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Los animales salvajes son buenos para comer,
pero también para pensar.
Claude Lévi-Strauss
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Abada nunca pudo volver a ver bien desde que aquel soldado de Muzafar II logró
detenerla con el fuego de una antorcha impregnada de brea, dañando sus ojos mientras
otros soldados del Sultán de Khambhat cubrían su cuerpo con gruesas redes. Cuando
despertó estaba empapada, apenas veía unas sombras, habían cesado los gritos y el suelo
se movía con más violencia que nunca. La infortunada rinoceronte blanco ya había
nacido con una visión peor, si cabe, que la del resto de sus hermanos y primos, pero
desde aquella emboscada del Sultán no lograba vislumbrar más que sombras blancas, 4
solo un poco más obscuras cuando oía acercarse la voz de alguno de sus sucesivos
carceleros. Nunca antes había visto esos seres tan ruidosos que, como ella supo desde el
primer momento, iban a intentar hacerle daño y separarla de su hija. La pequeña, un
rinoceronte blanco que Abada apenas había destetado cuando fue capturada, era el
último miembro de su especie que en adelante alimentaría su memoria. Desde que
llegaron las sombras, nunca supo muy bien dónde se encontraba, aunque sí sabía que el
suelo se movía, que no estaba con su hija, que hacía mucho frío y que aquellas sombras
más obscuras unas veces significaban alimento y otras dolor. Tras muchos meses de
travesía por el océano Índico, rumbo al norte del Atlántico, desde la ciudad india de Goa
hasta la metrópoli portuguesa de Lisboa, salvando el cabo africano de Buena Esperanza,
Abada había conseguido distinguir cuándo estaba en tierra firme, cuándo no, y cuándo
el suave mecido de las aguas de un puerto anunciaba que la iban a bajar de aquel
balanceo para elevarla dentro de esas gruesas redes que aún se movían más, para después
depositarla en un suelo al fin inmóvil. En esos casos también sabía que la inminente
disminución del peso de sus cadenas iba a permitirle moverse y desfilar a tientas entre
muchas más sombras y muchísimas más voces estridentes como las de los carceleros.
Pero aquel movimiento tan violento era distinto. Las cadenas pesaban más que
nunca y, además, hacía ya tiempo que no oía las voces que acompañaban a las sombras.
Lo que sí escuchaba ahora era el rugido del viento y del mar, y también los sonidos de
truenos que creyó haber empezado a escuchar poco antes de que, aún medio dormida,
oyera como en sueños el griterío que precedió al silencio. La lluvia que azotaba sus lomos
era más fría que el agua del Monzón —las lluvias torrenciales que, gracias a su colosal
envergadura, apenas salpicaban a su hija tiempo atrás, antes de que el soldado del Sultán
la hundiera entre las sombras—. Y aquel fluido que iba anegando su cuerpo recostado
tenía el mismo sabor a sal que el líquido que las sombras chillonas arrojaban sobre su
cuerpo seco para refrescarlo cuando habían tocado puerto y por fin el suelo dejaba de
moverse. Pero ahora el suelo se movía más que nunca. Tanto que parecía que la que se
movía y giraba era más bien su cabeza, no el suelo. Murió sin saber que se hundía con el
barco paradójicamente bautizado Nuestra Señora del Socorro, desarbolado por la
galerna que se desató apenas un día después de zarpar de la isla de If, situada frente a la 5
costa de Marsella. Inmovilizada por las cadenas y los grilletes que le ataban a la cubierta
del barco, la rinoceronte Abada debió tener una muerte tan atroz como la de los
sepultados vivos.
El Rey Francisco I se enteró del engaño un día antes de que el barco portugués
zarpara de Marsella, el mismo día que las tropas de Su Majestad pisaban suelo francés
tras partir de la Provenza italiana. Imposible llegar a tiempo. Pero el viejo León se
equivocaba. El impetuoso rey francés no se rendiría tan fácilmente. Como siempre, el
monarca lograría su propósito y, además, le dejaría a Su Santidad alguna molestia de
recuerdo. Demoraría su disfrute y conseguiría impacientarlo. Francisco no iba a
renunciar a contemplar con sus propios ojos el célebre rinoceronte de Lisboa del que
Europa entera hablaba, ni a imaginar después su regia estampa aplastando con la bota
el cuerno de uno de esos imponentes animales, una vez abatido a arcabuzazos. Eso sí era
caza mayor, y no los ositos del Pirineo que tanto presumía su enemigo Carlos, el viejo
reumatoso que se las daba de Emperador del Mundo. Si más tarde lograba obtener su 8
propio rinoceronte blanco, no tendría más remedio que exhibirlo por un tiempo en los
jardines de Versalles. Cuando la nobleza gala por fin se aburriera del bicho, mandaría
soltarlo por las praderas aledañas, para luego él mismo darle caza al galope, con su nuevo
arcabuz, aún por estrenar. A ver si esa coraza era tan inexpugnable como aseguraba
Manuel. Pero por ahora tenía que conformarse con echarle un vistazo al rinoceronte del
Papa. Aunque se le hiciera la boca agua.
Para cumplir el mandato de su rey, el lacayo enviado por Francisco I a Marsella solo
tuvo que sacar una bolsita de monedas, en realidad una parte ínfima de la partida anual
de gastos personales del rey, mientras insinuaba al capitán portugués una escala de más
en su itinerario hasta Roma. Una brevísima escala, en verdad unas pocas horas, en la
célebre Isla de If, para que Su Majestad el ínclito Rey de Francia pudiera ver aquella
bestia exótica de un solo cuerno. Y claro que había que desembarcar al animal, faltaría
más. Toda Europa sabía que el Rey de Francia nunca embarcaría en un navío vasallo del
Rey de Portugal. La etiqueta manda.
