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ENCUENTRO
Título original Maria Kirche im Ursprung
Joseph Ratzinger
Introducción
II. Relación de María con la persona y la obra de su Hijo
1. Un aspecto nuevo
2. Las dimensiones del sí mariano
3. Preparación de María para la maternidad eclesial
4. Prototipo de la Iglesia
5. Jesús y María
II. María en la piedad de la Iglesia
1. Veneración de María
2. Veneración e imitación
3. Precedencia de María en la comunión de los santos
Para nosotros, los cristianos, estas frases son una promesa de Jesucristo, en quien la
Palabra de Dios ha entrado ahora realmente en la tierra y se ha hecho pan para todos
nosotros: semilla que da fruto a lo largo de los siglos; respuesta fructífera en la cual las
palabras de Dios están vivamente enraizadas en este mundo. Difícilmente habrá otro
punto donde el misterio de Cristo esté vinculado con el misterio de María de forma tan
sensible y estrecha como en la perspectiva de esta promesa: pues, si se dice que la
Palabra, o la semilla, da fruto, esto significa que no cae a la tierra como una pelota que
rebota de nuevo, sino que se hunde realmente en la tierra, que asume y transforma en sí
las fuerzas de la tierra, y que así actúa de forma realmente nueva, llevando ahora en sí
mismo la tierra y haciéndola fructificar. La semilla no queda sola, a la semilla pertenece
el misterio materno de la tierra —a Cristo pertenece María, la tierra santa de la Iglesia,
como tan bellamente la llaman los Padres de la Iglesia—. El misterio de María significa
precisamente esto, que la Palabra de Dios no quedó sola, sino que asumió en sí lo otro
—la tierra—, se hizo hombre en la «tierra» de la madre, y así, fundido con la tierra de
toda la Humanidad, pudo regresar de un modo nuevo a Dios.
La lectura del Evangelio, en cambio, parece hablar de algo totalmente diferente. En ella
se trata de nuestra manera de orar, de la forma correcta, de los contenidos correctos, de
la actuación correcta y de la interioridad correcta: por tanto, no de lo que hace Dios,
sino de lo que nosotros los hombres hacemos respecto a él. En realidad, ambas cosas
están estrechamente unidas; en efecto, se puede decir que en la lectura evangélica se
explica cómo los hombres pueden convertirse en terreno fructífero para la Palabra de
Dios. Pueden hacerlo preparando, por decirlo así, los elementos orgánicos con los que
puede crecer y madurar la vida. Lo hacen viviendo ellos mismos de eso orgánico,
transformándose incluso, impregnados de la Palabra, en la Palabra; llevando su vida a la
oración, y por consiguiente a Dios.
Con ello, este Evangelio se encuentra con la instrucción en el misterio mariano que nos
da san Lucas cuando en varios lugares dice de María que «guardaba» las palabras en su
corazón (2,19; 2,51; cf. 1,29). Por decirlo así, reunió los torrentes de Israel; orando llevó
en sí la aflicción y la grandeza de esa historia y así se dejó convertir en terreno
fructífero para el Dios vivo. Claro que, como dice el Evangelio, orar significa mucho
más que parlotear, que pronunciar palabras. Ser tierra para la Palabra significa que esta
tierra se deja asumir por la semilla, que se asimila a la semilla, se entrega para
construirla como vida. La maternidad de María significa que ésta le da la sustancia de sí
misma, cuerpo y alma, para que pueda crecer nueva vida. La predicción de la espada
que le atravesará el alma (Le 2,35) significa, en efecto, mucho más que cierto tipo de
tormento, algo mucho más profundo y más grande: María se pone completamente a
disposición como tierra, se deja usar y desgastar para ser transformada en aquel que nos
necesita para poder llegar a ser fruto de la tierra.
En la oración colecta de hoy se habla de que hemos de llegar a ser deseo de Dios. Los
Padres de la Iglesia dicen que orar no es en realidad otra cosa que llegar a ser un deseo
que tiende a Dios. En María, esa súplica ha sido atendida: ella es, por decirlo así, la
cascara abierta del deseo, donde la vida se convierte en oración y la oración en vida. San
Juan aludió maravillosamente a este proceso al no mencionar nunca en su evangelio a
María por su nombre. Sólo se le llama «la madre de Jesús» (cf. I. de la Potterie, «La
mère de Jesus...», Marianum 40 [1978] 41-90; en este caso, p. 42). Por decirlo así,
María se desprendió de lo personal para mantenerse sólo a disposición de Él, y
precisamente así llegó a ser persona.
En mi opinión, esta conexión del misterio de Cristo y de María que las lecturas de hoy
nos ponen delante es muy importante en nuestra época de activismo, en la que la
mentalidad occidental se ha desarrollado hasta el extremo. Pues en el mundo actual de
la cultura sigue en vigor sólo el principio masculino: el hacer, el rendir, la actividad, que
incluso puede planificar y crear el mundo, que no quiere esperar nada de lo que después
sea dependiente, sino que se apoya únicamente en la propia capacidad. A mi parecer, no
es casualidad que en nuestra mentalidad masculina occidental hayamos separado cada
vez más a Cristo de su Madre, sin comprender que María como madre pudiera significar
algo para la teología y la fe. Todo nuestro modo de comportarnos con la Iglesia queda
marcado por esto. La tratamos casi como un producto técnico que queremos planificar y
fabricar con enorme sagacidad y despliegue de energías; nos admiramos cuando,
entonces, sucede lo que san Luis María de Grignon de Montfort comentaba a propósito
de unas palabras del profeta Ageo: «¡Hacéis mucho, pero sacáis poco provecho!» (1,6).
Cuando el hacer se independiza, ya no podemos soportar las cosas que no se han de
hacer, sino que están vivas y necesitan madurar.
Así, nos hace falta salir de esta parcialidad de las perspectivas occidentales y activistas,
para no degradar también a la Iglesia convirtiéndola en obra de nuestra creación y
planificación. La Iglesia no es un producto hecho, sino una semilla viva de Dios, que ha
de crecer y madurar. Por eso la Iglesia necesita el misterio mariano, por eso es ella
misma misterio mariano. La fecundidad sólo se puede dar en ella cuando se pone bajo
este signo, cuando se convierte en tierra santa para la Palabra. Debemos asumir el
símbolo del terreno fructífero, debemos convertirnos de nuevo en hombres que esperan,
recogidos hacia dentro, que en la profundidad de la oración, el deseo ardiente y la fe,
dan lugar al crecimiento.
En esta santa Misa recordamos al cardenal Josef Frings, fallecido el pasado adviento,
quien durante largo tiempo fue presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Murió
en adviento, que desde antiguo es el verdadero tiempo mariano de la Iglesia. Me parece
que en ello podemos ver una expresión del camino y dirección de su vida. El cardenal
Frings encomendó a la solicitud maternal de María la Iglesia de Dios en Alemania, la
consagró a María. En medio de un activismo cada vez mayor, la quiso introducir en la
ley de un humilde fructificar para la Palabra. En el Concilio, cuando el movimiento
litúrgico, cristológico y ecuménico se enfrentaban al mariano, y ambos bandos
amenazaban con convertirse en alternativas irreconciliables, dirigió un llamamiento
suplicante a los Padres conciliares a encontrar el centro común. Se resistía
enérgicamente a una disyuntiva corta de miras y precipitada, según la cual la Iglesia
debía decidir entonces si quería ser moderna, bíblica, litúrgica y ecuménica, o seguir
siendo «anticuada» y mariana. Su deseo personal era conectar ambas cosas, dar a la
liturgia la hondura cordial de la piedad mariana, y abrir para lo mariano el gran aliento
de la tradición litúrgica. Éste fue uno de los llamamientos más personales que se dirigió
a los Padres en el Concilio desde la pasión de la fe. Esta llamada se encuentra ante
nosotros —especialmente en este momento— como un indicador del camino, para que
una vez más reconozcamos y aceptemos el misterio de la tierra, y así la Palabra dé fruto
en nosotros. Amén.
II
CONSIDERACIONES SOBRE EL PUESTO DE LA
MARIOLOGÍA Y LA PIEDAD MARIANA
EN EL CONJUNTO DE LA FE Y LA TEOLOGIA
En todo caso, entre las tareas de un Concilio celebrado en esta época tenía que estar la
de determinar la relación correcta entre estos dos movimientos divergentes y la de
conducirlos a una fecunda unidad (sin eliminar simplemente la tensión). De hecho, el
forcejeo de la primera mitad del Concilio —la disputa sobre la constitución relativa a la
liturgia, sobre la doctrina de la Iglesia y el correcto ordenamiento de la mariología,
sobre la revelación, la Escritura, la Tradición y sobre el ecumenismo— sólo se puede
entender correctamente desde la relación de tensión de estas dos fuerzas. En todas las
discusiones mencionadas se desarrolló de hecho, aun cuando tal cosa en modo alguno
estaba en primer plano de las conciencias, la lucha acerca de la correcta relación de
estas dos corrientes carismáticas que, por decirlo así, constituían para la Iglesia, desde
dentro, «los signos de los tiempos». Después, el trabajo en la constitución pastoral había
de traer la discusión en relación con los «signos de los tiempos» que empujaban desde
fuera. Dentro de este drama, a la famosa votación del 29 de octubre de 1963 le
corresponde la trascendencia de una divisoria de aguas espiritual. Se trataba de la
cuestión de si la mariología se debía presentar en un texto aparte, o se debía incluir en la
constitución sobre la Iglesia-, con ello había que decidir sobre el peso y coordinación de
ambas líneas de piedad y, por consiguiente, dar la respuesta decisiva a la situación
interna de la Iglesia en ese momento. Ambas partes comisionaron como relatores a
hombres de grandísimo peso para ganarse al pleno: el cardenal König abogó por la
integración de los textos, lo que de hecho significaba una anteposición de la piedad y la
teología litúrgico-bíblicas; el cardenal Rufino Santos, de Manila, defendió la
independencia del elemento mariano. La votación, con una proporción de 1.114 votos
frente a 1.074, mostró por primera vez una división de la asamblea en dos grupos casi
de igual amplitud. De todos modos, el sector de Padres conciliares marcado por el
movimiento litúrgico y bíblico obtuvo la victoria, aunque por un estrecho margen, y con
ello ocasionó una decisión cuya importancia había de tener una trascendencia difícil de
sobrevalorar.
Desde el punto de vista teológico, sin duda hay que darle la razón a la mayoría
encabezada por el cardenal König movimientos carismáticos no se pueden considerar
contrarios, sino que se deben tratar como complementarios, se requería una integración
que desde luego no podía reducirse a la absorción de uno por el otro. La apertura
interior a lo mariano por parte de la piedad y la teología bíblico-litúrgico-patrística
había quedado demostrada convincentemente en los años posteriores a la segunda
guerra mundial, sobre todo a través de los trabajos de Hugo Rahner4, A. Müller5, K.
Delahaye6, R. Laurentin7 y O. Semmelroth8; en estos trabajos se realizó un
ahondamiento de las dos direcciones hacia su centro, en el que ambas podían
encontrarse y desde el que, no obstante, podían conservar y desarrollar de forma
fecunda su impronta especial. Verdad es que, de hecho, en el capítulo mariano de la
constitución sobre la Iglesia, sólo en parte se consiguió dar forma de manera
convincente y vigorosa a esas indicaciones. Además, el desarrollo posconciliar estuvo
marcado en gran medida por una interpretación errónea de las declaraciones conciliares
sobre el concepto de tradición, que fue promovida decisivamente por la reproducción
sim-plificadora de las disputas del Concilio en las publicaciones periodísticas acerca de
éste: el debate entero quedó reducido a la pregunta de Geiselmann sobre la
«suficiencia» de la Escritura en cuestión de contenidos9; y dicha pregunta, a su vez, era
interpretada en el sentido de un biblicismo que condenaba a la insignificancia toda la
herencia patrística, y con ello socavaba también el sentido previo del movimiento
litúrgico. Pero, en la coyuntura de la situación académica moderna, el biblicismo se
convirtió automáticamente en historicismo; al mismo tiempo se habrá de admitir que ya
antes el movimiento litúrgico no había estado completamente libre de esto. Si se releen
hoy los materiales bibliográficos donde se exponía, se evidencia que estaba demasiado
determinado por un pensamiento arqueológico basado en un esquema de decadencia: lo
que surge tras un determinado momento histórico parece, ya por esa razón, como de
menor valor, como si la Iglesia no siguiera en todos los tiempos viva y, por tanto, capaz
también de desarrollo. Todo esto condujo a que el pensamiento de cuño litúrgico se
limitara a ser biblicista-positivista, se encerrara así en un movimiento retrógrado y no
dejara ya ningún espacio al dinamismo de la fe que se desarrolla. Por otra parte, la
distancia del historicismo conduce necesariamente al «modernismo»; puesto que lo
puramente pasado no vive, deja solo al presente y conduce así al experimento de la
fabricación casera. A eso se añadía que la nueva mariología ecle-siocéntrica resultaba
extraña, y siguió resultando extraña en gran parte, para aquellos Padres conciliares que
sobre todo habían sido portadores de la piedad mariana. El vacío así creado no se pudo
colmar tampoco con la introducción del título «Madre de la Iglesia», que Pablo VI
propuso conscientemente al final del Concilio como respuesta a la crisis que ya se
vislumbraba. De hecho, la victoria de la mariología eclesiocéntrica condujo ante todo al
derrumbamiento de la mariología en general. Me parece que la transformación del
rostro de la Iglesia en Latinoamérica tras el Concilio, la transitoria concentración del
afecto religioso en la transformación política, también se ha de entender sobre el
trasfondo de estos hechos.
La nueva reflexión fue puesta en marcha ante todo con el documento apostólico de
Pablo VI sobre la forma correcta de venerar a María, del 2 de febrero de 197410. De
hecho, como hemos visto, la decisión de 1963 condujo a la absorción de la mariología
por parte de la eclesiología. Una reflexión nueva sobre el texto conciliar debe partir, por
tanto, de que este efecto histórico suyo está en contradicción con su propia
interpretación. Pues el mariano capítulo VIII fue creado con la intención de establecer
una íntima correspondencia con los capítulos I-IV, que presentan la estructura de la
Iglesia, y de encontrar en la armonía de ambas cosas el equilibrio correcto en que las
fuerzas del movimiento bíblico-ecuménico-litúrgico y las del movimiento mariano se
remitieran de forma fecunda las unas a las otras. Digámoslo de forma positiva. En
relación con el concepto de Iglesia, una mariología bien entendida desempeña una doble
función de clarificación y ahondamiento.
a) Al planteamiento masculino, activista y sociológico de «populus Dei»> (pueblo de
Dios), le sale al paso el hecho de que «Iglesia» —Ecclesia— es femenino. Es decir: se
abre a la dimensión del misterio que obliga a ir más allá de lo sociológico, dimensión
que es la única en la que se pone de manifiesto el verdadero fundamento y la fuerza
unificadora en que se apoya la Iglesia. Iglesia es más que «pueblo», más que estructura
y acción: en ella vive el misterio de la maternidad y del amor nupcial, que hace posible
la maternidad. La piedad eclesial, el amor a la Iglesia, sólo es posible, en realidad, si se
da esto. Donde la Iglesia se considera sólo de forma masculina, estructural, de teoría de
las instituciones, no se tiene en cuenta lo propio de la Ecclesia —eso central de lo que
tratan siempre la Biblia y los Padres cuando hablan de la Iglesia11—.
b) Pablo expresó la differentia specified de la Iglesia neotes-tamentaria respecto al
«pueblo de Dios peregrino» de la Antigua Alianza con el concepto «Cuerpo de Cristo»:
la Iglesia no es organización, sino organismo de Cristo; en realidad, sólo por la
mediación de la cristología se hace «pueblo», y dicha mediación se produce a su vez en
el sacramento, en la eucaristía, que por su parte presupone la cruz y la resurrección
como condición de su posibilidad. Por eso no se habla de la Iglesia cuando se dice
«pueblo de Dios» sin decir (o al menos pensar) a la vez «cuerpo de Cristo»»12. Pero
también el concepto de cuerpo de Cristo requieren explicación en el contexto del
lenguaje actual para evitar interpretaciones erróneas: se podría interpretar fácilmente en
el sentido de un cristomonismo, de una absorción de la Iglesia, y, por tanto, de la
criatura creyente, en la unicidad de la cristología. l'ero, desde el punto de vista paulino,
la expresión del «cuerpo de Cristo» que somos nosotros siempre se ha de entender sobre
el trasfondo de la fórmula de Gn 2,24: «[Los dos] se hacen una sola carne» (cf. 1 Cor
6,17). La Iglesia es el cuerpo, la carne de Cristo, en la tensión espiritual del amor, en la
que se cumple el misterio matrimonial de Adán y Eva, por tanto, en el dinamismo de
una unidad que no elimina la reciprocidad. Esto significa que, precisamente el misterio
eucarístico-cristológico de la Iglesia, que se enuncia en la expresión «cuerpo de Cristo»,
sólo se mantiene en su justa medida cuando encierra el misterio mariano: la esclava
oyente que —hecha libre por la gracia— pronuncia su fiat y con ello se convierte en
novia, y, por tanto, en cuerpo.
