismo con esa palabra; y terminarán discu-
tiendo lo que de verdadero tienen sus propios sentidos diferen-
tes de «correcto» (H 1996c/). El único modo de evitar este calle-
jón sin salida es, creo yo, introducir un elemento prescriptivo en
el significado de «correcto»; entonces sí que estarán contradi-
ciéndose el uno al otro y podrán empezar a discutir su disputa
en un lenguaje común. De qué modo puede hacerse esto, lo de-
jo para más adelante (7.4 y ss.).
Pero aún hay otras dificultades con esta definición natura-
lista utilitarista. La primera es que si bien esta definición se
acomoda mejor a la cuestión abierta de Moore que la versión
egoísta, todavía no es lo bastante afortunada. No parece auto-
contradictorio responder negativamente a la cuestión «Este ac-
to satisfaría máximamente las preferencias de todas la partes
afectadas, ¿pero es correcta?». En mi MT he ofrecido una ver-
sión a dos niveles del utilitarismo que, según creo, nos permite
evitar las consecuencias contraintuitivas de las que está supues-
tamente aquejado el utilitarista; pero me parece que esta ver-
sión naturalista simple se cae de bruces en ellas. Al parecer,
existe una gran cantidad de acciones que podrían maximizar la
satisfacción de preferencias en suma, pero que no sería auto-
contradictorio llamar incorrectas.
Mi teoría no afirma que «acción correcta» signifique «ac-
ción que satisface máximamente preferencias». Antes bien, ex-
plica el significado de palabras tales como «correcto», «inco-
rrecto» y «debería» como equivalentes a diversos tipos de
prescripciones o prohibiciones universalizables, y tan sólo llega
a un sistema moral utilitarísta aplicando, en combinación con
otras tesis conceptuales determinadas, las propiedades lógicas
de las palabras así explicadas, al mundo tal como lo tenemos, y
en particular a un mundo en el que la gente posee determinadas
preferencias. Mi versión del utilitarismo tiene, por consiguien-
te, tanto un elemento formal como un elemento sustancial. El
elemento formal viene dado, en parte, por la definición univer-
sal-prescriptiva de «debería» y otras palabras morales; pero és-
te no es el único elemento. También está un elemento sustancial
que emerge de la aplicación de esta definición al mundo. La
88 ORDENANDO LA ÉTICA

prescriptividad juega un papel esencial en la construcción de un


sistema utilitarista. Como esta prescriptividad no está al alcan-
ce de un naturalista, es imposible que éste llegue a un sistema
semejante. Ésa es la razón de que mi sistema no pueda correc-
tamente ser acusado de ser naturalista (MT 12.6).
Seguir explorando ahora, empero, la cuestión de cómo evi-
to yo el naturalismo nos apartaría de nuestro presente argu-
mento. Me contentaré con decir que incluso una forma utilita-
rista de naturalismo, que en mi opinión es la forma más
aceptable, apenas puede sobrevivir como una explicación del
significado de las palabras morales.

4.8. En este punto quizá debería decir algo sobre el relati-


vismo mismo, en el cual dije que todas las formas usuales de
naturalismo terminan cayendo. En el sentido estricto que pro-
pongo, el relativismo no es una teoría ética —es decir, una teo-
ría sobre los significados de las palabras morales, o la naturale-
za de los conceptos morales. Dije que algunas teorías éticas
determinadas (el naturalismo en nuestro ejemplo presente) ter-
minan cayendo en el relativismo; pero ello se debe a que tratan
de incorporar en sus teorías éticas tesis sustanciales que no per-
tenecen a la ética. El naturalista, por ejemplo, trata los princi-
pios morales sustanciales como si no fueran más que reglas lin-
güísticas. Como vimos, en cuanto empezamos a tratarlas como
principios morales sustanciales, que condenan un tipo de con-
ducta y elogian otro, el naturalista queda preso del relativismo,
porque lo que afirma es que, en una cultura dada, tenemos que
seguir las reglas de aplicación de las palabras morales que se
usan en esa cultura; y por consiguiente, si las reglas son princi-
pios morales sustanciales (como en realidad son, a pesar de lo
que diga el naturalista), los miembros de cada cultura tendrán
razón en sus opiniones morales sin importar lo mucho que és-
tas difieran de una cultura a otra. Pero aunque las teorías éticas
puedan desviarse del camino y caer en el relativismo abando-
nando los límites de la teoría ética en sentido estricto, el relati-
vismo mismo, tal como yo usaré el término, es una tesis moral
sustancial; afirma que sea lo que fuere lo que alguien diga que
es incorrecto, eso es incorrecto; y lo mismo vale para «correc-
to». Existen, claro está, otros sentidos de la palabra «relativis-
mo», pero éste es el sentido que yo emplearé a continuación.
Aunque, sin embargo, no figure en nuestra taxonomía de
las teorías éticas, el relativismo necesita por sí mismo una taxo-
NATURALISMO 89

nomía, ya que precisa ser dividido en especies. La división prin-


cipal está entre lo que llamaré «relativismo cultural» y lo que
llamaré «relativismo individual». El primero relativiza lo co-
rrecto y lo incorrecto a las opiniones de una cultura dada. El se-
gundo a las opiniones de los individuos, incluso dentro de las
culturas. Los principales argumentos contra el relativismo, no
obstante, se aplican a ambas especies. No hay duda de que exis-
ten muchas razones prácticas de por qué no deberíamos abra-
zar el relativismo; pero yo voy a ocuparme sobre todo de los
problemas teoréticos en los que se mete. En la práctica, si fué-
ramos relativistas, ya no podríamos decir que aquellos que
creían que existía el deber de quemar a la gente cuyas concep-
ciones religiosas no coincidían con las suyas estaban equivoca-
dos; no podríamos decirlo ni aun cuando la gente a la que estu-
vieran quemando fuésemos nosotros mismos. Voy a entrar poco
en estas obvias dificultades prácticas.
Pero este ejemplo también saca a la luz una dificultad teo-
rética. De acuerdo con el relativismo, cuando me hallo atado a
la estaca ardiendo tengo que decir que la gente que me está que-
mando actúa bien al hacer esto, y ello simplemente porque
piensa que es correcto. Pero, por mi parte (junto con la de mis
correligionarios), también querré decir que actúan mal al que-
marme; y como esto es lo que pienso, tendré que decir, puesto
que soy un relativista, que yo tengo razón al pensar esto. Estaré
afirmando, por lo tanto, que ellos tienen razón al pensar que
eso es correcto y que yo también tengo razón al pensar que es
incorrecto. Pero de acuerdo con la lógica de las palabras «co-
rrecto» e «incorrecto» tal como en realidad las usamos, esto es
autocontradiclorio. Pues es una propiedad lógica de la palabra
«correcto», tal como se usa normalmente, que alguien no pueda
afirmar sin contradecirse que dos personas que dicen, la una
que un acto es (habiéndolo considerado todo) correcto, y la otra
que el mismo acto es incorrecto (habiéndolo considerado todo),
tienen ambas razón.
Como antes dije, es posible que en el nivel teorético este ti-
po de relativismo no haga ningún mal. Se entendería que el re-
lativista está afirmando algo que, si las palabras son usadas en
el sentido corriente, de hecho es autocontradictorío; pero con-
tra esto podría replicar que él no se ocupa especialmente de
nuestro uso corriente de las palabras y que más bien está reco-
mendando un nuevo uso según el cual el enunciado en cuestión
no es autocontradictorío. Tal vez tenga dificultades en señalar
90 ORDENANDO LA ÉTICA

justamente de qué nuevo uso se trata; pero en aclarar eso con-


sistiría su tarea.
Pero el relativista no se limita a recomendar un cambio de
uso lingüístico. Implícitamente aún está proponiendo usar las
palabras «correcto» e «incorrecto» para elogiar y condenar ac-
ciones. De tal forma que no tendrá más remedio que estar de
acuerdo tanto con la persona (él mismo) que condena la quema,
como con la (los que queman) que la elogia. Pero si lo que tene-
mos aquí son realmente prescripciones sustanciales para la ac-
ción (como lo son en el habla corriente), ¿qué vamos a hacer
con su enunciado? ¿Cómo sabremos, en el caso que estemos de
acuerdo con él, lo que se nos impone que hagamos? Al parecer,
tanto se nos impone que me queme como que no me queme.
¿De qué suerte de prescripción se trata aquí?
He ofrecido un ejemplo en el que dos culturas están en de-
sacuerdo sobre la incorrección de una acción. Pero es obvio que
la misma dificultad surgirá de una forma aún más cruda si son
dos individuos los que están en desacuerdo. Si los enunciados
morales son prescriptivos —es decir, si la intención de los que
los hacen es que deberíamos actuar de acuerdo con ellos—, en-
tonces la adopción del relativismo impedirá realmente que el
lenguaje moral sea un «medio de comunicación» entre gente de
culturas diferentes (como, de hecho, Maclntyre ha dicho que
hace, 1984; véase H 1986c). Partiendo de la base de que en ver-
dad necesitamos tener un lenguaje moral para el tipo particular
de comunicación para el que lo usamos (H 1987e), concluyo
que debemos rechazar el relativismo, así como cualquier teoría
ética, como el naturalismo, que termine cayendo en él.
C a pít u l o 5

INTUICIONISMO

5.1. En este capítulo tengo que ocuparme del segundo de


los dos tipos posibles de descriptivismo que, a falta de un nom-
bre mejor, llamo «intuicionismo». Recordarán que tracé una
distinción entre éste y el naturalismo, el otro tipo de descripti-
vismo. El naturalismo, dije, es la concepción según la cual las
condiciones de verdad de los enunciados morales, que según el
descriptivismo determinan su significado, tienen que consistir
en la posesión por parte de las acciones, la gente, etc., de pro-
piedades no morales —es decir, de propiedades que se pueden
especificar en unos términos moralmente neutrales. En con-
traste con ello, el intuicionismo es la concepción según la cual
las condiciones de verdad de los enunciados morales consisten
en la posesión de propiedades sui generis específicamente mo-
rales que no pueden ser definidas sin introducir algún término
moral en el defhtiens.
Esto significa que el intuicionista debe afrontar una dificul-
tad que no se le presenta al naturalista. ¿Cómo va a especificar
estas propiedades, o estas condiciones de verdad, si le está ve-
dado hacerlo en términos no morales? Volviendo al proyecto de
investigación lingüística que describí en el último capítulo: su-
pongan que estamos tratando de determinar, incluso dentro de
una sola cultura que usa un solo lenguaje, las condiciones de ver-
dad de un enunciado moral. Si estuviéramos tratando de ser na-
turalistas, podríamos proceder del mismo modo que con las pa-
labras no morales corrientes. Es decir, podríamos mirar y ver a
qué cosas la gente en esa cultura las aplica, y luego decir que
ésa es su aplicación apropiada. Esto implicaría ser capaces de
reconocer que las cosas a las que las palabras se aplican perte-
necen a una clase determinada. Y el naturalista (al menos el na-
92 ORDENANDO LA ÉTICA

turalista objetivista que vimos en el capítulo 4) tendría que afir-


mar que esto se puede hacer de un modo objetivo. Como defen-
dí entonces, podríamos hacer esto con la palabra «rojo» si ésta
tuviera en el lenguaje una aplicación estándar. Pero si somos in-
tuicionistas, ¿cómo vamos a reconocer la clase de actos a la que
los hablantes del lenguaje aplican una palabra como «incorrec-
to»? Porque al parecer, como vimos, gente que habla el mismo
lenguaje aplica la palabra «incorrecto» a tipos de actos distintos
e incluso inconsistentes. Como ejemplo mencioné que alguna
gente dice que el acto de luchar por tu propio país es incorrec-
to, mientras que otros dicen que este acto es correcto, así como
el no luchar cuando se te llama para hacerlo, incorrecto. Puede
que esto sea cierto incluso de un acto particular de lucha en cir-
cunstancias especificadas con todo lujo de detalles en cuya des-
cripción las partes estén de acuerdo. El naturalista puede tratar
(infructuosamente, como vimos) de esquivar esta dificultad su-
giriendo que esta gente está usando la palabra «incorrecto» con
sentidos diferentes, porque las aplicaciones son diferentes. ¿Pe-
ro qué puede hacer el intuicionista?
Al parecer, puesto que no le está permitido apelar a las pro-
piedades no morales observables de los objetos, lo único que
puede hacer es decir que el investigador puede justamente reco-
nocer la clase de acciones que la gente llama incorrectas. ¿De
qué forma va a reconocerlas? La única forma, parecería, es po-
seyendo la habilidad o capacidad de reconocerlas. Es frecuente
que los intuicionistas modernos nieguen que estén comprome-
tidos con alguna «facultad de la intuición» especial; niegan ser
teóricos del sentido moral —y podemos entender perfectamen-
te por qué lo niegan; pues un sentido moral de este tipo despier-
ta obviamente sospechas. Y quizá sea cierto, ya que hoy día se
usa la palabra «intuicionista» con tantos sentidos diferentes,
que puede que haya algunos intuicionistas, que lo son según al-
gunos sentidos de esta palabra, que puedan evitar tener que
postular semejante facultad. Pero si esto es cierto, entonces és-
tos tendrán que explicar de qué forma podría un investigador
lingüístico determinar las condiciones de verdad de los enun-
ciados morales. En cualquier caso, a estas alturas debería estar
ya claro que un intuicionista, tal como uso yo el término (es de-
cir, un descriptivista que dice que, aparte de la sintaxis, el signi-
ficado de los enunciados morales está completamente determi-
nado por sus condiciones de verdad, y que las condiciones de
verdad no pueden ser especificadas en términos de propiedades
INTUICION1SMO 93

no morales), que un ¡ntuicionista, definido así, digo, no puede


pasar sin esta facultad. Porque a menos que un investigador lin-
güístico posea esta facultad, la clase de acciones que la gente
llama incorrectas quedará totalmente indeterminada y, por con-
siguiente, su investigación no conducirá a ningún resultado de-
finitivo: las condiciones de verdad de los enunciados morales
podrían ser casi cualquier cosa.

5.2. Ahora querría considerar la concepción —a primera


vista plausible— según la cual esta facultad realmente existe
—es decir, que la mayoría de nosotros somos capaces de reco-
nocer acciones que son incorrectas y acciones que no lo son. To-
memos un ejemplo muy claro. Termino de llenar el depósito en
una estación de autoservicio que no dispone del surtidor auto-
mático que permite marcar la cantidad exacta de dinero de lo
que uno quiere llenar, cuando me pregunto si acercarme a pa-
gar al cajero o simplemente marcharme con el coche sin pagar.
Ni el cajero ni ninguna otra persona está mirando. Si soy como
la mayoría de la gente, cuando pienso en hacer esto tengo una
experiencia muy fácilmente reconocible. Llamémosla el pensa-
miento (la convicción, incluso) de que sería incorrecto hacerlo.
Por consiguiente, aquí por lo menos parecemos estar ante un
caso claro de reconocimiento de un acto (propuesto) como in-
correcto. Un intuicionista, pues, podría afirmar que existe esta
facultad por medio de la cual podemos reconocer actos inco-
rrectos.
Pocos discreparán respecto a esto, tomado en un sentido.
Filósofos morales de todas las opiniones —sean descríptivistas
o no-descriptivistas, objetivistas o subjetivistas, hasta incluso
emotivistas— reconocerán en seguida lo que pasa por la cabeza
de la persona que se halla en esta situación. Yo desde luego
lo reconozco. Lo llamarán de distinta forma. Un intuicionista lo
llamará el pensamiento o convicción de que el acto sería inco-
rrecto. Un naturalista subjetivista probablemente lo llame un
sentimiento de desaprobación del acto propuesto. Es probable
que un emotivista use la misma expresión; yo mismo no veo
ningún mal en usarla. Así pues, parece como si todos estuvieran
de acuerdo en que esta experiencia ocurre, y tan sólo discrepa-
ran en cómo llamarla. ¿La diferencia entre lo que dicen los in-
tuicionistas y lo que los otros afirman sobre esta experiencia es
sólo verbal, pues?
Si no existe ninguna diferencia experiencial entre el senti-
94 ORDENANDO LA ÉTICA

miento o pensamiento que, según los intuicionistas, tiene esa


persona y el que tiene según los emotivistas, por ejemplo, ¿qué
otra diferencia podría haber? Podríamos sugerir que existe una
diferencia lógica —es decir, una diferencia en las propiedades
lógicas que estos distintos pensadores atribuyen al enunciado
de que este sentimiento o pensamiento (da igual qué sea) ocu-
rre, y al enunciado moral que se hace basándose en que ocurre
(a saber, el enunciado de que el acto sería incorrecto). Más ade-
lante en este capítulo recurriremos a esta sugerencia. Por el mo-
mento, me basta señalar que existen otras situaciones morales
que son mucho más difíciles para el intuicionista. En el caso de
la estación de autoservicio, todos, o casi todos, estaremos de
acuerdo en que sería incorrecto actuar de ese modo. Puede que
algunos individuos sin principios no estén de acuerdo con ello;
pero serán con toda probabilidad apenas unos cuantos y podre-
mos ignorarlos, como cuando al estudiar el uso estándar de una
palabra descriptiva corriente como «rojo» ignoramos a aquellos
pocos que la usan inadecuadamente. Pero no todos los casos
son como el de la estación de autoservicio.
El terreno más firme que pisa el intuicionista es en aquellos
casos en los que casi todos estamos de acuerdo. Pero en muchos
otros casos (aquellos que nos causan problemas y que los filóso-
fos morales deberían estar ayudándonos a tratar) no existe un
acuerdo general. Cuando pensamos en cuestiones como el lu-
char por tu propio país, o el aborto, o el comer carne, algunos de
nosotros tienen ese sentimiento o pensamiento reconocible y
otros no. No supondría ninguna gran victoria para el intuicio-
nista demostrar que, en aquellos casos en los que todos creemos
conocer las respuestas a las cuestiones morales, todos tenemos
el mismo pensamiento o sentimiento, si en muchos otros casos
—justamente aquellos casos que nos causan mayores problemas
en nuestro pensamiento moral— resulta que tenemos pensa-
mientos o sentimientos distintos. Porque es en relación con esta
última clase de casos cuando realmente necesitamos que nos di-
gan las condiciones de verdad de los enunciados morales, de
modo que podamos averiguar cuáles de ellos son verdaderos.
Volviendo, pues, a nuestro investigador lingüístico: si éste
desea aprender a reconocer la clase de acciones que se están lla-
mando incorrectas, parece que no le queda otra opción que em-
plear su propia facultad de intuición moral. En cierto modo, es-
to hace que su tarea sea más fácil. En lugar de hacer como un
concienzudo naturalista haría y ponerse a catalogar trabajosa-
INTUICIONISMO 95

mente, en términos no morales, las clases de acciones que la


otra gente llama incorrectas, tal vez pueda olvidarse de la otra
gente y fijarse tan sólo en las acciones que él mismo llama in-
correctas. Porque el objeto de su investigación es ofrecer las
condiciones de verdad de los enunciados morales. Como tiene
esta facultad ya sabe de qué condiciones de verdad se trata. La
condición de verdad de un enunciado según el cual un acto es
incorrecto es que debería producir en él esta reconocible reac-
ción. ¿Puede entonces dejar de estudiar lo que la otra gente
diga?

5.3. El intuicionista quizá replique que estamos yendo de-


masiado de prisa. Supongan, quizá diga, que descubro que la
mayor parte de la otra gente aplica la palabra «incorrecto» a al-
gún tipo de acto al que yo no la aplico. ¿No empezaré entonces a
pensar que mi facultad de intuición moral es defectuosa? ¿No
empezaré incluso a cambiar mi percepción de lo que es correcto
e incorrecto a fin de adaptarme a los demás, al menos si son
gente a la que generalmente respeto? De modo que, aunque siga
afirmando que las condiciones de verdad de los enunciados mo-
rales consisten en que los hechos, etc., sean percibidos por mí
como correctos o incorrectos, lo que yo percibo como correcto o
incorrecto cambiará a fin de parecerse más a lo que la otra gente
llama correcto e incorrecto. Este proceso se ve aún más claro
con la educación moral de los niños, que, por decirlo así, empie-
zan sin ninguna opinión o percepción moral y, por consiguiente,
tienen que adquirir inicialmente todas sus opiniones morales
por medio de la gente que respetan —sus padres o más tarde sus
contemporáneos. Podríamos estar de acuerdo en decir que así es
como en realidad las costumbres morales de una cultura deter-
minada se vuelven, hasta cierto punto, homogéneas.
Quizá algunos intuicionistas muestren su disconformidad
con esto y afirmen que existen opiniones morales que son inna-
tas o que, al menos, se desarrollan independientemente de las
opiniones morales de la otra gente. Si esto es así, entonces pare-
ce bastante obvio que los miembros de culturas distintas tienen
opiniones morales distintas innatas, al menos en aquellas cues-
tiones en que esas culturas están en disputa. Hecho que sería di-
fícil de explicar genéticamente. No obstante, cuando menos po-
dríamos estar de acuerdo en que existe una disposición innata a
pensar moralmente —una disposición que no determina el con-
tenido de la moralidad de una persona, pero sí, al menos, parte
96 ORDENANDO LA ÉTICA

de su forma. Esto cuadraría con la tesis de Chomsky de que exis-


ten unos «universales» (así se llaman) del lenguaje que están de-
terminados genéticamente y que son comunes a todas las cultu-
ras (1965: 35). De acuerdo con esta sugerencia, existe una
estructura común del lenguaje moral, con su gramática y su lógi-
ca, que todos estamos genéticamente predispuestos a aprender y
que, por consiguiente, aprendemos más fácilmente que si no tu-
viéramos esa predisposición genética. Esta tesis es consistente
con mi propia tesis, pero no voy a opinar sobre si está en lo cier-
to o no; pues eso es algo que debe ser determinado por medio de
la investigación empírica. Lo importante es que aun cuando la
forma de la moralidad sea innata, tal cosa es consistente con que
la moralidad posea unos contenidos muy diferentes en las distin-
tas culturas, del mismo modo que la tesis de que la gramática e
incluso la lógica es innata es consistente con que los miembros
de esas culturas defiendan unas opiniones factuales muy distin-
tas sobre lo que ocurre en el cielo o la tierra.
Por eso un intuicionista no obtendrá mucho consuelo de la
existencia, si es que existe, de un lenguaje moral universal (en
sentido lingüístico) o común y su lógica. Porque él no sólo de-
sea afirmar que la forma de la moralidad es común entre las
culturas, sino que también lo es su contenido. En cualquier ca-
so, esta tesis parece ser muy poco plausible. Tal vez el intuicio-
nista esté dispuesto a ceder un poco y a afirmar tan sólo que
existen elementos importantes que son comunes a las moralida-
des de culturas distintas. Y quizá tenga razón en esto: la mayo-
ría de culturas condenan el asesinato, por ejemplo (si bien lo
que se considera asesinato cambia). Pero la explicación que nos
ofrece el intuicionista de estos elementos comunes no es la úni-
ca explicación posible. Podría ser (yo creo que es así) que la
existencia de una «gramática» o «lógica» moral común haya lle-
vado a los pensadores morales de todas las culturas a defender
las mismas conclusiones. Ello sería consistente con mi propia
explicación del pensamiento moral que resumiré más tarde. De
ninguna forma prueba que existan percepciones morales comu-
nes compartidas por todas las culturas. En vez de llegar a esos
elementos comunes por medio de la intuición, podemos llegar a
ellos por medio de la razón.

5.4. Vuelvo pues a nuestro programa de investigación lin-


güística de las condiciones de verdad de los enunciados morales
o de las condiciones de aplicación de los predicados morales.
INTUICIONISMO 97

La tesis intuicionista, dicho así inexactamente, es que la inco-


rrección (wrongness), por ejemplo, es una propiedad común
que muchas acciones comparten y que pueden discernir aque-
llos que poseen la capacidad necesaria de discernimiento. Antes
consideramos la objeción de que si esto fuera así, uno podría
simplemente ignorar las opiniones de la otra gente y fiarse de
su propia capacidad de discernimiento. Respondimos a esta ob-
jeción, en nombre del intuicionista, sugiriendo que aun cuando
creyéramos que poseemos esta capacidad podríamos llegar a
dudar de su fiabilidad al encontrarnos con que nuestras opinio-
nes morales están en conflicto con las de otra gente. Tal como
sugerimos, esto podría llevarnos a cambiar nuestras percepcio-
nes sobre lo correcto e incorrecto para así adaptarnos a las per-
cepciones de la gente que respetamos.
Fijémonos ahora, sin embargo, dónde termina el intuicio-
nista si sigue esta línea. Resulta que tenemos que fiamos, no de
nuestra capacidad de discernimiento, sino de un consenso entre
los pronunciamientos de las intuiciones de la gente que respeta-
mos. Probablemente respetaremos aquella gente cuyas opinio-
nes morales en general compartimos. Estaremos dispuestos a
ajustar algunas opiniones particulares para así adaptamos a las
de los demás; pero si alguien tiene unas opiniones morales que
difieren radicalmente de las nuestras sobre una vasta área de la
moralidad, entonces probablemente no le respetemos. Lo más
probable es que el intuicionista tenga que decir que nuestra
fuente de condiciones de verdad de los enunciados morales no
consiste en nuestra propia facultad individual de reconocimien-
to de las propiedades morales, sino más bien en un consenso
entre gente que piensa como nosotros a la hora de reconocerlas.
Que los intuicionistas se vean posiblemente llevados a to-
mar esta dirección lo sugiere lo que frecuentemente ha ocurri-
do en las discusiones entre ellos y sus oponentes. Existe un ar-
gumento trillado en contra del intuicionismo llamado «el
argumento desde el desacuerdo moral», que dice así. No hay
duda de que existen casos en los que las opiniones morales de la
gente están en desacuerdo. Las dos partes, por consiguiente, no
pueden tener razón a la vez. De modo que si las intuiciones mo-
rales son una fuente fiable de verdad moral, una de las dos par-
tes debe no estar en posesión de esta fuente. Esta parte, por lo
tanto, tiene una intuición equivocada (o, en caso de que no
quieran llamarla intuición si está equivocada, no tiene el poder
de la intuición —el cómo lo digamos no afecta al argumento).
98 ORDENANDO LA ÉTICA

Pero el intuicionista no nos ha proporcionado ningún medio


para determinar cuál de las dos partes tiene una intuición equi-
vocada. Sería obviamente caer en un círculo vicioso tratar de
resolver el asunto apelando a una intuición adicional de que
una de las partes tiene la intuición que merece crédito y la otra
no; porque la parte que ha sido descartada podría a su vez cues-
tionar la validez de esta intuición adicional. Como tampoco re-
solveríamos nada apelando a las intuiciones de otras terceras y
cuartas partes, pues sus intuiciones también podrían ser cues-
tionadas. En consecuencia, sigue la objeción, el intuicionismo
no nos suministrará ninguna respuesta determinada para las
cuestiones morales disputadas.
En respuesta a esta objeción, los intuicionistas normalmen-
te han replicado que no todas las intuiciones (o supuestas intui-
ciones) merecen crédito, sino tan sólo aquellas de la «gente con
formación y reflexiva» (W. D. Ross 1930: 41). Deberíamos se-
guir preferentemente las intuiciones de esta gente antes que las
de aquella gente que no tiene formación. Recordemos, sin em-
bargo, lo que dije antes sobre la relación entre las intuiciones y
la educación moral. Es bien cierto que las intuiciones de las
personas (es decir, sus convicciones morales) serán distintas en
función del modo en que hayan sido educadas. ¿Pero qué esta-
mos afirmando cuando afirmamos que tan sólo merecen crédi-
to las intuiciones de las personas con formación? Dije que es
probable que hagamos que nuestras propias opiniones o per-
cepciones morales se ajusten a las de aquella gente que respeta-
mos, y que esto era especialmente claro en el caso de la educa-
ción moral de los niños, que, suponemos, empiezan sin ninguna
opinión moral determinada. Si esto es cieito y el intuicionista
afirma que deberíamos respetar tan sólo las intuiciones mora-
les de la gente con formación, entonces aparece otra obvia cir-
cularidad en su argumento. Porque ¿a quién vamos a conside-
rar como una persona con formación? Supongamos, como bien
puede suceder en una disputa sobre el comer carne, por ejem-
plo, que ambas partes sostienen indignadas que las personas
con formación son ellos. ¿De qué modo vamos a resolver la dis-
puta? Está claro que no podremos hacerlo apelando a intuicio-
nes adicionales acerca de lo que es una buena formación.
Espero que ahora vean por qué afirmé en el capítulo 4 que
el intuicionismo, como el naturalismo, termina por caer inevi-
tablemente en el relativismo. La idea es que el consenso general
sobre cuestiones morales que probablemente exista en una cul-
INTUICIONISMO 99

tura determinada es el resultado de una educación moral co-


mún. En las culturas moralmente homogéneas y cerradas este
consenso probablemente cubra todas o casi todas las cuestiones
morales. Pero incluso en una sociedad pluralista como la nues-
tra es probable que cubra una gran diversidad de cuestiones, al-
gunas de ellas fundamentales. Ahora bien, si un reformador
moral cuestiona alguna de estas opiniones morales comunes,
entonces no sirve de nada apelar al consenso mismo a fin de dar
validez a las opiniones. Si me dejan citar un pasaje significativo
de Dryden:
La educación a la mayoría ha deformado;
creen así, porque así fueron alimentados.
Lo que la niñera empezó sigue el sacerdote:
Vde este modo el niño se impone al hombre.
(1637, pt. 3, 389)