Y el Maligno, siempre El Maligno y sus Dos Cuernos, ¿qué clase de poderes tenía
el Maligno para aprovechar ese minúsculo cambio y arruinar los planes papales? Unas
horas, tan sólo unas cuantas horas de retraso esperando al impuntual Francisco. Un
puñado de horas después de desembarcarlo y lavarlo en las radas del puerto de If, le
habían bastado al Gran Embaucador, al Tentador de Cristo en el Desierto, para saltar
presto a engañar los vientos que más tarde desviarían al navío portugués hacia la única
roca que podía hacerlo naufragar, aún a varias millas del litoral de Liguria. Bueno, viendo
las cosas en perspectiva, aquel naufragio no era sino un ligero contratiempo en su larga
carrera hacia la verdadera santidad. Seguro que había muchos animales de ésos en la
India de Manuel. Le pediría otro y esta vez vendría derechito a Roma.
Los detalles del relato son ficticios pero el episodio es real. Forma parte de la
historia acontecida del Cinquecento renacentista. Hubo rinoceronte, hubo sultán,
gobernador, reyes y Papa, hubo negocios, hubo regalos, hubo isla, hubo naufragio y hubo
fastidio papal (Bedini, 1981). No sabemos cuántos animales se habrán hundido en los
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océanos desde que Europa empezara a despoblar de grandes mamíferos el hemisferio
sur, no importa cómo justificara esa empresa. Hubo razones militares, religiosas,
científicas, comerciales, médicas, lúdicas, políticas, artísticas... casi un completo
catálogo de las justificaciones de los afanes que distinguen a las sociedades occidentales.
Quizá el hecho de que Abada, nombre ficticio con que hemos bautizado a nuestro
rinoceronte indio, siguiera rindiendo beneficios después de muerta, sea un primer
indicio del común origen de tales racionalizaciones. El resto de la historia de Abada es
mucho menos conocido. Se recuperó el cadáver y se reembarcó de vuelta a la Lisboa del
rey Manuel, donde se disecó, rellenando con paja la carcasa de piel. El animal ya disecado
fue transportado sin incidentes a Roma, donde se dice sirvió de modelo a Rafael de
Urbino, bajo el mecenazgo de León X, aunque no conocemos ninguna obra del pintor
renacentista que justifique esa afirmación. Ni siquiera disecado pudo Alberto Durero
contemplar al animal con sus propios ojos. Lo que llegó a las manos del pintor alemán
fue una carta que describía la anatomía del animal y un boceto.1
Según el historiador del arte E. H. Gombrich, es más probable que el arquetipo que
coloreó la imaginación de Durero fuera el dragón con armadura, la más célebre de las
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bestias exóticas hasta entonces representadas (Gombrich, 1969: 66). Resulta muy
significativo que Gombrich eligiera el grabado de Durero para ejemplificar su tesis sobre
los límites de la semejanza y la prevalencia de arquetipos familiares en la representación
pictórica con anterioridad a la invención de la fotografía: “La historia se repite cada vez
que un espécimen raro llegaba a Europa. Se ha demostrado que incluso los elefantes que
poblaban las pinturas del siglo XIX incorporaban los curiosos rasgos de unos cuantos
arquetipos, pese al hecho de había información disponible sobre los elefantes, fácil de
obtener […] Lo familiar siempre es el punto de partida más probable para representar lo
no familiar. Las representaciones previamente existentes siempre afectarán al artista,
por mucho que se afane en registrar la realidad. Cuentan algunos críticos de arte de la
Antigüedad que varios artistas muy conocidos cometían el mismo error al retratar
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Valentín Fernandes, un mercader moravo afincado en Portugal, realizó un boceto y una descripción
escrita en alemán en una carta dirigida a los mercaderes de Núremberg. Se conserva la traducción italiana
en la Biblioteca Magliabechiana de Florencia y un proyecto de publicación del boceto por parte de Médico
Florentino Giacomo Penni (Wang, 2014).
caballos, pintando pestañas en sus párpados inferiores, un rasgo propio de los seres
humanos, pero no de los caballos” (Gombrich, 1969: 67).
Como veremos dentro de algunas secciones, mucho antes que Gombrich, Salvador
Dalí había jugado ya con la tesis de que las obras de la pintura europea inevitablemente
remiten a otras representaciones previas, si bien traducía la tesis a la escultura, otra de
las artes plásticas. En la escultura surrealista de Dalí, el rinoceronte de Durero viene
acompañado por exoesqueletos de erizo de mar, un posible guiño del pintor del bigote
surrealista para quienes sabían que el rinoceronte de Durero había yacido en el lecho del
Mar de los Ligures. Hoy puede contemplarse en Puerto Banús, Marbella, sede vacacional
de la realeza árabe y europea.
Pero las palabras de Gombrich sugieren algo mucho más inquietante en el propio
sesgo antropomórfico de las pinturas de animales, prevalente incluso en presencia de
modelos naturales, de animales vivos. En realidad, la prevalencia de este sesgo
antropomórfico va mucho más allá de la historia del arte, y resulta muy significativa para
explicar ciertas fases de la historia natural de las relaciones entre la experiencia humana
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y la experiencia del resto de especies del reino animal, principal propósito que anima
este trabajo.
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Otro dibujante que, como diría Paul Shepard, siguió abusando intelectualmente de la naturaleza del
elefante, ocultando con recato todo aquello que, como el recurrente priapismo de su enorme miembro
viril de elefante encelado y violento, resultaba inapropiado para las señoritas educadas en los colegios
caros de Europa y América.
rinoceronte y su ridículo cuerno fálico podían encarnar la bestialidad. Los educados
elefantes de Roma y Cartago debían pertenecer a otra clase social, más alta, o al menos
no tan baja.
celebrado animal de Manuel I en la Lisboa de 1515. Al parecer, nada más llegar de Goa,
el buen rey quiso comprobar con sus propios ojos el combate del que hablaba Plinio,
organizando un duelo3 real entre elefante y rinoceronte en los jardines del palacio
lisboeta de Ribeira. El rinoceronte se negó a embestir al animal hacia el que le obligaban
a moverse. El elefante también decepcionó al rey, tampoco embistió. Antes al contrario:
según De Huerta, el elefante huyó despavorido. El inquisidor corrobora lo que dice Plinio
y añade que solo el fiel caballo es capaz de ahuyentar al rinoceronte. El rinoceronte afila
el cuerno contra las piedras antes del combate (¡!) y siempre vence al elefante, “a no ser
que sea un rinoceronte pequeño o esté enfermo”.
