Sei sulla pagina 1di 125

Universidad Nacional de La Plata

Facultad de Bellas Artes


Producción de Textos – Cátedra B

CUADERNILLO DE TEXTOS
Unidad 3
La siguiente selección de textos corresponde a las lecturas que se abordarán en las clases durante el
curso 2019. Este cuadernillo está orientado a simplificar el acceso a los materiales necesarios para la cursada:
no constituye la totalidad de lecturas consignadas como bibliografía en el programa de la materia. Los
textos se organizan con un criterio alfabético que no indica necesariamente el orden en el que se abordarán las
lecturas en el aula.

En el mismo se diferencian dos secciones: la primera incluye la bibliografía teórica; la segunda, textos
ficcionales, periodísticos y otros. En las clases se articularán lecturas de ambas secciones.

SECCION PRIMERA

 Anderson Imbert, Enrique: “Teoría y técnica del cuento”, Cap. 6………………………………………………….……..……3


 AAVV: “Cuentos Clasificados 1”………………………………………….……………………….…….……………………………….…...10
 Apunte de cátedra: “Historia y discurso”………………………………………………………….……………………..……………….21
 Apunte de cátedra: “Núcleos, sucesos y catálisis”…………………………………………………………………………………...23
 Apunte de cátedra: “Apunte sobre descripción”…………………………………………….………………………………..…….30
 Apunte de cátedra: “El tiempo en la narración”………………………………………………………………………………………38
 Cortázar, Julio: “Algunos aspectos del cuento”…………………………………………………………………….…………………41
 Steimberg, Alicia: “El relieve del texto”…………………………………..………………………………………….…...……………….56
 Steimberg, Alicia: “Visualización: concreto versus abstracto”…………………………………….……………………………59
 Weinrich, Harald: “Mundo comentado/Mundo narrado”………………………………………...……………………………..64

SECCION SEGUNDA

 Selección de textos sobre Severino Di Giovanni ………………………………...………………………………………………….66


 Borges, Jorge Luis: El cautivo…………………………………………………………………………………………….…………………….75
 Calvino, Italo: La aventura de un matrimonio…………………………………………………………..……………………………...75
 Castillo Abelardo: Patrón……………………………………………………………………………………………..………………………….77
 García Márquez Gabriel: Tramontana……………………………………………………………………………………..…………….…84
 Laurencich, Alejandra: El secreto……………………………………………………………………………..…………….……………..….88
 Nielsen, Gustavo: El café de los micros…………………………………………………………………..……………..…………..…….91
 Ocampo, Silvina: Las vestiduras peligrosas……………………………….…………………………………………………………..107
1
 Walsh, Rodolfo: Esa mujer……………………………………………………………………………………….…………………………….111
 Walsh, Rodolfo: Tres portugueses muertos bajo un paraguas (sin contar el muerto)…………………….…….118
 ANEXO…………………………………………………………………………………………………………………………………………………..122

2
SECCION PRIMERA
Teoría y Técnica del cuento
Anderson Imbert, Enrique

6. Clasificación de los puntos de vista


Introducción

Nos ponemos a leer un cuento y, en tanto los ojos recorren las letras, se aparecen en nuestra mente
imágenes en movimiento. Lo que ahora vemos con ojos, no físicos sino fantasiosos, es una serie de
acontecimientos. ¿Quién transformó esos acontecimientos en escritura? Sin duda un escritor que los vivió en
carne propia, se enteró de esos por casualidad o los puso de pe a pa. Cualquiera que sea el caso, el escritor ha
presentado las acciones de un cuento o como funciones de personajes. El narrador también es un personaje
creado por el escritor. Aunque el escritor haya creado al narrador a su imagen y semejanza, dándole su propia
figura y apellido, ya no es en el cuento un hombre real, sino un agente ficticio cuya función es fingida. Finge a
otros personajes que, a su vez son agentes: las acciones del cuento son funciones de esos personajes.

La construcción de un tiempo de un cuento se entiende mejor si comenzamos por situar al narrador.


Puesto que el cuento relata una acción queremos saber desde qué “lugar” el narrador “vio” la acción; cuál era
su “perspectiva”. En otras palabras, queremos comprender al narrador y su punto de vista.

He aquí los términos del problema: un narrador, un cuento, un lector. Las mentes del narrador y del
lector -a veces separadas por océanos y centurias- vienen a encontrarse en el texto del cuento. Con un
estratégico arreglo de símbolos el narrador regula las reacciones del lector. Es el proceso de toda
comunicación lingüística: una primera persona se dirige a una segunda persona para contarle algo; algo, por
ejemplo, sobre una tercera persona. Mi propósito es analizar en el cuento los puntos de vista posibles en ese
entendimiento entre narrador y lector. Repasaré, pues la gramática de los pronombres personales.

Gramática de los pronombres personales

En la gramática de la lengua castellana los pronombres “lo”, “tú” (usted), “él”, “ella”, “ello”, “nosotros”,
“nosotras”, “vosotros” (ustedes), “vosotras”, “ellas”, “ellos”, (más palabras en oficio de pronombres como de
pronombres como “uno”, “éste”), establecen las situaciones fundamentales de la comunicación lingüística.
(Una peculiaridad de nuestra lengua es que a veces los pronombres son suprimibles, por redundantes, como
cuando la conjugación del verbo se encarga de denotar el sujeto de la oración: tengo, tienes, tiene, etc.)
Simplificando sus accidentes de género, número y uso, los pronombres se reducen a un triángulo que es el
modelo básico del conversar y el contar. “Yo”, “Tú” son seres personificados. La tercera persona gramatical –
aquella de quien se habla: él, ella; ellos ellas; ello- puede ser sustituida por cualquier sustantivo. En suma, que
los pronombres de primera y segunda persona sostienen un diálogo humano, mientras que el de tercera
persona puede aplicarse a un ilimitado campo de acción, de hombres y cosas: se refiere al objeto de un
discurso o mensaje del que están excluidos el hablante y el oyente.

3
En cada oración no hay siempre un “yo” que se dirige a alguien (“tú”) para decirle algo (de “él”, de
“ello”). Son personas gramaticales, no personas reales. El " yo" puede hablar de sí, sea que hable solo o con
otra persona (" hice tal cosa"; " te digo que hice tal cosa"); y puede hablar de una tercera persona o mensaje
("él hizo tal cosa"; ello se hizo necesario"). Los pronombres admiten también usos hipotéticos, metafóricos o
ceremoniales. Pongamos por caso el uso del "tú". Puedo decir " tú vas a divertirte y te fastidian" en una
situación hipotética que alude a la situación real de que "uno va a divertirse y se fastidia", "fui a divertirme y me
fastidiaron", “fuimos a divertirnos y nos fastidiaron" o “fue a divertirse y lo fastidiaron". Otro uso metafórico es
el de "él" como si fuera " yo". Le digo a mi hijo: " ¿qué opina de esto el inteligente de la familia? en el sentido
de que "qué opinás", y me contesta: " pues opina que eso no vale la pena" en vez de "opino que eso no vale la
pena".

Al designar a personas y cosas la función de los pronombres, por amplia que sea, queda siempre
localizada en el modelo triangular de la comunicación: primera, segunda, tercera personas gramaticales, en
singular y en plural. Los "ángulos de visión" en un cuento están lingüísticamente determinados por ese
triángulo: un "yo" que se dirige a un "tú" para hablarle sobre un "él". A fin de aplicar las situaciones
gramaticales al arte de contar calcamos sobre el código de la lengua un código de convenciones literarias. Con
una diferencia. En una conversación real el oyente puede pasar a ser hablante; el hablante oyente; y la persona
de quien se hablaba puede entrar en la conversación como hablante o como oyente. Un cuento, en cambio, es
una entidad fija, aunque permita que, dentro de su texto, ocurran los desplazamientos y usos hipotéticos,
metafóricos y ceremoniales que hemos notado en el hablar corriente. En una conversación real el hablante, el
oyente y la persona aludida alternan. En un cuento el narrador, el lector y el personaje tienen que mantener sus
posiciones. Cuando el lector se arroga el papel de co-narrador o el personaje se rebela contra el narrador es
porque el cuento, por voluntad deliberada del cuentista, permite esa anarquía. Una cosa es el desorden de la
vida y otra el simulacro de desorden en la literatura. En un cuento siempre narra un "yo". Es obvio que si en un
cuento aparece un "tú" o un "él” es porque un "yo” los ha pronunciado. Este "yo”, explícito, o implícito, es
siempre ficticio. Explícito: el narrador, usando el pronombre en primera persona, y desde dentro del cuento,
puede hablar de sí mismo, sea porque es el protagonista de la acción contada o porque es testigo de lo que le
pasa a un vecino. Implícito: el narrador puede, con el pronombre de la tercera persona, y desde fuera del
cuento hablar sobre un personaje, sea principal o secundario. En ambos casos ese narrador es una convención
literaria: no existe como persona real, sino como personaje de ficción.

Según Käte Hamburger – The logic of literature, 1973; original alemán revisado, 1968- sólo la narración
en tercera persona es "épica": no la transmite un narrador personal sino que su fuente es el acto mimético de
una "función narrativa impersonal". Por el contrario, la narración en primera persona tiene la estructura
característica, no de la ficción, sino de un informe sobre una realidad fingida: sólo en relatos en primera
persona encontramos a un narrador personalizado. Varios lingüistas -Charles C. O Fries, Joseph M. Backus et
al.- Han estudiado la primera frase de un cuento la estructura lingüística del pronombre. Repárese en la
diferencia entre dos cuentos según que comiencen con una oración en tercera o en primera persona: "El vio
que una mujer se le acercaba"; "Yo vi que una mujer se me acercaba". En estos ejemplos del pronombre "yo"
nos está transmitiendo el cuento y por lo tanto se refiere al narrador; en cambio el pronombre "él" no tiene
referente (Joseph M. Backus, “He came into her line of visión walking backward: Nonsequential Sequence-
Signals in Short Story Openings”, Language: a journal of Applied Linguistics, núm. 15, 1965).
4
En 5.2. O distinguí entre el "yo" de un escritor concreto y el "yo" de una narrador abstracto; el "yo" del
escritor, hombre de carne y hueso, crea un “segundo yo", una especie de "doble" que viene ser la versión,
estéticamente superior, de sí mismo. Remito a esas páginas y, ya descargado de pesos, paso a clasificar los
puntos de vista efectivos.

Por economía verbal seguiré hablando en singular masculino (escritor, narrador) y de pronombres
personales en singular (yo, tú, él), pero quede entendido que lo dicho vale también para los casos plurales y
femeninos: escritores, narradoras, pronombres personales plurales (nosotros, vosotros, ellos). Por ejemplo, dije
que el narrador de un cuento presupone siempre un escritor real. Sin embargo, a veces no es su uno, sino dos,
o varios, que colaboran tan íntimamente que el lector no puede distinguirlos, como cuando Jorge Luis Borges y
Adolfo Bioy Casares firmaron con el seudónimo "H. Bustos Domecq" los cuentos de Seis problemas para Don
Isidro Parodi.

Los puntos de vista efectivos

Ahora sí vamos a estudiar los cuatro puntos de vista efectivos; o sea, cómo el escritor ha delegado su
punto de vista real a un narrador con puntos de vista ficticios. (…)

Narraciones en primera persona

Con el punto de vista del "yo" se resuelve el problema de qué es lo que el narrador ha de seleccionar
para narrárnoslo. La selección es lógica: todo aquello que no haya entrado en la conciencia de ese "yo"
tampoco debe entrar en su narración. Narrar con la primera persona tiene ventajas y desventajas. Se dice que
una ventaja del "yo" es que convence al lector de la verosimilitud del relato: en la vida práctica, ¿no nos
inclinamos a creer más en los informes directos que en los rumores indirectos? Quizá, pero en un cuento la
vida no es práctica. Hay narraciones en primera persona que, sin embargo, son increíbles: las fantásticas, las
satíricas, las referidas por mentirosos ("El caos" de Juan Rodolfo Wilcock). El "yo", por sí solo, no tiene la virtud
de convencernos: sólo nos indica que la intención del escritor ha sido la de que el narrador hable como si
hubiera sido protagonista o testigo de la acción que cuenta.

Palabras como "yo", "mí", "me", "mío" sugieren inmediatamente una intimidad. El cuento escrito con el
punto de vista de la primera persona es radicalmente subjetivo. Se supone que el escritor, al ceder al narrador
la autoridad, no le hace narrar algo que no está en su conciencia. Todos los demás personajes del cuento son,
desde el punto de vista del narrador en primera persona, objetos dentro de su conciencia. Sólo con
suposiciones e inferencias, o recurriendo a informaciones que le son accesibles, el narrador puede exceder los
límites de la propia observación. Su autoridad queda siempre limitada a lo que sabe. Cuando el narrador es
parte de la acción que describe y la parte que desempeña es la de un protagonista, lo que nos dice tiene valor
psicológico, pero no podemos esperar de él juicios objetivos sobre los demás personajes. Sí, por lo contrario,
pronuncia juicios al margen de la acción, nos preguntamos cómo y por qué estaba presente en tal o cual
episodio. Además, es frecuente que el narrador adulto evoque una escena de su niñez y comprenda lo que
cuando niño no comprendió, en cuyo caso es como si, a diferentes alturas de la vida, un "yo" hablara de otro
"yo" aunque se trate de la misma persona: así en mi cuento "Ojos (los míos espiando desde el sótano)" (K). En
suma: este narrador, desde dentro de la acción que cuenta, habla de sí, y entonces él es el protagonista y los

5
demás personajes son menores; o su "yo" es el de un personaje menor, testigo de las aventuras más
importantes del protagonista.

(…)

Narrador protagonista

El escritor narra con un "yo": el "yo" del narrador. Y este narrador habla en primera persona de lo que le
ha ocurrido a él. O sea, que el escritor se ha servido de su principal personaje para establecer el punto de vista
de un "yo". El protagonista cuenta en sus propias palabras lo que siente, piensa, hace; nos cuenta qué es lo que
observa o a quién observa. Es un personaje central o cuyos sentimientos, pensamientos y observaciones de lo
que ocurre a su alrededor, incluyendo las acciones de los personajes menores, constituyen todas las pruebas
en que se basa la verosimilitud de la historia. Esta clase de narración puede ser objetiva, externa y dramática si
el protagonista se limita contar sus acciones y observaciones. Puede, además, ser subjetiva, interna y analítica si
el protagonista también deja traslucir sus pensamientos y sentimientos, fantasías y preferencias. La acción del
cuento es la actividad del narrador-protagonista. A veces el cuento es tan artero que parecería que el
protagonista cuenta sin comprender lo que está contando y que, al contrario, el lector comprende más que él.
El protagonista puede estar ciego para ciertas situaciones y el lector, por tanto, goza de un privilegio secreto:
él, lector ve y comprende, mientras que el protagonista ni ve ni comprende. Muchos de estos cuentos
consisten en que el protagonista, al final reconoce su propia ceguera.

Cuando el narrador protagonista habla consigo mismo oímos su monólogo interior. Si está
reaccionando ante estímulos del mundo, su monólogo interior, hecho de imprecisiones, narra lo que pasa su
alrededor. Si pone recordar, su monólogo interior, hecho de recuerdos, asocia acontecimientos pretéritos a una
experiencia presente. Y si no registra un presente ni recuerdo un pasado su monólogo interior pasa a ser toda
la sustancia del cuento. Que el cuento está constituido enteramente por un monólogo interior es el último
reducto del punto de vista del narrador protagonista. Eliminado del cuento todo aquello que está más ésa de
su campo de visión es natural que las únicas acciones narradas sean desórdenes mentales, rabietas, ilusiones,
espantos, y sueños de la duermevela.

Señalar las ventajas y desventajas de un cuento narrado por su protagonista no es tarea mía sino de los
preceptistas. A veces recomiendan la credibilidad. "Yo estuve ahí", "yo lo vi", "me ocurrió a mí" –dicen- ofrecen
garantías convincentes. Sin embargo, podría objetárseles que un cuento narrado por su protagonista, si es de
aventuras peligrosas, tiene la desventaja de disminuir la expectativa del lector puesto que, desde el comienzo,
sabemos que el héroe ha de sobrevivir a los peligros por venir. Esto si el cuento es realista pues en un cuento
fantástico siempre hay la posibilidad de que el "yo” siga contando después de haber muerto, como en "El
fantasma" (G). Desventaja -según los preceptistas - es la del narrador protagonista que comete la inmodestia
de exaltar sus propias virtudes o la perversidad de jactarse de sus maldades. Sin embargo podría objetárseles
que quizá la intención es, precisamente, la de dar la imagen de un inmodesto (Marta Lynch, "Cuentos de
colores") o de un malvado (Ricardo Piglia, "La honda"). En suma, que preceptuar las ventajas y desventajas es
una tarea discutible. Lo indiscutible es la lección de la historia: con cualquier punto de vista se puede escribir
un cuento excelente (Apostillas).

6
Narrador testigo

Este narrador también está dentro del cuento, también narra en primera persona. En mayor o menor
grado participa de la acción pero el papel que desempeña es marginal, no central. Es el papel de un testigo. Un
viejo amigo, un pariente, un vecino, un transeúnte usa el "yo" para contar lo que le pasa a otro. El Dr. Watson,
por ejemplo, nos cuenta las aventuras de Sherlock Holmes, en las que está mezclado. Está mezclado en los
acontecimientos, sí, pero lo que nos cuenta son las aventuras de un personaje más importante que él. Aún en
el caso de que en la sociedad real el narrador testigo ocupe una posición más prominente que el personaje del
que habla, dentro del cuento su importancia es menor. Un rey es más importante que su vasallo pero si el rey,
en actitud de testigo, contará lo que hace su vasallo, aunque a los ojos del vasallo siga siendo el soberano, a
los ojos del lector el protagonista sería el vasallo, no el rey. El narrador testigo es, pues, un personaje menor
que observa las acciones externas del protagonista. También puede observar las acciones externas de otros
personajes menores con quién el protagonista está relacionado. Es un personaje como cualquier otro, pero su
acceso a los estados de ánimo de las otras vidas es muy limitado. Sabe apenas lo que un hombre normal
podría saber en situación normal. No ocupando el centro de los acontecimientos, se entera de ellos porque
estaba allí justamente cuando ocurrieron o porque es un confidente del protagonista o porque conversa con
personas bien enteradas y así recibe testimonios que le permiten completar sus noticias hasta comprender la
historia total. En "El Dios" de H. A. Murena el narrador testigo dice "me contaron un historia que puede no se
real; sin embargo, resulta verosímil… Quien me narra la historia recuerda que quien se la narró recordaba ver a
krauss camino a su casa…". Lo que hace el narrador testigo es inferir. Infiere leyendo cartas, diarios íntimos,
papeles; infiere observando gestos o siguiendo las huellas de la acción. Aunque el narrador testigo exprese sus
propios pensamientos, lo que más importa, que son los pensamientos del protagonista, se le escapa. Puede ser
muy subjetivo y también muy objetivo. Puesto que es un personaje secundario que está en la periferia de la
acción contada, puede alejarse aún más y mirar la acción en su conjunto, interpretando su significado; o puede
acercarse pegando los ojos a los episodios y detalles más significativos. O nos da un resumen de lo que
aprendió, en una versión rápida o, al revés nos la presenta en forma espectacular. En cualquier caso es un
testigo de acciones ajenas.

Narraciones en tercera persona

Los puntos de vista protagonista y testigo suponen que el narrador es un personaje del cuento, quien
por lo General cuenta con los pronombres de la primera persona gramatical. Ahora clasificaremos los puntos
de vista de un narrador que cuenta desde dentro con los pronombres de la tercera persona.

Sin duda este narrador es un " yo", y si leemos en el cuento pronombres de tercera persona "él, ella,
etc.) es porque ese "yo" los está pronunciando. Hay grados relativos e inestables en la presencia de este "yo":
un "yo" que permanece anónimo y oculto; un "yo" que interviene discreto y sutilmente en la acción narrada; un
"yo" con patentes intrusiones… Cuando el "yo" se dirige al lector ("tú, lector…") y habla de los personajes con
los pronombres de tercera persona, su aparente familiaridad con el lector no quita que su conocimiento de los
personajes sea el de un Dios. Es un Dios capaz de dialogar con el lector sin perder por eso su atributo de
omnisciencia.

Narrador omnisciente
7
La omnisciencia es un atributo divino, no una facultad humana. Solamente en el mundo ficticio de la
literatura vale la convención de que un narrador tenga el poder de saberlo todo. Y, en efecto el narrador
omnisciente es un todopoderoso sabelotodo. (Aún así, no lo podemos imaginar con los atributos de eternidad
y ubicuidad con que los teólogos imaginan a Dios pues el narrador, obligado a pronunciar palabra tras palabra
sólo conoce en el orden de un antes y un después, de un acá y un allá.) Este microdiós de un microcosmos es
capaz de analizar la totalidad de su creación y de sus criaturas. Desde fuera del cuento analiza cuanto sucede
dentro del cuento. No limitado ni por el tiempo ni por el espacio, capta lo sucesivo y lo simultáneo, lo
grandioso y lo minúsculo, las causas y los fines, la ley y el azar.

El narrador omnisciente es un autor con autoridad; impone su autoridad al lector (y éste la acata pues
reconoce inmediatamente que la historia está vista a través de una mente dominadora). Dice que es lo que
cada uno de los personajes o todos a la vez sienten, piensan, quieren y hacen. También se refiere a
acontecimientos que no han sido presenciados por ninguno de ellos. Selecciona libremente. Tan pronto habla
del protagonista como de personajes menores. Gradúa las distancias. Nos da, telescópicamente, un vasto
cuadro de la vida humana o, microscópicamente, una escena de concretísimos pormenores. Y, si se le antoja, va
comentando con reflexiones propias todo lo que cuenta. Presenta una situación de un modo objetivo sin
colarse dentro de la conciencia de los personajes; elige de la conciencia de los personajes sólo una tensión
momentánea que le sirve para lograr un efecto especial; examina las actividades de la conciencia del
protagonista sin más concesión al contorno social que unos pocos diálogos y descripciones; escenifica sucesos
a la manera de un comediógrafo o; pronuncia discursos a la manera de un ensayista; construye cámaras con
espejos, máquinas del tiempo … En fin, el narrador omnisciente es un Dios caprichoso. Así me sentí al escribir
"El nigromante, el teólogo y el fantasma” (L).

Tan profundamente penetra la conciencia de los personajes que, en esas profundidades, encuentra aún
aquello que los mismos personajes desconocen. Porque los personajes no siempre aparecen en el cuento tal
como se ven a sí mismos ni tampoco tal como los vecinos los ven. No. Con clarividencia el narrador
omnisciente revela el ámbito objetivo en que están sumidos los personajes y también las reconditeces de sus
personalidades. Es más: baja hasta casi tocar la subconciencia de sus criaturas. Nada le es ajeno: pesadillas
delirios, desmayos, olvidadas experiencias de infancia, tendencias hereditarias, oscuros instintos, sentimientos y
pensamientos más explicaciones de por qué sienten y piensan así. Este narrador omnisciente que se refiere a
cada personaje con los pronombres "él", "ella" suele preferir las técnicas de fluir psíquico. Entonces los
acontecimientos del cuento quedan sumergidos en la corriente y sus formas y colores tiemblan como la
imagen de cantos rodados bajo las ondas de un río. Pero quede para otro capítulo el estudio de las técnicas de
influir psíquico pues es independiente del estudio de los puntos de vista en el que ahora estamos.

Narrador cuasi omnisciente

Supongamos que el narrador omnisciente del que acabo de hablar renuncie a la sabiduría divina que se
había arrogado y restrinja su saber a lo que cualquier hombre podría observar. Tendríamos entonces el punto
de vista del narrador cuasi omnisciente. No es omnisciente porque ni entra en las mentes de sus personajes ni
sale en busca de explicaciones para completarnos el conocimiento de lo que ha ocurrido. Decidimos, sin
embargo, que es cuasi omnisciente porque, a pesar de sus restricciones, puede seguir a sus personajes a los
lugares más recónditos abrir - un cuarto hermético, una isla desierta, un cohete a la luna- o da la casualidad
8
que los espía por una rendija providencial justo en el momento en que hacen algo decisivo para la marcha del
cuento. Imaginemos un cuento con dos prisioneros emparedados en una cárcel. Nadie podría verlos. El
narrador -presente e invisible como un Dios- los describe con los pronombres de la tercera persona. Es, pues,
lo bastante omnisciente para saber lo que pasa entre dos solitarios encerrados. Ahora un prisionero murmura
algo al oído del otro y el narrador describe su gesto pero no alcanza oír esas palabras. El narrador se ha
convertido en un observador casi humano (sólo que un hombre no podía estar dentro de esa inaccesible celda)
y casi divino (sólo que un Dios no sería sordo), o sea, que su omnisciencia es una cuasi omnisciencia. El
narrador cuasi omnisciente es una especie de semidiós que anda entre hombres. Se desdiviniza, se humaniza.
Puede estar relacionado con sus personajes -un pariente, un amigo, un confidente, un vecino- y también puede
ser un invisible vigilante. Como quiera que sea, nos da un informe objetivo aunque en su informe faltan los
datos de la secreta intimidad de los personajes. Observa sólo las acciones externas del protagonista y
personajes menores. Nos enteramos de las emociones de alguien por sus ademanes, voces, lágrimas, risas, por
la palidez o por el rubor, en fin, por el lenguaje visible y audible de su cuerpo. Así es como inferimos las
emociones de nuestros prójimos en la vida real. El narrador cuasi omnisciente se parece a esos psicólogos
conductivistas (behaviorist) que sólo observan reacciones y comportamientos.

Claro que el narrador es quien elige lo que debe verse y oírse, y él sabrá por qué elige la posición de
conciencia reprimida. En verdad podría ser omnisciente pero ha optado por la casi omnisciencia. El lector, no él,
es quien interpreta las emociones de los personajes gracias a la información de primera mano que el narrador
cuasi omnisciente le suministra.

He diferenciado al omnisciente del cuasi omnisciente. También conviene diferenciar al narrador cuasi
omnisciente del narrador testigo. El cuasi omnisciente observa a los hombres desde fuera y desde lejos. Es un
observador ordinario que no puede saber sino lo que cualquiera podría saber oyendo palabras, viendo gestos.
Aunque imagine qué procesiones andan por dentro del cráneo de su personaje nunca está seguro y por eso
prefiere describirnos los indicios exteriores que le permiten inferir tal o cual estado de ánimo. No parece saber
más de su mundo ficticio que lo que nosotros sabemos del mundo real de nuestros vecinos. Más el hecho de
que el narrador cuasi omnisciente narre con los pronombres de la tercera persona gramatical es la gran
diferencia con el narrador testigo, quien usa la primera persona gramatical. Ni uno ni otro pueden conocer el
fluir psíquico del protagonista o los ocultos resortes de su conducta. Pero el narrador cuasi omnisciente tiene
libertad de movimientos para observar a su personaje. En cambio, el narrador testigo es un personaje ordinario
dentro del cuento, y el radio de su observación es estrecho: ve solamente lo que puede ver una persona que se
encuentra en medio de los acontecimientos.

No he terminado todavía el examen de los puntos de vista: sólo di los cuatro cardinales, que
corresponden a la relación del narrador con la materia que narra. Lo que nos falta examinar son sus
combinaciones y las posiciones intermedias. Tal es el tema del próximo capítulo.

9
AA.VV. Cuentos Clasificados 1.1

¿A qué podemos llamar “cuento”?

El breve relato que sigue pertenece a una de las primeras colecciones de narraciones tradicionales que
fueron compiladas por los hermanos Jacob y Wilhen Grimm y publicadas en Alemania a comienzos del siglo
XIX.

La llave de Oro

En un crudo día de invierno, cuando los campos estaban cubiertos por una espesa capa de nieve, tuvo
que salir en su trineo un pobre niños a buscar leña. Después de recogerla y cargarla, sintió mucho frío y no
quiso regresar enseguida a su casa, sino hacer primero un fuego para calentarse un poco. Entonces comenzó a
apartar la nieve para dejar el suelo descubierto y, al hacerlo, encontró una llavecita de oro.

Y he aquí que pesó que donde hubiese una llave tendría que haber también una cerradura, y siguió
cavando y encontró un cofrecito de hierro. “¡Si sirviese la llave...! –pensó-; sin duda habrá objetos valiosos en el
cofre”. Buscaba y buscaba pero no encontraba la cerradura, hasta que, finalmente, descubrió una, pero tan
pequeña que apenas podía verse. Probó y la llave entró fácilmente. Entonces le dio una vuelta; y ahora hemos
de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y alce la tapa; entonces nos enteraremos de las cosas
maravillosas que contiene el cofrecito.

No sabemos qué puede haber dentro del cofre, pero está claro que a este niño le ha sucedido algo
interesante. Podríamos definir los cuentos como un suceso puesto en palabras. La habilidad para contar
sucesos constituye el arte de narrar.

La narración es uno de los géneros literarios más antiguos. Tuvo su origen en la tradición oral: los
relatos se transmitían de boca en boca, de pueblo en pueblo y de generación e generación. Todavía hoy,
cuando los libros y las revistas difunden miles de cuentos y conocemos muchos cuentistas famosos, una de las
formas más frecuentes del relato sigue siendo oral: la anécdota. Quien cuenta una experiencia (propia o ajena)
está brindando la base de un cuento que se puede escribir.

Nadia cuenta ni escucha una anécdota si en ella no hay algo que despierte interés. Si nada en el mundo
nos interesara (porque todo está a nuestro alcance, o porque somos incapaces de necesitar algo nuevo), nunca
habría actividades creativas como la de narrar.

Casi todos los cuentos tratan de una búsqueda. El “La llave de oro”, se trata de la búsqueda de un
objeto (una cerradura). Pero también puede ser la de un amor, una explicación, una aventura, una venganza, un
camino... Los personajes de los relatos que les presentamos en este libro desean y buscan cosas diferentes.

1Buenos Aires, Cántaro, 1998. p.p. 9-28

10
Nosotros, los lectores, al disfrutar de un cuento, también realizamos una búsqueda pero de otro tipo.
Por eso les vamos a proponer trabajar con algunas de las cosas que podemos hallar en nuestro recorrido por
un cuento.

Lo primero que encontramos son voces, a través de ellas recibimos el relato. Mientras leemos vamos
“oyendo” las palabras. Escuchamos el cuento como dicho por una voz del relato, el narrador, que suena más
grave o más aguda, dulce o amarga, cercana o lejana, según el tema del que habla o el estilo que tiene.
Cuando hablan los personajes se “agregan” otros timbres.

Esas voces nos van mostrando un mundo, que muchas veces reúne fragmentos del que nosotros
conocemos. Pero ese mundo no es un cuadro ni una foto, lo imaginamos en movimiento y por eso dura un
tiempo.

Los cuentos seleccionados en este volumen, serán observados desde estos tres aspectos: las voces del
relato, el mundo creado a través de esas voces y el tiempo de los sucesos.

Los cuentos y las voces

Llamamos “narrador” a la voz del relato. No hay que confundir el narrador imaginario con el autor real
del cuento. Por ejemplo, sabemos que “El gato negro” es un cuento escrito por Edgar Allan Poe (autor real),
pero quien nos narra el cuento no es él sino la voz que imaginamos al leer.

En los relatos aparecen también las voces de los personajes. Suelen estar precedidas por un guión o
entre comillas, como se observa en “La llave de oro”, para diferenciarse de la voz del narrador:

“¡Si sirviese la llave...! –pensó-; sin duda habrá objetos valiosos en el cofre”.

En el caso anterior no hace falta que se aclare quién “Pensó”, porque el niño es el único personaje del
relato; pero si hubiese varios personajes, sería necesario indicar “pensó Juan”, “dijo María”, etc. Esa aclaración la
hace la voz del narrador, es él quien generalmente presenta a los personajes y es quien introduce otras voces
del relato, como un cronista en un reportaje. Por eso, podemos diferenciar:

Narrador = voz expositora

Personajes voces reportadas

1. Luz...

Imaginemos por un momento que estamos en un lugar desconocido y tenemos los ojos vendados.
Oímos voces, pero no sabemos de quiénes son ni a quiénes les hablan. Tampoco, si tenemos algo o nada que
ver con lo que ahí sucede. Algo similar nos ocurre cuando comenzamos la lectura de un cuento y aún no
conocemos nada sobre él. El narrador es quien descorre el velo de nuestros ojos. Pero ese favor tiene un
precio: nos quedamos donde él nos ubica.

La función del narrador es la de guiar nuestra lectura. Observen este posible fragmento de un relato
inédito:

11
El chofer, la señora Gálvez y Darío se apartaron para discutir el asunto.

—A mí me da vergüenza empezar... Miren si no, ese... y aquel otro, pobre...

—Ahora no les podemos decir que se suspende...

—A ver... usted está cansada, usted está cansado...

—Yo no dije eso...

— ¿Qué es eso?

—No sé. Es el mismo de ayer.

—Ah, sí, sí.

La voz del narrador "habló" al principio, para presentar a los personajes, pero luego calló. El resultado
es la desorientación; no entendemos quién habla en cada caso ni a qué se refiere.

Observemos ahora el mismo fragmento pero con el narrador cumpliendo su función:

El chofer, la señora Gálvez y Darío se apartaron para discutir el asunto.

