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Sócrates1
La filosofía socrática
Toda la actividad de Sócrates como educador de jóvenes, y su pensamiento ético y político, se comprenden
sólo desde su peculiar visión sobre qué es el hombre, cuáles son su naturaleza y fin. Que su modo de
comportarse y de educar fuese radicalmente distinto del de los sofistas, se debía precisamente a que Sócrates
tenía una nueva concepción de lo que el hombre es. En él no se da todavía una antropología desarrollada, pero
aparece por primera vez uno de los elementos fundamentales de ella: la noción de alma.
El alma
En su estudio sobre Sócrates y el nacimiento de la concepción occidental del alma, Sarri ha señalado que
quien hoy día acepta o niega esta noción, entiende por ‘alma’ un principio vital que es al mismo tiempo
nuestra conciencia personal y origen de nuestro pensamiento; una sustancia espiritual que se contrapone al
cuerpo (dimensión ontológica), que permanece después de la muerte y que merece un premio o castigo,
según se haya comportado en vida (dimensión escatológica) [Sarri 1997: 7-8].
Este concepto de alma, difundido después por el cristianismo, tiene su origen en el mundo griego. Las diversas
dimensiones que lo componen fueron apareciendo poco a poco, desde Homero hasta Aristóteles. La tesis de
Sarri, que refleja las precedentes investigaciones de Burnet y Taylor, es que el punto de inflexión en el
desarrollo de esa noción es el pensamiento de Sócrates.
En su origen, la expresión existía con un significado bastante diverso: era algo que puede abandonar el cuerpo
temporalmente (como en el caso del desmayo), no tiene consistencia y no es el sujeto de la inteligencia [Burnet
1990: 29-30].
Más tarde, gracias al orfismo y a las investigaciones naturalistas de los filósofos jónicos, el concepto de alma
recibe importantes modificaciones. El orfismo, en efecto, insiste en la necesidad de purificar el alma. Pero
para ellos el alma no era, como para nosotros, algo que se identifica con la personalidad y el yo, sino «un
extraño del otro mundo que habita en nosotros por cierto tiempo» [Burnet 1990: 48-49], que nada tiene que
ver con el carácter propio del individuo. Por tanto, cuando hablan de purificación, dan a esta expresión un
sentido peculiar: cada alma es un dios caído, que a través de la purificación puede volver a ocupar el lugar
que le corresponde [Burnet 1990: 35]. Y al hablar de inmortalidad no se refieren a una inmortalidad personal,
sino a algo que está en el hombre mientras éste vive [Sarri 1997: 258].
Por su parte, las escuelas jónicas identifican por primera vez el alma con la conciencia, y la asocian con la
inteligencia. Pero estas doctrinas, que por otra parte no habían penetrado en la cultura ateniense, no se interesan
por el carácter individual del alma y no sacan las consecuencias éticas, sino que simplemente la consideran,
desde una perspectiva cosmológica, como una porción de aire [Burnet 1990: 37].
Burnet y Taylor habían señalado ya que la doctrina del alma era de Sócrates, usando el criterio explicado: al
estudiar primero qué se entendía por alma antes de Sócrates, muestran que nadie la había identificado con la
conciencia personal ni la había hecho sujeto de la inteligencia y la voluntad. Al analizar después las doctrinas
que aparecen en sus principales discípulos (Platón, Jenofonte, Isócrates y los llamados socráticos menores),
se comprueba en cambio que ésta es ya una doctrina pacíficamente asumida por ellos, y, por tanto, que ha de
tener su origen en el pensamiento de Sócrates.