Las intuiciones son relativas a las culturas. Como dije an-


tes, yo de ningún modo niego que no sea posible hallar intui-
ciones comunes a la mayoría o incluso a casi todas las culturas,
como por ejemplo la prohibición del asesinato (aunque, como
también dije, el asesinato no se define de la misma forma en to-
das las culturas). Pero aun cuando las cosas sean así, si alguien
fuera a cuestionar este consenso, no podríamos desecharle ape-
lando a este consenso. Es cierto que la mayoría de la gente tie-
ne estas intuiciones y que de la gente que no las tiene decimos
que no fue bien educada. Pero decimos esto solamente porque
hemos sido educados del modo que lo hemos sido. Si hubiéra-
mos sido educados de otro modo quizá hubiéramos estado de
acuerdo con este disidente. Tal vez, si éste llega a tener éxito en
su reforma moral, las generaciones futuras sean educadas a su
modo y no en el nuestro. Es improbable que esto ocurra con el
asesinato, porque existen buenas razones (no fundadas en la in-
tuición) para condenar el asesinato. Más adelante aclararemos
cómo deberíamos razonar sobre estas cuestiones. Pero las bue-
nas razones no consisten en el hecho de que exista un consen-
so. Y cuando llegamos a asuntos como el luchar en la guerra o
el comer carne o el aborto, no existe ningún consenso al que
apelar y tenemos que encontrar una forma de conseguir uno
por medio de la argumentación, no por medio de la intuición.
La intuición por sí sola no es ningún profiláctico contra el rela-
tivismo.
100 ORDENANDO LA ÉTICA

5.5. A continuación voy a hacer como prometí y discutiré


la variedad de naturalismo que llamé subjetivismo. Hemos al-
canzado un punto en el que puede mostrarse claramente lo
cerca que se halla el intuicionismo del subjetivismo. De hecho,
podemos ver que cuando se le quitan sus adornos pretendida-
mente objetivistas, el intuicionismo es un tipo de subjetivismo.
No es sorprendente, pues, que el intuicionismo termine cayen-
do en el relativismo. En el capítulo anterior dije que el relativis-
mo no es una teoría ética, en mi sentido estricto, porque trata
sobre asuntos de sustancia moral (sobre lo que deberíamos ha-
cer) y no sobre lo que las palabras significan. El subjetivismo es
una teoría sobre lo que las palabras morales significan. Su rela-
ción con el relativismo es que hace que el relativismo sea analí-
ticamente verdadero. El subjetivismo es la concepción de que
cuando hago un enunciado moral estoy simplemente diciendo
que es un hecho psicológico que yo (el hablante) apruebo o de-
sapruebo algún acto o persona. Existe una versión alternativa
según la cual lo que estoy diciendo es que la gente en mi socie-
dad aprueban o desaprueban. Por ahora dejo esta versión de la-
do, aunque se le pueden hacer objeciones similares.
El subjetivismo constituye una forma de naturalismo por-
que da las condiciones de verdad de los enunciados morales
sin introducir ningún término moral en el definiens. El enun-
ciado de que como hecho psicológico yo apruebo un acto no
contiene ningún término moral. Es un enunciado empírico
que puede ser verificado o bien por introspección o bien por
observación de mi conducta. Aquí es importante no confun-
dirse. Aprobar algo puede ser tener una opinión moral. Pero el
enunciado de que yo apruebo no es por sí mismo un enuncia-
do moral, aun cuando yo mismo lo haga. Alguien, hasta yo
mismo, podría describir mis opiniones morales, sentimientos,
actitudes, etc., sin decir nada moral. Como veremos, la con-
fusión en este punto ha llevado a mucha gente a mezclar cier-
tas formas de no-descriptivismo con el subjetivismo. El subje-
tivismo, en el sentido que yo lo uso, es un tipo particular de
descriptivismo naturalista y, por lo tanto, no puede ser ningún
tipo de no-descriptivismo. Cae en el lado opuesto al no-des-
criptivismo en la división principal entre teorías éticas que tra-
zó en el capítulo 3. En ambos casos, tanto cuando discutía el
naturalismo objetivista como cuando discutía el intuicionis-
mo, el hecho del desacuerdo moral jugaba un papel crucial en
mi argumento. Ocurrirá lo mismo con el subjetivismo. La rea-
INTUICIONISMO 101

parición de este hecho del desacuerdo moral en los argumentos


contra todas estas teorías no es ningún accidente. Como todas
son, en esencia, teorías relativistas, es inevitable que el hecho
del desacuerdo moral deba jugar un papel en los argumentos
que muestran esto. En breve trataré la relación entre las fun-
ciones del desacuerdo moral en los argumentos contra estas
distintas teorías. Pero su función en los argumentos contra el
subjetivismo es, al menos, familiar. Es el siguiente. Si yo digo
que un acto es incorrecto y tú dices que no es incorrecto, en-
tonces, según el subjetivismo, yo estoy haciendo un enunciado
de hecho psicológico sobre mi propio estado mental o actitud,
y tú estás haciendo un enunciado de hecho psicológico sobre el
tuyo. Lo que sucede es que esos enunciados son completamen-
te consistentes entre sí, mientras que los enunciados originales
de que el acto es incorrecto y de que el acto no es incorrecto no
lo son. El subjetivista, por consiguiente, debe estar equivocado
acerca de lo que significan los enunciados.
Este argumento, que remite a Moore (1912: cap. 3) y a Sidg-
wick realmente y a algunos moralistas más antiguos, es tan fa-
miliar que no necesito entretenerme más con él. Fue el intento
de evitar esta objeción al subjetivismo lo que condujo a Steven-
son a sostener su variedad de no-descriptivismo: él dijo que
había un desacuerdo en la actitud, pero no en la creencia (1942,
1945:3). Pensar que se puede usar el mismo argumento en con-
tra del no-descriptivismo es cometer un error bastante elemen-
tal. Esto forma parte de la confusión general, aún demasiado
común, entre el subjetivismo y el no-descriptivismo; pero ten-
dremos que dejar esto para más adelante.

5.6. Por el momento tan sólo deseo dirigir su atención ha-


cia las diferentes formas con las que el hecho del desacuerdo
moral figura en los argumentos en contra del naturalismo obje-
tivista, el naturalismo subjetivista, y el intuicionismo, respecti-
vamente. En el caso del naturalismo objetivista el punto crucial
estaba en que, como las personas no están de acuerdo en sus
opiniones morales, cualquier intento de establecer un único
conjunto de condiciones de verdad para los enunciados morales
observando a qué acciones, etc., las personas aplican los predi-
cados morales, fracasará debido a este desacuerdo. No obten-
dremos, simplemente, un conjunto consistente de condiciones
de verdad. Como máximo, conseguiremos señalar conjuntos di-
ferentes de condiciones de verdad para culturas distintas. Si el
102 ORDENANDO LA ÉTICA

naturalista trata de rehuir esta objeción diciendo que las pala-


bras significan cosas distintas cuando son usadas en culturas
diferentes (o hasta cuando son usadas por individuos diferentes
en el interior de una sola cultura), entonces quedará expuesto a
una objeción muy similar a la que acabamos de hacer en contra
del subjetivismo; estará aceptando que las palabras no signifi-
can lo mismo en la boca de estas partes opuestas, y que por con-
siguiente sus enunciados morales no se contradicen entre sí,
cuando es obvio que sí se contradicen.
En el caso del intuicionismo, el problema es básicamente el
mismo. Si creemos que podemos demostrar las condiciones de
verdad de los enunciados morales mediante la apelación a una
facultad de intuición moral —es decir, diciendo que son verda-
deros aquellos enunciados morales que esta facultad certifica
como verdaderas— entonces, según las intuiciones de la persona
que examinemos, obtendremos otra vez respuestas diferentes.
Es verdad, sin embargo, que existe una diferencia entre los casos
del naturalismo objetivista y el intuicionismo. En el caso del in-
tuicionismo, no hay conjuntos diferentes de condiciones de ver-
dad. Tan sólo hay un conjunto, a saber, la conformidad con la in-
tuición. Ahora bien, como las intuiciones mismas están en
conflicto, obtendremos aún variaciones en los valores de verdad
de los enunciados morales particulares, dependiendo de quién
esté haciendo el juicio. De modo que el resultado final es el mis-
mo, a saber, el relativismo. El subjetivismo tiene la virtud de
mostrar este fallo, que todas estas teorías cometen, de una for-
ma muy clara. Según el subjetivismo, la persona que hace un
enunciado moral está simplemente informando de su propio es-
tado psicológico. Esto, como el intuicionismo, produce un único
conjunto de condiciones de verdad: si el estado psicológico es el
estado psicológico que el hablante realmente tiene, entonces el
enunciado es verdadero. Pero —y en esto también es como el in-
tuicionismo— no obtendremos ninguna respuesta consistente
sobre la verdad de los enunciados morales particulares, porque
las respuestas dependerán de a quién preguntemos y qué actitud
éste tenga.

5.7. Dije que no era ningún accidente que todas estas teo-
rías tengan el mismo problema, o al menos problemas estrecha-
mente relacionados. Ahora querría hacer resaltar esto un poco
más, si puedo, examinando los casos del intuicionismo y el sub-
jetivismo, y mostrando cómo se parecen realmente. Esto repug-
INTU1CIONISMO 103

nará a los intuicionistas, que a menudo se conciben como obje-


tivistas, o hasta incluso como modelo o paradigma de objetivis-
tas. Pero podemos hacer resaltar la similaridad preguntando
qué diferencia cree el intuicionista que hay entre tener una in-
tuición y tener un sentimiento o actitud de aprobación o desa-
probación. Antes ofrecí el ejemplo de una persona pensando en
huir de una estación de autoservicio sin pagar. ¿Qué diferencia
hay, pregunté, aparte de una diferencia meramente verbal, en-
tre lo que los intuicionistas dicen sobre esta situación y lo que
los subjetivistas dicen? Desde luego la experiencia que ambos
están atribuyendo a la persona es la misma. Consiste en la ex-
periencia de tener una actitud de desaprobación, o de tener la
convicción de que ese acto sería incorrecto; pero, ¿cuál es la di-
ferencia? No puedo ver ninguna objeción en contra de decir que
aquellos que tienen convicciones morales tienen actitudes mo-
rales, y viceversa. Todas las partes deberían estar de acuerdo en
que la persona de mi ejemplo tiene ambas cosas, o más bien que
son la misma cosa.
Para ofrecemos conocimiento de las verdades morales, los
intuicionistas se basan en una experiencia determinada, que
ellos llaman tener una intuición moral. El problema, sin embar-
go, es que estas experiencias son algo subjetivo. Si tengo esta ex-
periencia, pues la tengo; no hay absolutamente nada a lo que
podamos apelar, más allá de la experiencia misma, que pueda
mostramos si fue realmente así o no. Si tengo esta experiencia,
no puedo equivocarme en el pensamiento de que la tengo. En
esto consiste, de hecho, en una parte, el atractivo de la teoría in-
tuicionista, como también lo fue de las teorías de los datos de
los sentidos que acostumbraban a ser tan populares en episte-
mología. Aquí hay algo que no puede ser disputado: yo tengo la
experiencia llamada «la intuición de que un determinado acto
sería incorrecto», y esto es todo lo que cabe decir. Pase lo que
pase a cualquier otra persona, yo tengo esta experiencia y, en
virtud de ello, según los intuicionistas, estoy autorizado a decir
que el acto sería incorrecto.
Pero el precio que debemos pagar para que ello sea indispu-
table es demasiado alto. Porque si nada aparte de la experiencia
puede contrariar la existencia de la intuición —es decir, si el sim-
ple tener la experiencia es la garantía de que existe— entonces,
por la misma razón, tampoco puede decimos nada aparte de lo
que nos dice la experiencia efectiva. Lo único de lo que podemos
estar seguros, al tener esta experiencia, es que la tenemos.
104 ORDENANDO LA ÉTICA

Esto nos lleva a ver que toda la polvareda que se levantó


con la lucha que tuvo lugar entre los que se autodenoniinaban
«objetivistas» (es decir, los intuicionistas) y los que éstos llama-
ban «subjetivistas», no respondía a nada sustancial que real-
mente los dividiera. Los intuicionistas pensaron que, según su
teoría, decir que un acto es incorrecto no equivale simplemente
a informar de un hecho subjetivo. Pero no estaban justificados
para decir esto. Porque según su teoría, lo que garantiza que un
determinado enunciado moral sea verdadero es la simple ocu-
rrencia de la experiencia que ellos llamaban una intuición (y
que los subjetivistas llamaban un sentimiento o actitud de desa-
probación). Ésa es la condición de verdad del enunciado moral.
Pero si esto es así, entonces el enunciado moral no puede decir
nada más aparte de que la experiencia ocurre. Si la mera ocu-
rrencia de la experiencia garantiza la verdad del enunciado mo-
ral, entonces hacer dicho enunciado no añade nada a decir que
la experiencia ocurrió.
Los intuicionistas no se percataron de esto porque querían
sostener, junto a la posición que acabo de discutir (a saber, que
la simple ocurrencia de la experiencia garantiza la verdad del
enunciado moral), otra posición que en realidad es incompati-
ble con ella. Querían sostener, además, que el enunciado moral
era «objetivo». No estoy seguro de qué querían decir con ello;
pero en este contexto, decir que un enunciado moral es objetivo
implica cuando menos lo siguiente: que si dos personas hacen,
una de ellas un determinado enunciado moral, y la otra su ne-
gación (por ejemplo, que un acto es incorrecto, y que no es in-
correcto), entonces las dos no pueden tener razón. No es posi-
ble estar de acuerdo de una forma consistente con ambos
enunciados a la vez. Espero que apreciarán que en este sentido
yo sí soy un objetivista.
Los intuicionistas, de hecho, insisten con frecuencia en es-
to, en que los dos no pueden tener razón. Pero ustedes ahora
pueden ver que esto es inconsistente con la otra tesis que soste-
nían, a saber, que la simple ocurrencia de la experiencia garan-
tiza la verdad del enunciado moral. Porque si esta última tesis
es verdadera, entonces, como hemos visto, la persona que tiene
la experiencia, y dice, en consecuencia, que un acto es incorrec-
to, con ello no está diciendo en realidad nada más excepto que
tiene la experiencia; y no puede estar equivocada respecto a es-
to. Si estuviera diciendo algo más, entonces la simple ocurren-
cia de la experiencia no podría garantizar la verdad de este más.
INTUICION ISMO 105

Sin embargo, según la tesis «objetivista» que acabamos de men-


cionar, el hablante tiene que estar diciendo más. Porque como
mínimo está diciendo que, si alguna otra persona piensa que el
acto no es incorrecto, esta persona se equivoca. Si la tesis obje-
tivista es verdadera, esto tiene que ser así; si dos personas que
sostienen, la primera que un acto es incorrecto, la segunda que
no es incorrecto, no pueden tener razón a la vez, entonces, al
decir que un acto es incorrecto, tengo que estar implicando que
cualquiera que diga lo contrario no tiene razón, o sea, está equi-
vocado.
Podemos ver, por consiguiente, que la supuesta capacidad
de la intuición de garantizarse a sí misma es en realidad incom-
patible con su supuesta objetividad. Pero lo realmente carac-
terístico de la intuición es su capacidad de garantizarse a sí mis-
ma. Existen otros tipos de objetivismo. Ya he hablado sobre
el naturalismo objetivista, y cuando llegue, en capítulos poste-
riores. al no-descriptivismo mostraré que es posible tener una
teoría objetivista pero no-descríptivista (mi propia teoría) que
sostiene, cuando menos, que dos personas que estén en desa-
cuerdo sobre un enunciado moral no pueden tener razón a la
vez, o que es imposible estar de acuerdo de una forma consis-
tente con las dos. Como hay teorías no-intuicionistas que no
obstante son objetivistas, los intuicionistas tienen que apegarse
a la capacidad de las intuiciones morales de garantizarse a sí
mismas, si es que quieren retener lo esencial del intuicionismo.
Pero como esto es incompatible con su objetivismo, para ser
consistentes tienen que renunciar al objetivismo. Y, como dije,
esto significa que el único modo por el que los intuicionistas
pueden seguir siendo intuicionistas y evitar la autocontradic-
ción es abrazar alguna forma de subjetivismo.

5.8. Quizá éste sea el lugar apropiado para mencionar


muy brevemente un tema que he tratado con más extensión en
otro sitio (H 1955a , 1994b, FR 2.2 y ss.) y que precisa ser aclara-
do si deseamos disponer de una taxonomía adecuada de las teo-
rías éticas. Tiene que ver con una división entre teorías éticas
que atraviesa la clasificación que hemos estado esbozando. Es-
to significa que, si bien afecta realmente al intuicionismo, tam-
bién afecta a toda una serie de teorías éticas diferentes, tanto
descriptivistas como no-descríptivistas. Me refiero a la división
entre lo que llamaré teorías particularistas y lo que llamaré teo-
rías universalistas. Esta división es muy fácil de ilustrar en el
106 ORDENANDO LA ÉTICA

caso de los intuicionistas. ¿Acerca de qué creen que tienen que


hacerse los enunciados morales en primer lugar? Es decir, ¿cuá-
les son los objetos de las intuiciones morales? Entre los intui-
cionistas encontramos algunos autores que subrayan la necesi-
dad de evaluar moralmente las acciones particulares, es decir
individuales, pero también hay otros que creen que los enuncia-
dos morales tienen que hacerse no sobre las acciones individua-
les, sino sobre los tipos de acción. Esto debería ser muy relevan-
te para el modo de aproximamos al pensamiento moral.
Una aproximación consiste en considerar acciones indivi-
duales datables de personas individuales identificables y pre-
guntar si son correctas o incorrectas. Luego podemos llegar a
principios morales más generales mediante un proceso inducti-
vo. Si se ha percibido que mentir es incorrecto en muchos ca-
sos, por ejemplo, podemos entonces generalizar y formar la hi-
pótesis de que todas las acciones de este tipo, a saber las
mentiras, son incorrectas. La otra aproximación consiste en
empezar considerando tipos de acciones, y determinar si las ac-
ciones de ese tipo son incorrectas o no, generando así para no-
sotros mismos principios morales generales; después de eso po-
demos determinar si las acciones particulares son incorrectas
preguntando si caen bajo esos principios. Por ejemplo, primero
determinamos que es incorrecto mentir, y luego inferimos que
sería incorrecto decir cierta cosa en particular, porque sería una
mentira.
Pero esta presentación de la diferencia está simplificada en
exceso. He utilizado la palabra «general», que ha confundido a
muchos filósofos morales, como si fuera sinónimo de «univer-
sal», aunque de hecho aquí cabe distinguir dos conceptos bien
diferentes (véase 7.7, H 1972a, \994b, MT 2.5). La generalidad
es lo opuesto a la especificidad y consiste en una cuestión de
grado. La universalidad se opone, en cambio, a la particulari-
dad y no consiste en una cuestión de grado. Las dos prescrip-
ciones «Uno no debería decir nunca mentiras» y «Uno no debe-
ría decir nunca mentiras a los compañeros de trabajo» son
ambas igualmente universales en el sentido de que cualquier ac-
to que caiga bajo la descripción de «mentiras» o «mentiras a los
compañeros de trabajo» (y observen que estas descripciones es-
tán hechas en términos universales) queda prohibido por la
prescripción correspondiente. Pero la primera es mucho más
general, mucho menos específica que la segunda.
Un particularista tiene que aclarar si a lo que se opone es a
INTUICJONISMO 107

que hagamos enunciados morales sobre tipos generales de casos,


y nos pide que los hagamos, antes que nada, tan sólo sobre casos
muy específicos; o si su insistencia es que no se deben usar tér-
minos universales, por muy específicos que sean, en las descrip-
ciones de los casos acerca de los cuales hacemos los enunciados
morales. Es decir, ¿insiste en que todos los enunciados morales
tienen que ser, antes que nada, sobre actos individuales identifi-
cados por medios distintos al de una descripción hecha en tér-
minos universales, por muy específica que sea; o nos autoriza a
hacerlos sobre tipos de casos descritos en términos universales,
siempre y cuando los términos sean muy específicos?
Yo soy un universalista, aunque no un universalista intui-
cionista. Es decir, yo creo que los enunciados morales se hacen
siempre sobre acciones, etc., a causa de las propiedades univer-
sales que éstas tienen. Esto de ningún modo implica que estas
propiedades tienen que ser describibles en términos muy gene-
rales (es decir, en términos no específicos, simples, que no en-
tran en pequeños detalles). Así pues, si yo fuera un intuicionista
daría mi apoyo a la versión universalista de la teoría. Una vez
diferenciamos la universalidad de la generalidad, gran parte de
la verosimilitud del particularismo desaparece. Los particula-
ristas normalmente van en busca de especificidad: no quieren
que hagamos nuestros enunciados morales basándose en des-
cripciones de acciones muy generales, tales como «mentir», y
quieren que se les permita tener en cuenta, en su pensamiento
moral, los detalles de los casos, que, según ellos, pueden ser
muy relevantes. En esto estoy de acuerdo; a menudo es preciso
discutir los casos en detalle antes de pronunciarnos sobre ellos.
Pero esto no me impide decir que nuestros enunciados morales
se basan en las propiedades universales —si bien muy específi-
cas— de los casos y no en el mero hecho de que esos individuos
estén implicados en ellos.
No es necesario, pues, que extienda aún más la división de
teorías éticas con una distinción entre teorías particularistas y
teorías universalistas. Pero era preciso que hiciera esta distin-
ción a fin de completar mi taxonomía. Quizá valga la pena men-
cionar, como he hecho en otro lugar (H 1995a, 1994b), que la
posibilidad de hacer enunciados morales sobre personajes ficti-
cios constituye un poderoso argumento en contra del particula-
rismo; porque los personajes ficticios sólo pueden ser descritos
en términos universales; no existen de modo que podamos se-
ñalarlos como individuos.
108 ORDENANDO LA ÉTICA

Una forma rápida de terminar con el particularismo es de-


cir que no puede haber nada sobre una acción que la haga inco-
rrecta, o sobre una persona que la convierta en mala, excepto
esas características que son especificables en términos univer-
sales. Cualquier característica que no pudiera ser especificada
de este modo tendría que consistir en algún tipo de esencia in-
dividual o haecceidad describióle tan sólo diciendo «esta perso-
na» o «este acto», y permaneciendo callado a partir de enton-
ces. Pero esto no es describir un acto o una persona en
absoluto. La única forma de describir una persona o un acto es
mediante la atribución de propiedades universales. Y éstas tie-
nen que incluir las razones de llamar mala a la persona o inco-
rrecto al acto. El particularista no puede replicar sustituyendo
«esta persona» o «este acto» por «exactamente igual que esta
persona» o «exactamente igual que este acto», porque esto con-
vertiría la descripción en una descripción hecha en términos
universales, después de todo (H 1955a, FR 2.2). Pero éste no es
el lugar adecuado para adentramos en disputas metafísicas de
este tipo.
De todas formas, esta forma de terminar con el particula-
rismo es demasiado rápida. Porque hay propiedades universa-
les que son relaciónales, que connotan relaciones con un indivi-
duo, tales como «madre de» o «amante de». En la expresión
«madre de Jaime», «Jaime» denota un individuo. Con todo, los
deberes que uno puede tener hacia su madre pueden ser propie-
dades universales que comparte cualquier otra persona que sea
hijo, o hijo de un tipo específico.
Es por eso que los juicios prudenciales de interés propio
son en cierto modo universalizables. Son juicios sobre las rela-
ciones hacia un individuo, a saber, uno mismo. Si, hablando en
términos de prudencia, yo debiera hacer una cosa determinada
en una situación determinada y precisa, entonces cualquier
otra persona que se hallara en la misma situación haría bien,
según dicta la prudencia, de hacer la misma cosa. Por ejemplo,
si estuviera en mi interés decir la verdad (confesarlo todo), sien-
do la situación la que es, entonces estaría en el interés de cual-
quier otra persona parecida que se hallara en una situación pa-
recida hacer lo mismo, o sea, decir la verdad. Lo mismo vale si
sustituimos «decir la verdad» por «decir una mentira», aunque
en este caso los juicios morales y de prudencia tal vez diverjan.
Si está en el interés de una persona decir una mentira, entonces
decir una mentira estará en el interés de cualquier otra persona
INTUICIONISMO 109

exactamente igual que se halle exactamente en la misma situa-


ción.
Sin embargo, ahora no nos ocupamos de la prudencia (es
decir, de qué debo hacer en mi propio interés), sino de lo que
debería hacer a causa de mis relaciones con otros individuos,
como por ejemplo, los deberes que tengo hacia mi madre por-
que es mi madre. J. E. Haré (1996: 151 y s.) ha distinguido co-
rrectamente entre diferentes tipos de universalizabilidad. Hay
universalizabilidad con respecto a todos los agentes, pero tam-
bién hay universalizabilidad con respecto a todos los destinata-
rios de las acciones (p.e„ víctimas); y aún hay otros sentidos se-
gún los cuales los juicios pueden ser universalizables. Tal vez un
juicio sea universal izable según uno de estos sentidos, pero no
según los otros. Por ejemplo, un juicio de prudencia es univer-
salizable con respecto a los agentes, pero no con respecto a los
destinatarios. Tiene que ver con mis intereses como agente, pe-
ro no con mis intereses como destinatario: puedo tratar a los
demás destinatarios como me plazca, con tal que mi acción sa-
tisfaga mis propios intereses.
El hecho de que las relaciones hacia los individuos puedan
ser universales qua relaciones (son predicados universales de-
dos-o-más-lugares, aunque los individuos no son universales)
abre la puerta a una gran variedad de deberes acerca de los cua-
les podríamos tener dudas sobre si llamarlos deberes morales
siquiera. Por ejemplo, ¿son deberes morales los deberes que
tengo hacia mi país, porque es mi país, o tan sólo son, para usar
una expresión de Simón Blackbum (1984: 186), deberes esmo-
rales (shmoral)? Dicho de otro modo, son deberes que pueden
ser completamente universalizados con respecto a todos los
destinatarios en todas las situaciones, o lo son tan sólo con res-
pecto a todos los agentes. Y si es verdad que tengo deberes hacia
mi país, ¿tengo también entonces deberes hacia mi familia, o
mi tribu, o mi sexo, o mi especie (para abreviar, hacia mi propio
grupo) distintos de los que tengo hada otros grupos de gente?
Naturalmente, puedo tener un deber moral de mantener mis
promesas y no, en cambio, las de la otra gente (H 1992e: ii.
1259). Esto pondría obviamente en peligro uno de los principa-
les puntales del tipo de argumento moral que yo defiendo.
La solución kantiana del problema (si se me permite hacer
hablar a Kant) dice, presumiblemente, que sólo tengo esos de-
beres hacia mi familia en la medida en que estoy dispuesto a
permitir que otra gente parecida tenga los suyos hacia sus fami-
110 ORDENANDO LA ÉTICA

lias. Y lo mismo vale si sustituimos «familia» por cualquier otro


de los grupos reducidos que he mencionado. En conversación,
Blackbum me ha sugerido que la diferencia entre él y yo puede
ser expresada en términos de la diferencia entre Hume y Kant.
Yo todavía creo que soy un seguidor de Kant, y Blackbum de
Hume. La ventaja de Kant sobre Hume es que Hume no puede
hacer el movimiento que yo acabo de hacer. Éste funda la mo-
ralidad en la simpatía humana, mientras que Kant lo hace en la
voluntad de todos los seres racionales.
En conexión con esto tal vez sea útil recordar un par de ob-
servaciones hechas por Peter Singer y Derek Parfít. Singer ha
sugerido (1981: cap. 4) que la habilidad de razonar, por sí mis-
ma genéticamente útil y por consiguiente fomentada por la evo-
lución, puede, por decirlo así, enrobustecerse y llevarnos más
allá de lo que los intereses de nuestros genes requieren. De mo-
do que no podemos encontrar ninguna buena razón para dete-
nemos en los intereses de nuestro propio pueblo o tribu. Está
en nuestro interés y en el interés de nuestros genes proteger a
los miembros de nuestra propia tribu; pero resulta difícil dete-
nerse aquí. Y así es que la razón nos anima a seguir adelante y a
tratar de promover los intereses de otras tribus y hasta de otras
especies. Yo mismo he sugerido que lo que es cierto de la facul-
tad de la razón quizá sea también cierto del don del lenguaje
que es su vehículo (H 1981¿). De modo que el lenguaje moral
quizá sea, después de todo, superior al lenguaje esmoral.
Parfit también (1984: caps. 6 y ss.) aboga por una extensión
de nuestra preocupación más allá del estrecho interés propio.
Afirma que se pueden usar los mismos argumentos por medio
de los cuales la prudencia prevalece sobre la «teoría del objetivo
presente» para dar la victoria a la moralidad universal sobre la
prudencia. Si podemos extender lo que él dice un poco, también
podrían ser usados para dar la victoria a Kant sobre Hume. Es
decir, aunque se puedan admitir términos singulares en los jui-
cios morales, éstos tienen que estar gobernados por una regla
universal que permita que cualquiera que se halle relacionado
de tal modo hacia un individuo o grupo tenga unos deberes pa-
recidos hacia ese individuo o grupo.
Si Parfit y Singer están en lo cierto, entonces tenemos la so-
lución al problema de las esmoralidades. Éstas sólo pueden
considerarse moralidades si están gobernadas por semejante re-
gla universal. Pero la lógica no excluye a las esmoralidades, no
más de lo que excluye a la prudencia. En MT 11.2 y ss. reconocí
INTUICIONISMO 111

que el amoralismo consistente es viable como opción, y lo mis-


mo puede decirse del esmoralismo. Y en MT 1.5 reconocí que
aquellos que no estén dispuestos a emplear el lenguaje moral
tienen a su disposición lenguajes alternativos. El caso extremo
es el imperativo puro, el lenguaje que consiste en expresar de-
seos individuales simples u «objetivos presentes». Pero existen
otros tipos de lenguaje esmoral entre éste y el lenguaje de la mo-
ral. La cuestión es, «¿Por qué deberíamos preferir usar el len-
guaje moral en vez de éstos?» Por mi parte, estoy convencido de
que prefiero usar el lenguaje moral y, por consiguiente, puedo
seguir a Moore (1903: 6) y decir que tal como yo lo empleo, los
juicios morales que lo constituyen son universalizables.
Estoy igualmente convencido de que Blackbum y yo estare-
mos de acuerdo en la mayoría de los juicios morales que ha-
gamos, si bien no tengo muy claro de qué modo argumentará él
a favor de éstos. Es probable que invoque a Hume, cuyas con-
cepciones, no menos en epistemología que en ética, no difieren
tanto como normalmente se cree de las de Kant, si bien sus ca-
racteres eran muy diferentes. En 7.3 veremos que la argumen-
tabilidad (arguability) y, con ella, la posibilidad de reconciliar
posiciones morales en conflicto, son un requisito para una teo-
ría ética satisfactoria. Esto es lo que hace posible que haya
prescripciones morales objetivas que todos los pensadores ra-
cionales pueden aceptar (H 1993g). Cabe esperar, sin embargo,
que las prescripciones esmorales, aunque puedan ser aceptadas
racionalmente por los agentes porque favorecen sus intereses y
los intereses de sus grupos, no van a poder ser aceptadas por
sus víctimas que, como dijo Kant, no pueden compartir los fi-
nes de las acciones prescritas (8.2).
Ésta es una de las razones por las que prefiero usar el len-
guaje moral. Otra razón es prudencial en el sentido más amplio.
En MT 11.2 y ss. sostuve que si educáramos a un niño con el
único pensamiento de su propio interés, lo estaríamos educan-
do para usar el lenguaje moral y seguir prescripciones morales.
Tras ver las cosas terribles que se han hecho a lo largo de los
tiempos hasta nuestros días debido a sistemas esmorales que
no son morales en el sentido pleno, siento la necesidad de resol-
ver nuestros problemas apelando a la moralidad. Tal vez sea és-
ta la única salida, especialmente de cara a tratar con el proble-
ma de nuestras relaciones con las otras especies.
Debemos, en pos de la claridad, hacer una distinción entre
dos cuestiones: la cuestión acerca de qué requiere la lógica del
112 ORDENANDO LA ÉTICA

lenguaje moral, en oposición al lenguaje esmoral, y la cuestión


acerca de cómo motivar a la gente para que la use. Aunque ten-
ga razón en la respuesta que ofrezco a la primera cuestión, la
segunda cuestión aún sigue ahí. Pero ésta no es una cuestión
para ser tratada en teoría ética en sentido estricto. Por ahora no
sé ver la solución a estos problemas y, por consiguiente, tengo
que dejar parte de mi trabajo inconcluso, como ya hice en FR
7.4 y MT 5.6. Desde entonces he atado algunos cabos sueltos y
espero que otra gente o yo mismo podamos atar algunos más en
el futuro. Ésa es una de las razones por las que he dejado abier-
to para la gente que venga uno de los lados de mi taxonomía
(6.7). Pero por el momento me inclino a defender a Kant en
oposición a Hume.