—A mí me da vergüenza empezar... Miren si no, ese... —dijo la señora

Gálvez, dirigiendo la vista hacia los turistas que parecían más impacientes— y aquel otro, pobre...

Darío reflexionó unos instantes mientras miraba al último indicado por la mujer, un hombre que se abanicaba
torpemente con su periódico en un jadeo exagerado. Luego replicó:

—Ahora no les podemos decir que se suspende...

—A ver... —el chofer hizo un último intento— usted está cansada, usted está cansado...

—Yo no dije eso... —comenzó a justificarse la señora, cuando la fortísima sirena del transatlántico la
interrumpió para hacerse oír una vez más.

— ¿Qué es eso? —-preguntó Darío.

—No sé. Es el mismo de ayer —respondió el chofer, recordando el ridículo susto del día anterior.

—Ah, sí, sí.

Ahora la situación relatada es mucho más nítida. El primer fragmento presentado sugería varias ideas.
En el segundo, lo que hizo el narrador con su voz -intercalada entre las de los personajes- fue guiar nuestra
lectura hacia una de esas ideas posibles. La segunda función del narrador es ubicarse y ubicar al lector ante los
hechos narrados. Veamos como ejemplo la presentación del personaje en el comienzo de "La llave de oro":

...tuvo que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña.

12
Podría haber sido así:

...yo, un pobre niño, tuve que salir en mi trineo a buscar leña.

O así:

...tuvo que salir a buscar leña, en su trineo, un pobre niño como tú, querido lector.

En los tres casos la "escena" es la misma, pero la vemos desde ubicaciones diferentes. La primera la
percibimos como desde una platea escuchando una voz en off. De la segunda estamos también distanciados,
pero la voz que nos habla está dentro de la escena. En la tercera, directamente se nos propone entrar, y
además, se nos hace niños.

El narrador nos puede colocar más cerca o más lejos de los hechos, de los personajes y de él mismo.
También él puede ubicarse a diferentes distancias respecto de los hechos. No sólo por el tiempo que haya
"pasado" sino porque puede aprobar o rechazar las acciones que narra, o ser indiferente frente a ellas.

Hay muchas ubicaciones posibles, tanto para el narrador como para los lectores. Este que sigue, por
ejemplo, busca nuestra confianza y de paso, nos adelanta el final:

Seguro que has oído de la niña que pisó el pan para no ensuciarse los zapatos y de lo mal que acabó...
("La niña que pisó el pan", de Hans Christian Andersen.)

Este otro contiene una advertencia:

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir... ("El gato
negro", de Edgar Allan Poe.)

Puede haber uno que nos haga cómplices:

Hermanos míos y mis únicos amigos, aquí empieza la parte verdaderamente dolorosa y trágica de la historia...
(La naranja mecánica, de Anthony Burgess.)

Otro que simula estar junto a nosotros:

Atención pido al silencio

y silencio a la atención,

que voy en esta ocasión,

si me ayuda la memoria,

a mostrarles que a mi historia

le faltaba lo mejor.

(La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández.)

13
Uno que hace hablar a otros, tomando distancia de los hechos:

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de
Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de
Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien... ("La intrusa", de Jorge Luis Borges.)

Y otro que inventa una carta para hacer su relato:

Estas son las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte
de las que yo he visto, de las que ya no existen, pero no creo que haya tiempo para ello... (El país de las últimas
cosas, de Paul Auster.)

Hay también muchos relatos en los que el narrador no se refiere a sí mismo, ni les habla a los lectores,
ni introduce los hechos: se limita a contarlos. Cada una de estas posibilidades produce efectos distintos en
nosotros, los que leemos, porque hacen que nuestra atención se fije de diferentes maneras. Por eso ningún
relato sería el mismo si cambiara su forma de ubicarnos.

2. Cámara...

Podemos ver una escena enfocada desde afuera o desde adentro de la acción. Del mismo modo, el
narrador puede hablar en 3° persona, como en "La llave de oro", o en 1° persona del singular, como si fuera un
personaje del relato.

Según el punto de vista adoptado por la voz expositora, se puede intentar la siguiente clasificación de
los tipos de narrador:

*narrador protagonista: es a la vez quien relata y quien protagoniza los sucesos. Siempre habla en 1° persona.

*narrador testigo: habla en 1° persona como testigo de los sucesos, sin protagonizarlos.

*narrador omnisciente: se coloca desde afuera del relato con un conocimiento total de los sucesos. "Sabe"
sobre los hechos más que los personajes y más que el lector. Por lo general, habla en 3° persona.

*narrador con el punto de vista de un personaje: al igual que el omnisciente, no participa de los sucesos. Pero
no conoce todos los hechos, sólo los que protagonizan algunos de los personajes. El narrador sigue las
acciones de ese personaje, nos cuenta lo que este vio y lo que pensó. En los relatos con este tipo de narrador
no aparecen secuencias en las que no esté el personaje seguido por el narrador, ni se incluye ninguna
información que ese personaje ignore.

*casos intermedios entre las dos últimas posibilidades de narrador: como en "La llave de oro", el narrador
puede comenzar con la visión panorámica de un narrador omnisciente y luego ir ubicándose en el punto de
vista de un personaje.

3. Polifonía

El mundo que nos rodea, el contexto, influye en lo que se dice o se escribe, y también en cómo
entendemos lo que leemos. Por lo tanto también incide en los cuentos que escribe un autor. Para ejemplificar
14
esto, supongan que durante una guerra civil, un hombre se propone escribir un cuento sobre algo que no
tenga nada que ver con el conflicto bélico, y decide no narrar los sufrimientos de su comunidad. Es probable
que de todos maneras aparezcan en el relato las palabras y las frases con las que su pueblo expresa esos
sufrimientos.

Del mismo modo, en cualquier cuento escrito en una gran ciudad de nuestros tiempos, es posible que
haya frases provenientes de los medios audiovisuales, del habla cotidiana, de otros textos literarios, de los
discursos políticos y de cualquier otra forma de comunicación verbal. Esto es así porque, en nuestra vida de
todos los días, los discursos se superponen y resuenan unos sobre otros. Se llama polifonía a la aparición en un
texto de elementos (voces) que provienen de otros tipos de discurso.

¿Cómo reconocer la polifonía en un texto? Dijimos ya que la voz del narrador y las de los personajes se
diferencian gráficamente por el uso de comillas o guiones. La polifonía no presenta este tipo de marcas.
Veamos este ejemplo extraído de la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel:

...¿qué pasaría si Gertrudis mirara una estrella? De seguro que el calor de su cuerpo, inflamado por el amor,
viajaría con la mirada a través del espacio infinito sin perder su energía, hasta depositarse en el lucero de su
atención. Estos grandes astros han sobrevivido millones de años gracias a que se cuidan mucho de no
absorber los rayos ardientes que los amantes de todo el mundo les lanzan noche tras noche. De hacerlo, se
generaría tanto calor en su interior, que estallarían en mil pedazos.

El narrador está hablando de la fuerza del amor entre las personas. En ningún momento de este párrafo
su voz dejó de hablar ni cambió de tema, pero en estas pocas líneas aparecen frases provenientes de otros
saberes (la astronomía, la física) y de creencias populares (transmisión de energía con la mirada). Es como si
esos saberes y creencias hablaran a través de la voz del narrador.

Las voces polifónicas pueden ser innumerables. A continuación damos algunos tipos muy frecuentes:

*voces de saberes científicos y técnicos:

Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante,
un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón en la evolución de las especies. ("El ruido
de un trueno", de Ray Bradbury.)

*voces de la historia y los mitos:

Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió
el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono
giraba junto a un fénix de bronce. ("El jardín de senderos que se bifurcan", de Jorge Luis Borges.)

*voces de creencias religiosas o místicas:

...lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma
hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios misericordioso...
("El gato negro", de Edgar Allan Poe.)

15
*voces de supersticiones:

...tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que
llevó al pueblo el trono de la desgracia... ("El último viaje del buque fantasma", de Gabriel García Márquez.)

*voces del habla cotidiana: frases hechas, refranes, etc.:

...me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie
tiene por qué perjudicarse a causa de otro... ("Final del juego", de Julio Cortázar.)

*voces de instituciones: la ley, la escuela, el Estado, etc.:

A través de la basura, lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las
sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ("Residuos", de Luis Fernando Veríssimo.)

*voces de los medios: discurso televisivo, radial, periodístico:

...lo cierto es que lo espío todos los días. Es fascinante penetrar en la intimidad de los poderosos. ("En
espera de una definición", de Fernando Sorrentino.)

*voces de otros textos literarios:

...era un recién llegado a la región, que no se parecía a nada de lo que había visto anteriormente, pero sí a un
paisaje muchas veces imaginado y soñado: el archipiélago malayo, según se lo reveló en las aulas del colegio
de la provincia natal, un volumen de Salgad... ("De la forma del mundo", de Adolfo Bioy Casares.)

*voces del discurso publicitario:

Mami, me duele el brazo de tanto escribir y había una licuadora de tres velocidades, siempre quise que no te
tomaras el trabajo de exprimir naranja, la máquina de tejer hace 500 puntos, vos sola hacés muchos más.
("Carta a una señora", de Carlos Drumond de Andrade.)

Podemos mencionar también voces de la moda, de la política, de la ecología; diferenciar subtipos, por ejemplo,
dentro del discurso televisivo voces del video clip, de la telenovela, del sensacionalismo, etc.

La polifonía cumple la importante función de relacionar el mundo imaginario del relato con el mundo real en el
que se incluyen otros cuentos y relatos propios o ajenos al autor. Dado que el cuento es lenguaje, esa relación
se produce, como hemos visto en los ejemplos, por medio del lenguaje.

Los cuentos y el mundo

En cada cuento hay un mundo creado, un mundo en que la voz del narrador ubica el suceso que va a
relatar. Veámoslo en "La llave de oro":

En un crudo día de invierno, cuando los campos estaban cubiertos por una espesa capa de nieve, tuvo
que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña.

16
¿Pero acaso lo que aquí se muestra no podría suceder en el mundo real? ¿No hay en la realidad días de
invierno, campos cubiertos de nieve, niños pobres y trineos? ¿Por qué entonces decimos que hay un mundo
creado en el cuento? Porque en el mundo real no veríamos sólo campos cubiertos por una capa de nieve;
también podría haber un cielo gris, árboles pelados, sonidos producidos por el viento, cabañas y muchas cosas
más. Quizás, al ver al niño, podríamos preguntarnos si fue a buscar leña o a visitar a alguien o a jugar. En el
caso del relato citado el narrador seleccionó algunos elementos (campos, nieve, un niño en trineo), los que
interesan para la historia que quiere narrar y forman el mundo de ese relato. Sin duda ese mundo es más
parecido a la realidad que uno donde haya mutantes o caballeros alados, pero también es algo ficticio, es
decir, imaginado por el creador del cuento.

Vamos conociendo el mundo de un relato a medida que leemos las palabras del narrador y de los
personajes que introduce. Ellas actúan como rayos que iluminan las cosas del mundo creado: sólo percibimos
aquello que las palabras nos muestran.

Las palabras se refieren siempre a cosas ya conocidas del mundo real o de mundos imaginados en
relatos anteriores. Al leer las evocamos, y los sucesos del cuento se van ubicando en un panorama que es
nuevo, pero está formado por fragmentos de otros mundos conocidos.

Gracias a este juego entre lo nuevo y lo conocido, en cada cuento hay cosas que podemos esperar y
otras que no. En un cuento cuyas palabras nos hablan de enigmas, nos abrimos al misterio; en otro que nos
habla de vida extraplanetaria no nos sorprenderá un viaje a la velocidad de la luz; en aquel que nos muestra la
atracción entre dos seres, el mundo puede reducirse a la espera de una carta de amor. Por eso a veces, al leer
las primeras frases de un cuento, lo "clasificamos": este es policial, aquel otro parece de ciencia-ficción, ese por
como empieza debe ser de guerra, este no es de nada en especial, el que leímos no se sabe cómo llamarlo.

Por ejemplo, en "La llave de oro" las primeras frases nos hablan de una pobreza que contrasta con el
título y nos preparan para una típica historia de un niño indefenso, en un mundo parecido al real. Pero este, al
final, parece cambiar por un mundo de magia o de sucesos insólitos:

... y ahora hemos de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y alce la tapa; entonces nos enteraremos
de las cosas maravillosas que contiene el cofrecillo.

¿"De qué es", o mejor, de qué trata cada uno de los cuentos que les presentamos en este libro? ¿De
terror, de amor, de aventuras? Tratan de los mundos a los que nos llevan sus palabras.

Los cuentos y el tiempo

Los sucesos narrados en los cuentos tienen siempre una duración en el tiempo. Ese tiempo, ficticio, lo
conocemos por las indicaciones que el cuento contenga A veces los cuentos son muy precisos en la ubicación
temporal de los sucesos y la marcan con frases como "dos días antes", "tres horas más tarde", "pasaron siete
años", etc. Otras veces el narrador no da ninguna precisión, porque busca que el tiempo sea impreciso según el
efecto que quiera lograr.

1. La organización del tiempo

17
En toda narración se distinguen dos niveles: historia y relato. La historia implica los sucesos narrados:
hechos reales si se trata de un testimonio, hechos imaginarios si es ficción. El relato es la narración escrita u
oral de esos sucesos.

Dicho de otro modo, el relato es el texto concreto que leemos, con sus frases, sus comas, sus párrafos y
su punto final. La historia está compuesta por los hechos de los que ese texto habla, hayan ocurrido o no.

El orden del tiempo en la historia y el orden del tiempo en el relato pueden o no coincidir.

*El relato puede comenzar con el final de la historia y luego exponer su desarrollo, en este caso se trataría de
un tiempo invertido.

*Puede suceder que el relato cuente dos historias haciendo un paralelo en el tiempo.

*Puede haber un salto atrás en la historia, recurso que en inglés se denomina flashback.

*O un salto adelante.

*O puede pasar que historia y relato coincidan (tiempo lineal)

2. La duración y el ritmo del tiempo en el relato

Por lo general, el tiempo que nos lleva la lectura de un cuento es mucho más corto que el que ocupan
en la ficción los sucesos narrados. La acción de una historia puede extenderse varios días o meses y estar
narrada en un relato de tres páginas, que se lee en veinte minutos. Se habla, en este caso, de un tiempo
sintético:

Corrí hacia la Cima de los Vientos y llegué allí antes de la caída del sol en mi segunda jornada desde
Bree, y ellos ya estaban allí. Se retiraron en seguida, pues sintieron la llegada de mi cólera y no se atrevían a
enfrentarla mientras el sol estuviese en el cielo. Pero durante la noche cerraron el cerco, y me sitiaron en la
cima de la montaña. (El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.)

Algo parecido ocurre cuando el ritmo de las acciones se intensifica, se habla entonces de un tiempo
acelerado:

Bajamos a la cocina. No había luz. Vinieron otros dos hombres. Al cabo de un rato algo chocó contra la
puerta. Jerry abrió, descendimos tres peldaños y fuimos a parar al patio trasero... (Cosecha Roja, de Dashiell
Hammett.)

También puede ocurrir lo contrario: algo que dura un instante se prolonga párrafos enteros. El tiempo
es lentificado. Por ejemplo, una descripción extensa de las sensaciones y pensamientos de un personaje
durante el rápido beso de su amante.

Muchas veces se intenta que la duración del relato parezca coincidir exactamente con la que tendrían
las acciones si ocurrieran. Se trata de un tiempo verosímil. El cuento "La llave de oro" adopta este tipo de
tiempo desde que el niño hace su descubrimiento bajo la nieve.

18
3. Los tiempos "especiales"

a) Cuando en el relato el mundo creado es sobrenatural, como en los cuentos de hadas o de ciencia-
ficción, el tiempo creado puede alterarse de diversas maneras:

* "viajes" en el tiempo: alguno de los personajes se traslada al pasado o al futuro de la historia narrada.

* Tiempos descompensados: por efecto de alguna magia el tiempo pasa para algunos personajes y no para
otros. Tras la aparición de la "teoría de la relatividad" en los años treinta se han escrito fantasías de este tipo
pero con basamento científico: un viaje interplanetario a altísima velocidad, que para quienes lo hicieron duró
dos años, y para la Tierra, veinte. Algo así sucede en el filme El planeta de los simios (EE.UU., 1967).

b) Existe otro caso especial que es el llamado "tiempo de aventuras". Corresponde a las series de relatos
con personajes permanentes, por ejemplo, los Power Rangers o Mc Giver. Pueden pasar años produciéndose
capítulos y cada uno narrar sucesos que ocupan meses en la ficción, pero los personajes seguirán teniendo la
misma edad, enfrentándose con idénticos villanos con los que se disputan un mundo que tampoco cambia.
Casos extremos son Tarzán o Conan, de quienes se leen y ven aventuras desde hace más de setenta años.

Viven en este "tiempo especial" todos los personajes de las series televisivas, los comics con personajes
permanentes como Corto Maltés, Superman o Mickey, dibujos animados como Hijitus o Bugs Bunny. Se lo
llama "tiempo de aventuras" porque su origen está en la novela de aventuras griega de los siglos II a IV de
nuestra era y reaparece en las novelas caballerescas de los siglos XIV y XV, y en los "folletines" del siglo XIX.

c) Puede suceder también que en un relato el tiempo resulte indefinido. Muchas veces el narrador
quiere crear un clima extraño y usa este recurso. Para ello se utilizan tiempos verbales como el imperfecto o el
presente de indicativo:

En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas
una de la otra, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los
mordiscos. [...] Pasa una mujer vestida de negro que representa los años que tiene, los ojos inquietos bajo el
velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado, un hombre joven con el pelo blanco, una enana, dos
mellizas vestidas de coral... (Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino.)

¿Cuándo pasan todas esas personas? ¿Son lo que el narrador está viendo en ese momento? ¿Pasan
todos los días? Los relatos tienen la capacidad de transformar el tiempo de esta forma y de muchas otras. En
este volumen van a encontrar algunos cuentos en los que el tiempo queda suspendido para restar límites a la
imaginación.

Las voces, el mundo y el tiempo hoy

El anterior ha sido un panorama sobre tres de los muchos aspectos que se pueden trabajar en un
cuento. Pero estos tres problemas no aparecen solamente en los relatos literarios, sino en todas las formas de
la comunicación humana. Nos parece oportuno, entonces, terminar refiriéndonos brevemente a la producción
de voces, la creación de mundos y la simulación de tiempos en los finales del siglo XX, nuestro tiempo.

19
Ya señalamos que al leer un cuento imaginamos una voz que lo narra. En las últimas décadas, el
desarrollo de los medios de creación y transmisión de imágenes ha dado lugar a nuevas variantes en la
producción de voces, una buena parte de nuestro intercambio comunicativo se produce con interlocutores no
reales.

Tomemos como ejemplo un videojuego de carreras de autos. ¿Quién es el que decide si nos
cruzáramos con dos autos a la vez, si aparecerá una curva, o si el paisaje de campo cambiará por una playa o
una montaña? ¿Quién nos dice al comienzo Winners don't use drugs y al final el fatal game over? Podríamos
pensar: "Es la máquina". ¿Pero qué sabe una máquina sobre velocidad, vértigo, tiempos de juego, etc.?
Sabemos que hubo alguien que la programó, pero esa persona no está respondiendo en ese momento a
nuestras acciones con cambios o aceleración de imágenes. "Es el programa el que responde." Sí, pero el
lenguaje del programa es un sistema binario con el que no nos comunicamos directamente sino a través de las
imágenes y palabras que crea el relato de esa carrera, en el que además somos un personaje.

El final de ese relato y de nuestro personaje no está escrito previamente, como en los cuentos, sino que
en gran medida depende de lo que hagamos. Por eso ya no hablamos de un narrador imaginario sino virtual,
porque actúa como si fuera real, respondiendo a nuestras acciones. Este interlocutor virtual no se presenta sólo
en los videojuegos sino también en muchas situaciones cotidianas, como la del cajero automático, las pantallas
electrónicas de información o el diálogo telefónico por tonos. También en procesos como la televisión
interactiva o las redes informáticas de usuarios que se comunican entre sí sin conocerse y pueden componer,
unos para otros, o entre todos, una historia o hasta un largometraje. Las "voces", es decir, los que intervienen
en una creación, pueden multiplicarse cada vez más.

La creación de mundos imaginarios también se ha visto afectada por las nuevas tecnologías. Hay por lo
menos tres cambios importantes:

1) Cada vez conocemos más el mundo sin desplazarnos. La transmisión de video imágenes permite observar
en pantallas cualquier acontecimiento ocurrido, o mirar la programación de las regiones más remotas; todo
ello sin salir de nuestras casas.

2) Cada vez manipulamos directamente menos cosas. Como consecuencia de lo anterior y del desarrollo de
otras tecnologías, muchas actividades comienzan a hacerse "innecesarias": cocinar, ir de compras o al banco,
esperar un medio de transporte, escribir una carta y enviarla, etc.

3) Se puede transformar virtualmente cualquier imagen. La video-computación permite, por ejemplo, tomar la
foto de alguien y hacer que se mueva, o que baile o que se divida en cientos de clones de sí mismo. Es posible
reproducir la imagen de un desierto ardiente y hacer caer sobre él una tormenta de granizo y nieve. Con el
diseño de un solo soldado puede hacerse un ejército de miles, y no habrá dos de ellos que tengan el mismo
rostro. El próximo paso, al que se está llegando aceleradamente, es el holograma, la imagen que se vuelve
cuerpo.

En cuanto al tiempo, no ha habido tecnología que pueda alterarlo. Sigue siendo imposible retardar,
retroceder o hacer avanzar el tiempo real. Sin embargo, los cambios en el modo de vida han hecho que
sintamos el tiempo de otra manera: acelerada, impaciente.
20
La descripción que hemos hecho podría hacer pensar que el relato literario tendería a desaparecer en
este fin de siglo. Creemos que no. En primer lugar, porque ninguna imagen puede durar en nuestra mente si
no le ponemos palabras, con lo cual ya estamos volviendo al lenguaje. Y fundamentalmente, porque la
literatura es otro juego: el de hacer surgir imágenes a partir de las palabras, valerse de la lectura para diseñar
un mundo no limitado por la pantalla y la forma, un mundo fugaz, pero indispensable para seguir nutriendo la
imaginación.

Apunte de Cátedra

Historia y discurso. Algunas aclaraciones conceptuales

El presente apunte de Cátedra se ocupará de precisar y profundizar el estudio de una de las categorías
narratológicas – Historia y Discurso- que se encuentra presente tanto en los relatos ficcionales como no
ficcionales. Dicha categoría comprende las dos dimensiones de las que se compone todo relato. Las mismas
son inescindibles en la totalidad discursiva, pero comportan diferencias analíticas centrales al momento de
observar la multiplicidad de aspectos, posibilidades y competencias que intervienen en la construcción de un
texto.

Muchos son los términos que se han empleado para definir estas dimensiones. Anderson Imbert
reconstruye la historia de los mismos, poniendo de manifiesto que las diferencias son más terminológicas que
conceptuales: aun cuando los nombres cambien según la corriente teórica que los enuncie, siempre parecen
nombrar una misma cosa:

“Aristóteles, en la Poética, llamó “mythos” a la combinación de los incidentes de una


acción. Esa palabra, tal como la empleó allí Aristóteles, ha sido traducida a las lenguas
modernas en el sentido de trama, argumento, asunto, intriga, historia, etc. Los críticos
formalistas de Rusia –V. Schlovski V. Tomachevski y otros- la tradujeron con un vocablo
ruso que, traducido a su vez a nuestras lenguas, ha dado “fábula”. Los mismos formalistas
rusos tomaron otra palabra para ellos extranjera –“sujet”, del francés- y la opusieron a
fábula. La “fábula” es lo que efectivamente ocurrió; el “sujet” es la forma en que el lector
toma conocimiento de lo leído. La “fábula” es el orden lógico, cronológico, de la secuencia
de hechos: materia prima que puede abstraerse. Se abstrae del “sujet”, que es la
composición artística del relato tal como aparecen los hechos en la lectura”.2

Comencemos con algunas precisiones acerca de lo que denominamos como Historia: definiremos la
misma como el conjunto de acontecimientos que se suceden de manera lógica (en tanto uno presupone la
existencia del anterior y condiciona la posibilidad del que lo sucede) y cronológica (en tanto se despliegan con
cierta temporalidad, de manera sucesiva). Toda acción se desarrolla en un tiempo y espacio dado, y comprende

2Anderson Imbert, Enrique. “Apostillas: Traducción de términos” en: Teoría y técnica del cuento. Buenos Aires: Marymar, 1979, p.p. 377-
378.
21
el actuar de ciertos personajes o actores. Esos son los elementos que constituyen la historia: un marco espacio-
temporal, personajes, acciones: es puro acontecer y como tal, responde a las siguientes preguntas: ¿Qué
ocurre? ¿Cuándo, dónde? ¿Quiénes participan? Tomemos como ejemplo el cuento “La madre de Ernesto”3;
ordenemos lo que ocurre a través de un conjunto acotado de enunciados: la llegada de la madre al pueblo, la
decisión de los amigos de Ernesto de ir a consumar un encuentro con ella, la llegada al Alabama, la frustración
del encuentro íntimo: unas pocas acciones sin las cuales lo acontecido sería cualitativamente distinto. Es decir,
si la Madre no hubiera vuelto al pueblo, los amigos de Ernesto no hubieran podido decidir ir a verla; si no
hubieran ido, el desenlace con la frustrada consumación no hubiera existido, etc.

Si hemos definido la Historia como acontecer, podríamos decir que el Discurso hace referencia al modo
en que se articulan esos acontecimientos en términos textuales. Cuando un lector analiza el discurso, no ubica
su mirada en lo que acontece, sino en cómo se le dan a conocer esos acontecimientos a través del texto. Las
preguntas que competen al Discurso son las referidas a quién narra, cuánto sabe y cuánto dice, cómo lo
ordena, cómo lo valora; cuestiones que podrían resumirse en un interrogante: ¿cómo se narra? Tal como lo
expresara T. Todorov:

La obra literaria ofrece dos aspectos: es al mismo tiempo una historia y un discurso. Es historia
en el sentido de que evoca una cierta realidad, acontecimientos que habrían sucedido,
personajes que, desde este punto de vista, se confunden con los de la vida real. Esta misma
historia podría habernos sido referida por otros medios: por un film, por ejemplo; podríamos
haberla conocido por el relato oral de un testigo sin que ella estuviera encarnada en un libro.
Pero la obra es al mismo tiempo discurso: existe un narrador que relata la historia y frente a él
un lector que la recibe. A este nivel, no son los acontecimientos referidos los que cuentan, sino
el modo en que el narrador nos los hace conocer4.

Claramente, todo relato responde a la pregunta ¿qué ocurre? y ¿cómo llegamos a conocer lo que
ocurre? Volvamos sobre el cuento de Abelardo Castillo, establecimos qué ocurre allí. Pudimos abstraerlo en un
conjunto de acciones más o menos detalladas. Ahora bien, la experiencia de lectura no se agota en el
reconocimiento de las acciones que componen la historia. De hecho, con esas mismas acciones, se podría
haber escrito otro cuento, podrían haber sido organizadas, referidas, montadas, de cualquier otra manera. Lo
que opera allí, en el montaje, es el discurso. Es en el tratamiento de esa historia donde se descubren los
matices más ricos del cuento y su efecto de lectura: ese narrador que nos la refiere, como una historia pasada,
nos permite en tanto lectores comprender que la significación de esos acontecimientos está orientada a la
condición de madre de la mujer, y a los juicios de valor que se establecen en torno a su profesión. Por ello, que
el relato concluya en su imagen cerrándose el desabillé, significa una clausura análoga a la posibilidad de leerla
más como prostituta que como madre. No se imponen a la lectura interrogantes sobre qué piensa Ernesto de
su madre, o cómo es la relación entre Ernesto y los amigos, por citar dos posibilidades. La atención está puesta
sobre el binomio madre-prostituta, y no sobre cualquier otro eje lógicamente desplegable de las acciones de la
historia.

3 Castillo, Abelardo: “La Madre de Ernesto”, en Castillo Abelardo, “Cuentos completos” Alfaguara, 2003.
4
Todorov, Tzvetan. 1991. “Las categorías del relato literario”. En Análisis estructural del relato. AA.VV, México: Premiá.
22
En las primeras líneas de este escrito hemos presentado ambas dimensiones (Historia y Discurso) como
inescindibles. Y lo son, precisamente, porque no existe la Historia definida en su totalidad por fuera del
Discurso. Existe sí la posibilidad de abstraerla analíticamente, de separarlas teóricamente, para poder
desnaturalizar el montaje, dejando ver cómo operan en él un conjunto de decisiones referentes al orden en
que aparecen los acontecimientos (que no necesariamente coincide con el de la historia), a la focalización
desde la cual se construyen, al punto de vista que adopta la voz narrativa, a la forma en que el espacio es
descrito y el tiempo enunciado.

Retornemos una vez más a “La madre de Ernesto”: el narrador es uno de los personajes, por lo cual no
podemos enterarnos de nada que no lo haya involucrado. La historia de la Madre, cómo piensa ella su llegada
al pueblo, si Ernesto sabe o no sobre su profesión, son elementos que, por la forma de organizar el discurso,
aparecen velados al lector. Allí se construye la posibilidad de que en ese relato tengan lugar los prejuicios
sobre la prostitución. Si la historia nos hubiera sido referida por la madre, probablemente no existirían tales
prejuicios, sino un conjunto de conflictos propios de su distancia con el hijo, de sus preocupaciones en torno a
él, etc. A su vez, el binomio madre-prostituta permanece activo durante todo el cuento por la decisión de
respetar el orden de los acontecimientos de la historia. También podría haber sido modificado: ¿Qué ocurriría
si los lectores nos enteráramos en primera instancia del último acontecimiento cronológico: que el encuentro
no se consuma? Hubiéramos conocido a la mujer primero como madre, luego como prostituta. Los hechos no
varían, lo que cambia es el efecto de lectura. Y con él, la significación de la historia.

En el conjunto Historia y Discurso no hay una dimensión que se subordine a la otra. Ambas están
recíprocamente determinadas y un buen relato es aquel que expresa “una compleja interacción de cuatro
órdenes: la historia y su organización, el discurso y la suya”5. Los enfoques que priorizan, o bien el contenido o
bien la forma, no pueden dar cuenta de la complejidad que involucra un texto: la efectividad del relato no
descansa en una historia lo suficientemente excepcional, más allá de su tratamiento discursivo, ni en un exceso
de formalismos donde la historia deje de aparecer como eje acontecimental. Es, en el tejido complejo que se
articula en torno a ambas dimensiones, donde se juega la efectividad de un buen relato.

Profesora Julieta Sanders


Licenciada Ana Balut
Profesor Luis Maggiori
Ayudante Alumno Paula Phielipp

Ana Balut y Julieta Sanders

Núcleos, suceso y catálisis - Apunte de Cátedra

5 Giardinelli, Mempo: “Así se escribe un cuento. Historia, preceptiva y las ideas de veinte grandes cuentistas”. Buenos Aires, Capital
Intelectual, 2012.
23
“Contarlo todo resultaría imposible, ya que en ese caso sería menester, por lo menos, un volumen por día a fin
de enumerar la multitud de incidentes insignificantes que llenan nuestra existencia. Se impone, por tanto, una
selección, lo cual significa ya una primera vulneración de la teoría de toda la verdad”.
Guy de Maupassant

El relato y sus componentes

El relato es la expresión verbal de una serie de acontecimientos protagonizados por personajes, en


un espacio y tiempo determinados. En este sentido, distintos autores coinciden en destacar que los elementos
constitutivos de una narración son:

1. El marco (el espacio y el tiempo en el cual se sitúa la acción).

2. El narrador (la voz que cuenta lo sucedido).

3. La historia narrada.

4. Los participantes (personajes).

Estos cuatro componentes estructurales son los elementos narrativos que integran toda historia en el
nivel de su contenido, en tanto y en cuanto son necesarios para que ocurra el relato, es decir la forma de la
narratividad. Sin embargo, desde la teoría del análisis estructural del relato se agrega otra categoría que es la
del discurso; es decir, el orden y el modo en el que se narra; que no siempre coincide con el orden que las
acciones tuvieron en la historia. Al respecto Roland Barthes sostiene que “El nivel «narracional» está pues,
constituido por los signos de la narratividad, el conjunto de operadores que reintegran funciones y acciones en
la comunicación narrativa articulada sobre su dador y su destinatario”.6

Si bien concebir el relato como un todo permite pensar de manera conjunta la historia y su discurso, en
términos analíticos los separamos a los efectos de poder contemplar el funcionamiento y la composición de
unidades aisladas, que -antes de estar atravesadas por el discurso- se presentan con carácter austero y
rudimentario.

Los hechos suceden pero no están contados, jerarquizados de antemano. Es el escritor quien selecciona
y organiza los acontecimientos con los que crea su propio relato, su discurso. Y esta jerarquía puede o no
corresponderse con la realidad.

