Sei sulla pagina 1di 6

La docilidad al Espíritu Santo

En Jesús.

El Espíritu Santo, en la historia de la salvación, no es sólo enviado por el Hijo, también es


enviado sobre el Hijo; el Hijo no es sólo el que da el Espíritu, es también el que lo recibe.

El Espíritu Santo orienta, mediante el amor, toda la vida de Jesús hacia el Padre en el
cumplimiento de su voluntad.

El Padre envía a su propio Hijo (Ga 4, 4) cuando María lo concibe por obra del Espíritu
Santo (Le 1, 35). Éste manifiesta a Jesús como Hijo del Padre en el bautismo posándose sobre él
(cfr. Le 3, 21-22; Jn 1, 33). Impulsa a Jesús hada el desierto (cfr. Me 1, 12) del que él regresa “lleno
del Espíritu Santo” (Le 4, 1). Se siente lleno de alegría en el Espíritu y alaba al Padre por su
benévolo designio (cfr. Le 10, 21). Da sus instrucciones “bajo la acción del Espíritu Santo” a los
apóstoles que había escogido (Hch 1, 2). Expulsa los demonios con el poder del Espíritu de Dios
(Mt 12, 28). Se ofrece al Padre “por el Espíritu eterno” (Hb 9, 14). En la cruz “encomienda su
espíritu” a las manos del Padre (Le 23, 46). “En él” baja a los infiernos (1 P 3, 19); por él es
resucitado (cfr. Rm 8, 11) y “constituido Hijo poderoso de Dios” (Rm 1, 4)”

El Espíritu Santo como Don


Para san Agustín, “Don” es el nombre propio del Espíritu Santo, el que expresa su relación
con el Padre y el Hijo y nos lo da a conocer como persona distinta. Ni “Espíritu” ni “Santo” pueden
cumplir este cometido… —observa san Agustín—, la relación misma no aparece en este nombre; en
cambio, sí aparece en el apelativo ‘don de Dios’”… no podemos llamar al Padre “Padre del
Espíritu”, ni al Hijo “Hijo del Espíritu”. Podemos llamar al Espíritu Santo: “Don del dador” (es
decir, del Padre y del Hijo juntos) y podemos llamar, tanto al Padre como al Hijo: “Dador del don”.
Santo Tomás: “El primer don que concedemos a la persona a la que amamos es el propio
amor, que hace que la queramos. De modo que el amor constituye el don primario, en virtud del
cual son concedidos todos los demás dones que le ofrezcamos. Por eso, dado que el Espíritu Santo
procede como amor, lo hace como el don primario”.
Al infundir en los corazones la caridad, el Espíritu Santo no infunde sólo una virtud, aunque
sea la mayor de las virtudes, sino que se infunde a sí mismo. El don de Dios es el propio Dador.
Nosotros amamos a Dios por medio de Dios. La gracia santificante es la “inhabitación” en el alma
del Espíritu Santo en persona y, con él, de toda la Trinidad, no una simple “cualidad creada” e
infusa en el alma, ni una simple “energía” increada. “Mediante la gracia que predispone para la
posesión de Dios, se comunica al alma el don increado que es el propio Espíritu Santo” (San
Buenaventura).
El Espíritu Santo no es, en la Trinidad sólo el don, en un sentido pasivo -aquel que es
donado-: es también, activamente, la “donación”, aquel que impulsa al Hijo a volver a donarse al
Padre. Esto es, como vemos, lo que ocurre en la economía de la salvación. Es el Espíritu el que
impulsa al Hijo a clamar, en un ímpetu de gozo: “¡Abba, Padre!” (cfr. Lv 20, 21), como hará
después en los miembros de Cristo (cfr. Rm 8, 15 ss); sigue siendo el Espíritu el que suscita en el
Jesús terrenal el impulso a ofrecerse al Padre en sacrificio: Cristo, “por el Espíritu eterno se ofreció
a Dios como víctima sin defecto” (Hb 9,14)
El Espíritu Santo no infunde en nosotros sólo el “don de Dios”, sino también la capacidad y
la necesidad de donarnos. Nos contagia, por así decirlo, con su mismo ser. El es la “donación”, y
donde llega crea un dinamismo que nos conduce a convertirnos, a nuestra vez, en don para los
demás.
La palabra “amor” indica tanto el amor de Dios por nosotros como nuestra nueva capacidad
de volver a amar a Dios y a los hermanos. Indica “el amor por el que nos hacemos amantes de
Dios”. El Espíritu Santo no infunde, por tanto, en nosotros sólo el amor, sino también la capacidad
de amar. Lo mismo cabe decir a propósito del don: al venir a nosotros, el Espíritu no nos trae sólo el
don de Dios, sino también el “donarse” de Dios. El Espíritu Santo es verdaderamente el agua viva
que, cuando la recibimos, “se convierte en un manantial de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,
14), es decir, rebota y se derrama sobre quienes están a nuestro alrededor.