5.9. Con esto llegamos al final de nuestra discusión y cla-


sificación de las teorías descriptivistas. Hemos visto que en to-
das ellas hay algo equivocado: el error común que comparten, si
las examinamos de cerca, es que todas ellas terminan cayendo
en el relativismo. Esto, como digo, representa un resultado sor-
prendente, ya que lo que mueve en primer lugar a la mayoría de
los descriptivistas es el deseo de evitar el relativismo. El proble-
ma es que han seguido el camino equivocado. En realidad, co-
mo veremos, la única forma de lograr una especie de objetivi-
dad en nuestros enunciados morales pasa por abandonar el
descriptivismo. En mi opinión, Kant comprendió lo que esto
significa. Lo que obliga a nuestro pensamiento, cuando pensa-
mos moralmente, es que estemos buscando prescripciones para
la acción, no descripciones de acciones (H 1996c). Hay algunas
máximas (para usar un término de Kant) que no podemos que-
rer que se conviertan en leyes universales: y las máximas consti-
tuyen un tipo de prescripciones.
Para anticipar ya algunas de las cosas que diré más ade-
lante: la razón por la que una teoría prescriptivista es capaz de
evitar caer en el relativismo es que el elemento prescriptivo
presente en el significado de los enunciados morales, y espe-
cialmente su forma, puede ser compartido por culturas con
costumbres morales distintas, mientras que el significado des-
criptivo no puede serlo. El que todas las culturas estén obliga-
das a razonar según las propiedades lógicas formales de lo que
están diciendo, propiedades que son las mismas sea cual sea
el contenido de sus opiniones morales, se debe a que todas
ellas prescriben, y prescriben de una forma universal (compar-
INTUICIONISMO 113

ten esa parle del significado de sus enunciados morales). Pero


quizá esto no se comprenderá hasta que llegue a esbozar mi
propia teoría.
En el siguiente capítulo voy a pasar al otro lado de la divi-
sión principal entre teorías éticas y clasificaré las teorías no-
descriptivistas. Empezaré con el emotivismo, del que Axel Há-
gerstróm fue un pionero, y discutiré sus méritos y errores,
siendo el principal de éstos el que conduzca al irracionalismo y
haga imposible cualquier tipo de razonamiento moral funda-
mental. A continuación presentaré una teoría que resuelve este
error, así como también los errores del descriptivismo.
Ca p ít u l o 6

EMOTIVISIMO

6.1. En el capítulo 5 concluí, por el momento, la presen-


tación de las teorías descriptivistas. Como vimos, todas ellas
están destinadas a terminar cayendo en el relativismo, que es
todo lo contrario de lo que la mayoría de sus partidarios de-
sean. En los capítulos 6 y 7 voy a hablar de las teorías no-des-
criptivistas y a preguntar si éstas pueden evitar caer en el relati-
vismo. De modo sorprendente (para algunos), descubriremos
que lo que permite a una teoría no-descriptivista evitar el relati-
vismo es un elemento no-descriptivo en el significado de los
enunciados morales (7.3). Pero el primer tipo de teoría no-des-
criptivista que voy a tratar, a saber, el emotivismo, no caracteri-
zó adecuadamente este elemento. Con todo, los defensores del
emotivismo —de entre los cuales Axel Hágerstróm (1911) fue el
primero en los tiempos modernos—, hicieron el paso importan-
te de sugerir que existe otro elemento en el significado de los
enunciados morales además de su sintaxis y sus condiciones de
verdad. Si no hubieran hecho este paso, no habría sido posible
realizar los últimos avances hacia una teoría ética objetivista;
porque antes de poder realizar este paso es preciso rechazar el
descríptivismo.
En lo que sigue voy a criticar el emotivismo en general, no
ningún emotivismo en particular, y aún menos el de Hágers-
tróm. Como muchos de los emotivistas modernos cometen
errores que no son esenciales al emotivismo mismo, será mejor
que construya mi propia versión de una teoría emotivista que
saque a relucir de la forma más clara las virtudes y defectos
que hay en el emotivismo. Mi intención con ello no es presen-
tarlo como en una caricatura o como un blanco fácil para la crí-
tica. Mi intención es representar lo mejor del emotivismo. Un
116 ORDENANDO LA ÉTICA

ejemplo ilustrará lo que me propongo. Charles Stevenson reali-


zó en 1945 la exposición más completa que existe de una teoría
emotivista (a menos que incluyamos a Alian Gibbard [1990],
quien ha sido, claro está, profundamente influenciado por Ste-
venson; Gibbard se llama a sí mismo un «expresivista normati-
vo»). La inclusión de elementos subjetivistas en su teoría (toma-
dos tal vez de Westermarck o de una interpretación equivocada
de éste) hace que el libro de Stevenson sea muy confuso. De es-
te modo, su análisis más famoso de los juicios morales tiene la
forma «Yo apruebo x; haz tú lo mismo». Pero la primera parte
de este analysans consiste innegablemente en un mero enuncia-
do de hecho psicológico acerca del hablante y, en consecuencia,
según el sentido del capítulo 5, sería subjetivista. Consistiría
en una forma de naturalismo subjetivista y, por consiguiente, en
una forma de descriptivismo. Y la adición de la parte imperati-
va del analysans, «haz tú lo mismo», no es suficiente para disi-
par la confusión.
Existe evidencia de que mucha gente ha cometido errores
por culpa de esta formulación. Ewing (1959), por ejemplo, titu-
ló el capítulo donde critica el no-descriptivismo «El nuevo sub-
jetivismo». Y el mismo Stevenson tituló su innovador trabajo
inicial; «Los argumentos de Moore en contra de determinadas
formas de naturalismo ético» (1942), sugiriendo así que lo que
él, Stevenson, defendía era el naturalismo subjetivista. De ahí
que fuera sencillo confundirse. Podríamos indicar que en el mo-
mento en que Stevenson escribió eso, Ayer, otro famoso emo-
tivista, ya se había disociado claramente (1936: cap. 6) de este
tipo de subjetivismo, citando en su contra argumentos sacados
de Moore (1912: 57 y ss.); Stevenson, pues, no tenía ninguna ex-
cusa para esta confusión. Habría sido mejor si hubiera usado
tan sólo su segundo modelo de análisis, que posee el mérito de
sacar a relucir claramente la distinción entre los dos elementos
del significado de los enunciados morales, el descriptivo y el
evaluativo, siendo el elemento descriptivo el criterio de aplica-
ción de las palabras morales, y el elemento evaluativo la expre-
sión de una actitud. Por contra, el «elemento descriptivo» en
«Yo apruebo x; haz tú lo mismo» no ofrece un criterio para la
aplicación de palabras morales; en realidad, no encaja bien en
el análisis y debería ser reemplazado por una expresión, no una
descripción, de la actitud del hablante.
Quiero evitar tener que exponer hasta un extremo tedioso
lo que, en mi opinión, no son más que errores en la formulación
EMOTIVISIMO 117

que hacen los emotivistas de sus teorías, errores como el que


acabamos de ver. En consecuencia, voy a ofrecerles una versión
simplificada del emotivismo que incluye tanto los méritos como
los defectos que, según creo, le son intrínsecos. Así pues, ¿cuál
es el elemento que los emotivistas querían añadir al análisis del
significado de los enunciados morales para que éstos dejaran de
ser puramente descriptivos? Tal elemento tenía dos aspectos,
que los emotivistas distinguieron con acierto. Llamaré estos dos
aspectos lo expresivo y lo causativo, y empezaré tratando el pri-
mero de ellos.

6.2. Los emotivistas creyeron que cuando hago un enun-


ciado moral estoy expresando una actitud mía hacia un acto,
persona, etc. Observen bien que expresar una actitud es algo
distinto de enunciar que la tengo. Ésta es una de las formas de
señalar la importante diferencia entre el emotivismo y el subje-
tivismo que he estado recalcando. Los primeros emotivistas, en
vez de «actitud» hablaron de «sentimiento»; pero es preferible
«actitud», por razones que ya dio Stevenson. Puedo decir que,
de hecho, tengo una cierta actitud o sentimiento, sin expresarlo.
Comparen dos personas, una de las cuales afirma, en un tono
de voz calmado, «Estoy muy disgustado contigo por lo que has
hecho», mientras que la otra dice «¡Eres un imbécil!». Aquí la
primera persona está enunciando que tiene un sentimiento (en-
fado); la segunda lo está expresando.
Es importante comprender que, en un sentido, no hay nada
malo en decir que cuando hacemos un enunciado moral esta-
mos expresando una actitud. Está claro que si dijera, por ejem-
plo, «Es incorrecto comer carne», estaría expresando una acti-
tud hacia el comer carne. El problema surge por culpa de un
punto oscuro o ambigüedad en la palabra «expresar». Fijémo-
nos, pues, más de cerca en esta palabra. El sentido en que
la usaron algunos emotivistas viene indicado por el uso que ha-
ce Ayer de «mostrar» (evince) como un sinónimo de ella. Si
muestro enfado, estoy enfadado, y doy señales de ello. Así pues,
nuestra impresión es que los emotivistas creyeron que cuando
hacemos un enunciado moral, tenemos una actitud (de desa-
probación, por ejemplo) y damos señales de ello.
Pero aun cuando éste sea uno de los sentidos posibles de
«expresar», está claro que no es el único. Aquí hay otro. El es-
pañol expresa la negación por medio de la palabra «no». Russell
y Whitehead expresaron la misma operación por medio del sig-
118 ORDENANDO LA ÉTICA

no de tilde «~». Los matemáticos expresan la suma por medio


del signo «más» (el signo en forma de cruz, «+»). Observen qué
raro sería decir que los matemáticos muestran la suma por me-
dio de este signo, o que los españoles muestran la negación di-
ciendo «no». No se trata de tener una actitud o sentimiento y de
dar señales de ello; se trata, más bien, de tener algo que decir y
de usar esta palabra para decirlo. Cuando decimos algo, expre-
samos nuestro significado y lo expresamos correctamente si
usamos las palabras apropiadas. Por este motivo, los filósofos,
a menudo, cuando quieren hablar sobre una palabra o frase, se
refieren a ella diciendo «la expresión "...”», y a continuación
añaden la palabra o frase entre comillas. Cualquier palabra
o frase del lenguaje, sin excepción, es una expresión en este
sentido.
Espero que vean que la distinción entre expresar y enunciar
que también sobrevive en este sentido diferente de «expresar».
Si estoy escribiendo algo sobre un trozo de papel y alguien me
pregunta qué estoy escribiendo, una de mis respuestas puede
ser «Estoy negando el enunciado de que Estocolmo está en Sue-
cia». En tal caso, si lo que estoy escribiendo es «Estocolmo no
está en Suecia», entonces lo que digo con mi boca es verdadero;
pero lo que escribo es falso. De modo que la negación que estoy
expresando es falsa, pero el enunciado de que la estoy expresan-
do es verdadera. En consecuencia, expresar no puede ser lo
mismo que enunciar.
Comparemos el uso de «no» para expresar negación con el
uso de, por ejemplo, «¡Al infierno!», que expresa enfado. Aquí
hay una diferencia importante que me gustaría destacar. Se
puede usar la frase «¡Al infierno!» para expresar enfado porque,
en su sentido literal, «infierno» es el nombre de un lugar extre-
madamente desagradable, que supuestamente existe, donde «el
gusano no muere y el fuego no se apaga». El uso de «¡Al infier-
no!» como una expresión de enfado es un uso metafórico o
transferido. No ocurre lo mismo en el caso de «no» como expre-
sión de negación. En este sentido, las expresiones de actitudes
morales se parecen más a «no» que a «¡Al infierno!». «No», co-
mo expresión de negación, no parece ser un uso transferido;
¿de dónde podría venir transferido? No es más que la palabra
que tenemos en español para expresar negación. De forma simi-
lar, «incorrecto» no es más que una de las palabras que tenemos
en español para expresar desaprobación. La convención lin-
güística por medio de la cual el sonido «no» es la forma de ne-
EMOTIV1SMO 119

gar en español, o de expresar negación, es, en un sentido, inme-


diato, no es derivado o transferido; lo mismo puede decirse de
«incorrecto» y de la desaprobación.
Estaría bien, por consiguiente, dejar a un lado las asocia-
ciones de la palabra «mostrar» y considerar que la palabra «in-
correcto» es una palabra que sirve para expresar desaprobación
del mismo modo que «no» es una palabra que sirve para expre-
sar negación. Tanto la aprobación como la negación son unos
tipos de operaciones lingüísticas que tienen sus expresiones
apropiadas. Aunque, desde luego, no decimos mucho sobre el
significado de «incorrecto» diciendo que se usa para expresar
desaprobación. Necesitamos añadir una explicación sobre lo
que es la desaprobación.
La desaprobación es, obviamente, lo opuesto a la aproba-
ción; pero, ¿qué es la aprobación? Ésta, como la desaprobación,
consiste primariamente en una operación lingüística. El Oxford
English Dictionary define «approval» (aprobación o consenti-
miento) como «la acción de declarar que (algo) está bien»; y
«approve» (aprobar) como «decir (de algo) que está bien». No
habla para nada de sentimientos; aunque debo admitir que
también defíne «approbation» (aprobación) como «aprobación
(approval) expresada o sentida»; de modo que es evidente que
puede haber un sentimiento de aprobación (approval). No obs-
tante, lo que nos sugiere el diccionario es que la aprobación (ap-
proval) consiste antes que nada en un acto de habla y no en un
sentimiento o actitud. Aunque esto tampoco nos aproxima más
a la comprensión de qué tipo de acto de habla se trata.
Stevenson no iba tan mal encaminado en esta cuestión. Di-
jo, si se me permite resumir su concepción, que la actitud de
aprobación es una disposición a actuar del modo que se aprue-
ba, y a alentar a los demás para que actúen de la misma forma.
De modo que si las palabras morales son expresiones de apro-
bación y desaprobación, entonces, podríamos decir, el aspecto
expresivo de su significado se une a su aspecto causativo. Tener
una actitud de aprobación equivale a estar dispuesto a hacer un
determinado tipo de acto y a estar dispuesto a querer o prescri-
bir que los demás tengan la misma disposición. Este querer es,
supongo, un sentimiento, de tal suerte que la explicación no
omite completamente el sentimiento; pero sí que asume un pa-
pel subordinado. Así pues, al parecer, el mejor modo de com-
prender el aspecto expresivo del significado de los enunciados
morales es examinar el aspecto causativo. Esta parte de la teo-
120 ORDENANDO LA ÉTICA

ría emotivisla sostiene que una función de los enunciados mo-


rales consiste en ittducir sentimientos o actitudes o en influir en
la conducta.

6.3. El mejor modo de tratar sobre esta función causativa


es en conexión con la asimilación de los enunciados morales a
los imperativos —y no porque el significado de los imperativos
radique en la función de inducir actitudes o conseguir que la
gente haga cosas. Esto, como veremos, es un error. Pero como
los emotivistas generalmente cometieron este error, el lomarlo
en consideración nos ayudará a dilucidar sus teorías. Pues si lo-
gramos ver qué hay de malo en decir que el significado de los
imperativos tiene que ser explicado por referencia al hecho de
que se utilizan para conseguir que la gente haga cosas, entonces
podremos ver mejor qué hay de malo en una teoría sobre los
enunciados morales que sostiene algo muy parecido.
Es de lo más natural suponer que alguien puede explicar el
significado del modo imperativo diciendo que es el modo que uno
usa para conseguir que la gente haga cosas. Llamé a esta teoría la
teoría del «empujón verbal» del significado de los imperativos
(1.5, H 1996b). Encontramos rastros de concepciones de este tipo
en muchos escritores (p.e., A. Ross 1968: 68, véase H 1969b; Von
Wright 1963: 149 y ss.; Castañeda 1974: 45, véase H 1976e; Searle
y Vanderveken 1985: 52). He estado polemizando con ellos a lo
largo de toda mi carrera, pero se trata de un error muy fácil de co-
meter (H 1949, LM 12 y ss., 1971b: s.f.). Es cierto que a menudo
usamos los imperativos para conseguir que la gente haga cosas.
Sin embargo, una rápida reflexión mostrará que no podemos ex-
plicar su significado de esta forma. Porque, primero, hay oracio-
nes en otros modos que también se utilizan para conseguir que la
gente haga cosas; y segundo, a veces los imperativos se usan con
propósitos distintos al de hacer que la gente haga lo que se ordena
o requiere (lo que se especifica en el imperativo). Pero el significa-
do tiene que ser algo esencial en la preferencia (utterance) de una
oración. Si se usa para algún otro propósito distinto al de dar em-
pujones, ese propósito no puede ofrecer su significado, al menos
en esta ocasión de uso. Si digo, por ejemplo, «Estáte callado», lo
que estoy haciendo, según la teoría del «empujón verbal», es tra-
tar de conseguir que esa persona esté callada, y en esto consiste el
significado de mi preferencia. Esta concepción sería refutada si
encontráramos un ejemplo de alguien que dijera «Estáte callado»,
queriendo decir con ello lo que esto suele significar, pero no estu-
EMOTIVISIMO 121

viera tratando de conseguir que se callasen la persona o personas


a las que se dirigiera.
He aquí el ejemplo en cuestión, que recuerdo haber em-
pleado por primera vez en 1949. Dos profesores de un anticua-
do instituto para chicos dicen a sus respectivas clases «Estén
callados mientras salgo un momento del aula». Uno de ellos
quiere realmente y trata de conseguir que los chicos estén calla-
dos. Pero el otro, tan pronto como cierra la puerta, pega la ore-
ja al ojo de la cerradura y cuando los chicos empiezan a hablar,
como él esperaba que hicieran, abre de golpe la puerta, saca la
vara y empieza a repartir golpes a placer. Los dos profesores
querían decir lo mismo con sus palabras. No es verdad que el
profesor sádico quisiera decir en realidad «Hablen mientras sal-
go un momento del aula». Porque si hubiera sido eso lo que en
realidad quería decir, los chicos no le habrían desobedecido y él
no habría encontrado ninguna excusa para pegarles. Para que
la excusa funcione, y a fin de no meterse en líos con el director
del centro, él tiene que haberles dicho que estuvieran callados.
Y esto es justamente lo que ha sucedido. El hecho de que, al de-
cirles que estuvieran callados, él (sabiendo lo insubordinados
que son los chicos por naturaleza) estuviese queriendo y tratan-
do de conseguir que hablasen es estrictamente irrelevante para
la explicación del significado de lo que dijo.
Se podrían ofrecer muchos otros ejemplos de proferencias
imperativas que, aun teniendo un significado claro, no tienen
por finalidad conseguir que la gente a la que se dirigen haga lo
que se especifica. El conseguir que la gente haga lo que se espe-
cifica es una función que los imperativos tienen muy frecuente-
mente de forma característica —de hecho, hay una razón en su
significado que explica el que tengan de forma característica es-
ta función; pero no se puede usar esta función para explicar su
significado. Los imperativos tienen esta función como conse-
cuencia de su significado; el significado da cuenta de esta fun-
ción, y no al revés. Con esto resumo un largo argumento; pues-
to así lo que digo no es concluyente, pero ahora no tengo
tiempo para detenerme en el asunto. Tal vez sirva de algo expli-
car en general un poco por qué razón este tipo de explicación
del significado hecho en términos de función intencionada no
es suficiente.

6.4. J. L. Austin (1962), como vimos (1.5), traza una dis-


tinción entre tres cosas que él llama acto locucionario, acto ilo-
122 ORDENANDO LA ÉTICA

cucionario y acto perlocucionario. La distinción entre los dos


primeros, aun cuando fuera posible trazarla, cosa que dudo
(véase H 1971c: 100 y ss.), no nos concierne ahora. Pero la dis-
tinción entre los dos primeros tomados conjuntamente y el se-
gundo es muy importante (véase también Urmson 1968: cap.
11). Para comprender en qué falla el emotivismo, uno tiene que
entender esta distinción.
El efecto perlocucionario de una preferencia es lo que uno
hace o intenta hacer por medio de su realización (per locutio-
nem). Según Austin, tal efecto tiene que ser diferenciado de lo
que uno hace al decir lo que dice (m locutione), el acto ilocucio-
nario. Y además de eso también tiene que ser diferenciado del
significado de la preferencia. Volviendo a nuestro ejemplo
del profesor sádico, por ejemplo: lo que éste hace al decir «Es-
tén callados» es decir a los chicos que estén callados; eso es lo
que sus palabras significan. Pero lo que en realidad está tratan-
do de hacer por medio de la dicción de esas palabras es conse-
guir que hablen, para que así estén a merced de sus excéntricos
amours. La razón de que en principio sea imposible explicar el
significado en términos del efecto perlocucionario es que el sig-
nificado, en su sentido relevante —y la fuerza ilocucionaria, en
el caso de que ésta sea otra cosa— es algo que por convención
pertenece a una preferencia de un tipo determinado realizada
en una determinada situación. De tal suerte que el significado
de la preferencia «Prometo pagarte mil pesetas mañana», he-
cha en condiciones normales (y no, por ejemplo, sobre el esce-
nario —1.3, H 1989a) está determinado por la convención se-
gún la cual los sonidos «Prometo, etc.» son los sonidos que se
usan en español para realizar el acto de habla que llamamos
«prometer pagar al destinatario 1.000 pesetas mañana». Lo que
no podemos hacer es proferir una serie de sonidos con signifi-
cado, en el sentido relevante de esta palabra, sin disponer de
una convención que diga que es así como deben ser usados —es
decir, que diga que tal es el acto de habla que expresan, o ésa
es la preferencia de la que forman parte. La fuerza ilocuciona-
ria, en caso de que sea algo distinto del significado, está sujeta a
la misma condición: no podemos dar a los sonidos «Prometo,
etc.» el poder de llevar la fuerza ilocucionaria de una promesa
si no disponemos de una convención que diga que tal es el acto
de habla que expresan.
Pero no podemos, en principio, tener una convención de
que una determinada serie de sonidos fue utilizada para conse-
EMOTIVISMO 123

guir que la gente hiciera cosas. Tenemos, claro está, la conven-


ción de que proferir una determinada serie de sonidos es decir a
alguien que haga algo —que, por ejemplo, proferir las palabras
«Estén callados» es decir a la gente a la que uno se dirige que
esté callada—, realizar el acto de habla de decírselo. Pero decir
a alguien que haga algo no es lo mismo que conseguir que lo ha-
ga, ni tampoco es lo mismo que tratar de conseguir que lo haga
(como vimos en el ejemplo del profesor de instituto). La razón
de que decir a alguien que haga algo sea una actividad conven-
cional, mientras que conseguir o tratar de conseguir que lo ha-
ga no puede serlo, está en que para decir a alguien que haga al-
go, todo lo que hay que hacer es seguir la convención apropiada
y decir «Estén callados» si hablas en español, «Chup rahó» si lo
haces en hindi, etc.
Sin embargo, para conseguir que alguien esté callado quizá
no sirva de nada realizar solamente aquellos actos de habla que
están de acuerdo con las convenciones. Para conseguir que una
persona esté callada, esa persona tiene que estar dispuesta a es-
tar callada. Una de las formas de hacer que adopte esa disposi-
ción es decirle que esté callada; pero una vez se lo has dicho
—es decir, una vez has proferido las palabras apropiadas de
acuerdo con las convenciones lingüísticas—, ahí termina la par-
te lingüística del procedimiento, el acto de habla. Haces eso y
das a las palabras su significado, con independencia de lo que
haga la persona a continuación. El conseguir algo es un efecto
del decir algo (un efecto que tal vez puedas producir por otros
medios, como, por ejemplo, con drogas o una mordaza o sim-
plemente haciéndola enmudecer con una amenaza). Cuando se
discute sobre el significado, lo que cuenta es el decir algo, no el
conseguir algo. El decir algo, por otro lado, no consiste en un
tratar de conseguir algo. Uno puede intentar conseguir que al-
guien esté callado diciéndole que esté callado; pero se trata de
cosas distintas. Para verlo en una analogía: puedo intentar aflo-
jar el tapón de un frasco de mermelada calentándolo; pero si
uno quisiera explicar en qué consiste el calentar algo, no podría
decir que consiste en tratar de aflojar algo —en parte porque
uno puede calentar algo por otras muchas razones, y en parte
porque quizá existan otros modos de tratar de aflojar una cosa.
Hay, claro, una razón por la que el decir a la gente que haga
algo es normalmente una forma de conseguir que lo haga. Esto
quedará más claro si explico mejor lo que uno hace cuando di-
ce a alguien que haga algo. ¿De qué modo, por ejemplo, distin-
124 ORDENANDO LA ÉTICA

güimos entre lo que hacemos cuando decimos a alguien que es-


té callado y lo que hacemos cuando le decimos que en realidad
se estará callado? En general, ¿qué diferencia existe entre unos
imperativos típicos y unos indicativos o declarativos de futuro
típicos con el mismo contenido? No voy a poder explicar esta
cuestión extensamente, pero tal vez esto sirva para encararla.
Supongan que estoy hablando a una persona idealmente aco-
modaticia —una persona que está dispuesta a aceptar, estar de
acuerdo y asentir en general a todo lo que yo diga. Si le digo que
Jane se encuentra en la habitación de al lado, sin duda me cree-
rá. Si le digo que cierre la puerta, sin duda lo hará. Podemos ex-
poner la diferencia entre el significado de los indicativos y el de
los imperativos diciendo que, en el caso de un indicativo, la res-
puesta acomodaticia (o conformista, como la he llamado a ve-
ces) consiste en creer lo que se dice, mientras que en el caso de
un imperativo, la respuesta acomodaticia o conformista consis-
te en hacerlo.
Pero la gente no siempre es acomodaticia; a veces no está
dispuesta a aceptar o asentir a lo que decimos. Si sabemos que
suele responder de forma contraria a la que uno sugiere, como
los chicos del ejemplo en el instituto, quizá debamos decir una
cosa con la esperanza de que creerá, o hará, lo contrario. Aun-
que normalmente damos por supuesto que las personas que nos
escuchan son, por una razón u otra, lo suficientemente acomo-
daticias como para hacer o creer lo que decimos. De otra forma,
la cooperación sería difícil, por no decir imposible. Por eso no
solemos pedir o decir a la gente que haga cosas a menos que
pensemos que, de alguna forma, está dispuesta a hacer lo que le
decimos o pedimos; asimismo, tampoco solemos hacer enun-
ciados delante de la gente a menos que pensemos que, de algu-
na forma, está dispuesta a creer lo que enunciamos. Con todo,
del mismo modo que en el segundo caso sería un error tratar de
explicar el significado del modo de indicativo diciendo que es el
modo que uno usa para tratar de conseguir que la gente crea co-
sas, asimismo debemos estar al tanto de no apartamos de la ex-
plicación verdadera del significado de los imperativos (a saber,
que un imperativo es el tipo de acto de habla ante el cual la per-
sona acomodaticia o conformista responde haciendo o ponién-
dose en disposición de hacer lo que se especifica) y defender la
opinión falsa de que una oración en imperativo consiste, esen-
cialmente, en un intento de conseguir que alguien haga lo que
se especifica, y que ésta es la explicación de su significado. Sue-
EMOTIVISIMO 125

le ser un intento de conseguir alguna cosa, pero ello no le es


esencial.