Gerard Gennette7, define al relato como la representación de un acontecimiento o de una serie de


acontecimientos, reales o ficticios, por medio del lenguaje, y más particularmente del lenguaje escrito. Por lo
tanto, es posible concebir al texto narrativo como una forma de expresión basada en historias o hechos

6
Barthes, Roland. “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en Análisis estructural del relato. AA.VV. Buenos
Aires, Editorial tiempo contemporáneo, 1972. P.36
7 Gennette, Gerard. “Las fronteras del relato” en: Análisis estructural del relato. AA.VV. Op. Cit.

24
sucedidos a personas, ya sean reales o ficticias (personajes literarios), animales, cosas u objetos. En dichas
narraciones se cuenta algún suceso (real o ficcional) en un tiempo y espacio determinados.

Los sucesos ocurren porque las narraciones necesariamente cuentan con dos elementos básicos: uno es
la acción8 que (aunque sea mínima) se encamina a una transformación; y el otro, es el criterio interés que se
cumple por la presencia de elementos que logran generar, en el lector, la intriga (entendiéndose esta última
como una serie de preguntas que despierta el texto y que la narración terminará respondiendo).

La trama narrativa

La trama9 narrativa se define por poseer una intención narrativa, es decir, por una finalidad que es la de
contar, hecho que responde a la pregunta ¿para qué narrar?10 Las narraciones pueden ser literarias, cuya
función primordial es estética (como pueden ser los cuentos, las leyendas, los mitos y las novelas entre otras
representaciones artísticas) o no literarias, donde el objetivo es informar; por ejemplo, las crónicas o noticias
periodísticas, reportajes, entrevistas y/o conversaciones en donde se relata alguna anécdota o se cuenta algo
que no es de carácter ficticio.11

A partir de esto último podríamos decir que la trama narrativa se caracteriza por contar una sucesión
de hechos encadenados, reales o imaginarios. Esa serie de eventos narrativos siempre responde a la pregunta:
¿Qué ocurrió?

Por último, recordamos que la trama narrativa (al igual que las otras tramas) no se compone de una
forma tan pura como pretenden ciertas tipologías y que las distintas combinaciones producen textos difíciles
de clasificar. Frecuentemente, dentro de una narración se presenta una descripción, una explicación, hasta
alguna argumentación, y viceversa. La secuencia que predomine en la totalidad del texto será la que determine
la trama.

La secuencia narrativa

La narración se articula en torno a un hecho central que cuando se descompone se obtiene una serie o
secuencia de acciones principales o núcleos narrativos. Por ejemplo, un cuento que narre una búsqueda,
puede contar con solamente tres núcleos: la desaparición de algo o alguien, su búsqueda y el reencuentro. Los
núcleos son imprescindibles para contar esa historia y no otra, por ejemplo: el rapto de una persona, la
pesquisa para dar con sus captores, el desconocimiento de su paradero y la muerte de la víctima. Es la línea
que se desarrolla para narrar.

8 “La acción implica una razón de actuar o móvil en el agente, por lo que éste tiene responsabilidad en lo que se refiere a las
consecuencias de sus actos”, Jean Michel Adam y Clara Ubaldina Lorda Mur, en Lingüística de los textos narrativos. España, editorial
Ariel, 1999. p. 100.
9 Entendemos por trama: “…la estructura de relaciones por la que se dota de significado a los elementos del relato al identificarlos como

parte de un todo integrado”. White, Hayden: “El valor de la narrativa en la representación de la realidad” en: El contenido de la forma,
Barcelona, Editorial Paidos, 1992.
10 Calsamiglia Blancafort, Helena: “Estructura y funciones de la narración”, en La Narración, Revista Textos, España, julio de 2000. p. 16.
11 Acosta Cabello, Antonio (Coord.). Cómo analizar los tipos de discurso. Sevilla, Fundación Ecoem, 2007.p. 25.

25
Los núcleos, en efecto, son las acciones que organizan toda narración, aquellas sin las cuales no habría
relato. Entre ellas se establece una relación de causa-efecto, pues la acción que se refiere primero determina
qué acción vendrá después como su consecuencia. Estos son los verdaderos nudos del relato que determinan
el avance de la historia hacia el desenlace y constituyen algo así como su esqueleto. Se encadenan linealmente,
de la misma manera que se enlazan los elementos que componen una oración. En los relatos más simples se
ordenan siguiendo la estructura canónica de: introducción - desarrollo - desenlace.

Las secuencias se reconocen no sólo por presentarse como una sucesión lógica de núcleos sino por la
relación solidaria que se presenta entre ellos, lo que permite identificar el inicio de la misma “cuando uno de
sus términos no tiene antecedente solidario” y su cierre “cuando otro de sus términos ya no tiene
consecuente”. Un ejemplo sencillo y clarificador: “(…) pedir una consumición, recibirla, consumirla, pagarla;
estas diferentes funciones constituyen una secuencia evidentemente cerrada, pues no es posible hacer
preceder el pedido o hacer seguir el pago sin salir del conjunto homogéneo «Consumición »”.12

Tradicionalmente, el ordenamiento de las partes que integran una narración contempla la siguiente
estructura formada por distintas secuencias:

1- Una situación inicial, más conocida como “Introducción” donde se plantea el marco o el contexto en el
que se insertará la acción central. El mismo puede exponerse explícita o implícitamente ya que los escritores
optan entre incluir datos precisos de fechas y lugares o no mencionarlos con exactitud sino recrearlos a través
de sus características. Cuando sucede esto último es necesario reponer el contexto desde lo que ofrecen los
otros elementos de la secuencia. La situación inicial contiene todo aquello que pueda englobarse en la palabra
“antes” y suele reconocerse por el uso de marcadores introductorios, es decir, formulaciones como: “había una
vez”, “al principio”, “en los comienzos”, etc.

2- Una situación nuclear, también llamada “Nudo o desarrollo”, que es la parte que se identifica con el
conflicto porque advertimos que -en términos narrativos- lo más significativo sucede allí. Es el lugar por
excelencia para cumplir con el criterio de interés del lector, sumar tensión narrativa y generar intriga en el
sentido ya mencionado. Los marcadores de complicación o transformación que dan aviso de que algo
importante va a ocurrir suelen ser: “de pronto”, “de repente”, “todo cambió cuando”, “de un momento a otro”,
etc.

3- Una situación final o desenlace, que implica la resolución del conflicto. Aunque la misma no sea favorable
a las expectativas lectoras, de algún modo, supone una reconfiguración del equilibrio inicial. Todo lo que
ocurre aquí queda comprendido en el término “después”; lo que rápidamente puede generar una nueva
situación inicial. En muchas narraciones, sobre todo las no literarias, los marcadores de fin se reconocen por la
presencia de: “para terminar”, “en fin”, “por último”, etc., (y en las versiones infantiles “colorín colorado”).

El suceso
La característica fundamental del texto narrativo consiste en que se refiere a acciones personificadas,
de manera que las descripciones de circunstancias, objetos, acontecimientos y cualquier otro tipo de
expansión, quedan claramente subordinadas. Un texto narrativo debe poseer como mínimo, un suceso o una

12 Barthes, R. Op cit. P.p 25-26


26
acción que cumpla con el criterio del interés. Así se obtiene una primera categoría para los textos narrativos: la
complicación; también conocida como conflicto.

Por lo demás, una resolución puede ser tanto positiva como negativa; lo que invariablemente puede
provocar distintas reacciones en el lector según se cumplan o se frustren sus expectativas; de ahí que la acción
pueda tener éxito o fracasar. Con estas dos categorías de complicación y resolución ya se dispone de un
núcleo de texto narrativo al que se conoce como núcleo conjunto y se denomina suceso. Los núcleos
narrativos son las acciones cardinales, pero es importante considerar que no toda acción cardinal
constituye el suceso. Este último, como ya se dijo, es la acción principal más su resolución. Por eso se lo
llama suceso porque debe estar completo.

Por ejemplo, en el cuento “La madre de Ernesto”13, de Abelardo Castillo, se presentan los siguientes
núcleos: Julio cuenta que el Turco ha llevado una mujer al Alabama/ Julio confiesa que esa mujer es la madre
de Ernesto/ Julio propone ir al bar del pueblo para tener un encuentro íntimo con ella/ Julio consigue un
auto y busca a sus amigos en el bulevar/ Los tres amigos van hasta el club nocturno/ Llegada y encuentro con
el turco/ Espera a ser atendidos/ Encuentro con la madre de Ernesto/ Ella pregunta por su hijo y se clausura
la alternativa de un encuentro sexual. Dentro de ese universo de acciones cardinales se destacan (en negrita)
aquellas que constituyen el suceso en tanto se presentan como la acción principal con su resolución. En este
caso, la resolución es la clausura del encuentro sexual pero bien podría haber sido su consumación.

Cada suceso tiene lugar en una situación específica, en un espacio y a una hora establecida y en
determinadas circunstancias. Denominaremos marco (espacio y tiempo) a la parte del texto narrativo que
define estas cuestiones. El marco y el suceso juntos forman algo que podemos llamar episodio. Dentro del
mismo marco pueden darse varios sucesos. En otras palabras, la categoría de suceso es recursiva. Lo mismo
vale para el episodio: los sucesos pueden tener lugar en sitios diferentes. Por ejemplo, la película Babel14
comienza con una escena donde dos niños marroquíes que prueban un rifle hieren a una turista
norteamericana, lo que provoca una serie de sucesos en tres grupos de personas que se encuentran en tres
partes del mundo: una adolescente sorda que vive en Tokio con su padre, un matrimonio de turistas
estadounidenses que visitan Marruecos y una niñera mexicana que vive en Estados Unidos y quedó al cuidado
de los hijos del matrimonio que está de viaje. La historia se centra en tres conjuntos interrelacionados de
situaciones y personajes que, con excepción de la niñera mexicana y los turistas estadounidenses, ninguno de
estos grupos se conocen. A pesar de la aparente vinculación que se crea entre ellos vivirán sus sucesos en su
propio contexto.

13 Castillo, Abelardo: “La Madre de Ernesto”, en Cuentos completos. Alfaguara, 2003.


14 Babel (película). Producción ejecutiva, Steve Golin, Jon Kilik y Alejandro González Iñárritu; dirección de Alejandro González Iñárritu y
guión de Guillermo Arriaga. Productora Paramount Pictures, Zeta Film, Anonymous Content, Paramount Vantage, Central Films, Media
Rights Capital, Francia, Estados Unidos, México, 2006. (143min.).

27
Las catálisis

Si bien los núcleos resultan imprescindibles en la composición narrativa tal como se menciona en los
apartados previos, es importante destacar que lo mejor de cualquier cuento o novela no se encuentra allí;
aunque los núcleos sean imprescindibles, pueden ser “secos y sosos” si no van acompañados de otras acciones,
de sabrosas descripciones, de atajos o desvíos que llevan a los lectores de núcleo a núcleo y sirven para
deleitar la narración.

Las catálisis son acciones secundarias, de relleno, pero que hacen al relato. Actúan como expansiones
del texto, y sirven para retardar el pasaje de un núcleo a otro ya que pueden describir, resumir, ejemplificar,
dando vida a la narración. Estas acciones funcionan como descansos de la acción principal que sostiene el
relato, y cumplen además una función primordial en cuanto a lo compositivo. A diferencia de los núcleos (que
comportan momentos de riesgo), las catálisis se presentan como zonas de seguridad ya que allí no sucede
nada que vaya a comprometer la historia que se cuenta.

La manera más segura para distinguir una catálisis de un núcleo es tener en cuenta que los núcleos se
relacionan lógica y temporalmente, lo que es efecto de algo anterior se lee también como lo que viene
después; en cambio, entre las catálisis no hay relación causa-efecto sino cronológica, separan y/o
describen lo que distancia dos momentos clave de una historia. Por eso, cambiar un núcleo altera el
desarrollo de una historia (el “qué”); mientras que cambiar una catálisis altera el discurso, la forma en que se
lleva a cabo la narración de esa historia (el “cómo”).

Las acciones secundarias reciben el nombre de "catálisis primarias" y su función es la de desarrollar


los núcleos o retardar el paso de un núcleo a otro con el fin de crear tensión narrativa y ganar interés. Las
descripciones se denominan "catálisis secundarias" y pueden ocupar párrafos propios -segmentos extensos
del texto- o aparecer de modo fragmentario, intercalándose en las frases que desarrollan las acciones
cardinales.

“La madre de Ernesto” contiene una gran cantidad de catálisis; de entrada y como introducción se nos
ofrece el recuerdo de Ernesto y se agrega información que, en términos de la historia, ocurrirá después (“la
idea que Julio nos había metido en la cabeza”). A su vez, se dará lugar a expansiones como los diálogos del
grupo en torno a la idea perturbadora y atractiva de acostarse con la madre de un amigo y sobre los recuerdos
que tenían de esa mujer en la infancia; todo ello en los momentos previos a la ida al bar y más particularmente
durante la espera del auto. Luego sobrevendrán las acciones menores: la espera en el bar, el
envalentonamiento que otorga la bebida, los nervios, los chistes y la pequeña descripción del Alabama.

Suceso, temas y argumento: una gran confusión

Al momento de interpretar un texto en sus categorías narratológicas es importante determinar lo


esencial en relación a lo que ocurre; lo que se conoce como suceso. Este núcleo conjunto -definido por la

28
complicación más su resolución en un marco determinado- es el que de manera sucinta expone lo que ha
ocurrido en la narración porque puede aislarse de la totalidad del texto y expresarse sintéticamente.

Cuando se extrae analíticamente un suceso no deben incluirse detalles, acciones secundarias,


descripciones ni aspectos que podrían ser parte de un resumen más extenso al que llamaremos argumento.
Por ejemplo, reconstruir el suceso en “La madre de Ernesto” daría lugar a un enunciado como el siguiente: un
grupo de amigos decide tener un encuentro íntimo con la madre de Ernesto -un amigo común de la infancia-.
El hecho no se concreta debido a que al verlos en el prostíbulo, la madre pensó que le había pasado algo a su
hijo. O en una formulación más sintética se podría decir: un grupo de jóvenes planea tener sexo con la madre
de un amigo de la infancia que trabaja como prostituta. El hecho no se concreta.

El argumento de una obra literaria expresa el conjunto de acciones que realizan los personajes. De
algún modo, representa la totalidad de los acontecimientos que se van sucediendo -de manera cronológica-
en el transcurso de la narración.

Al establecer el argumento del cuento que Abelardo Castillo se puede postular que “La madre de
Ernesto” cuenta la historia de tres jóvenes que al enterarse de que la prostituta del pueblo era la madre de un
amigo de la infancia, resuelven ir a verla para concretar un encuentro con ella. A partir de ese momento se irán
configurando las distintas historias de los personajes con vacíos narrativos que el lector no podrá reconstruir.
De la madre de Ernesto se sabe que había partido del lugar con una compañía teatral hacía cuatro años y que
el padre y Ernesto, a raíz “de aquello” (que nunca se menciona) se habían ido al campo. Sólo Ernesto regresaba
de vez en cuando. El conflicto que desata la narración hace que los amigos recuerden diversas anécdotas de la
infancia donde ella se encontraba presente; que dialoguen y debatan acerca de lo ético o no de acostarse con
la madre de un amigo y que reconozcan que si bien la idea era algo perturbadora, al mismo tiempo, les
resultaba sumamente atractiva. Toda la descripción que se hace de la madre va configurando la imagen de una
mujer seductora: una mujer linda, morena, amplia, que se pintaba mucho los labios y que solía llevar un
pronunciado escote.

Una vez que han tomado la decisión colectiva de ir al encuentro con la madre, Julio conseguirá un auto
en el que viajarán hasta el Alabama. Allí se sucederán nuevamente recuerdos y diálogos atravesados por los
nervios lógicos ante la inminencia del encuentro; una vez en el prostíbulo, los chistes se apoderarán de la
escena en la que los amigos esperan en el cuarto contiguo a la habitación donde atendía la madre de Ernesto.
Finalmente, ella sale a recibirlos tras despedir al cliente previo –un gordito satisfecho- pero cuando ve a los tres
amigos de su hijo pregunta por Ernesto cerrándose el deshabillé.

El tema, como su nombre lo indica, es aquello de lo que se habla en el texto aunque quizá ni se lo
mencione. Cesare Segre sostiene que es “la materia elaborable (o elaborada) en un discurso”.15 Los temas son
las ideas, los sentimientos, las situaciones que se dan a entender en el suceso. Siempre son generales,
universales; nunca particulares de tal o cual texto. Por ejemplo: la envidia, la muerte, la soledad, la ambición, la

15 Segre, Cesare. Principios de análisis del texto literario. Barcelona, Grupo editorial Grijalbo, 1985. p. 339.
29
desgracia, la dicha, la venganza, la buena o mala fortuna, la locura, los celos, las relaciones parentales, la
vanidad y podríamos seguir infinitamente.

Al respecto, Lázaro Carreter sostiene: “Si tenemos que emplear muchas palabras para definir el tema,
hay que desconfiar; lo probable es que no hayamos acertado”.16 El tema debe expresarse de forma clara,
concisa, en pocas palabras y sin arrastrar hechos o comentarios que pertenecen al suceso o al argumento.

Para enunciar el tema de un texto se requiere de la capacidad de generalizar que permita sobreponerse
a la contingencia de los acontecimientos para encontrar un denominador común que pueda ser expresado
mediante un sustantivo abstracto. Así, en “La madre de Ernesto” los temas presentes son: la iniciación sexual, el
amor filial, la moral, la amistad, etc.

Bibliografía

 Acosta Cabello, Antonio (coord.) Cómo analizar los tipos de discurso. Fundación Ecoem, 2007.
 Adam, Jean Michel y Lorda Mur, Clara Ubaldina, en Lingüística de los textos narrativos. Buenos Aires, editorial
Ariel, 1999.
 Babel (película). Producción ejecutiva, Steve Golin, Jon Kilik y Alejandro González Iñárritu; dirección de Alejandro
González Iñárritu y guión de Guillermo Arriaga. Productora Paramount Pictures, Zeta Film, Anonymous Content,
Paramount Vantage, Central Films, Media Rights Capital, Francia, Estados Unidos, México, 2006. (143min.).
 Bal, Mieke. Teoría de la narrativa. (Una introducción a la narratología). Madrid, Ediciones Cátedra, 1990.
 Barthes, Roland. “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en Análisis estructural del relato. AA.VV.
Buenos Aires, Editorial tiempo contemporáneo, 1972.
 Calsamiglia Blancafort, Helena. “Estructura y funciones de la narración”, en La Narración, Revista Textos, España,
julio de 2000.
 Carreter, Fernando Lázaro. Cómo se comenta un texto literario. México, Publicaciones Cultural, 1994.
 Castillo, Abelardo: “La Madre de Ernesto”, en Cuentos completos. Alfaguara, 2003.
 Gennette, Gerard. “Las fronteras del relato” en: Análisis estructural del relato. AA.VV. Buenos Aires, Editorial tiempo
contemporáneo, 1972.
 Enciclopedia de conocimientos fundamentales. México, UNAM, Siglo XXI, 2010.
 Segre, Cesare. Principios de análisis del texto literario. Barcelona, Grupo editorial Grijalbo, 1985.
 White, Hayden. “El valor de la narrativa en la representación de la realidad” en: El contenido de la forma.
Barcelona, Editorial Paidos, 1992.

Apunte sobre Descripción


Producción de textos. Cátedra B
Fernando Barrena, Ana Balut, Julieta Sanders

1- LA DESCRIPCIÓN COMO PROCEDIMIENTO

16 Carreter, Fernando Lázaro. Cómo se comenta un texto literario. México, Publicaciones Cultural, 1994. p. 31.
30
“Y aquí comienza a florecer por doquier lo `accesorio´; el barro de las botas de Napoleón se pinta con la misma
tímida fidelidad, cuando se trata del gran momento de la abdicación del héroe, que la lucha interior reflejada
en su cara”. George Lukacs

¿A qué llamamos “describir”? Si revisamos el Diccionario de la R.A.E. y buscamos la entrada


correspondiente a “descripción”, nos encontraremos con la siguiente definición:

“(Del lat. describĕre).

1. tr. Delinear, dibujar, figurar algo, representándolo de modo que dé cabal idea de ello.

2. tr. Representar a alguien o algo por medio del lenguaje, refiriendo o explicando sus distintas partes,
cualidades o circunstancias.

3. tr. Definir imperfectamente algo, no por sus predicados esenciales, sino dando una idea general de sus
partes o propiedades.

(…)”17

De esta manera, podemos decir que el procedimiento de describir posibilita tomar conocimiento (y dar
a conocer) las características y particularidades de algo o alguien (una persona, un objeto, un paisaje, estados
de ánimo, costumbres, procesos, etc.), mediante la singularidad de sus partes o sus aspectos, a los que se le
atribuyen diferentes tipos de rasgos.

Los estudios clásicos en el campo de la retórica, desde la antigüedad hasta entrado el siglo XX, han
menospreciado el papel de la descripción, asignándole una función puramente ornamental. La atención de los
mismos se centró, principalmente, en desentrañar la estructura de tramas como la argumentativa o la narrativa.
La descripción quedó así en un espacio subsidiario, de inferioridad, ya que no parecía constituir en sí misma
una estructura secuencial capaz de ser analizada teóricamente. Si bien existieron algunos estudios previos,
recién a partir de las últimas décadas del siglo XX, dos lingüistas franceses, Philippe Hamon18 y Jean Michel
Adam19, realizaron una detallada observación de las regularidades y procedimientos que la constituían como
trama textual.

Debemos pensar que, al igual que la narración, la secuencia descriptiva presenta un esquema prototípico:
cuando describimos también nos guiamos siguiendo un criterio determinado (un propósito), ya que lo que
percibimos nos llega de manera simultánea y el lenguaje es lineal, lo cual nos obliga a dividir, priorizar,
seleccionar, excluir y ordenar lo que hemos percibido. Por ello, la organización interna de la trama
descriptiva es jerárquica, vertical en cierto sentido, desplegando los elementos que la integran en la dimensión

17 Real Academia Española: Diccionario de la lengua española. Vigésima segunda edición, 2003. Consultado en edición electrónica
http://www.rae.es/rae.html.
18 Ver Hamon, Philippe. Introducción al análisis de lo descriptivo. Buenos Aires, Edicial, 1991

19 Ver Adam, J. M. y A. Petitjean. Le texte descriptif, París, Nathan, 1989.

31
espacial. De acuerdo a los estudios mencionados, los procedimientos básicos que conforman su estructura son
cuatro:

 El anclaje: que supone la denominación del objeto a describir, el tema. Este puede aparecer al principio
o en el interior de la descripción (por ejemplo, tema: la ciudad).

 La aspectualización: que implica la descomposición de ese objeto en sus partes o propiedades (la
ciudadcalles, edificios, personas /planificada, contaminada).

 La puesta en relación: que consiste en asimilar o relacionar el objeto que se describe con otro objeto,
en principio, extraño a él. Esto se puede realizar mediante comparaciones, metáforas u otras figuras
retóricas, por lo que se vincula este procedimiento con el discurso poético (la ciudad como un
hormiguero, la ciudad es un monstruo). También se incluye aquí la puesta en situación del objeto
descripto, que es su ubicación en relación con un espacio o con un tiempo específico.

 El encaje por subtematización (o tematización): que radica en tomar una de las partes seleccionadas
en la aspectualización como base para constituir una nueva secuencia descriptiva, es decir, para
convertirse en un nuevo tema plausible de ser considerado en sus aspectos y relaciones (tema: la
ciudadsubtema: las callessubtematización: con cordones, alumbrado, autos/ sucias, señalizadas;
como venas, ríos de cemento y brea, etc.).

Esta última operación es la razón por la cual la descripción puede expandirse y repetir su estructura al
infinito, lo que se denomina recursividad. También fue uno de los factores esgrimidos por los manuales de
retórica para justificar un estricto control sobre la extensión de los pasajes descriptivos, por temor a que, si se
prolongaban mucho, podían amenazar la unidad del escrito y distraer al lector. De aquí la importancia del
propósito que motive la descripción en la construcción de un texto: de acuerdo a él, quien describe será el que
ponga límite a estas “proliferaciones”.

Finalmente, hablamos de textos descriptivos cuando el propósito de describir se impone a otras


intenciones, es decir, cuando la presencia de secuencias descriptivas dominan la estructura del texto,
subordinando a ella a otras secuencias (narrativas, explicativas, etc.). Sin embargo, debemos reconocer que
muy raramente encontraremos textos homogéneos de este tipo. Por el contrario, con frecuencia vamos a hallar
la descripción incluida en otras tramas y tipos textuales, en los que cumple diferentes funciones. Puede hacerse
presente tanto en textos científicos como en textos periodísticos o literarios (ya sean poéticos o narrativos).

Del papel de la descripción en los textos narrativos, nos encargaremos en el próximo apartado. Sin
embargo, antes, puede ser interesante detenernos en una somera comparación de las características que
constituyen ambas tramas. Si la narración se caracteriza por la presencia de acciones, lo que supone la
utilización, fundamentalmente, de verbos que garanticen el carácter dinámico de la participación a través del
uso de los tiempos verbales y aplicando la técnica de secuenciación; la descripción, al servir a los fines básicos
de la caracterización, es reconocible por presentar u ofrecer imágenes de carácter más bien estático, por lo
que no se vale tanto de los verbos sino de los sustantivos y adjetivos que califican a los mismos y que
permiten ir adicionando, sumando, adosando un elemento a otro sin que ocurra nada en el relato. En este

32
sentido, la descripción no sigue un orden prefijado (como la narración, cuyo esquema secuencial se restringe
por el orden en que suceden los hechos), sino que el que describe decide el orden en que la organizará.

2- LA DESCRIPCIÓN DENTRO DE LA NARRACIÓN

“La narrativa es, en primer lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza como
una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible, de manera que
pueda moverse en él con absoluta confianza”. Umberto Eco

“La descripción es, naturalmente, ancilla narrationis, esclava siempre necesaria pero siempre sometida, nunca
emancipada”. Gérard Genette

En la historia de la literatura, parece imposible concebir a la descripción desprendida de la narración.


Incluso en las novelas realistas o naturalistas decimonónicas, en las que ocupaba un lugar fundamental (y en
algunos casos, materialmente mayor), la descripción siguió poseyendo un rol auxiliar dentro de la trama
narrativa. Sin embargo, ante estas afirmaciones resulta válido hacerse algunas preguntas como: ¿qué
modificaciones introduce la presencia de la descripción en el discurso narrativo? ¿Qué funciones adquiere
dentro de un relato?

En primer lugar, debemos notar que la existencia de secuencias descriptivas dentro de una narración
trae como consecuencia la expansión de los núcleos narrativos. Si éstos representan los acontecimientos que
permiten el avance lógico y temporal del relato, organizando la estructura de la narración, los pasajes
descriptivos significarán remansos en la sucesión temporal, suspendiendo o lentificando el paso de un núcleo
a otro20. Estas expansiones tendrán como finalidad generar el aporte de indicios e informaciones. Los
primeros constituyen datos implícitos que como lectores debemos inferir o interpretar (tal como los que
remiten a la psicología de un personaje o a determinado tipo de atmósfera). Las informaciones, en cambio, son
datos puros, los cuales aparecen explícitamente en el texto (como el lugar, el momento en el que sucede un
relato o la edad de los personajes)21.

Para el escritor y crítico argentino Enrique Anderson Imbert, la descripción hace visible la acción.
Cumple con lo que él denomina como una función visualizadora22, que se expresa de dos modos: existe una
descripción decorativa, que detiene el curso de la acción y cuya finalidad es meramente ornamental o
estética; y una descripción expositiva, que ayuda al desarrollo de los acontecimientos ya que sin ella no
“veríamos” a los personajes ni los lugares donde viven. Sería interesante relacionar esto con lo postulado por la

20 “La narración articula, la descripción nivela.” Sostiene George Lukacs en “¿Narrar o describir?” Problemas del realismo. Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica.
21Al igual que las descripciones, otras expansiones, como los comentarios o los diálogos, representan también indicios o informaciones

dentro del relato.


22 Anderson Imbert, Enrique. Teoría y técnica del cuento. Buenos Aires, Ediciones Marymar, 1979, pp.330-332.

33
escritora Alicia Steimberg como condición para construir un buen relato: “En un buen texto de ficción,
prácticamente desde el primer párrafo, el lector puede imaginar visualmente lo narrado”23.

De esta manera, podemos utilizar las descripciones para caracterizar los personajes, el lugar y el tiempo en
que transcurre un relato. De hecho, una clasificación clásica (entre otras) plantea la existencia de tres tipos de
descripción de acuerdo al objeto descripto:

 El paisaje, que se dedica a la descripción de un lugar;

 La estampa, que implica la descripción de un tiempo o momento, es decir, de las características de una
época o circunstancia;

 El retrato, que involucra la caracterización de un personaje por sus rasgos físicos, morales y/o
psicológicos.

Determinar dónde y cuándo suceden las acciones de un relato resulta fundamental, ya que a partir de las
referencias temporales y espaciales se construye el marco de la narración. La descripción cumple un papel
primordial en esto, debido a que no actúa como un simple elemento decorativo, sino que posee la función de
crear un “ambiente” o “clima” en el que transcurre la historia y se mueven los personajes. Por eso, cuando
nos referimos a construir un espacio no hablamos simplemente de ubicar las acciones en un lugar físico
concreto (abierto o cerrado), sino que también aludimos a la creación de una atmósfera psicológica que
envuelva a los personajes y un entorno socio-histórico en el que se desarrollan los hechos. Esto se hace
evidente, por ejemplo, en cualquier relato de terror.

En algunos casos, la construcción del ambiente revela el estado de ánimo o influye en los pensamientos
y emociones de los personajes. Pensemos en el cuento “A la deriva”, de Horacio Quiroga24. En él, la
descripción del ambiente (en este caso, el río y la ribera) acompaña la evolución del estado de ánimo del
protagonista convaleciente. En otros, la descripción -como ya sostuvimos - expande el relato y retarda el
avance de la acción; puede contribuir a generar intriga, suspenso o mayor tensión en la resolución del
conflicto. En este sentido puede utilizarse para construir lo que Julio Cortázar define como “tensión narrativa”.

Asimismo, las descripciones ofrecen indicios e informaciones que nos convencen, como lectores, de que los
sucesos narrados son posibles o probables. En otras palabras, los detalles, aparentemente “inútiles”, están allí
para crear una ilusión de realidad, para hacer creíble o verosímil lo relatado. Tal parece ser una de las
funciones que cumplen la descripción minuciosa de la herida y del proceso de envenenamiento provocado por
la mordida de una serpiente en el cuento de Quiroga antes mencionado.

Por último, podemos agregar que, teniendo en cuenta cómo se relaciona el observador con el objeto
descripto, se deben diferenciar dos formas en que se presenta la descripción dentro de un texto narrativo: se
puede tratar de una descripción estática, en la que se representa un objeto que se mantiene fijo para el
observador (porque ni él ni el objeto descripto cambian de posición); o de una descripción dinámica, en la

23 Steimberg, Alicia. “Visualización. Concreto versus Abstracto” en Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus alumnos.
Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2006.
24 Quiroga, Horacio. “A la deriva”, en Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte. Buenos Aires, Editorial Altamira, 1997, pp. 71-74.

34
que se describe al objeto en movimiento, ya sea porque él mismo se mueve o porque se desplaza el
observador. Continuando con los ejemplos provenientes de “A la deriva”, encontramos descripciones del
primer tipo cuando el narrador caracteriza el río (“El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya…” –p.
73), y del segundo, en las descripciones de la herida al comienzo del relato.

En síntesis, dentro de la narración la descripción adquiere diversas funciones. Se emplea para construir el
marco narrativo, caracterizar los personajes, extender el relato, hacerlo creíble, retardar la acción, alivianar la
pesadez de lo contado, reponer un contexto, transmitir sensaciones, crear un clima, generar tensión, etc. En
todos los casos, si bien cumple con una función específica, no puede desligarse de la totalidad que
integra ya que es parte fundamental en la construcción del sentido global del texto.

3- ¿CÓMO SE DESCRIBE? / LOS RECURSOS DESCRIPTIVOS

“La descripción parecería requerir de manera particular el saber. La descripción es el lugar donde el lector es
interpelado en su conocimiento léxico y enciclopédico, el lugar donde se actualiza la relación del lector con el
léxico de su lengua materna”.

Phillipe Hamon

Para describir hay que ser un buen observador, reflexionar sobre la funcionalidad que adquirirá la
descripción en la construcción del sentido global del texto, y buscar las formas más adecuadas de verbalizarlo,
es decir, encontrar las palabras y expresiones indicadas. En este sentido, Alicia Steimberg dice: “¿Entonces un
buen texto depende las palabras que se elijan? ¿Hablar de un páramo en vez de hablar de una zapatilla?”. En
casa decían que la carne estaba dura como “zapatilla”. Sí, porque mientras leemos, aunque sea por un
segundo, estas frases se convierten en imágenes en nuestro pensamiento. Uno se puede ver a sí mismo
mordiendo una zapatilla. Es más difícil verse a sí mismo comiendo un páramo, pero se puede hacer (…)”25 Por
ello, describir implica un proceso de selección y, como tal, supone una toma de posición, es decir, un lugar
desde donde se va a mirar. No sólo es imposible describir todos los elementos que componen una escena,
sino que resultaría inconducente hacerlo, ya que la descripción en la construcción de un relato, como vimos,
debe obedecer siempre a un propósito particular. A partir de él, todo lo seleccionado adquiere un orden.