No hay que pensar, de todos modos, que en Sócrates se da una plena identificación del hombre con el alma,
con el consiguiente menosprecio del cuerpo y el deseo de separarse de él (purificarse). Tal identificación y las
consecuencias que de ella derivan, serán más bien doctrinas platónicas, fundadas sobre una concepción
metafísica del alma, que faltaba en Sócrates. Por ello, en este caso el mejor testimonio es Jenofonte, que
manifiesta con claridad el modo moderado en que Sócrates se ocupaba también de su cuerpo, y enseñaba a
otros a hacerlo: «nunca descuidó su cuerpo, y reprochaba su descuido a los que se abandonaban» [Recuerdos I,
2, 4]; y en otro lugar concreta mejor este cuidado:
Insistía mucho a sus seguidores en el cuidado de la salud, haciéndoles aprender de los
entendidos cuanto era posible, prestando cada uno atención a sí mismo durante toda su vida
1
PÉREZ DE LABORDA, M., Sócrates, en FERNÁNDEZ LABASTIDA, F. – MERCADO, J. A. (editores), Philosophica: Enciclopedia
filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2006/voces/socrates/Socrates.html
sobre qué alimento, qué bebida, qué clase de trabajo le convenía, y qué uso debía hacer de ello
para conservarse sano [Recuerdos IV, 7, 9].
Este pasaje podría hacernos pensar que Sócrates era un hedonista, siempre preocupado en sus placeres. Pero
debemos recordar que él afirma la superioridad del alma respecto al cuerpo; una tesis probablemente no
demostrada por Sócrates, sino asumida como algo evidente [Jaeger 1990: 416], pero que tiene como
consecuencia inmediata que es más necesario cuidar el alma que cuidar el cuerpo. La gran originalidad de
Sócrates está, en efecto, en «combinar la doctrina órfica de la purificación del alma caída con la teoría
científica del alma como la conciencia vigilante» [Burnet 1990: 46]. La noción de purificación, por tanto, no
era ya entendida como el cuidado que los órficos «reclamaban para el dios caído que los hombres albergan en
su interior» [Burnet 1990: 46], sino del alma individual propia de cada hombre.
Las reflexiones socráticas acerca del alma tuvieron una extraordinaria importancia en la historia de la filosofía,
a pesar de que Sócrates mismo no había considerado todas sus exigencias e implicaciones, pues estaba
interesado sobre todo en sus consecuencias éticas. La tarea de fundar la noción de alma sobre bases
metafísicas, determinando qué es (si es una substancia, si es separable del cuerpo), será emprendida por Platón,
y encontrará en Aristóteles su respuesta más completa, cuando dice que el alma es la forma sustancial del
cuerpo. En Sócrates tampoco aparece claramente expuesta lo que Sarri llama la dimensión escatológica de la
concepción del alma, que tiene origen en las doctrinas órficas. En particular, es difícil saber si creía que la
inmortalidad del alma se podía demostrar.
Sería ciertamente extraño que quien habla del alma como lo hace Sócrates no creyese en su inmortalidad, pues
nuestro concepto de alma (que tiene en él su origen) parece ser incompatible con el no ser inmortal. Pero los
dos pasajes claves de los diálogos platónicos plantean serias dudas al respecto. Por un lado, en
la Apología Sócrates parece dudar de qué sucede después de la muerte:
La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de
nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de
morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar [Apología 40c].
Por otra parte, nos crea cierta perplejidad el diálogo Fedón, escrito por Platón en su madurez, narrando las
últimas horas de la vida de Sócrates. Cuando afronta el argumento de la inmortalidad del alma (el más
apropiado para quien está esperando la muerte), Platón ofrece una prueba que está fundada en una doctrina
del propio Platón: la Teoría de las Ideas. La conclusión que surge espontánea es que Platón no conocía ninguna
prueba socrática de la inmortalidad del alma, o al menos que no conocía una que fuera suficientemente
satisfactoria.
Pero todo parece indicar que Sócrates, aunque no pudiese dar una prueba racional que fuese convincente a los
ojos de Platón, creía que el alma es inmortal; o, como dice Reale, que esperaba que lo fuese [Reale 2001:
214]. El pasaje de la Apología mencionado no es una prueba contraria, pues allí trata sólo de argumentar
dialécticamente, mostrando que, en ambos casos, la muerte sería una ganancia, y no tiene por tanto que
temerla. Tampoco lo es el que en su defensa no trate de probar la inmortalidad del alma, pues claramente no
era ése el lugar para hacer una reflexión mostrando sus propias opiniones (los miembros del tribunal eran
personas normales, que no hubieran apreciado disquisiciones filosóficas).