6.5. Tal vez sea este el momento más apropiado para decir
algo más acerca de la expresión «pragmática», responsable de
tanta confusión (1.5 y s., H 1996¿>). Uno puede dar casi por se-
guro que cuando alguien la usa va a confundir actos ilocuciona-
rios con actos perlocucionarios. La expresión «pragmática»
pertenece a una tríada (cuyas otras dos partes son «sintáctica» y
«semántica» que ya he mencionado anteriormente). Charles
Morris ( 1938; 1946: 216 y s.) introdujo estas tres expresiones en
un loable intento de hacer algo más clara la tan vaga noción ge-
neral de «significado». No querría que me interpretaran como
diciendo que tan sólo existe un tipo de significado —tan sólo un
sentido de la palabra. Existe incluso un sentido de «significado»
en el que el efecto perlocucionario forma parte del significado.
Todo lo más que pido es que se distinga cuidadosamente entre
los diferentes tipos de significado y que aquellos que tienen que
ver con la lógica y las reglas para el uso sean diferenciados de
aquellos otros que no tienen nada que ver con ello.
Se ve muy claro qué problema causa la palabra «pragmáti-
ca» (anterior a la distinción de Austin) cuando, por ejemplo, la
gente afirma que el significado de los imperativos está consti-
tuido por su pragmática. Hasta Stevenson dijo algo así sobre los
enunciados morales. El título que dio a una de las secciones
más importantes de su libro (1945) era «Aspectos piagmáticos
del significado». Si con eso se hubiera estado refiriendo a algo
relacionado con las fuerzas ilocucionarias, le habría aplaudido.
Pero la realidad es que, debido a la confusión causada por la
palabra «pragmática», su argumento parece haber sido el si-
guiente: los enunciados morales (o «ethical sentences», como
las llamaba él) no expresan creencias (no, al menos, en primer
lugar); no tienen significado del mismo modo que los enuncia-
dos descriptivos corrientes tienen significado. Por consiguiente,
su significado debe encontrarse en su pragmática. Ahora bien,
como no logró distinguir entre actos ilocucionarios y actos per-
locucionarios, cayó de bruces en el irracionalismo. El significa-
do puede ser ilocucionario y, por consiguiente, verse constreñi-
do por reglas lógicas aunque no esté gobernado por condiciones
de verdad. El error fue creer que ya que el significado de los
enunciados morales no está determinado completamente por
sus condiciones de verdad, no puede haber ningún tipo de argu-
126 ORDENANDO LA ÉTICA

mentó moral, o bien tan sólo unos tipos de argumento muy li-
mitados. En mi opinión, la culpa de que se cometiera este error
la tiene la palabra «pragmática». Algunos seguidores de Witt-
genstein ayudaron a promover la misma confusión rumoreando
indiscriminadamente sobre la expresión «el uso de las oracio-
nes», que tanto podia significar su uso ilocucionario como su
uso perlocucionario (1.5). Austin también se refiere a esta fuen-
te de confusión (1962: 100).
Si tratar de explicar el significado de los imperativos en tér-
minos de su efecto perlocucionario constituye un error, todavía
más erróneo es hacer lo mismo con los enunciados morales. Es
más absurdo decir que la función esencial de los enunciados
morales —lo que les da su significado— es conseguir que la gen-
te haga cosas, que decir eso mismo de los imperativos. Los ad-
versarios del emotivismo han señalado esto con frecuencia.
Cuando alguien con inclinaciones pacifistas que acaba de ser
llamado a filas me pregunta si debería o no responder a la lla-
mada y alistarse en el ejército, y yo le respondo «Sí, deberías ha-
cerlo», puede que yo no esté tratando de conseguir que se aliste
en el ejército. El podría interpretar como una impertinencia o,
cuando menos, como una interferencia no justificada en una
decisión personal, que se hiciera algo como intentar conseguir
que se alistara en el ejército. Lo que pidió fue consejo, no in-
fluencia o incitación.
Sin embargo, los adversarios del emotivismo, tras señalar
esto, a menudo infieren de ello que los juicios morales, como no
son intentos de conseguir que la gente haga cosas, no pueden
ser nada parecido a los imperativos, porque éstos sí son inten-
tos de conseguir que la gente haga cosas. Como vimos (1.6), se
ha utilizado un argumento como éste para retomar a una espe-
cie de descríptivismo, de tipo naturalista o intuicionista. Pero el
argumento parte de una premisa falsa. Decir que los imperati-
vos son esencialmente intentos de conseguir que la gente haga
cosas es decir algo equivocado. En cuanto nos percatamos de
este error sobre los imperativos, nos libramos de una gran par-
te de los errores que han infectado recientemente la filosofía
moral. Como la primera de sus premisas es falsa, el argumento
que acabo de mencionar ni tan siquiera prueba que los enun-
ciados morales no sean imperativos. No es verdad, ciertamente,
que sean imperativos, y aunque a menudo se me haya acusado
de lo contrario, yo jamás he afirmado que lo fueran (LM 1.1).
Mi opinión consiste más bien en decir que los enunciados mo-
EMOTIVISIMO 127

rales comparten con los imperativos una característica muy im-


portante, que yo llamo prescriptividad. Es crucial, por lo tanto,
darse cuenta de que ser prescriptivo, incluso en el caso de los
imperativos, es algo distinto de tener la función esencial de con-
seguir que la gente haga cosas. La teoría según la cual los jui-
cios morales son prescriptivos, por consiguiente, no está ex-
puesta al ataque que acabo de mencionar.

6.6. Me gustaría que vieran lo importante que esto resul-


ta. Quizá sirva de ayuda mencionar algunos aspectos de mi bio-
grafía, que espero resulten excusables. Cuando empecé a hacer
filosofía moral, inmediatamente después de la segunda guerra
mundial, los emotivistas se encontraban en la cúspide y la prin-
cipal controversia del momento se desarrollaba entre ellos y sus
adversarios (H 1995¿). La cuestión principal que parecía dividir
las partes en conflicto era el hecho de que los emotivistas nega-
ban que el pensamiento moral pudiera ser una actividad racio-
nal, mientras que sus adversarios insistían en que podía serlo.
Por esta razón los buenos y los grandes desaprobaban el emoti-
vismo. Eso hizo, en efecto, que el emotivismo se hiciera tan po-
pular entre los jóvenes. Cuando yo entré en escena, lo hice co-
mo adversario del emotivismo, pues quería mostrar, si podía,
que el pensamiento moral podía ser racional. Pero pronto me
convencí del aspecto falaz de los ataques que solían hacerse
contra el emotivismo, formulados todos ellos desde un punto de
vista descriptivista. Vi claramente que lo que se requería era
una teoría ética no-descriptivista que al mismo tiempo fuera ra-
cionalista. Porque estaba completamente seguro de que los
emotivistas tenían razón respecto a su no-descriptivismo, pero
también estaba seguro de que no la tenían al creer que no pue-
de haber argumento racional ni tan siquiera sobre las cuestio-
nes morales más fundamentales.
La clave para el descubrimiento de un tipo racionalista de
no-descriptivismo está en lo siguiente: decir que los enunciados
morales son prescriptivos es decir algo sobre su carácter como
actos ilocucionarios; es decir algo sobre su fuerza ilocucionaria
(en terminología de Austin), y no sobre su efecto perlocuciona-
rio. Por aquel entonces, tanto los emotivistas como sus adversa-
rios pensaban de otro modo. Los emotivistas defendían esta vi-
sión equivocada sobre los imperativos que he estado atacando;
y creían, en consecuencia, que, al asimilar, tal como hacían, los
enunciados morales a los imperativos, afirmaban algo sobre su
128 ORDENANDO LA ÉTICA

efecto perlocucionario. Pero esto, por las razones que he ofreci-


do, no sirve absolutamente de nada como explicación de su sig-
nificado.
Como dije antes, los adversarios del emotivismo compar-
tían esta visión equivocada sobre los imperativos. Consiguiente-
mente, creían que a fin de mostrar la racionalidad del pensa-
miento moral tenían que rechazar lo que ellos llamaban, así a la
ligera, «la teoría imperativa» (tal es el nombre de una de las ca-
beceras de capítulo del libro de Stephen Toulmin, An Examina-
tion o f the Place o f Reason in Ethics [1950], que utiliza para re-
ferirse al emotivismo). En esta teoría incluían todas las formas
de prescriptivismo. De suerte que toda la controversia entre los
emotivistas y sus adversarios siguió sus cauces de acuerdo con
una base equivocada, dando lugar a la mayor parte de confusio-
nes que han plagado la filosofía moral desde entonces hasta
nuestros días, como efecto de este error. La opinión era que la
controversia consistía en una batalla entre, por un lado, los des-
criptivistas racionalistas y, por el otro, los no-descriptivistas
irracionalistas. Se daba por sentado que el racionalismo era in-
separable del descriptivismo, y que el no-descriptivismo lo era
del irracionalismo. Eso explica mis serias dificultades para ha-
cer comprender mis propias concepciones. Porque yo he estado
sosteniendo un tipo racionalista de no-descriplivismo; algo que
puedo sostener gracias a que no cometo el error sobre los impe-
rativos que he estado señalando.
Cuando uno piensa que los imperat ivos, y los actos de habla
prescriptivos en general, obtienen su significado en virtud del
uso que se hace de ellos para conseguir que la gente haga cosas,
está tratando de explicar su significado en términos de su efec-
to perlocucionario. Pero el efecto perlocucionario no tiene nada
que ver esencialmente con las convenciones o las reglas para el
uso correcto de las expresiones. En efecto, ésa es, en principio,
la razón de que no pueda ser usado para explicar el significado.
La lógica, en cambio, tal como es aplicada a una clase de expre-
siones, debe su existencia y validez a esas reglas y convenciones
que gobiernan el uso de las expresiones. Vimos, por ejemplo
(1.1. y s.), que la forma de argumento del modus ponens («Si p
entonces q; y p; así pues, q») debe su validez a las reglas que go-
biernan el uso de la expresión «si» y a las demás palabras que fi-
guran en las oraciones. Ahora bien, una explicación del signifi-
cado de las palabras morales hecha en términos del efecto
perlocucionario no es capaz de generar reglas para su uso y, en
EMOTIVISIMO 129

consecuencia, no es capaz de generar una lógica. Cualquier teo-


ría que pretenda basarse en él está, por consiguiente, condena-
da a ser irracionalista. Sin embargo, en cuanto nos percatamos
de que la explicación correcta del significado de las palabras
morales y de los imperativos es la que se hace en términos de su
fuerza ilocucionaria, y no la que se hace en términos de su efec-
to perlocucionario, también nos damos cuenta de la posibilidad
de decir que los enunciados morales y los imperativos consisten
en variedades distintas del tipo de acto de habla llamado pres-
cribir, y de que, como su significado puede ser de este modo ca-
racterizado en términos de su fuerza ilocucionaria, ésta deter-
mina realmente reglas para su uso, y genera así una lógica. En
consecuencia, puede haber argumento moral aun cuando los
juicios morales sean prescriptivos.
Espero haberles convencido de que, puesto que los impera-
tivos pueden regirse por las reglas lógicas que surgen de su sig-
nificado y su fuerza ilocucionaria, en teoría ética uno puede ser
un imperativista (es decir, asimilar completamente los enuncia-
dos morales a los imperativos corrientes) sin necesidad de ser
un irracionalista. Yo no soy, ni jamás he sido, un imperativista,
ya que en mi opinión los enunciados morales comparten tan só-
lo una característica con los imperativos, su prescríptividad, y
además poseen otras características que no comparten con los
imperativos y los acercan más a los indicativos (en particular, el
hecho de que puedan ser verdaderos o falsos y tener condicio-
nes de verdad). Ahora bien, como esta característica, la pres-
criptividad, impide que consideremos los enunciados morales
como puramente descriptivos, es de suma importancia ver que
la pueden tener sin hacer por ello imposible la existencia de ar-
gumentos racionales sobre cuestiones morales. En mis libros he
tratado de mostrar de qué modo pueden proceder tales argu-
mentos, y en el capítulo 7 resumiré mi concepción al respecto.

6.7. Estoy ahora en situación de completar el marco gene-


ral de mi taxonomía de las teorías éticas, aunque voy a dejar de-
liberadamente en ella un espacio vacío (5.8). Dividí las teorías
éticas entre las especies descriptivistas y no-descriptivislas, es-
pecificando su differentia en que las primeras afirman, mientras
que las segundas niegan, que el significado de los enunciados
morales esté completamente determinado, aparte de sus carac-
terísticas sintácticas, por sus condiciones de verdad. Luego tra-
cé una división dentro de las teorías descriptivistas entre el na-
130 ORDENANDO LA ÉTICA

turalismo, con sus versiones objetivistas y subjetivistas, y el in-


tuicionismo, y mostré que todas estas formas de descriptivismo
están condenadas a terminar cayendo, de un modo u otro, en el
relativismo, que señalé como inaceptable. A continuación me
volví hacia las teorías no-descriptivistas y consideré la versión
más antigua de ellas, el emotivismo. En ella encontré algunas
virtudes, pero también una falta seria: que no hace posible la ar-
gumentación moral racional sobre cuestiones morales funda-
mentales. En este punto se halla la differetuia que divide el no-
descriptivismo en sus dos principales versiones. La versión que
hasta ahora he estado tratando, el emotivismo, consiste en un
no-descriptivismo de corte irracionalista. En el capítulo 7 ex-
pondré un no-descriptivismo de corte racionalista que también
dará lugar a un tipo, aunque no un tipo descriptivista, de obje-
tividad para los enunciados morales. Porque si puede mostrarse
que el pensamiento moral es racional, entonces puede
esperarse que, una vez estén en posesión de los hechos y pien-
sen claramente, los pensadores racionales podrán ponerse de
acuerdo con respecto a sus opiniones morales. Así pues, mi in-
tención es dividir el no-descriptivismo en sus versiones raciona-
listas e irracionalistas. No pretendo sostener que mi taxonomía
del no-descriptivismo sea completa. O sea, aún puede que haya
(estoy convencido de que hay) más subdivisiones de estos dos
tipos de no-descriptivismo. En el caso del descriptivismo, espe-
ro haber mostrado que todas sus posibles versiones son inade-
cuadas. En el caso del no-descriptivismo, no he defendido lo
mismo. En el capítulo 7 estudiaremos una versión del no-des-
criptivismo racionalista que, en mi opinión, constituye la teoría
ética más adecuada que se ha visto hasta ahora. Aunque tal vez
existan otras versiones de no-descriptivismo racionalista que
funcionen mejor. Por eso, como he dicho, no cierro la puerta a
nuevas y mejoradas teorías y dejo un espacio de la taxonomía
vacío. De todos modos, estoy completamente convencido de
que las únicas teorías con alguna posibilidad tendrán que ocu-
par un lugar en el lado no-descriptivista de la taxonomía, y den-
tro de éste en el sector racionalista.
Incluso podrían aparecer sugerencias para mejorar el emo-
tivismo y hacer que deje de ser una teoría irracionalista. Por
ejemplo, vimos cómo Alian Gibbard se consideraba a sí mismo
un expresivista normativo (que suena muy stevensoniano) y có-
mo en la última parte de su excelente libro (1990) sostiene que
con su teoría puede lograrse un tipo de objetividad para los
EMOTIVISMO 131

enunciados morales. El título es significativo: Elecciones savias,


sentimientos aptos (Wise Chotees, Api Feelings). Si bien su len-
guaje a menudo sugiere ver en él a un emotivista, probablemen-
te no deberíamos clasificarle como un irracionalista. De lo que
no cabe duda es que es un no-descriptivista y que despliega una
crítica eficaz contra algunos recientes descríptivistas como por
ejemplo John McDowell. Así que quizá debiéramos clasificarle
del mismo modo que a mí, como un no-descriptivista raciona-
lista. En este libro no tendré tiempo de examinar con detalle su
compleja teoría; pero me gusta ver en él a alguien que está en el
mismo bando que yo y considerar su publicación como una se-
ñal de que la marea descriptivista puede estar retirándose.

6.8. En lo que queda de capítulo voy a enunciar, tan bre-


vemente como me sea posible, lo que en mi opinión constituyen
las características esenciales que una teoría ética debe poseer
para ser adecuada; es decir, las características del lenguaje mo-
ral y su lógica, tal como los tenemos, a las que una teoría que
quiera ser sostenible debe hacer justicia. Con ello dispondre-
mos de una especie de tamiz para poner cada teoría ética en su
sitio; si alguna de ellas no consigue pasar por el tamiz porque
no hace justicia a ninguna de tales características, entonces de-
berá ser rechazada. A continuación realizaré correcciones lla-
mando la atención sobre aquellos aspectos acertados de cada
una de las teorías que he tratado (las características del pensa-
miento y del lenguaje moral a las que éstas hacen realmente jus-
ticia). Entonces nos encontraremos en situación de intentar
reunir todas estas características acertadas en una sola teoría y
rechazar los aspectos equivocados. Eso espero hacer. De este
modo, mi teoría será ecléctica en el buen sentido de la palabra
(H 1994b).
En mi opinión, existen seis características en los enunciados
morales que me llevarían a rechazar cualquier teoría que no les
hiciera justicia. La mayoría de ellas ya han sido mencionadas.
En la tabla de la página 46 he ofrecido el tamiz que debe impedir
el paso a las teorías no adecuadas. En ella están marcadas con
una cruz qué requisitos no satisfacen las distintas teorías. (1) En
primer lugar, ninguna teoría ética —es decir, ninguna explica-
ción del significado de las palabras morales y de la lógica de la
argumentación moral que lleva consigo— podrá ser relevante
para la discusión moral a menos que pueda ser aceptada por
ambas partes en la discusión. Esto significa que es desastroso
132 ORDENANDO LA ÉTICA

tratar de introducir furtivamente, bajo el disfraz de simples defi-


niciones o explicaciones del significado, opiniones morales sus-
tantivas en la teoría ética que uno tiene, como efectivamente ha-
cen los naturalistas objetivistas. Si a una de las partes en la
discusión no le gustan las conclusiones a las que se ve forzado
llegar, rechazará la teoría y volverá a empezar. Llamaré este re-
quisito, el requisito de neutralidad. El naturalismo objetivista,
creo, es la única teoría de las que he examinado que no consigue
pasar este test. No lo consigue porque una explicación objetivis-
ta de las condiciones de verdad de los enunciados morales que,
al mismo tiempo, sea naturalista (es decir, que las formule en
términos de propiedades no morales), está condenada a introdu-
cir estipulaciones morales sustanciales en la teoría; a cualquiera
que le desagraden las estipulaciones rechazará la teoría.
(2) En segundo lugar, ninguna teoría ética servirá de nada
en la práctica si tan sólo conduce a conclusiones morales del ti-
po que yo llamaré «Pero, ¿y qué?». Con esto quiero decir que si
al final de la discusión moral, uno de los disputantes se ve for-
zado a estar de acuerdo con una conclusión moral, pero luego
puede decir «Sí, hacer eso sería incorrecto; pero, ¿y qué?», en-
tonces el sistema de argumentación moral es un fraude. Ofrez-
co un ejemplo de error de este tipo en MT 4.3. Llamaré este re-
quisito, el requisito de practicidad. Todas las formas de
descriptivismo lo incumplen, pues dejan de lado el elemento
prescriptivo del significado de los enunciados morales.
(3) En tercer lugar, una explicación del significado de las
palabras morales tiene que ser de tal forma que los desacuerdos
morales que vayamos encontrando sean realmente desacuer-
dos. Antes vimos cómo la teoría que llamamos naturalismo sub-
jetivista no cumplía este requisito. Según ella, cuando yo digo
que un determinado acto es incorrecto y ustedes dicen que no
es incorrecto, lo que afirmamos, respectivamente, es que yo
tengo un determinado sentimiento o actitud y que ustedes tie-
nen un determinado sentimiento o actitud opuesto al mío; y,
por consiguiente, no estamos diciendo dos cosas que sean in-
compatibles entre sí. A éste lo llamaré el requisito de incompa-
tibilidad. Por lo que llego a ver, la única teoría que lo incumple
es el naturalismo subjetivista. aunque si. como dije, no existe
diferencia real alguna entre el intuicionismo y el subjetivismo,
entonces el intuicionismo también lo incumple. Pero los intui-
cionistas, desde luego, no creyeron incumplirlo; según ellos,
pueden existir desacuerdos reales acerca de si un acto posee o
EMOTIVISIMO 133

no la propiedad moral objetiva de la incorrección. Así pues, voy


a permitirles pasar este requisito. En mi opinión, la gran contri-
bución del mal titulado artículo de Stevenson «Los argumentos
de Moore contra ciertas formas de naturalismo ético» (1942)
fue mostrar que las teorías no-descriptivistas pueden satisfacer
este requisito.
Debo añadir que, como dije en 4.3, el naturalismo objetivis-
ta incumpliría este requisito si, con el objeto de escapar del ar-
gumento que allí presenté en su contra, sus partidarios se refu-
giaran en el enunciado de que las culturas que son distintas y
que tienen distintas costumbres morales, usan las palabras mo-
rales en sentidos diferentes. De ser esto cierto, el único desa-
cuerdo entre las culturas sería meramente de tipo verbal.
(4) En cuarto lugar, y estrechamente vinculado al requisito
de incompatibilidad (en realidad, es una especie de generaliza-
ción de éste), la teoría debe tratar en algún momento de las rela-
ciones lógicas entre los enunciados morales. La incompatibili-
dad entre el enunciado de que un acto es incorrecto y el
enunciado de que no es incorrecto es un ejemplo de relación ló-
gica. Pero no es el único tipo de relación lógica que se requiere.
Tal vez todas las relaciones lógicas sean reducibles a relaciones
de incompatibilidad. Por ejemplo, la relación que llamamos im-
plicación o deducibilidad puede ser reducida a ella: una proposi-
ción p implica otra proposición q si y sólo si p es incompatible
con no-*/. Cualquier teoría ética debe admitir relaciones lógicas
del tipo siguiente: que las dos proposiciones, que decir mentiras
es siempre incorrecto, y que decir tal y tal cosa es decir una men-
tira, son conjuntamente incompatibles con la proposición de
que no sería incorrecto decir tal y tal cosa. Ahora no voy a pre-
guntar qué relaciones lógicas hay entre las proposiciones mora-
les, o entre ellas y las demás proposiciones; tan sólo insisto en
que debería haber algunas. Digo esto no sólo porque sin tales re-
laciones lógicas la argumentación moral sería imposible (trato
esto dentro de un momento), sino porque para cualquiera que
conozca el lenguaje es completamente evidente que usamos las
palabras de una forma tal que algunos enunciados morales son
incompatibles con, al menos, oíros enunciados morales. Llamé-
mosle el requisito de logicidad. Como vimos, las distintas formas
de la teoría emotiva no satisfacen plenamente tal condición, si
bien algunas de ellas permiten argumentos subsuntivos en el
pensamiento moral (volveré a esta cuestión más tarde).
Retomando por un momento al requisito (2), el de practici-
134 ORDENANDO LA ÉTICA

dad: una vez aceptado el requisito de logicidad, podemos ahora


presentar el requisito de practicidad de una forma un tanto más
clara y conveniente diciendo que, como mínimo, algunos enun-
ciados morales deben tener relaciones lógicas con algún tipo de
actos de habla prescriptivos (p.e., los imperativos). Por el mo-
mento, no insistiré más en ello; la forma más imprecisa con que
lo presenté anteriormente bastará.
(5) Cuando juntamos los requisitos (3) y (4) (la incompati-
bilidad y la logicidad) nos vemos conducidos a otro requisito.
Éste dice que una teoría ética debería hacer algo para resolver
los desacuerdos morales por medio de la argumentación. Evito,
expresamente, decir que debería hacer posible resolver todos
los desacuerdos morales por medio de la argumentación. Si nos
fijamos en lo que sucede en las discusiones morales, veremos (si
mi experiencia sirve de guía alguna) que algunos desacuerdos
son resueltos mediante la argumentación y otros no. Una teoría
ética puede ser incorrecta de dos formas: porque hace imposi-
ble alcanzar un acuerdo mediante la argumentación en casos
en los que ello es posible, o bien porque sostiene la posibilidad
de probar cosas en la argumentación moral allí donde ello no es
posible. Debemos evitar cometer tanto un error como el otro.
Tal vez recuerden que en FR 8.1 dije que la forma de argumen-
tación que allí defiendo no nos permite discutir sobre ideales
allá donde no se vean afectados los intereses de ninguna otra
persona; si estaba en lo cierto, éste podría ser un ejemplo de
cuestión que no puede ser resuelta mediante argumento. Por
otro lado, he defendido que allá donde los intereses de la otra
gente se ven afectados, hay disponibles argumentos sólidos so-
bre cuestiones morales (MT pt. 2, H 1993g). Así pues, llamemos
a nuestro requisito moderado según el cual la teoría debería ha-
cer algo para resolver los desacuerdos morales mediante la ar-
gumentación, el requisito de argumentabilidad.
Una teoría que no satisfaga el requisito de logicidad tampo-
co podrá satisfacer el de argumentabilidad, si con «argumento»
entendemos «argumento lógico». Algunos emotivistas (Ayer,
por ejemplo, y Stevenson) sí aceptan que haya formas limitadas
de argumento sobre cuestiones morales; pero limitadas a la
subsunción de enunciados morales particulares a enunciados
más generales, y en cualquier caso no está claro si, para Steven-
son, se trata de una cuestión de derivación lógica o simplemen-
te de hacer cambiar las actitudes mediante la invocación de ac-
titudes más generales. Yo creo que en realidad aceptamos que
EMOTIV1SMO 135

haya argumentos sobre cuestiones morales más ambiciosas que


ésta —argumentos que pueden alcanzar una conclusión aun
cuando la gente no comparta ninguna opinión moral sustan-
cial; efectivamente, en el capítulo 7 mostraré de qué modo esto
es posible.
Como queda claro por lo que dije en el capítulo 5 sobre qué
ocurre cuando las intuiciones no están de acuerdo, el intuicio-
nismo no satisface el requisito de argumentabilidad. En reali-
dad, los intuicionistas están tan mal como los emotivistas cuan-
do se trata de hablar de argumentación. Las partes en disputa
no pueden más que confrontar sus intuiciones entre sí. Los
enunciados morales particulares pueden ser subsumidos bajo
enunciados más generales; pero los emotivistas también son ca-
paces de eso. El naturalismo tampoco pasa el test, porque no
consigue satisfacer el requisito de neutralidad; como dije, si el
naturalista propone una explicación del significado de una pa-
labra moral que en su opinión resolvería la disputa entre las dos
partes, la parte que salga vencida rechazará en seguida la expli-
cación naturalista. El naturalista no se halla en una situación
neutral desde la cual pueda dirimir la cuestión.