En ese caso, la mariología nunca puede quedar simplemente disuelta en lo objetivo de la
eclesiología: el pensamiento tipológico de los Padres se malinterpreta profundamente
cuando se reduce a María a una pura (y, por tanto, intercambiable) ejémpli-licación de
hechos teológicos. El sentido del tipo sólo se sigue percibiendo, más bien, cuando la
Iglesia es reconocible en su forma personal a través de la insustituible figura de María.
En teología, no es la persona la que se ha de atribuir al hecho, sino el hecho a la
persona. Una eclesiología puramente estructural hará degenerar a la Iglesia en un
programa de actuación. Sólo mediante lo mariano se concreta también plenamente el
ámbito afectivo en la fe, y con ello se alcanza la correspondencia humana a la realidad
del Logos encarnado. En este punto veo yo la verdad de la expresión «María, vencedora
de todas las herejías»: donde se da ese enraizamiento afectivo, existe la vinculación «ex
toto corde» —desde el fondo del corazón— con el Dios personal y su Cristo, y resulta
imposible la refundición de la cristología en un «programa de Jesús» que puede ser ateo
y puramente material: la experiencia de estos últimos años corrobora hoy de manera
asombrosa lo acertado de estas viejas palabras.
Ella es sin duda esa concreción personal de la Iglesia porque en virtud de su fíat se
convierte corporalmente en Madre del Señor. Pero este hecho biológico es una realidad
teológica debido a que es realización del fondo espiritual más profundo de la alianza
que Dios quiso establecer con Israel: esto lo da a entender maravillosamente Lucas con
la consonancia de 1,45 («Feliz la que ha creído») y 11,28 («Dichosos más bien los que
oyen la Palabra de Dios y la guardan»). Así, podemos decir que las afirmaciones de la
maternidad de María y las de su representación de la Iglesia están en mutua relación
como factum y mysterium facti, como el hecho y el sentido que le da su significado.
Ambas cosas son inseparables: el hecho sin su sentido quedaría ciego; el sentido sin el
hecho, vacío. La mariología no se puede desarrollar a partir del hecho desnudo, sino
sólo desde el hecho entendido en la hermenéutica de la fe. Esto tiene como
consecuencia que la mariología nunca puede ser puramente mariológica, sino que está
situada en la totalidad de la estructura fundamental de Cristo y la Iglesia, es expresión
concretísima de su mutua conexión.
5. Piedad mañana
En las reflexiones que hemos hecho hasta este momento, hemos considerado como lo
característico de lo mariano que es personalizador (la Iglesia, no como estructura, sino
como persona y en persona), que es encarnatorio (unidad de bios, persona y referencia
divina, autonomía de la creación con respecto al Creador, del «Cuerpo» de Cristo en
coordinación con la Cabeza) y que, por ambas cosas, incluye el ámbito del corazón, el
ámbito afectivo, y así fija la fe en las raíces más profundas de la condición humana.
Estas caracterizaciones remiten al adviento como lugar litúrgico de lo mariano y a su
vez se aclaran ulteriormente desde él en su significado. La piedad mariana es de
adviento, está llena de la alegría de la expectación, agregada a lo encarnatorio de la
cercanía del Señor, que es regalada y se regala. Ulrich Wickert habla de forma muy
bella de que Lucas esboza a María como la mujer del doble adviento: al principio del
evangelio, cuando aguarda el nacimiento del Hijo, y al comienzo de Hechos de los
apóstoles, donde aguarda el nacimiento de la Iglesia.
Pero en el curso de su evolución se ha añadido cada vez más intensamente un segundo
elemento. Ciertamente, la piedad mariana es ante todo encarnatoria, vuelta al Señor que
viene: intenta aprender con María a permanecer junto a él. Pero la fiesta de su Asunción
al cielo, que cobró nueva importancia con el dogma de 1950, también pone de relieve la
trascendencia escatológica de la encarnación. Al camino de María pertenece la
experiencia de ser rechazada (Me 3,31-35; Jn 2,4), que, junto con el ser entregada junto
a la cruz (Jn 19,26), se convierte en participación en el rechazo que Jesús mismo tuvo
que experimentar en el Huerto de los olivos (Me 14,34) y en la cruz (Me 15,34). Sólo
con tal rechazo puede suceder lo nuevo; sólo mediante la partida puede tener lugar la
verdadera venida (Jn 16,7). Así, la piedad mariana es también necesariamente piedad de
la pasión; en la profecía del anciano Simeón de la espada que traspasa el corazón (Le
2,35), Lucas ha anudado estrechamente desde el principio encarnación y pasión, los
misterios gozosos y los dolorosos. María aparece en la piedad de la Iglesia, por decirlo
así, como el velo vivo de la Verónica, como la imagen de Cristo que lleva a éste al
presente del corazón humano, traduce su imagen a la contemplación del corazón y así la
hace comprensible. En la mirada a la Mater assumpta, la Virgen-Madre llevada al cielo,
el adviento se extiende hasta lo escatológico; la encarnación se convierte en el camino
que en la cruz no se retrae del haberse hecho carne, sino que le da carácter definitivo.
En este sentido, la expansión medieval de la piedad mariana, más allá del adviento, a la
totalidad del misterio de la salvación, corresponde enteramente a la lógica de la fe
bíblica.
De ahí se puede sacar como conclusión una triple tarea para la instrucción en la piedad
mariana:
a) Se debe tratar de mantener lo propio de lo mariano precisamente debido a que
siempre se realiza en su estrecha referencia a lo cristológico, y de esa manera ambas
cosas adoptan su verdadera fisonomía.
b) La piedad mariana no se puede recluir en aspectos parciales de lo cristiano, ni
tampoco reducir lo cristiano a aspectos parciales de sí mismo; debe abrirse a la amplitud
total del misterio y convertirse en camino hacia dicha amplitud.
c) La piedad mariana estará siempre en tensión entre racionalidad teológica y
afectividad creyente. Pertenece a su esencia, y a ella le incumbe precisamente no dejar
atrofiarse ninguna de las dos: no olvidar en el afecto la sobria medida de la ratio, pero
tampoco ahogar con la sobriedad de una fe inteligente al corazón, que a menudo ve más
que la pura razón. No en vano tomaron los Padres Mt 5,8 como centro de su doctrina del
conocimiento teológico: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios», el órgano para ver a Dios es el corazón purificado. A la piedad mariana podría
corresponderle provocar el despertar del corazón y realizar su purificación en la fe. Si la
miseria del hombre actual es desmoronarse cada vez más en puro bios y pura
racionalidad, dicha piedad podría contrarrestar tal «descomposición» de lo humano, y
ayudar a recuperar la unidad en el centro, desde el corazón.
III
EL SIGNO DE LA MUJER
Una encíclica sobre María, un año mariano, suscitan poco entusiasmo en el catolicismo
alemán en general. Se teme un empeoramiento del clima ecuménico; se ve el peligro de
una piedad demasiado emocional, que no pueda cumplir criterios teológicos serios.
Ahora bien, es verdad que la aparición de tendencias feministas ha puesto en juego un
inesperado elemento nuevo, que amenaza con embrollar algo los frentes. Por un lado, la
imagen de María dada por la Iglesia se tacha en dichas tendencias de canonización de la
dependencia de la mujer y de glorificación de su sometimiento: con la glorificación de
la virgen y madre, de la que sirve, obediente y humilde, quedó fijado a lo largo de los
siglos el papel de la mujer; la glorifica, para reprimirla. Pero, por otro lado, la figura de
María ofrece, no obstante, el enfoque para una lectura nueva y revolucionaria de la
Biblia: los teólogos de la liberación hacen referencia al «Magníficat», que anuncia el
derrocamiento de los poderosos y el ensalzamiento de los humildes; se convierte en
texto clave de una teología que considera su misión conducir a la subversión de los
órdenes existentes.
La lectura feminista de la Biblia ve en María a la mujer emancipada que, libre y
consciente de su misión, se enfrenta a una cultura dominada por varones. Su figura —
junto con otros indicios aparentes— se convierte en clave hermenéutica que debe
remitir a un cristianismo originariamente del todo distinto, cuyo empuje liberador fue
pronto, según tal lectura, tapado y cegado de nuevo por la estructura de poder
masculina. Lo tendencioso y violento de tales interpretaciones resulta fácil de percibir,
pero bien podrían tener la única ventaja de hacernos aguzar de nuevo el oído a lo que la
Biblia tiene que decir de hecho sobre María. Así, éste podría ser también el momento de
escuchar con más atención que la habitual una encíclica sobre María, una encíclica que
precisamente intenta dejar hablar a la Biblia.
Para acercar el escrito doctrinal del Papa a nuestro entendimiento, y facilitar su lectura,
quisiera comenzar con algunas observaciones que pongan de manifiesto algo de la
peculiaridad metodológica de este texto. En una segunda parte se pondrán después de
relieve cuatro puntos esenciales de su contenido.
I. Aspectos metodológicos
Presupuesto fundamental de una interpretación teológica es, por tanto, en primer lugar
la convicción de que la Escritura —sin perjuicio de sus muchos autores humanos y de la
larga historia de su formación— es, no obstante, un solo libro, una íntima y verdadera
unidad con todas sus tensiones. Este presupuesto descansa a su vez sobre el
convencimiento de que la Escritura es, en definitiva, obra de un único autor que tiene un
aspecto humano y otro divino: procede del único sujeto histórico que es el pueblo de
Dios, el cual en ninguna de las vicisitudes de su historia perdió, pese a todo, su
identidad interior consigo mismo. Donde no habla incidental ni superficialmente, sino
desde el centro de su identidad, habla de su historia, y lo hace por etapas, pero no
obstante como uno y el mismo. Con ello nos encontramos junto al aspecto divino del
todo: esa identidad íntima descansa sobre la guía del único Espíritu. Donde el núcleo de
dicha identidad se hace notar, ya no habla simplemente un hombre, un pueblo: allí habla
Dios con palabras humanas, el único Espíritu que es el poder íntimo y permanente que
conduce a ese pueblo a través de su historia.
Interpretar la Escritura teológicamente significa, por tanto, no sólo escuchar a los
autores históricos que se yuxtaponen y contraponen, sino buscar la única voz del todo,
la identidad íntima que sostiene y aúna dicho todo. Si un método puramente histórico
pretende, por decirlo así, destilar en toda su pureza el instante histórico del devenir, con
lo cual lo deslinda de todo lo demás y lo fija en su instante, la interpretación teológica
no elimina ciertamente de su lugar tal esfuerzo, pero lo supera: pues el instante no es
precisamente para sí; forma parte de un todo, y tanto más correctamente lo entenderé
también en sí, cuanto más lo entienda desde el todo y con el todo. En ese sentido, el
enfoque metodológico del que aquí se trata es en último término muy fácil: la Escritura
es interpretada mediante la Escritura. La Escritura se interpreta a sí misma. Esta escucha
de la propia interpretación íntima de la Escritura por medio de la Escritura es algo muy
característica de esta encíclica. No pretende explicar los textos bíblicos en sus
elementos individuales mediante las voces de fuera, que pueden aportar mucho colorido
histórico, pero no pueden, pese a ello, abrir su interior. Intenta escucharlos plenamente
en su propia polifonía, y comprenderlos, por tanto, desde sus articulaciones internas.
Leer la Escritura como unidad supone, por consiguiente, un segundo principio: significa
leerla como presente; no buscar en ella conocimiento sobre lo que fue ni lo que se
pensaba en otro tiempo, sino sobre lo que es verdad. Tampoco esto puede ser
inmediatamente el propósito de una interpretación histórica estricta: en efecto, mira
hacia el instante pasado de su origen, y, por tanto, lo entiende necesariamente en su
condición de pasado. De ello también se puede aprender, como de todas las historias,
pero sólo superando la distancia de lo pasado. Plantear la cuestión de la verdad como tal
resulta totalmente ajeno a la ciencia moderna por su misma esencia. Es una cuestión
ingenua, no científica. Pero es la auténtica cuestión de la Biblia como Biblia: «Qué es la
verdad» —para el ilustrado Pilato, ésa no es una pregunta; plantearla significa ya
apartarla, y lo mismo nos sucede a nosotros—. Esa cuestión sólo tiene sentido si la
Biblia misma es presente, si desde ella habla un sujeto presente y si dicho sujeto
contrasta con todos los demás sujetos vivos de la Historia por estar en contacto con la
verdad y, por tanto, poder darla a conocer en lenguaje humano.
Creer esto constituye la esencia de una exégesis teológica. El Papa habla con la Biblia
con esta actitud. Toma sus palabras, según éstas se derivan de su totalidad de sentido,
como verdad, como conocimiento del modo en que están realmente las cosas respecto a
Dios y al hombre. Así, la Biblia nos concierne realmente; así, sin actualizaciones
artificiosas, es por sí misma, en el más alto grado, «actual».
El llamado evangelio de los Egipcios, del siglo II, atribuye a Jesús estas palabras: «He
venido a destruir las obras de la mujer»1. Con ello se expresa un tema fundamental de la
interpretación gnóstica de lo cristiano que —con orientación algo diferente— se
encuentra de nuevo en el llamado evangelio de Tomás: «Cuando seáis capaces de hacer
de dos cosas una, y de configurar... lo de arriba con lo de abajo, y de reducir a la unidad
lo masculino y lo femenino, de manera que el macho deje de ser macho y la hembra
hembra;... entonces podréis entrar [en el Reino]»2. Así, se dice también allí, en clara
contraposición a Ga 4,4: «Cuando veáis al que no nació de mujer, postraos sobre
vuestro rostro y adoradle: El es vuestro padre».
En este contexto es interesante que Romano Guardini señalara, como signo de la
superación del esquema fundamental gnóstico en los escritos joánicos, «que en la
estructura global del Apocalipsis lo femenino se encuentra en esa igualdad con lo
masculino que Cristo le dio. Es verdad que el elemento de lo malo, lo sensual y lo
femenino van juntos en la figura de la prostituta babilónica; pero esto sólo respondería a
una mentalidad gnóstica si, por otro lado, el bien sólo apareciera en figura masculina.
En realidad, encuentra una expresión radiante en la aparición de la mujer rodeada de
estrellas. Pero si se quisiera hablar de una preponderancia, ésta correspondería más bien
a lo femenino; pues la figura en la que se compendia definitivamente el mundo redimido
es la... 'de la novia'».
Con esta observación, Guardini puso el dedo en la cuestión fundamental de la correcta
interpretación de la Biblia. La exégesis gnóstica se caracteriza por su identificación de
lo femenino con la materia, lo negativo y lo vano, que no puede pertenecer al mensaje
de salvación de la Biblia; es verdad que, con ello, tales posturas radicales también
pueden caer en el otro extremo, en la revuelta contra tales valoraciones y en su completa
inversión.
En la Edad Moderna, y por otros motivos, lo femenino se vio excluido del mensaje
bíblico de forma menos radical, pero no menos eficaz: un forzado «solus Christus»
obligaba a rechazar, como una traición a la grandeza de la gracia, toda colaboración de
la criatura, toda importancia independiente de su respuesta. Así, desde Eva hasta María,
nada de la línea femenina de la Biblia podía ser teológicamente relevante: lo que los
Padres y la Edad Media habían dicho sobre ello fue estigmatizado inexorablemente
como un retorno de lo pagano, como una traición a la unicidad del redentor. Los
feminismos radicales de hoy ciertamente se han de entender sólo como el estallido de la
indignación, largamente contenido, contra tal unilateralidad, estallido que ahora llega,
desde luego, a posturas verdaderamente paganas o neo-gnósticas: la anulación del Padre
y del Hijo que en ellos se realiza afecta a la esencia del testimonio bíblico.
