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La revolución peruana y el

capitalismo de los pobres


Mauricio Rojas dice "Nadie hubiese podido imaginar a mediados de
1990 que dentro de 25 años Perú sería uno de los países más exitosos
de América Latina, triplicando su PIB y reduciendo drásticamente
la pobreza a pesar de un notable incremento demográfico que ha
elevado su población de 22 a 31 millones de habitantes".

Del caos al progreso


Nadie hubiese podido imaginar a mediados de 1990 que dentro de 25
años Perú sería uno de los países más exitosos de América Latina, triplicando
su PIB y reduciendo drásticamente la pobreza a pesar de un notable
incremento demográfico que ha elevado su población de 22 a 31 millones de
habitantes.
En 1990 el país se encontraba en una situación caótica, producto de una
dilatada crisis económica que había adquirido proporciones gigantescas
hacia fines del gobierno de Alan García (1985-1990) y una escalada de
violencia política sin precedentes. El ingreso per cápita de los peruanos había
caído más de un 30% de 1987 a 1990 y se encontraba al mismo nivel que en
1960. Las finanzas públicas se mantenían gracias a una emisión descontrolada
de dinero que desató una hiperinflación que acumuló la exorbitante cifra de
2,2 millones por ciento durante el período de García. Más de la mitad de los
peruanos vivía en condiciones de pobreza y la gran mayoría de ellos habitaba en
zonas rurales o en inmensas barriadas (“pueblos nuevos”) que existían al
margen de las instituciones y leyes del país. Este era el caso de cerca de la mitad
de los 6 millones de habitantes que por entonces vivían en la región
metropolitana de Lima-Callao. Al mismo tiempo, gran parte de las zonas rurales
del altiplano estaban bajo el control de la guerrilla maoista Sendero
Luminoso que junto al Movimiento Revolucionario Túpac
Amaru (MRTA) sembraban el terror por doquier, en una guerra sin cuartel que
terminaría costando cerca de 70 mil muertos y desaparecidos.
Para muchos, Perú estaba a las puertas de una revolución comunista, pero pasó
justamente lo contrario: desde abajo y desde la marginalidad el pueblo peruano
desencadenaría una revolución capitalista sin precedentes en la historia
latinoamericana. Para ello fue necesario el genio de Mario Vargas Llosa, la
ilimitada inescrupulosidad de Alberto Fujimori y el talento emprendedor de
millones de peruanos.
La revolución liberal de Mario Vargas Llosa
El aporte de Vargas Llosa a la exitosa transformación del Perú fue de primer
orden, indicando el camino por el que el país finalmente transitaría para salir de
su crisis. Desde 1987 se había volcado de lleno a la actividad política y fue
candidato a presidente en 1990 proponiendo algo tan insólito en Perú —y en
América Latina en general— como una revolución liberal que abriera su
economía y liberara el potencial emprendedor de su pueblo condenado a la
marginalidad por un Estado y una legalidad al servicio de las elites
tradicionales. Era la alternativa del “capitalismo de los pobres”, como él la
llamo, en vez del capitalismo cerrado y oligárquico del pasado.
Como el mismo Vargas Llosa ha explicado en su relato autobiográfico El pez en
el agua: “El programa para el que yo pedí un mandato y que el pueblo peruano
rechazó, se proponía sanear las finanzas públicas, acabar con la inflación y abrir
la economía peruana al mundo, como parte de un proyecto integral de
desmantelamiento de la estructura discriminatoria de la sociedad, removiendo
sus sistemas de privilegio, de manera que los millones de pobres y marginados
pudieran por fin acceder a aquello que Hayek llama la trinidad inseparable de la
civilización: la legalidad, la libertad y la propiedad”.
Además, todo esto había que hacerlo ya. La crisis peruana era de tal gravedad
que no permitía medias tintas ni gradualismos. Ello implicaría un alto costo
inicial y sobre ello Vargas Llosa fue absolutamente transparente. Quería ganar
la elección como el hombre honesto que es, es decir, “con la aquiescencia y
participación de los peruanos, no con nocturnidad y alevosía”, y, por supuesto,
perdió.
Las sorpresas de Fujimori
Alberto Fujimori derrotó ampliamente a Mario Vargas Llosa en la segunda
vuelta de la elección presidencial de junio de 1990. De él poco se sabía y su
mayor capital político era no pertenecer a las desprestigiadas elites sociales y
políticas del país. No tenía ni siquiera un programa concreto de gobierno sino
sólo declaraciones muy vagas y, sobre todo, la promesa de no someter al país a
un cambio radical como el que proponía Vargas Llosa. Pero fue justamente lo
que hizo a partir del célebre programa de estabilización
económica anunciado el 8 de agosto de 1990, a los diez días de haber asumido
el poder. Se lo conoce, adecuadamente, como el “Fujishock” o también como el
“paquetazo”, y fue completado posteriormente por nuevas medidas que
profundizaron su impacto.