6.9. Así pues, todas las teorías que hemos estado discu-
tiendo hasta ahora incumplen en algún punto alguno de estos
cinco requisitos. Junto a ellos me gustaría añadir un sexto re-
quisito. En este caso, se trata de un requisito con un carácter al-
go distinto de los otros, ya que se trata más de un requisito
práctico que de un requisito teorético.
(6) Una teoría ética adecuada debe hacer posible que el dis-
curso y el pensamiento moral en general puedan realizar su
propósito social. Éste consiste en permitir que todos aquellos
que están en desacuerdo sobre lo que deberían hacer —espe-
cialmente en asuntos que afecten a sus intereses divergentes—
logren un acuerdo mediante la discusión racional. Llamaré a
este requisito el requisito de conciliación: según él, nuestra teo-
ría ética debería permitir que la moralidad y el lenguaje moral
preservasen su función de reconciliar intereses en conflicto.
El lenguaje moral, cuyo significado la ética trata de eluci-
dar, es una de las invenciones más destacables de la raza huma-
na, comparable tan sólo al lenguaje matemático. No es una in-
vención tan antigua como a veces se piensa. Quizá sea
comparable a la matemática también en este aspecto de que po-
demos observar su desarrollo durante el curso de la historia do-
136 ORDENANDO LA ÉTICA

cumentada. Del mismo modo que los griegos tenían la aritméti-


ca y la geometría euclidiana y sus lenguajes, pero no tenían el
cálculo y su lenguaje, asimismo, si uno mira atentamente la for-
ma de hablar de la gente en los diferentes estadios de la histo-
ria, verá cómo los griegos no disponían de un lenguaje moral
tan plenamente desarrollado como el nuestro, y que nuestro ac-
tual lenguaje posee características que tal vez no fueron plena-
mente desarrolladas (aunque, evidentemente, existían formas
más primitivas) hasta los tiempos de Kant o incluso Mili.
No es que esté de acuerdo con aquellos que piensan que
una simple alteración en las costumbres (en los principios mo-
rales generalmente aceptados) supone ya un cambio en el signi-
ficado de las palabras morales. Pensar esto, como dije, es un
error en el que los descriptivistas tienden a caer y que conduce
al relativismo. La gente puede cambiar sus opiniones morales,
de una forma radical incluso, sin necesidad de cambiar el signi-
ficado —aparte del significado descriptivo— de las palabras
morales que usa. Como ejemplo de ello hablé del precepto cris-
tiano según el cual deberíamos amar a nuestros enemigos;
aceptar este precepto supone cambiar radicalmente nuestras
convicciones, pero no implica un cambio en el significado de
«debería». Con todo, es verdad que la estructura y la lógica del
lenguaje moral cambian con el tiempo; por ejemplo, la univer-
salizabilidad de los enunciados morales, que ahora, estoy segu-
ro, constituye una de las características de las palabras morales
no siempre fue como es. Probablemente haya devenido tal co-
mo es en el curso de la historia como resultado de las enseñan-
zas cristianas y del trabajo de filósofos como Kant. Es un fe-
nómeno habitual en el lenguaje que oraciones que solían
expresar enunciados sintéticos cambien su significado de forma
que sus enunciados pasan a ser analíticos. La oración «el agua
está compuesta de dos partes de hidrógeno y una de oxígeno»,
por ejemplo, expresó una vez un descubrimiento sintético; pero
ahora los diccionarios definen uno (aunque sólo uno) de los sen-
tidos de «agua» de este modo, convirtiendo el enunciado de que
el agua es H20, según el nuevo sentido de la palabra «agua», en
un enunciado analíticamente verdadero (H I984fo, 1996d). Von
Wright (1941: cap. 3) se encargó de documentar bien este fenó-
meno.
La función de este singular lenguaje, el lenguaje de la mo-
ral, es ayudarnos a solucionar las dificultades que sin duda apa-
recen cuando la gente vive en comunidades y en las cuales, por
EMOTIVISIMO 137

consiguiente, inevitablemente se dan conflictos de intereses. La


gente tiene deseos y necesidades que no puede realizar comple-
tamente porque entran en conflicto con los deseos y necesida-
des de otra gente. La moralidad y el lenguaje moral son una in-
vención para tratar con esta situación. En este contexto, yo ya
usaba el término «invención» mucho tiempo antes de que John
Mackie lo incluyera en el título de su excelente libro Ética: In-
ventando lo correcto y lo incorrecto (Ethics: Inventing Right and
Wrong, 1977); y aunque discrepe de él con respecto a otros te-
mas, estoy de acuerdo en que es una invención.
Alguien podría preguntar por qué razón, si el lenguaje mo-
ral es poseedor de estas maravillosas propiedades, aún no he-
mos podido solucionar todos nuestros desacuerdos morales. La
respuesta es doble. En primer lugar, muchos de nuestros desa-
cuerdos encuentran sus raíces en desacuerdos acerca de los he-
chos que, en cualquier problema moral mínimamente difícil de
solucionar, serán con toda seguridad extremadamente comple-
jos y difíciles de probar. Más importante aún, sin embargo, es
que no haya demasiada gente capaz de pensar claramente sobre
cuestiones morales con una comprensión de las palabras que
está usando. Puede esperarse, por consiguiente, que se confun-
da, como realmente ocurre en lo que puede observar cualquiera
que lea los periódicos y, en especial, sus columnas de corres-
pondencia. Y en cualquier caso, mucha gente no piensa en ab-
soluto de una forma moral; cuanto más, lo hace de una forma
esmoral.
Estos fracasos son aún más fáciles de comprender si es ver-
dad lo que dije acerca de que el lenguaje en pleno desarrollo es
un logro reciente. Y aquí, el predominio del descriptivismo y
demás errores filosóficos, destinados a infectar hasta cierto
punto las discusiones públicas, no es que sea de mucha ayuda.
Estoy convencido de que con una filosofía moral mejor no ten-
dríamos tanta perplejidad pública ni tanta confusión sobre las
cuestiones morales. Pero no soy nada optimista de que esto va-
ya realmente a suceder; hay demasiados filósofos morales ma-
los engañándonos y demasiado pocos buenos filósofos morales
clarificando los problemas.
Como dije, a diferencia de los demás, el requisito de conci-
liación es más un requisito práctico que un requisito lógico; es-
to es importante porque si logro demostrar que la teoría que
propongo lo satisface en la práctica, entonces eso será suficien-
te. No será una objeción a la teoría el que pueda argumentarse
138 ORDENANDO LA ÉTICA

que desde un punto de vista lógico podría haber comunidades


en las que no se cumpliera el requisito.
Es obvio, creo, que ninguna de las teorías que hasta ahora
he considerado puede satisfacer este requisito, ya que todas in-
cumplen algún que otro de los requisitos que he listado; y, en
particular, ninguna de ellas logra satisfacer el requisito de argu-
mentabilidad. Está claro que la conciliación mediante el razo-
namiento moral es imposible entre gente que no sabe cómo ar-
gumentar moralmente.
Así pues, tenemos estos seis requisitos para una teoría ética
adecuada. Para mí son los requisitos más importantes; puede
que otra gente proponga otros requisitos que considere más im-
portantes. En conexión con ello, podría mencionar el requisito
de publicidad al que Rawls y otros conceden tanta importancia.
No consiste tanto en un requisito para una teoría ética (Rawls
no posee una teoría ética en mi sentido), como en un requisito
para un principio moral sustantivo, a saber, que pueda ser
abiertamente reconocido sin traicionar su propósito. Y no estoy
tan seguro de que sea un requisito para un principio moral;
pero como estamos haciendo teoría ética y no «teoría moral» en
el sentido de Rawls, no voy a tratar esta cuestión. En mi opi-
nión, la teoría ética que les voy a ofrecer satisface los seis requi-
sitos que he expuesto y todos los demás requisitos que conozco
—que no equivale a decir que sea la última palabra en teoría éti-
ca, ya que, como siempre, los problemas siguen ahí. Pero sí creo
que es la teoría ética más adecuada con la que me he encontra-
do hasta hoy.
Ca pít u l o 7

RACIONALISMO

7.1. Hasta aquí mi libro se ha dedicado principalmente a


detectar errores. En lo que sigue voy a dedicarme a hacer correc-
ciones indicándoles lo que, en mi opinión, constituyen las virtu-
des de las teorías que he estado discutiendo. Y voy a dedicarme a
ello no sólo porque quiera hacer justicia o mostrar mi buena na-
turaleza, sino por dos motivos más. En primer lugar, para prote-
germe a mí mismo. La mejor forma de defender una teoría es in-
corporar en ella todas las verdades en las que hacen hincapié los
defensores de las teorías rivales (H 1994b). De este modo es me-
nos probable que la ataquen y si lo hacen no tendrán éxito en su
intento. El segundo motivo es de tipo constructivo. Si es cierto
lo que creo y casi todas las teorías éticas contienen algunos ele-
mentos de verdad, entonces la mejor forma de construir una teo-
ría viable consistirá en ir recogiendo los elementos verdaderos
de cada una de ellas e ir incorporándolas a la teoría que uno de-
fiende. Esto se lo recomiendo a todo aquel que quiera hacer ca-
rrera en filosofía. Un buen político intentará llevarse la ropa de
su enemigo; un buen filósofo hará lo mismo. Éste observa aten-
tamente todas las teorías que se han propuesto y se pregunta
qué hay de verdad en cada una de ellas; en el caso de que pueda
aprovechar tales verdades y evitar los errores que probablemen-
te habrá, entonces tendrá una teoría defendible. Veritati omnia
consentiunt. Se trata de un trabajo difícil, ya que en la mayoría
de teorías las verdades están estrechamente enredadas con los
errores y es difícil separar las dos cosas. Aquellos partidarios de
una teoría que no hayan visto que las verdades que ésta posee no
conllevan sus errores, se resistirán siempre a un planteamiento
de este tipo. Pero quien consiga esta especie de eclecticismo be-
nigno tendrá éxito como filósofo.
140 ORDENANDO LA ÉTICA

Empezaré con las verdades del naturalismo objetivista. Co-


mo las discutí en el cap. 4 de MT, puedo permitirme ser breve.
La primera de ellas es que comprende lo que es esencial para
una teoría ética, a saber, que mediante el examen del lenguaje
de la moral, los conceptos morales y su lógica, muestre de qué
modo podemos razonar correctamente sobre cuestiones mora-
les. El naturalismo objetivista, pues, tiene razón al señalar su
proyecto; pero lo ejecuta mal. Aunque no tan mal. El naturalis-
mo objetivista se ha percatado de otra importante verdad. Ha
comprendido que los enunciados morales sobre acciones se ha-
cen por razones, a saber, que las acciones poseen determinadas
propiedades no-morales. Un acto es incorrecto, por ejemplo,
porque consiste en hacer daño a alguien por diversión. Esta pro-
piedad de los enunciados morales, su superveniencia con res-
pecto a los enunciados no-morales, es de una importancia cru-
cial para su comprensión. Ahora bien, el naturalista objetivista
ha comprendido mal la naturaleza del «porque». Confunde su-
perveniencia con implicación, de modo que convierte lo que en
realidad son principios morales sustanciales en enunciados
analíticamente verdaderos. Que es incorrecto hacer daño a la
gente por diversión no es un enunciado analítico. Aunque sea
incorrecto porque se trata de un acto de ese tipo. Por consi-
guiente, el naturalista objetivista, si bien no ha llegado a com-
prenderla del todo, ha dado en el clavo al señalar la superve-
niencia o consecuencialidad de las propiedades morales y, por
lo tanto, se halla en el camino hacia la universalizabilidad de los
enunciados morales que está en su base (acerca de la superve-
niencia, véase 1.7, H 1984fo, 1996d). Debemos incorporar esta
importante característica de los enunciados morales en nuestra
teoría.
Ahora los naturalistas subjetivistas. A éstos les pasó por alto
la importante verdad que acabo de destacar en el naturalismo
objetivista. Por lo que a ellos se refiere, es una razón suficiente
para decir que un acto es incorrecto el que uno lo desapruebe;
no tiene por qué ser incorrecto por alguna otra cosa sobre el
acto en cuestión aparte de eso. No obstante, el subjetivista se
ha percatado de una importante verdad, a saber, que al hacer
un enunciado moral, algo en las actitudes del hablante cuenta.
Los subjetivistas no comprendieron muy bien de qué se trataba;
los emotivistas lo comprendieron mejor; y los prescriptivistas
aún mejor; pero el subjetivismo fue un comienzo prometedor.
Los intuicionistas también se percataron de algunas verda-
RACIONALISMO 141

des importantes, tanto negativas como positivas. Resaltaron,


contra los naturalistas, el carácter no analítico de los principios
morales y al mismo tiempo defendieron su consecuencialidad.
La expresión «propiedad consecuencia!» procede, creo, de los
intuicionistas, lo mismo que la expresión «superveniencia»,
aunque yo no he sido capaz de localizarla en sus escritos. Los
intuicionistas confundieron condenar una acción con percibir
una propiedad de incorreción en ella, pero, aun así, acertaron
en muchas de las propiedades lógicas de los enunciados mora-
les. Insistieron, acertadamente, en que «Debería» contradice
«No debería», y que por consiguiente es imposible estar consis-
tentemente de acuerdo con ambas cosas a la vez. Aún había
otra cosa aceitada en su teoría, pero no voy a poder explicarla
hasta más tarde, cuando haya discutido los dos niveles del pen-
samiento moral, el intuitivo y el crítico (7.8). La intuición ocupa
un importante lugar en el pensamiento moral, pero no es el tri-
bunal último de apelación que creen los intuicionistas. Pero la
mayor parte de lo que éstos afirman es correcto sobre el nivel
intuitivo del pensamiento moral.
Los emotivistas, como dije, realizaron un paso adelante
muy importante en teoría ética al rechazar el descriptivismo.
Aunque cometieran un grave error al tratar de explicar lo que
hacen los enunciados morales, vieron claramente que éstas no
tan sólo describen el mundo. Los enunciados morales hacen
más que eso, pero correspondía a otros decir de qué más se
trataba.

7.2. En cuanto consideramos nuestra situación actual,


pues, nos encontramos que de las teorías que hemos tratado
hasta aquí hemos conseguido espigar las siguientes verdades,
que ahora debemos incorporar a una teoría más adecuada. Pri-
mero, ésta debe mostrar, mediante un examen de los significa-
dos y la lógica de las palabras morales, de qué modo podemos
razonar sobre cuestiones morales. El lugar que ocupe la lógica
en la teoría será crucial, ya que sin ella no puede haber razo-
namiento. Segundo, debe explicar cómo podemos hacer enun-
ciados morales debido a las propiedades no-morales de las ac-
ciones, etc., sobre las que estamos hablando. Dicho de otro
modo, una teoría adecuada tiene que hacer justicia a la conse-
cuencialidad o superveniencia de las propiedades morales, que
está vinculada a la universalizabilidad de los enunciados mora-
les. Tercero, tiene que hacer justicia al hecho de que al hacer un
142 ORDENANDO LA ÉTICA

enunciado moral el mismo hablante esté aportando algo. La


moralidad no es una percepción pasiva del mundo. Los subjeti-
vistas acertaron a medias en esto, pero como seguían siendo
descriptivistas creyeron que, ya que uno no describe el mundo
cuando hace un enunciado moral, lo que debe estar haciendo es
describirse a sí mismo. Finalmente, al mismo tiempo que se
une a los emotivistas en su rechazo del descriptivismo e insiste
en que hacer un enunciado moral comporta algo extra más allá
de la descripción de una acción o persona de acuerdo con con-
diciones de verdad, una teoría ética adecuada debe ofrecer una
explicación de este elemento extra de los enunciados morales
que sea consistente con el hecho de que éstos estén sujetos a
control lógico.
Este elemento extra es la prescriptividad de los enunciados
morales, y el comprender que ésta no está en conflicto con su
logicidad. Voy tras ella desde que empecé a hacer filosofía mo-
ral y todavía creo que es la cosa más importante que debemos
entender si queremos que el pensamiento moral y el argumento
moral tengan sentido. En lo que sigue voy a tratar de demostrar
por qué la racionalidad en el pensamiento moral depende de
la lógica prescriptiva, si se me permite llamarla así, y no, o al
menos no tan sólo, del hecho de que los enunciados morales
tengan condiciones de verdad. Los enunciados morales tienen
ciertamente condiciones de verdad, pero si sólo pudiéramos
basamos en ellas, no podríamos evitar el relativismo. Es el he-
cho de que cuando adoptamos un principio moral estemos pres-
cribiendo lo que da fuerza al argumento moral racional (H
1996c). Como dije antes, la prescriptividad de los enunciados
morales, a diferencia de sus significados descriptivos, puede ser
un elemento invariable culturalmente; esto hace posible que los
enunciados morales puedan ser usados en una discusión racio-
nal entre las culturas. Ahora intentaré explicar esto más clara-
mente.
Antes vimos que las condiciones de verdad de un enunciado
moral son inevitablemente relativas a una cultura y a sus cos-
tumbres y lenguaje. Como los principios morales que una deter-
minada cultura acepte estarán encerrados tanto en su lenguaje
como en su educación moral, cualquier teoría que busque las
condiciones de verdad en el lenguaje o en la intuición se verá
atrapada dentro de esa cultura. Lo que se precisa es una forma
de criticar los principios morales de una cultura: una forma de
discutir en un argumento racional si deberíamos tener o no ta-
RACIONALISMO 143

les principios. Muchas culturas tienen principios morales que


deberíamos rechazar; pero los miembros de esas culturas, si
son descriptivistas, no tendrán ninguna razón para rechazarlos.
Es el requisito de prescribir de acuerdo con estos principios
lo que hace que rechacemos algunos de ellos. Aquí sigo a Kant
(8.6 y s.). Supongo que la mayoría de la gente que estudia a
Kant y es descriptivista, como Prichard y Ross, leen en él sus
propios prejuicios y no se dan cuenta de que Kant no es des-
criptivista. En la formulación más famosa de su Imperativo Ca-
tegórico, Kant dice que debemos actuar de tal forma que po-
damos querer que la máxima de nuestra acción se convierta
en una ley universal. La voluntad es una facultad prescriptiva,
no es descriptiva. En esto es como la phronésis de Aristóteles.
Aristóteles mismo es medio prescriptivista (H 1992c: ii. 1304;
1998a). Opone phronésis, o sabiduría práctica, a synesis o en-
tendimiento, y afirma que el primero es epitáktiké (que, en rea-
lidad, significa «prescriptivo»), mientras que el segundo es
kritiké monon —tan sólo juzga, no prescribe. La distinción pro-
cede de El Político (260b) de Platón. Tanto Platón como Aristó-
teles eran, en parte, como Kant y Mili, prescriptivistas, y en eso
seguían a Sócrates (H 1998a). Esto se ve claro también en el he-
cho de que en el silogismo práctico de Aristóteles la conclusión
es una acción o prescripción para la acción. Si lo es, y si el silo-
gismo es válido, entonces una de las premisas tiene que ser
prescriptiva, y tal premisa es, claro está, la primera, que consis-
te en un enunciado moral o en todo caso normativo. Así pues,
Aristóteles se dio cuenta de que los enunciados normativos son
prescripciones. Esto también se ve claro cuando, justo al prin-
cipio de su Ética a Nicómaco, dice que el bien es aquello que
todas las cosas buscan; aquí también sigue a Platón. Pero el
prescriptivismo de Platón y Aristóteles estaba fuertemente recu-
bierto de elementos descriptivistas; por eso la mayoría de co-
mentaristas no se han dado cuenta de ello.

7.3. Obviamente, éste no es el lugar más apropiado para


explicar Platón y Aristóteles en detalle. Sin embargo, sí voy a
detenerme un poco en Kant, ampliando lo que digo en 8.2 y ss.,
ya que Kant nos proporciona algunas pistas importantes sobre
cómo disciplinar el pensamiento moral, aun siendo éste pres-
criptivo. Los descriptivistas creen que pueden disciplinarlo in-
sistiendo en que obedece a condiciones de verdad; pero, como
vimos nosotros, de esta forma sólo terminan por caer en el reía-
144 ORDENANDO LA ÉTICA

tivismo. Kant habla muy pocas veces, si es que lo hace alguna


vez, sobre la verdad o las condiciones de verdad de los enuncia-
dos morales, o sobre los hechos morales. De lo que habla él es
de lo que podemos querer que sea una ley universal.
La voluntad, como dije, es una facultad prescriptiva. Enten-
deremos la naturaleza de la disciplina que impone en ella el im-
perativo categórico si podemos comprender lo que Kant quiso
decir con «poder querer». ¿En qué tipo de posibilidad está pen-
sando? Por desgracia, Kant no es del todo consistente aquí y tie-
ne al menos dos explicaciones del asunto, una de las cuales no
sirve de mucho. Tal es la explicación según la cual la restricción
sobre la voluntad consiste simplemente en que sus máximas tie-
nen que ser lógicamente consistentes, en el sentido que decir
que las máximas han sido obedecidas no supondrá una auto-
contradicción. Como muchos comentaristas han señalado, al-
gunas máximas muy perversas también pueden ser lógicamente
obedecidas y, por lo tanto, esta disciplina para el pensamiento
moral es inadecuada. Tampoco servirá decir que la forma unl-
versalizada de una máxima tiene que estar libre de contradic-
ción. Porque algunas máximas malas podrían deslizarse a tra-
vés de esta red. Por ejemplo, puedo querer sin contradicción
que cada cual busque su propio beneficio egoísta y no preste
atención a las necesidades de los demás; y creo que alguna gen-
te sigue realmente esta máxima en sus acciones, de modo que
no es autocontradictorio decir que esa máxima ha sido obedeci-
da. Sin lugar a dudas, tenemos que evitar que nuestras máxi-
mas se contradigan; pero eso no basta para mantenemos en la
vía moral.
En conclusión, el «poder» del imperativo categórico no es
sólo un «poder» lógico. ¿Es pues un «poder» psicológico? Se di-
ce que también hay máximas muy malas que alguna gente po-
dría llegar a querer, psicológicamente hablando, que se convir-
tieran en leyes universales si sus circunstancias fueran tales que
nunca pudieran ser las víctimas de las acciones prescritas. ¿No
podría una persona insensible y segure de que no va a encon-
trarse jamás en la situación de su víctima ponerse a torturarla
por pura diversión? Parece que se necesita algo más que posibi-
lidad lógica y posibilidad psicológica.
Aquí voy a sugerir mi propia solución al problema (resumida
ya en 1.8), que creo haber encontrado en Kant, aunque ésta no es
la única interpretación posible de su texto y, en realidad, hay dis-
tintos pasajes que pueden ser interpretados de distinta forma. És-
RACIONALISMO 145

te no es lugar para una exégesis detallada de Kant, Aristóteles o


Platón. Retomo a Kant en el capítulo 8. Pero en mi opinión lo que
él debiera haber dicho es esto. Si tenemos que querer nuestras
máximas como leyes universales, tenemos que querer que sean
respetadas en todas las situaciones que se parezcan entre sí según
las características universales especificadas en la máxima. Tales
características incluirán características de los estados psicológi-
cos de la gente en esas situaciones. Por ejemplo, si hablamos de
víctimas de la tortura, el hecho de que quieran desesperadamente
que la tortura termine es una característica de su estado psicoló-
gico y, por consiguiente, de su situación. Tenemos entonces que
querer que nuestras máximas sean respetadas independiente-
mente de los individuos que se encuentren en tales estados, aun
cuando seamos nosotros mismos. Esto ayuda a aclarar el «poder»
del Imperativo Categórico.
¿Puedo querer que, en el caso de ser torturado, el tortura-
dor siga torturándome? Supongamos que por mi mente no pasa
ninguna otra consideración. No es el caso, por ejemplo, que
piense que merezco ser castigado, o que piense que me lo mere-
cería si estuviera en tal situación —una situación en la que, por
ejemplo, hubiera cometido un crimen atroz. Hagamos tan sólo
la suposición de que el torturador disfruta torturándome. No
creo que yo pueda querer eso. La razón no es sólo de imposibi-
lidad psicológica. Pues tal vez podría encontrarse a alguien que,
empíricamente hablando, sí quisiera seguir siendo torturado si
alguna vez se hallara en tal situación. No hablo aquí de maso-
quistas; éstos en principio desean ser torturados, que es un caso
distinto del de nuestras víctimas. Me atrevo a decir que podría
desear ser torturado, aunque sólo fuera para ver cómo es; pero
nuestro caso es distinto, porque la tortura ya ha empezado y lo
que pregunto es si puedo querer que, en el caso de ser tortura-
do, el torturador siga torturándome. Repito: no creo que pueda
quererlo. No es por casualidad que no me guste ser torturado.
La tortura es por definición una causa de sufrimiento; si no es
causa de sufrimiento, no es ya tortura. Y el sufrimiento es algo
que, por definición, el que sufre desea que termine; si no desea
que termine (siendo todo lo demás igual, claro está), no es su-
frimiento. De modo que, al menos en ese momento, el que sufre
no puede querer que la tortura prosiga, siendo todo lo demás
igual.
¿Pero puedo por adelantado, y para una situación hipotéti-
ca, querer que la tortura prosiga? Esto depende de una cuestión
146 ORDENANDO LA ÉTICA

engañosa sobre identidad personal (1.8). Me inclino a pensar


que, si quiero que la tortura prosiga en la situación hipotética,
no estoy pensando en la víctima como si fuera yo mismo. Como
dije en MT, existen algunos criterios distintos de identidad per-
sonal que casi siempre coinciden, de forma que no surge nin-
gún problema; no coinciden en los ejemplos de los filósofos y
a veces en algunos desórdenes cerebrales raros, y entonces no
sabemos qué decir. Una de las características (aunque no exac-
tamente un criterio) de la identidad personal es ésta: para pen-
sar en una posible persona futura como siendo yo mismo tengo
que identificarme con ella hasta el punto de preferir que sus
preferencias sean satisfechas. Es decir, es parte del concepto de
identidad personal el que cada persona tenga un interés en su
propio futuro. En la medida en que alguien pierde interés en
su propio futuro deja de pensar en la persona futura como sien-
do él mismo.
De ello concluyo que a menos que quiera, ahora, que la tor-
tura se detenga en la situación hipotética, no estaré pensando
en la víctima de la tortura como siendo yo. A esto añadan la
idea, propuesta con detalle en MT, que a menos que me repre-
sente completamente cómo sería para mi hallarme en esa situa-
ción, no estaré en plena posesión de los hechos de la situación.
El argumento puede continuar entonces. Se sigue que si estoy
en plena posesión de los hechos de la situación (y por supuesto,
si no lo estoy, se me puede culpar de ignorar los hechos), enton-
ces no seré capaz de querer que la tortura continúe en el caso
hipotético en el que yo soy la víctima. Ésta es la primera parte
de la explicación del «poder» tal como figura en mi versión del
Imperativo Categórico de Kant. No puedo querer que se me tra-
tara de ese modo si yo fuera la víctima. Pero esto no nos lo so-
luciona todo. Cierto, deseo que no me siguieran torturando si
yo estuviera en esa situación. Pero esto no nos dice nada sobre
lo que puedo o no puedo querer que se haga a otra persona que
es realmente la víctima. Por todo lo que hemos dicho hasta aquí
podría querer que esa persona siguiera siendo torturada.

7.4. Hasta ahora tan sólo he estado resumiendo el argu-


mento del cap. 5 de MT. Mi objetivo es doble: en primer lugar,
quiero mostrar el papel absolutamente crucial que juega la
presenptividad en todo el argumento; y en segundo lugar, deseo
relacionar mi propio argumento con el de Kant. Espero que ha-
brán visto que un descriptivista, aun cuando crea en la univer-
RACIONALISMO 147

salizabilidad, como es el caso de muchos descriptivistas, no


puede hacer uso del argumento que hasta ahora yo he estado
empleando. La pregunta «¿Puedo querer?» jugó un papel cen-
tral en él; y querer es un modo de prescribir. Pero no forma par-
te del vocabulario del descriptivista. Para mí, al igual que para
Kant, lo que cuenta no es que un determinado tipo de acción no
pueda ser descrita, o incluso no pueda ser descrita como ocu-
rriendo universalmente, sin autocontradicción, sino que no
pueda ser querida o prescrita universalmente.
Pero todavía nos falta introducir la universalizabilidad en el
argumento. Mucha gente que ha leído MT sin atención ha su-
puesto que ésta jugaba un papel esencial en el argumento del
cap. 5 de MT. Pero eso no es verdad. Ese capítulo prueba algo
sobre la prescriptividad, no sobre la universalizabilidad. La uni-
versalizabilidad tan sólo pasa a formar parte del argumento de
una forma importante en el cap. 6 de MT. Pero si no se hubieran
puesto las bases en el cap. 5, probando la tesis de que hay algo
que no podemos prescribir, a saber, que se nos torturara en la
situación hipotética (en realidad, algo que necesariamente pres-
cribiremos, a saber, que no se nos torturara), el argumento des-
de la universalizabilidad del cap. 6 de MT no se sostendría por
ningún lado. Los descriptivistas, por consiguiente, no podrían
desplegarlo. Espero que ahora vean la táctica de mi argumento
general. En los capítulos 4 y 5 demostré que todos los descripti-
vismos terminan por caer en el relativismo y no son capaces de
dar objetividad a los enunciados morales. A continuación ex-
presé la esperanza de que una teoría no-descriptivista pudiera
dar tal objetividad. Con «objetividad» no quiero decir «corres-
pondencia con los hechos» o nada parecido. Eso se lo dejo a los
descriptivistas; es un callejón sin salida. Con «objetividad»
quiero decir más bien «tal que cualquier pensador racional que
esté en posesión de los hechos no morales debe aceptar». Me
conformaría con poder mostrar que algunos enunciados mora-
les tienen esta propiedad. En este sentido, aunque no en el sen-
tido en que Mackie negó su posibilidad, sostendré que puede
haber prescripciones objetivas (H 1993g).
Si al argumento precedente le añadimos el requisito de uni-
versalizar nuestras prescripciones, el argumento queda comple-
to. Verán muy claro de qué forma procede. Si no puedo querer
que se me trate de ese modo en esa situación, entonces no pue-
do querer universalmente que quienquiera que esté en esa situa-
ción sea tratado de ese modo. Por consiguiente, si voy a hacer
148 ORDENANDO LA ÉTICA

un enunciado moral sobre la situación, y los enunciados mora-


les son prescripciones universales, entonces aquí hay uno que
no puedo hacer. Puedo, claro, asentir a prescripciones singula-
res; puedo desear seguir torturando a mi víctima; pero no puedo
decir que debería continuar haciéndolo.
Aquí, como se habrán dado cuenta, debería ocuparme de la
postura del amoralista que no hará en absoluto ningún enun-
ciado moral sobre la situación; pero ya me he ocupado bastante
de él en MT 10.7 y ss., H 1989d, y 1996e. También he discutido
(en 5.8) la postura del esmoralista. Dejando a ambos de lado, y
limitando nuestra atención a aquellos que quieren hacer enun-
ciados morales sobre la situación, tenemos que ya, como míni-
mo, hemos excluido uno, a saber, que debería proseguir con la
tortura. Cualquier pensador racional debe aceptar esta conclu-
sión; o sea, es una conclusión objetiva.
En lo que acabo de decir está la respuesta a dos argumentos
bastante débiles que uno puede encontrar a menudo. Son argu-
mentos contra el tipo de teoría que yo propongo. A veces se afir-
ma que si todo lo que se requiere es que prescribamos alguna
máxima universalmente, eso no impide que defendamos máxi-
mas hechas a medida de nuestros propios intereses; y también
se afirma, más en general, que eso tampoco impide que defen-
damos máximas que todos consideramos horrorosas.
He aquí un ejemplo del primer tipo de argumento: supon-
gamos que alguien afirma prescribir universalmente que todo
aquel que tenga seis dedos en una mano debe recibir un trato
especial, y que él tiene seis dedos en una mano. Su máxima es
formalmente impecable; es una prescripción universal en el
sentido pleno de «universal». La máxima en sí no es autocon-
tradictoria; si seguimos el punto de vista de algunos intérpretes
de Kant, esta máxima es intachable. Pero la cuestión es la si-
guiente: «¿Puede esa persona adoptar esta máxima, estando en
pleno conocimiento de los hechos, estado en el que sólo puede
encontrarse si ha conseguido representarse completamente an-
te sí mismo en qué situación se hallarían aquellos que se verían
afectados negativamente por su adopción de esa máxima?» Co-
mo vimos, representarse completamente la situación de otro
supone tener preferencias sobre lo que debería sucederle a uno,
en caso de hallarse en la misma situación; y esto, junto con el
requisito de universalizar las máximas que uno tiene, hará que
deba rechazar la máxima que se proponía. Porque, en caso de
hallarse en la situación de aquellos que sufrirán si él consigue
RACIONALISMO 149

sus privilegios, preferiría que se retiraran tales privilegios. Y es-


tas preferencias son incompatibles con mantener su máxima.
He aquí un ejemplo del segundo tipo de argumento, que es
muy similar. Se dice que la prescripción de subyugar a toda la
gente de color es formalmente universal e internamente consis-
tente y que, por lo tanto, el Imperativo Categórico no la excluye.
Pero la cuestión es: ¿puede alguien que ha conseguido repre-
sentarse completamente la situación de la gente de color siendo
subyugada seguir queriendo que sean tratados de ese modo?
Porque si ha conseguido representársela completamente, en-
tonces preferirá no ser tratado de ese modo si él es de color; y
tal cosa es inconsistente con la forma universal de la máxima
propuesta. Hay, claro, el problema del racista fanático que está
dispuesto a prescribir que también se siga la máxima incluso
cuando él mismo sea de color. He tratado con detalle el caso del
fanático en mis libros (p.e., MT 10.3) y creo haber demostrado
que mi teoría puede hacerle frente; ahora no hay tiempo para
discutir el problema. En cualquier caso, uno puede usar el mo-
vimiento kantiano en argumentos con gente corriente que no
sea fanática.