Más importante es leer la Biblia misma y leerla entera. Entonces se muestra que en el
Antiguo Testamento, junto a la línea de Adán, hasta los patriarcas y el siervo de Dios,
discurre la línea de Eva, hasta figuras como Débora, Ester, Rut y finalmente la
Sabiduría, pasando por las matriarcas: un camino que no se puede equiparar
teológicamente, aun cuando es tan abierto, tan inacabado, como el Antiguo Testamento
entero, que sigue a la espera del Nuevo y de su respuesta. Pero, lo mismo que la línea
adánica recibe su sentido de Cristo, así a la luz de la figura de María, y en la posición de
la Ecclesia, se hace claro el significado de la línea femenina en su indivisible
entrelazamiento con el misterio cristológico. La desaparición de María y de la Ecclesia
en una corriente importante de la teología de la Edad Moderna indica la incapacidad de
ésta para leer la Biblia en su totalidad. El apartamiento de la Ecclesia lleva en primer
lugar a la desaparición del lugar de la experiencia en el que tal unidad se hace visible.
Todo lo demás se sigue después por sí solo. Así, por el contrario, para la percepción de
la estructura global se presupone la aceptación del lugar fundamental eclesial, y con ello
también la negativa a una selección histórica desde el Nuevo Testamento, selección en
la que lo supuestamente más antiguo se declara lo único válido, con lo que tanto Lucas
como Juan quedan desvalorizados. Pero sólo en la totalidad encontramos la totalidad6.
El significado actual de la encíclica consiste, a mi parecer, no en último término, en que
nos conduce a descubrir de nuevo la línea femenina en la Biblia con su propio contenido
de salvación, y a aprender que, ni la cristología elimina lo femenino, o lo restringe al
ámbito de lo sin importancia, ni, al revés, el reconocimiento de lo femenino rebaja la
cristología, sino que sólo en su correcta reciprocidad se pone de manifiesto la verdad
sobre Dios y sobre nosotros mismos. Los radicalismos que desgarran nuestra época, que
sitúan la lucha de clases hasta en la raíz de la condición humana —en la reciprocidad de
varón y mujer—, son «herejías» en el sentido literal de la palabra: selección que se
niega a la totalidad. Sólo la recuperación de la totalidad de lo bíblico puede devolver al
hombre a ese centro en el que él mismo está completo. Así, el drama de hoy podría ser
beneficioso para entender, mejor de lo que parecía posible hace bien poco tiempo, la
invitación a una lectura también mariana de la Biblia; por otro lado, necesitamos esta
lectura para acabar con la provocación antropológica de hoy.
4. ¿Bimileranismo?
1. María, la creyente
2. El signo de la mujer
3. La mediación de María
El Santo Padre da aquí una explicación muy sutil de la palabra con la que el evangelio
cierra la escena: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27).
Ésta es la traducción a la que estamos habituados; pero la profundidad del
acontecimiento —así lo acentúa el Papa— sólo se pone de manifiesto cuando
traducimos de forma totalmente literal. Entonces el texto dice, en realidad: él la acogió
dentro de lo suyo. Para el Santo Padre, esto significa una relación absolutamente
personal entre el discípulo —todo discípulo— y María, un dejar entrar a María hasta lo
más íntimo de la propia vida intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia
femenina y materna, un confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino
para el nacimiento de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo. Así,
no obstante, el cometido mariano arroja luz sobre la figura de la mujer en general, sobre
la dimensión de lo femenino y el cometido especial de la mujer en la Iglesia (nº 46).
Con este pasaje se agrupan en adelante todos los textos de la Escritura que se entretejen
en la encíclica hasta formar un tejido unitario. Pues el evangelista Juan, tanto en el
episodio de Cana, como en el relato de la cruz, llama a María, no por su nombre, ni
«madre», sino con el título «mujer». La conexión con Gn 3 y Ap 12, con el signo de la
«mujer», queda así establecida desde el texto, y, sin duda, en Juan tras esta
denominación está la intención de elevar a María, como «la mujer» en general, al plano
de lo universalmente válido y de lo simbólico. El relato de la crucifixión se convierte así
simultáneamente en interpretación de la Historia, en la referencia al signo de la mujer
que, de forma materna, toma parte en la lucha contra los poderes de la negación y en
este punto es signo de la esperanza (nº 24 y n2 47). Todo lo que se sigue de estos textos,
la encíclica lo resume en una frase del credo de Pablo VI: «Creemos que la santísima
Madre de Dios, la nueva Eva, Madre de la Iglesia, prolonga en el cielo su tarea materna
en favor de los miembros de Cristo, cooperando en el nacimiento y fomento de la vida
divina en las almas de los redimidos» (nº 47).
IV
«LLENA ERES DE GRACIA»
Comencemos con el saludo del ángel a María. Para Lucas, ésta es la célula primitiva de
la mariología que Dios, mediante su mensajero, el arcángel Gabriel, quiso transmitirnos
propiamente. Traducido de forma literal, el saludo suena así: «Alégrate, llena de gracia.
El Señor está contigo» (1,28). «Alégrate»: a primera vista, esto no parece ser otra cosa
que la fórmula de saludo habitual en el ámbito lingüístico griego, y la tradición también
se ha atenido a la traducción «Salve». Pero, desde el trasfondo veterotestamentario, esta
fórmula de saludo cobra un significado más profundo, cuando consideramos que la
misma palabra que encontramos aquí, en Lucas, aparece cuatro veces en el texto
veterotestamentario griego, y siempre es el anuncio de la alegría mesiánica (So 3,14; Jl
2,21; Za 9,9; Lm 4,21)2. Con este saludo comienza en sentido propio el evangelio, su
primera palabra es «alegría» —la nueva alegría procedente de Dios, que quebranta la
vieja e inacabable tristeza del mundo—. María no es saludada sin más de una manera
cualquiera; el hecho de que Dios la salude, y en ella al Israel que aguarda, a la
Humanidad, es una invitación a alegrarse desde la profundidad más íntima. La razón de
nuestra tristeza es la inutilidad de nuestro amor, el predominio de la finitud, de la
muerte, del sufrimiento, de la maldad, de la mentira; nuestra condición de abandonados
en un mundo contradictorio en el que las enigmáticas señales luminosas de la bondad
divina, que nos llegan a través de sus rendijas, se ven puestas en tela de juicio por un
poder de las tinieblas que, o recae sobre Dios, o lo hace aparecer como impotente.
«Alégrate»: ¿por qué ha de alegrarse María en un mundo así? La respuesta es: «El
Señor está contigo». Para entender el sentido de este anuncio, debemos recurrir una vez
más a los textos vetero-testamentarios que le sirven de base, especialmente a Sofonías.
Contienen siempre una doble promesa dirigida a Israel, la Hija de Sión: Dios vendrá
como salvador y habitará en ella. El diálogo del ángel con María retoma esta promesa y
realiza al mismo tiempo una doble concreción. Lo que en la profecía se dice a la Hija de
Sión va dirigido ahora a María: es equiparada a la Hija de Sión, es la Hija de Sión en
persona. Paralelamente, Jesús, al que María ha de dar a luz, es equiparado a Yahvé, el
Dios vivo. La venida de Jesús es la venida y habitación de Dios mismo. Él es el
salvador; eso significa el nombre «Jesús», que, por tanto, se explica desde el corazón de
la promesa. Rene Laurentin ha demostrado con análisis minuciosos cómo profundizó
Lucas el tema de la habitación mediante sutiles alusiones verbales: ya en las tradiciones
primitivas aparece que Dios habita «en el seno» de Israel —en el arca de la Alianza—.
Ahora, este habitar «en el seno» de Israel se hace realidad de forma absolutamente
literal en la virgen de Nazaret, que así se convierte en la verdadera arca de la Alianza en
Israel, por lo que el símbolo del arca recibe de la realidad una fuerza inaudita: Dios en la
carne de un hombre, que ahora se convierte en su morada en medio de la creación...
El saludo del ángel, que constituye el centro —no ideado por hombres— de la
mariología, nos ha conducido al fundamento teológico de ésta. María es identificada con
la Hija de Sión, con el pueblo esponsalicio de Dios. Todo lo que se dice sobre la
ecclesia en la Biblia, se aplica a ella, y viceversa: la Iglesia experimenta concretamente
lo que es y debe ser al mirar a María. Ella es su espejo, la medida pura de su ser, porque
es totalmente a la medida de Cristo y de Dios, está 'plenamente habitada' por él. ¿Y qué
sentido tiene el que exista una ecclesia, si no es el de convertirse en morada de Dios en
el mundo? Dios no actúa con abstracciones. Es persona, y la Iglesia es persona. Cuanto
más nos hacemos personas, cada uno de nosotros, persona en el sentido de habitable
para Dios, de Hija de Sión, tanto más nos hacemos uno, y más somos Iglesia, y más es
la Iglesia ella misma.
Así pues, la identificación tipológica entre María y Sión lleva a una gran hondura. Este
tipo de conexión entre Antiguo y Nuevo Testamento es mucho más que una interesante
lucubración histórica mediante la cual el evangelista conecta promesa y cumplimiento, y
explica de forma nueva la Antigua Alianza a la luz del acontecimiento de Cristo. María
es Sión en persona, lo cual significa que ella vive plenamente lo que se quiere decir con
««Sión». No construye una individualidad cerrada que depende de la originalidad del
propio yo. No quiere ser sólo este ser humano único que defiende y preserva su yo. No
ve la vida como un acopio de cosas de las que se quiere tener las más posibles para el
propio yo. Vive de manera que es permeable, «habitable» para Dios. Vive de manera
que es un lugar para Dios. Vive según la medida común de la historia sagrada, de
manera que desde ella nos contempla, no el yo estrecho y encogido de un individuo
aislado, sino Israel entero y verdadero. La «identificación tipológica es una realidad
espiritual, vida vivida desde el espíritu de la sagrada Escritura; enraizamiento en la fe de
los Padres y al mismo tiempo extensión hasta la altura y anchura de las promesas
venideras. Se entiende que la Biblia compare continuamente al justo con el árbol cuyas
raíces beben de las aguas vivas de lo eterno y cuya copa capta y transforma la luz del
cielo.
Volvamos una vez más al saludo del ángel. María es llamada la «llena de gracia». La
palabra griega que significa «gracia» (charis) procede de la misma raíz verbal que las
palabras «alegría», «alegrarse» (chara, chairein). Así, aquí se hace una vez más visible,
de otro modo, la misma conexión con la que nos encontramos ya a partir de la
comparación con el Antiguo Testamento. La alegría proviene de la gracia. Quien está en
la gracia puede alegrarse con la alegría que llega a lo más profundo y permanece. Y al
revés: la gracia es la alegría. Ante nuestro texto se impone la pregunta: ¿qué es la
gracia? En nuestro pensamiento religioso ciertamente hemos cosificado demasiado este
concepto, hemos considerado la gracia como algo sobrenatural que llevamos en el alma.
Y, puesto que de ella no podemos sentir gran cosa, o nada en absoluto, se nos ha ido
convirtiendo paulatinamente en irrelevante, en una palabra vacía de la jerga cristiana
que ya no parece guardar relación alguna con la realidad vivida de nuestra coti-
dianeidad. En realidad, «gracia» es un concepto relacional: no expresa nada sobre una
propiedad de un yo, sino sobre una conexión entre yo y tú, entre Dios y hombre...
«Llena eres de gracia» lo podríamos haber traducido también como «estás llena del
Espíritu Santo», estás en conexión vital con Dios. Pedro Lombardo, de quien procede el
manual de teología que se utilizó de forma generalizada durante unos trescientos años
en la Edad Media, formuló la tesis de que gracia y amor son lo mismo, pero el amor «es
el Espíritu Santo». La gracia en el sentido propio y más profundo de la palabra no es
«algo» procedente de Dios, sino Dios mismo5. La redención significa que Dios, en su
actuación propiamente divina con nosotros, se da nada menos que a sí mismo. El don de
Dios es Dios, él que como Espíritu Santo es comunión con nosotros. «Llena eres de
gracia»», por tanto, significa de nuevo que María es un ser humano completamente
abierto, que se ha abierto de par en par, se ha puesto en manos de Dios de forma audaz y
sin límites, sin temor por su propio destino. Significa que vive completamente desde y
en la relación con Dios. Es un ser humano que escucha y ora, cuyo espíritu y alma están
despiertos a las múltiples y tenues llamadas del Dios vivo. Es un ser humano orante,
totalmente tendido hacia Dios, y, por esa razón, un ser humano que ama con la amplitud
y magnanimidad del verdadero amor; pero también con su capacidad de discernimiento
no susceptible de engaño y con la disposición al sufrimiento propia del amor.
Lucas ha iluminado además este estado de cosas desde otro ámbito de temas: a su
manera sutil, establece en la historia de María, mediante una serie de alusiones, un
paralelo entre Abraham, el padre de los creyentes, y María, la madre de los creyentes6.
Estar en gracia significa ser creyente. La fe contiene los elementos de la firmeza, la
confianza absoluta, la entrega, pero también el de la oscuridad. Si la relación del
hombre con Dios, la apertura del alma a él, se caracteriza con la palabra «fe»», en ello
mismo queda expresado que, en la relación del yo humano con el tú divino, la infinita
distancia entre creador y criatura no se borra. Significa que el modelo de la
«colaboración», que tan caro nos resulta, respecto a Dios falla, porque no permite
expresar suficientemente la sublimidad de Dios y lo oculto de su actividad.
Precisamente el ser humano abierto del todo a Dios llega a aceptar la alteridad de Dios,
lo oculto de su voluntad, que puede convertirse para la nuestra en espada que atraviesa.
El paralelo entre María y Abraham comienza con la alegría de la promesa del Hijo, pero
se prolonga hasta la hora oscura de la subida al monte Moría, es decir, hasta la
crucifixión de Cristo, y después, claro está, también hasta el milagro del rescate de Isaac
—hasta la resurrección de Jesucristo—. Abraham, padre de la fe: con este título se
delimita el puesto único del patriarca en la piedad de Israel y en la fe de la Iglesia. Pero
¿no es maravilloso que —sin suprimir el puesto de Abraham— el nuevo pueblo
encuentre ahora al principio una «madre de los creyentes», y que de su imagen pura y
excelsa reciba nuestra fe continuamente su medida y su camino?