De todos modos, si hubiera tenido ocasión de presentar su pensamiento, probablemente hubiera recordado las
muchas cosas bellas (mezcladas con otras no admisibles) que son recogidas en las religiones tradicionales; y
hubiera reconocido que no sabe «suficientemente sobre las cosas del Hades» [Apología 29b], sin por ello
querer decir que no tuviera razones, e incluso buenas razones, para pensar que el alma es inmortal.
Ética
En el Critón, Platón narra un diálogo de Sócrates con su viejo amigo Critón, ambientado después del proceso,
cuando estaba esperando en la cárcel la ejecución de la condena. Allí se cuenta que el amigo había dispuesto
ya todo para que Sócrates pudiese escapar. Cuando lo comunica a éste, comienza un diálogo sobre si sería o
no justo comportarse de esa manera, en el que Sócrates le recuerda que también en esas difíciles circunstancias
deben reflexionar sobre «si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición
de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor»
[Critón 46b]. Y, por tanto, no dejándose convencer por la opinión de la mayoría, deben continuar convencidos
de que «no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien» [Critón 48b].
De acuerdo con estos principios, a la pregunta de si no le da vergüenza haberse dedicado a una ocupación que
le ha procurado la condena a muerte, el Sócrates platónico responde:
No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta
el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas
y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo [Apología 28b].
Sócrates estaba convencido de que el mayor mal que le podía suceder era cometer una injusticia, no en cambio
el padecerla, y de que, por tanto, no valía la pena cometer una para escapar de la muerte.
Su comportamiento en esta ocasión, que dejó a sus discípulos maravillados, se puede sólo comprender
teniendo en cuanto su visión de lo que es el hombre, qué es lo mejor para el alma y qué es la virtud. Estaba
fundado, en definitiva, en una ética filosófica. No se puede negar a algunos sofistas el mérito de haber
planteado ya algunas de las cuestiones propias de la ética filosófica, pero su finalidad era más bien práctica,
es decir, «la formación de hombres de estado y dirigentes de la vida pública» [Jaeger 1990: 425], y el
escepticismo era una consecuencia casi inevitable de sus doctrinas.
La ética de Sócrates gira en torno a su concepción de la virtud. Por un lado, Sócrates afirma que la felicidad
se encuentra en la virtud. Por otra parte, identifica la virtud con el conocimiento y el vicio con la ignorancia
(con la consecuencia de que, entonces, el pecado resulta siempre involuntario). Estas tesis pueden resultar al
lector un poco extrañas, y por ello tendremos que considerar con detenimiento cuáles son los motivos que
llevan a Sócrates a defenderlas, y cuál es el sentido que les da.
Sócrates cree que la felicidad del hombre está en la virtud, y que no la procuran en cambio el placer, la salud,
la fama, las riquezas, ni ninguno de los otros bienes que muchas veces se consideran la clave de la felicidad.
En el Gorgias platónico, por ello, Sócrates defiende «que el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es
feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado» [Gorgias 470e]. Por lo que parece, no es una tesis que haya
sido probada por el mismo Sócrates, aunque estaba convencido de ello, quizá a causa de su experiencia de
sentirse más feliz después de haber obrado bien, y de ver hasta qué punto pueden cerrarse en sí mismas otras
personas, creando alrededor de ellos una especie de infierno, de soledad, envidias, rencillas y egoísmo.
Esta tesis, de todos modos, debía ser completada con una explicación de qué es la virtud. Es especialmente
importante al respecto el testimonio de Aristóteles, que en varios lugares afirma que para Sócrates la virtud es
conocimiento [Etica a Nicómaco 1144b 18-31; Ética Eudemia 1216b 2-8]; pero tenemos confirmación
también en otras fuentes: los diálogos platónicos de juventud, en los que se definen como conocimiento
diversas virtudes (el valor, la piedad, la sensatez), y los Recuerdos de Jenofonte (III, 9).
Otra tesis, paralela a la que define la virtud como conocimiento (y el vicio como ignorancia), es la
involuntariedad del pecado, recordada en innumerables lugares por Platón, y también por Jenofonte
[Recuerdos, III, 9, 4] y Aristóteles [Etica a Nicómaco 1145b 23-27].