La vida espiritual y la santidad como preeminencia de los dones del Espíritu Santo.
Por este camino de amor y de donación el Espíritu Santo nos santifica. El Espíritu Santo
tiene dos formas de santificarnos: una, ayudándonos, impulsándonos, dirigiéndonos, de tal manera
que nosotros seguimos teniendo la dirección de nuestra propia obra. La otra, cuando toma la
dirección de nuestros actos. (Cfr. comparación del pintor). Así, el Espíritu Santo dirige esa obra
genial y quiere que le ayudemos, pero llega un momento en que de una manera personal pone los
rasgos geniales de esa imagen divina. Para ello utiliza pinceles o instrumentos especiales que son
sus siete dones. Nosotros tenemos también nuestros instrumentos que son las virtudes, las cuales
recibimos junto con la gracia. Con ellas vamos destruyendo poco a poco al hombre viejo y trazando
nuestro hombre nuevo al ir forzando nuestra imagen para que se parezca a Jesús.

CANCIONES QUE HACE EL ALMA EN LA ÍNTIMA UNIÓN CON DIOS

1. ¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! Pues ya
no eres esquiva, acaba ya, si quieres; ¡rompe la tela de este dulce encuentro!
2. ¡Oh cauterio suave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado, que a vida eterna
sabe y toda deuda paga! Matando, muerte en vida las has trocado.
3. ¡Oh lámparas de fuego, en cuyos resplandores las profundas cavernas del sentido, que estaba
oscuro y ciego, con extraños primores calor y luz dan junto a su querido!
4. ¡Cuán manso y amoroso recuerdas en mi seno, donde secretamente solo moras y en tu aspirar
sabroso, de vida y gloria lleno, cuán delicadamente me enamoras!