Como afirma Gérard Genette, “la designación más sobria de los elementos y circunstancias de un
proceso puede ya pasar por un comienzo de descripción”26.Esto significa que el proceso mismo de selección
léxica que realiza un sujeto implica, desde el significado denotado y connotado de los términos elegidos, una
valoración descriptiva. La descripción apela al saber lexicográfico y enciclopédico de quien describe y de
quien lee, poniendo en juego el caudal de su vocabulario y saberes.

25 Steimberg, Alicia. “El relieve del texto. La ocurrencia”, en: en Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus alumnos .
Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2006.
26 Genette, Gérard, op. cit., p. 199.

35
En tanto procedimiento, la descripción se presenta en su forma elemental como una serie de
enumeraciones unidas por comas que adosa una conjunción antes de su último elemento. Este proceso
aditivo, es un procedimiento lingüístico que consiste en acumular, mencionando sucesivamente cualidades,
ideas, objetos, etc. Sin embargo, no se presenta fragmentariamente, su intención es la de componer un todo.
Desde este punto de vista, siempre es importante reflexionar sobre el sentido que construyen las palabras y las
imágenes que seleccionamos para describir nuestro objeto. Cuando Quiroga, en un fragmento de “A la deriva”,
para describir el Paraná utiliza expresiones como “encajonan fúnebremente”, “negros bloques de basalto”, “el
bosque negro”, “eterna muralla lúgubre” o “belleza sombría”, claramente está caracterizando al río como el
lecho de muerte del protagonista. Logra construir una isotopía27 que cobra sentido a partir de la elección de
términos asociados en el imaginario a la figura de la muerte.

Como observábamos al principio del apunte, la descripción siempre se realiza a partir un tema
(procedimiento de anclaje), que es el referente u objeto a describir (en general, expresado mediante un
sustantivo). Sobre él se realiza una caracterización, que puede consistir en un proceso de aspectualización
(en su forma más simple, mediante adjetivos y otros sustantivos) y/o de puesta en relación. Podemos describir
un objeto a través de la enumeración de sus partes (mediante la simple acumulación de sustantivos), pero este
método muchas veces no permite profundizar en los rasgos de lo descripto, ni aportar la información y los
matices necesarios para que la caracterización sea completa. Para ello existen diversos recursos descriptivos,
entre los cuales señalaremos:

 La adjetivación: como acabamos de mencionar, consiste en caracterizar un referente (sustantivo)


mediante la acumulación de adjetivos. Si la selección de los sustantivos es importante, lo es aún más la
de las formas de calificar esos sustantivos por medio de adjetivos. Cumplen una función similar las
aposiciones, los complementos preposicionales del nombre o las proposiciones subordinadas relativas.

 Las figuras retóricas, entre las que destacaremos la comparación y la metáfora, que permiten la
puesta en relación del tema con otros objetos, extraños a él (también es frecuente el uso de
metonimias28, hipérboles29, sinestesias30, etc.).

 Las formas verbales utilizadas en la descripción son aquellas que poseen aspecto imperfectivo31, en
particular, el presente y el pretérito imperfecto. No se dan acciones o hechos acabados por no interesar
sus límites sino su duración. De esta manera, se logra generar un efecto de segundo plano con respecto
a las acciones principales, construyendo el escenario en el que se mueven los personajes. En cuanto a

27 La isotopía (de “iso”: igual; “topía”: lugar) es una figura retórica que consiste en la aparición (o el despliegue) en un discurso concreto
de un grupo de palabras asociadas. Merece destacarse que los campos semánticos se reconocen cuando se considera el conjunto de
palabras semánticamente relacionadas en el sistema de la lengua. Las isotopías en cambio, se reconocen en discursos concretos.
28La metonimia (del griego: μετ-ονομαζειν, 'recibir un nuevo nombre') es una figura retórica relacionada con la Metáfora que consiste en

designar una cosa o idea con el nombre de otra basándose en la relación de proximidad existente entre el objeto real y el objeto
representado. Los casos más frecuentes de metonimia son las relaciones tipo causa-efecto y las del continente por el contenido. Por
ejemplo, Beber un vaso de agua (por beber un vaso con agua).
29La hipérbole, (del griego ὑπερβολή: exceso), es una figura retórica que consiste en exagerar el aspecto de una situación, una persona o

un objeto.
30La sinestesia es una figura retórica que consiste en mezclar sensaciones percibidas por órganos sensoriales distintos (sensaciones

auditivas, visuales, gustativas, olfativas y táctiles). Por ejemplo, el áspero oleaje entrando por sus ojos.
31El aspecto de un verbo constituye una manifestación temporal que indica el estado de la acción. El aspecto puede ser perfectivo

(indica que la acción ha concluido) o imperfectivo (señala la continuidad o durabilidad de la acción).


36
los verbos utilizados para describir, predominan los verbos de estado como “ser”, “estar”, “hallarse”,
“encontrarse”, “parecer”, etc.; mientras que los verbos “tener”, “contar con” o “disponer de” aparecen en
las enumeraciones, y el término “hacer” es habitual en la descripción de acciones.

 El uso de adverbios, especialmente los cuantificadores de modo (“absolutamente”, “completamente”,


“eficazmente”, etc.), sirve para añadir más fuerza a la expresión de los adjetivos. Los adverbios de lugar
y las construcciones locativas realizan una importante función referencial, contribuyendo a situar el
objeto descripto.

 En cuanto a las estructuras sintácticas, existe un predominio de estructuras yuxtapuestas y


coordinadas (es decir, oraciones unidas por signos de puntuación –coma, punto y coma- o mediante
conectores de ampliación–como “y”, “también”, “además” o “asimismo”).

BIBLIOGRAFÍA

ANDERSON IMBERT, Enrique. Teoría y técnica del cuento. Buenos Aires, Ediciones Marymar, 1979.

BAL, Mieke. Teoría de la narrativa (Una introducción a la narratología), Madrid, Editorial Cátedra, 1985.

BARTHES, Roland. “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en Análisis estructural del relato. Puebla, Premia
Editora, 1986.

ECO, Umberto. Confesiones de un joven novelista. Madrid, Editorial Lumen, 2011.

FILINICH, María Isabel. Descripción. Buenos Aires, Eudeba, 2003.

GENETTE, Gérard. “Las fronteras del relato”, en Análisis estructural del relato. Puebla, Premia Editora, 1986.

HAMON, Philippe. Introducción al análisis de lo descriptivo. Buenos Aires, Edicial, 1991.

LUKACS, George. “¿Narrar o describir?”, en Problemas del realismo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

QUIROGA, Horacio. “A la deriva”, en Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte. Buenos Aires, Editorial Altamira, 1997.

Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. Vigésima segunda edición, 2003; consultado en edición
electrónica http://www.rae.es/rae.html.

STEIMBERG, Alicia. “El relieve del texto. La ocurrencia”, en Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus
alumnos. Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2006.

-----------------. “Visualización Concreto versus Abstracto” en Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus
alumnos. Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2006.

YANGUAS SANTOS, Luis. “El texto descriptivo en el aula de ELE: de la teoría a su presencia en el marco común europeo de
referencia y el Plan Curricular del Instituto Cervantes”, en Marcoele: Revista de Didáctica (Núm.8), España, 2009.

37
El tiempo en la narración

Apunte de Cátedra

Mariana Petriella, Ana Balut, Julieta Sanders

Yo no escribo para matar al tiempo


ni para revivirlo
escribo para que me viva y reviva32

Introducción

El tiempo es, en términos ontológicos, filosóficos, una categoría que desborda los márgenes del sistema
verbal de la lengua y de las diversas clasificaciones de la temporalidad que pudieran concebirse en el relato. Se
trata de una entidad mucho más vasta que excede los objetivos de este escrito.

Julio Cortázar (1980), quien con frecuencia ha explotado la veta fantástica en su literatura y ha recurrido
a diversas distorsiones del tiempo en sus relatos, discurre sobre esto en Clases de literatura. Reconoce en
primera instancia que “(…) El tiempo es un problema que va más allá de la literatura y envuelve la esencia
misma del hombre”. E inmediatamente aclara que en verdad nadie sabe qué es el tiempo y por ello se
constituye junto con el espacio, en uno de los problemas capitales de la filosofía. El hombre no filosófico
acepta el tiempo sin cuestionamiento alguno, pero una mente filosófica no puede aceptarlo así no más. Y
explica que para Kant el tiempo en sí mismo no existe, se trata de una categoría del entendimiento. Somos los
seres humanos quienes ponemos el tiempo.

“A aquellos que piensen que mi noción del tiempo como posibilidad de desdoblarse y cambiar,
estirarse o ser paralelo, es solamente una fantasía de escritor, quisiera decirles que no es así…”33. Para Cortázar
el tiempo -“ese decurso que pasa por nosotros o a través del cual pasamos”- es un elemento poroso, elástico,
que permite viajar a través de la historia, recordar fragmentos extensos del pasado en fracciones de segundos,
o extender durante una hora algo que vivimos en sólo un puñado de minutos. Se trata de una dimensión
misteriosa e inaprensible que si bien se manifiesta en su literatura, forma parte del transcurrir de la vida
cotidiana.

Narrar y comentar

El uso de la lengua no es atemporal. Cada vez que producimos un enunciado se origina un acto que es
el punto a partir del cual se organiza el tiempo. Por consiguiente, la constelación de tiempos verbales que

32 Versos extraídos del poema “El mismo tiempo” de Octavio Paz. 1962. En Salamandra. México: Joaquín Mortiz.
33 Cortázar, Julio. 2013. “El cuento fantástico I: el tiempo” En Clases de Literatura. Berkeley, 1980. Buenos Aires: Editorial Alfaguara.
38
aparecen en un texto está relacionada con la instancia de su enunciación. En este sentido, cuando hablamos o
escribimos utilizamos el paradigma verbal34 propio de la modalidad35 que adoptamos.

Al respecto, Harald Weinrich (1975)36 distingue dos maneras de representar la realidad mediante el
discurso: la narración y el comentario. La diferencia entre estas formas se percibe en la distancia o proximidad
que establece el sujeto hablante en torno a los hechos que enuncia. Quien narra presenta mayor distancia que
quien comenta -comprometido emotiva y afectivamente con aquello que enuncia y que lo afecta
directamente-. Es por ello que el autor entiende que “(…) el diálogo dramático, el memorándum político, el
editorial, el testamento, el informe científico, el ensayo filosófico, el comentario jurídico y todas las formas del
discurso ritual, codificado y realizativo” son géneros típicos de los tiempos del mundo comentado porque, de
algún modo, alteran la situación y el compromiso de los interlocutores.

En cambio, los tiempos del mundo narrado atañen a otras instancias de locución como pueden ser: una
historia personal, un relato histórico, el relato de alguna aventura, un cuento ficcional, una leyenda o una
novela. Por lo tanto, compromiso y distancia son dos actitudes comunicativas que tiñen las modalidades de
comentar y narrar respectivamente.

La categoría de distancia también fue tomada por Paul Ricoeur (2008)37 para quien narrar es (según una
expresión tomada del novelista Thomas Mann) dejar de lado, es decir, elegir y excluir a la vez para poder
construir una perspectiva. Esta última es identificable tanto por lo que selecciona como por lo que omite, ya
sea el tiempo, el espacio, la secuencia narrativa, los términos que utiliza, la trama, el suceso, etc. Seleccionar y
omitir son operaciones fundamentales a la hora de narrar.

A su vez, la narración se caracteriza por la presencia de acciones, lo que supone la utilización,


primordialmente, de verbos que garanticen el carácter dinámico de la participación a través del uso de los
tiempos verbales y de la técnica de secuenciación.

Entonces, podemos postular que narrar implica distanciarse de la situación comunicativa. Salir del
presente. La voz narradora se distancia en su discurso de la temporalidad cotidiana, porque selecciona, omite,
construye una temporalidad que desplaza la inmediatez. Por eso, el tiempo base de referencia de la narración
es, lógicamente, el pretérito.

Dentro de los grupos de verbos paradigmáticos de la narración, Harald Weinrich distingue que el
tiempo/base es el pretérito perfecto simple. Lo que provoca que las acciones anteriores a las principales se
señalen con el uso del pretérito pluscuamperfecto y las acciones futuras con el uso del condicional. Las
acciones secundarias, subordinadas a la acción principal, se corresponden con el uso del pretérito imperfecto.
Por su parte, al comentario (que es una narración sin distancia temporal, es decir simultánea a los sucesos) le

34 Se entiende por paradigma verbal al conjunto de conjugaciones (de los verbos regulares) que se utilizan para expresar diferentes
tiempos y modos. De este modo, podemos decir que en el paradigma verbal se expresan todas las posibilidades de conjugación que
ofrece un verbo.
35 Aquí, "modalidad", se refiere a: comentar o narrar; y de ello dependerá la actitud que adopte el hablante frente a su interlocutor y a

sus propios enunciados.


36 Weinrich, Harald. 1975."Mundo comentado/mundo narrado". En Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, Madrid: Gredos.

37 Ricoeur, Paul. 2008. Tiempo y narración II. Configuración del tiempo en el relato de ficción. México: Editorial Siglo XXI.

39
corresponde el tiempo presente como base; y ello dará como resultado que el pretérito perfecto marque las
acciones anteriores y el futuro, las acciones venideras. Como se observa en los siguientes ejemplos:

Ejemplo1. Tiempo base de la narración (pretérito perfecto simple):

Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito tuvo que fotografiarla de nuevo, hundida
en su silla, entre los invitados. En la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban a Adriana; les
permitieron mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los niños dieron menos
trabajo que los grandes. El momento más difícil no había terminado. Había que llevar a
Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran las últimas fotografías. (Silvina
Ocampo, “Las fotografías”, 1999).

En los textos narrativos es esencial representar la lógica de las acciones mediante el uso de verbos,
adverbios y conectores, que son los elementos de la lengua que permiten articular la correlación verbal. Se
denomina así a la relación temporal que se establece entre los verbos de una misma oración. Es decir, al
orden de las acciones que aparecen en la ella. Los conectores y los adverbios temporales vinculan las
distintas oraciones, las frases verbales y colaboran en la creación de la temporalidad con la que se presentan
las narraciones.

Ejemplo 2. Tiempo base del comentario (presente):

El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las
esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos
espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente
en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las
manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se
calienta agua para tomar el mate. (Roberto Arlt, "He visto morir", 1931).

El tiempo en el relato de ficción

Antes de entrar en la cuestión del tiempo del discurso es preciso que señalemos algunas
conceptualizaciones desarrolladas por Tzvetan Todorov y retomadas por Gerard Genette (1989, 83), quien
sostiene: “Propongo (…) llamar historia al significado o contenido narrativo (aun cuando dicho contenido
resulte ser en este caso, de poca densidad dramática o contenido de acontecimientos) [y] relato propiamente
dicho al significante, enunciado o texto narrativo mismo (…)”38. De este modo podríamos definir historia como
el conjunto de acontecimientos que se cuentan; y el relato como el hecho que lo pone en palabras (pudiendo
ser oral o escrito).

A lo expuesto por Gerard Genette, quien sentó las bases de los enfoques principales para la
narratología39, le corresponden las categorías temporales que entran en cuestión: el tiempo de la historia y el
tiempo del relato.

38 Genette, Gérard. 1989, 83. “Discurso del relato”. En Figuras III. Barcelona: Editorial Lumen.
39 La narratología comprende el estudio y las teorías acerca de las formas narrativas, especialmente las literarias y cinematográficas.
40
Los textos ficcionales presentan la particularidad de disponer de forma simultánea la historia y su relato
a través del acto narrativo. No sucede esto en los textos históricos o periodísticos, en los cuales la historia
(hechos) tiene existencia previa y la narración la convierte en relato, la “traduce” a palabras.

Tiempo de la historia y tiempo del relato

El tiempo de la historia es pluridimensional. En la historia, como en la vida, los hechos pueden ocurrir
simultáneamente; por ejemplo, en una esquina del barrio, mientras un auto frena de golpe porque pasa un
perro, un nene juega en la vereda, el sodero entrega un sifón a la vecina y una pareja se besa. En cambio, el
tiempo del relato se constituye mediante una organización particular de los elementos de la historia, que el
narrador dispone en el discurso -según su criterio, elige, excluye, selecciona, ordena- para producir su
narración. El tiempo puede ser modificado y alterado de diversas maneras. Esto sucede porque cada narrador
toma decisiones en relación a la disposición de los hechos de la historia según las necesidades del discurso que
quiere presentar.

El tiempo del relato, refiere al tiempo en que se cuentan esos acontecimientos de la historia y lo que
ocupan en la narración. En su representación de los hechos, el narrador, no expone fielmente la sucesión
temporal de los acontecimientos sino que la modifica con el propósito de crear efectos de sentido que
respondan a la intencionalidad estética de la obra. La utilización de la deformación temporal con ciertos fines
estéticos40 produce distorsiones en el orden, la duración y la frecuencia del relato.

Relaciones de orden

Hoy, los estudios de narratología siguen utilizando la clasificación que estableciera Gerard Genette sobre
las relaciones de orden, duración y frecuencia. Las relaciones de orden son aquellas donde se coteja la
disposición de los acontecimientos en el discurso con el orden de esos mismos hechos en la historia.
Entre estas relaciones suele identificarse primero a la que se conoce como orden de grado cero, que es
aquella donde la sucesión de los acontecimientos en el relato coincide con la concatenación que los hechos
tuvieron en la historia (o, mejor dicho, hubiesen tenido en caso de que la historia existiera previamente). Son
relatos que siguen una cronología; se cuenta primero lo que ocurrió primero, segundo lo que aconteció a
continuación y así –de manera ordenada- hasta el final. Son relatos que respetan una disposición cronológica
pero que pueden alterar la duración o la frecuencia.

Sin embargo, existen otras relaciones al confrontarse el orden de los acontecimientos en el discurso
respecto del que esos mismos hechos tuvieron en la historia. El discurso puede alterar esa disposición y las
cosas contarse moviéndose de lugar. De acuerdo al tiempo base establecido para la narración (pretérito
perfecto simple) en el texto operan diversas relaciones: pueden ser anticipaciones o retrospecciones, llamadas
prolepsis y analepsis respectivamente.

 La retrospección o analepsis: es la narración de hechos sucedidos en un momento anterior al punto


en que se encuentra la historia. Le corresponde el uso del tiempo pluscuamperfecto. Por ejemplo:

40 Todorov, Tzvetan. 1991. “Las categorías del relato literario”. En Análisis estructural del relato. AA.VV, México: Premiá.

41
No puedo pagarlo, le dije. El abogado, sin perder un tono conciliador y asquerosamente
amable, respondió que en ese caso se embargaría la casa, único bien a mi nombre, y llegado
el momento, ante la falta del pago correspondiente, se remataría. Gracias, respondí, usted
puede irse a la mismísima mierda, abogado hijo de una gran puta…, hubiera seguido
insultándolo de no ser porque decidió cortar la llamada. (Julio Srur, “La indemnización”,
2013).

 La anticipación o narración prospectiva: es un adelanto que el relato hace de los sucesos que
acontecen en la historia de manera efectiva; es decir, el relato prevé lo que va a suceder. Le
corresponden el uso de los tiempos futuros, condicionales o perífrasis de futuro. Así puede verse en el
siguiente ejemplo: “Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de
eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico”. (Juan Carlos Onetti, “La
mano”, 1994).

En “Axolotl” de Julio Cortázar (1966), las líneas finales del cuento parecieran contener una anticipación:
“Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros,
creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl”.

Sin embargo, aunque tenga la forma de una prolepsis no lo es en términos estrictos, ya que se trata de
una conjetura; el personaje no escribe esa historia en el cuento que leemos (salvo que consideremos que el
personaje es Julio Cortázar y que ya ha escrito el cuento, pero eso es harina de otro costal).

Es importante destacar que las anticipaciones y las retrospecciones son consideradas anacronías
narrativas. Es decir, una discrepancia entre el orden de la historia y el orden del relato.

Toda anacronía (anticipación o retrospección) es, con respecto al relato en el cual se inserta, un relato
secundario subordinado al primero. Por ejemplo, si en una novela se comienza refiriendo la boda de
dos personajes y luego se lleva a cabo un relato retrospectivo de cómo se conocieron, esta última
narración depende del relato principal que es el de la boda (relato primero) y puede designarse como
un relato segundo de carácter informativo (Klein, 2015)41.

Relaciones de duración

El narrador puede también adoptar diversas actitudes respecto de la velocidad que utiliza: por ejemplo
apurando la referencia de sucesos que acontecen durante años en unas pocas frases; o demorando una acción
fugaz a lo largo de dos páginas. También puede resumir o elidir lapsos extensos de tiempo que no desea
narrar o generar efectos de tiempo simultáneo.

41Klein, Irene. “Taller de expresión I”. Disponible en: http://aliciamontes.blogspot.com.ar/2015/08/el-tiempo-en-la-narracion.html


Consultado: 28 de agosto de 2018.
42
De acuerdo a las velocidades que se combinen el tiempo de un relato va adoptando cierto ritmo
narrativo: puede volverse lento o muy rápido y ágil; presentarse pausado o mostrarse coincidente con el
tiempo de la historia.

En el tiempo simultáneo, también conocido como verosímil, se pretende igualar al tiempo de la


historia. En los diálogos de los personajes que se intercalan en el relato, emerge este tipo de tiempo, dado que
la escena pareciera desarrollarse ante nuestros ojos tal como hubiese ocurrido en la historia. Entonces, el
efecto de distancia de la narración con sus tiempos pretéritos se desdibuja y las acciones se actualizan. El
diálogo logra generar la velocidad o lentitud que esas acciones hubieran tenido realmente. De este modo, se
equiparan tiempo de la historia y tiempo del relato. La escena dialogada contrasta con la distancia que impone
la narración.

Ejemplo de tiempo simultáneo:

–Esto es una asquerosidad, che.

–Tenés miedo – dije yo.

–Miedo no; otra cosa.

Me encogí de hombros:

–Por lo general, todas estas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.

–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.

Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y
que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella
nos mirase iba a pasar algo.

Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:

– ¿Y si nos echa?

Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía
el estruendo de un coche con el escape libre.

–Es Julio –dijimos a dúo.

(Abelardo Castillo, “La madre de Ernesto”,1972).

Durante la pausa los hechos -las acciones- de la historia se detienen y, frecuentemente, se da lugar a la
descripción de espacios, de personajes, de ambientes o climas. Las pausas son descriptivas casi siempre (pero
no toda descripción es pausada, algunas se presentan con dinamismo). Son momentos que sirven para incluir
reflexiones, juicios o evaluaciones por parte del narrador y actúan, a la vez, interrumpiendo la duración de los
hechos (algunas de estas pausas son más parecidas al comentario acerca de lo que se cuenta).

43
Ejemplo de la pausa en la narración:

Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, en una silla
de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, de organdí blanco, con un
viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor movimiento, una vincha de metal
plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos botines ortopédicos de cuero y un abanico
rosado en la mano.

(…) Me mostraron los regalos: estaban dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio,
debajo de un toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos
manteles. Los sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas,
despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes,
brillaban sobre la mesa. Se me hacía agua la boca. Un florero con gladiolos naranjados y otro
con claveles blancos, adornaban las cabeceras. (Silvina Ocampo, “Las fotografías”, 1999).

La duración del relato en un tiempo resumido es menor a la de los hechos en la historia. Se


comprimen lapos de tiempo extensos en pocas líneas. La historia puede avanzar rápidamente en una corta
extensión de la narración. Como se observa en el ejemplo que sigue, el narrador cuenta de manera resumida el
proceso durante el cual se vuelve alcohólico y violento.

Ejemplo de uso del tiempo resumido

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia.
Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle
violencias personales. (Edgar Allan Poe, “El gato negro”, 1996).

La elipsis implica la ausencia de relato. Hay hechos de la historia que no se cuentan, se evita su
narración. Aparecen con fórmulas como “luego de diez años”, “un tiempo después” o “en el invierno siguiente”,
e implican acciones que luego se recuperan o se deducen por la lectura de sus consecuencias.

En un cuento, por ejemplo, las elipsis se utilizan con una marcada finalidad estética, para lograr un
efecto: lo suprimido se insinúa para una posterior revelación o se sugiere algo para que sea descifrado por el
lector. En las novelas, donde la narración es voluminosa, hay elipsis que implican mayores lagunas temporales,
orientadas a que el lector elabore hipótesis sencillas sobre hechos o acciones que debieron suceder pero que -
por algún motivo- no se narran.

Ejemplo de uso de la elipsis

Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez,
a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con los dedos
abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los
Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. (Osvaldo
Soriano, “El penal más largo del mundo”, 2006).
44
Relaciones de frecuencia

Por último, debe hacerse mención a las relaciones de frecuencia. Estas refieren a la cantidad de veces
que aparece un dato o información narrativa en el discurso y a las veces que esa misma información surge en
la historia. La concordancia o diferencia entre ellas permite instaurar una frecuencia narrativa.

El tipo de frecuencia que predomina en la mayoría de las narraciones ficcionales es la que origina el
relato singulativo, que es aquel en donde se cuenta una sola vez un hecho singular. Las acciones suceden una
vez y de esa manera se las cuenta. La frecuencia singulativa consiste en una paridad entre las veces que el
hecho se produce en la historia y las veces en que se lo enuncia en el relato. De este modo, obtenemos: “En
ese momento oye el ruido de un cuerpo arrojándose al mar. No tiene tiempo de pensar nada; ve a la muchacha
nadar y alejarse y ve que su estilo es suave, como de alga”. (Orlando Barone, “Los ahogados”, 2006-2007).

Una posibilidad inversa a la singulativa consiste en narrar varias veces lo que ha sucedido varias veces.
Los hechos que se repiten en la historia suelen ser triviales, cotidianos (comer, asearse, levantarse, etc.,), por
eso suelen obviarse en el relato o mencionarse una sola vez. Por lo tanto, cuando una acción que se repite en
la historia aparece reiteradamente en el relato, estamos en presencia de un relato anafórico; es decir, se trata
de una repetición que desea señalar algo o provocar un efecto o una sensación. Un ejemplo de ello es El
general en su laberinto (de Gabriel García Márquez) en el que se narra varias veces el baño caliente que
tomaba el general Simón Bolívar antes de acostarse; o se repiten una y otra vez los padecimientos de un
insomnio sostenido a lo largo de años.

En cambio, la narración reiterada de un hecho (en el relato) que en la historia sucede solo una vez, se
llama relato repetitivo. El objetivo de utilizar esta frecuencia insistente es construir un sentido especial en
torno al hecho narrado. En estos casos, el referente se refuerza merced a la repetición, lo que inevitablemente
genera cierto efecto en la narración. Por ejemplo, en el film estadounidense Vantage Point (2008) dirigido por
Pete Travis, se relata varias veces -desde ocho puntos de vista diferentes y complementarios- el atentado al
presidente de Estados Unidos. Hecho que en la historia, ocurre una sola vez.

El relato de un hecho que se repite varias veces en la historia pero es enunciado una única vez en el
relato se llama iteración; generalmente se representa con el pretérito imperfecto y verbos que indican esa
frecuencia: solía, acostumbraba, etc. Tanto en las descripciones como en las pausas o el resumen, se utiliza este
recurso. “Casi siempre”, “a menudo”, “cada día”, son expresiones que acompañan esta modalidad.

Ejemplo:

“Recorrimos ese trayecto durante meses y meses”. (Antonio Dal Masetto, “El padre”, 2002).

Más allá de estas clasificaciones técnicas, el tratamiento del tiempo en una narración sirve para crear
cierto clima -una atmósfera peculiar- y generar esa tensión que se expresa desde sus primeras líneas. En
síntesis, podríamos decir que el tiempo puede concebirse como una alianza misteriosa y compleja que se teje
entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta. Una urdimbre que atrapa al lector, lo lleva, lo arrastra, lo deja sin
aliento, lo aísla dentro de un territorio donde el tiempo ha quedado suspendido y luego, lo arroja, lo devuelve,

45
con calma o furiosamente, a la cotidianeidad de sus circunstancias donde la percepción del tiempo ya no
volverá a ser la misma.

Bibliografía:

Arlt, Roberto. 1931. “He visto morir”. En Diario El mundo, 1 de febrero.

Barone, Orlando. Verano 2006-2007. “Los ahogados”. En El Monitor de la Educación Nº 10, Ministerio de Educación,
Ciencia y Tecnología.

Cortázar, Julio. 2013. Clases de Literatura. Berkeley, 1980. Buenos Aires: Editorial Alfaguara.

Cortázar, Julio. 1966. “Axolotl”. En Final del Juego, Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Cortázar, Julio. 1970. “Algunos aspectos del cuento” En Diez años de la revista Casa de las Américas, nº 60, La Habana.

Dal Masetto, Antonio. 2002. “El padre”. En El padre y otras historias, Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

García Márquez, Gabriel. 1989. El general en su laberinto. Madrid: Mondadori.

Genette, Gerard. 1989. “Discurso del relato”. En Figuras III. Barcelona: Editorial Lumen.

Gennette, Gerard. 1991. “Las fronteras del relato”. En Análisis estructural del relato; AA.VV. México: Premiá.

Klein, Irene. 2015. “El tiempo del relato”. En La narración, Buenos Aires: Eudeba.

Nielsen, Gustavo. 2009. “El café de los micros”. En La fe ciega, Buenos Aires: Páginas de espuma.

Ocampo, Silvina. 1999. “Las fotografías”. En Cuentos Completos I. Buenos Aires: EMECE editores.

Poe, Edgar Allan. 1996. “El gato negro”. En El gato negro y otros cuentos de horror. Barcelona: Vicens Vives.

Ricoeur, Paul. 2008. Tiempo y narración II. Configuración del tiempo en el relato de ficción, México: Editorial Siglo XXI.

Soriano, Osvaldo. 2006. “El penal más largo del mundo”. En Arqueros, ilusionistas y goleadores, Buenos Aires: Seix Barral.

Srur, Julio Roberto. “La indemnización”. En Revista Big Sur Nº 49, octubre de 2013. (http://www.big-sur.com.ar, 6 de mayo
de 2015).

Steimberg, Alicia. 2006. “Visualización Concreto versus Abstracto”. En Aprender a Escribir, Buenos Aires: Editorial Alfaguara.

Todorov, Tzvetan. 1991. “Las categorías del relato literario”. En Análisis estructural del relato. AA.VV, México: Premiá.

Onetti, Juan Carlos. 1994. “La mano” En Cuentos completos, Madrid: Editorial Alfaguara.

Vantage Point (película). Dirección de Pete Travis. Guion Barry Levy. Productora Columbia Pictures- Relativity Media-
Original Film, Estados Unidos, 2008. 90 min.

Weinrich, Harald. 1975. "Mundo comentado/mundo narrado". En Estructura y función de los tiempos en el lenguaje,
Madrid: Gredos.

46
Algunos aspectos del cuento42

Julio Cortázar

Me encuentro hoy ante ustedes en una situación bastante paradójica. Un cuentista argentino se
dispone a cambiar ideas acerca del cuento sin que sus oyentes y sus interlocutores, salvo algunas excepciones,
conozcan nada de su obra. El aislamiento cultural que sigue perjudicando a nuestros países, sumado a la
injusta incomunicación a que se ve sometida Cuba en la actualidad, han determinado que mis libros, que son
ya unos cuantos, no hayan llegado más que por excepción a manos de lectores tan dispuestos y tan
entusiastas como ustedes. Lo malo de esto no es tanto que ustedes no hayan tenido oportunidad de juzgar
mis cuentos, sino que yo me siento un poco como un fantasma que viene a hablarles sin esta relativa
tranquilidad que da siempre el saberse precedido por la labor cumplida a lo largo de los años. Y esto de
sentirse como un fantasma debe ser ya perceptible en mí, porque hace unos días una señora argentina me
aseguró en el hotel Riviera que yo no era julio Cortázar, y ante mi estupefacción agregó que el auténtico Julio
Cortázar es un señor de cabellos blancos, muy amigo de un pariente suyo, y que no se ha movido nunca de
Buenos Aires. Como yo hace doce años que resido en París, comprenderán ustedes que mi calidad espectral se
ha intensificado notablemente después de esta revelación. Si de golpe desaparezco en mitad de una frase, no
me sorprenderé demasiado; y a lo mejor salimos todos ganando.

Se afirma que el deseo más ardiente de un fantasma es recobrar por lo menos un asomo de corporeidad,
algo tangible que lo devuelva por un momento a su vida de carne y hueso. Para lograr un poco de tangibilidad
ante ustedes, voy a decir en pocas palabras cuál es la dirección y el sentido de mis cuentos. No lo hago por
mero placer informativo, porque ninguna reseña teórica puede sustituir la obra en sí; mis razones son más
importantes que ésa. Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es
posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental
honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se
oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo
daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o
menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías
definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos
comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no
residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi
búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas
que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los
temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el
mundo explicará mi toma de posición y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que sólo
he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de
que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas,

42 Originalmente publicado en Diez años de la revista Casa de las Américas, nº 60, julio 1970, La Habana.

47
dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a
un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.

La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país —
Francia— donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y
lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen
acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la
problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi
exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos
originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos
del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a
ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia
tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión
del tiempo literario.

Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor,
hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de
lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países
latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación
espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los
cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe
hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en
segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos
solo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su
desarrollo y sus cualidades. En América, tanto en Cuba como en Méjico o Chile o Argentina, una gran cantidad
de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi
póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los
demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales,
porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día.
Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá
hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto,
como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá
contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada
confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es
tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar
a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo
abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere
echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento
habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde
la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado
de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un
temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede
48
trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y
que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.

Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela, género mucho más
popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel,
y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su
parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia,
cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento
y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el
cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras
que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo
que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes
han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal
como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un
Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo en
determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par
una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado
por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se
logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis
que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es
decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que
sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador
o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia
algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor
argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su
lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la
medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es
incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque
el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces
cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier
gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene
por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo
del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del
método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta
presión espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un
determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas
malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes
carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un
Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras

49
palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y
de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento
significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento
real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar
episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood
Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante
de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión
de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable
anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chéjov.
¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo
que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los
mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de
ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un
té con dulces. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en
ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la
anécdota reseñada. Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en
el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen
episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si
no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al
tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde,
bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con
todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida
que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son
más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.

Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión
del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo,
comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado
tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras
veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran
mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima o por debajo
de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una
fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es
que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto
desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o
inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?

A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir
con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario,

50
puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad
parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más
tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan
virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un
sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de
palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene
algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya
como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema
de relaciones más complejo y hermoso? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos
inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores.
Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes
cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es
verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo
William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y
giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un
sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de
Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no
todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los
cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de
una realidad infinitamente más basta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una
fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre
que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección
contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de
lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la
semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra
memoria.

Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser
profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes
resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente
significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto
escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos
y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de
Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo
que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y
literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento
literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente,
lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí
me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos
conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio
divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: “Ahí tienes un tema

51
formidable para un cuento; te lo regalo.” A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he
contestado amablemente: “Muchas gracias”, y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo,
cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su
relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas;
para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar
contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante —por más
divertido o emocionante que pueda ser—, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en
sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así
como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico
de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la
misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por
el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.

Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su
creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas
que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está
frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva.
Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como
último término del proceso, como juez implacable, está esperando el lector, el eslabón final del proceso
creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que
nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo
más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos
suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido,
para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y
da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista
capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones.
Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario
un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo
gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea
para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva,
enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los
elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual
y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su
ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de
todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e
incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario
de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos
en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway,
es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al
drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con

52
modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es
una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía
estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su
atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación
saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudalosos de Henry James —La
lección del maestro, por ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que
todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto
la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de
escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento. En mi país, y ahora en
Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo,
entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no
comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos
cuentos los están escribiendo quienes dominan el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino
aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales,
que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que
de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten
en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el
sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o
poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del
tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores
y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Ilíada o una Odisea de esa
suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de
decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de
clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta
es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos,
las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos
populares se cultiva en Cuba; ojalá que no, porque en mi país no ha dado más que indigestos volúmenes que
no interesan ni a los hombres de campo, que prefieren seguir escuchando los cuentos entre dos tragos, ni a los
lectores de la ciudad, que estarán muy echados a perder pero que se tienen bien leídos a los clásicos del
género. En cambio —y me refiero también a la Argentina— hemos tenido a escritores como un Roberto J.
Payró, un Ricardo Güiraldes, un Horacio Quiroga y un Benito Lynch que, partiendo también de temas muchas
veces tradicionales, escuchados de boca de viejos criollos como un Don Segundo Sombra, han sabido
potenciar ese material y volverlo obra de arte. Pero Quiroga, Güiraldes y Lynch conocían a fondo el oficio de
escritor, es decir que sólo aceptaban temas significativos, enriquecedores, así como Homero debió desechar
montones de episodios bélicos y mágicos para no dejar más que aquellos que han llegado hasta nosotros
gracias a su enorme fuerza mítica, a su resonancia de arquetipos mentales, de hormonas psíquicas como
llamaba Ortega y Gasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes y Lynch eran escritores de dimensión universal, sin
prejuicios localistas o étnicos o populistas; por eso, además de escoger cuidadosa-mente los temas de sus
relatos, los sometían a una forma literaria, la única capaz de transmitir al lector todos sus valores, todo su
fermento, toda su proyección en profundidad y en altura. Escribían intensamente. No hay otra manera de que
un cuento sea eficaz, haga blanco en el lector y se clave en su memoria.
53
El ejemplo que he dado puede ser de interés para Cuba. Es evidente que las posibilidades que la
Revolución ofrece a un cuentista son casi infinitas. La ciudad, el campo, la lucha, el trabajo, los distintos tipos
psicológicos, los conflictos de ideología y de carácter; y todo eso como exacerbado por el deseo que se ve en
ustedes de actuar, de expresarse, de comunicarse como nunca habían podido hacerlo antes. Pero todo eso,
¿cómo ha de traducirse en grandes cuentos, en cuentos que lleguen al lector con la fuerza y la eficacia
necesarias? Es aquí donde me gustaría aplicar concretamente lo que he dicho en un terreno más abstracto. El
entusiasmo y la buena voluntad no bastan por sí solos, como tampoco basta el oficio de escritor por sí solo
para escribir los cuentos que fijen literariamente (es decir, en la admiración colectiva, en la memoria de un
pueblo) la grandeza de esta Revolución en marcha. Aquí, más que en ninguna otra parte, se requiere hoy una
fusión total de estas dos fuerzas, la del hombre plenamente comprometido con su realidad nacional y mundial,
y la del escritor lúcidamente seguro de su oficio. En ese sentido no hay engaño posible. Por más veterano, por
más experto que sea un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de una
profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético. Pero lo contrario será aún peor, porque
de nada valen el fervor, la voluntad de comunicar un mensaje, si se carece de los instrumentos expresivos,
estilísticos, que hacen posible esta comunicación. En este momento estamos tocando el punto crucial de la
cuestión. Yo creo, y lo digo después de haber pesado largamente todos los elementos que entran en juego,
que escribir para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir revolucionariamente, no
significa, como creen muchos, escribir obligadamente acerca de la revolución misma. Por mi parte, creo que el
escritor revolucionario es aquel en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de su libre compromiso
individual y colectivo, con esa otra soberana libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese
escritor, responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o psicológica, o vuelta hacia el pasado, su
acto es un acto de libertad dentro de la revolución, y por eso es también un acto revolucionario aunque sus
cuentos no se ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución. Contrariamente al
estrecho criterio de muchos que confunden literatura con pedagogía, literatura con enseñanza, literatura con
adoctrinamiento ideológico, un escritor revolucionario tiene todo el derecho de dirigirse a un lector mucho
más complejo, mucho más exigente en materia espiritual de lo que imaginan los escritores y los críticos
improvisados por las circunstancias y convencidos de que su mundo personal es el único mundo existente, de
que las preocupaciones del momento son las únicas preocupaciones válidas. Repitamos, aplicándola a lo que
nos rodea en Cuba, la admirable frase de Hamlet a Horacio: “Hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra de
lo que supone tu filosofía...” Y pensemos que a un escritor no se le juzga solamente por el tema de sus cuentos
o sus novelas, sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho de que el compromiso total
de su persona es una garantía indesmentible de la verdad y de la necesidad de su obra, por más ajena que ésta
pueda parecer a las circunstancias del momento. Esta obra no es ajena a la revolución porque no sea accesible
a todo el mundo. Al contrario, prueba que existe un vasto sector de lectores potenciales que, en un cierto
sentido, están mucho más separados que el escritor de las metas finales de la revolución, de esas metas de
cultura, de libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado para admiración de
todos los que los aman y los comprenden. Cuanto más alto apunten los escritores que han nacido para eso,
más altas serán las metas finales del pueblo al que pertenecen. ¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir una
literatura accesible a todo el mundo! Muchos de los que la apoyan no tienen otra razón para hacerlo que la de
su evidente incapacidad para comprender una literatura de mayor alcance. Piden clamorosamente temas
populares, sin sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá instintivamente entre
54
un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y complejo pero que lo obligará a salir por un momento
de su pequeño mundo circundante y le mostrará otra cosa, sea lo que sea pero otra cosa, algo diferente. No
tiene sentido hablar de temas populares a secas. Los cuentos sobre temas populares sólo serán buenos si se
ajustan, como cualquier otro cuento, a esa exigente y difícil mecánica interna que hemos tratado de mostrar en
la primera parte de esta charla. Hace años tuve la prueba de esta afirmación en la Argentina, en una rueda de
hombres de campo a la que asistíamos unos cuantos escritores. Alguien leyó un cuento basado en un episodio
de nuestra guerra de independencia, escrito con una deliberada sencillez para ponerlo, como decía su autor,
“al nivel del campesino”. El relato fue escuchado cortésmente, pero era fácil advertir que no había tocado
fondo. Luego uno de nosotros leyó La pata de mono, el justamente famoso cuento de W. W. Jacobs. El interés,
la emoción, el espanto, y finalmente el entusiasmo fueron extraordinarios. Recuerdo que pasamos el resto de la
noche hablando de hechicería, de brujos, de venganzas diabólicas. Y estoy seguro de que el cuento de Jacobs
sigue vivo en el recuerdo de esos gauchos analfabetos, mientras que el cuento supuestamente popular,
fabricado para ellos, con su vocabulario, sus aparentes posibilidades intelectuales y sus intereses patrióticos, ha
de estar tan olvidado como el escritor que lo fabricó. Yo he visto la emoción que entre la gente sencilla
provoca una representación de Hamlet, obra difícil y sutil si las hay, y que sigue siendo tema de estudios
eruditos y de infinitas controversias. Es cierto que esa gente no puede comprender muchas cosas que
apasionan a los especialistas en teatro isabelino. ¿Pero qué importa? Sólo su emoción importa, su maravilla y
su transporte frente a la tragedia del joven príncipe danés. Lo que prueba que Shakespeare escribía
verdaderamente para el pueblo, en la medida en que su tema era profundamente significativo para cualquiera
-en diferentes planos, sí, pero alcanzando un poco a cada uno- y que el tratamiento teatral de ese tema tenía
la intensidad propia de los grandes escritores, y gracias a la cual se quiebran las barreras intelectuales
aparentemente más rígidas, y los hombres se reconocen y fraternizan en un plano que está más allá o más acá
de la cultura. Por supuesto, sería ingenuo creer que toda gran obra puede ser comprendida y admirada por las
gentes sencillas; no es así, y no puede serlo. Pero la admiración que provocan las tragedias griegas o las de
Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles,
debería hacer sospechar a los partidarios del mal llamado “arte popular” que su noción del pueblo es parcial,
injusta, y en último término peligrosa. No se le hace ningún favor al pueblo si se le propone una literatura que
pueda asimilar sin esfuerzo, pasivamente, como quien va al cine a ver películas de cowboys. Lo que hay que
hacer es educarlo, y eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no literaria. Para mí ha sido una
experiencia reconfortable ver cómo en Cuba los escritores que más admiro participan en la revolución dando lo
mejor de si mismos, sin cercenar una parte de sus posibilidades en aras de un supuesto arte popular que no
será útil a nadie. Un día Cuba contará con un acervo de cuentos y de novelas que contendrá transmutada al
plano estético, eternizada en la dimensión intemporal del arte, su gesta revolucionaria de hoy. Pero esas obras
no habrán sido escritas por obligación, por consignas de la hora. Sus temas nacerán cuando sea el momento,
cuando el escritor sienta que debe plasmarlos en cuentos o novelas o piezas de teatro o poemas. Sus temas
contendrán un mensaje auténtico y hondo, porque no habrán sido escogidos por un imperativo de carácter
didáctico o proselitista, sino por una irresistible fuerza que se impondrá al autor, y que éste, apelando a todos
los recursos de su arte y de su técnica, sin sacrificar nada ni a nadie, habrá de transmitir al lector como se
transmiten las cosas fundamentales: de sangre a sangre, de mano a mano, de hombre a hombre.

55
El relieve del texto. La ocurrencia

Alicia Steimberg

En la primera parte de un cuento tradicional como “Caperucita Roja” se empieza por hablar de lo
habitual, de lo que pasa siempre: “Caperucita era una niña que vivía con su mamá muy cerca del bosque. Era
una niña muy buena que hablaba con los animales...”. Más detalles sobre la vida de Caperucita y después: “Un
día...”. Y allí empieza realmente el cuento. Lo que pasó “un día” no es lo habitual, no es lo general. Es lo
excepcional. Ese hecho excepcional es como una colina, a veces como una montaña, algo que se alza sobre la
planicie y marca el relieve. Como ustedes recordarán, hay varios hechos excepcionales más, que también son
elevaciones sobre el llano, y que mantendrán el interés y pueden llegar al horror o a la franca carcajada.43

Mirarse en un espejo es algo que sucede todos los días. Ver en ese espejo nuestras caras soñolientas,
sin maquillaje, con la barba crecida, con las arrugas más marcadas, también. Pero un día...

Por ejemplo hoy, al mirarme en el espejo del baño, descubro que tengo una manchita roja en el blanco
del ojo derecho. Un pequeño derrame. Lo pienso con esas palabras, “un pequeño derrame”. Cuatro minutos
después, vestida y calzada, estoy en un taxi camino al hospital. Un pequeño derrame. La hipertensión. O,
¿quién sabe?, presión alta en el ojo, glaucoma, ceguera, seré una ciega con recuerdos visuales. No una ciega
congénita que nunca vio una puta cosa. Diez minutos después estoy en otro taxi, regresando a casa del
hospital. Me vieron dos médicos muy amables, no tengo presión alta de ninguna clase, debo haberme
lastimado con el lápiz delineador, la manchita roja se irá en unos días.

Y vuelvo a sentarme junto a esa ventana, a escribir. Y lo que antecede es justamente lo que he escrito.
Qué pasó, dónde y cuándo. Esta frase, en forma de pregunta, aparece al pie de página de cada uno de los
capítulos en un librito inglés titulado 1066 and All That44. Lo que escribimos es lo que pasó, y no siempre,
dónde y cuándo pasó. Hay otros detalles igualmente importantes, por ejemplo, a quién le pasó, que en general
se consignan en el relato. Lo ocurrido puede resumirse, pero jamás dará una idea de cómo es el texto. Eso lo
darán las circunstancias, que no pueden resumirse, y que además dan algo fundamental el texto literario:
relieve. De nuevo estamos enfrentados a la “visualidad”. He leído relatos de “sexo explícito” donde los
personajes están en medio de la nada, ni siquiera se sabe si les gusta o les disgusta lo que hacen, si están
desnudos o vestidos, si están tendidos en una cama o flotando en el aire.

Veamos un ejemplo de relieve proporcionado por una ocurrencia. En inglés existe una palabra,
“serendipity”, que sería el equivalente de “ocurrencia feliz”, casualidad o coincidencia feliz45.

Primer párrafo del cuento “Leonor”46, de Hebe Uhart:

43 Debo revelarles, a quienes no lo sepan, que en el cuento de Perrault el final es: “y el lobo se la comió”. Así me lo contaron a mí, sin
leñador que sacara a Caperucita y a su abuelita de la panza del lobo.
44 El título traducido al español sería, aproximadamente, “El año 1066 y el reto de la historia”. Dudo que haya traducción porque 1066

fue el año en que Guillermo el Conquistador invadió Inglaterra, cosa que todos los niños ingleses aprenden en la escuela y deben
recordar, pero no en la Argentina. La gracia de este libro, es que dice contener, en las 123 páginas de una edición Penguin, todo lo que
el inglés promedio recuerda de lo que le enseñaron en la escuela sobre la historia de su país (anécdotas aptas para ser incorporadas a
un cerebro infantil, como las que aprendimos nosotros). Todo lo que recuerda; por cierto, no toda la historia.
45 El Simon &Schuster´s International Spanish Dictionary dice: “Suerte para hallar cosas por casualidad”

56
Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de
mandioca son duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno
las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada
aceitoso, es un alimento merecido y vivificante.

Siempre digo que si Hebe Uhart no hubiera escrito en su vida nada más que este párrafo, de todas
maneras por este párrafo se hubiera sabido que es una gran escritora. Y una fina escritora. Las personas y las
cosas de las que habla y va a hablar en este cuento, pertenecen al mundo de la pobreza, del campo pobre, de
los pisos de tierra y alimentación a base de pan y de porotos. Uhart maneja las palabras con infinito cuidado,
como si fuera un cristal. El no disfrutar de un alimento un poco reseco y pesado no tiene que ver con la
ausencia del deseo de comerlo: tiene que ver con la tristeza. Y disfrutar de esa misma comida estando alegre,
es disfrutar del simple hecho de estar alegre, de estar vivo. Lo más notable del párrafo, para mí, es eso de que
si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo. Y la elección de la palabra “páramo” es
una ocurrencia genial.

Estas comparaciones improbables, sustentadas por una ocurrencia, pueden ser notables hallazgos. Al
comienzo de su novela The Bell Jar47 (La campana de cristal) Sylvia Plath usa mucho este recurso, y ninguna de
las comparaciones deja de producir interés y asombro. La narradora habla de la ejecución del matrimonio
Rosenberg en la silla eléctrica en Estados Unidos en la década del sesenta, y dice que la impresionó tanto como
haber visto por primera vez un cadáver, cosa que su novio de entonces le hizo posible porque era estudiante
de medicina. Una vez que la muchacha vio el cadáver siguió “viéndolo durante tanto tiempo, que terminó por
sentir que siempre arrastraba tras ella la cabeza del cadáver, atada a una cuerda como un globo negro y sin
nariz que apestaba a vinagre”.48

La ocurrencia es uno de los fenómenos que no se puede enseñar. A uno se le ocurre algo gracioso, o
sorprendente, o ingenioso, o no. Pero la ocurrencia está muy vinculada con el estado de ánimo y el humor. A la
gente que dice que no tiene humor, y que por lo tanto no puede escribir con humor, hay que preguntarle si es
capaz de tomarse a sí mismo con humor. En general se tolera bien que a uno le pregunten si se cree tan
importante que sólo puede tomarse en serio. Hasta el más serio se ríe.

Ustedes me dirán: “¿Entonces un buen texto depende las palabras que se elijan? ¿Hablar de un páramo
en vez de hablar de una zapatilla?”. En casa decían que la carne estaba dura como “zapatilla”. Sí, porque
mientras leemos, aunque sea por un segundo, estas frases se convierten en imágenes en nuestro pensamiento.
Uno se puede ver a sí mismo mordiendo una zapatilla. Es más difícil verse a sí mismo comiendo un páramo,
pero se puede hacer, y precisamente la enormidad de la proporción nos hace sonreír. Sonreír por tristeza, por
un segundo, y enseguida desear saber cómo sigue la historia.

Veamos ahora con cuánta discreción trata Uhart las diferencias del lenguaje que habla Leonor, cuyo
idioma natal puede haber sido ¿el guaraní? ¿el mapuche?:

Leonor creció y llegó a los dieciocho años. Su mamá le dijo:

46 Uhart, Hebe, La luz de un nuevo día, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983.
47 Sylvia Plath, The Bell Jar, Londres, Faber and Faber Limited, 1963.
48 La traducción es mía.

57
–Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, el hombre trae pan blanco y zapatos taco
alto. Después que se casa con ese polaco, le trae unos aros a la mamita.

Leonor dijo:

–Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.

El polaco medía casi dos metros; todo el día arrancaba yuyos y los domingos no iba al baile, trabajaba.

–¿Qué importa? –dijo la madre.

–Sí, mamita –dijo Leonor–. Yo me caso, pero me da vergüenza hablar delante de él.

La madre le dijo:

–La vergüenza después se va y él no habla total. Usted le dice: “¿Querría un plato de porotos?” Y un día comen
porotos, otro día pan de harina blanca y él se pone contento porque mi hijita es muy buena. Usted siempre
sonriente, no le lleva la contraria y él se va a amansar y va a hablar. Eso sí, nunca lo provoque, que él maneja
muy mucho la azada y la pala.

Bien, destaqué la última frase porque, aunque ya hubo relieve antes, ahora llegó el relieve en serio, la
posibilidad de que sobrevenga algo muy distinto de lo que viene brindando el relato. Algo de otro orden
diferente puede suceder. Es como si en vez de estar cenando tranquilamente en el comedor, supiéramos que
es posible que haya un bombardeo.

El suspenso no es fácil de manejar pero tampoco es tan difícil. A veces consiste en cuidar que el detalle
inquietante no se insinúe ni se adelante para nada. El ejemplo que sigue está destinado a mostrar cómo fue
mejor borrar todo indicio de cierto detalle que el lector no conoce y sólo dejarlo aparecer en el párrafo
siguiente. El fragmento que veremos me fue entregado por Silvia Rupati, una joven italiana que hace sus
primeras armas en narrativa, para que yo le diera mi opinión. El texto estaba en italiano y lo traduje con ayuda
de Silvia. Tal vez convenga decir que Silvia lo escribió con una consigna: tenía que hablar del barrio en el que
vive, llamado L´Esqulino, en Roma. El recurso narrativo que usó fue hacer que el lector siga las evoluciones de
un personaje por el barrio mientras realiza sus tareas cotidianas. El nombre de este personaje, también título
del cuento, es Roberta:

Cuando me visto lo primero que me pongo son las medias. Mis preferidas son las que tienen raya. Es
como un rito: abro la puerta del armario que tiene un espejo de cuerpo entero en la parte interior, coloco los
seguros para que no se cierre; al sentarme giro por un instante dando una vuelta, más que nada por
costumbre, me dejo caer en un pouf marroquí. Esta no es la postura ideal para subirse un par de medias.
Mejor sería quedarse parada, apoyándose en la cama o en el bidet49, pero mientras estoy allí girando sobre mi
misma, es como si estuviera haciendo el amor con impropio cuerpo. Al principio el nylon no quiere saber nada
de subir más allá de la rodilla, entonces con los dedos mojados de saliva logro superar el obstáculo y un

49Curioso, parece que hay un bidet en el dormitorio. Pero viajando con mi familia por Italia hace muchos años, durmiendo en los
hoteles más modestos, vi lavabos y bidets en los cuartos.
58
segundo después las piernas se han vuelto de seda. La última fase la realizo lentamente, con pereza, como si
no conociera el camino. Cuando el elástico tira y ajusta en los flancos, ninguno podría decir que no soy mujer.

Dicen que quién trabaja de noche vive más, lo que no dicen es que si te haces llamar Roberta y eres un
hombre, te resultará suficiente vivir el tiempo asignado a tu vida.

Opino que si suprime la frase en bastardilla en el primer párrafo, la revelación en el párrafo siguiente
hará un verdadero impacto. La razón es obvia: es preferible no insinuar la menor sospecha sobre el sexo del
personaje central antes de que llegue esta súbita revelación, que no insinúa sino que directamente expone un
hecho que todos van a tomar en serio.

Los que tienen poca experiencia en la escritura de ficción dirán: ¿Cómo se hace para estar alerta y no
dejar que el relato se adelante y se pierda el suspenso? La respuesta es: nadie espera que los textos salgan sin
errores de nuestras cabezas. Se escribe como se puede, con errores de diversas clases, y sólo en las relecturas
se observa qué es necesario corregir.

En: Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus alumnos , de Alicia Steimberg, Buenos Aires,
Aguilar, 2006.

Visualización. Concreto versus abstracto

Alicia Steimberg

Veamos cuáles son esas dos características de un buen texto narrativo de ficción que observé en el
comienzo de la mayoría de los libros calificados como excelentes. Pero aun antes de enunciarlas, debo advertir
que estos dos parámetros no son suficientes para escribir un buen texto: también están presentes en muchos
bodrios y bazofias. Lo que quiero decir es que en la gran mayoría de los textos que son buenos, por muy
variados motivos, se dan estas características. Eso es todo. La norma se puede formular de esta manera:

En un buen texto de ficción, prácticamente desde el primer párrafo, el lector puede imaginar
visualmente lo narrado.

En todos esos buenos textos hay una preeminencia de lo concreto sobre lo abstracto.

Antes de que caigan sobre mí para demostrarme que no siempre es así, me apresuro a dar yo misma un
ejemplo de que, efectivamente, no siempre es así. Uno de esos casos de narrador de ficción que hace cosas
diferentes además de las que ha enunciado es Macedonio Fernández.

Veamos primero, en una lista de libros de ficción tomados al azar de los estantes de mi biblioteca, las
líneas con que comienza el texto. Los siguientes ejemplos son comienzos de novelas:

“Los viernes de la eternidad”, de María Granata:

59
Se quedó mirándolo, quieta como una langosta. Y hasta es posible que haya crujido. Con las manos no pudo
hacer nada, ni siquiera santiguarse, y pese a que sus ojos estaban a punto de reventar a fuerza de desorbitadas,
tuvo entereza.

“Los adioses”, de Juan Carlos Onetti:

Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas,
intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación
desinteresada.

“Pedro Páramo”, de Juan Rulfo:

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le
prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella
estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.

“La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares:

Hoy en la isla ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó. Puse la cama cerca de la pileta de natación y
estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir
en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa calma. A la madrugada me despertó un fonógrafo.

“El silencio”, de Antonio Di Benedetto:

La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido. Lo busco
con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad. Viene de más lejos de los
dormitorios de un terreno desocupado, que yo no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que
emerge en otra calle.

“Rayuela”, de Julio Cortázar:

¿Encontraría a la maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da
al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su
silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil
de hierro, inclinada sobre el agua.

“Marianela”, de Benito Pérez Galdós:

Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a
poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su
paso a medida que avanzaba la noche.

“Acerca de Roderer”, de Guillermo Martínez:

Vi a Gustavo Roderer por primera vez en el bar del Club Olimpo, donde se reunían a la noche los ajedrecistas
de Puente Viejo. El lugar era lo bastante dudoso como para que mi madre protestara en voz baja cada vez que
iba allí, pero no lo suficiente como para que mi padre se decidiera a prohibírmelo.
60
“Yo, el supremo”, de Augusto Roa Bastos:

Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la
cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las
campanas echadas al vuelo.

“Ulises”, de James Joyce:

Imponente y rollizo, Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma,
sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la bata
amarilla desprendida.

Bien. Hasta aquí eran novelas y la nouvelle de Bioy. Veamos ahora los comienzos de los cuentos. Como
se trata siempre de narrativa, sigo adelante sin más trámite:

“La luz de un nuevo día”, de Hebe de Uhart:

Todavía no se explicaba cómo se pudo caer. Ella fue a tender una colcha en la terraza y cuando bajó la escalera
se comió el último escalón. Estaba todo oscuro y si bien tuvo la sensación de que daba un paso en falso en el
aire, fue como si algo, el espíritu de esa oscuridad, la obligara a hacerlo.

“Nadie encuentra las lámparas”, de Felisberto Hernández:

Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un
poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que
tenía retratos de muertos queridos.

“Amor”, de Clarice lispector:

Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa
sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con
un suspiro casi de satisfacción.

“En un domingo oscuro”, de Isidoro Blaistein:

El matrimonio de viejos había visto todo. Había visto el automóvil que doblaba la esquina a toda velocidad, el
resplandor de los fogonazos y el hombre que se levantaba en el aire, se sacudía, rebotaba en la pared y caía.

“Funes el memorioso”, de Jorge Luis Borges:

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y
ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la
mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y
aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador.
Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa
una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre.

61
“Las casas del profesor”, de Úrsula Le Guin:

El profesor tenía dos casas, una dentro de la otra. Vivía con su esposa y su hija en la casa externa, que era
cómoda, limpia, desordenada, donde no había suficiente lugar para los libros de él, los papeles de ella y los
rápidamente desechados tesoros de la niña.

“Pequeñas avalanchas”, de Joyce Carol Oates:

Hacía rato que molestaba a mamá pidiéndole una moneda, y finalmente me la dio. Fui por el sendero hasta un
atajo para llegar a la autopista y seguí hasta la estación de servicio. Había dos máquinas en el garage, y tuve
que decidir entre la de gaseosas y la de golosinas.

“Así es mamá”, de Juan José Hernández:

No he conocido a nadie que posea la blancura de mamá. ¿Cómo extrañarse de que se llame Blanca?
Vanamente, las pensionistas de mi casa pretenden imitarla: se pintan de azul los párpados, caminan sobre
tacos Luis XV, cruzan las piernas y fuman con aire lánguido.

“Bola de Sebo”, de Guy de Maumpassant:

Durante varios días consecutivos habían cruzado por la ciudad jirones del ejército derrotado. No se trataba de
la tropa, sino de hordas desbandadas. Los hombres llevaban barbas crecidas y sucias, uniformes andrajosos, y
avanzaban con paso cansado y sin bandera, sin regimiento.

“Buena gente del campo”, de Flannery O´Connor:

Además de la expresión neutral que adoptaba cuando estaba sola, la señora Freeman tenía otras dos, de
avance y de repliegue, que usaba en todas sus relaciones humanas. Su expresión de avance era aplomada y
avasallante como la marcha de un camión pesado. Sus ojos no se desviaban jamás a derecha e izquierda, sino
que se movían con el curso de sus monólogos como si siguieran una línea amarilla trazada en medio del
camino.

En el curso de esta investigación sobre la visualidad del texto, que no he descubierto yo sino la ha
descubierto ya Borges en 1935, en el primer prólogo a “Historia Universal de la Infamia”, cuando dice en su
autocrítica a los cuentos del volumen “la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas”, y
enseguida: “El propósito visual rige también el cuento Hombre de la esquina rosada”; en esta investigación,
decía, no sólo está involucrada la vista, sino también otros sentidos. Observen que entre los veinte ejemplos de
comienzos de novelas y cuentos, no sólo se apela a lo visual: “El Silenciero”, de Antonio Di Benedetto, hace una
increíble fusión entre lo visual y lo auditivo. Dice, hablando del ruido recién descubierto: “Lo busco con la
mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad”.

En su libro “Seis propuestas para el próximo milenio”, Italo Calvino habla de “una pedagogía de la
imaginación que nos habitúe a controlar la visión sin sofocarla y sin dejarla caer, por otro parte, en un confuso

62
y lábil fantaseo, sino permitiendo que las imágenes cristalicen en una forma bien definida, memorable,
autosuficiente, icástica”.50

Traslademos esta propuesta de Calvino al acto concreto de escribir. Aunque nuestro propósito sea
enterar al lector de la discusión que mantienen dos personajes, pongamos por caso, sobre la actitud y la
conducta de los padres de los adolescentes de hoy ante los riesgos de la independencia demasiado temprana
de los chicos. En lugar de reducirnos a registrar lo que dicen, veamos, dejemos brotar una visión de los dos
hombres que están hablando (uno ha echado panza y está vestido como un oficinista; el otro lleva el pelo largo
y su indumentaria es la de un adolescente, etc.).

Si hablo de cómo escribir mejor, debo evitar que el que me lea se quede con la impresión de que le
estoy dando reglas y parámetros. Y si el que escribe, a pesar de que aplica mis consejos, produce un texto
calificado como malo, no debe sentirse engañado. Yo nunca dije que sabía cómo se ayuda a alguien que no es
escritor a ser escritor. Pero es seguro que leerá mejor y disfrutará más de la lectura y, con el tiempo, ¿quién
sabe lo que puede pasar con el tiempo? Lo que puedo decir por el momento es que una vez escrito un texto
hay que revisarlo, y si se nota una acumulación de generalizaciones y abstracciones, será bueno nutrirse de
ejemplos acerca de cómo comienzan sus textos los buenos autores de ficción. Cómo los comienzan y cómo los
siguen. Hay que apilar sobre el escritorio no menos de diez textos que a uno le gusten mucho,
preferentemente escritos en español en el original, aunque un par de traducciones puede venir bien para
aprender recursos y juegos lingüísticos de otros idiomas. Como traductora puedo decir que manejar otro
idioma además del propio en forma casi bilingüe es una ventaja enorme para el profesor. Los alumnos que no
poseen ese capital aprenden, por los comentarios del profesor, que otro idioma es, en muchas cosas, otra
manera de pensar. Bilingües totales hay pocos; son esos seres afortunados con familias donde se habla otro
idioma, o que pasaron sus primeros años en un lugar donde se hablaba otro idioma, y vinieron, por ejemplo,
de Rumania, a los nueve o diez años, y conservaron el idioma, aunque el rumano no sea tan útil como el
english. No les crean a los que dicen que no toleraron aprender inglés porque son antiimperialistas. No
pudieron porque no tuvieron el privilegio de que los papás los mandaran a un carísimo colegio bilingüe o
recurrieran a otro método para que aprendieran desde chicos. Pero es cierto, y aprovechemos este largo
interludio para hablar de cosas que también hacen a la buena escritura. Es cierto que hay simpatía o antipatía y
hasta odio hacia otros idiomas. De chica me disgustaba el idish, no quería oírlo ni aprenderlo, y era porque en
casa había una postura anti-idish de mi familia materna, judíos que trataban de disimular que lo eran, contra la
actitud tradicionalista y cariñosa de la familia paterna.