Algunas de las propiedades que añade De Huerta dibujan mejor como nuestro
moderno intelecto ha distorsionado hasta el abuso la presencia animal en nuestra
experiencia. Sus citas bíblicas remiten al libro de los Números 24, equiparando así la
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Esta fea conducta parece haber afectado a unas cuantas familias reales del mundo. En el libro III de su
historia, Herodoto cuenta que Cambises, el enajenado rey persa hijo de Ciro, puso a pelear dos cachorros,
uno de perro y otro de león, y que el hermano del perrito saltó de unos brazos para socorrerlo con éxito
cuando ya estaba prácticamente vencido.
fuerza del rinoceronte con la ira y la furia de una divinidad descontrolada del oráculo de
Balaán. Para acentuar su carácter indómito e indomable, su absoluta indisponibilidad
para los empeños humanos que tan bien cumplen el caballo y el elefante, De Huerta
apela a Job, 39. El paciente Job contrapone la buena disposición de los caballos a trotar
con armaduras y soldados a cuestas y embestir en las batallas humanas, a la estupidez
de las bestias como el avestruz, a quien Dios “negó sabiduría y no repartió inteligencia”
(Job 39, 17). Recordemos que para Durero el rinoceronte era estúpido a la vez que
taimado, disonancia cognitiva que no será la última vez que veamos aparecer en este
libro. Basándose en Durero, Francis Barlow (1684) ilustró la batalla que nunca existió y
ese mismo año Jan Griffier reprodujo a su vez la lucha de Barlow. Nótese el detalle con
el que ambos pintores ilustran la malvada conducta del rinoceronte, con el cuerno
perforando fácilmente la “frágil” piel del elefante. Los colmillos de éste, claro está, ni
siquiera se aproximan a la armadura del rinoceronte. La obra de Durero fue reproducida
por doquier. Figuraba en la Cosmographiae de Sebastian Münster (1544), en la Historiae
Animalium de Conrad Gessner (1551) y en la Histoire of Foure-footed Beastes de Edward
Topsell (1607), entre otros tratados, por lo que fue la representación simbólica del
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rinoceronte prevalente en la Zoología hasta mediados del siglo XVIII. La conservación
de las matrices de impresión empleadas por Durero favoreció la distribución del grabado
entre la burguesía acaudalada de la época. También perduró la descripción de la
perversidad intrínseca que Plinio, Durero y De Huerta atribuían a los rinocerontes. Su
simbolismo zoofóbico logró penetrar tanto el conocimiento científico como el
conocimiento del sentido común, convenciendo a todos de su carácter ruin, capaz como
era el bicho de afilarse el cuerno contra las piedras para destripar más eficazmente a sus
enemigos los elefantes, preparando sus armas para el combate, como si de un duelo
medieval de caballeros con armadura y lanza se tratara. Cuenta De Huerta que los
germanos del siglo XVII llamaban al rinoceronte “Elefant Meyfler, que es tanto como
decir vencedor, o señor del elefante”. Aún hoy el término alemán para rinoceronte indio
es Panzernashorn (rinoceronte armado). Y el grabado de Durero seguía figurando en los
libros escolares en la Alemania de los años 30, incluso con su mítico cuerno de más. De
nuevo, el arte del pintor respaldando la ideología del imperio. Durero fue nombrado
artista imperial del Sacro Imperio Romano de Maximiliano de Austria, quien supo ver
en los grabados de Durero un modo barato y efectivo de perpetuar su nombre y su
dinastía. Lo mismo que pensó Carlomagno, el emperador que le precedió.
Tras casi ocho largos años de dependencia de la madre elefante, los elefantes
macho adolescentes dejan la manada en la que han nacido para incorporarse a otra en
la que los machos más viejos los tutelan, los cuidan, hacen de guías y les enseñan a
controlar sus impulsos sexuales y su agresividad. Sin la protección de los adultos, la
cultura de los elefantes ha pasado a estar conformada por el trauma. Las manadas se ven
sujetas a conductas que en las condiciones normales de la vida de los elefantes serían 16
De Huerta también alaba la limpieza de los ibis, que asean sus picos después de
cazar reptiles. Según el traductor, la sola visión de la pluma del Ibis provoca la
inmovilidad de cocodrilos y serpientes. Con el leve roce de una pluma de Ibis, los reptiles
sin patas se hinchan, revientan y mueren. Entonces, quemando los huesos, los hombres
pueden hacer una pócima con sus cenizas para sacar lo peor de nuestra naturaleza,
“quitar las ventosidades y dolores del vientre” [sic]. De hecho, según el comentarista de
Plinio, el Ibis enseñó a los hombres a purgarse con agua salada para no enfermar nunca.
El único veneno que las puede matar es la hiel de hiena, la esencia hepática de un animal
que se alimenta de cadáveres. Solo la propia muerte puede matar al Ibis.
De Huerta descarta la posibilidad de que, como dicen los egipcios, las aves Ibis
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conciban por la boca, pero el mero hecho de que exista ese mito indica ya que, para los
egipcios, el ave Ibis ni si quiera necesita de la bajeza de la genitalidad natural para
asegurar la trasmisión cultural. Los Ibis han sido asociados también con Hermes o
Mercurio, dios capaz de dar al ser humano el lenguaje escrito de las ciencias y las artes,
de los pesos, de las medidas, de los metros poéticos y de las leyes de urbanidad, pero
también de las aptitudes humanas para la mentira, el engaño, el hurto y la farsa.