Los dones del Espíritu Santo son receptores divinos para captar las inspiraciones del Espíritu
Santo. Y esas inspiraciones no son sólo acústicas, sino que también producen mociones en nuestra
alma. Santo Tomás de Aquino nos enseña que para alcanzar la salvación de las almas son
indispensables los dones del Espíritu Santo. No son por consiguiente, los dones, carismas
extraordinarios que reciben los santos.
La actividad del Espíritu Santo en nuestras almas es moción: nos santifica moviendo, con la
dulzura del amor y con la eficacia de la omnipotencia, todas las actividades de nuestro ser.
Solamente Él puede movernos así, porque únicamente Él posee el sentido divino de tocar las
fuentes de la actividad humana sin que los actos dejen de ser vitales o sea SIN QUE DEJEN DE
SER LIBRES. La moción del Espíritu Santo que pretendemos estudiar, la que realiza con sus dones,
es algo especial, aún entre las mociones de orden sobrenatural. En las demás, el Espíritu Santo
ayuda a nuestra debilidad, pero deja la dirección de los actos a nuestras facultades superiores: la
razón dirige, la voluntad ejercita. Pero en esta especialísima moción a la que nos referimos, el
Espíritu Santo toma, en lo más íntimo de nuestras almas, el lugar que corresponde a lo más alto y
más activo y se constituye en director del alma, en plenitud de fuerza y sin alterar su libertad. “Los
que son movidos por el Espíritu Santo, éstos son los hijos de Dios” dice el Apóstol San Pablo.
Ahora bien, para que el Espíritu Santo mueva a un alma necesita estar íntimamente unido a
ella por la caridad. Nos mueve porque nos ama, y es por nosotros amado, nos mueve en la medida
de nuestra mutua posesión. Se podría decir que su moción es una caricia del amor infinito de Dios.
Sin esta moción del Espíritu Santo es imposible conseguir la salvación de nuestras almas y menos
aún la perfección cristiana. Nuestra salvación y nuestra perfección consiste en la reproducción fiel
de Jesús en nuestras almas. Pues bien, esta reproducción no la logrará jamás el discípulo (nosotros),
es necesario que la realice el Maestro (el Espíritu Santo). El discípulo prepara el lienzo, dispone el
mármol, pero sólo el Maestro puede infundir lo rasgos finos de Jesús en el lienzo purísimo y en el
mármol inmaculado de la almas. Para cada uno de ellos Dios ha planeado diferentes instrumentos.
Los dones, en cambio, son utilizados por el Espíritu Santo redondeando la obra maestra de nuestra
santificación. Esta doctrina ayuda mucho a la humildad, pues nos hace ver que por buenos que
seamos, es obra principalmente del Espíritu Santo en nosotros y nuestro mérito es insignificante.
No debemos olvidar que los mismos dones del Espíritu Santo no pueden por sí mismos,
provocar la intimidad con Dios, no pueden tocar a Dios, sino que están al servicio de las virtudes
teologales, superiores a ellos, porque ellas tienen por objeto propio a Dios y por consiguiente tienen
el privilegio inefable de tocarlo. Sin duda que las virtudes teologales, para realizar las operaciones
más altas y admirables de la vida espiritual, necesitan del precioso concurso de los dones; pero la
esencia de la intimidad del alma con Dios está en ejercicio de las virtudes teologales. La Fe son los
ojos que lo contemplan entre las sombras; la Esperanza son los brazos que lo tocan y la Caridad es
el amor que se funde en inefable caricia con el amor divino.
Nuestra devoción al Espíritu Santo debe pues fundarse en la Fe, que es la base de la vida
cristiana, la que realiza nuestra primera comunicación con Dios, la que inicia nuestra intimidad con
el Espíritu Santo. Sin duda que esta Fe es por naturaleza imperfecta, y para corregir sus
imperfecciones, sirven los dones intelectuales del Espíritu Santo con los cuales la mirada de la Fe se
va haciendo más penetrante, más comprensiva más divina y hasta más deliciosa.
Por la virtud de la Esperanza tendemos hacia Dios no con la incertidumbre y vaivén de las
esperanzas humanas, sino con la seguridad inquebrantable de quien se apoya en la fuerza amorosa
de Dios. El término de la esperanza está en la Patria (el Cielo), porque es la eterna y plena posesión
de Dios. De la firmeza con la que esperamos la vida eterna se desprende, por legítima consecuencia,
la firmeza con la que debemos esperar todos los medios necesarios para alcanzar la felicidad eterna.
No caminamos al azar en nuestra vida. La Fe nos da el rumbo, la Esperanza nos permite vivir
confiados de alcanzarlo. El más peligroso obstáculo para alcanzar la perfección cristiana es el
desaliento, o sea la falta de esperanza. Es por eso que Santo Tomás nos enseña que: “Aunque la
desesperación no es el mayor de los pecados (el odio o la infidelidad a Dios serían mucho más
graves) si es el más peligroso, pues por este no sólo se muere el alma, sino que se va al infierno”. Si
la Fe nos da la intimidad con Dios y la Caridad nos enriquece con su amor, la ESPERANZA nos
pone en comunión con la fuerza del Altísimo y abre nuestra alma a todos los auxilios sobrenaturales
de los cuales el Espíritu Santo es fuente inagotable. Es además la que mantiene vivo el deseo de
alcanzar el cielo. Este deseo tensiona la vida del hombre en el anhelo de alcanzar su premio, aquel
que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre...”
El Espíritu Santo es el amor infinito y personal de Dios hacia cada uno de nosotros. Y lo que
busca y anhela es que nosotros correspondamos a ese amor. Para eso nos da la tercera virtud
teologal: La Caridad. Para corresponder a su amor. Precisamente, lo que Dios nos pide, lo que exige
de nosotros, lo que vino a buscar en la tierra, en medio de los dolores y miserias de su vida mortal,
fue nuestro amor.
San Juan de La Cruz: “Mi alma se ha empleado y todo mi caudal a su servicio: que ya no
guardo ganado, ni tengo ya otro oficio que sólo amarlo es mi ejercicio” (Cant. Esp. Anot. A la Can.
XXIV pag.313). Entonces, la caridad nos une y enlaza estrechamente con el Espíritu Santo. Nos
pone en contacto con la llamarada divina, con el foco del fuego divino, con la fuente única de
santidad.
Vamos a detenernos en aquellos dones del Espíritu Santo que nos abren al discernimiento de
nuestra vida, que nos guían en nuestro peregrinar hacia el cielo haciéndonos cada vez más santos y
mostrándonos dónde se encuentra el verdadero tesoro del hombre y del sacerdote.