Sus grandes líneas apuntaron a frenar la inflación mediante una rápida
reducción del déficit fiscal, abrir la economía peruana, tanto interna como
externamente, y reinsertar al Perú en el sistema financiero internacional. Entre
otras cosas, en 1991 se redujeron los gastos corrientes del Estado con un 27,7%
en relación al año anterior mediante una férrea disciplina fiscal, la reducción de
salarios y subsidios así como el incremento drástico de los precios de los bienes
y servicios públicos. Simultáneamente se eliminaron casi todas las trabas a la
importación y los aranceles fueron reducidos considerablemente, se
liberalizaron los mercados de bienes, servicios, capitales y trabajo, se eliminó
una serie de instituciones estatales y, a partir de 1992, se llevó a cabo una
amplia privatización de empresas públicas, fuera de impulsarse un reforma
tributaria para aumentar la recaudación y fijarse algunos impuestos de
emergencia.
El impacto inicial de estas medidas fue duro, profundizando la contracción de la
economía iniciada en 1988. En 1992 el PIB per cápita era 11,6% inferior al de
1989 y 31% en relación al de 1987. El empleo público se redujo en una quinta
parte entre de 1989 y 1992, y el salario medio cayó en 1990 un 28,4%, lo que
vino a agudizar el descalabro de los salarios reales iniciada en 1988 que los
redujo con un 69% de 1987 a 1990. Por su parte, la pobreza afectaba en 1991 en
torno al 55% de la población peruana, lo que representaba un deterioro muy
sustancial respecto del 43% registrado a mediados de los años 80. Sin embargo,
es imposible precisar cuánto de ese deterioro se debe a las medidas adoptadas
por Fujimori y cuánto a la debacle económica causada por el populismo de
Alan García.
En todo caso, a partir de 1993 se inicia una fase de fuerte recuperación
económica con un promedio anual de crecimiento del PIB per cápita en torno al
6% entre 1993 y 1997 (lo que dio un aumento acumulado del PIB per cápita del
27% para esos años). Ello, a su vez, permitió una reducción significativa de la
pobreza: -20,3% entre 1991 y 1996, pasando del 55,3 al 44,1% de la población
peruana. Estos progresos reflejaron algunos de los logros más significativos del
gobierno de Fujimori, como ser el saneamiento de las cuentas fiscales, la derrota
de la inflación y la reinserción de Perú en los mercados internacionales de
capitales. El déficit público cayó de 7,9% del PIB en 1990 a 0,8% en 1997 y entre
esos años la inflación se redujo de 7.650% a 6,5%. A su vez, los flujos
internacionales de capitales dieron un vuelco espectacular, pasando de un saldo
negativo en la cuenta financiera de 1.853 millones de dólares en 1989 a uno
positivo de 3.882 millones en 1994, impulsado por las inversiones directas que
ese año alcanzaron los 3.289 millones de dólares.
Junto a ello se deben destacar dos hechos decisivos al nivel político:
el autogolpe del 5 de abril de 1992 y la derrota de los grupos terroristas a partir
de la captura de Víctor Polay Campos, jefe del MRTA, en julio de 1992, y
de Abimael Guzmán, líder máximo de Sendero Luminoso, en septiembre de
1992. Tanto el autogolpe como los métodos adoptados para combatir
al terrorismo retratan de cuerpo entero a Alberto Fujimori como un hombre
sin escrúpulos, dispuesto a instaurar la dictadura, el terrorismo de Estado y las
prácticas más corruptas para alcanzar sus fines. La figura siniestra
de Vladimiro Montesinos, jefe del Servicio de Inteligencia Nacional del Perú
(SIN) y mano derecha de Fujimori, será la síntesis del lado más oscuro del
régimen fujimorista.
El capitalismo de los pobres
El crecimiento acelerado y la reducción de la pobreza iniciados en 1993 fueron
interrumpidos en 1998 por la así llamada crisis asiática, dando origen a
cuatro años de recesión económica y recrudecimiento de la pobreza, que volvió a
los niveles más críticos alcanzados a comienzos de los años 90, con un 54,7% en
2001. Al mismo tiempo, el régimen fujimorista cae en noviembre de 2000 en
medio de enormes escándalos de corrupción y el Perú se abre al
restablecimiento pleno de la democracia.
Es en esas condiciones que, a partir de 2002, se inicia un largo período de
crecimiento espectacular que coincidirá con una extraordinaria reducción de la
pobreza. El PIB se duplica de 2001 a 2013 y la pobreza se reduce a menos de la
mitad, pasando de 54,7 a 23,9%. La pobreza extrema se reduce aún más
rápidamente, pasando de 24,4% en 2001 a 4,7% en 2013. Actualmente, la
pobreza extrema prácticamente ha desaparecido de las zonas urbanas quedando
relegada a las zonas rurales, donde llegaba al 16% en 2013, lo que implica una
reducción dramática desde 2001 cuando más de la mitad de la población rural
vivía en condiciones de indigencia o pobreza extrema.