Fatalmente el Ibis, un ave casi silente, da lugar al lenguaje escrito y a las matemáticas
que acompañaron a las primeras civilizaciones urbanas del Creciente Fértil.
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En nuestros días, bautizar a un vástago con el nombre de una empresa, digamos Telmex o Microsoft,
rinde beneficios a los progenitores avispados.
que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammon. Teut se presentó al rey y
le mostró las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era difundirlas entre
los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Teut le fue
explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más
o menos satisfactorias, Tamus aprobaba o desaprobaba. Dícese que el rey alegó al
inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo
enumerar. Cuando llegaron a la escritura dijo Teut: «¡Oh rey! Esta invención hará a los
egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la
dificultad de aprender y retener. –Ingenioso Teut —respondió el rey— el genio que
inventa las artes no está en el mismo caso que el sabio que aprecia las ventajas y las
desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado
con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella sólo
producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la
memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el
cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has
encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a
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tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que
pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más
que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la
vida»”.
El rey Tamus de Sócrates advierte al dios Ibis que para inferir las consecuencias no
deseadas de la aplicación de la escritura y demás inventos a la realidad terrena es
necesaria la prudencia del sabio y no la ciencia del divino inventor. Toda una lección de
ética ambiental contemporánea. Pero en la mitología faraónica, los dioses concedieron
al ave Ibis la inteligencia y la escritura para recompensar su constante búsqueda de
alimento. Parece que los dioses premiaban con la inteligencia la obsesión agrícola por la
escasez y, al hacerlo, introdujeron a las sociedades humanas en la espiral de
retroalimentaciones positivas entre crecimiento demográfico e innovación tecnológica
que nos caracteriza como humanos sedentarios.
Con todo, como Jano el Bifronte, la misma escritura que nos dio el Ibis también ha
posibilitado críticas de la cultura como las del conde de Shaftesbury, del marqués de
Sade, de Sigmund Freud y de Georges Bataille. Pero conviene tener presente el peso
histórico de las escrituras que no servían a la crítica de la cultura sino a la legitimación
del statu quo. Fue la aparición de la escritura la que permitía que los pensadores de
algunas culturas legitimasen este statu quo mediante la elaboración de una historia
propia, que excluía o instrumentalizaba a las demás especies o grupos. Lo que para
muchos historiadores del presente separa la Historia de la Prehistoria es precisamente
la escritura.
La idea de una historia nacional distinta de la historia natural, una historia exclusiva en
la que los fenómenos naturales son siempre interpretados como señales de un destino 22
más alto, de una historia exclusivamente propia de un pueblo, nace con los personajes
del libro de Freud Moisés y la Religión Monoteísta y con los divinos prodigios acontecidos
en la travesía del desierto —bien distinta de las joviales carreras entre las montañas de
los indios tarahumara, quienes no disponen de escritura propia para hacer panegíricos
de sus ancestros, todos descendientes de animales o de plantas totémicas—. La
extremosidad del clima desértico lo hace el lugar propicio para alojar al diablo y sus
tentaciones, espejismos de una mente hambrienta, sedienta y exhausta. Lucifer gusta de
manifestarse en la gélida noche del desierto, tachonada de estrellas que seguir y
profecías que cumplir. El oasis, un trocito del Edén de donde los elegidos fueron
expulsados, es el premio al final de tantos esfuerzos de este pueblo nómada que nunca
supo cazar en las desérticas dunas. Las mitologías totémicas de los cazadores
recolectores habían prestado una regularidad cíclica a la naturaleza y a la historia de su
linaje, proporcionando un orden que había que respetar, y también que celebrar. Pero
las duras condiciones del desierto aumentan el sentimiento humano de desamparo ante
el mundo, tachado de hostil y sin sentido. El poco sentido que le quedase al desierto
ecológico había que rescatarlo leyendo en él las intenciones de un Dios que adopta al
pueblo hebreo, pacta las condiciones de vida ecológica y social, recompensa cuando le
obedecen y castiga cuando osan desobedecerle. A este pueblo hay que atarle corto, según
sus propios sacerdotes y escribas. El palo y la zanahoria para el mulo domesticado, el
maná o las plagas para el pueblo adoptado, el cielo y el infierno como futuro de todo ser
humano. En la historia del pueblo judío se iba a leer la historia unificada de toda la
humanidad. Una historia lineal, como todas las historias de este anti-mito: la apología
de la única nación verdaderamente nacional entre todas las naciones. Con un principio
y un fin, como Dios manda. Los acontecimientos de la historia de este pueblo son
irrepetibles y por lo tanto no son susceptibles de recibir analogías mitológicas de los
ritmos de la naturaleza, como la vuelta de la primavera y los animales. Solo hay una voz
que escuchar o que leer, y del diálogo entre la voluntad humana y la Voz de su Amo
benefactor surge la historia que recogerán los libros sagrados. Los hebreos iban a dar el
mazazo final a las mitologías totémicas del mediterráneo. Comenzaba la de Edad de los
Patriarcas. La historia es la memoria escrita de un pueblo que ha decidido dejar de ser
esclavo sin tener por ello que errar al tuntún detrás de su comida, y que elige ser guiado
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por el Patriarca. Era la forma de imponer orden en el ecosistema desértico, no el orden
cíclico de la naturaleza y los mitos, sino el orden lineal que sitúa al final del sufrido
itinerario los ecosistemas que manan la leche y la miel de los animales domesticados.5
El desierto pasará para siempre. Tenía que ser una fase transitoria, pasajera, lejos de la
eternidad incorruptible de una perfecta idea platónica. Sólo había que sufrir y resistir.
