Sei sulla pagina 1di 2

Una Mona Lisa de cristal

Cuando Marissa trajo la lámina plegable nadie contaba con que se trataría de un cuadro de
Leonardo Da Vinci.

—Te había dicho que eligieras un paisaje—refunfuñó la madre, mientras bordaba el mantel que
se estrenaría en la cena.

—Me pareció el adecuado, además se trata de una obra universal. ¿Quién no quisiera tenerla
en su comedor?

La jovencita de trenzas largas y tez trigueña encontró a su hermana limpiando los estantes con
un plumero. Elena contaba con apenas diez años, sus castaños cabellos hacían juego con la luz
tenue, apenas rojiza del comedor que empezaba a parpadear extrañamente.

Luego de acomodar la lámina sobre la desgastada pared, Elena creyó ver una imagen conocida.

—Ese cuadro lo recuerdo, ¿es de Leonardo Da Vinci?

—Exacto, hermana, tú siempre bien enterada.

La cena parecía habitual hasta que el padre notó la extasiada atención que la menor de sus hijas
manifestaba al observar el objeto recién traído.

—¿Te gusta ese retrato? Ya come que te estás atrasando, Elena.

Pero no halló respuesta. La niña continuaba con su admiración como aturdida por una señal que
veía en el cuadro, dejó de comer y aquel ensimismamiento duró casi veinte minutos ante la
sorpresa de su familia que no osó quitar la lámina por miedo a provocar algo más perjudicial.

Cuando hubo pasado ese trance, Elena sintió sueño, sin dar explicación fue a descansar de frente
a su cama, para no contradecirla, nadie le pidió una explicación. Pensaron que todo acabaría ahí.

La Gioconda, ¿qué tenía de especial aquella mirada sosegada y discreta?, ¿por qué había
catapultado el corazón de Elena? Era un secreto, un secreto que tenían los dos, algo que
compartían sin saberlo claramente, ¿acaso podía hablarle desde aquel encuadre renacentista?

Sí, se dijo a sí misma, ella fui y soy, como en el pasado dejaré un vestigio a mi paso, estoy aquí
con un motivo, he esperado tanto este descubrimiento que no me puedo contener, he de salir
esta tarde a buscar lo que ella me dijo, ahora escucho sus palabras, son suaves como su pelo
cenizo, llenos de vida semejantes a sus ojos cristalinos y puros, he de revelar mi verdad esta
misma tarde.

Nadie notó cuando Elena se puso su vestido gris, y se soltó el pelo castaño que caía cual ráfaga
bajo sus hombros delicados. Dirigiéndose a la puerta tuvo tiempo de mirar una vez más la lámina
y se veía en ella como si de un espejo se tratase, fue encontrarse dos veces en diferente época.

En la calle todos veían extrañados la imagen de la niña que deambulaba al parecer sin rumbo,
dibujando una sonrisa cautivante, benefactora y amigable. Un niño se le acercó cuando se
detuvo cerca a un parque y le dijo:

—¡Qué bella!

Provocándole más que vanidad una confortable brisa de confraternidad, le rodeaba la alegría
ahora que había escuchado un halago, y fue incluso más cuando en el parque un pintor que
retrataba el paisaje y hacía retratos a pedido, le pidió hacerle una debido a su exótica apariencia
que había llamado la atención a varias personas. Y ahora los transeúntes veían retratar aquella
aparición en vivo, las manos del artista se hicieron ágiles ante la oportunidad extraordinaria,
tanto fue la algarabía que decidió obsequiar el retrato a la niña, pidiéndole que volviera en una
próxima ocasión.

Elena con la convicción de haber cumplido su misión en la vida, llegó a su casa con su retrato, lo
mostró a su familia que se negaba a creer que aquella obra no era otra que la Mona Lisa de Da
Vinci.

JAMÁS

El silencio rodeaba la sala, era un silencio de sobresalto a espera de algo, mientras la quietud
cincelaba los minutos, las horas, días, meses, años… No había fin a esa desolación de destiempo,
la cuna estaba vacía sin una existencia que proteger, permanecería siempre así hasta aún
después de la muerte. Una cuna de madera que la madre había mandado a obrar con la ilusión
de quien ama, de quien espera la vida nueva, el color a su paso terrenal, la alegría que solo un
hijo sabría dar a aquellas almas angustiadas, padre y madre, que todavía permanecían
angustiadas en algún lejano lugar del mundo o bajo tierra, descomponiendo el tiempo una y
otra vez en aquel silencio de la sala, donde tintineaban las hojas de otro otoño, de otros rostros
que vendrían ahora por la cuna.

Ahí estaban observando el moisés de madera blanco, sin un rostro infantil que pudiera tocarlos
con la inocencia, solo se quedaban quietos mirando y pensaban si quizá el recuerdo se pudiese
borrar de pronto, si con extinguir esa imagen de puerilidad sería suficiente para callar tanto
dolor. Era una imagen triste, que apenas viéndola sugería una nostalgia infinita.

Ellos nunca imaginaron que pese a los cincuenta años que llevaba olvidada aquella cuna, pudiera
servir ahora a alguna criatura desvalida que lo requería, no pudieron comprender cuando el
mueble al ser levantado para ser donado chirrió de gozo al saber que hallaría lo que jamás
imaginó desde el día en que los primeros padres por el abatimiento de perder a su primogénito
decidieron poner fin a sus vidas un día que todos preferían olvidar, fue el más triste de aquel
lejano pueblo. Tan solo la cuna comprendía ahora el final de ese amor bendecido por unos
padres que soñaron serlo.

Potrebbero piacerti anche