Pero volvamos a la visualidad y a la preeminencia de lo concreto sobre lo abstracto en los buenos


textos y su escasez o ausencia en los malos, que, según observé, también eran malos textos por otros motivos.
Lo que más me intrigaba en mi búsqueda era la existencia de una franja intermedia de textos que no eran
despreciables, por el contrario, parecían buenos textos con una gran falla. Es cierto que revelaban a una
persona bien entrenada para la escritura, que además tenía ideas inteligentes. Pero la falta de visualidad y el
predominio de palabras abstractas conspiraban contra la simple aceptación del texto por parte de los lectores.

50“Si he incluido la Visibilidad en mi lista de valores que se han de salvar, es como advertencia del peligro que nos acecha de perder
una facultad humana fundamental: la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de hacer que broten colores y
formas del alineamiento de caracteres alfabéticos negros sobre una página blanca, de pensar con imágenes ”. En Calvino, Italo, Seis
propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1994, p.107.
63
Les dejo a ustedes la tarea de buscarlos. Son, como me enseñaron a decir, “la excepción que confirma la
regla”, aunque yo creo que no confirma nada, simplemente es una excepción que existe.

En: Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus alumnos, de Alicia Steimberg, Buenos
Aires, Aguilar, 2006.

“Mundo comentado/ Mundo narrado”51

Harald Weinrich

Las formas temporales son signos obstinados (los valores de recurrencia expresados en términos de
frecuencia por línea son elevados) mientras que las localizaciones temporales (fechas, adverbios, etc.) son
débilmente recurrentes, es decir, no obstinados. Las formas verbales integran constelaciones donde predomina
un tiempo o grado de tiempos. Podemos afirmar, entonces, que el fenómeno general de la obstinación es
acompañado por el fenómeno más específico del predominio temporal. Si examinamos textos
correspondientes a diversos géneros podremos comprobar que el tiempo dominante es o el presente o el
indefinido, asociado con el imperfecto. En relación con presente aparecen el pretérito perfecto y el futuro: los
tres integran así un primer grupo de verbos. El segundo está compuesto por el indefinido, el imperfecto, el
pluscuamperfecto, el pretérito anterior y el condicional. Los tiempos del grupo I pueden caracterizarse como
tiempos comentativos y los del grupo II como tiempos narrativos.

La obstinación de los morfemas temporales en señalar comentario o relato permiten al locutor influir en
el alocutario, modelar la recepción que desea para su texto. Al emplear los tiempos comentativos hago saber al
interlocutor que le texto merece de su parte una atención vigilante (grado de alerta II). Es esta oposición entre
el grupo de tiempos del mundo narrado y el del mundo comentado la que caracterizamos globalmente como
actitud de locución (por supuesto que la actitud del locutor exige del alocutario una reacción correspondiente,
de tal manera que la actitud de comunicación así creada le es común).

Géneros representativos de los tiempos del mundo comentado son: el diálogo dramático, el
memorándum político, el editorial, el testamento, el informe científico, el ensayo filosófico, el comentario
jurídico y todas las formas del discurso ritual, codificado y realizativo. Todo comentario es un fragmento de
acción: por poco que sea, modifica siempre la situación de los interlocutores y los compromete mutuamente.

A los tiempos del mundo narrado corresponden otras situaciones de locución: una historia de juventud,
un relato de caza, un cuento inventado por uno mismo, una leyenda piadosa, un cuento muy “escrito”, un
relato histórico o una novela; pero también una información periodística acerca del desarrollo de una
conferencia política, aunque esta tenga gran interés. (Lo que cuenta no es que el objeto de la información sea

51En Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, Madrid, Gredos, 1975. Adaptación de Semiología, Cátedra Arnoux, CBC Ciudad
Universitaria, 2014.

64
importante en sí, sino que el locutor, por la manera como la presenta, haya querido o no provocar en el
alocutario reacciones inmediatas).

El tiempo del texto y el tiempo de la acción pueden coincidir o no. Los tiempos verbales son en general
los encargados de señalar la coincidencia o divergencia entre los dos. En el grupo de los tiempos comentativos,
el pretérito perfecto representa la retrospección y el futuro marca la prospección. En el grupo de los tiempos
narrativos, el pluscuamperfecto y el pretérito anterior expresan la retrospección y el condicional es el que
permite anticipar una información no sancionada aún por la realización de la acción. Retrospección y
prospección (información referida o información anticipada) son reunidas bajo el concepto de perspectiva de
locución. Esta incluye igualmente en los dos grupos temporales un grado cero: el presente, en el comentario, y
el imperfecto y el indefinido en el relato. En todos los casos el locutor renuncia a su poder de atraer la atención
del alocutario sobre la separación entre los dos tiempos. El futuro y el condicional compuesto, por su parte,
combinan retrospección y prospección; se los puede definir, cada uno en su grupo, como los tiempos de la
retrospección anticipada.

A las dos dimensiones hasta ahora señaladas en el sistema de los tiempos hay que agregar una tercera:
la puesta en relieve. Este concepto intenta dar cuenta de la función que a veces los tiempos cumplen, de
proyectar a un primer plano algunos contenidos y empujar otros hacia la sombra del segundo plano. El
imperfecto es, en el relato, el tiempo del segundo plano. En el comentario, gestos, deícticos y diversos datos
situacionales permiten diferenciar el primer plano. Cuando estos están ausentes las palabras se alejan del
primer plano y retroceden hacia lo general.

Retrospección Grado cero Anticipación

Comentario pretérito perfecto presente Futuro


(alerta I)

pretérito perfecto
simple

Narración pretérito pretérito imperfecto Condicional


(alerta II) pluscuamperfecto pretérito indefinido

pretérito anterior

Puesta en relieve

65
SECCION SEGUNDA

Selección de textos sobre Severino Di Giovanni

He visto morir
Roberto Arlt52

Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanosos tras de las rejas. Cinco menos dos. Rechina el cerrojo y la
puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan
grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan.

Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.

La letanía

Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa.
Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un
oficial.
"…de acuerdo a las disposiciones... por violación del bando... ley número..."
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo.
Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. Labios
finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello
desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se
entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde
en temperatura. Paladea la muerte.
"...artículo número...ley de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al superior tribunal... de guerra,
tropa y suboficiales..."
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la
voluntad que lo mantiene sereno.
"…estamos probando... apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes coroneles... bando... dése
copia... fija número..."
Di Giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de
un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad
de los términos con que está redactada la sentencia.
"...Dése vista al ministro de Guerra... sea fusilado... firmado, secretario...".

Habla el Reo

52 El texto de Arlt apareció la sección "Aguafuertes Porteñas" del diario El Mundo el 7 de febrero de 1931 bajo el título "Crónica de una
ejecución".
66
-Quisiera pedirle perdón al teniente defensor...

Una voz: -No puede hablar. Llévenlo.

El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran
las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad?
¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego
se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego
mientras se calienta agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga
al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a
izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado.
Éste grita:

-Venda no.

Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso,
orgulloso. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de
muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?

— Pelotón, firme. Apunten.

La voz del reo estalla metálica, vibrante:

— ¡Viva la anarquía!

— ¡Fuego!

Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la
soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro
de gracia.

Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos
entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro.
Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de
baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.

Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La
Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo estoy como
borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que
rezara:

— Está prohibido reírse.

— Está prohibido concurrir con zapatos de baile.

El 1º de febrero de 1931 fue fusilado el anarquista expropiador de origen italiano Severino Di Giovanni, quien
con asaltos y atentados, logró tener en jaque a la policía del país durante seis años. Di Giovanni había nacido
67
el 17 de marzo de 1901 y vivió su adolescencia en los escenarios de posguerra, entre el hambre y la pobreza.
Tipógrafo, maestro y autodidacta, se topó con las lecturas libertarias de Bakunin, Malatesta y Proudhon, entre
otros teóricos del anarquismo.

Fallecidos sus padres, cuando tenía apenas 19 años, comenzó la militancia anarquista, al mismo tiempo que en
Italia se producía el ascenso del fascismo de Benito Mussolini. Casado y con tres hijos que mantener, se exilió
en Argentina, específicamente en Morón, donde se desempeñó como tipógrafo. Eran los años en que el
anarquismo acusaba más que nunca los duros golpes recibidos desde 1910. Di Giovanni se alineó con los
grupos más radicales del anarquismo en el país y participó en una serie de acciones violentas y atentados que
entonces y hoy son motivo de polémica. El 31 de enero de 1931, fue capturado y condenado a muerte, luego
de denunciar con dureza la represión y torturas producidas por el gobierno de facto de José Félix Uriburu, que
había derrocado a Hipólito Yrigoyen en 1930.

Tras despedirse de su familia, fue ejecutado dos días después de ser apresado en el patio de la penitenciaría de
la calle Las Heras ante varios testigos, entre los que se encontraba el escritor Roberto Arlt, quien en un artículo
–transcripto a continuación- narró los últimos momentos de vida del anarquista.

Fuente: PIGNA, Felipe, Los Mitos de la Historia Argentina 3, Buenos Aires, Planeta, 2006.

Titular del diario: Ayer fue fusilado Di Giovanni

Quiso sonreír ante la muerte


Un pelotón de ocho soldados hizo fuego sobre el reo.

Buenos Aires (United Press) - Las medidas adoptadas desde ayer, y que fueran comunicadas a la prensa con
anticipación, hicieron difícil obtener el privilegio de conocer de cerca los últimos momentos de Severino Di
Giovanni, el asaltante que en estos momentos ha hecho suya la atención del país con la confesión de sus
hazañas y la cinematográfica escena a que diera lugar su captura.

En la capilla

Al contrario de Scarfó, que se dispuso desde hoy a permanecer en capilla, Di Giovanni se negó a ello. Tampoco
aceptó la presencia de un sacerdote que le fue ofrecido por si estaba dispuesto a confesarse.

Siendo las 4 y 50 horas ya estaba todo dispuesto para la ejecución. El reo fue entonces conducido al patio
donde esta iba a tener lugar y se procedió a dar lectura a la sentencia de muerte.

“Muy bien!...

Cuando se llegó al párrafo en que se dice: “Pena de muerte” Di Giovanni, que había permanecido inmóvil hizo
un gesto y pronunció en voz bastante alta:

-Muy bien!

68
Y comenzó a caminar lentamente hacia el banquillo, que era el mismo que no hace mucho tiempo había
ocupado Salvatto.

Tratando de sonreír

Una vez sentado en el banquillo, expresó su deseo de que no se le colocara venda alguna. En ese momento,
observó que era enfocado por el fotógrafo del penal y levantó la cabeza ensayando una sonrisa.

Hasta ese momento Di Giovanni se había conducido serenamente y demostrando estar poseído de toda su
sangre fría.

Sin embargo, era fácil observar en él que no era por completo ageno (SIC) a la violenta emoción de la escena
de que era protagonista.

Ocho tiradores

El piquete de tiradores que se prepara a hacer efectiva la sentencia de muerte, está formado por ocho
soldados. Avanzan en línea hasta el lugar señalado y cuatro toman la posición rodilla en tierra. Los otros cuatro,
permanecen de pie.

Las órdenes son cumplidas en un silencio impresionante. Di Giovanni parece haber perdido por completo el
sentido de lo que está ocurriendo. Mira a los tiradores sin expresión alguna y su palidez es angustiosa.

Fuego!-

En el momento que los tiradores reciben orden de apuntar y orientar sus armas hacia el reo, éste grita:

-Viva la anarquía!...

Simultáneamente se oye la orden de hacer fuego y suena la descarga, cayendo Di Giovanni sobre el césped,
hacia la izquierda. Ha recibido una muerte instantánea. Una bala ha penetrado en el corazón y otra en la
cabeza. El respaldar del banquillo en que estaba sentado ha sido destruido por los proyectiles.

La sentencia se ha cumplido.

Fuente: Diario El Orden, 1 de febrero de 1931.

Los ojos de América Scarfó

Por: Tiempo Argentino, 26-01-2012

Escucha sus pasos. El rumor de sus zapatos avanzando por el pasillo, hacia la puerta del frente. Adivina el perfil
de su sombrero negro por encima de la tapia. Fina no duda: toma la escoba, como cada tarde, como cada vez
que la sombra de ese extraño se acerca desde el patio del fondo, y sale a la vereda. Barre, disimula. Espía al
69
enigmático personaje, que es su vecino, que es el nuevo inquilino de sus padres. Espera, afectando indiferencia,
el saludo formal del sujeto. Ella responde, casi un susurro; le cuesta levantar la mirada. Él sigue su camino, pero
antes de llegar a la esquina, se detiene. La mira desde lejos, duda, y saluda con la mano. Ahí están, otra vez, sus
ojos celestes. Con el rostro pleno de rubores, Fina responde el gesto, sin soltar la escoba, sin reparar que en la
vereda no queda ya una sola hoja seca desde hace días.

Ella, América Josefina Scarfó, 14 años, alumna sobresaliente del segundo año del Liceo de Señoritas "Estanislao
Zeballos". De familia católica y siciliana, sus padres alquilan una casa modesta cerca de Floresta. Siete son sus
hermanos, pero con Paulino y con Alejandro la une un vínculo más profundo. Alejandro es su guía en las
lecturas; siempre dispuesto a ayudarla en sus estudios. Paulino es su compañero de paseos, su confidente, el
primero en acercarle secretamente esos libros libertarios, prohibidos por sus padres. Paulino es, justamente, el
que les propone que le alquilen la vivienda del fondo a un amigo italiano, de quien garantiza contar con
excelentes referencias. Allí, pasando la galería, el patio, las macetas, se hospeda desde hace algún tiempo
también la familia de aquel misterioso sujeto de traje negro impecable, de ojos celestes penetrantes, rubio de
24 años. Allí vive con su esposa, Teresina, y sus tres hijos, Laura, Aurora, Ilvo.

Pero, salvo Paulino y Alejandro, los Scarfó poco saben del prontuario de su nuevo vecino. Apenas, que llegó a
Buenos Aires en mayo de 1923 a bordo del vapor Sofía, que es tipógrafo y linotipista de oficio, que cultivaba
flores en Ituzaingó y que las vendía al por mayor en el Mercado de Abasto. Sospechan, eso sí, de sus simpatías
por el anarquismo, pero no pueden prever que su huésped será considerado por la prensa "el hombre más
maligno que pisó tierra argentina" y un "asesino feroz e implacable", apenas unos meses más tarde. Tampoco
conocen cuál es el motor que lo mantiene vivo cada día. No saben que es la acción directa la que lo abrasa,
que la violencia como recurso ante la represión fascista lo consume, que no puede esperar, que no transige,
que no descansa ni concilia, que conoce el valor de la propaganda para difundir la Idea, que procura cuidar las
formas y el lenguaje en cada artículo, que desprecia a sus camaradas charlatanes más que al enemigo burgués.
Ignoran también los incendiarios panfletos que publica en Culmine, el periódico que edita y distribuye:
"Nosotros, acción y pensamiento; nosotros, anarquismo y rebelión; nosotros, iconoclastas y vengadores; no, no
damos derecho de vida a la fiera, no estamos de acuerdo en tener misericordia con el reptil. Estamos con el
heroísmo vindicador... ¡Qué bandera roja y negra podemos hacer ahora flamear al viento! ¡Qué júbilo nos hará
estremecer!".

No, nada saben de aquel paria perseguido, que en poco tiempo será el enemigo público número uno, el
hombre más buscado por la policía, el vindicador más temido por los fascistas y sus cómplices. Le temen
porque no da tregua, ni la pide. Porque no descansa. Porque desconfía de los discursos teatrales, de los
anarquistas de salón, pero defiende con su sangre el poder vindicador de la dinamita: "Poder del desheredado,
poder de la miseria, poder del hambre, potencia del atormentado. Dinamita, palidez del tirano. Dinamita,
desgarradora de los vampiros del hartazgo. Dinamita, nuestra arma, arma anarquista, fuerte voz que rompe los
tímpanos más protegidos". Que sostiene el dogma único de la acción para enfrentar al opresor: "Acción que
haga temer, palidecer, temblar, amedrentar, huir de pánico, pero que como rayo alcanza, aniquila. Acción,
poesía del hombre, fruto de mujer, suprema divinización del ser humano. Acción: ¡rebelión!". No, nada saben
de su nuevo inquilino, Severino Di Giovanni.

La mañana previa a protagonizar el asalto a los pagadores de la empresa Kloeckner, Severino se desvía con el
auto hasta la casa de los Scarfó. Quiere verla, aunque sea unos instantes, aunque ese gesto arrebatado ponga
en riesgo toda la operación: "Quería visitarte. Para darte un solo beso; aunque me hubiera contentado también
con mirarte solamente, imprimir tu fisonomía nuevamente en mis pupilas y llevarte así lejos, lejos, hasta mi
nido solitario donde el gorjeo de mi bella golondrina no alegra el inmenso verde. En cambio, no te vi... Quizá,

70
una ocasión feliz me hubiera puesto contento, y una vez junto a tu rubio malito no hubiera resistido a raptarte
y llevarte lejos, lejos...". La idea persiste en la cabeza de Severino. Perseguido por la policía, acusado de agente
provocador y espía fascista por los redactores de La Protesta, observado de reojo por sus compañeros de
siempre por su obsesión con América, comienza a elucubrar el plan que permita vivir con ella a su lado:
"Llevarte conmigo, secuestrarte de tu planta en flor y llevarte a mi jardín siempre florido de tantas maravillas,
de tantas bellezas, de tantos amores diversos. Porque contigo, tendré la fuerza de crear tanto, tanto: belleza,
cantos, luz, rayos, fantasías, danzas, coloraciones, verdes, flores, y amor, mucho amor...".

En octubre de 1929, poco después de cumplir con su venganza contra el anarquista Emilio López Arango,
pegándole tres tiros en la puerta de su casa; al mismo tiempo en que proyecta un par de expropiaciones a
bancos para financiar la colección de obras del teórico Reclus y organiza el operativo para liberar a Alejandro
Scarfó, Severino cita a América y le explica el plan que habrá de permitirles vivir juntos para siempre. Primero,
ella les comunicará a sus padres que se ha enamorado de un joven, Silvio Astolfi -amigo y cómplice de los
enamorados-, después organizará las presentaciones de rigor y cumplirá, junto a su novio, las rutinas
habituales en este tipo de enlaces: charlas en la puerta, invitaciones a pasar a la casa para conocer a sus padres,
conversaciones donde confirmará su buen pasar económico y su condición de respetuoso yerno. Apenas la
timidez de Astolfi pone en peligro el proyecto de Severino, pero los nervios de Silvio no impiden que los
padres de América se resignen a aceptar el casamiento de su hija. Después de la ceremonia, los novios parten a
su luna de miel, supuestamente a Mar de Ajó. Pero, en realidad, el destino del viaje es otro: Carlos Casares. En
la estación, al pie del andén, espera Severino Di Giovanni, el más temible prófugo de la justicia, el implacable
vindicador anarquista, el terror de los burgueses, con un ramo de flores en sus manos y prolijamente vestido.
Cuando llega el tren, él sonríe. Abraza a América, emocionado por el éxito del plan y estrecha la mano de
Astolfi, a quien le dedica un: "Muchas gracias, compañero". Desde entonces, los amantes no se separarán hasta
la tarde del jueves 29 enero de 1931.

Para eludir el cerco policial, Severino y los suyos alquilan una casa-quinta en Burzaco. En pocos días, trasladan
hasta el sur del conurbano bonaerense todo lo necesario para montar una imprenta en su refugio libertario.
Allí, el trabajo es incansable: preparar las nuevas ediciones de Anarchia y corregir las pruebas de los libros de
Reclus, mientras en otra habitación Paulino ensaya bombas fumígenas originales para utilizar en la acción de
rescate de su hermano. América, por su parte, apenas abandona su tarea de redactora y correctora en la
imprenta para cuidar la huerta y el criadero de gallinas. Por las noches, después de las largas charlas de
sobremesa, los compañeros se dejan llevar por el sueño. En el silencio de la quinta, América escucha ruidos.
Asustada, se sienta en la cama. Se arrima a Severino para susurrarle al oído su preocupación: "Severino... es la
policía". Él apenas despierta para acariciarle el rostro a su amada y murmurar: "América, no. Son los pájaros...
duerme, amor".

El 29 de enero de 1931, Severino desoye los miedos de América una vez más: debe viajar hasta el centro para
retirar los trabajos de linotipia de la obra de Reclus, encargada a una imprenta a escasos metros de la esquina
de Callao y Corrientes. "Te cercan la vida, ¿qué hacer? La pasividad no es el arma de la hora", sentenció
Severino en la carta a un amigo, siempre consciente del riesgo pero decidido a no dar tregua al gobierno
militar. "Aquí las cosas están que arden. Se arriesga la piel por un simple volante", reconocería después.

Esa tarde sobreviene la tragedia. Una delación, una emboscada, una persecución, una herida. La policía ha
detenido al temido Severino Di Giovanni. Su caída es el inicio del fin para su grupo también: horas más tarde, la
policía rodea la quinta de Burzaco y mata a dos de sus compañeros. Paulino Scarfó es capturado. En el interior
71
de la casa, América espera a los uniformados. A su lado, duerme Laura, la hija mayor de Severino. Ante la
multitud de curiosos que no salen de su asombro por la confirmación de que en ese lugar se ocultaba el
temible anarquista, América se detiene y con ella sus captores, y se dirige a sus vecinos: "Quedan allí más de
trescientos pollos y gallinas, esos y el maizal son para los pobres de Burzaco", grita, antes de ingresar al coche
policial.

Interrogada por un comisario, América no oculta la verdad: asume orgullosa su condición de amante de
Severino, pese a que pudo haber alegado cualquier otra versión para protegerse. Lo único que pide es que le
permitan unos minutos con Severino, quien un día más tarde es condenado a morir fusilado por un tribunal sin
muchas ganas de escuchar los argumentos del defensor del reo, el valiente teniente Franco. A él, Severino le
advierte: "Yo voy a declarar en una sola forma: la verdad. Sólo le pido que no me haga mentir de mi ideología.
Soy anarquista, y de eso no reniego ni ante la muerte. Soy consciente de mi situación y no pienso rehuir
responsabilidades de ninguna clase. Jugué, perdí. Como buen perdedor, pago con la vida".

Antes de la ejecución, el encuentro de los amantes es permitido. Apenas unos minutos, Severino abraza a
América. Ella evoca, tiempo después: "Lo encontré calmo y sereno, con el espíritu muy lúcido. Me dijo estar
conmovido por haberse enterado de que en el tiroteo que precedió a su detención había sido muerta una niña,
lo que, al pensar en sus hijos, le había ocasionado una emoción profunda. Sufría con la idea de que se lo
acusara de ser el autor de esa muerte". Más adelante, añade: "Bajo las miradas continuas de toda una multitud
de funcionarios y curiosos ansiosos de sorprendernos en una actitud de debilidad, los dos nos conservamos
con la más absoluta de las calmas. Por supuesto, la tempestad agitaba nuestras almas, pero no dejamos
escapar ninguna queja y también evitamos las escenas patéticas. Me esforcé por alegrar las últimas horas de su
vida; él, por su lado, se ocupó de frustrar el intento de todos aquellos que deseaban encontrarse delante de un
enemigo vencido. Como yo quería, él aparecía, por el contrario, en todo su brillo, la personificación del ideal
que no cede nunca".

Un año más tarde, recordará: "Luego, el inmenso dolor de la despedida para siempre... abrazos, besos y
palabras que prometen infinidad de recuerdos. La emoción hace un nudo en la garganta y es menester
contener las lágrimas, mostrando la sonrisa que conforta a la víctima y ha de ser el mejor desprecio para los
victimarios. Voces que quieren ser consoladoras, pero que no revelan más que cinismo y la prisa de acabar
pronto. Nos separan". Después, la puerta se cierra. Sola en una habitación, América espera el final. Pocas horas
más tarde, un grito conmueve a todos los presentes. Es Severino, de frente al pelotón de fusilamiento, después
de rechazar la venda en sus ojos, el pecho hinchado para recibir las balas, de pie, gritando: "¡E viva la
anarchía!".

"La aurora está en su apogeo: la última estrella se ha borrado, esplende la vida sobre el cadáver de quien la
quería digna y libre para todos. La tristeza del momento parece impregnar las cosas como tocadas por el
sagrado trance de la muerte que tanto dolor deja tras de sí: unas tiernas criaturas han perdido a su mejor
amigo; un sangrante corazón femenino se aferra al recuerdo del que supo morir para fortalecer su ánimo para
la lucha larga; tantos compañeros que cierran los puños en silencio y en cuyos pechos se apelmaza el odio",
escribe ella.

72
Esa noche interminable, América no resiste el cansancio y se duerme sentada en la oficina del comisario.
Todavía la esperaban horas difíciles: el fusilamiento de Paulino, los registros en el prontuario, los nuevos
interrogatorios, una detención que durará 30 días, el recuerdo lascerante de Severino en cada uno de ellos.
Uno de los trámites de ese momento es la foto de la ficha policial. Allí está América, y sus ojos. Esos ojos de
heroína del cine mudo. No lloran, apenas se dibuja en ellos el contorno de una tristeza infinita para una joven
de apenas 17 años que, en pocas horas de distancia, asiste al epílogo de una historia increíble. En un día, se
queda sin nada y sus sueños se despedazan: pierde a su hermano y a su enamorado, queda sola y a la deriva
en la vida. Pero no lloran los ojos de América. Miran fijo a la cámara. Odian, esos ojos, a los esbirros que
fusilaron a su amor. Los desprecian profundamente. Y nos miran, también, a todos los que durante décadas
seguimos contando esta historia, conmovidos. Los ojos de América, en la oficina de un comisario, leyendo el
mensaje final de Severino, anotado de apuro en un papel: "Querida: Más que con la pluma, el testamento ideal
me ha brotado del corazón hoy, cuando conversaba contigo: mis cosas, mis ideales. Besa a mi hijo, a mis hijas.
Sé feliz. Adiós, única dulzura de mi pobre vida. Te beso mucho. Piensa siempre en mí. Tu Severino".

Ahora sí, sola, lejos de los esbirros y los curiosos, los ojos de América lloran.

CARAMIA
(Letra: Osvaldo Bayer. Música: Pablo Bernaba)

Cara mía,
Fina mía.
tengo fiebre, por tu amor
tiembla todo mi cuerpo.

El me escribió
en la cima del amor.
Te ama el más perseguido,
Si, te ama tu fiel Severino.

Te acordás?
del beso aquél, que fue la miel
así empezó nuestro querer
entre caminos clandestinos
y sueños de liberación...nació este amor
que nunca se termina, aún hoy persiste
Eterno, Siempre estás en mí.

Descalzo vas
hacia el final
desafiando a la muerte
73
caminás al abismo
Te acordás?
del beso aquél, que fue la miel
así empezó nuestro querer
entre tus libros de anarquía
y sueños de liberación...nació este amor
que nunca se termina, aún hoy persiste
Eterno, Siempre estás en mí.

Cosas que ocurrieron un 17 de octubre (Raúl González Tuñón)

El automóvil se lanzó a la carrera con un ronquido impresionante.


El Intendente visitó esta tarde los barrios obreros húmedos y rencorosos.
A los 20 años sólo creíamos en el arte, sin la vida, sin la revolución.
Volveremos a las usinas, al olor de la multitud y los descarrilamientos.
A las 5.7 estalló una bomba frente al Banco de Boston.
A las 5.17 el tranvía cayó al Riachuelo.
El Restaurant Reis queda en Río de Janeiro.
¿Nise o Nice, se llamaba la mujer de Mario Magalhaes?
El tranvía escapaba por el morro la oruga tierna, luminosa.
Pero al fin se dio vuelta en el recodo y se perdió.
Y así se perdió y así se pierde casi todo en el mundo.
Cuando volví mis viejos compañeros habían desaparecido.
Los niños juegan en la alfombras y ellos no saben nada;
por los ojos les entra la página del Veo y Leo.
(“¡Fuego, fuego! La casa se quema. Vienen los bomberos”).
Los enanos juegan en los calveros de los grandes bosques.
Ha hecho de mi querida una verdadera camarada.
Me bebo un seco de Gordon, bailo un blues, me enamoro de algunas chimeneas
y me río de los millonarios.

El pobre hombre dijo cuatro palabras y cayó muerto acribillado.


El coronel entregó personalmente 5 pesos a cada soldado.
Le habían dicho: “Mañana, al alba, será usted fusilado”.
Los otros condenados aullaron agarrados a las rejas.
Tres niñas de la Sociedad van a ser presentadas al Príncipe de Gales.
El Parque amaneció cubierto de preservativos.
Josefina II ha pasado recién como un silbido.
Se acercará al muelle y las lindas muchachas bajarán, de sombrilla.
¡Qué macanudo!
(“¡Fuego, fuego! La casa se quema. Vienen los bomberos.”
“Sofá. Cama. Sopa. Cada nabo soso. La bola va sola.”)
El hombre fusilado debe estar ya medio destruido en la Chacarita.
América Scarfó le llevará flores, y cuando estemos todos muertos muertos,
América Scarfó nos llevará flores.
74
El cautivo

Jorge Luis Borges

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo
habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de
tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica
ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado
por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir,
indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin
entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en
la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que
había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían
encontrado al hijo.

Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar
su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se
confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer,
siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.

La aventura de un matrimonio

Italo Calvino

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía
un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales.
Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara
el despertador de Elide, su mujer.

A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la
mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella
trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba
repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide
se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la
fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café.
Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada
vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan
en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los
dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de
que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura
indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se

75
abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía,
o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él
empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había
tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del
que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y
así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente,
temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se
lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al
mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón,
el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces,
frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:

-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el
cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas
apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre
parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el
pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.

Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de
oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del
tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía
alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al
“once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana,
la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.

La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi
intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba
una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco
se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de
ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.

Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo había un rato que daba vueltas por las habitaciones: había
encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena,
como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal
hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para
esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se
encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios
donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.

Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide
subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano

76
la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él
sacaba las cosas de la cesta. Después:

-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por
casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica
para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la
que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.

Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la
hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la
cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras
hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más
empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio
Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa,
pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.

La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el
momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían
llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.

Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no
faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su
mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.

Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando
la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el
gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su
marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que
también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

Patrón

Abelardo Castillo

La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar
una criatura adentro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos
duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya
lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo
anunciando más partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Antenor, agregó. Y Paula
dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el
amo.

77
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era
obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Antenor con una, lo bien que se portó de que
nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería
decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto,
achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del
hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entrado al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado
sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima
de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a
pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la
muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el
asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

Él dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es
chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le
salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a
Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja.
Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad,
zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel
curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el
silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro.
Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a
la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco
sobre los cuartos, porque Antenor los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie

78
más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el
viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo
de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.

–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo,
que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del
monte de eucaliptos, detrás de los pinos, hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó
la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como
quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relincho. Él dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí,
dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–
muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más.
Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que
se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era
grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y
es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los
más suspicaces, aseguraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese
trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para
reventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años
era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una
noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender suyo
todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido
bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un animal, una bestia bella y
chúcara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una
rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir
del campo. Ella dijo:

79
–No, don Antenor.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del
hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca
arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre
tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza
despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y
un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la
espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba
ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue
esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar
mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio,
mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una
expresión menos parecida al respeto que a la amenaza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el
hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha,
se quedaron quietos. Y ella comprendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una
estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa.
El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si
andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido impaciencia,
apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la
cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de
algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el
almuerzo. Después, aquel insulto en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano
pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a
terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de
reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban:
que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
80
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se
vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo–
pasó un año, y Antenor tenía siempre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las
venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante
una de esas noches furibundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal
maneado, poseyéndola con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto
sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había salido con la suya o por la mano brutal,
pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La
cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le
digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes,
durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el
pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el flanco:
Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del
hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y
ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la
llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del
torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro
colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el
mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la
noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y hacía retemblar las maderas. La
voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba temiendo.
La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
81
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato
volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire,
atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre
la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el
cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor
Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas
sobre la cama, sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le
hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces
el médico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar.
Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber
podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo después garabateó en un
papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que
Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de
Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se
quedaba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate
entonces.

Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto;
pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Hablaba poco, cada día menos.
Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han
propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo podía
morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el rostro de
Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el
chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los labios temblorosos. Antenor echó
la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un
grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las
comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez,
semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama,

82
erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas
letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared,
extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la
mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera
empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos
hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si
Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana
ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso
alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina
no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la
cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave girando en la antigua
cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pasos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha
del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta
que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal
vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora,
que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró
bien su cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá
sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apretando los dientes, mordiendo algún quejido que
le subía en puntadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la
llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el
viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le
perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso
no escuchar, no ver la cara de ella, pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella
dijo:

–Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había
dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
83
–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana
a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que
ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo.
Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió
en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito
largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el
viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó
sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo:
Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos
y el cuerpo echado hacia atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que
ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron luego. Fue un segundo: Paula se quedó
allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el
viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar
al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado
esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo del
cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado grotescamente caído hacia un
costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo
abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en
un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de
haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la
cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la
criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

Tramontana

Gabriel García Márquez

Lo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte.
Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada
para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las
mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de
veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes
84
acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las
suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo,
y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con
ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y
uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.

— Es nuestro — gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.

Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David
Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del
chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar
canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al
segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez
lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos
racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban
ideas desaforadas en el corazón.

Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el
mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al
borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de
cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las
aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían
respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera
de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses
les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a
buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que
Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra
inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los
gérmenes de la locura.

Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en
nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable
de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos,
entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después
con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de
mi postración.

— Es la tramontana — me dijo—. Antes de una hora estará aquí.

Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la
gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en
la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la
playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de
conocer todos los puertos del planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo
que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
85
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del
tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un
fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina
gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más
serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba
poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando
formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.

Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana
como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un
hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.

— Es que éste es más antiguo — dijo.

Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de veces que
venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una crisis de
cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia de que después de cada tramontana uno
quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una
visita mortal y apetecible.

No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue
haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el
viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una
pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al
contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los
catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba
con reventar las amarras de las ventanas.

Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol
de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al
fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más
o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo
vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio
salir.

Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desam-
parada tuvimos que abrazarnos a un poste para no ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así,
admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos
vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer
encerrados en casa hasta que Dios quisiera y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.

Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno telúrico,
sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba
varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores
para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su
lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.
86
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser
algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mismo
tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los
árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del
portero, y gozamos del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A
pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y
empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.

Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando
regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado,
toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que
yo, y soltaron un grito de espanto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en
la solapa de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el
último soplo de la tramontana.

En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de
lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la calle, y
había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la
petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos so-
brevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello
pertenecía al pasado.

Por eso, en la madrugada triste del Boceado, nadie entendía como yo el terror de alguien que se negara
a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos,
que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a
sus supercherías africanas. Lo metieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los
aplausos y las rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.

La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y
no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa
en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.

— ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?

No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico,
despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al
abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982

87
El secreto

Alejandra Laurencich

La puerta del colectivo se abrió. Elena, desde su asiento, observó a la gente que se trepaba al estribo.

— ¿Dónde los pensará meter este tipo? —le preguntó a su hija que estaba sentada del lado de la ventanilla.

Jesi movía la cabeza de pelo negro y mechas azules, absorta en la música que salía del walkman. Elena
suspiró y fijó la mirada más allá del vidrio, en algún punto perdido de la calle.

— ¿Piensa que lleva ganado, chofer? —se escuchó. La voz chillona convocó la atención de Elena que se había
puesto a pensar en el dinero que Jesi gastaba en casetes. Alzó la vista y en ese instante vio subir a una
embarazada. Hundió el codo en la cintura de su hija.

—Jesi, levántate.

Jesi tiró del cable del walkman y los auriculares saltaron de las orejas.

— ¿Qué pasa?

Elena señaló con la cabeza a la embarazada. —Dale el asiento a la señora.

Jesi miró a Elena con los ojos muy abiertos. — ¿Estás loca, ma? ¿Con esta pollera me voy a meter en ese
quilombo de gente?

Elena consideró la diferencia entre sus discretos pantalones pinzados y la minifalda de Jesi. Resignada, se
tomó del pasamanos para levantarse.

—Siempre una excusa a mano, ¿no? —deslizó.

—Es la verdad, ma —retrucó Jesi, y en un tono cómplice y simpático agregó-: A las viejas no les hacen nada.

Elena miró a Jesi. La vio ponerse los auriculares en las orejas. Desentendida de lo que había dicho ahora
dirigía su mirada por la ventanilla hacia afuera.

Elena miró hacia adelante. Vio a la embarazada tratando de sujetarse de un pasamanos. Le hizo señas para
que se acercara. Mientras intentaba hacerse un lugar entre el gentío, maldijo todas esas teorías que
condenaban el impulso de estampar una soberbia cachetada en la mejilla bronceada de Jesi.

—Gracias —dijo la embarazada.

—Por nada —contestó Elena con una sonrisa que disimulaba la incomodidad de verse aplastada por el
avance de un vientre ochomesino. La embarazada tomó posesión de su asiento con un bufido. Jesi ni se
inmutó. Elena intentó separar un poco los pies para hacer equilibrio en las frenadas.

—Flor de malcriada —dijo una mujer a su izquierda.

Elena reconoció la voz chillona que había escuchado antes y se hizo la sorda. Lo único que me falta es que
me cuestionen la educación que le doy a mi hija, pensó. Y clavó una mirada de odio en Jesi. Desde esa
perspectiva aérea los pechos de su hija se veían más juntos y abultados. Se preguntó cuándo había
desarrollado semejante cuerpo. Con razón se la disputan esos imberbes, pensó recordando los obstinados
88
llamados telefónicos de dos compañeros de secundaria de Jesi. Se creía toda una diosa. Lo que necesitaba
esa chica era que la ubicaran en su lugar. Después de todo solo tenía catorce años. Ella también había sido
linda a su edad, y no solo linda. Por sobre todo había sido rebelde. Pensaba. Y pensaba bastante. Sin
embargo, se bancaba los cachetazos sin chistar. Y no estaba hablando de otro siglo. De los sesenta a los
noventa no habían pasado ni. Se interrumpió alarmada: ¿Treinta años? ¿Era posible que hubieran pasado
treinta años desde sus catorce? Recordó la piel arrugada de Jagger en el último recital que había visto por la
tele hacía un mes. Se sintió mal. ¿Era el calor, el olor ofensivo de la gente que la apretujaba, o estaba a punto
de desmayarse? ¿Cuántos años tenía Jagger ahora? Mientras frenaba con su sandalia el avance del pie de la
persona que tenía a su izquierda (la de la voz chillona, seguro), intentó hacer cuentas. Jagger tendría unos
veinte años cuando salió besando el micrófono en el póster que había traído la revista Pelo. Se vio a sí misma
clavando el póster con chinches en la madera lustrada del placard recién comprado. Keith Richards con sus
pantalones de terciopelo ajustados. Adoraba los frunces que se le hacían en la ingle. Pero nada como la
bocaza de Jagger. Qué época gloriosa. Píntalo de negro a todo volumen en el combinado y la puerta de su
cuarto que se abre. La madre agarrándose la cabeza frente al placard. Gesticulando como una loca. Pobre
vieja. Una mano pesada como esa era la que Jesi necesitaba sentir en la mejilla. ¿Pero treinta años habían
pasado? Una presión fuerte en su espalda interrumpió sus pensamientos. O se corría un poco hacia el
costado para hacerle lugar a ese cuerpo prepotente que parecía pedir espacio, o se aplastaba contra la
embarazada. Decidió apretarse contra la mujer de la izquierda. No tuvo más remedio que mirarla. Lo primero
que vio fue el bigotito transpirado y atravesado por surcos. La mujer era mayor que ella y la miraba con un
gesto poco amable. Elena no quiso pensar en cuánto mayor que ella era realmente. Treinta años seguro que
no. Mientras se convencía de que entonces habían pasado treinta años desde sus catorce y aquel
campamento en Gesell, se apretó más contra la mujer para lograr que su espalda se viera libre de tanta
presión.

—Disculpe —dijo—. Me están apretando.

—Se tendría que haber levantado la mocosa —dijo la señora.

Elena trató de sonreír para restarle dramatismo a la escena, pero adivinó en su cara la mueca de disculpa.
Vergüenza le pareció más exacto. Intentó rescatar el orgullo de haber dormido bajo los pinos de Gesell.
Catorce años, qué valentía. Miró hacia atrás, ya con coraje y dispuesta a reclamar por su mínimo espacio.

Un muchacho de pelo largo teñido de rubio le sonrió. Tremendos ojos tenés, pensó Elena.

—Me estás empujando —le dijo y notó que su voz había perdido todo rastro de reclamo. Había sonado
dulce, casi íntima.

—Perdoname. A mí también me empujan. Elena le dio la espalda. Estaba aturdida. El chico la había tuteado.
Perdoname había dicho. Qué voz suave había salido de esa boca entreabierta. Morocho de ojos color miel.
Teñido de rubio. Perdoname. Los labios del morocho volvieron a su memoria produciéndole un estado de
excitación. Cerró los ojos. Un insistente codo empujando en su cadera izquierda la hizo volver a la realidad.
Miró a la vieja. Ahora se daba cuenta de que realmente había diferencia entre ella y la mujer que la miraba
inquisidora.

— ¿La está molestando?

89
— ¿Quién? —preguntó Elena.

—El de atrás.

Elena sacudió la cabeza, burlona. —No. —Miró de reojo por sobre el hombro. El chico le guiñó un ojo. Qué
seductor, por Dios. Volvió a sonreírle rápido a la vieja. Estaba ruborizada y no era el calor. Un segundo
después sintió que algo se había apoyado suavemente contra su pantalón como tanteando la respuesta. No
pudo esquivarlo. O no quiso. Sofocada miró a Jesi. Qué inocente le parecía ahora con su movimiento de
cabeza, ajena a la realidad. Pensó con delicia en un hipotético, imposible diálogo que se producía apenas
bajaban del colectivo: Jesi —una Jesi descolocada y boquiabierta— escuchando sin poder creer todo lo que
le contaba: así que a las viejas no les hacen nada, le decía ella. Pero no. Lo mejor del asunto estaba en que
era secreto. Los pinos de esta villa cubrirán para siempre nuestro secreto, había escrito en Gesell su primer
amor. Cuarenta y pico y seguís en carrera Elenita, se dijo orgullosa mientras con un leve movimiento hacia
atrás provocaba una mayor presión contra sus glúteos. Le pareció sentir el aliento cálido del chico sobre su
cuello. Estaba suspirando. Se le endurecieron los pezones. Observó una mirada molesta proveniente de la
izquierda. La vieja se estaría dando cuenta de lo que ocurría. Eso le pasaba por metida. La embarazada
comenzó a abanicarse con la mano. Elena transpiraba pero estaba segura de que la causa no era solo el calor.
Pensó que si se desmayaba caería en brazos del chico. Un movimiento de Jesi la puso en guardia. Estaba
dando vuelta el casete. La vio acomodar el volumen y mirarla. Qué quería con esa expresión de cejas alzadas
y cara seria. Jesi movió la cabeza como diciendo ¿todo bien? Elena se preguntó si su cara mostraría la
plenitud de esos domingos, cuando después de un recuperado contacto amoroso, se miraba desnuda en el
espejo del baño. Sonrió, en un intento de mostrarse presente, tranquilizadora. Jesi volvió a mirar por la
ventanilla. Elena, a concentrarse en lo que pasaba a su espalda. ¿Era posible que un chico se estuviera
excitando con ella de esa manera? Solo quedaba disimular el placer, los movimientos de aproximación.
Jamás, jamás le contaría a Jesi lo que le hacen a una vieja. Alzó ambos brazos para tomarse del pasamanos
del techo y juntó las muñecas en una actitud de entrega destinada a él, cerró los ojos y escuchó la voz de
Jagger en Azúcar marrón…

Cuando oyó los insultos desde el fondo del colectivo abrió los ojos. La presión contra su cuerpo había
desaparecido y el codazo de la vieja pareció clavársele en las costillas. Una confusión de murmullos envolvió
a Elena. Miró hacia la puerta. Lo vio bajarse del colectivo.

—Fíjese en la cartera, señora —le estaba diciendo la vieja.

—Tiene el cierre abierto —le señaló la embarazada.

Elena hundió apenas la mano en su bolso. Le faltaba la billetera.

La voz chillona sonó estridente y satisfecha: — ¿Vio? ¿Qué le decía yo? Se aprovechan…

Elena miró a la vieja. Cerró suavemente el cierre. — ¿Se aprovechan de qué? — dijo con voz firme—.

A mí no me falta nada.

*Este cuento fue publicado en Lo que dicen cuando callan @ Alejandra Laurencich, c/o Guillermo Schavelzon
& Asoc. Agencia Literaria.

90
El café de los micros

Gustavo Nielsen

-Listen and repeat…

En el estéreo del Valiant, camino a Necochea, el caset de inglés pasaba más lentamente que en otras
caseteras. Al menos así le parecía al nene. El Valiant era un auto grande y duro, durísimo, su padre siempre lo
decía. “Con Walter, si quiero, empujo una montaña”. Walter era el nombre del auto. Su padre le había
enseñado que había que ponerle nombre al pito y al auto. El nene se llamaba Marcos, el pito del nene era Beto;
Marcos también tenía un caniche que se llamaba Enrique, pero lo había dejado en Buenos Aires. Alargó la
mano para tocar la tecla del stop.

-Inglés o las tablas– dijo el padre.

- ¿Todo el viaje?

-Por lo menos hasta Ayacucho.

Iban por una ruta de provincia recién terminada de pavimentar. Sólo pasaba por allí una línea de micros
y algunos autos. El padre la prefería porque así viajaba cómodamente. Walter, decía el padre, también parecía
preferirla a la ruta dos, porque había menos choques. El único problema era que tenía una sola estación de
servicio, en mitad del recorrido, y para llegar a destino Walter necesitaba exactamente dos tanques. Había que
tomar la precaución de que cada vez que cargaba el tanque estuviera realmente lleno, al salir de la Capital y
después. El padre no confiaba en el marcador de los surtidores y siempre pedía que lo hicieran chorrear.
Hacían ese mismo viaje dos veces al mes.

-Dear Mum and Dad: My first day in England was OK.

El padre repitió la frase y miró por la ventanilla. Atardecía; una niebla roja tiznaba todos los objetos
dispersos por el campo.

-Hay que repetir. Si no, no sirve. Vamos…

-Diar mam an dad: Mai ferst dei in…

Marcos dudó.

- Ingland, Inglaterra…

- …Ingland… was okey.

- The train arrived on time and I went to the school.

- Prefiero las tablas.

El padre apagó el estéreo.


91
-Elegí una– dijo.

- La del dos.

-Una difícil.

-La del cuatro.

-Veamos la del nueve.

Todos los viajes eran iguales. Repetir, repetir, repetir. El padre le llamaba a esa actividad “aprovechar el
tiempo”. La ruta como una banda corriendo por debajo de la luz de los faros y ellos dos solos, adentro de la
cabina del Valiant, “aprovechando” las horas muertas.

-¿Nueve por siete? Marcos desenvolvió un caramelo. Apoyó el papel sobre el asiento. El caramelo era de limón.
Se lo metió en la boca.

- ¿Sesenta y tres? – preguntó.

-Tiene que ser con más seguridad –dijo el padre. Agarró el papel y lo hizo un bollo:

-A Walter no le gusta. Para eso está la bolsa de la basura.

Marcos abrió la bolsa para tirar el bollo que el padre le daba.

-¿Nueve por nueve?

A Marcos, la idea que a Walter le gustara o no le gustara algo, de más chico hasta le había parecido
graciosa. Su padre seguía repitiéndola como si estuviera convencido de que Walter fuera un persona de
verdad, color verde brillante. El chiste ya no tenía ninguna gracia.

-Dije “nueve por nueve”.

En la última hora de la tarde, el encerado del metalizado parecía la brillantina de las figuritas “autos y
tractores” que el padre le traía todos los viernes, cuando venía de trabajar.

-¿Ochenta y uno?

El padre afirmó con la cabeza.

-Te tiene que salir automáticamente – agregó -. Veloz y seguro, como Walter.

Al decirlo, palmeaba el volante con las manos. Marcos pulsó la tecla de eject. El caset asomó del estéreo
y la radio empezó a sonar. Marcos intentó buscar un programa de música en el dial, pero el padre volvió a
empujar el caset hacia adentro.

-We had a coffee and talked about the course…Bajó el volumen.

-Quería ver qué había – dijo.

92
- ¿Nueve por cinco? – dijo el padre.

Marcos bostezó.

-¿Tan difícil es nueve por cinco?

- Cuarenta y tres– dijo Marcos.

El padre arrugó el puente de la nariz.

- ¿Cuarenta y cinco? – corrigió Marcos.

-Ah– dijo el padre

-¡Cuarenta y tres! – se mordió el labio inferior -, ¡hasta Walter sabe que la tabla del cinco termina en cero o
cinco!

- Bueno, cortala.

-No puede ser…

-Ya no quiero repasar más las tablas.

-Como si las supieras…

-No importa. El padre sacudió la cabeza.

-Mientras sigas cometiendo errores, te las voy a seguir tomando. Hasta que las aprendas.

Marcos estaba por decir “no quiero aprender”, pero se calló. El padre insistió:

-Hay que aprovechar el tiempo de los viajes…

El caset llegó al final y comenzó a volver con el auto-reverse. Los dos lados, con el volumen a cero, eran
iguales de mudos. Como el paisaje a un costado u otro de la ruta.

- ¿Siete por nueve?

- Qué sé yo…

- ¡Siete por nueve!

- Sesenta y… dos.

El caset estaba lleno de palabras raras como el campo lo estaba de alimañas.

- ¡Sesenta y dos! – gritó el padre -. ¿Me estás cargando?

- Ya… – dijo Marcos, desviando la mirada hacia afuera.

- ¿Nueve por siete es sesenta y tres y siete por nueve es sesenta y dos? ¿No es igual, acaso?
93
- Sí.

-¿Entonces?

-Sesenta y tres – corrigió Marcos.

Al otro lado de la banquina había una vaca con su ternero. Estaba atada a un poste de alambrado. El
ternero se acercaba a olerla y se alejaba un poco. Era todo lo que Marcos podía ver con la última luz de la
tarde. “Es feliz porque nadie le toma las tablas”, pensó.

- ¿Y si comemos?

- Bueno. Marcos buscó en la mochila los táper con la comida. Sacó dos vasos de telgopor y un termo de café.

- Con cuidado – dijo el padre.

- Sí.

Al padre no le gustaba detenerse en los viajes. En esa ruta desértica estaba justificado: no había donde
parar, salvo en la única estación, a hacer pis y a cargar combustible. Cuando viajaban por la ruta dos había
muchos lugares. En aquellos viajes, la madre siempre quería bajarse a tomar algo en algún lado o, como ella
decía, a “estirar las piernas”. Marcos también, a comprar golosinas o alguna revista. Pero el padre era el que
manejaba, y le gustaba viajar de un tirón. Por eso la madre había dejado de ir a Necochea.

-Armá los sánguches adentro de los táper, así no se caen las migas al piso.

Detenerse para comer en el medio de la nada no tenía sentido. Marcos podía armar los sandwiches con
el auto en movimiento, porque era un buen acompañante. El padre siempre lo decía. Un buen acompañante
tenía que darle charla al chofer y servir el café. Aunque lo que Marcos más quería era ser chofer.

-¿Mayonesa?

- No. Tampoco le pongas al tuyo. Idea de tu madre, la mayonesa. A quién se le ocurre…

- A mí me gusta – dijo Marcos, pero no abrió el sachet. Se puso, eso sí, doble feta de jamón.

El padre siempre le decía que no le iba a enseñar a manejar hasta que no aprendiera bien las tablas, y
por lo menos los dos primeros casets del “Learning English” de los “Work in progress”. “Hasta el Curso Tres”,
decía, “como mínimo”. Aprender a manejar había pasado a ser un problema de Marcos: cuanto antes se
ocupara del inglés, antes recibiría la instrucción.

-Se ensucia Walter – dijo el padre.

Marcos envolvió el sandwich del padre en una servilleta, como él le había enseñado. Se lo pasó. El
padre le dio un mordisco.

- Buen sánguche – dijo, mientras lo masticaba

94
- ¿Siete por seis?

Marcos sirvió cafés hasta la mitad de los vasos.

- No cuando comemos – dijo. La frase era de su madre.

- No cuando comemos… – repitió el padre, con sorna, como diciendo “conozco eso”.

Marcos volvió a tapar el termo y lo guardó adentro de la mochila. Bebió un sorbo de su vaso. Se quedó
con el táper abierto sobre las rodillas. Había pan y fiambre para dos sandwiches más. El auto dio una patinada
sobre un animal muerto, que hizo temblar el café en el vaso de Marcos.

- ¿Se volcó algo?

- No.

La ruta nueva estaba llena de animales muertos, más que la ruta dos, aunque por la dos pasaban más
autos. Marcos pensaba que era porque la ruta estaba recién estrenada. Los animales se resistirían a probar
otros caminos que los de siempre, entonces cruzaban la cinta de asfalto y muchos quedaban aplastados. Las
madejas de tripas aparecían bajo las luces del Valiant como los monstruos de un tren fantasma. Ya no se veía
otra cosa que eso.- Walter odia pisar los animales muertos…Marcos sabía que Walter era incapaz de odiar.
Walter era un auto, por más que su padre lo acariciara y le hablara cuando lo lavaba. Se trataba de una
metáfora, se lo había enseñado la maestra en el colegio, porque a Marcos le gustaba mucho leer y había visto
algo como lo que su padre hacía con su auto en una novela de Salgari. El de la novela era un caballo, lo que
justificaba más el cariño. Él también quería mucho a Enrique, su perro caniche. La maestra le había dicho que
era algo llamado personificación. Pasaba cuando una persona idolatraba a un objeto o a un animal. Ahí fue
cuando la maestra dijo la palabra metáfora. Marcos no la podía entender del todo. Una cerrada cortina de
saltamontes vino a frenar su pensamiento y a reducir la velocidad del Valiant.

- Uau – gritó Marcos.

Los saltamontes se estrellaban contra el parabrisas con ruido de tallos quebrados. Duró varios
segundos; luego reapareció la ruta. El padre accionó los limpiaparabrisas con agua jabonosa. Sobre el vidrio
fue formándose una pasta. Tuvo que detener el Valiant al costado del camino, aunque faltaba muy poco para
llegar a la estación de servicio. Sacó un trapo rejilla de la guantera.

- Cuando yo te avise, me echás agua apretando este botón.

- Bueno.

El padre se puso el pulóver y salió a la intemperie. La noche estaba fría como cualquier noche de
agosto.

- Ahora.

Marcos apretó. El padre refregó el trapo por todo el parabrisas, limpiándolo meticulosamente.

95
- De nuevo.

- Va.

Marcos aprovechó para sacar el caset de inglés y cambiarlo por uno de Sui Generis. Lo dejó rodando sin
volumen, como si fuera el anterior. El padre regresó a la cabina, le dio el trapo para que lo retornara a la
guantera y le preguntó si había terminado de tomar el café.

- Me queda, pero está casi frío.

Marcos le mostró el vaso.

- ¿Y ya no lo vas a tomar?

- No.

- Dame.

Tiró lo que quedaba de café por la puerta abierta:

- Así no se te vuelca.

Cerró la puerta y volvió a arrancar. Marcos mordió su sandwich antes de que el padre volviera a la carga
con las tablas de multiplicar. Iba a comérselo bien despacio. Adelante, a lo lejos, se veía una sola luz roja, muy
pálida, como de una motoneta.

- Te juego a que es un rastrojero – dijo él -. Si gano, te tomo la tabla del siete completa, y la del ocho.

- ¿Y si gano yo?

- Oímos un caset.

- Pero no el de inglés.

- Palabra.

Marcos miró hacia delante. Las luces del Valiant, al acercarse, iluminaron una camioneta chata, con la
suspensión vencida por la carga y el paragolpes atado con alambres. Una ruta desierta como ésa -sin
indicaciones, servicios, ni policía caminera-, se prestaba a que la recorrieran vehículos destrozados. El Valiant,
que en la ciudad era un cascajo, allí parecía un diamante en bruto. El padre no lo pasó, aunque bajó las luces.

- Gané – dijo.

El padre no había pasado al rastrojero porque se acercaba la entrada para la estación de servicio.
Marcos guardó el sandwich y cerró el táper con fastidio. Vio cómo el rastrojero doblaba a la derecha por el
camino de tierra que llevaba a la YPF. Un lejano cartel blanco y celeste iluminaba las tres letras. Debajo había
un tinglado; debajo del tinglado, un par de surtidores y una casa rodante. El padre redujo la velocidad. A los

96
lados del camino de tierra había grandes cunetas que parecían profundas. Dejó puestas solamente las luces de
estacionamiento.

- ¿Y estos boludos?

Tocó bocina. El rastrojero se había detenido en mitad del camino. En la caja llevaba una pila de rollos de
alambre que parecía muy pesada. Marcos guardó el táper junto al termo. El padre apretó el centro del volante
sostenidamente, para que el bocinazo fuera largo. La luz roja del rastrojero se apagó y se encendió la de la
cabina. Había dos hombres: uno mayor con el pelo entrecano y otro como de cuarenta años, gordo. Marcos vio
al hombre mayor maniobrar el espejo retrovisor para enfocar al Valiant. El padre hizo un guiño con las luces.
Estaba inquieto. Los hombres se bajaron.

- Mirá donde se van a quedar, la puta madre que los parió.

El padre aferró sus manos al volante. Los hombres llegaron hasta la parte trasera del rastrojero y
contemplaron la escena con los brazos en jarra. Tenían overoles muy manchados de grasa. Miraban hacia
abajo. Parecían decir “no hay más nada que hacer”. El padre insistió con la bocina, lo que provocó en el viejo
un gesto desagradable, mezcla de sobresalto e indignación. Batió la mano en el aire helado de la noche como
si espantara un moscardón. El rastrojero se había quedado tan en el medio que no había lugar posible para
que el Valiant pudiera pasar. El padre bajó la ventanilla. El hombre más joven se acercó a hablar con él.

- Buenas noches.

El padre asintió.

- ¿No nos daría una manito?

- ¿Qué pasa?

- Se nos quedó.

- Fijate si da la altura de paragolpe.

- Cómo no va a dar, claro.

- Fijate, te digo. No quiero tener un problema.

El hombre hizo un chasquido con la boca. Le faltaban dientes y tenía una barba de varios días.

- A ver si lo engancho mal y me tiran el alambre encima.

- Es un tonel y está vacío – dijo el hombre -. Si quiere lo bajamos.

- Mejor – dijo el padre.

El hombre volvió hasta donde estaba el viejo y le dijo algo. El viejo negó rotundamente con la cabeza.
Su barba llevaba meses de crecer sin cuidados; la tenía blanca como el pelo. Parecía decir “si nos quiere ayudar,
bien; si no, que espere”.
97
- Viejo choto – dijo el padre.

El hombre joven intentó mover solo el tonel, sin resultado. Después se apartó a rascarse la panza.
Marcos pensó que aquel viejo enclenque no hubiera podido ayudarlo mucho. No era algo fácil de hacer. El
hombre joven regresó hasta la ventanilla del Valiant.

- Si me da una manito… – repitió, señalando hacia el tonel.

El padre no tenía intención de bajarse. La salida de la estación de servicio quedaba cuatrocientos


metros más adelante, a lo sumo medio kilómetro. Podía ir hasta allí y entrar a contramano por el camino,
aprovechando que la ruta estaba desierta. Hasta iba a tener que despertar al empleado, como todas las veces.
Nadie que quisiera entrar a cargar nafta iba a poder hacerlo mientras ese rastrojero taponara el camino.
Razonó todo eso mientras le miraba la cara al hombre joven. Tenía una cicatriz que le salía del pelo y le dividía
la mejilla derecha en un vacío de la barba. El padre no iba a ayudar a ese extraño con la cara cortada, era así de
simple. No quería hacerlo. Para él, esos dos hombres de mameluco le estaban arruinando el viaje. Eran el
obstáculo entre Walter y Necochea.

- No me voy a bajar – dijo.

El hombre parpadeó. Miró hacia el viejo, que no se había movido y seguía con los brazos en jarra.
Miraba su rastrojero como si se tratara de un familiar muerto.

- Ué – dijo el hombre, separando su cuerpo de la puerta del Valiant. El padre comenzó a subir la ventanilla.
Antes de que lograra cerrarla, lo oyó insistir:

- Si nos da un empujoncito, enseguidita llegamos, vea – señaló hacia la estación.

- El tonel pesa mucho – dijo el padre.- Es liviano… El viejo no ayuda porque tiene una hernia de disco, pero
entre yo y usté lo levantamos enseguidita… El padre cabeceó. Marcos sabía que no se iba a bajar.

- ¿Y hasta donde los empujo?

- Hasta el surtidor.

El hombre volvió a chasquear la lengua. Tenía los ojos negros como dos carbones. El padre terminó de
levantar el vidrio de la ventanilla y arrancó despacio. El hombre se adelantó y le hizo indicaciones con la mano.
Mientras le hacía señas de que siguiera acercándose, el viejo hizo un gesto para que frenara de una vez. Era el
mismo gesto desagradable de antes, el de apartar al moscón, pero más exagerado.

- No se lo vayamos a rayar – pensó el padre en voz alta.

Marcos reconoció en el tono de voz algo que le gustaba menos de su padre que la tortura de las tablas.
Era el tono sobrador que anunciaba un acto de violencia. El viejo gritó “basta, es tarado, o qué”, agarrándose la
barba con las manos. Después hizo lo que no había que hacer: pegarle al Valiant. Dos veces, sobre el
guardabarros, como para hacerle sentir que, o detenía la marcha, o él se ocuparía de cascar a Walter en
persona. El padre y Marcos oyeron clarito el insulto, y vieron y oyeron esos golpes.

98
- Puta que te parió.

A Marcos se le erizó la piel. Vio que el hombre joven trataba de sonreír para disimular.

El rastrojero era un pedazo de hierro oxidado con ruedas. “Chatarra”, dijo el padre, apretando los
dientes. Como el barril que llevaban en la caja, que a primera vista les había parecido una pila oxidada de rollos
de alambre. Las puertas del rastrojero estaban abiertas. El hombre le había indicado al viejo para que se subiera
a maniobrar, cuando el padre encendió las luces largas. Marcos oyó repetir la palabra “chatarra” antes de sentir
el temblequeo del Valiant comenzando a hacer fuerza. El viejo y el hombre joven corrieron hasta la cabina,
pero el padre no los dejo llegar. Pisó hondo el acelerador; el rastrojero carreteó a la deriva, sin doblar. El fin del
traqueteo hizo resbalar a Marcos del asiento. El rastrojero se desprendió de un tirón de la frenada del Valiant,
justo en el recodo del camino. Fue a parar de punta a la cuneta. Las dos ruedas de atrás quedaron girando en
el aire, a la altura de la cintura de los hombres. Ellos se pararon en seco. El padre arrancó otra vez y les hizo los
cuernos. El viejo alcanzó a reaccionar y tiró una trompada sobre el baúl del Valiant, que no alcanzó a dar en el
blanco.

Marcos se quitó el cinturón de seguridad, en el que había quedado mal agarrado, y se arrodilló sobre el
asiento para mirar hacia atrás. El Valiant aceleró para llegar rápido a la estación. Los hombres tenían los puños
en alto; el rastrojero, desde esa distancia, parecía el tronco de un árbol inclinado al que alguien iluminaba
desde las raíces. Marcos vio al hombre gordo meterse por la puerta, hasta que la luz se extinguió. El padre rió
nerviosamente. Estacionó el Valiant al lado de un surtidor de nafta especial y tocó dos largas bocinas. En la
casa rodante se encendió un foco amarillo. El hombre tardó varios minutos en salir. Tenía lagañas en los ojos y
cara de dormido. Enganchado a la casa había un De Soto oscuro y sucio.

- ¿Anda? – preguntó el padre, mientras se bajaba.

- Sí.

- ¿De qué año es?

- Del treinta y seis. Lo tendría que afinar, pero me cumple.

El empleado sacó el surtidor de la máquina. El padre le quitó la tapa al tanque del Valiant. El empleado
acomodó el surtidor en el agujero y, mientras llenaba, le preguntó si había cruzado mucha niebla.

- Poca.

- ¿Viene de la Capital?

- Sí.

Los números del surtidor habían empezado a pasar, cuando los tres oyeron el bocinazo. Era como una
alarma fija y constante, que venía desde la oscuridad. Marcos volvió a arrodillarse en el asiento. Aquellos
hombres habrían trabado la bocina del rastrojero. El empleado se puso una mano sobre la frente para
concentrar la vista en la dirección al ruido.

99
- ¿Qué hay? – preguntó.

El padre no le respondió; apenas si cabeceó y se puso a buscar en los bolsillos de su pantalón. Sacó la
billetera. El empleado, que llevaba un overol muy parecido al de los hombres, pero limpio, supo que algo malo
estaba sucediendo en la entrada a su estación. El padre miró los números en el surtidor como si intentara
calcular una cantidad. Abrió la billetera. Todos sus movimientos no consiguieron distraer al empleado, que se
había quedado tieso como un roble, con la cara endurecida y la mano de visera. Entonces volvió a encenderse
la luz. Un extraño plegado de chapa y arbustos quedó repentinamente iluminado por aquel resplandor
fantasmal. “Tal vez se esté quemando”, pensó Marcos, con horror. Era muy difícil saber qué estaba pasando,
más aún distinguir entre aquellos reflejos y sombras, la silueta de un rastrojero hundido. Él, porque sabía. El
empleado apagó el surtidor. El padre sacó un billete de diez. No habían entrado ni doce litros.

- Lo quiero lleno – lo apuró.

- ¿Qué pasa?

- Eso mismo me pregunto yo – dijo el empleado. Regresó el surtidor a la máquina y le puso traba. La bocina se
cortó un instante, como esperando que el padre pudiera explicar algo. El silencio duró casi un minuto. El padre
abrió la boca y la cerró.

- Unos idiotas…- intentó empezar a explicar, antes de que la bocina volviera a hacerse oír.