Pasar hambre, sed y penurias en una vida casta y decente. No como esos cazadores
recolectores, siempre persiguiendo a las presas en sus joviales y anárquicas cacerías. Eso
era no tener destino propio al que dirigirse. Y eso significaba una voluntad
autoindulgente, con muy poca determinación. Para obtener la libertad de la voluntad
frente a las ciegas fuerzas naturales, era necesaria una vida ascética según preceptos y
conceptos sobrios y abstractos como los cuerpos geométricos, rectilíneos como el
horizonte desértico, curvilíneos como el sol o la luna y las sinuosas dunas, austeras, sin
las excrecencias ni los colores innecesarios de las selvas, húmedas como el vello púbico.
Una vida bien podada, como los olivos del huerto de Getsemaní. Obediente a la ley de
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Según Thoreau, adoptamos el cristianismo como simple método perfeccionado de agricultura, de cultivo
del agro.
Dios y no a la de una naturaleza tan ingrata como la del desierto, sus bichos y demás
parientes. Una vida de patriarcas enjutos, que comen lo justo y tienen la piel abrasada
por el sol del desierto. Nerviosos, irritables, chillones y autoritarios y, sobre todo,
masculinos. Para San Agustín, el arrepentido seguidor de Mani, el desierto era el
escenario de la batalla humana contra los animales.6
da leche y da la lana y les mantiene para toda la semana. Iba a legitimar por la fuerza de
Jehová el proceso evangélico de domesticación de los pueblos bárbaros y de los animales
a los que idolatraban.
La rotundidad del desierto, las pendientes inclinadas de arena en las dunas, que
sin viento parecían en equilibrio por obra de un gigantesco ser invisible, las moles de
piedra que parecían delineadas, talladas y rematadas con cincel, las zarzas súbitamente
inflamables, la mágica aparición de serpientes entre las ramas secas o emergiendo como
submarinos en la arena, las huellas de roedores y escarabajos dejando su interminable
rastro en las dunas, los espejismos, todos estos fenómenos se conjuraban en una epifanía
general, una suerte de texto sagrado que los rabinos iban a interpretar para su gente,
mensajes que Dios enviaba al pueblo de su elección. Esos mensajes serían transcritos en
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El hombre del pueblo elegido en algún país de machos podría haber concluido que esas eran “cosas de
hombres. A esas viejas locas de las mujeres había que hacerles entrar en cintura. Lo peorcito de nuestro
pueblo. Que se dejaran de pamplinas exogámicas de Australopitecinos. Aquí solo nuestros chicharrones
truenan. Qué se habían creído. Seguro que ellas habían tenido que ver con las primeras idolatrías de animales
impuros. Se iban a enterar. Palabra”.
La Palabra, en la Única Palabra digna de ser oída, leída y recordada. Por si quedaba
alguna duda de la victoria sobre las religiones politeístas. Y si unos mandamientos
generales no servían para alejar a los suyos de los animales como las serpientes y los
cerdos, había que imponer leyes mucho más concretas a la hora de alimentarse con ellos.
Aunque era un pueblo errante, no sabían cazar. Reducidos rebaños de animales
domésticos, por si había que cargarlos a los hombros para apretar el paso, acompañaban
al rebaño de los hebreos en su peregrinación a la tierra prometida. Es mucho más
cómodo que salir tras las presas sin saber muy bien qué comerás ese día. Y había que
saber muy bien qué comer, por si Quien les había elegido se irritaba.
En el Levítico, el tercer libro del Pentateuco, ese pueblo recibe al dictado su dieta
para alejarse de los animales de los cazadores recolectores, animales pertenecientes al
pasado de los hombres sin civilización. Sólo se pueden comer herbívoros rumiantes de
pezuña partida. Esta condición excluye a los útiles camellos del desierto, pero también
a los tejones y las liebres de los montes a los que tenían prohibido volver. Y a los cerdos,
claro, pues, aunque tiene la pezuña partida, no se dedican a rumiar, sino que lo devoran
todo en un santiamén. Y además hay una especie de cerdo salvaje, el jabalí, que tampoco 25
rumia, pero va oliendo el suelo de los bosques en busca de hongos y trufas. Los cerdos
se revolcaban en el barro y dejaban todo muy guarro, y ya iban sobrados de suciedad por
tener que racionar hasta el agua de su higiene. Entre los animales acuáticos, reptiles y
peces sólo pueden comer los que tienen escamas y aletas, lo cual excluye a las serpientes
y los lagartos con los que muchos pueblos aún se deleitan, pero también a los moluscos
y los erizos de mar o los pulpos que abundaban en las costas, al acceso del cazador
recolector. La carne de muchas aves también estaba prohibida, en particular la de
aquellas que nos vinculaban con nuestro pasado carroñero: todas las especies de
córvidos y buitres. Los hebreos de Moisés también tenían prohibido comer insectos, el
complemento de la dieta de los monos en los árboles y probablemente la dieta entera
del primer mamífero. Los únicos que eran comestibles eran las molestas langostas y
saltamontes, aunque de vez en cuando Dios castigaba con una plaga de estos bichos
saltarines y voladores a ver si se los pecadores se inflaban hasta reventar por sus pecados.
Y ojito con tocar un cadáver de animal impuro, por apetitoso que parezca, como el oso
cavernario, cuya carroña alguna vez alimentó a los hombres prehistóricos. La impureza
de estos animales contaminaba hasta la piel del animal puro con que hacían los calzados:
había que lavarlos tan escrupulosamente como los pies que protegían. Los tejidos
manchados podrán ser purificados y los pecados perdonados.
Cuando Yahvé muestra su ira, lo primero que hay que hacer para aplacarla es
sacrificar ciertos animales. Su ingestión está estrictamente regulada, y por lo general el
sacerdote se la reserva para sí. Pero antes hay quemar su grasa y dos de sus vísceras, el
hígado y los riñones. Por su contenido calórico la grasa era precisamente la parte más
codiciada por las tribus de cazadores recolectores. Los riñones tienen una función de
purificación antes de excretar la orina. El hígado es el órgano que procesa todos los
tóxicos del organismo del mamífero. La ley del Levítico 3,17 impone la perpetua
prohibición de comer grasa y beber sangre, práctica habitual en el pasado humano como
cazadores recolectores. Para comer debidamente, el comensal tiene que purificarse.