María, profetisa
Con esta explicación contemplativa del saludo del ángel a María hemos fijado, por
decirlo así, el lugar teológico de la mariología; hemos respondido a la pregunta: ¿qué
significa la figura de María en la estructura de la fe y de la piedad? Ahora me gustaría
ilustrar aún esta idea fundamental con dos aspectos de la figura de María que nos
encontramos igualmente en el evangelio de Lucas. El primer aspecto se relaciona con la
oración de María, con su carácter meditativo; podríamos decir también: con el elemento
místico de su ser, que los Padres acercan mucho a lo profético. En este punto pienso en
tres textos donde este aspecto se pone claramente de manifiesto. El primero se halla en
el contexto de la escena de la anunciación: María se asusta ante el saludo del ángel —es
el temor santo que asalta al hombre cuando le toca la cercanía de Dios, del Totalmente
Otro—. Se asustó, y «discurría qué significaría aquel saludo» (1,29). La palabra que el
evangelista utiliza para decir «discurrir» está formada a partir de la raíz griega
«diálogo», es decir: María entabla un coloquio interior con esa palabra. Mantiene un
diálogo íntimo con la palabra que se le ha dado, la interpela y se deja interpelar por ella,
para penetrar en su sentido. El segundo texto correspondiente se encuentra tras el relato
de la adoración de Jesús por parte de los pastores. Allí se dice que María «guardaba»,
«confrontaba» y «componía en su corazón» todas esas palabras (= acontecimientos)
(2,19). El evangelista atribuye aquí a María ese recordar comprensivo y meditativo que
en el evangelio de Juan desempeñará después un papel tan importante para el despliegue
que el Espíritu realizará del mensaje de Jesús en el tiempo de la Iglesia. María ve en los
eventos «palabras», un acontecer que está lleno de sentido, porque procede de la
voluntad de Dios, dadora de sentido. Traduce los acontecimientos en palabras y
profundiza en las palabras introduciéndolas en el corazón —en ese ámbito interior del
entendimiento, donde se comunican sentido y espíritu, razón y sentimiento,
contemplación exterior e interior, y, más allá de lo individual, se hace visible la
totalidad y comprensible su mensaje—. María «combina», «confronta» —une lo
individual al todo, lo compara y examina, y lo guarda—. La palabra se convierte en
semilla en tierra buena. No es captada rápidamente, no queda encerrada en una primera
comprensión superficial y después olvidada, sino que el acontecer exterior recibe en el
corazón el ámbito de la permanencia y así puede ir desvelando paulatinamente sus
profundidades sin que el carácter único del evento quede difuminado. Más tarde se
vuelve a decir algo parecido, en conexión con la escena en la que Jesús, con doce años,
es encontrado en el Templo. Primero se afirma: «No comprendieron la palabra que les
dio» (2,50). Tampoco para el hombre creyente, totalmente abierto a Dios, son
comprensibles y razonables desde el primer momento las palabras de Dios. Quien exige
del mensaje cristiano la comprensibilidad inmediata de lo banal, cierra el camino a
Dios. Allí donde no existe la humildad del misterio asumido, la paciencia que alberga en
sí lo incomprendido, lo lleva y lo deja abrirse lentamente, la semilla de la palabra cae
sobre piedra; no encuentra tierra. Tampoco la Madre entiende en este momento al Hijo,
pero de nuevo conserva «todas las palabras en su corazón» (2,51). Desde el punto de
vista lingüístico, la palabra «conservar» no es exactamente la misma que la empleada
después de la escena de los pastores: si en esta se subrayaba más el «con», la visión
unitaria, ahora se pone en primer plano el aspecto del mantener y el retener.
Tras esta descripción de María es visible la imagen del hombre piadoso del Antiguo
Testamento, tal como la presentan los Salmos, especialmente el gran salmo de la
palabra de Dios, el 119. La imagen del hombre piadoso que allí se hace visible se
caracteriza porque ama la palabra de Dios, la lleva en su corazón, reflexiona sobre ella,
la medita día y noche, está totalmente impregnado y animado por ella. Los Padres
compendiaron esto en una imagen bella y expresiva, que, por ejemplo en Teodoto de
Ancira, encontramos formulada así: «Dio a luz la Virgen... dio a luz la profetisa... Por el
oído concibió María, la profetisa, al Dios vivo. Pues el camino natural del habla es el
oído». La maternidad divina y la apertura permanente a la palabra de Dios se ven aquí
entrelazadas: al oír el saludo del ángel acoge en sí al Espíritu Santo. Convertida del todo
en escucha, concibe a la Palabra tan completamente, que ésta se hace en ella carne.
Ahora bien, esta comprensión de la escucha, la meditación, la acogida, es considerada
juntamente con el concepto y la realidad de lo profético: María es profetisa en cuanto
que escucha desde el fondo del corazón, se hace realmente consciente de la Palabra y
puede darla nuevamente al mundo. Alois Grillmeier comenta así estas reflexiones de los
Padres: «En la imagen de 'María la profetisa', p. ej., no vemos huella alguna de una
mántica pagana. María no es una pythia. Contemplando a la vez la escena de la
anunciación... y el encuentro en casa de Zacarías, se manifiesta en lo profético un
desplazamiento de acento, de lo extático, a lo interior de la gracia... Si a María le
corresponde un puesto en la historia de la mística, su figura tiene en ella... el solo
significado de que en ella todo pasa, de lo periférico, a lo esencial e interior»8. Así, en
ella queda patente la comprensión nueva y propiamente cristiana del profeta: la vida en
la claridad de la verdad, que es la verdadera instrucción de cara al futuro y la única
interpretación válida de todo presente. En ella se hace visible la verdadera grandeza y la
profundísima simplicidad de la mística cristiana: no consiste en cosas extraordinarias, ni
en arrobamientos y visiones, sino en el permanente intercambio de la existencia
creatural con el Creador, de manera que la criatura se haga cada vez más permeable a él,
unida con él realmente en santo desposorio y maternidad.
No se debe intentar considerar la Biblia en exceso desde el punto de vista psicológico.
Pero quizás podamos, no obstante, buscar con la vista, en la imagen bíblica de María,
las leves huellas en las que se concreta esta forma de ser. En mi opinión, la historia de
las bodas de Cana, p. ej., es uno de esos casos. María es rechazada. La hora del Señor
todavía no ha llegado, pero la hora fijada, el tiempo de la actividad pública de Jesús,
exige a María retirarse y callar. Parece extraño, casi contradictorio, que ella se dirija,
pese a todo, a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). ¿Acaso no es
simplemente la disposición interior a dejarlo actuar, la sensibilidad interior para el
misterio oculto de la hora? El segundo ejemplo es pentecostés. El tiempo de la actividad
pública de Jesús había sido el tiempo de los rechazos, el tiempo del ocultamiento de
María. La escena de pentecostés, sin embargo, retoma de nuevo el comienzo de Nazaret
y establece el nexo de la totalidad. Lo mismo que en otro tiempo Cristo había sido dado
a luz por el Espíritu Santo, así ahora la Iglesia nace por el Espíritu Santo. Pero María
está en medio de los que oran y aguardan (Hch 1,16): ese recogimiento de la oración,
que hemos reconocido como lo característico del ser de María, se convierte de nuevo en
el ámbito en el que el Espíritu Santo puede entrar y realizar una nueva creación.
Finalmente, quisiera aún hacer referencia al Magníficat, que me parece un resumen de
todos estos aspectos. En él sobre todo, María se presenta para los Padres como la
profetisa llena del Espíritu, especialmente en la predicción de la alabanza de María por
parte de todas las generaciones9. Pero esta oración profética está totalmente tejida con
los hilos del Antiguo Testamento. En qué medida existían de ella niveles preparatorios
pre-cristianos, o en qué medida el evangelista participó en su formulación, son en última
instancia cuestiones totalmente secundarias. Lucas y la tradición que está detrás de él
oyen en esta oración la voz de María, la madre del Señor. Saben que ella habló así10.
Vivió tan profundamente en la palabra de la Antigua Alianza, que ésta se convirtió de
forma totalmente automática en su propia palabra. María oraba y vivía tan plenamente
la Biblia, la «confrontaba» tanto en su corazón, que en su Palabra veía su vida y la vida
del mundo; era tan suya propia, que con ella era capaz de responder a su hora. La
palabra de Dios se había convertido para ella en palabra propia, y su propia palabra
estaba contenida en la palabra de Dios: las fronteras se habían suprimido, porque su
existencia consistía en vivir la vida según la Palabra en el ámbito del Espíritu Santo.
«Engrandece mi alma al Señor»: no como si a Dios le pudiéramos añadir algo, comenta
sobre esto san Ambrosio, sino de manera que lo dejamos ser grande en nosotros.
Engrandecer al Señor significa no querer engrandecerse a sí mismo, el propio nombre,
el propio yo, desplegarse y reclamar un lugar, sino dejarle lugar a él para que esté más
presente en el mundo. Significa llegar a ser más verdaderamente lo que somos: no una
mónada cerrada, que sólo se representa a sí misma, sino imagen de Dios. Significa
liberarse del polvo y del hollín que hacen opaca la imagen, la ocultan, y ser
verdaderamente ser humano en la pura referencia a él.
Con ello he llegado al segundo aspecto de la imagen de María que quería señalar.
Engrandecer a Dios significa, hemos dicho, abrirse a él; significa ese auténtico éxodo,
esa salida del hombre de sí mismo que Máximo el Confesor describió de forma única en
su exégesis de la pasión de Cristo: el «paso de la oposición a la comunión de ambas
voluntades», que «pasa por la cruz de la obediencia»11. El aspecto de cruz de la gracia,
de la profecía, de la mística, lo encontramos por primera vez en Lucas referido a María
en el encuentro con el anciano Simeón. Éste dice a María con palabras proféticas: «Éste
está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción
—¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!—...» (2,34s.). Me viene a las mientes
a este propósito la profecía de Natán a David tras el pecado de éste: has matado a Urías
con la espada de los ammo-nitas. «Pues bien, nunca se apartará la espacia de tu casa» (2
S 12,9s.). La espada que pende sobre la casa de David, hiere ahora el corazón de María.
En el verdadero David, Cristo, y en su madre, la Virgen inmaculada, la maldición es
repartida y vencida.
La espada atravesará su corazón: esto hace referencia a la pasión del Hijo, que se
convertirá también en pasión de la Madre. Dicha pasión comienza ya con su siguiente
visita al Templo: María debe aceptar la precedencia del auténtico Padre y de su casa, del
Templo; debe aprender a dejar libre a aquel al que dio a luz. Debe llevar hasta el final el
sí a la voluntad de Dios que la hizo llegar a ser madre: retirarse y ponerlo en libertad
para su misión. En los rechazos de la vida pública y en esta retirada se da un paso
importante que se consumará en la cruz con la palabra «Ahí tienes a tu hijo»: desde ese
momento, su hijo ya no es Jesús, sino el discípulo. La aceptación y la disponibilidad es
el primer paso que se exige de ella; el dejar y el dar libertad es el segundo. Sólo así se
hace completa su maternidad: el «Dichoso el seno que te llevó» sólo se hace verdad
donde forma parte de la otra bienaventuranza: «Dichosos más bien los que oyen la
Palabra de Dios y la guardan» (Lc ll,27s.). Así, María está preparada para el misterio de
la cruz, que no termina simplemente en el Gólgota. Su Hijo sigue siendo signo de
contradicción, y así ella sigue sumergida en el dolor de dicha contradicción, el dolor de
la maternidad mesiánica.
Especialmente cara para la piedad cristiana se ha hecho precisamente la imagen de la
Madre sufriente, convertida totalmente en com-pasión, con el Hijo muerto sobre el
regazo. En la Madre que com-padece han encontrado los dolientes de todos los tiempos
el reflejo más puro de esa com-pasión divina que es el único consuelo verdadero. Pues
todo dolor, todo padecer es, en su esencia última, aislamiento, pérdida del amor, dicha
destrozada de quien ya no es aceptado. Sólo el «com-» puede curar el dolor.
En Bernardo de Claraval se encuentra esta palabra maravillosa: Dios no puede padecer,
pero puede com-padecer12. Bernardo pone con ello cierto punto final a la disputa de los
Padres acerca de la novedad del concepto cristiano de Dios. Para el pensamiento
antiguo, a la esencia de Dios pertenecía la impasibilidad de la pura razón. A los Padres
les resultaba difícil rechazar esta idea y concebir «pasión» alguna en Dios, pero por la
Biblia veían perfectamente, no obstante, que la «revelación de la Biblia» «hace
estremecer... [todo] lo que el mundo había pensado sobre Dios». Veían que en Dios hay
una pasión muy íntima, que incluso es su genuina esencia: el amor. Y porque ama, el
padecimiento no le es ajeno en la forma de com-pasión. «En su amor al hombre, el
Impasible ha sufrido la com-pasión misericordiosa», escribe Orígenes a este respecto1^
Se podría decir que la cruz de Cristo es la com-pasión de Dios por el mundo. En el
Antiguo Testamento hebreo, el com-padecer de Dios al hombre no se expresa con un
término del ámbito psicológico, sino que, como corresponde a la modalidad concreta del
pensamiento semítico, se designa con un vocablo que en su significado básico denota un
órgano corporal, a saber rahªmim, que en singular significa el claustro o seno materno.
Lo mismo que «corazón» equivale a sentimiento, y «lomos» y «ríñones», a deseo y a
dolor, así el seno materno se convierte en la palabra que denota la solidaridad con otro,
en referencia muy honda a la facultad del ser humano de existir para otro, de asumirlo
en sí mismo, de soportarlo y, soportándolo, darle la vida. El Antiguo Testamento nos
dice, con una palabra del lenguaje del cuerpo, cómo Dios nos contiene en sí, nos lleva
en sí con un amor que com-padece.
Las lenguas en las que el Evangelio entró con su paso al mundo pagano no conocían
tales formas de expresión. Pero la imagen de la Pietà, la Madre que padece por el Hijo
muerto, se convirtió en la traducción viva de esta palabra: en ella queda patente el
padecer materno de Dios. En ella se ha hecho visible, tangible. Ella es la compassio de
Dios, representada en un ser humano que se ha dejado implicar plenamente en el
misterio de Dios. Pero, puesto que la vida humana es en todos los tiempos padecer, la
imagen de la Madre que padece, la imagen de los rahamim de Dios, ha llegado a ser
muy importante para la cristiandad. Sólo en ella llega a su término la imagen de la cruz,
porque ella es la cruz asumida, que se comparte en el amor, la que nos permite ahora
experimentar en su com-pasión la com-pasión de Dios. Así, el dolor de la Madre es
dolor pascual que ya manifiesta la transformación de la muerte en la solidaridad
redentora del amor. Con ello, sólo en apariencia nos hemos alejado mucho del
«Alégrate» con el que comienza la historia de María. Pues la alegría que le es anunciada
no es la alegría banal que se concreta en el olvido de los abismos de nuestro ser, y por
eso está condenada a caer en el vacío. Es la verdadera alegría, que nos hace arriesgarnos
al éxodo del amor hasta el interior de la ardiente santidad de Dios. Es esa verdadera
alegría que con el dolor no se destruye, sino que llega a su madurez. Sólo la alegría que
se mantiene firme ante el dolor y es más fuerte que el dolor, es la verdadera alegría.
«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada». Llamamos bienaventurada a
María con palabras tomadas del saludo del ángel y del saludo de Isabel; con palabras,
por tanto, que no fueron ideadas por hombres, pues sobre el saludo de Isabel dice el
evangelista que lo pronunció llena del Espíritu Santo. «Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu seno», dijo Isabel, y nosotros lo decimos como ella. Bendita tú: en
este punto, al comienzo de la Nueva Alianza, resuena una vez más la promesa a
Abraham, a quien Dios había dicho: «Sé tú una bendición... por ti se bendecirán todos
los linajes de la tierra» (Gn 12,2-3). María, que asumió la fe de Abraham y la llevó a su
meta, es ahora la bendecida. Ella se ha convertido en la madre de los creyentes, por ella
se bendecirán todos los linajes de la tierra. En esa bendición nos incluimos nosotros
cuando la alabamos. Entramos en tal bendición cuando con María nos hacemos
creyentes y engrandecemos a Dios, porque él vive entre nosotros como Dios con
nosotros: Jesucristo, el verdadero y único salvador del mundo.
V
«ET INCARNATUS EST DE SPIRITU SANCTO
EX MARIA VIRGINE...»
El credo niceno, como todas las grandes profesiones de fe de la Iglesia antigua, es desde
su estructura fundamental una confesión del Dios trino. En su contenido esencial es un
decir sí al Dios vivo como nuestro Señor, del que viene nuestra vida y al que ésta
vuelve. Es una confesión de Dios. Pero ¿qué significa llamar a este Dios «Dios vivo»?
Con ello se quiere decir que ese Dios no es una conclusión de nuestro pensamiento, que
presentamos ahora ante los demás con la certeza de nuestro saber y entender; si se
tratara sólo de eso, ese Dios seguiría siendo un pensamiento humano, y todo intento de
dirigirse a él podría ser perfectamente un tanteo lleno de esperanza y expectativa, pero
no conduciría más que a algo indeterminado. El hecho de que hablemos del Dios vivo
significa que este Dios se nos muestra, que él mira el tiempo desde la eternidad y
establece una relación con nosotros. No lo podemos definir a voluntad. Él mismo se ha
«definido», y, así, ahora está ante nosotros, sobre nosotros y en medio de nosotros,
como nuestro Señor. Este mostrarse de Dios, en virtud del cual él no es una idea
nuestra, sino nuestro Señor, constituye, por tanto, con razón, el punto central de la
confesión de fe: la confesión de la historia de Dios en medio de la historia del hombre
no cae fuera de la simplicidad de la confesión de Dios, sino que es su condición
intrínseca. Por eso el centro de nuestras profesiones de fe es el sí a Jesucristo: «Y por
obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». En esta frase
doblamos la rodilla, porque en este lugar el cielo, el velo del ocultamiento de Dios se
rasga, y el misterio nos toca inmediatamente. El Dios lejano se convierte en nuestro
Dios, se hace Emmanuel, «Dios con nosotros». Los grandes maestros de la música sacra
han distinguido esta frase, más allá de todo lo expresa-ble con palabras, y siempre de
formas nuevas, con el tono mediante el cual lo inefable toca nuestro oído y nuestro
corazón. Tales composiciones son una «exégesis» del misterio que llega más hondo que
todas nuestras interpretaciones racionales. Pero, puesto que fue la Palabra la que se hizo
carne, debemos intentar también, no obstante, traducir continuamente esta Palabra,
primaria y creadora, que «estaba con Dios» y «es Dios», a nuestras palabras humanas,
para escuchar en las palabras la Palabra.
