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Las palmas benditas recuerdan las palmas y ramos de olivo que los habitantes de Jerusalén batían
y colocaban al paso de Jesús, cuando lo aclamaban como Rey y como el venido en nombre del
Señor.
Las palmas benditas no son cosa mágica. Las palmas benditas que recogemos cada
Domingo de Ramos en las Iglesias Católicas significan que con ellas proclamamos a Jesús
como Rey de Cielos y Tierra, pero -sobre todo- que lo proclamemos como Rey de nuestro
corazón.
Y ¿cómo es ese Reinado de Jesús en nuestro corazón? Significa que lo dejamos a El reinar
en nuestra vida; es decir, que lo dejamos a El regir nuestra vida. Significa que entregamos nuestra
voluntad a Dios, para hacer su Voluntad y no la nuestra. Significa que lo hacemos dueño de
nuestra vida para ser suyos.
Así el Reino de Cristo comienza a estar dentro de nosotros mismos y en medio de nosotros, pues
el Reino de Cristo va permeando paulatinamente en medio de aquéllos -y dentro de aquéllos- que
acogen la Buena Nueva, es decir, su mensaje de salvación para todo el que crea que El es el
Mesías, el Hijo de Dios, el Rey de Cielos y Tierra. Así nos preparamos adecuadamente para
cuando Cristo venga glorioso entre las nubes a establecer su Reinado definitivo.
Los súbditos de ese Rey, su pueblo, somos todos los que hayan cumplido la Voluntad de Dios,
todos los santos, todos los salvados por la sangre de ese Rey derramada en la cruz.
Por todo esto, Jesús nos enseñó a orar así en el Padre Nuestro: “venga a nosotros tu Reino”. Y
por eso en cada Misa, después de que el pan y el vino son transformados en el Cuerpo y la Sangre
de Cristo, toda la asamblea anuncia la muerte de Jesús, proclama su resurrección gloriosa y
terminamos la Aclamación Eucarística diciendo todos a una voz: “Ven Señor Jesús”. Y con esta
frase, que es la última de toda la Sagrada Escritura, estamos pidiendo la pronta venida de
Jesús para instaurar su Reino definitivo, en el que seguirá siendo el Rey