Como el bebedor de sangre y el comedor de grasa, quienes coman animales siendo aún
impuros serán excluidos de su pueblo y partirán hacia el exilio. Que no es tan fácil
pertenecer a un grupo tan selecto. Transgredir las normas de la dieta era algo muy grave.
Casi tanto como matar o practicar el adulterio o la exogamia. Y nada de mirar a los ojos 26
del animal sufriente cuando se le degollaba. Ya que no podía ponerse de rodillas, pues
carecía de tales articulaciones, el animal aún impuro debía permanecer cabizbajo, el
sacerdote perdona a la bestia con una mano sobre su cabeza mientras le degüella con la
otra. Así era la santa muerte, no esa muerte con lanzas o con flechas y arcos, como esos
bárbaros. Eso sí, su civilizada cultura a veces tenía que lapidar a sus hijos pecadores y
descarriados ¡Eso es, a puras pedradas! El que tire la primera piedra difícilmente se
salvará de la justicia de Dios si guarda para sí aunque sea un pecadillo, pero todos los
demás recibirán el perdón y la gracia. No es difícil imaginar lapidaciones ocasionales en
grupo numeroso que vaga entre arenas y peñascos con muy poco que llevarse a la boca,
pese a que en ocasiones su Salvador abriera su puño y dejara caer maná. Aunque parecía
inclinarse más por plagas como las de Egipto, la verdad.
Sí que era obsesiva la querencia monoteísta. Cierto que luego en el mismo versículo
Juan aclara que cuanto hay en el mundo es la jactancia de verse bien alimentado y la
codicia sensual por lo sensible, por lo que se ve y se toca. O sea, que primero nos
impregnamos de vergüenza y de culpa por pasar hambre en el desierto. No es que no
podamos cazar, no. Es que algo hemos hecho mal si nuestro Padre no suelta el maná.
Pero el incumplimiento del deseo de alimentarnos de ricas viandas y carnes ha sido tan
intolerable que, incluso después, cuando el Logos platónico se ha hecho Carne para
redimirnos de la culpa, responsabilizamos a toda la realidad externa de frustrar nuestros
deseos. Hay que ver. Cuidado, Juan, no vayas a soltar tu vida psíquica de las amarras de
la realidad externa, que luego pasa lo que pasa y acabamos primero paranoicos, luego
psicóticos y finalmente tenemos que refugiarnos del mundo como eremitas en una isla.
27
En la Isla de Patmos y con un Águila. Así vio la luz el Apocalipsis. Clamaba olvidar
al mundo, pero Juan estaba demasiado resentido contra todos y contra todo para poder
hacerlo. Y le dio rienda suelta a la imaginación. Algún bromista podría decir que Juan
había sido quien inventara la narrativa gótica que tan buenos beneficios produce a
Hollywood con guiones y renglones retorcidos sobre la noche anterior al Día de Muertos.
La Noche de Walpurgis, celebrada ahora hasta en el Toledo del inquisidor Torquemada
y en el París de Quasimodo.
El mismo Juan afirma que todos los anticristos que en el mundo han sido salieron
de entre los elegidos, pero abandonaron a su pueblo. Una pequeña disonancia cognitiva,
armonizada con la excusa de un lugar superior en el esquema general de las cosas
diseñado por el Altísimo para la salvación de su pueblo. A fin de cuentas, los verdaderos
creyentes conocen la verdad, y aunque de una contradicción se sigue cualquier cosa,
incluyendo el Apocalipsis, nada falso se sigue de una verdad [sic. Primera carta de Juan,
versículo 29]. Los creyentes no tienen por qué recibir las enseñanzas de nadie, ni del
mundo ni de los hombres. Dios Padre cumplirá la Palabra Prometida y nos dará la Vida
Eterna. Los creyentes monoteístas sobrevivirán al Armagedón. Lo que les espera a los
seguidores del totemismo es peor incluso que a los paganos glotones y lujuriosos de la
Roma de Domiciano.7 Ni se lo imaginan. Muchos van a morir dos veces (Apocalipsis 2,
11).
sirve que se escondan en grutas y en cuevas de los montes (Apocalipsis, 6, 15), como los
hombres y animales del Paleolítico. La cabeza del dragón-serpiente arrastra un tercio de
los astros del cielo en los que las religiones politeístas han querido ver deidades animales
(Apocalipsis, 12, 4). Con la estrella anunciadora de Belem era más que suficiente. Las
siete cabezas de la serpiente maligna llevan turbantes, como los tuareg y otros beduinos
nómadas del desierto. Anda enfurecida la bestia decaencefálica, sabedora del poco
tiempo que le queda. Ante ella dio a luz la mujer al hijo que iba a imponer la paz en el
mundo con un cayado como el del Buen Pastor, pero de hierro (Apocalipsis, 12, 5). Tras
ser arrebatado el hijo “hacia Dios y hacia su trono”, la mujer fue dotada de dos angelicales
alas de águila para remontar los cielos hasta el desierto, fuera del alcance de las bajezas
de la sierpe. Pero la serpiente vomitó las negras aguas de un río que, por lo bajini, iba a
anegar el desierto y a arrastrar a la mujer, sino hubiera sido por un milagro parecido al
de Moisés ante las aguas del Jordán. Frustrada, la serpiente decidió emprenderla con
7
O sea, que pagarán cara la persecución del emperador Domiciano, entre el año 81 y el año 96 de nuestra
era. Ojo por ojo.