2.1 Mt 1,18-25
Mateo escribe su evangelio dentro del ámbito judío y judeo-cristiano. Así, su objetivo es
poner de relieve la continuidad entre la Antigua y la Nueva Alianza. El Antiguo
Testamento apunta a Jesús, en él se cumplen las promesas. La conexión íntima de
espera y cumplimiento se convierte a la vez en la prueba de que allí actúa realmente
Dios, y de que Jesús es el salvador del mundo enviado por Dios. Este punto de vista
condiciona, en primer lugar, que Mateo desarrolle los relatos de la infancia desde la
figura de san José, para demostrar que Jesús es Hijo de David, el heredero prometido
que da estabilidad a la dinastía davídica y la transforma en el reinado de Dios sobre el
mundo. El árbol genealógico, como propio de David, conduce a José. El ángel se dirige
en sueños a José como hijo de David (Mt 1,20). Por eso es José quien pone el nombre a
Jesús: «La adopción de un hijo se realiza con la imposición del nombre...»2.
Precisamente porque Mateo quiere mostrar la conexión de promesa y cumplimiento,
junto a la figura de José aparece la Virgen María. Todavía estaba en el ambiente,
inexplorada y misteriosa, la promesa que Dios había hecho mediante el profeta Isaías al
escéptico rey Ajaz, que ni siquiera ante el apuro provocado por los ejércitos enemigos
que se acercan quiere pedir signo alguno de Dios. El Señor mismo «va a daros una
señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por
nombre Emmanuel (Dios con nosotros)» (Is 7,14). Nadie puede decir lo que esta señal
quería decir en el momento histórico del rey Ajaz —si fue dada o en qué consistió—. La
promesa llega mucho más allá de ese momento. Siguió estando sobre la historia de
Israel como estrella de la esperanza que señalaba hacia el futuro —a lo todavía
desconocido—. Para Mateo, el velo se alza con el nacimiento de Jesús de la Virgen
María: en ese momento se da esa señal. La Virgen que como virgen dio a luz por la
fuerza del Espíritu Santo: ella es la señal. Ahora bien, con esta segunda línea de
promesa se vincula también un nuevo nombre, que sobre todo da al nombre de Jesús su
pleno significado y su profundidad. Si el niño de la promesa de Isaías se llama
Enmanuel, con ello se ensancha al mismo tiempo el marco de la promesa davídica. El
reinado de este niño llega más lejos de lo que la promesa davídica permitía esperar: su
reinado es el reinado mismo de Dios; participa de la universalidad del señorío de Dios,
pues en él Dios mismo ha entrado en la historia del mundo. El anuncio que así se
manifiesta, en la historia de la concepción y nacimiento de Jesús, es retomado en los
últimos versículos del evangelio. Durante su vida terrena, Jesús se supo estrechamente
ligado a la casa de Israel, todavía no enviado a los pueblos del mundo. Pero tras la
muerte en la cruz, como resucitado dice: «Haced discípulos a todas las gentes... Y he
aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19s.). Allí
se presenta en ese momento como el Dios-con-nosotros cuyo nuevo reino abarca a todos
los pueblos, porque sólo hay un Dios para todos. De acuerdo con eso, en la historia de la
concepción de Jesús, Mateo modifica la palabra de Isaías en un punto. Ya no dice: ella
(la virgen) le pondrá por nombre Emmanuel, sino: lo llamarán Emmanuel, Dios con
nosotros. Con ese «ellos» elíptico se alude a la futura comunidad de los creyentes, la
Iglesia, que invocará a Jesús con ese nombre. Todo en el relato de san Mateo está
orientado a Cristo, porque todo está orientado a Dios. Así lo entendió con razón la
confesión de fe y así lo ha transmitido a la Iglesia. Pero, puesto que ahora Dios está con
nosotros, también son de importancia esencial los portadores humanos de la promesa:
José y María. José responde de la fidelidad de Dios a la promesa hecha a Israel, pero
María personifica la esperanza de la Humanidad. José es padre según el derecho, pero
María es madre con su propio cuerpo: de ella depende que ahora Dios se haya hecho
realmente uno de nosotros.
2.2 Lc 1,26-38
Pasemos ahora al prólogo del evangelio de Juan, en cuyo texto se apoya la confesión de
fe en su formulación. También en este caso quisiera sólo entresacar de forma alusiva
tres ideas. «La Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros». El Logos se
hace carne: estamos tan acostumbrados a esta expresión, que ya no nos llama en
absoluto la atención esa prodigiosa síntesis divina de lo separado, aparentemente de
forma irreconciliable, en la que los Padres se fueron metiendo paso a paso con su
reflexión. Aquí se encontraba y se encuentra la auténtica novedad cristiana que al
espíritu griego le parecía absurda e inconcebible. Lo que aquí se dice no procede de una
cultura determinada, la semítica, por ejemplo, o la griega, como hoy se afirma
continuamente de forma irreflexiva. Contrasta con todas las formas culturales que
conocemos. Para los judíos era tan desatinado como, por motivos totalmente distintos,
para los griegos o para los hindúes, o bien para el espíritu moderno, que tiene esta
síntesis del mundo fenoménico y nouménico por totalmente irreal, y la pone en tela de
juicio con toda la autoconciencia de la racionalidad moderna. Lo que se dice aquí es
«nuevo», porque viene de Dios y sólo podía ser realizado por Dios mismo. Para la
Historia entera y para todas las culturas es lo absolutamente nuevo y extraño, aquello a
lo que podemos acceder en la fe y sólo en la fe, y lo que nos abre además un horizonte
completamente nuevo de pensamiento y de vida.
Juan, sin embargo, tiene aquí en mente otro acento distinto, totalmente especial. La
frase del Logos que se hace sarx (carne), remite anticipadamente al capítulo sexto del
evangelio, que desarrolla este medio versículo en su totalidad. Allí dice Cristo a los
judíos y al mundo: «El pan que yo le voy a dar (es decir, el Logos, que es el verdadero
alimento del hombre) es mi carne por la vida del mundo» (6,51). Al hablar de la carne
se expresa ya juntamente la entrega al sacrificio, el misterio de la cruz y el misterio del
sacramento pascual de allí derivado. La Palabra no se hace simplemente carne de
cualquier modo para tener una nueva condición. En la encarnación está incluido el
dinamismo del sacrificio. Está de nuevo oculta la palabra del salmo: «Me has formado
un cuerpo...» (Hb 10,5; Sal 40). Así, en esta pequeña frase se contiene todo el
Evangelio; vienen a la memoria las palabras de los Padres: el Logos se condensó, se
hizo pequeño. Esto es válido en dos formas: el Logos infinito se hizo pequeño, un niño.
Pero también: la Palabra inconmensurable, toda la plenitud de la Sagrada Escritura, se
condensó en esa sola frase, en la que están reunidos la Ley y los Profetas. Ser e historia,
culto y ethos, están allí unidos y presentes, sin verse disminuidos, en el centro
cristológico.
La segunda referencia que me interesa puede ser breve. Juan habla del habitar de Dios
como consecuencia y meta de la huma-nación. Utiliza para ello la mención de la tienda
y con ello remite de nuevo a la veterotestamentaria tienda del encuentro, a la teología
del Templo, que se cumple en el Logos encarnado. En la palabra griega que significa
«tienda», skene, resuena también, sin embargo, la palabra hebrea sekiná, que es la
denominación dada a la nube sagrada en el judaismo primitivo y que después se
convirtió directamente en el nombre de Dios y anunciaba «la presencia benévola de
Dios junto a los judíos reunidos para la oración y el estudio de la Ley»9. Jesús es la
verdadera sekiná, mediante la cual Dios está entre nosotros cuando estamos reunidos en
su nombre.
Dios no está ligado a las piedras, sino que se compromete con hombres vivos. El sí de
María le abre el espacio donde puede plantar su tienda. Ella se convierte para él mismo
en tienda, y así comienza la santa Iglesia, que por su parte señala anticipadamente a la
nueva Jerusalén, en la que ya no hay templo alguno, porque Dios mismo habita en ella.
La fe en Cristo, que confesamos en el credo de los bautizados, es de ese modo una
espiritualización y purificación de todo lo que la historia de las religiones dijo y esperó
sobre la habitación de Dios en el mundo. Pero es también, al mismo tiempo, una
materialización y concreción del estar de Dios con los hombres que supera todo cuanto
cabía esperar. «Dios está en la carne»: precisamente este vínculo indisoluble de Dios
con su criatura constituye el centro de la fe cristiana. Si las cosas son así, resulta
comprensible que los cristianos consideraran desde el principio santos también aquellos
lugares en los que este acontecimiento había tenido lugar. Éstos se convirtieron en la
garantía permanente de la entrada de Dios en el mundo. Nazaret, Belén y Jerusalén se
convirtieron así en lugares en los que se podían ver, por decirlo así, las huellas del
redentor, en las que el misterio de la encarnación de Dios nos toca muy de cerca. En
cuanto a la historia de la anunciación, el Protoevangelio de Santiago, que se remonta al
menos al siglo II y, pese a sus numerosos elementos legendarios, también puede haber
conservado algún recuerdo auténtico, ha repartido este acontecimiento entre dos lugares.
María «cogió... un cántaro y se fue a llenarlo de agua. Mas he aquí que se dejó oír una
voz que decía: 'Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las
mujeres'. Y ella se puso a mirar en torno, a derecha e izquierda, para ver de dónde podía
provenir esta voz. Y, toda temblorosa, se marchó a su casa, dejó el ánfora, cogió la
púrpura, se sentó en su escaño y se puso a hilarla. Mas de pronto un ángel del Señor se
presentó ante ella, diciendo: 'No temas, María, pues has hallado gracia ante el Señor
omnipotente y vas a concebir por su palabra'» (11,ls.). A esta doble tradición
corresponden los dos santuarios, el oriental del pozo y la basílica católica, que está
construida en torno a la gruta de la anunciación. Ambas tienen un sentido profundo.
Orígenes llamó la atención sobre cómo el motivo del pozo determina toda la historia de
los patriarcas del Antiguo Testamento. Allí adonde llegaban, abrían pozos. El agua es el
elemento de la vida. Así, el pozo se convierte cada vez más en el símbolo de la vida en
general, hasta llegar al pozo de Jacob, junto al que Jesús se revela como el pozo de la
verdadera vida, aguardado por la sed más profunda de la Humanidad. El pozo, el agua
que mana, se convierte en signo del misterio de Cristo, que nos alcanza las aguas de la
vida y de cuyo costado abierto brotaron sangre y agua. El pozo se convierte en la
anunciación de Cristo. Pero junto a él está la casa, el lugar de la oración y el
recogimiento. «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento...» (Mt 6,6). Lo sumamente
personal, la anunciación de la humanación y la respuesta de la Virgen, exige la
discreción de la casa. Las investigaciones de P Bagatti han puesto de manifiesto que ya
en el siglo II una mano grabó en griego en la gruta de Nazaret el saludo angélico: Ave
María. Gianfranco Ravasi comenta muy bellamente a propósito de esto que ese
testimonio del investigador nos confirma «que el mensaje cristiano no es una colección
de tesis teológicas abstractas sobre Dios, sino el encuentro de Dios con nuestro mundo,
con la realidad de nuestras casas y de nuestra vida». Precisamente de esto se trata aquí,
en la santa casa de Loreto, y en el año de su gran jubileo: dejémonos tocar por la
concreción de la actividad divina para confesar con renovada gratitud y certidumbre: se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre...
Hans Urs von Balthasar
I
MARÍA EN LA DOCTRINA Y LA PIEDAD DE LA IGLESIA
Introducción
1. Un aspecto nuevo
Antes de entrar en lo específicamente mariológico, puede que sea útil hacer referencia a
un aspecto de la relación entre los seres humanos, especialmente entre madre e hijo, que
sólo las nuevas filosofía y sociología dialógicas han puesto correctamente de relieve.
Esto sucedió de dos formas: con la superación definitiva de una opinión antigua,
procedente del pensamiento griego, pero no superada con la suficiente energía por el
cristiano, según la cual en el nacimiento del hijo, el papel activo sólo le correspondía al
padre, mientras que el de la madre era únicamente pasivo; y además mediante la
consideración de la situación de especial desvalimiento del recién nacido (a diferencia
de los animales), que en ese momento sólo acaba su desarrollo intrauterino. Y algo aún
más fundamental: el hombre en devenir está (una vez más al contrario que el animal)
tan orientado a la solidaridad con otros hombres, que sólo a través de los demás,
normalmente a través de la madre, despierta a su autoconcien-cia. En la sonrisa de ella
comprende que hay un mundo en el que él es acogido, en el que es bienvenido, y en esta
experiencia primigenia sabe por vez primera de sí mismo. Este acontecimiento que
funda toda existencia humana, y cuya trascendencia total sólo en nuestra época ha sido
objeto de la atención que merece, acompaña a las restantes funciones del crecimiento y
la educación: la alimentación y cuidado del niño, su introducción en el entorno y en su
tradición histórica. Mucho antes del aprendizaje del lenguaje se desarrolla el diálogo
mudo entre madre e hijo en virtud de la solidaridad que constituye a todo ser humano
consciente.
Ahora bien, esto quiere decir que también Jesús debe su auto-conciencia humana
particularmente a su madre, a no ser que admitamos que, en cuanto niño prodigio
sobrenatural, Jesús no le debía dicha conciencia a ser humano alguno. Pero esto pondría
en peligro su condición humana auténtica. Ya de esta idea se deduce de nuevo la
exigencia de una pureza totalmente única de la esencia materna de María. Se deduce
una vez más cuando se considera que ella introdujo a su Hijo en el sentido y las
honduras de la religión de Israel, no importa lo sencillas que fueran las palabras con las
que lo hizo. El «Magníficat» indica hasta qué punto vive ella del centro de esa tradición,
que se fundamenta en la promesa a Abraham y su descendencia y se evidencia
continuamente como las «maravillas» «misericordiosas» de Dios, que derriba lo
poderoso y ensalza lo humilde. La introducción de Jesús a la tradición debió tener tanto
éxito, que, gracias a ella, él se vio en situación de reconocer su propia misión a partir del
espejo de la promesa. Por mucho que su oración personal y el Espíritu Santo que
habitaba en él le hicieran deducir cada vez más profundamente esta misión, en ningún
caso se puede infravalorar la contribución humana realizada particularmente por María,
pues también esto contravendría el proceso de aprendizaje de un niño humano normal.
Ese primer contacto fundacional y esa simbiosis de madre e hijo, precisamente a la luz
de la reflexión moderna sobre la solidaridad, el «ser con», en modo alguno son algo
puramente biológico; lo esencial más bien tiene lugar precisamente en el plano
espiritual. Por eso la vida espiritual única de este niño puede sugerir también la de su
madre, igualmente única, con lo cual encontramos un enlace nuevo y reforzado con
razonamientos tradicionales.
