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nº95. 3/12/2015

La fragilité de l’édifice
“En todo momento, una palabra inapropiada o mal interpretada
puede provocar la muerte. Es en ese momento que uno acepta, es
cuando uno ve que ellos se enervan porque uno les responde, es
cuando se ve que no tienen humor”. Quien así habla se llama Sebastián.
De 34 años y originario de Arles, es uno de los sobrevivientes del Bataclan.
Luego de haber escapado a la matanza y de haber salvado a una
desconocida, pasó más de dos horas con los terroristas, de rehén, de escudo
humano, pero también de interlocutor. Le tocó confrontarse lo más cerca
posible con la nueva forma de terror, masiva y eruptiva, que se desencadenó
el viernes 13 de noviembre en la capital, y cuyo balance, a la hora que
escribimos estas líneas, habla de 130 muertos y de 350 heridos. Mientras
que Francia decretó luego el estado de urgencia y se lanzó en una nueva
guerra contra el terrorismo, es acá, bien pronto, en el corazón del
acontecimiento, donde han surgido todas las preguntas existenciales,
morales y políticas ligadas a este combate. Tomémonos el tiempo de
escucharlas.

Un poder de resistencia
Cuando Sebastián cuenta lo que vivió, sus afirmaciones extrañamente
resuenan con las de Jean-Paul Sartre cuando, al terminar la guerra, daba
cuenta de lo que había sido la experiencia de la libertad bajo la ocupación
alemana. «Cada pensamiento justo era una conquista […], cada palabra se
volvía preciosa como una declaración de principios […], cada uno de
nuestros gestos tenía el peso de un compromiso», escribía entonces el
filósofo. Que añadía: «Estábamos al borde del conocimiento más profundo
que el hombre puede tener de sí mismo. Pues el secreto de un hombre no es
su complejo de Edipo o de inferioridad, es el límite mismo de su libertad, es
su poder de resistencia a los suplicios y a la muerte» («La République du
silence», Situations III). Este poder de resistencia Sebastián lo comprobó de
bien cerca. Mientras que veía a sus semejantes caer bajo el golpe de las
balas, él logra encontrar refugio en una boca de aireación. Pero desde su
escondite, en el segundo piso de la sala de conciertos, escucha y ve a una
mujer joven que pide socorro suspendida en el vacío, a quince metros de
altura. Salvándola, Sebastian se hace retomar por los terroristas. Reunido
con otras veinte personas como rehén, va a tener con los asaltantes una
larga conversación, que él está convencido que fue lo que lo salvó.
«Como si, habiendo dejado de matar, hubieran recuperado su
consciencia». ¿Qué se dijeron? «Comenzaron por hacer su prédica, su
speech, del por qué estaban ahí […]. Luego nos llevaron a la sala donde
agonizaban los heridos […] Y nos preguntaron que si estábamos de acuerdo
con ellos. Imaginará Ud. el silencio que se impuso. Los más tímidos
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movieron la cabeza y los más temerarios dijeron sí» En ese momento –