El discernimiento
Importancia notable porque se refiere al crecimiento de la persona. Es descubrir la presencia
y la acción de Dios en nuestra vida. Dios es el eternamente llamante y el hombre es el eternamente
llamado. Llama quien ama. Si me llama es porque soy amado, soy alguien significativo. Fosbery:
“el discernimiento del misterio de Dios es un don de Dios. Es una gracia que comienza con la fe, y
es Dios el que mueve nuestra voluntad para creer… no estoy hablando de la adhesión que hacemos
a las verdades de la fe; estoy hablando del discernimiento personal que cada uno hace del misterio
de Dios en su vida… hay una realidad de discernimiento que es personal y que uno tiene que ir
descubriendo a lo largo de su vida espiritual. Este discernimiento del misterio es el único que puede
sostener la vocación. La vocación sacerdotal no se sostiene por la tarea pastoral; la tarea pastoral es,
en todo caso una proyección de este misterio de Dios, que nos ha ido guiando y señalando los
caminos y la manera como él quiere instrumentarnos para el cumplimiento de su plan de salvación.
Se trata de un encuentro personal, de un discernimiento personal que mira a la comunión de mi vida
en el misterio de Dios, ahí está asentada y fundada mi vocación.” Cf Parata 409.
Por eso el discernimiento vocacional no se refiere únicamente al sacerdocio, en realidad es
la única manera de vivir la fe. Es algo cotidiano, no sólo en situaciones de emergencia. Se discierne
siempre o nunca (o se convierte en una actitud o no se podrá nunca hacer). Es un diálogo nunca
interrumpido. Es el alma de la formación permanente, ordinaria. Tiene sentido si lentamente se
convierte en un “modo” habitual de vivir y creer. Tenemos que discernir siempre porque en cada
momento de la vida Dios tiene algo que decirme y algo que darme, algo que pedirme y algo que
corregirme, a menudo inédito e inesperado.
Porque el discernimiento es fundamentalmente personal, subjetivo, de una persona adulta en
su fe: discernir la presencia del Eterno. Antes se reducía a una herramienta de búsqueda en
situaciones de emergencia. Como consecuencia se favoreció una concepción pasiva y segura de la
fe, menos responsable y más bien repetitiva, poco motivadora, donde ya no había fidelidad sino la
perseverancia. El fiel se remotiva porque siempre escucha la voz nueva de Dios. Porque Dios no se
repite, es una eterna novedad y juventud.
Discernir es el arte de tomar decisiones como creyente. Es un arte, que supone riesgos, con
pocas seguridades. Es una continua recreación interior de la persona que se siente llamado por el
amor. Para quien no discierne, Dios es un enigma, silencioso y tenebroso, frio e inaccesible. ¡Para
quien discierne Dios es un Misterio de luz deslumbrante, que ilumina la vida y todo su misterio!
Pero como creyente, no sólo algo humano.
 El sujeto del discernimiento: el adulto en la fe, sólo él lo puede entender. Es lo que te hace
adulto, pedagogía que hace crecer en la fe. Algunas características.
o Peregrino con sentido del misterio. Es alguien que camina, no está estacionado, no se
siente realizado, que sabe que Dios siempre está más allá. Camina el yo actual hacia
el yo ideal. Esa es la distancia óptima. Siempre está decidido a dar un paso porque