Hay otra cosa digna de consideración en la escena de la anunciación: ésta no es sólo una
escena cristológica en su conjunto, sino además una escena trinitaria. Su estructura es,
de forma totalmente espectacular, la primera revelación de la Trinidad de Dios. Las
primeras palabras del ángel a María la llaman la agraciada por antonomasia, le traen el
saludo del «Señor», Yahvé, el Padre, al que como creyente judía conoce. Ante su
reflexión sobre lo que podía significar este saludo, el ángel le revela en una segunda
intervención que de ella nacerá el «Hijo del Altísimo», que al mismo tiempo será el
mesías para la casa de Jacob. Y a la pregunta acerca de lo que se espera de ella, el ángel
le desvela en una tercera explicación que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, de
manera que su Hijo se habrá de llamar con razón Santo e Hijo de Dios. A lo cual María
responde que se cumpla todo en ella, la esclava. La Trinidad de Dios se debe dar a
conocer en la humanación del Hijo, pero no con una explicación sólo verbal, como se
promulgaron las leyes de Dios en el Sinaí, sino además con un cumplimiento existencial
en el ser humano perfecto y arquetípicamente creyente. Es la fe veterotestamentaria que
arranca de Abraham la que en su consumación participa en esta experiencia trinitaria
que, por consiguiente, ha de convertirse en el punto de partida de una experiencia de fe
neotestamentaria y eclesial, y eso en la existencia de María misma. Por ese motivo,
paralelamente a la vida de Jesús, existe también una vida de María en la que, desde la
intimidad del aposento de Nazaret, ella va siendo preparada para el papel que le habrá
de tocar en suerte junto a la cruz: ser prototipo de la Iglesia.
4. Prototipo de la Iglesia
Las ideas acerca de este tema, incansablemente meditadas y ahondadas por la tradición
católica, son tan ricas, que aquí sólo se puede aludir a ellas brevemente. Pero no se
pueden tildar de insignificantes y superadas, como desgraciadamente se hace con
frecuencia en la reflexión actual sobre la Iglesia. María es encomendada por su Hijo a la
protección de uno de los apóstoles, por consiguiente a la Iglesia apostólica. Con ello
Jesús regala a la Iglesia ese centro o cima que encarna de forma inimitable, pero a la que
siempre hay que aspirar, la fe de la nueva comunidad: el sí inmaculado, ilimitado, a todo
el plan divino de salvación para el mundo. En este centro y cima, la Iglesia es, no sólo
en la eternidad venidera, sino ya ahora, la «esposa sin mancha ni arruga», la
«inmaculada», como la llama Pablo explícitamente (Ef 5,27).
Pero este miembro preeminente de la Iglesia no posee sus cualidades especiales a título
privado, para sí mismo, sino, con una fecundidad nueva derivada de la gracia de la cruz,
en favor de la comunidad en su conjunto y de cada uno de sus miembros. Sólo el pecado
da al hombre la mentalidad de lo privado, pues lo despoja (en latín privat) del espíritu
comunitario y de la voluntad de compartir de forma desinteresada. En cambio, cuanto
con mayor pureza recibe un hombre la gracia de Dios, más evidente es su disposición a
no retenerla para sí, sino a hacer participar de ella a todos los demás. Por eso la madre
de Jesús, que gracias a su Hijo pudo recibir la suprema disponibilidad creyente y
amorosa, es simultáneamente el prototipo preeminente y el modelo que se ha de imitar y
que presta su ayuda en esta empresa: la representación popular del manto de gracia de la
madre de Jesús, que se extiende en torno a todos los miembros de la Iglesia, expresa a la
vez las dos caras de una misma verdad. Por lo cual, siempre se ha de tener presente que
esta imagen no descansa en sí misma, María no es la remodelación de una diosa
protectora pagana, sino que da su perfecto sí eclesial a la persona y a la obra del Hijo, el
cual sólo puede ser comprendido como uno de la Trinidad de Dios. Por consiguiente,
como habrá que indicar después, no puede haber una piedad eclesial que se detenga en
María; si dicha piedad es eclesial y es mariana, inmediata y necesariamente continuará
por María a Jesús, y por éste en el Espíritu Santo al Padre.
En el carácter modélico de María dentro de la Iglesia se encuentran ocultos varios
conceptos y consecuencias importantes para nuestro tiempo. En primer lugar, el de que
la Iglesia en su núcleo perfecto se ha de considerar femenina, cosa que no puede
sorprender a nadie que conozca la Biblia del Antiguo y Nuevo Testamento. Ya la
Sinagoga era descrita respecto a Yahvé ante todo como femenina —como novia o
esposa—, igual que la Iglesia de la Nueva Alianza en su relación con Cristo (cf. sólo 2
Cor 11,ls.), llegando hasta la boda escatológica entre el Cordero y su esposa engalanada
para la unión. Esta feminidad de la Iglesia es lo abarcador, mientras que el ministerio de
servicio desempeñado por los apóstoles y sus seguidores varones es una pura función
dentro de eso abarcador. Esta relación se debería tener mucho más presente cuando hoy
en día se entablan discusiones sobre la eventual participación de la mujer en el
ministerio de servicio. Visto con mayor profundidad, con tal cambio la
mujer entregaría más por menos.
Una segunda cosa conectada con esto atañe a las realizaciones sacramentales de la
Iglesia. ¿Quién en la Iglesia puede captar verdaderamente toda la gracia ofrecida en un
sacramento, y responder a ella, fuera de la Ecclesia Immaculata? Pero, puesto que los
receptores imperfectos son miembros de la Iglesia, tras su recepción, con frecuencia tan
deficiente, está la que recibe con el sí perfecto. Pongamos dos ejemplos. En primer
lugar, la santa Misa. ¿Qué cristiano sabe el sacrificio que supone ofrecer al Padre, tras la
transustánciación, al Hijo como redentor del mundo? Sin embargo, quien medita sobre
el gesto sacrificial de María, recibe un barrunto de por qué, pese a todas las objeciones,
se puede y se debe calificar la celebración eucarística de sacrificio (no de Cristo sólo,
sino también de la Iglesia). ¿Y quién de nosotros recibe en la santa comunión al Hijo tan
perfectamente como él se ofrece? Con razón oramos «No mires nuestros pecados, sino
la fe de tu Iglesia»: ese acto perfecto de fe que en ningún lugar fue tan indiviso como en
María. El otro ejemplo: ¿quién al confesarse puede abrir su corazón de manera que los
pliegues más secretos de su culpa queden al descubierto? Nadie puede hacerlo salvo
aquella que, sin ninguna culpa propia, abrió de par en par su alma hasta en sus rincones
más secretos: tras el penitente imperfecto está una vez más la Iglesia prototípica con
su total transparencia ante Dios.
Finalmente, el tema que ha ocupado a los teólogos desde el segundo siglo cristiano: lo
mismo que virginidad y maternidad están en María indisolublemente unidas, y se
condicionan e iluminan mutuamente, así también en la Iglesia. Porque María y la Iglesia
se orientan virginalmente sólo hacia la unión con Cristo en el Espíritu Santo; porque
ninguna de las dos cometen adulterio con ningún ídolo —por emplear el lenguaje
veterotestamenta-rio—, ni caen en ninguna tentación ideológica —por hablar un
lenguaje acorde con los tiempos—, por eso son verdaderamente fecundas: por Dios y
por su gracia en ellas, por la fe que ama y espera, que ofrecen a esa gracia, mediante la
participación que se les ha regalado en la voluntad divina de salvación para todos los
hombres. Y así, en este punto, la imagen del manto de gracia de María puede ser
también trasladada, en cierto sentido, a la fecundidad virginal y materna de la Iglesia:
ese manto se extiende sobre toda la Humanidad, hasta donde llega la voluntad sal-vífica
de Dios, y con este manto se significa, tanto la acción apostólica exigida
categóricamente de la Iglesia, como también la oración que incluye a todos los hombres
y el sufrimiento de la Iglesia ofrecido por el mundo en su conjunto. Si en este momento
volvemos con el pensamiento a la escena de Cana, donde María, pese al rechazo de
Jesús, habla a los criados con una fe firme: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5), queda
patente con qué certeza de ser escuchada puede presentar su súplica y sacrificio la
Iglesia que ora y sufre por la redención del mundo.
5. Jesús y María
Para concluir la parte doctrinal de nuestra exposición, se puede hacer referencia una vez
más a la unidad que en la fe neo-testamentaria forman el Hijo y la Madre. Lo dicho
antes no debe causar la impresión de que la figura de María desaparece sencillamente
dentro de la Iglesia, que en lo sucesivo asumiría en solitario el papel de testigo de Cristo
en la Historia universal. La Iglesia sigue siendo a lo largo del tiempo de la Historia
Iglesia de los pecadores, y sus santos son los primeros en confesarse tales. Un san
Agustín encarecía a toda la Iglesia la necesidad de orar diariamente pidiendo «perdona
nuestras ofensas», mientras dure el tiempo del mundo. La Iglesia que se puede encontrar
concretamente no ha estado a la altura de sus tareas en ningún lugar de forma continua,
tampoco en los representantes del ministerio del servicio. Por eso está obligada, ante
todo, a levantar los ojos a su Señor pidiendo auxilio, pero también a su propio prototipo
de respuesta al Señor, a aquella que ha sido la única capaz de decir el sí incondicional.
Ésta sigue siendo una persona histórica perfectamente tangible, que fue un miembro de
la Iglesia y, por tanto, junto con todos los miembros de la Iglesia puede responder a la
gracia y ejercitar de la manera correcta el decir sí; pero, como persona histórica, sigue
siendo, no obstante, la escogida, la virginal Madre de Cristo, que fue sacada de la
continuidad de culpa de todos los hijos de Adán y puesta del lado de su Hijo, para, junto
con él, poder ser aún más profundamente solidaria con todos aquellos que habían de ser
redimidos.
Así, el Hijo y la Madre constituyen juntos una unidad; por eso también desde el
principio fueron designados como el nuevo Adán y la nueva Eva, aun cuando sabemos
perfectamente que Jesús, en su calidad de Hijo del Padre eterno, está en un plano
totalmente distinto que María, la cual es un simple ser humano. Pero, si la condición
santa e inmaculada de María depende totalmente de la gracia salvífica de Dios y de
Cristo, no se puede pasar por alto, sin embargo, lo que ya subrayamos al comienzo de
esta sección doctrinal: la intensidad con que el Hijo quería depender de la Madre, la
medida en que quería darle gracias por sí mismo. Juntos, ambos muestran plásticamente
cómo Dios y el hombre se relacionan entre sí en la Alianza que el Dios eterno quiere
establecer en libertad con los hombres: el hombre agradece a la pura gracia divina el
poder corresponder a la oferta de Dios; pero Dios en su soberana libertad no desdeña
entregarse a la dependencia del hombre, por cuanto creó a éste libre, y en la alianza de
gracia toma en serio la libertad creada.
Lo que se insinúa como aplicación práctica de las ideas expuestas se deduce ahora casi
por sí solo. Primeramente, quien quiere escuchar y observar el Evangelio, debe tomar
las numerosas escenas en que aparece María tan en serio como todo lo demás. Y debe
tener también la voluntad de unir efectivamente las piedras dispersas del mosaico que
van juntas, para ver iluminarse la imagen global de María, de su persona y de su
función. Quien descuida esto de forma deliberada o por costumbre difícilmente puede
ser calificado de oyente atento de la Palabra. Pero, como hemos dicho, la imagen que
surge de tal visión de conjunto no está aislada en sí misma, sino que en todas sus partes
y por todos conceptos hace referencia continuamente, tanto a Cristo, como a la Iglesia.
De ello se deduce de forma inmediata que cualquier piedad mariana, si quiere ser
católica, tampoco se puede aislar, sino que debe tener una inserción y orientación cris-
tólogica (y con ello trinitaria), y también eclesiológica.
No se objete que esto es difícil, que parece casi absolutamente imposible en vista de la
tendencia dominante en muchos aspectos de la piedad popular. Conocemos todas esas
tendencias que primeramente causan la impresión de que el pueblo orante ve en María
algo así como el símbolo personificado o el arquetipo de la gracia divina maternalmente
solícita y misericordiosa, de que con ello María es ensalzada a la esfera de Dios, y se
pasa por alto la obra decisiva de Cristo. Pero, por una parte, esta impresión puede
inducir totalmente a error (ante todo en regiones católicas con suficiente instrucción
catequética): los orantes y peregrinos son perfectamente conscientes del contexto
dogmático global; se sienten como una parte de la Iglesia intercesora que implora la
gracia, y se vuelven a aquella cuyo poder intercesor junto a Dios consideran —con
razón— supremo. Las oraciones marianas empleadas en la mayoría de los casos hacen
además continuamente referencia al nexo, tanto con Cristo y Dios, como con la Iglesia.
Por otro lado, dicha impresión puede ser acertada en pueblos no tan bien catequizados:
para ellos, María es con frecuencia una especie de encarnación de toda la salvación. En
este punto tiene que empezar la evangelización tan encarecidamente reclamada por el
Sínodo de los obispos y el Papa, y se han de llevar a cabo, con prudencia, las necesarias
rectificaciones. En todo caso, la medida correcta en la piedad mariana práctica no se
puede considerar como algo imposible, si es verdad que también el hombre sencillo es
capaz de percibir las medidas y articulaciones esenciales de la fe cristiana tal como la
expresa el credo apostólico. La piedad mariana, sin embargo, irá fundamentalmente por
buen camino si de algún modo es siempre acceso y ejercicio de la correcta comprensión
de todos los artículos de la fe.
1. Veneración de María
2. Veneración e imitación
II
EL CUÑO MARIANO DE LA IGLESIA
La Iglesia y María
Sólo ahora, cuando vemos la esencia del «anima ecclesiastica», del ser humano cuyo
agradecimiento y actitud interior coincide asintóticamente con los de la Iglesia, tal como
Cristo la quiere y «se la crea», podemos plantear convenientemente la cuestión de la
relación entre María y la Iglesia, entre la Madre del Señor y su «novia purificada e
inmaculada en su sangre».
La cuestión es sutil por la siguiente razón: según todas las apariencias, Cristo se
agradece a su madre de un modo distinto a como se agradece —si es que se puede
hablar así después de todo— a su Iglesia, también en cuanto ésta es una Iglesia santa,
modelada según Cristo. María como madre parece poseer en este punto un prius
inalcanzable. Pero tengamos muy en cuenta que no posee dicho prius en virtud de una
maternidad fisiológica aislable, sino gracias a toda su actitud personal de fe perfecta
dispuesta al servicio. Y ¿de dónde le viene esto, sino, una vez más, de la gracia que
Dios ha comunicado al mundo a través de Jesucristo? Ella, por tanto, es tan redimida
como todos los demás, sólo que de una manera especial, que se fundamenta en su
misión de tener que ser la madre de Jesús. Ella está «pre-redimida», para poder dar a luz
al redentor. Y Jesús ha pensado en resaltar la consecuencia: «¿Quién es mi madre?... La
que hace la voluntad de mi Padre». Y ante la mujer que ensalza a su madre: «Dichosos
más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan».
Así, ¿permanece, no obstante, como prius en primer lugar sólo la maternidad corporal
de María? Sí y no; no, porque nadie como ella necesitó recibir, y de hecho recibió, en
beneficio de esta misión de la maternidad corporal, tal abundancia de disponibilidad de
fe. Y precisamente dicha abundancia la hace ocupar también el primer lugar, el
prototípico, en las palabras aparentemente niveladoras de Jesús. Nadie como ella ha
«oído la palabra de Dios y la ha guardado»: hasta en la última fibra de su cuerpo, de
manera que en ella la fe de Abraham en la promesa de Dios se elevó hasta el
cumplimiento mismo; su fe era encarnación que cumplía la promesa divina;
naturalmente, sólo porque Dios mismo, con soberana libertad, quiso hacerse hombre en
ella, la esclava humilde.
Por eso María, en cuanto esclava del Señor, está de algún modo nivelada dentro de la
Iglesia —todo el que como ella es esclava o siervo de Dios, puede ser madre de Jesús,
puede hacer que la Palabra de Dios se convierta en carne personificada—, y, sin
embargo, no se le puede nivelar perfectamente en medio de los demás creyentes, porque
sólo ella fue la madre corporal de Jesús y, por tanto, la «pre-redimida». Echemos mano,
una vez más, reflexionando desde abajo, de la imagen de las ondas circulares que se
entrecruzan: María es, en medio de todos los depás círculos, el mayor, cuyo radio
atraviesa y encierra en sí todos los demás; ella, dicho con otras palabras, coincide en su
extensión con la Iglesia, en cuanto es Iglesia de los santos, «novia sin mancha ni
arruga».