“quienes cumplen del precepto de Dios” (Apocalipsis, 12, 7), pero delegó temporalmente
su empresa en una bestia digna de Minos el Cretense y del mejor bestiario de la Hispania
medieval: un leopardo con patas de oso y boca de león, por si no les quedaba claro a esos
paganos que adoraban tótems. Todos ellos aceptaron su reinado y su protección, y
dejaron que corriese la sangre de los justos. Una segunda fiera ordena a los hombres
fabricar imágenes de la primera para extender su impúdico credo. Y además impone su
estigma para restringir el comercio sólo a los estigmatizados, 666. Qué previsor este
Juan. Seguro que la profetisa Jezabel, tan dada al fornicio como a la idolatría animal,
hubiera puesto los nueves, pero ya había sido arrojada a morir en su camastro hace
muchos versículos. Pero lo mejor estaba por venir, no crean.
En el mundo postapocalíptico hay una nueva tierra y un nuevo cielo, pero el mar
ya no existe. No sea que a alguien se le ocurra hacer brotar de él otra fiera totémica como
el toro que Minos encargo a Poseidón, dios de los océanos, y que fue el engañado
progenitor del Minotauro.
Fue el profeta Ezequiel quien le prestó a Juan la idea que los paganos totémicos de
Gog y Magog recibieran el castigo de las bestias que adoraban en sus idolátricos cultos.
“Y tú, hijo de Adán … esto dice el Señor. Di a las aves de toda pluma y a las fieras salvajes:
reuníos y congregaos, venid de todas partes al banquete que os he preparado, un
banquete colosal en los montes de Israel. Comeréis carne y beberéis sangre. Comeréis
carne de héroes y beberéis sangre de paladines de la tierra. Ellos serán los carneros, los
corderos y machos cabríos, los novillos y cebones de Basán. Comeréis grasa hasta
saciaros y beberéis sangre hasta embriagaros, es el banquete que os he preparado”
(Ezequiel, 39, 17-20). Hay que ver. Ni siquiera en la historia lineal que concluye en el
omega del Apocalipsis había nada nuevo bajo el sol. Al parecer, la mala hierba del
politeísmo totémico nunca muere para algunos.
Algunos siglos después, una vez convertida su religión en doctrina oficial del mundo, los
sacerdotes ordenados por Roma irían por América del Sur extendiendo el evangelio y
sus piadosas prácticas. Aunque lo cierto es que había indios tan rebeldes que había que
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azotarlos de cuando en cuando, y si el pecado era idolatrar animales distintos de los
blancos corderos y las blancas palomas, al pecador le esperaba la excomunión y la muerte
en la hoguera. Ya pudo ver el mundo entero qué le sucedía a esa especie de indios de
Europa, esos naturalistas del demonio, que para entonces se habían encaprichado en el
estudio del cuerpo humano, además de las plantas, los animales y las estrellas, como si
los hijos del Altísimo no fueran más que polvo terrenal. Sólo los sacerdotes sabían aplicar
la regla de la ignorancia entre los actos de ambas manos, la conveniente inversión de
una disonancia cognitiva que les libraba del compromiso ascético que exigían a los
demás. Así podían emular a los reyes europeos, o mejor aún, para sazonar el pecadillo, a
Dionisos, la deidad griega de festines pantagruélicos con ricas viandas, música, alcohol
y mujeres —eso sí, una vez cumplidos religiosamente los preceptivos rituales de la
Eucaristía con un sobrio vinito y un mendrugo de pan–. Para eso sí servían las bestias de
las Américas, quién lo iba a decir. Para comérselas. Lo malo es que entre sus tropas
también había herejes idólatras, que, como Gonzalo Guerrero, eran capaces de buscar
algún rey maya con tal de regresar a tan bárbaras creencias, escapando del poder de la
cruz y del estricto capitán de carabela, portugués o español, que por algo ambas naciones
se habían repartido el mundo en el tratado de Tordesillas, el trato que con sabia justicia
habían sellado los Reyes Católicos con Juan II de Portugal. “De este meridiano hacia el
Este es tuyo, el Oeste es nuestro. No te pases ni un milímetro, que te estamos vigilando”.
Para consuelo de los sacerdotes ordenados por Roma, el pueblo judío también
había tenido sus traidores, de eso no cabía ninguna duda. Aunque, como Judas, sólo lo
hicieran por los viles metales que a ellos mismos les costaban encontrar en el Nuevo
Mundo. Se lo callaban los muy ladinos, y no se les podía arrancar el secreto ni a latigazos.
Para qué lo querrían ellos. No había más que ver lo que hacían con el oro y la plata: unos
vulgares collarcitos repletos de pájaros que consideraban sagrados, los muy imbéciles.
No habían entendido que el único pájaro santo era la blanca paloma. Claro, con la de
mitos que se tragaban desde pequeños.
Era perentorio dejarlos sin cuentos para que aflojaran la bolsa con el oro de El
Dorado. Todos esos papiros con dibujitos de animales arderían en la hoguera, y las
deidades animales de los indios se pudrirían en el infierno de donde, como las naciones
dominadas por el rey Minos de Creta, jamás debieron salir. Hacía mal Bernardino de
31
Sahagún, por lo demás casto y santo varón. No había ninguna necesidad de ir contando
por el mundo los cuentos de animales sagrados como el Quetzal de los mayas. Y para
leer bastaban las letras de las sagradas escrituras, donde esos dibujitos sólo conseguirían
excitar la imaginación del creyente, distrayendo su lectura y su interpretación interior
de la Única Palabra válida en el mundo. Se equivocaba también Francisco Jiménez, el
cura doctrinero de un pueblucho de Guatemala, dando a conocer al mundo todas esas
novelas de caballeros mayas. Acabarían tan locos como el Quijote, si es que llegaban a
aprender español. O como el propio don Paco: ¡Mira que ocurrírsele traducir al
castellano todos esos relatos incoherentes sobre el origen del mundo indio! Lo que esas
gentes del demonio pensaran de sus orígenes, de sus linajes y de sus animales no le
importaba a nadie. Toda Europa sabía que todos los humanos descendíamos de Adán y
Eva, nuestros primeros padres, y que éramos tan viejos como Matusalén, como máximo,
nada de los eones y bactunes de cuentas largas o cortas. Son interpretaciones del mundo
del Antiguo Testamento y los Evangelios Testamento las que hay que difundir, don Paco,
no las mitologías mayas, aztecas, incaicas o amazónicas. La imprenta estaba al servicio
de Dios, no del Maligno.