¿para sondear el grado de su inmoralidad occidental?–, los terroristas le
tienden un fajo de billetes y lo invitan a quemarlo. «Querían saber si el dinero
tenía importancia para mí. Respondí evidentemente que no. Me sentí como
Gainsbourg, excepto que estaba siendo obligado a hacerlo».
¿Qué lección saca Sébastien de esta experiencia? Rechazando el
título de héroe –«los verdaderos héroes pagaron con sus vidas el que
nosotros podamos testimoniar y aprovechar la nuestra»–, obtiene de esta
confrontación con la muerte una forma de combatividad en la afirmación de la
vida, un goce trágico. «No hay que ceder. Es la resistencia. Hay que
conservar nuestro modo de vida. Y además la vida continúa. Es lo que le
digo a mi compañera. Cambié dentro, pero por fuera nada ha cambiado; hay
que vivir lo que habíamos previsto vivir con una intensidad suplementaria […]
Como si hubiera nacido una segunda vez».
Sentir colectivamente la experiencia del terror, para una nación como
para un individuo, en el espacio de algunas horas o escala de muchos años
de ocupación, es atravesar la prueba de la muerte. Y si se ha sobrevivido,
tener el sentimiento de renacer. Sartre sacaba de aquello una conclusión
provocadora y problemática: «Nunca habíamos sido más libres que durante
la ocupación alemana» Más allá del carácter escandaloso de la declaración,
el filósofo buscaba hacer entender que la cuestión de la libertad había sido el
problema de todos y de cada uno durante la ocupación. Los que habían
escogido oponerse, como los que se habían contentado con padecer o que
habían colaborado, habían estado obligados a responder y comprobar su
libertad. La condición humana, en lo que ella tiene de más profundo, estaba
en juego: «Cada uno sabía que se debía a todos, y que él sólo podía contar
consigo mismo […] Aquella República sin instituciones, sin ejército, sin
policía, se necesitaba que cada francés la conquistara y la afirmara en cada
instante».
Al día siguiente de los atentados del 13 de noviembre, ¿podrá Francia
sacar de esta prueba el recurso para una reafirmación colectiva de la
libertad? Es una cuestión existencial y afectiva que cada uno decide antes
de ser una cuestión jurídica y política, o un envite asegurador y militar que
depende (no importa qué diga Sartre) de la potencia del ejército y de la
vigilancia de la policía. ¿Cómo definir esta libertad primordial que nos
corresponde afirmar y preservar? En la Ética, Spinoza la define como la
capacidad de «dirigir les afectos» et la opone a la servidumbre a la que define
como «la impotencia humana para dirigir o reprimir sus afectos». Dejarse
gobernar por sus afectos es dejarse determinar por entero por causas
externas. «Sometido a los afectos, el hombre no tiene que ver consigo
mismo sino con la fortuna, está en manos de ella a punto tal que a menudo
es obligado, viendo lo mejor, a hacer lo peor». Ahora bien, por su acción, los
terroristas han introducido nuevos afectos en el cuerpo social. Afectos que
no cesan luego de diseminarse por él. Según un sondeo Odoxa realizado por
Le Parisien en la semana siguiente a los atentados, es un sentimiento de
cólera el que manifiestan mayoritariamente los franceses (57%), seguido del
dolor (40%), de la solidaridad (30%) y solamente, en último lugar, miedo
(13%). Mientras que una amplia mayoría se declara a favor de una respuesta
militar, en tierra (60%) tanto como aérea (81%). La cólera y la venganza
pues –es decir, como lo dice Spinoza, «un Deseo que, por un Odio recíproco,
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nos insita a hacerle sufrir un mal a aquel que, por un afecto idéntico, nos ha
causado un daño». Miedo, cólera, odio, venganza, pasiones que anidan hoy
tanto en los que buscan chivos expiatorios como en los que no quieren
entender nada de la angustia que aflige a los ciudadanos.

Superar las pasiones tristes


¿Qué es hacer un buen uso de los afectos políticos? No reprimirlos; la
tarea es imposible y ni siquiera es deseable; tocamos acá lo que pone en
movimiento los cuerpos políticos. Sino volverse activo a su respecto, actuar
de tal forma que –sostiene Spinoza– las pasiones alegres, las que aumentan
nuestra potencia de actuar, expulsen las pasiones tristes, que disminuyen
nuestra potencia de actuar y que nos obligan «viendo lo mejor, a hacer lo
peor». Lo que sucede para Spinoza, por medio del conocimiento:
conocimiento de las causas externas que nos determinan a actuar y que
pueden perdernos, o conocimiento de las razones que pueden llevarnos a
decidir a actuar de manera más adecuada. En la hora en la que el cuerpo de
la nación ha sido herido, la tarea está lejos de ser simple. Las pasiones
tristes no se superan con la ayuda de la varita mágica. Lo que no equivale a
decir que el cuidado de la seguridad de los ciudadanos y la integridad del
territorio deben ser sub-estimados; por el contrario, para Spinoza, si para algo
fue instituido el Estado fue «para liberar al individuo del temor, para que él
viva lo más seguro posible». Pero precisamente se trata de preservar las
condiciones de un «vivir-libre», en cuyo primer rango figura la idea de la ley.
La lección de Sartre y de Spinoza es pues bastante simple. Es la misma que
formula Sebastián, al día siguiente de lo que le pasó en Bataclan. Continuar
viviendo como se había previsto vivir. Con una conciencia interior duplicada
por la fragilidad del edificio.

Por Martin Legros


Jefe de redacción

tr. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, diciembre 4 de 2015.

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