7.5. Tal vez me haya equivocado en el orden, al explicarles


de qué modo podemos argumentar basándonos en la teoría que
propongo sin antes explicarles de qué teoría se trata, aunque ya
he dicho que se trata de una adaptación del Imperativo Categó-
rico de Kant. Permítanme, ahora, pues, intentar formular la te-
oría más claramente. Lo primero que debo decir sobre ella es
que nos proporciona una explicación completamente formal del
significado de las palabras morales. Con esto quiero decir que
las defíne solamente en base a sus propiedades lógicas. Con-
trástenla con el naturalismo, que define esas palabras o da
cuenta de su significado en términos de propiedades sustanti-
vas no-morales. Tomemos «debería» como ejemplo. «Debería»,
será bueno decido, es una palabra lógica. Es un operador mo-
dal deóntico. Sus propiedades y función lógicas son muy análo-
gas a las de aquellos operadores modales como por ejemplo «es
necesario que». La diferencia está en que, mientras que los de-
más operadores modales rigen enunciados descriptivos, «debe-
ría» rige prescripciones (MT 1.6). Los enunciados de «debería»
implican imperativos con el mismo contenido, del mismo modo
que las oraciones que empiezan con «Es necesario que...» im-
plican enunciados en indicativo con el mismo contenido. En
150 ORDENANDO LA ÉTICA

consecuencia, podríamos resumir mi explicación de «debería»


diciendo que es la modalidad que está con respecto a las pres-
cripciones tal como «necesario» está con respecto a los enun-
ciados descriptivos.
Parece de lo más natural decir que «debería» es una moda-
lidad deóntica. Ello hace bastante inverosímil el argumento de
algunos descriptivistas que dice que, como «Su acto fue inco-
rrecto» suena como una oración de sujeto y predicado, su gra-
mática superficial respalda la opinión de que la incorrección es
una propiedad en el sentido corriente y de este modo respalda
el realismo ético. El hecho de que «Su acto fue incorrecto» sig-
nifique casi lo mismo que «Debería no haber hecho lo que hi-
zo», que posee una estructura superficial totalmente distinta,
debería, como mínimo, hacemos dudar de que la estructura su-
perficial de la primera oración sea una buena guía para averi-
guar su significado y su lógica.
Si «debería» (que tomaré como característica de las pa-
labras morales) es una modalidad deóntica que rige los impe-
rativos, y se comporta como el operador de necesidad, entonces
las oraciones de «debería» implicarán imperativos y por consi-
guiente serán prescriptivas, y por consiguiente satisfarán mi
requisito número (2), la practicidad. Como las propiedades que
mi teoría atribuye a las palabras morales son puramente forma-
les, propiedades lógicas, mi teoría también satisfará el requisito
número (1), la neutralidad. La lógica es neutral entre opiniones
o afirmaciones sustantivas. Se percatarán de que de este modo
mi teoría rehúye el relativismo a que están destinadas todas las
teorías descriptivistas. Como la explicación que ofrece del len-
guaje moral es formal y como, en particular, incorpora las carac-
terísticas formales de la prescriptividad y la universalizabilidad,
su explicación puede ser aceptada por distintas culturas con dis-
tintas moralidades. Esas características formales pueden ser
comunes a todos los lenguajes de esas culturas, aun cuando di-
fieran mucho las características materiales de sus moralidades,
y con ellas los significados descriptivos de sus palabras mora-
les, y las condiciones de verdad de sus enunciados morales.
Como hay una lógica deóntica, la teoría satisface el requisi-
to número (4), el de la logicidad. Y en particular satisface el re-
quisito número (3), la incompatibilidad. Así como dos personas
que dicen, la primera que tal proposición es necesariamente
verdadera, y la segunda que no lo es, se contradicen realmente
entre sí, del mismo modo, dos personas que dicen, la primera
RACIONALISMO 151

que una acción es obligatoria, y la segunda que no lo es, tam-


bién se contradicen realmente entre sí. He empezado ya a de-
mostrar que la teoría satisface el requisito número (5), el de la
argumentabilidad, al señalar de qué modo pueden ir los argu-
mentos de tipo kantiano que usan la universalizabilidad y la
prescriptividad. También he mostrado ya que la teoría garanti-
za la prescriptividad.
Aunque también garantiza la universalizabilidad. Si «debe-
ría» se comporta como un operador de necesidad que rige los
imperativos, entonces los enunciados de «debería» serán uni-
versalizables, como lo son los enunciados de necesidad. Uno no
puede decir que en tal y tal caso algo es necesariamente así, pe-
ro que podría haber un caso idéntico a éste en el que no fuera
necesariamente así. Se trata de una verdad acerca de la necesi-
dad lógica; si un enunciado es por necesidad lógica verdadero,
entonces cualquier otra oración con la misma forma lógica
también será necesariamente verdadera. Ello también es cierto
de la necesidad causal. Si un hecho sigue a otro por necesidad
causal, entonces un hecho exactamente similar al primero, en
circunstancias idénticas, debe, por necesidad causal, seguir
a otro hecho exactamente similar al segundo. Eso es exacta-
mente análogo a lo que la tesis de universalizabilidad dice que
es verdad de los enunciados de «debería» (H 1984b). En conse-
cuencia, la teoría proporciona los dos principales puntales del
argumento kantiano, a saber, la universalizabilidad y la pres-
criptividad.

7.6. Es hora de volver al tema de las condiciones de verdad


y relacionarlo con la característica de la universalizabilidad que
acabo de discutir. Recordarán que antes hablé de un elemento
en el significado de los enunciados morales que, siguiendo a Ste-
venson, llamaba el significado descriptivo. También sostuve que
los naturalistas objetivistas se habían percatado de una impor-
tante verdad con respecto a él. Si bien se equivocaban al pensar
que las condiciones de aplicación de las palabras morales ofre-
cían el significado de los enunciados morales, tenían razón al
sostener que las palabras morales poseen condiciones de aplica-
ción, y que éstas determinan realmente las condiciones de ver-
dad de los enunciados morales. Además de eso, también tenían
razón, al sostener, en contra de los intuicionistas y los subjetivis-
tas, que tales condiciones de aplicación pueden ser especificadas
en términos no-morales y objetivos. Sin embargo, no tenían ra-
152 ORDENANDO LA ÉTICA

zón al pensar que señalar cuáles son esas condiciones de aplica-


ción es meramente una cuestión de definición, cuando en reali-
dad es enunciar un principio moral sustantivo.
A estas alturas debería ser evidente que aquí tenemos al
mismo animal apareciéndose bajo distintas formas. Es irrele-
vante que hablemos de criterios de aplicación de una palabra
moral (por ejemplo, «incorrecto»), que hablemos del significa-
do descriptivo de la palabra, de las condiciones de verdad de los
enunciados en los que ésta aparece, o de un estándar moral o
principio moral universal. Ratificar alguno de éstos es hacer un
enunciado moral, sustancial y sintético. La cuestión crucial a la
que debe hacer frente una teoría ética es cómo vamos a poner-
nos a determinar racionalmente qué criterios, condiciones de
verdad, estándares o principios cabe ratificar. Como vimos, ca-
da cultura tendrá su propia opinión al respecto. Pero ahora dis-
ponemos de una forma, una forma reconocidamente kantiana,
de dirimir entre ellas. Nuestra teoría, por consiguiente, no con-
duce al relativismo. Lo que ha hecho esto posible ha sido la in-
troducción de la prescriptividad y su lógica.
Pero, ¿por qué es apropiado hablar de verdad en este con-
texto? No llegaremos a comprenderlo hasta que hayamos consi-
derado más profundamente las circunstancias humanas —el
entorno social— en el que tiene lugar nuestro pensamiento mo-
ral. Todo lo que inmediatamente produce la aproximación kan-
tiana son máximas y prescripciones universales. No existe nin-
guna razón obvia, sin embargo, para decir que éstas son
verdaderas o falsas. ¿No sería posible, en nuestro pensamiento
moral, limitarnos solamente a esos imperativos universales y
olvidamos de la verdad y la falsedad? La respuesta es que los ar-
cángeles quizá sí puedan, pero los humanos no.
En otros escritos míos he sugerido, siguiendo a Platón, que
existen dos niveles de pensamiento moral, el crítico y el intuiti-
vo, el segundo de los cuales es una necesidad humana (p.e., MT
2.1 y ss.). El hecho de que la mayor parte de nuestro pensa-
miento moral suceda en el nivel intuitivo ayudará a explicar por
qué decimos que los juicios morales son verdaderos o falsos.
Para tomar un ejemplo de Harman (1977: 4): ante unos chicos
que han rociado de gasolina un gato y luego, por diversión, le
han prendido fuego, no dudaremos un instante en decir que
han actuado incorrectamente. O para tomar un ejemplo que yo
mismo usé: no dudamos en llamar incorrecto marcharse de una
estación de autoservicio sin pagar (5.2). No sentimos la
RACIONALISMO 153

necesidad de criticar los estándares o principios que nos llevan a


decir tales cosas, o de preguntar por qué son incorrectos tales ac-
tos. Parece fácil decir entonces que es obviamente verdad que son
incorrectos. Eso es lo que da verosimilitud al intuicionismo y lo
que recibe el nombre de «filosofía moral de la persona de a pie».
También da cierta verosimilitud al naturalismo objetivista.
Semejante naturalista podría decir. «¿Cómo puedes comprender
realmente el significado de «incorrecto» si no sabes que tales ac-
tos son incorrectos?» Lo que sucede en esos casos es que el sig-
nificado descriptivo casi llega a dominar. No llega a dominar del
todo, porque hasta una persona que encuentre «obviamente in-
correcto» hacer esas cosas también aceptará normalmente que
alguien que piense que un acto es incorrecto pensará que eso es
una razón para no hacerlo. De modo que la prescriptividad, si
bien cubierta por el significado descriptivo, sigue estando ahí.
Pero si no se examina el enunciado moral, es fácil ser o bien un
intuicionisla o bien un naturalista objetivista. Quien no sea un
filósofo, ni tan siquiera se preguntará si es lo uno o lo otro. Es-
pero que vean lo natural que es, en esos casos, decir que los
enunciados morales realizados son verdaderos.

7.7. Existe un problema que ya inquietó a Sócrates y a


Aristóteles y que se cree origina dificultades a los prescriptivis-
tas e internistas modernos como yo. Se cree que un internista
—que es aquel que piensa que tener una opinión moral es estar
motivado a actuar de acuerdo con ella, o querer que los demás
actúen de acuerdo con ella— y un prescriptivista —que es aquel
que piensa que los enunciados morales implican imperativos—
tienen dificultades con la gente que hace lo que reconoce que es
incorrecto. Algunas personas hacen lo que creen incorrecto por-
que persiguen otros fines que sólo pueden conseguir haciendo
lo incorrecto; otras tienen por fin hacer lo incorrecto, justamen-
te porque es incorrecto. Llamemos al primer tipo de persona
acrático, y al segundo satanista. En otros sitios me he ocupado
extensamente de estos personajes (FR cap. 5, MT 3.7, H 1992d:
cap. 6, 1992e: ii. 1304, 1995¿, 1996e). Aquí tan sólo me gustaría
señalar que la existencia de los dos niveles del pensamiento mo-
ral hacen mucho más fácil resolver el problema. Si los enuncia-
dos morales tienen sólidos significados descriptivos y condicio-
nes de verdad, se explica fácilmente que alguien pueda entender
la verdad de un enunciado moral pero actuar contrariamente a
la prescripción que éste contiene.
154 ORDENANDO LA ÉTICA

Supongamos que la persona de la estación de autoservicio


está fuertemente tentada a marcharse sin pagar porque desea
conservar su dinero. Tal vez diga que sabe que sería incorrecto
hacer eso o que es verdad que sería incorrecto. Su intuición así
se lo asegura, llene la experiencia de «saber que sería incorrec-
to» que los intuicionistas llaman «intuición moral». ¡Qué fácil
es para alguien que se halla en tal situación hacer caso omiso de
la prescriptividad del enunciado y realizar el acto que «sabe que
es incorrecto»! Por otra parte, imaginen que los chicos que que-
man un gato saben que quemar un gato satisface las condicio-
nes de verdad aceptadas en su cultura del enunciado que dice
que hacer eso es incorrecto. Tal vez sea esto lo que les resulta
atractivo, si es que son rebeldes, están insatisfechos y se sienten
ajenos a los valores de su cultura. Pero en virtud del significado
descriptivo y de las condiciones de verdad aceptadas del enun-
ciado que dice que sería incorrecto, saben que es verdad que
sería incorrecto. De modo que, al igual que el hombre de la es-
tación de autoservicio, ellos también hacen caso omiso de la
prescriptividad del enunciado. Para un tratamiento detallado
de estos casos, sin embargo, debo remitirles a los demás escri-
tos que ya les mencioné.
Espero haber aclarado el sentido en que los enunciados
morales pueden ser verdaderos, o hasta incluso obviamente ver-
daderos. Pero, como expuse anteriormente con mucho más de-
talle, no podemos quedarnos ahí. Pues la «verdad obvia» de
tales enunciados es relativa a una cultura. Nuestros antepasa-
dos no veían como una verdad obvia que cazar osos con cebos
fuera incorrecto. Los españoles hoy día no ven como una ver-
dad obvia que las corridas de toros sean incorrectas, y sus ante-
pasados no vieron que lo fuera quemar personas, si eran here-
jes. Los romanos no vieron como una verdad obvia que quemar
personas fuera incorrecto, si eran cristianos. Tiene sentido,
pues, preguntar por qué los enunciados morales, que todos con-
sideramos como obviamente verdaderos, son verdaderos, o
incluso si realmente son verdaderos. A menos que seamos capa-
ces de preguntar y responder estas cuestiones, nuestra mora-
lidad será vulnerable. En según qué épocas, como la época de
Sócrates y la nuestra, la moralidad puede estar en peligro real
por culpa de que no se plantean y responden preguntas de ese
tipo. Sócrates creyó que la forma de dar respuesta a esas pre-
guntas pasaba por desarrollar un nuevo modo de pensar: lo que
yo llamo pensamiento crítico.
RACIONALISMO 155

La tarea del pensamiento crítico consiste en examinar los dis-


tintos estándares, condiciones de aplicación, criterios, condicio-
nes de verdad o principios que encontramos en una cultura de-
terminada y ver si pueden ser defendidos o no. El pensamiento
crítico no puede apelar a las intuiciones o a los significados des-
criptivos. Lo que sometemos a examen son justamente estos sig-
nificados e intuiciones. Basarse en ellos lleva siempre al relativis-
mo. Ésa es, finalmente, la razón por la cual debemos rechazar
todas las formas de descriptivismo. La maniobra que nos permite
examinarlas de un modo objetivo sin quedar atrapados en nues-
tra propia cultura es la maniobra kantiana de introducir la pres-
criptividad y, en particular, introducir la prescriptividad univer-
sal. Es este requisito formal, común a todas las culturas que se
plantean cuestiones morales, lo que nos constriñe objetivamente.
Es al preguntamos «¿Puedo prescribir, o querer, que esta máxima
se convierta en ley universal?» que pisamos tierra firme en nues-
tro pensamiento moral.
Si pudiéramos seguir con este tema, añadiría algo más para
conectar el argumento formal que he estado exponiendo con
sus consecuencias prácticas, que son muy importantes. En mis
libros he mostrado cómo este argumento formal da lugar a re-
glas para el razonamiento moral que nos llevarán a principios
morales iguales a los que nos llevaría un determinado tipo de
utilitarismo. Incluso he sido lo bastante atrevido para decir
de mi propia teoría del argumento moral que era una teoría uti-
litarista (1966c: s. f.), y ello sin que ésta contenga ningún «prin-
cipio de utilidad» sino tan sólo un método racional para llegar a
esos principios reales particulares.
En el capítulo 8 voy a tratar de mostrar que no hay nada pa-
radójico en llegar a principios utilitaristas empleando un méto-
do kantiano. Si bien Kant no fue un utilitarista, nada en su teo-
ría del Imperativo Categórico le impedía serlo, y de no ser por
dos cosas, tal vez lo hubiera sido. La primera es la estricta edu-
cación en principios extremadamente rigurosos que recibió y
que jamás se quitó de encima. Kant creía que tenía que defen-
der esos principios (tales como el deber absoluto de aplicar la
pena capital, la absoluta incorrección, sin excepción posible,
del mentir, hasta incluso la pecaminosidad de la masturbación)
apelando a su teoría. Ello tuvo efectos lamentables en la forma
de exponerla. Pero en sí misma, la teoría es consistente con la
adopción de principios utilitaristas.
Todo esto no hubiera ocurrido así de no ser por la segunda
156 ORDENANDO LA ÉTICA

cosa que le descarrió. Parece que Kant creía que los principios
morales tenían que ser simples. Puede que recuerden que en 5.8
hablé de la confusión que mucha gente tiene todavía entre uni-
versalidad y generalidad. Tal confusión se remonta al uso que
hizo Aristóteles del término «kath'holou» para referirse a ambos
conceptos. En mi opinión, Kant fue víctima de esta confusión.
Ésta puede haberle llevado a insistir que los principios morales
deberían ser muy generales (es decir, simples), cuando todo lo
que hacía falta era que fueran universales (que es consistente
con ser, si es necesario que lo sean, muy específicos).
He tratado de corregir este defecto en la exposición que ha-
ce Kant de su teoría trazando, en mis escritos, una distinción
entre dos niveles de pensamiento moral: el crítico y el intuitivo.
En el nivel intuitivo nuestro pensamiento moral tiene que estar
efectivamente pegado a principios generales (aunque no tan ge-
nerales, espero, como aquellos en los que se inspiraban los pa-
dres de Kant al educarle). Pero en el nivel crítico, el nivel en el
que evaluamos nuestros principios intuitivos para quizá recha-
zarlos o corregirlos, nuestro pensamiento puede tratar con
principios tan específicos como sea necesario. El requisito de
unlversalizar nuestras máximas, por consiguiente, no nos com-
pele a adoptar máximas muy generales en este nivel. Tan sólo
necesitamos tratar de modo parecido todos los casos que tienen
las mismas propiedades universales, con independencia de lo
específicas que sean, incluyendo casos en los que los individuos
cambian papeles, y en los que, por tanto, podríamos estar ocu-
pando el lugar de la víctima. Puede que este pensamiento críti-
co nos lleve en efecto a adoptar, como principios para ser utili-
zados en el nivel intuitivo, principios muy generales; pero el
razonamiento que conduce a su adopción no se basa en esos
principios intuitivos generales, sino tan sólo en el requisito de
unlversalizar nuestras máximas.

7.8. Terminaré con una observación muy práctica. Empe-


zamos considerando unas cuantas cuestiones morales prácticas
sobre las cuales dije que la filosofía moral nos podría iluminar.
Es hora de decir qué iluminación nos ha proporcionado. A estas
alturas, el procedimiento general para resolver cuestiones mo-
rales debería estar claro. Consiste en examinar, atendiendo a los
hechos, las consecuencias de acciones y políticas alternativas y
preguntar si estamos dispuestos a prescribir universalmente su
ejecución. Ésa es la tarea del pensamiento crítico. A continua-
RACIONALISMO 157

ción necesitamos condensar esta vasta cantidad de información


en un conjunto más simple de pautas o principios intuitivos pa-
ra usarlos en la vida cotidiana. Semejante tarea parecería impo-
sible de no ser por una razón: no somos los primeros en abor-
darla. Muchas generaciones de personas se han enfrentado al
problema y han sacado sus soluciones. Lo más natural sería es-
perar que tales soluciones sean sabias, ya que provienen de gen-
te con mucha experiencia sobre problemas semejantes y sobre
las consecuencias de ir en busca de distintas soluciones para ta-
les problemas.
Pero puede que algunas de esas soluciones no sean buenas
soluciones. No hay nada infalible en la sabiduría de los tiem-
pos. Si queremos, y a pesar de cierta dificultad, podemos modi-
ficar nuestros principios intuitivos. Ésa es la tarea del pensa-
miento crítico. Pero debemos ser precavidos. Muchos de los
que abandonaron completamente las intuiciones acumuladas
han terminado por lamentarlo. Del legado del pasado hay nor-
malmente más por aprender que por desechar.
La cuestión con la que empecé (2.2), la de si deberíamos ser
pacifistas o no, se resuelve con bastante facilidad (H 1985b). Si
no hubiera una cantidad suficiente de gente defendiendo la jus-
ticia y la decencia en las relaciones internacionales, entonces
los que rechazan esos ideales se saldrían con la suya, cosa que
tendría consecuencias desastrosas para casi todo el mundo. Lo
que la justicia y la decencia requieren es una cuestión adicio-
nal, que debe ser resuelta por medio de otra aplicación del pen-
samiento crítico. La respuesta la proporciona un conjunto de
pautas de política internacional tales que la adhesión a ellas es
al fin y al cabo lo mejor para los afectados. No es tan difícil en-
contrar esas pautas (véase p.e. J. E. Haré y C. Joynt, 1982).
Las cuestiones del aborto y la eutanasia, así como otras cues-
tiones de la ética médica, han sido ya ampliamente discutidas y
yo no tengo nada que añadir a lo que ya he dicho al respecto (p.e.,
H 1974b, 1975c, d, 1988d). La opinión pública parece estar cerca
de una solución utilitarista de esos problemas, con la cual yo esta-
ría de acuerdo.
La cuestión sobre qué hacer con el crimen cometido por
menores de edad, a la que di una solución irónica en 2.4, es mu-
cho más difícil y ha recibido mucha atención por parte de los
medios de comunicación recientemente. Al parecer, la impre-
sión general es que, a pesar de lo que digan algunos políticos, la
prisión no funciona con los delincuentes menores de edad. ¿De-
158 ORDENANDO LA ÉTICA

heríamos colgarles, pues, o al menos apalearles? ¿Deberíamos


adoptar la ley sharia como en Arabia Saudí, o dar un paso hacia
atrás implantando castigos draconianos como los practicados
en Singapur? La respuesta está en examinar atentamente las
consecuencias de esos castigos, no tan sólo sobre los delincuen-
tes sino sobre la sociedad en general. La abolición de la prácti-
ca de azotar a los criminales violentos por orden judicial es aún
viva en la memoria de muchas sociedades y sólo desde hace po-
co está prohibido castigar físicamente a los niños en las escue-
las públicas británicas. Todavía se permite en las escuelas priva-
das del Reino Unido, aunque tal vez los tribunales, en especial
el Tribunal Europeo, terminen por prohibirlo. Y tanto en Gran
Bretaña-como en Estados Unidos existe todavía un respaldo
muy importante a la pena de muerte.
Es difícil creer que todos los argumentos a favor de esos
cambios en la ley sean buenos argumentos, aunque algunos
probablemente lo serán. También existen buenos argumentos
en el bando contrario. Es necesario considerar toda la cuestión
con más atención a fin de averiguar, si podemos, qué efectos so-
bre la sociedad en general resultarían de aplicar diferentes tra-
tos a esos infractores. Mientras estemos en la oscuridad con
respecto a los hechos (que lo estamos), no seremos capaces de
decidir cuál es la mejor política a seguir. No le corresponde al
filósofo moral investigar los hechos, sino tan sólo examinar los
argumentos malos que se proponen en base a los hechos, ar-
gumentos de los que hay una gran cantidad. La situación pre-
sente, en la que se apela a la moralidad desde una ignorancia to-
tal de lo que ésta sea y de cómo argumentar racionalmente
sobre ella, no es propicia para la adopción de políticas razona-
bles.
Pero la propuesta irónica que hice no consistía en decir que
deberíamos colgar o azotar a los delincuentes, sino en proponer
algo más radical: deberíamos tratar de cogerlos antes de que de-
linquieran y eliminarlos. Como mínimo, podemos rechazar esta
propuesta en base a hechos ya conocidos. Para empezar, los ju-
rados no condenarían por esas razones, a menos que la opinión
pública cambiara más drásticamente de lo que es probable que
haga. Tendríamos que abolir el sistema de jurados en favor de
una forma de administrar justicia de tipo sumarial. Incluso un
sistema inquisitorial como el que se emplea en el continente
europeo es improbable que permita eliminar a los delincuentes
antes de que cometan el delito. Tendríamos que volver a algo
RACIONALISMO 159

como el sistema de «justicia» practicado por la KGB. Y a este


respecto existen argumentos utilitaristas bien fundados y ob-
vios para no hacerlo.
Vamos a suponer, sin embargo, que la opinión pública,
afectada por una oleada de crímenes, está a favor de instaurar
una política expeditiva de ese tipo. En ese caso, tal vez los jura-
dos estarían a favor de ella. No podemos prejuzgar si eso sería
lo mejor o no. Tenemos que fijarnos en las consecuencias que
resultarían de adoptar esa política. Y es bastante obvio lo desas-
troso que sería adoptarla. Todo nuestro sistema judicial está
fundado en la premisa de que nadie puede ser castigado, aún
menos muerto, por crímenes que todavía no ha cometido. Sería
necesario un cambio de opiniones inconcebible para poder
abandonar este principio y las consecuencias de abandonarlo
serían horrendas. El argumento de la «pendiente resbaladiza»,
del que abusan a menudo los antiabortistas, es realmente pode-
roso aquí; si el peligro de encontramos bajando esa pendiente
fuera real deberíamos asegurar rápidamente el pie. Pero, de he-
cho, no existe ese peligro, porque hemos aprendido que las ga-
rantías de ese tipo son realmente necesarias para constreñir la
administración de la justicia. (Sobre la justicia y el castigo, véa-
se también MT 9.6 y ss., H 1978d, 1986/'.)
He usado este ejemplo extremo para ilustrar el modo de ar-
gumentar sobre cuestiones morales. En ejemplos no tan extre-
mos tal vez existan diferencias de opinión legítimas más difíci-
les de resolver. Pero podemos resolverlas empleando el mismo
procedimiento. Primero tenemos que considerar las consecuen-
cias de adoptar una política u otra, y luego encontrar pautas
que, en caso de ser en general respetadas, conduzcan a los me-
jores cursos de acción. Y los mejores cursos de acción son aque-
llos cursos que, considerándolo todo, favorecen más a la gente
de la sociedad, contando que cada uno vale por uno y que nadie
vale más que uno; es decir, tratando a cada individuo como un
fin. En definitiva, tenemos que combinar las lecciones que de-
beríamos haber aprendido de Kant y Mili.
Ter c e r a pa r t e

KANT
Ca p ít u l o 8

¿PODRÍA KANT HABER SIDO


UN UTILITARISTA?*

... el fin supremo, la felicidad de toda la humanidad.


(KrV A851 = B879 = 549)
La ley relativa al castigo es un imperativo categórico; y ay de aquel
que hurgue por los caminos tortuosos de una teoría de la felicidad
tratando de conseguir alguna ventaja librando de castigo al criminal
o reduciendo su pena...
(Rl A196 = B226 = 331)

8.1. Mi objetivo en este capítulo no es responder, sino


plantear una cuestión. Para poder responderla con certeza, sin
embargo, haría falta un estudio más atento del texto de Kant y
dedicarle más tiempo del que yo hasta ahora le he podido dedi-
car. He leído sus obras más importantes en ética y he llegado a
algunas conclusiones provisionales que, tímidamente, voy a
enunciar. También he leído a algunos de sus discípulos y aspi-
rantes a discípulos de habla inglesa; pero debo confesar que, a
excepción de Leonard Nelson, no he leído a ninguno de sus in-
térpretes alemanes. De todos modos, mi propósito al plantear la
cuestión es conseguir la ayuda de otros a fin de resolverla.
Para muchos la respuesta parecerá obvia; pues es un dog-
ma aceptado que Kant y los utilitaristas están situados en los
dos polos opuestos de la filosofía moral. Tal idea forma parte de
la ortodoxia corriente al menos desde que, a comienzos del si-
glo veinte, Prichard y Ross, ambos deontologistas, pensaran
que habían encontrado un padre en Kant. John Rawls, a su vez.

* Versión revisada de H 1993a.


164 ORDENANDO LA ÉTICA

ha sido profundamente influido por estos filósofos intuicionis-


tas y no cree necesario documentar demasiado extensamente el
parentesco kantiano de sus concepciones. Como resultado, aho-
ra a todos los estudiantes de filosofía moral que empiezan se les
explica normalmente el cuento de que Kant y los utilitaristas
tienen que estar reñidos entre sí.
¿Es verdad eso, sin embargo? Mi indecisa respuesta sería
que no lo es. La situación es más complicada. Voy a defender
que Kant, aunque no lo fuera, podría haber sido un utilitarista.
Ciertamente, su teoría formal puede ser interpretada de un mo-
do que permite ver en él —tal vez incluso requiera ver en él— a
un tipo de utilitarista. A este respecto, lo que J. S. Mili dice so-
bre la consistencia de sus concepciones con el imperativo cate-
górico de Kant está bien fundado (1861: cap. 5, mitad). El pro-
blema es que la rigurosa educación puritana que Kant recibió
hizo que defendiera unas opiniones morales que probablemen-
te ningún utilitarista —de hecho, que pocos pensadores moder-
nos de la convicción que sea— defendería: opiniones sobre la
pena capital, por ejemplo, o sobre el suicidio o hasta incluso so-
bre el mentir. Kant hace todo lo posible por justificar esas opi-
niones (sin éxito, según la mayoría de intérpretes) apelando a
su teoría.
Voy a considerar algunos de esos argumentos. A los deonto-
logistas que se acurrucan bajo el ala de Kant en busca de refu-
gio esos argumentos les brindan poco consuelo; porque si la
teoría de Kant es consistente con un tipo de utilitarismo (lue-
go diré qué tipo), no les va demasiado bien que algunos de sus
argumentos —que la mayoría de la gente ahora rechazaría—
tiendan a ser antiutilitaristas. Kant fue ciertamente un deonto-
logista, en el sentido de que, en su explicación del pensamiento
moral, asigna un puesto prioritario al deber. Pero no fue un in-
tuicionista como lo fueron Prichard y Ross. Kant no creía, co-
mo sí lo creía Prichard, que «Si de verdad dudamos que exista
realmente una obligación de originar A en una situación B, el
remedio no está en ningún proceso del pensamiento general si-
no en encontrarse cara a cara con un caso particular de la si-
tuación B, y a continuación apreciar directamente la obligación
de originar A en esa situación» (1912: s. f.). Kant habría llama-
do a eso «ir a tientas con ayuda de ejemplos» (Tappen vermittelst
der Beispiele, Gr BA36 = 412).
Al contrario, aunque en la Fundamentación Kant respeta lo
que él llama «el conocimiento racional común de la moralidad»,
¿PODRÍA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 165

y en todos sus escritos se alegra cuando las convicciones mo-


rales comunes respaldan sus concepciones, el título del primer
capítulo del libro demuestra que se halla inmerso en una «tran-
sición» desde aquel conocimiento hacia «el conocimiento filosó-
fico». El segundo capítulo lleva además por título «Transición de
la Filosofía moral popular a la Metafísica de las costumbres»
(Metaphysik der Sil ten). Kant no se hubiera contentado, como sí
lo hizo Prichard y muchos de nuestros contemporáneos hacen, y
como casi lo hace Rawls, con basarse en nuestras convicciones
morales comunes como si fueran datos, ni tan siquiera después
de reflexionar sobre ellas. En lugar de eso desarrolló una expli-
cación altamente compleja y sofisticada sobre el razonamiento
moral: la «Metafísica de las costumbres» (Metaphysik der Sitien).
En esto llevaba razón. La filosofía moral, que para Prichard
descansaba en un error (1912: título), empezó cuando Sócrates
y Platón, ante la posibilidad del hundimiento de la moralidad
popular por culpa de la incapacidad de los partidarios de ésta a
la hora de ofrecer razones para creer lo que creían, se pusieron
a buscar tales razones. Kant pertenece a esta tradición; Pri-
chard y Ross, no, y Rawls, que en algunos aspectos sigue a és-
tos, pertenece y no pertenece a ella. Rawls es tan sólo medio ra-
cionalista y medio intuicionista, en tanto que en conjunto
confía demasiado en las intuiciones (H 1973a). Este capítulo es
el principio de un intento de rescatar a Kant de algunos de sus
«discípulos» modernos.