sabe que todavía no ha llegado pero que puede llegar: se ve un fragmento de la
belleza que nos impulsa a caminar.
o Tiene un sentido del misterio. Hay una incomprensibilidad de Dios. Hay demasiado
Dios, luz, no tiniebla, o un absurdo. El misterio es bueno, se deja encontrar, quiere
revelarse, es amigo, es luz, calor, atrae. Pero puede ser que en nuestra relación con
Dios a veces tenga elementos enigmáticos, parece hostil, frío. Cuando esto pasa yo
me vuelvo un ser enigmático, ni quiero conocer la verdad sobre mí mismo. Y voy a
establecer relaciones enigmáticas con los otros, y los otros serán un enigma para mí,
ya no me siento responsable de mi hermano. Incluso mi comunidad se vuelve
enigmática, sin relaciones auténticas. Incluso mis homilías serán enigmáticas. Aquí
no hay discernimiento. Desarrolla una espiritualidad atenta a la suave brisa del
viento. Creyente que se lleva la mano al oído a aquél que habla sin voz.
Normalmente Dios no habla en visiones. Por eso el discernimiento es una manera de
escuchar la voz de Dios. Hay que aprender a reconocer esa presencia entrando en
contacto con los signos misteriosos de Dios. Misterio pascual es la mayor luz sobre
nuestra vida. Tratar de afinar los sentidos para que puedan reconocer la presencia del
eterno.
o Adulto en la fe: busca con su inteligencia y voluntad y acepta correr el riesgo más
peligroso: buscar lo que Dios quiere sobre su vida. Está involucrada en una relación
de amar: el amante me hace capaz de responder a su amor y me enseña cuál es la
manera mejor de responder a su amor. Es el riesgo típico de los enamorados. Quiere
descubrir lo que Dios quiere pedirle a él y sólo a él.
o Es el modo de actuar de un amante que busca al amado. Busca solamente quien ama
y que siente que le falta el amado. Sólo se encuentra porque somos amados. Sólo
tiene sentido en el interior de un creyente. En realidad es Él el que me busca a mí y
me da la ilusión de que sea yo el que piense que lo encontré.
 Objeto del discernimiento. Es Dios, su acción en la persona, no lo que yo tengo que hacer.
Percibir su presencia como historia que Dios está haciendo en mi vida. No se limita al
momento presente. Hay toda una historia personal que tengo que leer, Dios ha hecho una
historia conmigo. Y desde allí puedo entrar en sintonía con Dios y entender su deseo, y tener
su misma sensibilidad. ¿Qué me estás diciendo a través de este acontecimiento, este fracaso,
esta persecución, este pecado que no puedo vencer, etc? No hay un momento de la vida en
que yo me sienta exceptuado de hacer este discernimiento. Este discernimiento permite
hacer actuar a la gracia de la acción divina.
 Sujeto-objeto: Es la sensibilidad la que me hace discernir. Es sujeto-objeto del
discernimiento: es lo que el sujeto experimenta dentro de sí mismo, en ese mundo interior
tan rico que es su sensibilidad. Es donde Dios nos habla a través de nuestros sentidos,
emociones, sensaciones, sentimientos, afectos, atracciones…. en una palabra, a través de
nuestra sensibilidad. Si tomo una decisión, mi vida está hecha de pequeñas decisiones,
dirigir la vida hacia una dirección autorreferencial o heterorreferencial. No hay decisiones
neutras. Cada persona tiene la sensibilidad que se ha construido. Cada decisión es relevante
en la vida.