Esto es verdad ya desde el primer instante de la encarnación. La consecuencia de esto
para nuestro tema y para la concepción entera de la Iglesia es sumamente importante:
desde la humanación hubo ya Iglesia, ciertamente no institucional —Jesús llamará
mucho más tarde a sus doce discípulos y los dotará de autoridad para la predicación y la
administración de sacramentos—, pero, en cambio, una Iglesia perfecta («immaculata»
Ef 5,27) como nunca lo será más tarde. La idea realizada de la Iglesia está en el
comienzo; todo lo que viene después, incluido el ministerio con sus funciones salvíficas,
es secundario respecto a ella, aun cuando no de poca importancia, pues en la Iglesia se
trata de recoger y salvar al mundo pecador. En María está ya personificada la Iglesia,
antes de que esté organizada en Pedro. La Iglesia es primero —y este «primero» es
permanente— femenina, antes de que con el ministerio eclesial reciba el lado masculino
complementario.
La Iglesia es primero femenina porque su realidad primera y completa es su
agradecimiento por sí misma, recibiendo y dando a su vez. Y sólo para que no olvide
esta su primaria feminidad, sólo para que se convierta siempre en receptora, nunca en
poseedora ni en disponente de sí, se le ha instituido en su interior el ministerio
masculino, que tiene que representar al dadivoso Señor de la Iglesia (pero dentro de su
recibir femenino). Desde un determinado punto de vista, la Iglesia está estructurada
primariamente de forma matriarcal, y sólo secundariamente de forma patriarcal, aun
cuando estas categorías sociológicas sólo se le aplican impropiamente. Se utilizan aquí
porque un afán de la mujer por el ministerio eclesial sólo puede darse desde un
desconocimiento de su propia posición de dignidad dentro de la Iglesia (como Iglesia),
desde un desconocimiento que, nivelando, elimina el misterio de las generaciones, en
lugar de gestarlo en su abierta y plena tensión y fecundidad.
Tipo y prototipo
Es descortesía interrumpir a una persona cuando habla; con razón se defiende contra
ello y dice: «¡Pero déjame hablar!». Igual de descortés es interrumpir al Nuevo
Testamento cuando habla y cortarlo con el cronómetro en algún plano de su reflexión
sobre el fenómeno de Jesucristo mientras está a punto de pensar y expresar hasta el final
una frase coherente. Tal descortesía cometen algunos exegetas, y muchas personas
repiten cosas de ellos que no están meditadas a fondo.
Todo el mundo sabe que el Nuevo Testamento fue proyectado y llevado a cabo desde la
resurrección. Si no se hubiera regalado la certeza de fe de la resurrección, certeza que lo
trastornó todo, no habría merecido la pena en absoluto fundar una comunidad cristiana,
escribir una carta de Pablo ni un evangelio. Desde la resurrección, la luz cae
retrospectivamente sobre el enigma y las singularidades de la existencia del hombre de
Nazaret; ante todo sobre el naufragio de su trayectoria entera, la crucifixión, que parecía
desmentir todas sus expectativas y promesas. La luz cae primero sobre este
acontecimiento catastrófico producido hacía tan sólo tres días, y, por decirlo así, crea de
la nada, como en un engendramiento originario, la célula nuclear de la fe cristiana: está
encerrada en dos palabritas, «por nosotros», que Pablo se encontró ya en la Iglesia
primitiva como un firme avance: «Fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado
para nuestra justificación» (Rm 4,25).
II
Ahora bien, en la vida de Jesús había un tema muy claro, gracias al cual cabía
aventurarse, hasta en esa oscuridad, con algo así como un hilo de Ariadna, podríamos
decir: el tema de su relación única, que todo lo dominaba, con su Padre del cielo. No
sólo en Juan; ya en los sinópticos aparece la imponente frase: «Nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar». Con este Padre, al que él solía llamar «abba», «papá» —la Iglesia
primitiva transmitió esta llamativa palabra siempre en ara-meo—, forcejea Jesús en su
hora más penosa: «'Papá', decía, 'todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no
sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú'» (Me 14,36).
Ante tales textos, que representan a otros muchos, preguntamos ahora de forma
totalmente abrupta: ¿podía este hombre que estaba en una relación tan única con el
«Padre del cielo», al que él a todas luces se agradecía, confiaba y devolvía,... podía él,
decimos, agradecerse también simultáneamente a otro padre? ¿Podía, dicho toscamente,
tener dos padres, lo que humanamente le hubiera obligado a dar gracias por sí mismo a
los dos? Pues él no vivía, ciertamente, en nuestra supuesta «sociedad sin padre», en la
que el cuarto mandamiento parece anulado hasta la completa desaparición, y la relación
entre padres e hijos ya no consiste en una relación humanamente total de solicitud y
amor respetuoso y reverente, sino que está reducida a un casual acto sexual que no
obliga al hijo a nada esencial respecto a los padres; no, este hombre vivía en la sucesión
generacional judía, en la que —precisamente por la esperanza mesiánica, pero también
por el origen del primer padre, Abraham— la relación padres-hijo sostenía la existencia
entera. La relación exclusiva de Jesús con su Padre celestial ¿no habría debido de
afrentar profundamente al artesano José, en caso de que éste hubiera sido su padre
físico? Y ¿acaso podía Jesús, que precisamente inculcaba la observancia de los diez
mandamientos (Me 10,19), transgredir él mismo este mandamiento de importancia tan
vital para todas las culturas antiguas? Y, en el caso de que él lo hubiera querido
observar, porque tenía que dar gracias por sí mismo al hombre José tanto como a su
Padre celestial, ¿no habría quedado desgarrado interiormente por esta doble paternidad?
A menos que se suponga —ésta sería la única salida— que él se agradece al Padre
celestial del mismo modo que cualquier otro hombre, cuya alma inmortal procede del
creador, quien hunde dicha alma dentro del germen de vida en el acto de
engendramiento de los padres. Entonces, este Jesús de Nazaret sería, es verdad, un
hombre piadoso que honra a sus padres y además da también gracias al creador, pero no
sería en nada mejor ni peor que nosotros, y en modo alguno podría haber dicho estas
palabras: «Nadie conoce bien al Padre sino el Hijo». Tampoco podría ser el capacitado
para introducir a los demás hombres, mediante su comunicación, en una relación
completamente nueva con su Padre celestial, sino sólo alguien que simplemente (como
expone Harnack) les puso ante los ojos algo más gráficamente lo ya conocido y dado
desde siempre. Así, por una vez debo contradecir una frase de Joseph Ratzinger, que ha
sido repetida ávidamente por doquier: «La doctrina de la condición divina de Jesús no
se vería afectada si Jesús hubiera nacido de un matrimonio cristiano normal» (Der
christliche Glaube, 1968, p. 225). Pero precisamente la relación humana padres-hijo es
más que un simple acontecimiento fisiológico.
Si no lo era —y la vida entera de Jesús, especialmente iluminada desde la resurrección,
lo testimoniaba— era razonable ver en Jesús el punto culminante de un camino iniciado
en el Antiguo Testamento, el cumplimiento exuberante de una promesa en la que los
escalones ascendentes estaban ya tallados de antemano.
La historia de la fe había comenzado con Abraham, quien primero había recibido de la
fecunda Agar un hijo corriente, Ismael; pero, cuando tenía cien años, Dios le prometió
otro hijo, el hijo de la promesa, Isaac, de su esposa infecunda, Sara. El mismo signo se
repite en el nacimiento de Sansón, una vez más en el nacimiento de Samuel de la hasta
entonces infecunda Ana, y por último en Isabel, la cual, igualmente infecunda, concibió
al precursor Juan mediante un expreso prodigio de Dios. «Mira, también Isabel, tu
pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquella que
llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Le l,36s.). Este motivo
que se mantiene desde el principio hasta el final de la Antigua Alianza no dejó al
pensamiento judío paz alguna, la reflexión hacía resaltar que Dios mismo era quien
tenía el protagonismo en esos engendramientos y concepciones; la fuerza de Dios dio
vida a la semilla extinguida y al seno infecundo. Pablo decía de Abraham que había
engendrado por la fe en «Dios, que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no
son para que sean... No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor... y el seno
de Sara, igualmente estéril» (Rm 4,17ss.). Y también Pablo dice de Isaac que fue
engendrado «en virtud de la promesa» (Ga 4,23), «nacido según el espíritu (kata
pneuma) (Ga 4,29).
Pero mientras nos movemos dentro de la Antigua Alianza, la relación del padre humano
con su hijo sigue siendo decisiva, pese a toda la actividad de Dios. El padre de Isaac no
es el Espíritu Santo, sino de manera eminente Abraham. Cuando peregrinaron juntos al
monte Moría, «dijo Isaac a su padre Abraham: '¡Padre!'. Respondió: '¿Que hay, hijo?' —
'Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?'» (Gn
22,7). — Antes del nacimiento de Sansón, es verdad que el ángel del Señor se aparece
primero a la mujer, cuyo nombre no se llega a mencionar, pero la discusión decisiva
tiene lugar con el marido, con Manóaj de Sorá, de la tribu de Dan (Je 13,2-24).
También la historia de la infecunda Ana comienza con una detallada presentación de su
marido Elcaná, hijo de Yeroján y natural de Ramatáyim, quien peregrinó hasta Silo con
su mujer para ofrecer sacrificios. Y tras la suplicante oración de Ana pidiendo un hijo,
se dice de ambos: «Se levantaron de mañana y, después de haberse postrado ante
Yahvé, regresaron, volviendo a su casa, en Rama. Elcaná se unió a su mujer Ana, y
Yahvé se acordó de ella» (1 S 1,1-19). Y en el capítulo primero de Lucas, el sacerdote
Zacarías, de la clase sacerdotal de Abías, prevalece muy claramente sobre su mujer: es a
él a quien se le aparece el ángel, mientras hace la ofrenda del incienso, y quien recibe la
detallada promesa sobre el hijo que, lleno del Espíritu Santo, preparará los caminos del
Señor con el poder de Elias.
Es Zacarías quien, debido a su incredulidad, se ve afectado por la mudez, quien más
tarde es interrogado a la hora de ponerle nombre al hijo, y finalmente quien canta el
Benedictus: «Zacarías, su padre», se dice, «quedó lleno de Espíritu Santo, y profetizó
diciendo: 'Bendito el Señor, Dios de Israel'» (Le 1).
A tenor de estas introducciones, cabía esperar que se nos dijera algo sobre José, el
hombre de la estirpe de David, de quien depende toda la promesa. Pero la escena entera
de la anunciación, tanto en Mateo como en Lucas, lo pasa por alto y se desarrolla sólo
con María. En este caso, el ángel del Señor se dirige por vez primera a una mujer, y ella
es la que da a su vez el Espíritu recibido a otra mujer, su prima Isabel, que sólo entonces
queda llena del Espíritu y recibe el signo del hijo que se mueve en su seno. Sólo María
canta su Magníficat. Es totalmente claro que la cuestión que aquí se trata es mucho más
que la «de un engendramiento biológico»: es la decisiva aparición de Dios como el
único Padre que excluye en Jesús cualquier otra relación paterna, lo mismo que la
relación nupcial de Jesús con su novia la Iglesia excluye en él toda otra relación
matrimonial.
Los lomos de Abraham habían sido bendecidos por el Espíritu Santo como fuentes de
vida nuevamente despertadas, el viejo criado Eliezer debía tocarlos para prestar el
juramento de que iría a buscar una novia a Isaac. ¡Cuánto habrían debido ser bendecidas
las fuentes de vida de José, de las que ahora finalmente debía nacer el anhelado vastago
de David!
Pero no. Todo el proceso de engendramiento físico, y hasta la cuestión como tal de si un
hombre o una mujer son fecundos o infecundos, pasa a carecer de importancia en la
Nueva Alianza. José cruza el umbral de la Nueva Alianza sólo como alguien que
renuncia. Como tal, se convierte en el padre nutricio de aquel que a su vez será virgen y
alumbrará, mediante su renuncia más radical, una fuente de vida totalmente distinta. Su
cuerpo crucificado será en su totalidad capaz de engendrar y, según Pablo, se creará a su
inmaculada esposa sin arruga ni mancha, la Iglesia.
Con la preponderancia de la renuncia sobre el engendramiento humano, nos
encontramos junto al umbral de nuestra confesión de fe; verdad es que dicho umbral no
se ha traspasado todavía, queda por dar el paso de la infecunda Isabel a la virgen María.
¡Pero qué significativo es para el origen del motivo del nacimiento virginal en la Biblia
que el ángel de la anunciación ponga la mano de María en la mano de su prima Isabel,
que con ello derive muy claramente de la promesa veterotestamentaria el origen de
dicho motivo y de sus razones! Todo en el relato de la concepción y nacimiento de Jesús
en Mateo y en Lucas es enteramente comprensible desde la Antigua Alianza; por contra,
nada hace referencia a la mitología pagana, a paralelos egipcios ni helenísticos, donde
los descendientes de los faraones o algunos héroes eran engendrados de una virgen por
dioses. Lo más que aquí se podría conceder sería que tales paralelos lejanos (¡pero las
diferencias son mayores!) aluden a una vaga expectativa de la Humanidad de que un
gran hombre podía proceder directamente del mundo divino. Pero en este punto
debemos rectificar inmediatamente: de acuerdo con el concepto judío de Dios, no se
puede hablar en absoluto de una filiación divina física.
Por un lado, el relato de Lucas remite directamente a la promesa de Isaías, de que la
joven (almah) concebirá y dará a luz un hijo al que pondrá por nombre Enmanuel (Is
7,14). La palabra hebrea «joven» se traduce en la Biblia griega con parthénos, que
significa «virgen», y, por consiguiente, constituye la transición al acontecimiento de
Nazaret. Pero la virginidad en el judaismo no estaba rodeada de esplendor alguno; al
contrario, toda la atención se centraba en la mujer fecunda. Por eso es veterotestamen
tario, una vez más, el momento en que María, en su cántico de alabanza, hace referencia
a que Dios «ha puesto los ojos en la humildad de su esclava».
Además, la expresión «el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te
cubrirá con su sombra» vuelve a remitir también plenamente al Antiguo Testamento: en
ningún lugar se une allí Dios en «boda santa» con un ser humano, sino que, desde su
altura inaccesible, hace que la fuerza de su Espíritu traduzca en hechos su voluntad. Y,
sin embargo, también aquí traspasamos el umbral de la Antigua a la Nueva Alianza —
¡se trata, en efecto, de un nacimiento virginal!—, y no debiéramos vacilar en ver en este
«Espíritu Santo» a esa fuerza divina que en la reflexión cristiana sobre los
acontecimientos se denominó tercera hipóstasis o persona divina. El hecho de que
pneuma esté aquí sin artículo (como a menudo en el Nuevo Testamento), mientras que
en otros lugares se dice 4opneuma» con artículo, no es una objeción decisiva a eso (los
textos cambian a veces de un versículo al otro, por ejemplo en el bautismo de Jesús: «Él
os bautizará con Espíritu Santo... Vio [Jesús] que los cielos se rasgaban y que el
Espíritu, en forma de paloma bajaba a él... A continuación, el Espíritu le empuja al
desierto» Me 1,8.10.12). Mucho más importante es que, precisamente en la escena de la
anunciación, en la triple intervención del ángel se distingan por vez primera las tres
hipóstasis de la divinidad: «El Señor está contigo» (Yahvé, el Dios de Israel, al que
Jesús llamará su Padre), «darás a luz al Hijo del Altísimo», «el Espíritu Santo te cubrirá
con su sombra». Si el Padre permanece en la altura como el que gobierna el universo; si,
por otra parte, el Hijo se deja llevar al seno de la Virgen, y por consiguiente deja que
tenga lugar su humanación, no la realiza activamente, el Espíritu Santo como la tercera
hipóstasis divina sigue siendo el verdaderamente activo, como lo será siempre en las
oraciones, sacramentos y carismas de la Iglesia.
III
Queda aún una sola cosa, el recipiente que acoge la fuerza del Altísimo, la Virgen. De
ella se dice que está prometida con un hombre llamado José; esto significa que, según el
derecho judío, ya estaba desposada legalmente con él, pero todavía no convivía con él.
Consumar el matrimonio ya tras los esponsales se tenía por deshonroso entre los judíos.