Este desarrollo muestra una notable similitud con aquel experimentado
previamente por Chile, donde también tomó unos 12 años pasar de la fase de
apertura económica y reacomodo estructural a la de crecimiento sostenido con
reducción de la pobreza, iniciada en torno a 1985. En el caso peruano el
crecimiento acelerado coincidió con una fuerte expansión de la demanda
internacional de material primas y alimentos, pero ha mostrado una notable
resiliencia frente a los trastornos relacionados con la crisis financiera de 2008-
2009 y la caída relativa del crecimiento de China. De hecho, el crecimiento
promedio del PIB peruano fue de 5,9% de 2010 a 2014, y la Cepal ha
pronosticado un crecimiento del 5% para 2015, cifras que están muy por encima
del promedio latinoamericano que exhibe un crecimiento anual del 3,4% en
2010-2014 y un pronóstico de 2,2% para 2015. Esta comparación puede ser
reforzada mirando el crecimiento para todo el período 1990-2013 o limitándose
a los años 2001-2013. En ambos casos, la tasa de crecimiento peruana duplica el
promedio latinoamericano e incluso, para este último período, supera
largamente a Chile que muestra un crecimiento acumulado de 64% mientras
que Perú llega al 104%.
Estas comparaciones muestran la fuerza excepcional del desarrollo peruano, lo
que nos obliga a volver la mirada hacia los factores internos que han promovido
el crecimiento económico. Al hacerlo, nos encontramos con uno de los
aspectos más distintivos de la economía peruana: la altísima tasa
de informalidad. Se trata del capitalismo de los pobres de que hablaba Mario
Vargas Llosa y cuyo potencial emprendedor fue destacado en El otro sendero, el
célebre estudio que Hernando de Soto, en colaboración con Enrique
Ghersi y Mario Ghibellini, publicó el año 1986.
Esto no quiere decir que la informalidad por sí sola pueda conducir a un
resultado como el de Perú en los últimos decenios. De ser así Perú se hubiese
desarrollado mucho antes y otros países con altas tasas de informalidad también
lo hubiesen hecho, pero nada parecido ha ocurrido. Es la combinación de la
estabilidad macroeconómica y las reformas liberalizadoras con la derrota del
terrorismo, la democratización y una coyuntura global favorable lo que le ha
dado a la informalidad un contexto adecuado para poder desarrollar todo su
potencial creativo. Esa fue la gran idea que Vargas Llosa propagó a fines de los
años 80 y que hoy se ve refrendada por la realidad peruana. No fue realizada
con la sinceridad, decencia y sensibilidad social que Vargas Llosa hubiese
querido, pero al final, a trancas y barrancas, el Perú ha caminado por el sendero
señalado por su célebre escritor liberal.
La informalidad: refugio y trampolín de los pobres
Tanto el sector informal como el empleo bajo condiciones de informalidad, es
decir, total o parcialmente fuera de la ley, han sido una realidad constante de la
economía peruana. Según un estudio del Instituto Nacional de Estadística
e Información del Perú, Producción y empleo informal en el Perú (INEI,
mayo de 2014), en el año 2012 el sector informal daba empleo al 57% de la
fuerza laboral. A ello hay que agregar un 17% de la fuerza de trabajo empleada
fuera del sector informal pero bajo condiciones de informalidad. Se llega así a
un total equivalente al 74% de la fuerza laboral o unas 12 millones de personas
con empleo informal. Estas cifras son sin duda impactantes, pero representan
un descenso significativo de las tasas de informalidad registradas
anteriormente, que se ubicaban sobre el 80% a comienzos del 2000 y, según el
INEI, en el 79% en 2007.
El aporte productivo del sector informal ha sido estimado de manera muy
diferente por diversos autores dependiendo de las definiciones y metodología
usadas. Hernando de Soto lo estimó en un 55% del PIB para los años 1980-
86, Norman Loayza en un 57,4% para 1990-93 y Jorge de la
Roca y Manuel Hernández en un rango del 30 al 37% para el año 2000,
pero Friedrich Schneider lo situaba en el 60,9% en 2002-2003. Roberto
Machado hace, en La economía informal en Perú (2014), una estimación del
29,6% para 2011. Este autor hace también una interesante estimación conjunta
del peso de lo que llama “economía subterránea”, que incluye tanto al sector
informal como a la economía ilegal (contrabando y narcotráfico), llegando de
esa manera a un equivalente al 66% del PIB en 2009.