Decisión humana y cristiana.


o Ver documento de Cencini

El discernimiento es la manera auténtica de obedecer. Si siempre estoy sujeto a lo que me


diga el superior sería en el fondo un abuso de autoridad pero desde abajo.
No hemos recibido el sentido del discernimiento como crecimiento en la fe. Aprenderlo como
manera ordinaria de vivir. ¿Qué puede hacer una persona que cree? Aprende el discernimiento
permanente para encontrarlo durante el día, constantemente. Si lo hago, seguramente al final del día
mi fe se habrá fortalecido. Eso es la sensibilidad creyente: aptitud para reconocer a Dios con todos
mis sentidos, vs una fe abstracta. El misterio crea confianza, el enigma miedo. Una pobre relación
con Dios vuelve la pastoral repetitiva, y poco creativa. El Dios de ayer es el ídolo de hoy, porque
seguramente hoy Dios me pide algo distinto. El ídolo es fruto de la instrumentalización humana.
Que yo hago coincidir conmigo. Si la pastoral es repetitiva es signo de que mi relación con Dios es
pobre. ¿A dónde te escondiste?

Convertirse en don
Si el Espíritu es el que derrama y prolonga, por así decirlo, en la historia, el acto de donarse
que es propio del Dios trino, entonces él es el único que puede ayudarnos a hacer de nuestra vida un
don y una “ofrenda viva”. En esto se resume todo el objetivo de la vida moral del cristiano: ésta es,
para Pablo, la única respuesta adecuada a la Pascua de Cristo: “Les pido, pues, hermanos, por la
misericordia de Dios, que se ofrezcan como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rm 12,1).
Al final de la vida, sólo lo que hayamos dado nos quedará en la mano, transformado en algo
eterno. “Había estado mendigando de puerta en puerta por toda la aldea,
cuando apareció a lo lejos una carroza de oro. Era la carroza del hijo del
rey. Yo pensé: ‘Es la oportunidad de mi vida\ Me senté abriendo mi
alforja de par en par, esperando que se me daría la limosna sin tener
que pedirla siquiera; más aún, que las riquezas lloverían al suelo a
mi alrededor. Pero cuál fue mi sorpresa cuando, al llegar junto a mí,,
la carroza se paró, el hijo del rey bajó y, tendiendo la mano derecha,
me dijo: ‘¿Qué tienes para darme?\ ¿Qué clase de gesto real era ése
de tenderle la mano a un mendigo? Confuso e indeciso, saqué de
mi alforja un grano de arroz, sólo uno, el más pequeño, y se lo di.
Pero qué tristeza sentí por la noche cuando, hurgando en mi alforja,
encontré un pequeño grano de oro, sólo uno. Lloré amargamente
por no haber tenido el valor de dárselo todo”.

Todo lo que no damos se pierde, ya que, estando destinados a morir, morirá con nosotros todo
aquello que hayamos conservado hasta el último momento, mientras que lo que damos se sustrae a
la corrupción y, por así decirlo, es enviado a la eternidad. ¿Cuál es la esencia o el alma de la
consagración religiosa, si no la de hacer de nuestra vida un don y una oblación viviente a Dios? En
el cristianismo, uno es el destinatario y otro el beneficiario del sacrificio y del don: el destinatario es
siempre Dios, el beneficiario es siempre el prójimo. Y es que Dios ha tomado en serio nuestro
ofrecimiento y nos ha enviado, para recoger el don prometido, a un hermano necesitado, quizá el
que menos hubiéramos deseado y esperado, y no lo hemos reconocido.
Con todo, no podemos, por nosotros mismos, hacer de nuestra vida este don a Dios a favor de
los hermanos, sin una ayuda especial del Espíritu Santo. El propio Jesús, como hemos visto, se
ofreció al Padre “con un Espíritu eterno”, o “con la cooperación del Espíritu Santo” (cooperante
Spiritu Sancto), como dice una antigua plegaria de la misa. Y sus miembros no pueden ofrecerse de
otra manera. Por eso la liturgia, cuando invoca al Espíritu sobre la asamblea, después de la
consagración, insiste precisamente en este aspecto:
“Que él haga de nosotros un sacrificio permanente agradable a ti”.

“Concédenos a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo
cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria”

La Misa es el medio instituido por Cristo para dar a cada creyente la posibilidad de ofrecerse
al Padre en unión con él.

Potrebbero piacerti anche