Para valorar estas afirmaciones, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que Sócrates no hablaba de cualquier
tipo de conocimiento: Sócrates no estaba pensando en la ciencia teórica, sino más bien en el arte o técnica;
por tanto, se refería a un conocimiento que incluye el dominio práctico, adquirido después de una rígida
disciplina [Guthrie 1971: 136-37]. Evidentemente, el conocimiento en que consiste la virtud será algo
más importante que el conocimiento propio de la técnica: se trata ahora de poseer «la ciencia de lo que es el
hombre, y de lo que es bueno y útil para el hombre» [Reale 2001: 242]; pero en ambos casos se incluye una
dimensión práctica.
Aunque no pensemos en el sabio despistado que vive en las nubes, sino en quien se preocupa de comprender
todas las implicaciones teóricas y prácticas de sus elecciones, las tesis socráticas siguen siendo para nosotros
difícilmente comprensibles. Las indicaciones siguientes, de todos modos, nos servirán al menos para entender
su sentido.
En primer lugar, no podemos olvidar la gran importancia histórica del intento socrático de fundar la virtud no
sobre las costumbres tradicionales, sino sobre sólidas bases racionales [Reale 2001: 241]. Es verdad, como
dice Sócrates, que la razón debe siempre acompañar la virtud, pues para obrar bien es necesario saber qué es
lo que tenemos que hacer. Y es también evidente que quien elige mal se equivoca siempre, al menos en una
cosa: en creer que lo mejor, para él, en este momento y dadas las circunstancias, es elegir lo que elige. Aunque
pudiese decir, en general, que sabe que está obrando mal, es también verdad que en el momento en que obra
así es como si olvidase que esa acción es mala, y se fijase sólo en sus aspectos positivos (el placer, la utilidad,
etc.). Quien dice saber qué es la virtud, pero no la pone en práctica, en un cierto sentido aún no lo sabe: no se
ha percatado todavía de algunas de sus propiedades o de sus implicaciones; por ejemplo, que procura la
felicidad al hombre y, por tanto, que vale la pena vivirla.
En definitiva, en un cierto sentido esta doctrina socrática es un precedente de la afirmación aristotélica de que
el bien es lo que todos desean, pues «la tesis de que nadie yerra voluntariamente lleva ya implícita la premisa
de que la voluntad se encamina hacia el bien como hacia su telos» [Jaeger 1990: 450].
De todos modos, como ha explicado bien Gómez-Lobo, la identificación de virtud y conocimiento no deja
lugar para la incontinencia:
Esto es lógicamente equivalente a negar la akrasia, la “incontinencia”, es decir, hacer lo que
uno sabe que es malo para uno o dejar de hacer aquello que uno sabe que es bueno para uno.
Como en ciertas ocasiones efectivamente hacemos cosas que son malas para nosotros, la
negación de la incontinencia sólo permite atribuir las opciones equivocadas a la ignorancia del
agente. La persona que hace una elección equivocada lo hace porque no sabe que lo que hace
es malo o que lo que deja de hacer es bueno. Desde este punto de vista, el error en la acción se
reduce a un error intelectual [Gómez-Lobo 1999: 32].
Por eso Aristóteles, tras reconocer que Sócrates indagaba bien al relacionar la virtud con la prudencia y la
razón práctica, le critica el no limitarse simplemente a decir que toda virtud va “acompañada de razón”, y
reducir en cambio la virtud al saber qué es lo que debemos hacer [Etica a Nicómaco 1144b 18-31].
A la tesis socrática, por lo que vemos, le faltan algunos elementos importantes, que manifiestan que no había
desarrollado todavía una teoría completa de la acción moral. Le faltaba, por ejemplo, una clara distinción entre
inteligencia teórica e inteligencia práctica, una explicación detallada de la interacción de la inteligencia y la
voluntad en la elección, una diferenciación satisfactoria de las distintas facultades del alma, y en especial del
papel que juegan los apetitos irascible y concupiscible en la elección. En definitiva, para matizar sus
afirmaciones, Sócrates necesitaba profundizar en la articulación de las diversas facultades propias del hombre.