Como se ve, más allá del método usado para calcular su importancia estamos
frente a un fenómeno clave, especialmente desde el punto de vista del empleo lo
que, a su vez, es decisivo para evaluar su impacto sobre las condiciones de vida
de los sectores más pobres de la población. En Perú la disminución de la tasa de
pobreza ha sido totalmente dependiente del dinamismo del empleo y el
autoempleo informal ya que el empleo formal ha cubierto no más de una quinta
o cuarta parte del empleo total.
La evolución del sector informal ha tenido una forma característicamente
contracíclica, es decir, se ha expandido en momentos de retroceso económico y
se ha contraído en la medida en que el país crece. Esto implica que la
informalidad ha sido tanto el gran refugio como el trampolín fundamental del
progreso de los pobres: los ha acogido en los tiempos difíciles y les ha brindado
la base tanto para su progreso como para pasar al sector formal cuando las
condiciones se han hecho favorables. Esto último se da mediante la
formalización de una parte de las actividades informales al aumentar su
volumen, complejidad y rango de operaciones y también gracias a una mayor
demanda laboral del sector formal ya existente.
Así, de acuerdo a las series presentadas por Roberto Machado, se puede
constatar que la economía informal se expande como respuesta a la crisis de
comienzos de los 80 para luego contraerse algo durante la fase expansiva del
gobierno de Alan García. A partir de la profunda crisis desatada en 1988 la
informalidad crece fuertemente, hasta llegar a su punto máximo en 1990. Luego
se reduce marcadamente hasta 2007 para incrementarse ligeramente durante la
recesión iniciada en 2008. Finalmente, desde 2001 en adelante inicia una larga
fase de contracción que coincide con el gran crecimiento del período.
Los efectos más notables del dinamismo del capitalismo informal se refieren
tanto a la disminución de la pobreza como a la distribución del ingreso. Si Perú
tuviese hoy el mismo porcentaje de pobres que en 2001 habrían 10 millones de
pobres más de los que realmente hay, es decir, 17 en vez de 7 millones. A su vez,
la distribución del ingreso ha evolucionado hacia mayores niveles de igualdad.
Es decir, la porción del PIB que retienen los pobres ha aumentado
consistentemente y, a su vez, la de los sectores más acomodados ha disminuido.
Así, según los datos de la Cepal, el coeficiente de Gini ha disminuido de 0,54 a
0,44 entre 1999 y 2013, lo que hace del Perú una de las estados más igualitarios
de América Latina. A su vez, la relación entre los ingresos del decil más
acomodado y el 10% más pobre ha disminuido de 26 a 14 veces. En la práctica,
la combinación del crecimiento con esta distribución más pareja del ingreso ha
implicado que los ingresos del 10% por ciento más pobre de los peruanos se
incrementaron un 144% entre 1999 y 2013. Este desarrollo hacia una
distribución más pareja del ingreso nacional, que ha favorecido claramente a la
mitad más pobre de los peruanos, es testimonio de que la vitalidad del sector
informal ha sido superior a la del sector formal de la economía.
Por su parte, el Estado peruano no les ha dado mucho a sus pobres y su gran
aporte, fuera de derrotar al terrorismo, ha sido dejar de perturbar sus vidas y
obstaculizar su espíritu emprendedor. Esto no niega ciertos aportes positivos,
como las transferencias condicionadas del programa Juntos o una legalidad
que facilita la formalización de la economía, pero en lo sustancial la lucha contra
la pobreza la han dado y ganado los pobres en el mercado, apoyados en sus
propias redes sociales y al margen de las instituciones y la legalidad oficial. Esto
es lo que deja en claro un estudio reciente del Banco Mundial ("What Is Behind
the Decline in Poverty Since 2000? Evidence from Bangladesh, Peru and
Thailand", 2013), donde se constata que las transferencias y donaciones
publicas sólo explican el 8,6% de la reducción de la pobreza en el Perú entre
2004 y 2010, proviniendo el resto fundamentalmente de los ingresos laborales
(75%) así como de una variedad de otras fuentes (donaciones privadas, ingresos
de capital, cambios en la composición del hogar, etcétera).
Palabras finales
En resumen, en vez de ser un problema, como tradicionalmente se planteaba en
particular por el pensamiento estructuralista asociado a la Cepal, la
informalidad o el capitalismo de los pobres ha sido la gran solución, primero
para sobrevivir los momentos críticos y luego para potenciar las fases de
crecimiento, transformando la acumulación de capital, experiencia y
conocimiento del sector informal en más trabajo, mayores ingresos y
dinamizando también la expansión del sector formal. No se trata, por cierto, de
una panacea, pero sí de un camino que ha sido accesible y transitable para la
gran mayoría de los peruanos. Esa es la gran revolución capitalista que está
derrotando la pobreza y cambiándole el rostro y el alma al Perú.

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