8.2. Primero me gustaría llamar la atención sobre algunos


pasajes de la Fundamentación que tienen que ver con mi cues-
tión. Empezaré con el famoso pasaje, tan querido por los antiu-
tilitaristas, acerca de tratar a la humanidad como un fin. El pa-
saje entero dice así: «Actúa de tal forma que siempre trates a la
humanidad, tanto en tu propia persona como en la persona de
cualquier otro, nunca solamente como un medio, sino siempre
al mismo tiempo como un fin» (Gr BA66 y s. = 429). Para com-
prender este pasaje tenemos que saber qué quiere decir Kant
con «tratar como un fin». Para ello nos ofrece algunas pistas
importantes en el siguiente pasaje, pero, desgraciadamente, pa-
rece estar usando esa expresión al menos en dos sentidos dife-
rentes. Hablando en términos generales, el primero y el tercero
de los ejemplos que emplea, que tienen que ver con el deber ha-
cia uno mismo, son inconsistentes con una interpretación utili-
tarista, pero el segundo y el cuarto, que tienen que ver con los
166 ORDENANDO LA ÉTICA

deberes hacia los demás, son consistentes con tal interpreta-


ción. Esa diferencia, como veremos, no es ningún accidente.
Primero consideraré el segundo y cuarto ejemplos. El se-
gundo se ocupa de las falsas promesas. Combina este ejemplo
con ejemplos parecidos sobre «atentados contra la libertad y
propiedad de otros». La falta que hay en todos estos tipos de ac-
tos, dice, está en «tratar de hacer uso de otro hombre meramen-
te como un medio para un fin que éste no comparte (in sich ent-
halte). Porque el hombre que, mediante esa promesa, estoy
tratando de usar para mis propósitos no puede estar de acuerdo
con mi modo de comportarme en relación con él. y por consi-
guiente, no puede compartir el fin de la acción». Las otras per-
sonas «deberían ser siempre tratadas al mismo tiempo como fi-
nes; es decir, sólo como seres tales que han de poder contener
también en sí mismos el fin de esa misma acción».
El cuarto ejemplo lo citaré entero:

En cuarto lugar, en relación con el deber meritorio para con


los demás, el fin natural que todos los hombres persiguen es su
propia felicidad. Ahora bien, la humanidad sin duda podría subsis-
tir, si nadie contribuyese para nada a la felicidad ajena, pero al mis-
mo tiempo se abstuviera de perjudicar a ésta. Tal cosa, sin embar-
go, si cada cual no intentase también, en la medida de lo posible,
promover los fines de los demás, equivaldría meramente a estar de
acuerdo negativamente y no positivamente con la humanidad como
un fin en sí. Porque el sujeto, que es un fin en sí mismo, tiene unos
fines que —si esta concepción tiene que hacer en mí todo su efec-
to— también tienen que ser mis fines en la medida de lo posible.

Tal como yo lo interpreto, este pasaje significa que, para sa-


tisfacer esta versión del imperativo categórico, tengo que tratar
los fines de las demás personas (es decir, lo que éstas querrán
por sí mismo) como si fueran mis fines. Ellas tienen que ser ca-
paces de hacer lo mismo, esto es, compartir el fin. En la Tu-
gendlehre, Kant explica del siguiente modo la relación entre un
fin y la voluntad: «Un fin es un objeto de la facultad de elección
(Willkür) (de un ser racional), mediante cuyo pensamiento se
determina la elección de una acción que produzca ese objeto»
(Tgl A4 = 381). Más adelante examinaremos la distinción entre
«Wille» y «Willkür», y la supuesta distinción entre voluntad y de-
seo. En relación con esto, véase especialmente Tgl A49 = 407,
donde WiUe, tanto se distingue de Willkür, como se identifica
¿PODRIA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 167

con un tipo de deseo: «nicht der Willkiir, sondem des Willens, der
ein mit der Regel, die er annimmt, zugleich allgemeingesetzgeben-
des Begehrungsvermógen ist, und eine solche allein katw zur Tu-
gend gezáhlt werden» («no una cualidad de la facultad de elec-
ción sino de la voluntad, que es una con la regla que adopta y
que también es la facultad apetitiva que da ley universal; sola-
mente una aptitud de ese tipo puede ser llamada virtud»).
En otro lugar, Kant modifica esta explicación sobre en qué
consiste tratar a los otros como fines diciendo que los fines de
los otros que debemos tratar como si fueran nuestros propios
fines tienen que ser no inmorales (Tgl Al 19 = 450: «die Pflicht,
anderer ihre Zwecke (so fem diese nur nicht unsitttích sind) zu
den meinen zu machen)». Algunos utilitaristas, Harsanyi, por
ejemplo, adoptan una línea similar y excluyen la consideración
de fines inmorales o antisociales (1988c: 96). En vista de seme-
jante parecido entre las opiniones de estos utilitaristas y Kant, y
de los pasajes que hemos discutido, estoy tentado de decir que
éste fue una especie de utilitarista, a saber, un utilitarista de la
voluntad racional (a rational-will utilitarian). Porque un utilita-
rista también puede prescribir que deberíamos hacer lo que
conduzca a la satisfacción de las preferencias racionales o vo-
luntades de fines, fines respecto a los cuales la felicidad es la
suma.
De pasada, podríamos subrayar que este mismo pasaje de
Kant (Gr BA69 = 430) ofrece una respuesta a los supuestos kan-
tianos que emplean lo que ha sido una de sus objeciones prefe-
ridas contra el utilitarismo, esto es, que los utilitaristas no se
«toman seriamente la distinción entre las personas» (Rawls
1971: 27; véase Mackie y Haré en H 1984g: 106, Richards y Haré
en H 1988c: 256). Es difícil decir con precisión de qué trata la
objeción. Los utilitaristas, sin duda, son tan conscientes como
cualquier otro que en la mayor parte de situaciones sobre las
que tenemos que realizar juicios morales hay involucradas per-
sonas distintas y diferentes. Es probable que lo que ataquen
aquellos que formulan esa objeción sea la idea de que al tomar
una decisión moral sobre una situación, tenemos que tratar con
la misma importancia, y en proporción a su intensidad, los in-
tereses, fines, o preferencias de la distinta gente que se ve afec-
tada por nuestras acciones. Esto equivale a mostrar igual consi-
deración y respeto por todos (otro eslogan de esos objetores,
que parece ser inconsistente con el que estamos considerando).
Dicho de otro modo, tengo que tratar los intereses de los demás
168 ORDENANDO LA ÉTICA

igual que los míos propios. Según los utilitaristas, en esto con-
siste el ser equitativo hacia todos los afectados. Consiste en obe-
decer la máxima de Bentham de que «Cada cual vale por uno,
nadie por más de uno» (ap. Mili 1861: capítulo final). Si trata-
mos las preferencias iguales como teniendo igual peso, enton-
ces lo que resulta es el utilitarismo.
Pero eso es justamente lo que Kant, en este pasaje, nos pide
que hagamos, como observa Mili (ibid.). Porque si hago que los
fines de los otros sean también mis fines, entonces, cuando ten-
ga que hacer de juez en sus disputas, los trataré del mismo mo-
do que trataría mis propios fines. Al hacer eso no dejo de dife-
renciar entre distintas personas, sino que, tal como exige la
justicia, otorgo igual peso a sus intereses y a mis intereses igua-
les (los fines que ellos y yo perseguimos con la misma resolu-
ción), del mismo modo que otorgo igual peso a mis propios in-
tereses iguales. De tal forma que si fuera cierto que la objeción
socava el utilitarismo, también socavaría a Kant.

8.3. Pero ahora debemos ocuparnos del primer y tercer


ejemplos de Kant. En el primero se opone al suicidio porque su-
pone «hacer uso de una persona meramente como un medio
para mantener una situación tolerable hasta el fin de sus días».
Pero aquí «usar como un medio» no tiene el mismo sentido que
cuando aparece en contraste con «tratar como un fin» en el se-
gundo y cuarto ejemplos. Tal vez uno de mis fines sea el aho-
rrarme dolores insoportables. Es obvio que no existe ninguna
dificultad en compartir este fin conmigo mismo, o en estar de
acuerdo en la forma de comportarme con respecto a conmigo
mismo. Kant, por consiguiente, tiene que estar aquí usando
«usar como un medio» y «tratar como un fin» en un sentido di-
ferente. Aquí no voy a investigar en qué sentido; pero parece ser
algo como «considerar (o no considerar) un ser humano (yo
mismo) como estando a mi disposición para hacer con él lo que
me plazca para mis propósitos».
Pero esta objeción al suicidio, si es que vale en algo, es dis-
tinta de las que se hacen en contra del rompimiento de prome-
sas y del no hacer beneficencia. Tratarme a mí mismo como es-
tando a mi propia disposición no es frustrar los fines que
quiero. Es posible que Kant esté aquí recordando algo que oyó
cuando era joven, que el hombre fue creado como ser humano
para realizar un fin que Dios ordenó y que, por consiguiente, no
debería actuar contrariamente a la voluntad de Dios no reali-
¿PODRÍA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 169

zando los fines de Dios. Pero argumentar de este modo sería se-
guir un principio de heteronomía como el que más adelante él
mismo rechaza (Gr BA92 = 443). No podemos convertir este
principio en un principio autónomo sustituyendo simplemente
«Dios» por «yo mismo». Porque si no es la voluntad de Dios si-
no mi voluntad la que ordena, entonces ésta puede, dentro de
un conjunto consistente de fines, escoger el suicidio en esas cir-
cunstancias especiales.
Se podría decir lo mismo acerca del tercer ejemplo, que se
ocupa del cultivo de los talentos que uno tiene. Para encontrar
una enunciación completa del ejemplo tenemos que remitimos
otra vez a Gr BA55 = 423. Dentro de poco discutiré el primer uso
que Kant hizo de este ejemplo. Ahora tan sólo necesitamos seña-
lar que Kant habla del «propósito de la naturaleza en lo que se
refiere a la humanidad en nuestra persona» (Gr BA69 = 430), de-
latando así otra vez la fuente teológica y heterónoma de su argu-
mento. Una persona podría sin duda querer consistentemente
como su fin (sea cual sea la naturaleza deseada) el vivir igual que
los habitantes de las Islas del Sur de los que Kant ha hablado
despectivamente en un pasaje anterior; y sin duda podría acep-
tar y compartir este fin consigo mismo. De forma que el sentido
de «tratar como un fin» usado en el segundo y cuarto ejemplos
no ofrecería ningún argumento en contra de su «dedicar la vida
únicamente a la holgazanería, la complacencia, la procreación y,
en una palabra, al placer» (Gr BA55 = 423). En el sentido en que
aparece en los ejemplos segundo y cuarto, tratar a la humanidad
que hay en mí mismo como un fin no excluiría el comer lotos,
no más de lo que excluiría el suicidio.
Aquí me gustaría comentar que en la adaptación de la for-
ma kantiana de argumentación que realizo en FR cap. 8 excluí
específicamente de su enfoque los ideales personales que no
afectan a la otra gente, y sostuve que uno no podía argumentar
de ese modo sobre ellos. Por consiguiente, mi opinión en rela-
ción con estos primer y tercer ejemplos es que Kant es se desca-
rría al tratar (a fin de apoyar sus ingénitas convicciones) de
usar argumentos de universalizabilidad fuera de) campo que les
corresponde, que es el de los deberes hacia la otra gente.
Existe una objeción posible a la asimilación de voluntades a
preferencias que acabo de realizar, que una preferencia, siendo
como es algo empírico, no es lo mismo que una voluntad, ya
que ésta es, según la doctrina kantiana pura, algo nouménico
(cf. KpV A74 y s. = 43). Volveré a esta objeción en 8.8.
170 ORDENANDO LA ÉTICA

8.4. Pero ahora debemos ocupamos de otro famoso pasa-


je, la formulación del imperativo categórico, que dice así: «Ac-
túa sólo según aquella máxima por la cual puedas al mismo
tiempo querer que ésta se convierta en ley universal» (Gr BA52
= 421).
Esta versión también es consistente con el utilitarismo. Si
tenemos que querer que la máxima de nuestra acción sea una
ley universal, ésa tiene que ser, para usar la jerga en cuestión,
universalizable. Es decir, tengo que quererla no sólo para la si-
tuación presente, en la que ocupo el puesto que ocupo, sino
también para todas las situaciones que se parecen a ella en sus
propiedades universales, incluyendo aquellas en las que ocupo
todos los otros posibles puestos. Pero eso es algo que no puedo
querer a menos que esté dispuesto a experimentar lo que sufri-
ría en todos esos puestos, y también a obtener todo lo bueno
que disfrutaría en los demás restantes. El resultado es que sólo
seré capaz de querer aquellas máximas que, al final, favorezcan
imparcialmente más a los afectados por mi acción. Y esto, otra
vez, es utilitarismo. Para vincularlo con la otra fórmula sobre
tratar a las personas como fines: si tengo que unlversalizar mi
máxima, ésta tiene que ser consistente con perseguir los fines
de toda la otra gente en términos iguales a los míos.
A esta formulación del imperativo categórico le sigue otra
bastante parecida: «Actúa como si la máxima de tu acción fuera
a convertirse por tu voluntad en ley universal de la naturaleza»
(Gr BA52 = 421). Tras esto, Kant ilustra estas dos formulaciones
con los mismos ejemplos que hemos estado discutiendo en rela-
ción con la formulación de «la humanidad como un fin». En es-
ta ocasión vuelve a suceder que los ejemplos del mantenimiento
de promesas y de la beneficencia cuadran bien con una inter-
pretación utilitarista, pero no ocurre así con los ejemplos del
suicidio y del cultivo de talentos. En el caso de las promesas,
Kant usa un tipo de argumento que ahora los escritores de ha-
bla inglesa suelen llamar generalización utilitarista (utilitarian
generalization); pregunta «¿Cómo serían las cosas si mi máxima
se convirtiera en ley universal?» y responde diciendo que las
promesas serían entonces «vacuos fraudes». Éste no es un argu-
mento poderoso, ya que alguien podría querer como ley univer-
sal que la gente rompiera sus promesas en situaciones como la
que él justamente se halla, cuando puede salirse con la suya y la
institución del prometer sobrevive. (A este respecto son relevan-
tes toda una serie de trabajos acerca de la dificultad de trazar
¿p o d r ía k a n t h a b e r s id o u n u t il it a r is t a ? 171

una línea entre el utilitarismo del acto y el utilitarismo de la re-


gla; cf. FR 130 y ss., Lyons 1965: cap. 3). El argumento que vi-
mos anteriormente en contra del rompimiento de promesas,
que dice que la víctima no puede compartir el fin del que rompe
la promesa, es mucho más poderoso, y se parece a uno que yo
mismo, como utilitarista, respaldaría (H 1964d: s. f.).
El argumento de Kant contrario a no hacer beneficencia
viene a ser el mismo que discutí anteriormente y es el que yo
mismo emplearía en tanto que utilitarista; pero ahora no dis-
pongo del tiempo suficiente para seguir analizándolo. El argu-
mento en contra del suicidio vuelve a ser muy débil. No habría
ciertamente ninguna contradicción en que quisiera universal-
mente que aquellos que de otra forma tendrían que soportar un
dolor insoportable se mataran a sí mismos. Tal cosa podría en
efecto convertirse en ley universal de la naturaleza, y yo podría
actuar como si ello fuera a suceder por medio de mi voluntad.
Kant piensa que es un buen argumento sólo porque piensa (tal
vez debido a la estricta educación recibida) que las máximas
tienen que ser muy simples. Si tenemos que escoger entre las
máximas simples «Preserva siempre la vida humana» y «Des-
truye vida humana siempre que quieras», probablemente opta-
remos por escoger la primera. Pero entre estos dos extremos
hay máximas mucho menos simples que la mayoría de nosotros
preferiríamos en vez de esas dos: por ejemplo «Preserva las vi-
das de las personas cuando ello esté en su interés» (y tal vez de-
searíamos añadir otras modificaciones). Como vimos en 8.1, los
principios morales no tienen que ser tan simples y generales co-
mo Kant parece haber creído, y a pesar de ello pueden ser per-
fectamente universales (H 1972o, 1994fc).
Con respecto al cultivo de talentos, Kant también se mueve
en terreno poco fírme. Es perfectamente posible querer que
aquellos afortunados que pueden vivir como los habitantes de
las Islas del Mar del Sur vivan como viven; y esto podría con-
vertirse en una ley de la naturaleza si la naturaleza fuera en
todas partes igual de benigna como dicen que es en Tahití. El
mejor argumento contrario a comer lotos es un argumento uti-
litarista que Kant no usó, pero que hubiera podido usar; a saber,
que, dado el estado real de la naturaleza, la indolencia de una
persona puede perjudicar a otras personas a las que, en caso de
ser más laboriosa, podría estar ayudando y que, por consiguien-
te, no pueden compartir sus fines.
172 ORDENANDO LA ÉTICA

8.5. El resultado, a estas alturas, es que la teoría de Kant,


en las formulaciones del imperativo categórico que hemos con-
siderado, es compatible con el utilitarismo; como también lo
son algunos argumentos que él usa, o podría haber usado en al-
gunos de sus ejemplos de una forma consistente con su teoría.
En mi opinión, el único ejemplo que no puede ser tratado de
una forma utilitarista de acuerdo con el imperativo categórico
en alguna de sus tres formulaciones es el primer ejemplo (suici-
dio), si bien es verdad que Kant mismo trata tanto éste como el
tercer ejemplo de una forma no utilitarista. Así pues, como dije
al comienzo, Kant podría haber sido un utilitarista, en el senti-
do de que su teoría es compatible con el utilitarismo; pero el in-
génito rigorismo que muestra en alguno de sus juicios morales
prácticos le llevó a defender argumentos equivocados que su te-
oría en realidad no respalda. Personalmente no creo que este
resultado pueda confortar demasiado a los antiutilitaristas mo-
dernos que usurpan la autoridad de Kant.
Sin embargo, de su discusión de los ejemplos de la Funda-
mentación se ve que existe una tensión en el pensamiento de
Kant entre unos elementos utilitaristas y unos elementos no uti-
litaristas. En la Doctrina de la virtud queda un poco más claro
de qué modo tiene que resolverse esa tensión. En esa obra se
traza una división general entre los deberes hacia uno mismo y
los deberes hacia los otros. Esta distinción y otras distinciones
relacionadas con ella son establecidas en Tgl A34 = 397, en la
parte media superior de una tabla que lleva por título «El ele-
mento material del deber de la virtud». Ahí se dice que «mí pro-
pio fin, que también es mi deber» es «mi propia perfección»; y
ahí se dice que «el fin de los otros, cuya promoción es también
mi deber» es «la felicidad de los otros».
La inmediata impresión que obtenemos de todo esto es que
en la teoría de Kant hay una parte utilitarista y una parte no uti-
litarista. La parte utilitarista prescribe deberes hacia los otros,
deberes que son compatibles con el utilitarismo (modificados,
como antes, por el requisito de que tenemos que promover los
fines de los otros solamente en la medida en que éstos sean con-
sistentes con la moralidad). Pero la otra parte (los deberes hacia
uno mismo) no parece ser utilitarista en absoluto, sino perfec-
cionista. Pero estas impresiones son demasiado superficiales.
Ello se hace evidente cuando (tomando en consideración la
insinuación que él mismo hace en contra del perfeccionismo en
Gr BA92 = 443) preguntamos, primero, en qué se supone que
¿PODRIA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 173

consiste la perfección; y, segundo, qué significa «consistente


con la moralidad». En cuanto encontremos una respuesta a
estas cuestiones veremos que la tensión entre los elementos uti-
litaristas y no utilitaristas de la teoría de Kant empieza a aflo-
jarse.
Obviamente, la perfección que Kant persigue es la perfec-
ción moral. Consiste en la adquisición de virtud. Parte de esa
virtud consistirá claramente en la disposición a realizar los de-
beres hacia los otros que establece la parte utilitarista de la ta-
bla. Pero ¿cuál es la otra parte? Es decir, qué contenido tiene,
para Kant, la perfección moral aparte de, y por encima de, el
contenido utilitarista consistente en el amor práctico hacia la
otra gente. (Acerca de la noción «amor práctico», véase Gr
BA13 = 399 y Tgl A118 y s. = 448 y s.). Si realmente fuera en bus-
ca de algo más allá de este amor práctico, parecería que la per-
fección moral estuviera persiguiendo su propia cola. Como dice
en Gr BA92 = 443, «[el concepto ontológico de perfección]
muestra una inevitable tendencia a rodar en círculo y es inca-
paz de evitar presuponer la moralidad que debe explicar». En el
deber de hacemos perfectos no habría nada más que el deber de
ponemos en la disposición de hacemos perfectos. Todavía no se
habría determinado en qué consiste la perfección o la realiza-
ción del deber de promoverla.
Pero aquí debemos ir con cuidado en distinguir entre forma
y contenido. Podría ser que la concepción de Kant fuera ésta: la
perfección que perseguimos es una perfección de forma, no de
contenido. Para aclararlo: tal como él lo ve, un carácter moral-
mente perfecto, o buena voluntad, es un carácter o voluntad for-
mada por su propio marco de leyes universales de acuerdo con
el imperativo categórico. Al ir en busca de la perfección moral
vamos en busca de hacer que nuestras voluntades sean buenas
en este sentido. Si esto es lo que Kant quiere decir, entonces las
partes utilitarista y no utilitarista de su moralidad vuelven en
seguida a juntarse. Porque, como vimos, una voluntad que quie-
re universalmente debe ser una voluntad que trata los fines de
las voluntades de la otra gente en los mismos términos que sus
propios fines; y ésa es otra manera de expresar el amor práctico
que, según vimos, nuestros deberes hacia los otros requieren.
Dicho de otro modo, la perfección moral de una buena voluntad
es una perfección de forma, y esa forma es la forma del amor
práctico, que es utilitarista, en tanto que persigue promover los
fines de todos imparcialmente. El «elemento material», al que
174 ORDENANDO LA ÉTICA

el titulo de la tabla hace referencia, proviene, en su totalidad,


directa o indirectamente de esta fuente.
Ocurre lo mismo cuando preguntamos qué significa decir
que los fines de los otros que tratamos de promover de una for-
ma imparcial tienen que ser consistentes con la moralidad.
Aquí tenemos que fijamos de pasada en lo que dice Kant más
adelante en la Fundamentación acerca del Reino de los Fines.
Una buena voluntad tiene que poder ser un miembro legislador
de ese reino (Gr BA77-9 = 435 y s.). De esta forma Kant se ase-
gura de que las moralidades de todos los seres racionales serán
consistentes entre sí. Como cada uno de ellos está constreñido
por la forma universal de la legislación, los legisladores del Rei-
no de los Fines legislarán unánimemente.
En consecuencia, los fines de los otros, que tenemos el de-
ber de promover de una forma imparcial, son tan sólo aquellos
fines que son morales; es decir, son los fines que conservarían
si estuvieran legislando universalmente, o formándose máximas
universales de acuerdo con las formulaciones anteriores del im-
perativo categórico. Pero si tales máximas expresan amor prác-
tico, tal como deben hacer, también serán consistentes con el
utilitarismo. Porque el utilitarismo no es más que la morali-
dad que persigue los fines de cada cual en la medida en que cada
cual puede perseguirlos consistentemente de acuerdo con má-
ximas universales. Si un utilitarista tratara de promover unos
fines que no fueran consistentes con semejante moralidad, ten-
dría que enfrentarse al obstáculo de que otros no podrían «com-
partir» sus fines, como dice Kant (véase arriba); y, en consecuen-
cia, su sistema moral se vendría abajo. Forma parte de los
requisitos que dan lugar a una moralidad utilitarista consistente
en el hecho de que pueda ser compartida por todos.
Vemos así cómo incluso la parte aparentemente no utilita-
rista de la doctrina de la virtud de Kant, y todo su sistema ente-
ro, se revela indirectamente utilitarista. Ello se debe a que in-
cluso la virtud aparentemente no utilitarista de la perfección
requiere que haya aspirantes a ella para perfeccionarse en el
amor práctico.

8.6. Alguien podría objetar que, mientras que para Kant


la perfección humana es un fin en sí mismo, para el utilitarista
esa perfección no es más que un medio para el fin último de la
promoción de los fines de cada cual. Tal objeción es análoga a
una objeción formulada en contra de mi propia teoría, según la
¿p o d r ía k a n t h a b e r s id o u n u t il it a r is t a ? 175

cual la división del pensamiento moral en dos niveles degrada


nuestras convicciones morales corrientes y nuestros principios
prima facie a un papel meramente instrumental. En mi opinión,
se dice, el pensamiento moral real tiene lugar en el nivel crítico y
es utilitarista; lo que sucede en el nivel intuitivo no es más que un
medio para ayudamos a realizar, máximamente y en general,
nuestros deberes utilitaristas tai como los determina el pensa-
miento crítico. Tenemos que convertimos en buena gente y cum-
plir con nuestros deberes, no por sí mismos sino porque eso con-
ducirá al bien más grande. Junto a tal cosa se afirma (por
ejemplo, Bemard Williams, 1988: 189 y ss.) que si adoptáramos
esa acti.tud hacia nuestras convicciones morales comunes, éstas
quedarían pronto «erosionadas»; para que puedan conservar to-
da la fuerza que tienen para nosotros, tenemos que tratarlas co-
mo fundamentales.
Siempre me ha parecido que nadie que haya tenido expe-
riencia en tratar de vivir una vida moralmente buena sostendrá
semejante objeción contra mí o contra Kant tal como yo lo en-
tiendo. Es perfectamente posible tratar en el nivel intuitivo el
deber o la virtud moral como fundamentales y «reverenciarlos»
como Kant exige, y al mismo tiempo reconocer que para probar
que tales rasgos en el carácter constituyen realmente virtud
y que tales principios morales intuitivos son los principios que
realmente deberíamos observar, se requiere más pensamien-
to que la simple intuición de que ello es así. Estoy convencido
de que Kant hubiera estado de acuerdo con esto; aunque es ver-
dad que al no aclarar la distinción entre los niveles del pensa-
miento moral (ver abajo), oscurece considerablemente su expli-
cación de la relación entre virtud y deber. Es en este sentido que
deberíamos interpretar pasajes como Tgl A32 = 396: «la virtud
debería ser un fin en sí misma, y también, debido al mérito que
tiene entre los hombres, su propio premio», y Tgl A33 = 397: «el
valor de la virtud misma, como un fin en sí misma, excede en
mucho el valor de cualquier utilidad, fines empíricos o ventajas
que la virtud, después de todo, pueda ocasionar».

8.7. ¿Por qué se considera tan extraña la sugerencia de


que Kant podría haber sido un utilitarista? Se ha sostenido que
no lo podría haber sido principalmente por dos razones inade-
cuadas. La primera es que a menudo subraya que la Fundamen-
tación de la metafísica de las costumbres, como llama a su libro,
no puede apelar a nada contingente y empírico; y los deseos y
176 ORDENANDO LA ÉTICA

las preferencias son de ese tipo. Pero ahí tenemos que ir con
mucho cuidado en distinguir, como Kant insiste que hagamos,
entre las partes racional y empírica de la filosofía moral. Él,
desde luego, piensa que la filosofía moral posee ambas partes.
Acerca de los que no llegan a diferenciar entre esos dos papeles,
dice: «Lo que (ese procedimiento) acaba produciendo es una
repugnante mezcolanza (Mischmasch) de observaciones de se-
gunda mano y principios medio racionales con los que los cas-
quivanos se deleitan a sí mismos, al ser eso algo que pueden uti-
lizar en su cotidiano chismorreo. Por otro lado, los hombres de
entendimiento quedan confundidos por él y apartan los ojos
con un disgusto que, sin embargo, son incapaces de curar» (Gr
BA31 = 409, cf. BAiv. = 388).
Lo importante a retener aquí es que los reparos que Kant
pone a la hora de introducir consideraciones empíricas afectan
tan sólo a lo que él está haciendo en este libro: es decir, afectan tan
sólo a la Metafísica de las costumbres y, en realidad, tan sólo a
su Fundamentación. En mi opinión, es legítimo considerar la
Fundamentación como una investigación puramente lógica
sobre la naturaleza del razonamiento moral y, evidentemente,
como tal no puede contener apelaciones a los hechos empíricos,
no más de lo que puede cualquier otro tipo de lógica. Como di-
je, ésta es la principal diferencia que separa a Kant de algunos
de sus supuestos discípulos modernos.
Veamos con más detalle el programa kantiano o esa inter-
pretación del programa kantiano. Este descansa sobre una in-
vestigación metafísica o lógica acerca de la naturaleza de los
conceptos morales. Tal investigación tiene que ser la base de
cualquier sistema de razonamiento moral y debe llevarse a cabo
considerando tan sólo la naturaleza de los conceptos y no de na-
da empírico. Kant creía en lo sintético a priori y, en efecto, lla-
mó a su imperativo categórico «lo sintético a priori práctico»
(Gr BA50 = 420). Más adelante, sin embargo, explica que la
cuestión de por qué semejante proposición sintética a priori es
posible y necesaria queda fuera de los límites de la metafísica
de las costumbres (Gr BA95 = 440). Los dos primeros capítulos de
la Fundamentación (de los que nos hemos ocupado nosotros)
son «meramente analíticos» (Gr BA96 = 445); en ellos Kant ha
estado «desarrollando el concepto de moralidad tal como gene-
ralmente está en boga». En cualquier caso, estoy convencido de
que Kant habría excluido de esta parte cualquier consideración
de datos empíricos, tanto de lo que realmente sucede en la men-
¿PODRÍA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 177

te de las personas como de cualquier otra cosa, incluyendo cual-


quiera de los juicios morales sustanciales que sostuvieran antes
de tener esa opinión particular; porque tal vez la única fuente
de tales juicios sea algo que sucede en la mente de las personas,
esto es, intuiciones. El que tengamos una determinada intui-
ción constituye un hecho empírico y como tal queda excluido
de esta parte de la investigación; y eso por la misma razón por
la que los deseos que tenemos contingentemente quedan tam-
bién fuera de ella. Así como Kant rechaza explícitamente las
teorías del sentido moral (Gr BA9I s. = 442), también habría re-
chazado el tipo de intuicionismo que aparece en la cita de Pri-
chard que ofrecí antes. La gente corriente comprende en efecto
los conceptos de la moralidad; pero eso es muy distinto de apre-
hender mediante un sentido moral la sustancia de la moralidad.