Pero fue ésta una tarea que no pudo acometer, y que quedaría para sus inmediatos discípulos.
Debemos reconocer, sin embargo, que la acusación de intelectualismo y de no dejar espacio a la noción
de incontinencia pierde parte de su fuerza al examinar la insistencia socrática en que el alma ejerza
el dominio sobre el cuerpo. En esta tesis, en efecto, está presente el dominio de la razón sobre los apetitos; y,
por tanto, está también presente la posibilidad de que los apetitos no sean dominados.
Jaeger ha mostrado que la noción de autodominio, moderación o templanza es de origen socrático, pues «se
presenta simultáneamente en dos discípulos de Sócrates, Jenofonte y Platón, quienes la emplean
frecuentemente, y además, de vez en cuando, en Isócrates» [Jaeger 1990: 432]. La necesidad de
tal dominio tiene una especial importancia en Sócrates, pues en su ética no rechaza simplemente todo aquello
que no sea virtud (entendida como conocimiento), sino que admite un cierto lugar también para los bienes
materiales, la preocupación por el cuerpo, los placeres o la amistad. Sólo con Platón y los platónicos aparece
el desprecio del cuerpo, el hablar de la vida corpórea como de una cárcel de la que hay que escapar, y de la
filosofía como un “ejercicio de muerte” (en cuanto el alma comienza ya a separarse del cuerpo, a través de la
purificación). Esta actitud platónica es, usando la expresión de Guthrie, “no-socrática”.
El incontinente es, según el Sócrates de Jenofonte, el que es «esclavo del estómago y del vino y de los placeres
del sexo, de la fatiga o del sueño» [Recuerdos I, 5, 1], que es «incapaz de controlarse a sí mismo» (I, 5, 2),
«que busca por todos los medios hacer lo más agradable» y por tanto no se diferencia «de la más irracional de
las alimañas» (IV, 5, 11). Al destacar así la necesidad de dominar las propias pasiones, y de no caer prisionero
de ellas, la noción de libertad sufre una radical transformación, pasando de ser un concepto político a aplicarse
también en el ámbito moral, para referirse a «la antítesis de aquel que vive esclavo de sus propios apetitos»
[Jaeger 1990: 434].
Quien se deja guiar por los propios placeres será por tanto esclavo de ellos. Pero esto no conlleva que el
hombre justo, que vive armónicamente el dominio sobre su proprio cuerpo, deba renunciar absolutamente al
placer: son aceptables los placeres “verdaderos y puros”, y que sean compatibles con el pensamiento
[Platón, Filebo 63d-e], y no al contrario aquellos que aprisionan al alma en sus pasiones y le quitan la libertad.
En palabras de Jenofonte: «el dominio de uno mismo es el único [...] que nos permite disfrutar dignamente de
los placeres» [Recuerdos IV, 5, 9]; y, según narra, esto fue algo que el mismo Sócrates logró vivir:
Sólo comía lo necesario para comer a gusto y se dirigía a las comidas dispuesto de tal modo
que el apetito le servía de golosina. En cuanto a la bebida, toda le resultaba agradable, porque
no bebía si no tenía sed. Y si alguna vez le invitaban y se mostraba dispuesto a acudir a una
cena, lo que para la mayoría es más difícil, a saber, evitar llenarse hasta la saciedad, él lo resistía
con la mayor facilidad [Recuerdos I, 3, 5-6].
Sócrates era también consciente de que la fuerte intensidad de los placeres sexuales los hacen especialmente
difíciles de dominar, y ayudó a sus discípulos a dominarlos dándoles oportunos consejos. Según cuenta
Jenofonte, a Critobulo aconseja huir precipitadamente ante las situaciones peligrosas, comparando la persona
deseada con una fierecilla más dañina que la tarántula, pues desde lejos «inocula algo que hace enloquecer»
[Recuerdos I, 3, 13]; y le avisa de los peligros de dejarse arrastrar hacia tales impulsos: «¿No serías al punto
esclavo en vez de libre, derrocharías mucho dinero en placeres funestos, no te quedaría tiempo para pensar en
nada noble y hermoso?» [Recuerdos I, 3, 11].