Por eso pregunta María también al ángel: «¿Cómo será esto, pues (por el momento) no
conozco varón?». El vínculo con José, sin embargo, es para la teología neo-
testamentaria sencillamente decisivo, porque sólo José era de la estirpe de David,
portadora de la promesa mesiánica, y el padre legal decidía la pertenencia a la estirpe. Si
se considera esta conexión tan sutilmente equilibrada, no se podrá menos de declarar
que la filiación divina de Jesús es un hecho mucho más profundamente fundado, mucho
más esencial, que su mesianidad, a la que él concedió poco valor, al menos en lo que
concernía a la comprensión habitual de la misma. Cuando Pedro lo proclamó como el
Mesías, él desvió la conversación y habló del Hijo del hombre y del Siervo de Dios que
tenía que padecer mucho; pero ningún judío de aquel entonces se podía imaginar a un
Mesías sufriendo seriamente como el Siervo de Dios.
Queda la Virgen, con su misterio en el corazón, en profunda soledad. En un silencio que
al desconcertado José casi lo lleva a la desesperación. La humanación de Dios significa
condescendencia, rebajamiento y, porque somos pecadores, humillación. Y ya él
implica también a su Madre en esta humillación. ¿De quién habrá tenido ese hijo? La
gente habrá hablado, y tampoco más tarde se quedará callada. Debió de ser duro,
cuando a José no se le ocurrió una salida mejor que la de repudiar a su novia en secreto.
La condición humana de Dios comienza con el mismo rigor. A aquel con quien él se
compromete, y a quien se compromete con él, no se le trata con consideración. Debe ir
acompañado de la sospecha y la ambigüedad de la que uno no puede excusarse. Y la
cosa se hace cada vez más ambigua, incluso, hasta la cruz, donde la madre puede ver lo
que ella ha causado con su sí, y debe escuchar también la burla cáustica que se eleva y
llega hasta su Hijo.
En la tragedia griega existe el coro que comenta los acontecimientos, con aflicción o
alabanzas. En el drama cristiano de la navidad, los ángeles que cantan el Gloria
constituyen este coro que comenta la verdad divina de la pobre escena terrena en el
establo. La gloria corresponde a Dios en lo alto del cielo, la paz, por el contrario, es
regalada en la tierra a los hombres que se alegran de su beneplácito. El primero de ellos
es ese nuevo ser humano, su Hijo. Y después, en el entorno del Hijo, todos los que le
son entregados: la Virgen, que se ha prestado a ser su madre; el hombre que por
voluntad de Dios renunció a ser su padre; los pastores que hacían vela por la noche y a
quienes cae en suerte la gracia de ser los primeros en ver el signo de salvación. El Hijo
llamará a sus propios pastores y sus propias ovejas. Ojalá también estos pastores pasen
el tiempo de navidad velando sobre sus rebaños (Lc 2,8) y anuncien a todos los que les
están confiados el signo que el Dios de la gracia ha realizado por todos nosotros.
IV
LO CATÓLICO EN LA IGLESIA
«El que se gloríe, gloríese en el Señor». Quien formule deseos de bendición y de dicha,
que lo haga igualmente en el Señor. Él es el que mediante sus pastores reparte sus dones
a la Iglesia como quiere, y dichos dones siguen siendo en su mano, gracias a Dios,
suyos. Si fueran nuestros, sucumbiríamos al sentir nuestra impotencia. Él nos ha
llamado y nos ha edificado sobre el fundamento del negador Pedro y del perseguidor
Pablo, de manera que nosotros —entre lágrimas y con corazón contrito, de los que el
ministerio no se ha de separar— podemos hablar y actuar con franqueza y con la alegría
del Espíritu Santo.
Sólo somos administradores, doblemente expropiados: para el Señor, que nos envía, y
para la Iglesia, a la que nos envía y a la que amamos porque es su novia. ¿Cómo no
hablar en esta fiesta de este objeto de nuestro amor? ¿Acaso no es el tema más grato? La
Iglesia; pero esta vez no en su fallo, sus escándalos, su discordia, en el agua que le llega
hasta el cuello, sino la Iglesia en cuanto es invulnerable e insuperablemente amplia, por
lo cual nosotros la saludamos como católica.
Así, nuestro tema debe titularse:
LO CATÓLICO EN LA IGLESIA
La fe bíblica es una: desde Abraham hasta Jesús y Pablo. No hay dos formas de fe.
Abraham es el arquetipo al que Israel subordinó su historia: salida de lo propio, con
confianza ciega en el Dios que promete maravillas, pero no muestra ninguna de ellas;
peor aún: pone el comienzo, regala al hijo de la promesa y después, en el monte Moría,
exige que se le devuelva lo regalado. Dios tiene en tal medida la supremacía, que no
sólo exige fe, sino fe ciega, fe que no se desconcierta cuando Dios parece contradecirse
abiertamente. Más tarde, en la peregrinación por el desierto, todo un pueblo es
ejercitado en esa confianza, y la peregrinación del desierto perdura también después de
la conquista de la tierra, en el exilio y aun después: Israel es continuamente ejercitado
por los profetas en este desasirse, no aferrarse, confiar y esperar.
Jesús no trae otra cosa que esta fe, pero encarnándola en sí como «el que inicia y
consuma la fe». Él en persona es la confianza pura, hasta en la noche en que el Padre lo
abandona, sin seguridad, en el no comprender ya, en la preferencia absoluta de la
voluntad ajena. Lo que él hace y deja acontecer lo anuncia y comunica con autoridad.
Su predicación es sólo la ejercitación en este acto fundamental que exige del hombre y
que a la vez suscita en él: «Creo, ayuda a mi poca fe». Atrae al salto y para ello extiende
fortalecedor la mano. Y así se percibe que en él se puede saltar, que él mismo es el
salto: del hombre a Dios, y por eso, ya antes, de Dios al hombre. «In Deo meo tran-
siliam murum» (2 S 22,30). «Nihil cepimus; in Verbo tuo autem laxabo rete» (Lc 5,5).
Tras la resurrección, los discípulos lo reconocen realmente por primera vez. Dios mismo
le ha tendido la mano; más aún, él es la mano misma de Dios tendida a los hombres.
Si en adelante Pablo vive y predica «en Christo», no anuncia ninguna novedad extraña,
sino precisamente, como él mismo sabe, la consumación de la fe de Abraham en Jesús
el Cristo. Éste es justamente ambas realidades: la Palabra de Dios y su cumplimiento,
por consiguiente la Nueva y eterna Alianza entre Dios y hombre.
Ahora bien, en este cumplimiento se encuentran dos cosas: en primer lugar es
cumplimiento del acto fundamental de la criatura en general, y en segundo lugar es
cumplimiento de las promesas de Dios.
El acto fundamental de la criatura es la religio: el volverse hacia lo Absoluto, que no
soy yo, que tampoco conozco y mucho menos domino, al que, sin embargo, me
agradezco y que prefiero a todo no Absoluto. «Je préfere I’ Absolu» (Claudel) es el
origen de la sabiduría de la India, de China, en definitiva de la religión de todos los
pueblos, que en su sabiduría han entendido que la obstinación, la polémica contra Dios,
que siempre tiene razón, es pura necedad.
La religio está a menudo enturbiada de magia, pero incluso ésta puede tener algo
conmovedor: la suposición de que, cuando el hombre se encuentra en un apuro, la
divinidad no puede permanecer impasible. Ninguna cosmovisión que no tenga su origen
en este acto fundamental, y se despliegue a partir de él, es merecedora del nombre de
amor a la sabiduría, filosofía. La fe bíblica no está, como piensa una secta cristiana, en
contraposición a este acto fundamental de la naturaleza espiritual, sino que es su
perfeccionamiento único —suscitado y posibilitado desde Dios—. La Iglesia católica
tiene un primer derecho a su título porque reconoce el enraizamiento de su fe en la
catolicidad de la razón religiosa. Pero se añade un segundo elemento.
En realidad, Dios no conduce a Abraham de vuelta al alfa del origen (re-ligio), sino al
omega de la consumación futura. Israel es hoy, como siempre, la alternativa a la religio:
esperanza en el Dios que viene. Éste es el otro polo de la experiencia religiosa de la
Humanidad, y no existe un tercero. Verdad es que hoy en día un amplio sector de Israel
ha abandonado al Dios que guía, y sólo ha retenido lo profético, la partida hacia el
futuro, la superación histórica en lo utópico.
Jesucristo es llamado alfa y omega: no sólo nos ha vinculado de nuevo con el comienzo
perdido, con el Padre, sino que nos ha puesto en movimiento hacia su futuro absoluto.
Sólo él es la fuerza que vincula principio y fin, que puede reconciliar en sí, como el
tercero más elevado, las dos cosmovisiones que tienden a separarse: pasado y futuro,
budismo y marxismo. Pues sólo en él es Dios presencia, y sólo él puede ser el camino
de vuelta al origen y desde allí a la consumación. Si Buda, con la pura/e, prefiere el
origen perdido y pasado a todo lo presente, que sólo es en apariencia; si Marx, con la
pura esperanza, prefiere la meta absoluta a todo lo presente que es realmente, sólo
Cristo establece el amor absoluto, que desde la presente condición mundana, que es
aprobada por Dios, abarca al mismo tiempo el principio y el fin.
En esta síntesis única, no imitable por nadie, radica lo universal, lo católico del mensaje
y fundación de Cristo; y esta síntesis tiene éxito sólo porque el doble salto, del hombre a
Dios y de Dios al hombre, tiene éxito y se convierte en un único salto: los ángeles suben
y bajan sobre el Hijo del hombre, tierra y cielo están reconciliados en el hombre-Dios.
En la fe en Cristo, el que es y el que viene, incluye la Iglesia, no sólo la religio de los
paganos, sino también la esperanza utópica de los judíos: el horizonte católico total del
pensamiento religioso de la Humanidad.
Catolicidad cristológica
Pero esta síntesis del acto religioso de la Iglesia, ¿acaso le da ya a ésta el derecho a
llamarse católica? ¿No es la síntesis de Cristo como alfa y omega tan única, que se
excluye a priori una participación en su catolicidad? Pues, ¿qué es Cristo, qué es la
Nueva Alianza? ¡Verbum Caro! Ya no se trata de la antigua contraposición: «Omnis
caro foenum... Verbum autem Domini manet in aeternum» (Is 40,6.8), ya no se trata de
una palabra que sólo habla a los hombres, sino Palabra-carne. Y por eso también fe-
carne. La carne tiene ahora la Palabra. No es sólo el espíritu el que pone ese acto de fe
que prefiere a Dios y espera en él, sino el hombre entero hasta el fondo de la materia.
II
2. El ministerio es, como hemos dicho, autoridad como puro servicio, por tanto como
referencia permanente desde sí mismo al Señor. Al desaparecer, deja aparecer al Señor.
Por eso es sumamente equívoco llamar al sacerdote «alter Christus», pues sólo hay un
Cristo. Actuando sacramental y pastoralmente, deja al único Cristo la palabra y la
acción; pero él tiene la autoridad para poderlo hacer. Y también la enseñanza, la
predicación y la formulación dogmática siguen siendo siempre referencia, explicación
fragmentaria. Nunca dominación de toda la verdad, que es Cristo. Pero precisamente
por eso pueden ser auténtica protección del depósito contra la petulancia de quienes
racionalizan teológicamente la verdad viva de Cristo, como si se tratara de un sistema
filosófico susceptible de dominación. El Magisterio no protege un tesoro de fórmulas,
sino el misterio al que cada fórmula sólo puede hacer referencia. Pero no sería un
ministerio instituido, establecido, si sólo pudiera actuar con signos vagos, y no fuera, en
los momentos decisivos de peligro, un indicador seguro del camino, «infalible», en la
niebla.
Hemos visto en la fe católica una catolicidad antropológica (en la primera parte): el acto
neotestamentario fundamental de la fe que espera y ama recoge en una síntesis única
todas las posibles actitudes religiosas fundamentales de la Humanidad: la ligazón
retrospectiva que se remite al origen, y la apremiante búsqueda hacia delante de la
prometida consumación futura. En la segunda parte hemos visto en la vida eclesial una
catolicidad cristológica en su sentido más profundo, con la cual la Iglesia mariano-
petrina, en la pura disponibilidad a la recepción y en el puro servicio que representa,
podía convertirse verdaderamente en la plenitud del que lo llena todo en todo (Ef 1,23).
Ambos principios de la catolicidad eclesial, sin embargo, se compenetran y completan
mutuamente: la «esclava» mariana vive, en efecto, en el puro servicio y, por
consiguiente, tiene la misma forma fundamental que el ministerio petrino; también éste
debe ser pura referencia al Señor, lo mismo que la existencia entera de María señala a
él. Ambos servicios son sobrenaturalmente fecundos. Y ambos tienen como forma
interior la vida de Cristo encaminada a la cruz, aun cuando desde la gracia de la
resurrección. Pero con todo esto se podría demostrar una cosa: que la doctrina mariana y
la magisterial no son capillas laterales de la teología dogmática católica, sino aspectos
integrantes fundamentales de la catolicidad eclesial.
La Iglesia, vista desde fuera, es una sociedad de individuos de fe igual o parecida, que
se someten a determinadas exigencias y reglas de juego sociológicas. Vista desde
dentro, es la communio sanctorum, fundada en la eucaristía, que la hace un solo cuerpo
y un solo espíritu, y la eucaristía se funda a su vez en la communio y circuminsessio
trinitarias de las personas divinas en una sola naturaleza. Este fundamento último del
ser, que cimienta a la Iglesia, supera —sin amenazar ni eliminar a las personas humanas
— la pura coordinación de los individuos en pueblos y Estados en favor de una osmosis
de destinos, de influencias, que se hacen tanto más universales, católicos, cuando más
cerca están del destino de Cristo. El cuerpo entero está de esa forma arrastrado, en
último término, al seguimiento del destino de su cabeza. Y en este cuerpo no hay nada
abstracto, «principios», «estructuras», «instituciones», que lleven una existencia ideal
sin destino fuera de las personas en las que están materializadas.
María es, como persona, principio de todo decir sí, de toda fecundidad obediencial, y
como tal es la madre con la espada en el corazón, la parturienta que grita entre el cielo y
la tierra. Está realmente de pie junto a la cruz —en contacto con la Iglesia petri-na a
través de Juan—.
Pedro recibe el ministerio tras llorar lágrimas amargas, y más tarde se le considera
digno del camino de la cruz (esa amargura permanece). Puede padecer en forma inversa
la muerte del Maestro. Precisamente por eso el ministerio atraerá magnéticamente los
ultrajes, hasta el punto de que el ministro se convierte para todos en una cloaca:
peripsema heos arti (1 Cor 4,13). Lo persigue, no sólo el odio del mundo, sino también
el de los caris-máticos eclesiales; lo mismo que en otro tiempo en Corinto se llamaba
«destino de Pablo>», se llama siempre, y hoy de nuevo, «destino de Roma». «El morir
de Jesús... en nuestro cuerpo». Y eso, en todo caso, en representación vicaria: «De modo
que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida» (2 Cor 4,10s.).
El principio del ministerio está encarnado en cada uno de los ministros: en ellos, la vida
se inclina hacia la muerte y la ruina, sin que la puedan vencer las puertas del infierno. El
barco de Pablo naufraga, y, sin embargo, todos llegan a salvo a tierra sobre tablones. Es
bueno que el ministerio pueda portar hoy esta faz denigrada, que Judas lo traicione de
nuevo en todos los sentidos, y que muchos supuestamente fieles huyan del fantasma del
establishment. Cuanto más reconociblemente se trasluzca a través de la faz del
ministerio la cabeza llena de sangre y heridas, tanto más pura interiormente será la
existencia ministerial y tanto más creíble se hará de nuevo para su tiempo.
La Iglesia sólo puede entenderse en su Señor. No existe auto-comprensión alguna de la
Iglesia. María se entiende en el Hijo. Pablo se entiende «en Christo». Verdad es que el
mundo busca hoy su autocomprensión dándose sentido a sí mismo. La Iglesia nunca
podrá hacer esto. Dejará siempre que su Señor le regale su sentido, y se percatará cada
vez más profundamente de dicho sentido, con amor humilde, en el sí y en el servicio:
«respexit humilitatem ancillae suae».
Fotocomposición
Encuentro-Madrid
Impresión y encuademación
Cofas-Madrid ISBN: 84-7490-800-0 Depósito Legal: M-25581-2006
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