8.8. Los elementos más importantes de la metafísica de


las costumbres de Kant son, en mi opinión, su apelación a la vo-
luntad pura y su insistencia en que al razonar moralmente tene-
mos que querer universalmente. ¿Qué significado tienen aquí
«pura» y «apelación»? Para responder a esta pregunta tenemos
que considerar la doctrina kantiana de la autonomía de la vo-
luntad. Ésta, según Kant, es «la propiedad de la voluntad de ser
una ley para ella misma (con independencia de cualquiera de
las propiedades de los objetos de volición)» (Gr BA87 = 440).
En este punto es muy fácil equivocarse en la interpreta-
ción de Kant y atribuirle un disparate. Una forma de com-
prender su doctrina podría ser decir que, para ser autónoma,
la voluntad no tiene que considerar en absoluto lo que esté
queriendo en particular. Así, por ejemplo, a la hora de decidir
si debería querer decir una mentira o no, no tendría que con-
siderar para nada la propiedad del objeto de volición propues-
to, a saber, que lo que diría no sería verdadero. O si tuviera la
intención de matar a alguien, no tendría que prestar ninguna
atención a la propiedad de mi acción, a saber, que con ella cau-
saría la muerte de esa persona. No puedo creer que lo que Kant
quisiera decir fuera eso, ya que es obvio que en su opinión era
relevante para la moralidad de las acciones el que éstas fueran
mentiras o asesinatos.
¿Qué quería decir, pues? Creo que esto. Nuestra voluntad es
inicialmente libre de querer lo que quiera. El que esto sea así o
asá no nos constriñe a querer esto o aquello. Lo único que cons-
triñe la voluntad es lo que Kant llama «la aptitud de sus máxi-
178 ORDENANDO LA ÉTICA

mas para su propia legislación universal» (Gr BA88 = 441). Eso


es lo que está implícito en la formulación del imperativo cate-
górico hecha en términos de «autonomía». Es decir, no nos
constriñe cualquier contenido, sino sólo la forma universal de
lo que vamos a querer. El contenido consigue introducirse gra-
cias a la voluntad misma. La voluntad tan sólo puede aceptar
aquellos contenidos u objetos de su volición que pueden ser
queridos universalmente. Eso mismo sostiene mi doctrina, que
afirma que los juicios morales tienen que ser prescripciones
universales.
Interpretada de este modo, la doctrina de la autonomía ex-
cluiría como heterónomos muchos de los principios que al-
gunos de los supuestos kantianos modernos defienden; porque
éstos pretenden constreñir la voluntad no sólo formalmente si-
no sustancialmente diciendo que ésta tiene que tener unos de-
terminados objetos. Esos intuicionistas no sólo apelan a algo
empírico —aunque no lo llamen así—, a saber, al hecho contin-
gente de que tengamos unas determinadas intuiciones o convic-
ciones, sino que además pretenden constreñir y atar la voluntad
al contenido sustancial de esas convicciones. Hacer esto es de lo
más antikantiano.
Volviendo, pues, a la objeción que estamos discutiendo en
contra de llamar utilitarista a Kant: esta objeción sostiene que
no podemos llamar utilitarista a Kant porque los utilitaristas
apelan a deseos o preferencias, que son algo empírico y, por
consiguiente, algo que Kant excluye. A esto respondemos, pri-
mero, que los deseos o preferencias quedan excluidos solamen-
te de la parte formal de su investigación, pero que tienen que es-
tar en cualquier aplicación a las situaciones concretas de la
forma de razonamiento moral que la investigación genera; y, se-
gundo, que nada impide que un utilitarista divida su investiga-
ción según el modelo kantiano, como debería hacer en pos de la
claridad, y como yo mismo hago. En un sistema utilitarista
también hay una parte formal que (en mi opinión) tan sólo ne-
cesita basarse en las propiedades lógicas de los conceptos mo-
rales. Tal sistema funciona efectivamente con el concepto de
preferencia (y la cuestión de si este concepto es distinto del con-
cepto de voluntad es algo que requiere ser discutido); pero no
supone que las preferencias tengan algún contenido en particu-
lar. Lo que la gente prefiera es un asunto empírico; es algo que
tendrá que averiguarse una vez empecemos a aplicar nuestro
sistema de razonamiento; pero a fin de establecer el sistema no
¿PODRIA KANT HABER SIDO UN UTILITARISTA? 179

necesitamos suponer que la gente prefiere una cosa u otra; es


decir, a la hora de establecer el sistema nos fijamos tan sólo en
la forma de las preferencias de la gente, no en su contenido.
Debemos planteamos si las voluntades de Kant son en algo
distintas a este respecto. Gr BA64 = 427 parece sugerir que no
lo son: «Los principios prácticos son formales si hacen abstrac-
ción de todos los fines subjetivos»; lo mismo es cierto del «Prin-
cipio de Utilidad» en aquellos utilitaristas que tienen uno, espe-
cialmente si se expresa en términos de la noción formal de
satisfacción de preferencias. Que una persona quiera esto o
aquello es un hecho empírico, como también lo es el que prefie-
ra esto o lo otro. No obstante, con tal que la forma de los impe-
rativos categóricos o morales sea universal —y en eso pueden
estar de acuerdo tanto los utilitaristas como Kant—, la forma
de la voluntad o de la preferencia puede ser la misma indepen-
dientemente de lo que esa persona quiera o prefiera.
Ése es, según Kant, al igual que para los utilitaristas, el úni-
co constreñimiento formal que hay sobre la voluntad. Tanto los
unos como el otro, sin embargo, reconocen la existencia de
constreñimientos materiales en la situación concreta en la que
realizamos el acto de querer. Constreñimientos de este tipo son,
por ejemplo, que si fuera a decir lo que me propongo diría una
mentira, o que si fuera a apretar el gatillo mataría a alguien.
Tengo que ser capaz de querer eso universalmente para todos
los casos similares, y esto me constriñe debido al hecho empí-
rico de que en esa situación la persona a la que estaría mintien-
do no desea o no quiere ser engañada (como Kant diría, ella y
yo no podemos «compartir» la voluntad de que ella fuera enga-
ñada), y la persona a la que mataría no desea o no quiere ser
muerta. Dado que ésa es la voluntad o preferencia de la otra
parte, ello me constriñe —como también me constriñe la forma
del razonamiento— a tratarla como un fin convirtiendo en fin
mío lo que ella quiera, o dicho de otro modo, a tratar sus prefe-
rencias como si fueran mías. De no hacerlo así, no seré capaz de
unlversalizar mi máxima.
Podría objetarse que para Kant es fundamental la distinción
entre voluntad y mera preferencia o deseo. Contra esto hay tres
respuestas. La primera es que para Kant existe realmente una dis-
tinción importante entre la voluntad que «no es sino razón prácti-
ca» (Gr BA36 * 412) —es decir, la voluntad racional— y la volun-
tad que es fuente de máximas tanto buenas como malas, tanto
racionales como irracionales. A esta última la llama *Willkür»
180 ORDENANDO LA ÉTICA

(que a veces se traduce como «elección»). Su equivalente latino es


liberum arbitrium, y es gracias a que la poseemos que tenemos vo-
luntad libre o autonomía. Pero esta distinción es poco relevante
para nuestro problema presente; porque el utilitarismo podría ser
fácilmente expresado en términos de voluntad racional.
En segundo lugar, cuando Kant traza, como a menudo ha-
ce, un contraste entre voluntad racional e inclinación (A/iei-
gung), de lo que habla —a menudo, aunque no siempre— es de
inclinación egoísta. Un ejemplo de ello es Gr BA8 = 496. No de-
bemos seguir nuestros deseos sólo en la medida en que son
deseos para nuestro propio beneficio; eso no sería tratar los fi-
nes de los otros como si fueran nuestros propios fines. Pero es-
tá claro que un utilitarista podría estar de acuerdo con esta in-
sistencia en que los deseos que determinan nuestro juicio moral
tienen que ser universales e imparciales.
En tercer lugar, Kant, aunque traza una distinción clara en-
tre voluntad e inclinación (Neigung), en realidad no siempre di-
ferencia deseo (Begierde) —en sentido relevante— de voluntad,
aunque sí lo hace en Gr BA124 = 461. Los identifica en más de
una ocasión. En el prefacio y en la introducción a la segunda
Crítica hay dos definiciones, una de la facultad de deseo (Begeh-
rungsvemtógen), y la otra de la voluntad, casi idénticas en sus
términos (KpV A17n. = 9 n., A29 = 15). Más tarde, en la misma
obra, Kant habla de «la facultad de deseo que, por consiguiente,
se llama voluntad, o voluntad pura en la medida en que el en-
tendimiento puro (que en ese caso se llama razón) es práctico
mediante la mera concepción de una ley» (A96 = 55). A decir de
KU BAxxiii. = 178 n. (versiones distintas en distintas ediciones)
y Rl ABl y ss. = 211 y ss., parece como si Kant llegara a ver que
existen distintas cosas que pueden ser llamadas «deseo», «incli-
nación», etc. (como en realidad existen). Si esto es así, entonces
tal vez lo que los utilitaristas modernos llaman «preferencia»
quede fuera de la proscripción que hace Kant de lo empírico y
se asimile más a su Willkür, o, en caso de ser racionalmente uni-
versal izador, a su Wille.

8.9. En cuanto distinguimos entre ética pura y ética apli-


cada, esta primera objeción en contra de alistar a Kant en las fi-
las utilitaristas se desploma. Pero ahora estamos en condicio-
nes de considerar la segunda objeción, según la cual Kant no
puede haber sido un consecuencialista, mientras que los utilita-
ristas tienen que serlo. En cuanto el consecuencialismo se for-
¿p o d r ía k a n t h a b e r s id o u n u t il it a r is t a ? 181

muía adecuadamente es difícil ver cómo alguien, incluyendo a


Kant, podría dejar de ser consecuencialista. Si esa doctrina tie-
ne mala reputación es porque sus adversarios la formulan de
una forma incorrecta por culpa de sus propias confusiones (1.8,
7.8, H 1993c: 123, 1998¿).
Por el momento, limitémonos a considerar juicios morales
que versen sobre actos; pues tales son los juicios con respecto a
los cuales los consecuencialistas y los anticonsecuencialistas es-
tán supuestamente en desacuerdo. Actuar es afectar un curso
de hechos de una forma determinada (to make a difference to the
course o f evenís); de qué acto se trate lo determina el efecto que
resulte sobre el curso de los hechos. Volviendo a mis ejemplos
anteriores (gastados ya, me temo): cuando me pregunto si apre-
tar el gatillo o no, la principal consideración moralmente rele-
vante es que, si lo hago, el hombre al que estoy apuntando mo-
rirá. Matar, que es el acto moralmente incorrecto, consiste en
causar la muerte, es decir, en hacer algo que tiene a la muerte
como consecuencia. De forma similar, lo incorrecto de mentir
es que consiste en causar el que alguien esté engañado (sosten-
ga una opinión falsa) por culpa de que digo algo falso. Lo que lo
convierte en un acto incorrecto es la consecuencia deseada (in-
tended). Sin la intención de que tuviera esa consecuencia ese ac-
to no sería mentir.
No digo que todas las consecuencias de los actos sean mo-
ralmente relevantes. Ningún utilitarista tiene por qué afirmar
eso. Muchas serán irrelevantes. Qué consecuencias son relevan-
tes depende de qué principios morales se aplican a la situación
(las consecuencias relevantes son aquellas consecuencias que
los principios prohíben o requieren que uno ocasione). Así
pues, lo que el anticonsecuencialista debería estar diciendo es
algo que los consecuencialistas que entienden la cuestión tam-
bién pueden decir: que algunas consecuencias son moralmente
relevantes, y que deberíamos ocasionar, o no ocasionar, esas
consecuencias sin pensar para nada en las otras consecuencias
que son moralmente irrelevantes. En consecuencia, debería de-
cir la verdad e informar a la otra parte de ello, aun cuando eso
traiga como consecuencia el que yo salga luego desaventajado.
Sigue siendo la intención de ocasionar la consecuencia de que
esa persona esté mal informada lo que hace que decir una men-
tira sea incorrecto. Kant no habría podido discrepar.
Aunque es ligeramente distinta, hay otra objeción relacio-
nada con ésta. Las acciones tienen algunas consecuencias de-
182 ORDENANDO LA ÉTICA

seadas y otras no. Cuando hablamos de «el valor moral del


agente», o nos preguntamos si recriminarle o no, es obviamente
relevante el que éste desee esas consecuencias o no. Podemos
afirmar, con Kant, que la única cosa buena sin restricción es
una buena voluntad (Gr BA1 = 393), queriendo decir con eso
que la gente es juzgada por sus intenciones y no por las conse-
cuencias reales.
Pero dejemos por el momento estos juicios post eventum y
consideremos la situación de alguien que está tratando de deci-
dir qué hacer. Esta persona está tratando de decidir qué hacer
intencionalmente, es decir, qué intención formarse; porque no
podemos decidir hacer algo sin intención (si fuera hecho sin in-
tención, no podríamos decir que hemos decidido hacerlo).
Cuando nos preguntamos qué intención formarnos, las inten-
ciones que se presentan como candidatas son todas intenciones
para ocasionar unas determinadas consecuencias; es decir, para
realizar unas determinadas acciones o afectar el curso de los
hechos de un modo determinado. Así pues, la voluntad misma,
que se forma en ese proceso deliberativo, es una voluntad de
ocasionar unas determinadas consecuencias. Lo que se quiere
—los objetos de volición, como dice Kant— son esas conse-
cuencias. Por consiguiente, si bien la única cosa buena sin res-
tricción alguna es una buena voluntad, lo que hace que ésta sea
una buena voluntad es lo que se quiere (autónomamente, uni-
versalmente, racionalmente e imparcialmente), y eso son las
consecuencias deseadas (intended).
Naturalmente, aquí tan sólo he podido abordar superficial-
mente mi cuestión. No he dispuesto del espacio suficiente para
plantear, y aun menos discutir, muchos de los problemas de in-
terpretación adicionales sobre Kant que todavía restan. El lími-
te de mi propósito era conseguir que los intuicionistas, deonto-
logistas y contractualistas, seguros como están de que Kant está
de su parte en oposición al utilitarismo, pusieran más atención
en el texto (sin duda oscuro) de este autor. Estoy convencido de
que ellos, al igual que yo, cuando menos encontrarán muchos
elementos utilitaristas en él.
REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA
I. B ib lio g ra fía c o m p le ta d e lo s e s c rito s d e R . M . H aré

Las referencias que aparecen en el texto del tipo «H 1971a:100» re-


miten a esta parte de la bibliografía: a menos que se indique otra cosa,
el último número alude a la página en cuestión. Las fechas a partir de
1997 son conjeturales. Las referencias a The Language o f Moráis
(19526), Freedom and Reason (1963a) y Moral Thinking (1981a) apare-
cen, respectivamente, como *LM», *FR» y «MT», seguidas por el núme-
ro de la sección. Las referencias del tipo «5.3» remiten a las secciones
de este volumen. El autor tiene una gran deuda con lilla Wessels, cuya
bibliografía aparece en H 1995a. Cuando tengo noticia de ello, y aun
cuando la información sea incompleta, menciono las reimpresiones y
las traducciones a otras lenguas. También ofrezco resúmenes de los tra-
bajos recientes más importantes.

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Se diferencian cuatro componentes en la expresión de actos de ha-
bla: ( I) la marca de modo (indicativo, imperativo, etc.) o trópico; (2)
la marca de suscripción o néustico (la barra de juicio de Frege);
(3) la marca de completud o dístico; (4) la indicación del contenido
del acto de habla, o frástico. Todos ellos intervienen en la determina-
ción del signiñeado y las propiedades lógicas de los actos de habla.
Se repara en diversos signos del lenguaje corriente que realizan esas
funciones, y (2) se defiende a éstos de las objeciones habituales que
196 ORDENANDO LA ÉTICA

Wittgenstein y otros formulan en su contra. Se plantea la cuestión de


qué partículas incluyen a qué otras en sus campos de aplicación, y
en qué sentido tienen valor de verdad los frásticos con o sin el resto
de partículas.
19896. Essays in Ethical Theory (Oxford: Oxford University Press). Con-
tiene 1964d, 1972a, 1973a, 1976a, 19766, 19786, 1979a, 1979g,
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También en A. P. Griffiths, ed., Ethics (Royal Institute of Philosophy
Lectures 1992/3) (Cambridge: Cambridge University Press, 1993).
La objetividad es distinta de la factualidad. Son objetivas aquellas
prescripciones que todos los pensadores racionales aceptarían. Tan-
to los intentos intuicionistas como los intentos naturalistas de lograr
la objetividad moral por vía de los hechos y las condiciones de ver-
dad terminan cayendo en el relativismo, porque estas condiciones
cambian con las culturas. Esto es cierto tanto si los hechos que se in-
vocan son claros y empíricos como si se apela a nociones escurridi-
zas tales como necesidades o prosperar humano. Como observó
Kant, la objetividad tan sólo puede conseguirse siguiendo la lógica
culturalmente invariable de los conceptos morales y buscando las
prescripciones o máximas a las que se debe asentir racionalmente.
Éstas generarán para los enunciados morales significados descripti-
198 ORDENANDO LA ÉTICA

vos estables y, de este modo, verdades morales que no variarán entre


las culturas.
1994a. «Applied Philosophy and Moral Theory: R. M. Haré laiks to Phi-
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19946. «Methods of Bioethics: Some Defective Proposals», Monash Bio-
ethics Review 13. Reimp. en J. W. Summer y J. Boyle, eds., Philoso-
phical Perspectives on Bioethics (Toronto, Ont.: University of Toronto
Press, 1996).
El eclectismo adecuado en filosofía moral consiste en ir destacando
los aspectos acertados de todas las teorías e ir descartando sus as-
pectos desacertados, siempre que ello lleve a una teoría consistente.
Se abordan cuatro teorías defectuosas: la ética de la situación, la éti-
ca del cuidado, la ética de la virtud y la ética de los derechos, y se
muestra cómo construir una teoría que combine sus virtudes pero
evite sus defectos.
1994c. «Philosophie et Conflit», Revue de Metaphysique et Morale 99.
Versión inglesa en 19976.
1994d. «The Structure of Ethics and Moráis», en P. Singer, ed., Ethics
(Oxford: Oxford University Press).
1995a. Réplicas a Bimbacher, Corradini, Fehige, Hinsch, Hoche. Kus-
ser, Kutschera, Lampe, Leist, Lenzen, Millgram, Morscher, Nida-Ru-
melin, Rohs, Schaber, Schóne-Seifert, Spitzley, Stranzinger, Trapp,
Vogler, Wimmer, y Wolf, en C. Fehige y G. Meggle, eds., Zum mora-
lischen Denken (Frankíurt a. M.: Suhrkamp). También contiene las
traducciones al alemán de 1991a, 1992c, y 1993a.
19956. «Off on the Wrong Foot», en J. Couture y K. Nielsen, eds., On the
Relevance o f Metaethics: New Essays on Metaethics, Canadian Journal
of Philosophy Sup. 21; una réplica a P. R. Foot, «Does Moral Subjecti-
vism Rest on a Mistake?», Oxford Journal o f Legal Studies 15 (1995).
Foot demuestra no haberme comprendido ni a mí ni a los temas en
cuestión llamándome subjelivista y no-cognitivista. Un no-descripti-
visla como yo puede dar un sentido claro a cómo «verdadero» y «co-
nocer» se aplican a los enunciados morales, si bien las condiciones
de verdad pueden ser distintas entre culturas; así pues, el descripti-
vismo, a diferencia de mi prescriptivismo kantiano, no puede ofre-
cer objetividad (H 1991a, 1993g). La explicación que da Foot, si-
guiendo a Geach y Anscombe, sobre la capacidad de conducir a
acciones de los juicios morales, por vía de «bienes específicos», es
defectuosa, como también lo es su explicación del amoralismo.
1996a. «Philosophy of Language in Ethics», en M. Dascal et al., eds.,
Handbuch Sprachphilosophie (Berlín: De Gruyter). Reimp. revisada
en 1997c.
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REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA 199

Dictionnaire de philosophie morale (París: Presses Universitaires de


France).
Los normativos y los imperativos son especies distintas de prescrip-
ciones. Las prescripciones tienen que tener frástico, trópico, néusti-
co y dístico (H 1989a). Las prescripciones, en la medida en que son
actos ilocucionarios y no perlocucionarios (1.5), están sujetas a la ló-
gica, cosa que hace posible el razonamiento moral. A veces los enun-
ciados de que la lógica de los imperativos es distinta de la de los in-
dicativos están mal fundadas (H 1967d). Es probable que la lógica
normativa sea una forma de lógica modal, análoga a la forma habi-
tual (Air 1.6); pero la lógica de los imperativos es distinta (no hay
ningún cuadrado de oposición). En los normativos hay supervenien-
cia, pero no en los imperativos. Los normativos, a diferencia de los
imperativos, tienen condiciones de verdad, pero éstas pueden ser
distintas entre culturas.
1996c. «Foundationalism and Coherentism in Ethics», en W. Sinnott-
Armstrong y M. Timmons. eds., Moral Knowledge: New Readings in
Moral Epistemology (Oxford: Oxford University Press).
Este artículo trata de mediar entre los partidarios del fundacionalis-
mo y los partidarios del coherentismo. El fundacionalismo kantiano
(como en el título de la Grundlegung) es viable; el fundacionalismo
cartesiano no lo es. Este último necesita que haya «fundamentos» que
sean al mismo tiempo necesarios y sustanciales; pero tales fundamen-
tos no pueden existir. El fundacionalismo kantiano tan sólo necesita
que adoptemos un conjunto lógicamente consistente de máximas o
prescripciones; y eso sí es posible hacerlo. Nuestra voluntad en el
mundo tal como es tiene que poder defender esas máximas o pres-
cripciones. Tan sólo hay un único conjunto de tales máximas, consis-
tente con el utilitarismo, pata nuestras relaciones con la otra gente.
1996d. «A New Kind of Ethical Natuialism?», en P. French et a i, eds..
Moral Concepts, Midwest Studies in Philosophy 20 (Notre Dame,
Ind.: Notre Dame University Press).
No hay tanta novedad en el «nuevo realismo». Los naturalistas éti-
cos, en particular, no deberían buscar apoyo en los recientes desa-
rrollos que ha habido en metafísica. El intento de Putnam de esta-
blecer, con su argumento de una tierra gemela, un tipo de necesidad
distinta de la necesidad lógica o conceptual y de la lógica causal ha
fracasado, como puede mostrarse mediante argumentos derivados
de Von Wright y Sidelle. Pero aun cuando pudiera aceptarse, Horgan
y Timmons (1992) han mostrado que es posible adaptar el argumen-
to de la cuestión abierta de Moore a fin de refutar el nuevo natura-
lismo. Ello depende de una distinción similar a la que yo trazo entre
significado evaluativo y significado descriptivo.
200 ORDENANDO LA ÉTICA

I996e. «Internalism and Extemalism in Ethics», en J. Hintikka y K.


Puhl, eds., Proceedirtgs o f 18,h International Wittgenstein Congress
(Viena: Hólder-Pichier-Tempsky).
El extemismo de Brink defiende que uno puede ratificar plenamen-
te un juicio moral sin necesidad de tener ninguna motivación co-
rrespondiente. Brink sostiene que si no se creyera que son verdade-
ros, los juicios morales no podrían ser prescriptivos; pero ello
equivaldría a decir (p.e.) que los imperativos no pueden ser prescrip-
tivos. Las propiedades naturales de las acciones, etc., sólo están vin-
culadas contingentemente, y no conceptualmente o metafísicamen-
te, a sus propiedades morales. Ese vínculo es una presentación de
nuestra voluntad. El argumento de Brink a favor del realismo, que
parte de la existencia del amoralismo, yerra el tiro. Pero yo puedo
apoyar su utilitarismo con mejores argumentos.
1996f. «Haré: A Philosophical Self-Portrait», en T. Mautner, ed., A Dic-
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1997a. «Preferences of Possible People», en C. Fehige y U. Wessels, eds.,
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Gruyter).
La idea de Hajdin expuesta en Dialogue 29 (1990) de excluir como
moralmente irrelevantes las preferencias externas y las preferencias
de-ahora-para-después es atractiva. Pero no afecta mi argumento a
favor de incluir como relevantes las preferencias de gente posible.
Mi argumento afirma que puesto que si la gente real es feliz prefiere
existir, la universalizabilidad exige extender esta consideración a
otra gente posible que se halle en situaciones idénticas. Respalda
una concepción liberal en el tema del aborto: si la mejor política de
población y de planificación familiar está siendo aplicada y el núme-
ro de niños procreados está determinado, la no procreación de este
niño dará cabida a otro niño.
19976. «Philosophy and Conflict», en O. Neumaier et al., eds., Applied
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nacional Wittgenstein) (Dordrecht: Kluwer). La versión inglesa de
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El prescriptivismo sostiene que en los juicios morales hay un ele-
mento del significado que sirve para prescribir o dirigir acciones. En
REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA 201

la historia del prescriptivismo figuran Sócrates, Aristóteles, Hume y


Mili; el prescriptivismo también ha sido influyente en tiempos re-
cientes. En los juicios morales también hay un elemento descriptivo
o factual que varía según las personas y las culturas; el elemento
prescriptivista, en cambio, permanece constante. El prescriptivismo
puede tolerar el desacuerdo moral y dar cuenta de la debilidad mo-
ral. También puede explicar mejor que otras teorías la racionalidad y
objetividad del pensamiento moral.
19982?. «A Utilitarian Approach to Ethics», en H. Kuhsey P. Singer, eds.,
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1998c. «Towards Objectivity in Moráis», en Ouyang Kang y S. Fuller,
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2. Otros escritos

Las referencias que aparecen en el texto del tipo «Alston, W. P. (1964:


100)» remiten a esta parte de la bibliografía; a menos que se indique
otra cosa, el último número alude a la página en cuestión. Los títu-
los abreviados de las obras están entre paréntesis, tal como se usan
en el texto.
Alexy, R. (1979): «R. M. Hares Regeln des moralischen Argumentierens
und L. Nelsons Abwegungsgesetz», en P. Schróder, ed., Vemunft. Er-
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rías é tica s a to d o s aqu e llo s que se hallan perdidos en el laberinto
m oral, entre los cu ales e stá n m uchos de m is colegas filó s o fo s . Al
igual que a qu e llo s que d is e rta n p o m po sam e nte sobre cu e stio n e s
m orales en los m e d ios de co m u nica ció n , e s to s colegas filó s o fo s
e stá n perd id o s porque no d isp o n e n de un m apa del la b erinto . Mi
libro se propone ju s ta m e n te ofrece r ese mapa.» O r d e n a n d o la é t i€
c a es un estudio lúcido y apasionado que nos ofrece uno de los filó -
sofos m orales m ás influyentes del siglo acerca de las d istin ta s te o -
rías é tic a s que hay. C onstituye, por otro lado, un repaso d efin itivo
de la posición é tica fu n d a m e n ta l del propio Haré.

La idea principal del lib ro es que no vam os a lograr que el pen sa-
m iento moral sea objetivo planteando las cuestiones m orales como
cuestiones de hecho; tal planteam iento conduce inevitablem ente al
re la tivism o y nos ata a las cu ltu ra s y a los lenguajes p a rtic u la re s .
Lograrem os, m á s bien, que sea o bjetivo p oniendo de relieve el
carácter universalm ente prescriptivo del lenguaje m oral, que tod a s
las c u lturas pueden c o m p a rtir y, por ta n to , utiliza rse para resolver
sus diferencias m orales. Una prescripción moral objetiva, com o vio
Kant, co n siste en una prescripción que to d o s los seres racionales
pueden aceptar.

R. M . Har é fu e W h ite P r o f e s s o r o f M o r a l P h ilo s o p h y


e n la U n iv e r s id a d d e O x fo r d d e s d e 1 9 6 6 h a s t a 1 9 8 3 ,
y a p a r t i r d e e n t o n c e s G r a d ú a te R e s e a r c h P r o f e s s o r
o f P h ilo s o p h y e n la U n iv e r s id a d d e F lo rid a , G a in e s v ille .
T a m b ié n e s F e llo w d e la A c a d e m ia B r it á n ic a .

http://www.ariel.es

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