Las capacidades de interpretación de códigos ocultos, sumada a las ciencias y
técnicas domeñadoras que el canciller británico Francis Bacon pregonaba a los cuatro
vientos, iban a resultar sumamente eficaces para arrancarle los secretos a la naturaleza
cuando la exégesis del libro sagrado no bastaba y había que emplear los modernos
medios tecnológicos. Los cristianos protestantes eran mucho más expeditivos y prácticos
a la hora de librarse de los indígenas y de los molestos animales que adoraban
impúdicamente. Incluso tras la independencia de las colonias del norte, los colonos del
oeste de la nación vecina trepaban hasta las torres de humo de sus nuevos caballos de
vapor, evitando la polución del carbón incandescente al echarse al suelo para mantener
el equilibrio, sus cuerpos tendidos contra los techos de acero de los vagones mientras
abatían a tiros de Winchester las manadas de bisontes que mantenían aún con vida a las
tribus indias. Ellos no se mezclaban ni con indios ni con sus animales. Era preferible
abatir al Minotauro que arriesgarse a inciertos cruces y linajes. Los súbditos británicos
tenían que guardar rigurosa etiqueta allí donde estuvieran sirviendo al rey o la reina de
turno. Y si no que se lo cuenten al sargento del ejército de su majestad que fue degradado
a soldado raso por fornicar con una cabra. Cuenta Robert Graves que el delito castigado
32
no era su desviación sexual, sino algo mucho más punible: apropiarse de un bien que
solamente a Su Majestad pertenecía.
Hasta en eso lucían su elegante pulcritud quienes se atrevieron por fin a separarse
del Papa y sus costumbres sensuales. ¡A qué viene tanto despilfarro meridional! El
ascetismo puede producir mayores beneficios también en las colonias. Hay que
acumular. Y si acumulas mucho más que la media, eso significaba que también habías
sido por Dios elegido. Esos eran los verdaderos signos que había que interpretar en el
mundo. Vamos a dejarnos de tonterías. La pela es la pela, que diría un catalán. No hay
monserga que valga, Jefe Seattle. Ustedes se me retiran a la reserva y nos dejan cultivar
esas praderas que desperdician a lo tonto, dejando que troten por ella los bisontes, sin
hacerlas productivas. Y si había que matar tres millones de bisontes para que tribus como
la de Toro Sentado y del Jefe Seattle se batieran en retirada, pues se mataban y punto.
Desde el techo de los trenes era mucho más fácil que montando a caballo, gran jefe, que
no te enteras.
La domesticación de los animales siempre tuvo algo de conquista, pero los
educados europeos refinaron el arte, y mucho. Bastaba con ver el caballo de Plinio, de
Huerta y de Job, llevados a América para reproducirse y obedecer. Pero los puritanos del
norte también trajeron al Nuevo Continente demonios interiores que domesticar.
Algunos colonos cayeron en las redes de las pocahontas indígenas, no los suficientes
para fundar un país de mestizos, como esos bárbaros vecinos del sur. Pero con los
católicos ya se sabe. Son muy débiles y no resisten las tentaciones del demonio y del
cuerpo. Si por ellos fuera, América no sería la tierra prometida para hombres pioneros e
industriosos, sino algo parecido al jardín de las delicias del Bosco, donde retozaban los
miembros y yacían los anos hasta de los negros. Y eso sí que no. Con lo que les costó
traerlos a América desde el Oeste de África, comprados a precio de oro a esos árabes del
demonio. Los habían traído para trabajar la tierra, no para satisfacer bajos instintos. Para
eso está la parienta, y así el embarazo queda en casa, crece la familia, los hijos trabajan
por la herencia del patriarca y todo resulta en un mundo más decente y ordenado, casi
milimétrico, perfección nórdica, oye. Ver la desnudez de las negras al azotarlas era una
cosa, ver sus carnes al fornicarlas otra muy distinta. Por lo menos que apagasen la luz.
33
Los puritanos no debían mirarse el miembro ni para lavárselo, no fueran a quedarse
ciegos. Escondido en el cuerpo, el Maligno estaba siempre al acecho. Había que tener
ciertas técnicas para alejar la propia subjetividad de tanta inmundicia. Cuando ocurría
algo como les ocurre a los amados y útiles caballos y elefantes, que tienen que ir casi
arrastrando su miembro como en penitencia, lo mejor era desviar la atención y repetir
el orden del rezo, frenando el exabrupto. Y si no, estaba el agua fría de los lagos del norte.
disciplina laboral. Allí había sitio para todos. Aunque para hacerles sitio, habían
masacrado a los indios y a sus bisontes. Además, los evangelistas del norte habían
provocado una guerra civil con tal de cumplir la misión divina de no vestirse con
andrajos, vivir en casas y no en tiendas de piel maloliente, viajar en un carruaje
Studebaker y no a caballo sin silla de montar, llevar a los hijos al colegio y no dejarlos
trotar entre animales, beber whiskey y disponer de un título de propiedad. Así cualquiera
pilla cacho en el reparto, oye. La abolición significaba convertir a los negros en la primera
minoría cultural con potencial derecho a voto. Había que importar europeos para
equilibrar las cosas. Pero la luz de la estatua iluminaba también a todo el continente
americano y la emigración latina había frustrado la experimentación demográfica y
racial que comenzó con el ecocidio del bisonte, el tótem de la cultura de los indios al
norte del Río Grande.
35
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