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Una letra prometida

U
calelé cantó mucho aquella mañana.
Ucalelé cantó de manera especial.
El gallo más flaco de la vecina daba así la bienvenida al
nuevo día.

María escuchó su canto como todos los días y salió a


buscar agua para su casa, como todos los días, pero, cuando
regresó con su garrafón lleno de agua, sintió que las
mañanas de su vida nunca serían iguales.
Un cosquilleo en sus pies la empujaba a no parar. Ir y
venir, dentro-fuera, arriba-abajo, salir-entrar.
Era su primer día de escuela.

Mamá Luz, como todos los días, se había levantado la primera. Se marchó al campo.
Necesitaba recoger unas verduras para la comida de toda la familia pero no se olvidó, antes
de comenzar su camino, de poner junto a María, que aún dormía, un cuaderno nuevo y un
bonito lápiz. Hacía tiempo que había guardado unas monedas para esta ocasión.
Las gallinas de Mamá Luz eran buenas ponedoras. Cada día no faltaban huevos, ni
manguitos en aquella cesta que cargaba en su cabeza y llevaba para vender en el mercado.

Abuela Nani preparó en la cocina su plato favorito. Quería que su nieta fuese muy
contenta a la escuela y no le importó pasar toda la víspera peinando las trencitas que
adornaban su cabeza.
María no se quejó ni una sola vez cuando su abuela estiraba y estiraba su pelo rizado
mientras canturreaba alegremente para que ella soportase la incomodidad. Sabía que
quedaría muy bonita. Su abuela Nani le había peinado ya tantas veces...

Canciones, sonrisas, silencios, miradas, palabras... poblaron aquel encuentro tan


cotidiano y cálido a la sombra del árbol que protegía cada tarde la entrada de la casa.
Esas tardes tan deseadas por pequeños y grandes en las que los hilos de la vida hacían
tan gustosos los momentos vividos y entretejían un capítulo más de la historia de todos. No
faltaba ni un vecino en aquel corro, mientras los más pequeños, cogiendo palitos, jugaban a
crear mundos, a veces tan conocidos y otros tan deseados y distantes.
Pero la abuela Nani no sabía leer letras ni
escribir una sola de ellas.
Cuando era pequeña no había una escuela cerca
del poblado. Su nieta María tenía más suerte,
pensaba ella.
Abuela Nani no sabía leer letras ni escribirlas
pero conocía el nombre de todos los animales y de
todas las plantas que rodeaban su casa, una casa que
era su pequeño-gran mundo.
Muchas veces jugaba con María a “pedir
nombres”:
—¡Abuela Nani, dame un nombre! —le decía la
niña.
Y su pequeña nieta alargando uno de sus dedos le señalaba un bicho, una flor, un árbol,
una fruta, una hoja, una hortaliza, un camino…
—¡Dame más! —seguía diciendo. Y de nuevo la niña señalaba un pájaro, una caña, una
cabra, una gallina, una cesta.
Y entonces, una cascada de nombres y de risas se desbordaba de la boca de su abuela
que, sin parar, una y otra vez, regalaba nombres a María. No había secretos para su abuela.
Sabía leer lo que decían las estrellas por la noche y las nubes por el día, y lo que susurraban
el viento y la lluvia, y los brotes de las plantas y las huellas del camino.

Cuando llegaban las lluvias, solían sentarse las dos delante de la puerta de la casa. Les
gustaba mirar al cielo, y juntas “soñaban nubes”:
—Mira aquella nube... parece una cabra con cuernos chatos —le decía la abuela riendo.
—La que yo veo más lejos es un pájaro que come una fruta —continuaba entusiasmada
María.
—Esa delgada es una serpiente y fíjate en la otra, es un pez blanco que nada en el agua
azul del cielo. Busca tú ahora, niña mía.
Y María se dejaba llevar por los ojos de la abuela Nani y también veía fantásticas
nubes que la hablaban de formas, de movimientos de la tierra y del mar.
¡Quería tanto a su abuela! Desde que nació, los brazos de la abuela Nani fueron su
mejor cuna. Le cantaba canciones y le quitaba el miedo por la noche:

“No llores, no llores niña mía,


porque la brisa del viento te mece,
cada una de las estrellas brilla para ti,
y los brazos de tu abuela Nani te duermen.”

Y María dormía tranquila toda la noche.


Ya nada temía, ni la lluvia, ni el viento fuerte, ni las ramas de los árboles que se
agitaban como si monstruos fuesen.

Pero los ojos de la abuela Nani se ponían tristes cuando recibía una carta o alguna hoja
de periódico llegaba a la casa envolviendo un paquete de la ciudad. Aquellos dibujos tan
pequeños y todos del mismo color — ¡qué difíciles de leer!
Daba vueltas y vueltas al papel y volvía a dejarlo sobre la mesa sin haber conseguido
descifrar uno solo de aquellos pequeños dibujos.

Y llegó el gran momento de aquella mañana de


sol.
María ya estaba preparada. En su mano cerrada
se veían bien seguros el cuaderno nuevo y el bonito
lápiz. Y la mirada complaciente de su abuela iluminó
su cara.
—¡Abuela Nani —le dijo al fin la niña— cógeme
una vez más en tus brazos! ¡Dime más nombres de
pájaros y de flores!
—¡Ven, niña mía! —le dijo la abuela alargándole
sus brazos—.Te daré más nombres, te daré todos
los nombres que me pidas, pero prométeme tú una
cosa, sólo una cosa, María.
Abuela Nani acercó los labios a su oído como
tantas veces había hecho para decirle sus secretos.
—Por cada nombre que te dé —le dijo— tú me darás una letra que aprendas.
María sonriendo le dio un beso, saltó de sus brazos y corrió al camino.
—¡Abuela Nani —le dijo mientras se alejaba—, ésa será mi promesa! Una letra te daré
por un nombre que me des.

Fátima del Río


Una letra prometida
Alpedrete (Madrid): Sieteleguas; Madrid: Fundación InteRed, 2006

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