El resplandor que salía desde la puerta abierta de la casa rodante se proyectaba en un rectángulo sobre
el piso de tierra. El empleado se encaminó en esa dirección. El padre no supo bien qué hacer, hasta que lo vio
salir con una escopeta de dos caños y un reflector. Atinó a guardar la billetera y abrir la puerta del Valiant. Miró
hacia adentro: los ojos de Marcos estaban llenos de brillos, como los de un animal acorralado.

El empleado apuntó con el reflector buscando el accidente. Marcos fue el primero que vio venir al
hombre joven y al viejo de barba, que corrían armados con un matafuegos.

El haz del reflector se balanceaba sobre ellos. El padre arrancó, hizo el cambio y apretó el acelerador.
Los caños de la escopeta del empleado continuaron apuntando hacia el piso.

A los pocos minutos estaban otra vez en la ruta. Cuando no vio más que la luna, Marcos se acomodó
nuevamente en el asiento para abrocharse el cinturón de seguridad. El padre hizo lo mismo. Viajaron sin hablar
durante los siguientes doce kilómetros. El padre intentó poner la radio, que se apagaba sola. La golpeó y se
encendió el caset de Sui Generis. Entonces arrancó el estéreo de un tirón y lo arrojó sobre el asiento de atrás,
con un enérgico movimiento de la mano. Estaba enojado. Las luces del Valiant cortaban la ruta en pedazos que
siempre parecían el mismo, a no ser por los animales aplastados.

- Dame café.

Cuises, víboras, gatos, ratas, zorrinos. Tripas y charcos; a veces algunas plumas, pocas.

100
A las plumas enseguida se las llevaba el viento. Marcos sacó el termo de la mochila. El padre todavía
tenía el billete en la mano, arrugado contra el volante. Cuando se dio cuenta se lo metió en el bolsillo como si
le diera vergüenza. Empezó a decir:

- Antes de comprar a Walter, viajaba en micro…

Marcos le pasó el vaso de telgopor cargado hasta la mitad.

- Era cuando estudiaba; los abuelos vivían. El viaje en los micros es agotador – siguió él -. Son diez horas, a
veces más. Te dan dos alfajores; siempre hay café o jugo de naranja.

Marcos tapó el termo. El padre se tomó el café de un tirón y le pidió que le sirviera otro.

- Es un remedio para el frío – dijo -. Yo siempre me comía los dos alfajores al salir, nomás, y enseguida iba por
café. Me encantaba el café dulce de los micros.

- ¿Le agrego más azúcar? – preguntó Marcos.

- No.

Marcos le pasó el vaso. El padre siguió hablando.

- Ya me acostumbré así. Nunca logré que tu madre le pusiera suficiente azúcar. Lo único, está un poco frío.

- Mamá lo toma amargo.

- Ella es amarga – dijo él.

Marcos no dijo nada.

- Siempre pensé que ese café tan azucarado de los micros me ayudaba a viajar… Le devolvió el vaso, que
Marcos secó con una servilleta y guardó prolijamente en la mochila. Tiró la servilleta sucia en la bolsa de los
residuos.

- Una vez tomé veinte. El único inconveniente era que siempre necesitaba comer algo adicional, para que no
me diera acidez. Entonces le pedía otro alfajor al inspector. Algunos inspectores eran de Necochea, a esos los
conocía y siempre me daban; el problema era cuando tocaban porteños. ¡Andá a sacarles un alfajor de más con
la tonadita de provincia! Marcos forzó una mueca que simulaba una sonrisa.

- Pero yo no iba a llegar a Necochea con acidez, porque me retaba mamá, tu abuela. ¿Te acordás de tu abuela?

Marcos negó con la cabeza.

- Eras chico, claro…- Y agregó:

- Tampoco me iba a quedar sin esos cafés.

El padre miró hacia atrás por el espejo retrovisor. Marcos volteó la cabeza, pero no vio nada.

101
- Si el inspector no me daba, yo buscaba entre los que dormían, en el camino hasta mi asiento. Siempre había
un descuidado al que robarle el alfajor. Una vieja, o así. Y me comía uno más, o dos. Hasta tres y cuatro, llegué
a comer. Tenía el estómago joven; hoy si hago eso, termino vomitando.

Volvió a mirar hacia atrás de reojo, por el espejo, y hacia el tablero. Marcos quedó pendiente de esa última
mirada. La aguja del marcador de combustible empezaba a ingresar en el sector rojo.

- Walter no nos va a dejar, no te preocupes – se mordió el labio -. Y sobre aquellos días, bueno, qué más
puedo decirte… Te conté eso no para que lo hagas, sino para que sepas que se puede aprender a que no hay
que robar ni insultar a la gente que te está ayudando, o que te lleva… ¿Entendés? Marcos no lo había
entendido, pero igual asintió.

- En la vida, todo es aprendizaje. Por eso hay que saber las tablas, o inglés. Hoy no robaría alfajores, porque ya
lo aprendí, ni insultaría a alguien que me está sacando de un problema, porque la vida ya me lo enseñó… ¿Eh?

Marcos asintió nuevamente. El padre se aclaró la garganta.

- Pero no toda la gente aprendió lo suficiente, aunque sean viejos. Por eso a veces hay que darles una lección…

- El padre se quedó un instante callado, escuchando cómo sonaban sus palabras -. Nunca lo olvides: en la vida,
aprender es igual a crecer… ¿Quedó para un sánguche?

- Sí.

Marcos preparó los dos sandwiches que quedaban, esta vez con mayonesa. No lo hizo de rebelde, sino
porque no se dio cuenta. El padre lo miró, aunque no dijo nada. Tres kilómetros antes del cruce a Ayacucho, el
Valiant comenzó a ratear.

- Vamos, vamos…

Marcos mordió su sandwich. El auto se detuvo unos metros después. El padre alcanzó a desviarlo hacia
la banquina.

- Carajo – dijo.

Marcos lo miró como preguntándole qué iba a pasar. El padre le pidió más café.

- El último que queda – dijo Marcos.

- Entonces tomalo vos.

- No quiero.

- Bueno, dame. Terminaron sus bocados sin mirarse. Cada tanto, el padre daba vuelta la cabeza hacia atrás.

- Puede ser que venga un micro – dijo.

- No pasamos ninguno.

102
- Es cierto. Pero es probable que no hubieran salido. Voy a poner las balizas.

El padre encendió las luces de posición, se frotó las manos una contra otra y salió. Abrió el baúl. Buscó
el triángulo fosforescente, lo armó y se alejó unos treinta pasos para colocarlo junto a la línea de asfalto.
Regresó al auto con las manos en los bolsillos.

- Ya sé lo que vamos a hacer – dijo, ni bien entró.

Estaba muy contento con su idea. Marcos esperó a que la dijera, sin hablar.

- Papá se va a ir a buscar nafta más adelante.

- Voy con vos.

- No.

El padre carraspeó.

- Papá va y vuelve – dijo -. Faltan tres kilómetros para la rotonda. Papá va a correr hasta allí. Por la otra ruta
pasan más coches. Al primer coche o micro que pare le voy a pedir que me lleve hasta la estación de servicio
que quede más cerca. Después busco un taxi o un micro para volver con el bidón lleno. No va a ser más de una
hora y media. A lo sumo, dos. Ponés tu caset y enseguida se te pasa el tiempo.

- No.

El padre recogió el estéreo del asiento de atrás; conectó los cables y lo deslizó en la bandeja. Puso el
volumen alto. Sui Generis. Marcos tocó la tecla de stop.

- Te acompaño.

- No – repitió el padre -. Necesito ir rápido, y con vos no podría.

Marcos miró hacia delante, hacia el frío de la noche.

- Además, te podés resfriar. Acá estás calentito, con la calefacción, la música y los caramelos. O dormí. ¿Eh?

Marcos no contestó.

- No va a pasar nada. Con los seguros puestos, este auto es una caja fuerte – palmeó el volante con las manos
-. Walter te va a cuidar.

Sonrió. Salió. Marcos lo vio correr. Para cuando quiso gritar, su padre había desaparecido en la
oscuridad. El cuerpo le temblaba sin parar. Sacó una frazada del asiento de atrás. Volvió a encender el estéreo.
Ni las canciones podían distraerlo. De entre los pastizales, a ambos lados de la ruta, siempre estaba a punto de
salir algo. “Un monstruo”, pensó. Walter no iba a defenderlo de un monstruo, ni de nada. Walter era una
máquina tonta, que él algún día podría dominar, pero todavía no porque nadie le había enseñado. Porque le
faltaban saber algunas tablas, y un par de lecciones de inglés. Y aunque él supiera manejar, Walter no tenía
combustible. Era imposible que diera un solo paso. Marcos pensó en hacer un solo paso y le dieron ganas de
103
hacer pis. No iba a bajarse en una noche tan cerrada. Las víboras que aparecían muertas en la ruta, en algún
momento habían estado vivas. Y habían salido de allí, de esos arbustos pasando las banquinas. Lo mismo para
las ratas, las comadrejas, los zorrinos. Iba a aguantarse.

¿Cuánto tiempo había pasado? Desenvolvió dos caramelos y se los metió juntos en la boca. Ocho
minutos. Menta y chocolate. Bajó la ventanilla. Un frío cortante le endureció las mejillas. Había olor a yerba
mojada. Se bajó la bragueta y se acomodó para orinar desde allí. El chorro de pis no tocó la chapa, pero las
últimas gotas se deslizaron sobre el verde metalizado. Marcos buscó el trapo en la guantera. Las gotas
siguieron cayendo hacia abajo, hasta mojar la manija y más allá en lugares a los que no pudo llegar
asomándose por la ventanilla. Subió el vidrio otra vez. Hizo dos bollos con los papeles de los caramelos. Pensó
en tirarlos a la bolsa de los desperdicios, pero los volvió a desplegar y los alisó sobre el asiento del conductor.
Puso al máximo el volumen y cantó encima, a los gritos. “Rasguña las piedras hasta el fin”. Aplaudió para darse
coraje, abrió la puerta y salió al exterior.

Por debajo de la manija, el hilo de pis se descomponía en tres ramales que llegaban hasta el borde
inferior del marco. Deslizó el trapo varias veces, de abajo hacia arriba. Estaba atento a lo que pudiera pasar.
Después vació el final del termo, el fondito que siempre quedaba. La noche estaba repleta de insectos. El croar
de las ranas -¿o serían murciélagos?- le daba al ambiente un aire a película de misterio. Marcos se dijo que
aquellos animales del campo le tendrían más miedo a él de lo que él les tenía a ellos.

Para eso era un hombre. Pequeño, pero hombre al fin.

Miró la ruta, primero hacia delante y luego hacia atrás. Dos puntos brillantes aparecieron desde la
lejana oscuridad del trayecto recorrido. Venían hacia él. Los puntos fueron tomando la forma de dos faroles.
Marcos pensó en hacerle señas al conductor para avisarle que más adelante recogiera a su padre, que a esta
altura estaría exhausto. Pero un escalofrío le temperó la espalda y lo hizo subir al Valiant. Había tenido un mal
presentimiento. Puso las trabas. No, no era el rastrojero. Era otro auto, más grande. Se dio cuenta cuando casi
lo tenía encima. Apagó el estéreo. El auto se parecía levemente a un bull dog. Era el De Soto negro de la
estación.

Marcos se agachó y lo oyó pasar con un bramido. Después levantó apenas la cabeza, escondiéndose
detrás del volante. Por debajo de la patilla derecha del limpiaparabrisas, el De Soto buscaba estacionarse en la
banquina. Adentro iban dos personas mayores. Marcos las distinguió en cuanto se bajaron. Uno era el hombre
gordo, llevaba un matafuegos en la mano. El otro era el encargado de la estación: traía la escopeta con la que
había salido de la casa rodante. Dejaron al De Soto con las luces de posición encendidas. Comenzaron a
caminar en dirección al Valiant.

Quitó las llaves, se tapó con la frazada y se escurrió hasta el piso. Tenía una de las puntas del género en
la boca, para evitar que el castañeteo de los dientes lo delatara. Mordió.

- ¿Es, no? – dijo uno de los dos hombres.-

La patente es – gritó el otro, desde atrás.

- Porteño de mierda.
104
El impacto del matafuegos sobre el parabrisas lo quebró con una explosión, pero no alcanzó a deshacer
el rompecabezas en el que había quedado convertido. Tuvieron que dar dos o tres golpes más. El encargado
pegaba con la culata de la escopeta: Marcos la vio entrar a través de la ventanilla del conductor. Los asientos se
cubrieron de una capa irregular de vidrio grueso; la frazada temblequeante los había recibido como una lluvia
de granizo. Marcos agarró uno que tenía enredado en el pelo y lo apretó en la mano, sin llegar a cortarse. Los
bordes del vidrio eran romos. Los golpes sonaron sobre el techo, el capot, los faros, los espejos. El matafuegos
hundiéndose en la cabina fue lo que más miedo provocó en Marcos: cayó la lamparita central y se desprendió
parte del cielo raso vinílico, como una cortina sobre el asiento trasero. Marcos dejó de apretar el pedacito de
vidrio cuando los hombres dejaron de golpear. Se quedó un instante esperando, con la cabeza tapada.

- Hay cosas – escuchó que decían.

Oyó la puerta y un forcejeo. Corrió unos milímetros la manta, para ver. El hombre de la cicatriz en la
cara estaba arrancando el estéreo y sostenía con el otro brazo dos matafuegos, el que había traído y el del
Valiant, y la mochila con el termo. Cuando estaba por salir, Marcos lo vio recoger uno de los papeles del
caramelo. El empleado de la estación le quitó los objetos pesados de las manos. El hombre de la cicatriz
estudió el papel y, por una vez, miró. Marcos se tapó con el pedazo de frazada corrida. Estaba, otra vez, a
ciegas. El miedo le hacía ruido en los huesos. ¿Qué podían hacerle aquellos hombres? Marcos sintió ruido a
vidrios sobre su cabeza, y sintió que la frazada se ponía más pesada, se movía. La mano del hombre de la
cicatriz había barrido una andanada de cristales hacia el piso, hacia el paquete oculto debajo de la frazada.
Hacia Marcos, que cruzó los dedos.

- Vamos que vienen – dijo el empleado.

A sus palabras se superpuso el sonido de una larga bocina y el portazo que sobresaltó a Marcos. En el
movimiento del susto, la frazada se le había corrido. El sudor lo bañaba desde los pelos hasta la punta de los
pies. Supo que tenía la oreja afuera por el frío que le mojaba la patilla, el lóbulo. Le habían dado ganas de toser
y se aguantó lo más que pudo. Tenía los párpados apretados como las cruces de los dedos. Para cuando tosió,
ya no había nadie. Levantó la cabeza sobre la trinchera irregular del parabrisas despedazado. Un micro se
perdía adelante, con sus luces navideñas, en el camino hacia Necochea. Los ojos traseros del De Soto
ingresaron tibiamente a la ruta, como absorbidos por la velocidad del micro. Uno de los limpiaparabrisas se
doblaba sobre el capot del Valiant; al otro lo habían retorcido. Marcos soltó el aire.

El auto era la imagen misma de la destrucción; con abollones en la chapa del techo y sin vidrios. El
viento fabricó una escarcha sobre el sudor en la piel de los cachetes de Marcos, que se tocó la frente porque le
pareció que tenía fiebre. Barrió con sus manos los pedazos de vidrio que aún había sobre el asiento. Había
planchas enteras, que revoleó por el agujero de adelante. Sacudió la frazada. Los dientes le castañeteaban. Se
envolvió. Sólo le habían quedado afuera los ojos, la frente, el pelo y la punta de las orejas. Iba a quedarse
vigilando hasta que su padre volviera.

Una idea se le cruzó por la cabeza como una flecha envenenada. Esos tipos habían ido a buscar a su
padre. No cabía duda, si no hubieran salido conduciendo en dirección a la estación de servicio. ¿Qué le harían
si lo cruzaban en mitad de la ruta? El pensamiento lo llenó de pánico. ¿Por eso sería que tardaba tanto?

105
¿Cuántas horas habían pasado: tres, cuatro? El reloj del tablero estaba partido; las agujas colgaban como hilos.
El indicador de combustible también estaba partido. Lentamente, se puso a llorar. Ya no le daban miedo las
cosas de la ruta, la noche, el frío, su propia fiebre; tenía miedo de no poder juntarse con su padre. No le
hubiera importado que todo Walter estuviera partido. ¿Nueve por nueve? Ochenta y uno. Listen and repeat.
Ochenta y uno. Ochenta y uno, ochenta y uno. Miles de millones de ochenta y unos apilándose sin cesar, en
vano, para encajar en un recuerdo mezclado con mosquitos, con pastos y hojas que el viento de la noche iba
comenzando a depositar adentro de esa cabina inútil. Puso la llave en el contacto. Ya no importaba que el auto
tuviera o no tuviera nafta, que él supiera o no supiera conducir. Una cabina con un acompañante y sin chofer
era, definitivamente, algo vacío. Y el campo estaba dispuesto a apropiarse de todos los vacíos, poco a poco y
despacio, con el tiempo eterno de los usurpadores. Marcos recogió uno de los papeles de caramelo y se lo
metió en el bolsillo. A la media hora vio venir un micro desde Necochea. Lo observó detenerse y abrir la puerta
con ruido a sifonazo. Vio que el chofer lo saludaba con una mano en alto y cara de contento. Lo vio partir.
Sobre la banquina de enfrente había quedado el padre. Traía un bidón pesado, colgándole del brazo derecho.

Lo vio caminar hacia el auto con el paso aturdido, como intentando comprender lo que había pasado
en su ausencia. Tenía la cara de cuando Marcos contestaba mal el resultado de una multiplicación matemática,
cuando decía ochenta y dos en lugar de ochenta y uno. Pero Marcos ya tenía preparadas, fijadas casi, las
próximas operaciones de las tablas para que aquella cara no se repitiera, para conseguir que ésa fuera la última
cara de disgusto que su padre pusiera en su vida. Marcos pensó eso, pero no se movió. Practiqué, papá. Vas a
ver. El padre metió la mano por el hueco de la ventanilla, sacó la llave del contacto y fue a echarle nafta al
tanque. Marcos se lo imaginó contemplando los bollones del techo, tocando la baulera estropeada o siguiendo
con el dedo el borde roto de la luneta trasera, así como él había estudiado un vidriecito, un solo vidriecito en lo
que iba de la noche. Todo el resto del tiempo estudié la tabla del nueve, papá. Intentó mirar hacia atrás por el
espejo retrovisor, pero los pedazos partidos habían quedado apuntando hacia cualquier parte y fueron
incapaces de reflejar lo que pasaba. Para la nueva forma del espejo era como si atrás no hubiera nadie, como si
nadie se hubiera bajado de aquel micro con un bidón de nafta. Marcos no dio vuelta la cabeza. Oyó cómo el
bidón vacío caía sobre el asiento trasero; oyó el enroscado de la tapa en la boca del tanque. Después vio a su
padre abrir la puerta y ayudarse con la billetera a manera de pala para arrastrar los vidrios de su asiento. Lo vio
subir, cerrar, hacer contacto. Decirle:

- ¿Tenés frío? Marcos afirmó sin hablar. El padre se quitó el pulóver y pasó la cabeza de Marcos por el agujero,
como si fuera un poncho. Después le ajustó el cinturón de seguridad y se puso el de él. Aceleró varias veces en
el lugar, sin soltar el embrague. Giró el volante hacia la ruta y el Valiant trepó lentamente el cordón que lo
separaba de la banquina. Una de las luces, la derecha, había encendido.

- ¿Y vos no vas a tener frío? –preguntó Marcos, con la voz llena de angustia.

- No –dijo el padre-. En el micro tomé muchos cafés.

El viento helado de la velocidad clavaba sus agujas sobre las dos cabezas. Marcos cerró los ojos
para que los insectos no se le metieran; el padre se puso los anteojos.

- Diecisiete cafés y ocho alfajores –dijo-. Te traje dos; tomá.

106
Marcos sintió el paquete sobre las piernas y apretó muy fuerte las rodillas, una contra la otra, para que no se le
cayera. El leve peso de los alfajores era una caricia sobre sus piernas flacas.

Las vestiduras peligrosas

Silvina Ocampo

Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando
charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi tía Lucy. Lo peor es que
por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo de su gracia.

Me decía:

—Piluca, haceme un vestido peligroso.

Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibujo que
lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar cualquier perfil del lado derecho que es tan
difícil; paisaje con fogatas que daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía
mejor era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para estar
bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni
un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en la
iglesia rezando.

Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije, de modo que
estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido.

Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que le probé un
pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el
género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en
la entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al
espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo:

—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.

Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:

—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?

Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los alfileres. Entonces, de
rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto
diciendo que yo era una mal pensada y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.

Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario.

Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre,
que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula. Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre
me invitaba a tomar un cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más
quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me daba no sé qué. A pesar

107
de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba
enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso.
Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había
abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y
bueno, ¿qué hay de malo?

Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica estaba a mi
disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía
de plata, un millón de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados,
centímetros que eran un amor, brillaban en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de trabajo
no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada.

Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a
uno a hacer lo que no quiere.

—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el modelo —rogaba la
Artemia—.

—Pero niña, no tengo tiempo.

—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.

—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—Me tenía dominada. A veces yo
trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio de la
Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo.

La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que la ociosidad es
madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba,
de su idea propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un
molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas
de sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma
pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le
hice, tenía un gran escote por donde me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus
pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza, para
hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y
marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como
en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la
plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de
terciopelo que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi,
estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha
había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La
muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos
enteramente descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una amiguita
o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no
había conocido. ¡Qué sensibilidad!

108
—Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas—.

—Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer sacrificarse por la
humanidad.

—Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El jumper que yo
dibujé, el que me quedaba bien a mí.

No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo.

Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se lo copiara.
Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:

— ¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!

— ¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no contestaba, prosiguió: —
¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?—.

Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua y antes de
ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.

—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás.

—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.

—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar. Ayúdeme, entonces —
me dijo—.

El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas
hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las
pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con
anillos y sin anillos. Al menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando
terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo, viendo el movimiento
de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a través de la gasa. Le pregunté:

— ¿Cómo le hago el viso?

—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está muy anticuada.

Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no se puso un abrigo ni
un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la santa noche.

Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras
con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes
había violado a una muchacha a las tres de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era
transparente y con manos y pies pintados.

La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla. —No puedo hacer nada en el mundo sin que otras
mujeres me copien — exclamó sacudiendo la cabeza—

—Pero, niña, no diga esas cosas.

—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
109
— ¿Qué éxito es ése? No es nada de envidiar.

—No me entiende, Régula.

—Llámeme Piluca y no se enoje.

El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que
representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos cuerpos, representaban una
orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible.

Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos
que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir.

Reba jé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto
de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el
piso.

Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia
de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne:

—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.

—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.

Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.

Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una noticia que
la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la
calle con un vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la
violó. El vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse
lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.

Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta sobria,
que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban.

En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a cuadros, que
corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién
no le queda bien el pantalón?

Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no volvería a verme.
Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado frente a
la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los
diarios:

Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y
después la acuchillaron por tramposa.

110
Esa mujer

Rodolfo Walsh

El coronel elogia mi puntualidad:

—Es puntual como los alemanes -dice.

—O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

—He leído sus cosas –propone-. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de
servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada,
simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es
fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que
nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de
fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el
misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la
encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por
un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de
Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera
quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y
cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

—Esos papeles -dice.

Lo miro.

—Esa mujer, coronel.

Sonríe.

—Todo se encadena -filosofa.

111
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El
coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

— ¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.

—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

—Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como
una nubecita.

—La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.

— ¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia
después de aquello.

El coronel se ríe.

—La fantasía popular –dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que
repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

—Cuénteme cualquier chiste -dice.

Pienso. No se me ocurre.

—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte
años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de
Dollfuss, de Badoglio.

— ¿Y esto?

—La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

— ¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

—Le pegó un tiro una madrugada.

—La confundió con un ladrón -sonríe el coronel. Esas cosas ocurren.

—Pero el capitán N...

—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se
pone en pedo.

112
— ¿Y usted, coronel?

—Lo mío es distinto –dice-. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir
la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

—Me gustaría.

—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero
sí ante la historia, ¿comprende?

—Ojalá dependa de mí, coronel.

—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

—Mire.

A la pastora le falta un bracito.

—Derby –dice-. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara
nocturna, dolorida.

— ¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero
ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

— ¿Qué querían hacer?

—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido.
¡Cuánta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura,
pero estamos todos hasta el cogote.

—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que
romper todo.

—Y orinarle encima.

—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando
el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se
oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas
la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

113
—Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto
transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

—Desnuda –dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego
que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano
por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso,
como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos.

La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea,
respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas. Y
ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie
camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del
ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

—Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre
aquella gran escena de su vida.

—...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los
pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo
podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

—No.

—Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

—Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el
monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

—Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me
demuestra.

—Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se
quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

— ¿Pobre gente?

—Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.

—Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

—Ah, bueno -dice.

114
— ¿La vieron así?

—Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire,
¿sabe? Con todo, con todo...

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en
sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un
whisky.

—Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y
hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da,
no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

—A mí no me podía sorprender. Pero ellos...

— ¿Se impresionaron?

—Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que
enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me
agradeció.

Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa
crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".

—Beba —dice el coronel.

Bebo.

— ¿Me escucha?

—Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

— ¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

—Tantito así. Para identificarla.

— ¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".

—Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

—Comprendo.

—La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

— ¿Y?

—Era ella. Esa mujer era ella.

115
— ¿Muy cambiada?

—No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo
fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

—¿El profesor R.?

—Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel,
pero de pronto está ahí, su voz amarga, inconquistable.

— ¿Enciendo?

—No.

—Teléfono.

—Deciles que no estoy.

Desaparece.

—Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

—Ganas de joder -digo alegremente.

—Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

— ¿Qué le dicen?

—Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

—Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy
a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él
como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

—La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola,


protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi
despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de
Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula
entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna,
remedios, cigarrillos, vida, muerte.

—Llueve -dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

—Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el
pino, el cinturón franciscano.

116
Dónde, pienso, dónde.

— ¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo
que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

—No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

— ¿Eh? –dice- ¿Eh? -dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

— ¿La sacaron del país?

—Sí.

— ¿La sacó usted?

—Sí.

— ¿Cuántas personas saben?

—DOS.

— ¿El Viejo sabe?

Se ríe.

—Cree que sabe.

— ¿Dónde?

No contesta.

—Hay que escribirlo, publicarlo.

—Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

— ¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para
siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

—Cuando llegue el momento... usted será el primero...

—No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

— ¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
117
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo
índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades.
Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del
coronel me alcanza como una revelación.

—Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar el muerto)

Rodolfo Walsh

El primer portugués era alto y flaco.

El segundo portugués era bajo y gordo.

El tercer portugués era mediano.

El cuarto portugués estaba muerto.

– ¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.

–Yo no -dijo el primer portugués.

–Yo tampoco -dijo el segundo portugués.

–Ni yo –dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués estaba muerto.

Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.

El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.

El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.

El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.

El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

– ¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.

118
–Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.

–Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.

– ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

– ¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.

–Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.

–Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.

–Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

– ¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.

–Yo tampoco -dijo el primer portugués.

–Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.

–El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

– ¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.

–Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.

–La noche era oscura -dijo el segundo portugués.

–Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

–¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.

–Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.

–Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.

119
–Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.

Cuando acabó de morir.

– ¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.

–Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.

–Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.

–Mi homenaje al muerto -dijo el tercer portugués.

Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10

–Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.

–Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.

–Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.

–Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.

El muerto estaba muerto.

11

–Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.

– ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.

–No, señor -dijo Daniel Hernández.

– ¿Yo, señor? -preguntó el segundo portugués.

–Sí, señor -dijo Daniel Hernández.

12

–Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández. Uno miraba al norte, otro al
este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener
más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.

“El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del
sombrero.”

120
“El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste.
Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que
darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de
atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir mojado adelante y atrás. Los otros dos
sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver,
había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.”

“El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que
llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una
tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el
único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y
el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del
sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.”

El primer portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron.

El tercero se llevó el paraguas.

El cuarto portugués estaba muerto.

Muerto.

Revista “Leoplán”, 1955.

121
ANEXO

Clase 1

Guía de análisis

 Definir historia y discurso.


 ¿Por qué se dice que estas categorías “son inescindibles en la totalidad discursiva”?
 Señalar aspectos coincidentes en las notas propuestas. ¿Qué tienen en común ambos relatos (“He visto
morir” y “Quiso sonreír ante la muerte”)?
 Expresar las diferencias o contradicciones que aparezcan en los textos.
 ¿Cuál sería la historia narrada en dichos textos?
 Además de las coincidencias o disimilitudes en los hechos ¿Qué cambia desde lo discursivo? y ¿en la
forma? Ejemplificar.

Clase 2

Guía de análisis

 Identificar la historia de cada uno de los relatos. ¿Qué cuentan?


 Teniendo en cuenta la clasificación de narradores de Anderson Imbert ¿Quién narra cada historia?
 ¿Cuál sería el discurso? Tomar uno de los relatos para ver cómo se presenta el mismo y mediante qué
elementos puede caracterizarse.
 Teniendo en cuenta el apartado sobre polifonía que figura en “Cuentos clasificados 1”, identificar cómo
se manifiesta la misma en cada relato.

«En una narración en tercera persona puedan adoptarse los más diversos puntos de vista. Sólo habrá
defecto técnico cuando en una frase o párrafo de perspectiva fija se dé un cambio injustificado.
Supongamos, por ejemplo, que un narrador sitúa su punto de vista en un grupo de personas que
contemplan desde lejos a un jinete: Vieron cómo cabalgaba lentamente hacia un campesino que
estaba arando. Tímidamente y en voz baja le preguntó si podría albergarle en su casa por unos días.
El labrador pareció dar una respuesta negativa, pues el jinete desvió su caballo y prosiguió su camino.

Si se ha elegido el punto de vista del espectador que contempla desde fuera, e incluso desde lejos, el
narrador cometerá un error de perspectiva si repentinamente manifiesta que sabe el contenido y el
tono de unas palabras dichas en voz baja; dando así bruscamente un salto hasta la proximidad de los
hablantes y volviendo con la misma rapidez a su punto de observación».

Wolfgang Kayser

122
Clase 3

Guía de análisis

 Definir suceso y catálisis según el Apunte de cátedra.


 ¿Cómo definirías el relieve de un texto? ¿Qué es? ¿Cómo se reconoce?
 Expresar en un párrafo el suceso de cada cuento.
 Identificar los núcleos narrativos del cuento “Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar el muerto)”.
 Reconocer y transcribir alguna catálisis que aparezca en “El secreto”.
 Identificar el marco del relato (tiempo y espacio en el que transcurre la historia de “El secreto”).

Clase 4

Guía de análisis

 ¿Qué sucesos se narran en “La aventura de un matrimonio” y “Tramontana”? Consignar ambos en no más
de 3 renglones cada uno.
 Además de brindar cierta información, ¿Qué le aporta la descripción a un texto narrativo?
 Señalar los pasajes descriptivos centrales que aparecen en los textos ficcionales. Consignar qué cosas se
describen y qué función cumplen dichas descripciones al interior del texto.

Clase 5

Guía de análisis (1)

 ¿Qué diferencia hay entre narrar y comentar respecto al uso de los tiempos verbales?
 ¿A qué se denomina tiempo de la historia y tiempo del relato?
 ¿Qué son las relaciones de orden, frecuencia y duración en el tiempo del relato? Y ¿Qué efectos
produce el uso de las mismas?

A- Pasar al tiempo pretérito el siguiente texto:

A las siete menos cinco ve venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoce enseguida por el chambergo
gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calcula lo que tardará en cruzar la calle y llegar hasta
ahí. Pero a Romero no debe pasarle nada a tanta distancia del café, es preferible dejarlo que cruce la calle y
suba a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y saca el brazo por la
ventanilla. Tal como lo previó, Romero lo ve y se detiene sorprendido. La primera bala le da entre los ojos.
(Julio Cortázar, “Los amigos” –fragmento- en Final de Juego).

123
Guía de análisis (2)

1) Marcar los indicadores temporales que aparecen en el relato. ¿Cuándo ocurre el suceso? Establecer la
duración total (aproximada) del suceso narrado.

2) ¿Cuál es el tiempo eje o tiempo cero del relato en el cuento?

3) ¿Qué otros tiempos verbales identifican? ¿Qué función cumple cada uno de los tiempos verbales
utilizados? Puede responderse a modo de cuadro o esquema.

Guía de análisis (3)

1- ¿Qué sucede en este relato con el tiempo?

2- ¿Cuál sería aquí el tiempo base de lo narrado?

3- ¿Qué tiempos verbales predominan allí y cuáles en los fragmentos que no corresponden a comentarios
del narrador?

4- ¿Qué función cumplen los comentarios del narrador?

Clase 6

Guía de análisis

 Identificar los personajes principales que aparecen en ambos cuento.


 ¿Cómo se construye cada uno en el relato? ¿Qué recursos se utilizan para la composición de los
mismos?
 El suceso de cada cuento aparece de algún modo subordinado a la caracterización del personaje. ¿Por
qué? Brindar argumentos.

Torito (fragmento)

Julio Cortázar

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden
contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez
que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí
tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo
cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza'e pobre. Fijáte que yo a la noche casi
no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me
decía: "Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo". Una noche que me le escapaba era una
casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar

124
p'arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos,
cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio. (…)

125

Potrebbero piacerti anche