Nuestras fuentes no nos dan muchos más datos acerca del contenido de la ética socrática; por ejemplo, acerca
de las definiciones de cada una de las virtudes. En los diálogos platónicos de juventud, la tarea de Sócrates es
más bien negativa: criticar las definiciones que otros presentan. Y ni Jenofonte ni Aristóteles nos informan de
modo claro acerca de, por ejemplo, qué es lo que el propio Sócrates entendía por justicia, templanza o piedad.
Pero las indicaciones que nos transmiten son suficientes para dar gran valor a su esfuerzo por fundar la ética:
aunque sólo conozcamos algunos aspectos de ella, tenemos la impresión de que Sócrates pone cada elemento
en su lugar. Al mismo tiempo, el equilibrio entre los diversos elementos parece inestable (por carecer de
buenas bases metafísicas), de modo que se comprende que Sócrates haya podido ser acusado de intelectualista,
hedonista o utilitarista, y que los llamados socráticos menores, creyendo todos ellos interpretar bien al maestro,
hayan podido fundar escuelas éticas de tan diversas tendencias.
Platón2
Aristocles, apodado Platón (de platos, anchura) a causa de sus grandes espaldas, nació en Atenas el 427 a.C.
De familia noble, concibió en su juventud el ejercicio de la política como la actividad adecuada a la que dedicar
su vida: su nacimiento, aptitudes personales y la educación recibida le empujaban en esa dirección. «Antaño,
cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan
pronto como fuera dueño de mis actos» (Carta VII, 324 b). Sin embargo, su larga convivencia con Sócrates y,
sobre todo, la injusta condena a muerte de su maestro cambiaron el rumbo de su vida.
En definitiva: las verdaderas causas de todas las cosas sensibles son mutables por su propia naturaleza, no
pueden cambiar también ellas, o en tal caso no serían las verdaderas causas, no serían las razones últimas y
supremas. El conjunto de las ideas, con los rasgos que acabamos de describir, ha pasado a la historia con el
nombre de «hiperuranio», que se utiliza en el Fedro y que se ha vuelto celebérrimo, si bien no siempre ha sido
entendido de modo correcto. Platón escribe: Este lugar supraceleste (hiperuranio) jamás ha sido cantado ni
será cantado dignamente por los poetas de aquí abajo. Es así, empero, porque hay que tener el coraje de decir
la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad. En realidad, la substancia (la realidad, el ser, es decir, las
ideas) es la que realmente es, carente de color, sin figura e intangible, y que sólo puede ser contemplada por
el timonel del alma, por el intelecto, y es el objeto propio del género de la verdadera ciencia, que ocupa este
lugar. Porque el pensamiento de un dios se nutre de intelecto y de ciencia pura, también el de toda alma que
se proponga acoger todo aquello que le corresponda, una vez que ha atisbado el ser, se regocija por ello y al
contemplar la verdad se alimenta de ésta y se fortalece, hasta el momento en que la rotación circular la vuelve
a conducir al mismo punto. Durante esta evolución contempla la justicia en sí, contempla la sabiduría,
contempla la ciencia, no aquella a la que está vinculado el devenir, ni aquella que es mudable porque se halla
en los distintos objetos que llamamos entes, sino aquella que es realmente ciencia del objeto que es realmente
ser. Y después de haber contemplado del mismo modo las demás entidades reales y de haberse saciado de
ellas, se sumerge otra vez en el interior del cielo y vuelve a casa. Hay que advertir que «lugar hiperuranio»
significa «lugar sobre el cielo» o «sobre el cosmos físico» y, por tanto, se trata de una representación mítica
2
YARZA DE LA SIERRA, Ignacio, Platón, en FERNÁNDEZ LABASTIDA, Francisco – MERCADO, Juan Andrés (editores), Philosophica:
Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2008/voces/platon/Platon.html
3
Kraut, Richard, "Plato", The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Fall 2017 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL =
<https://plato.stanford.edu/archives/fall2017/entries/plato/>.
de una imagen que —si se entienden adecuadamente— indican un lugar que no es en absoluto un lugar. En
realidad, a continuación las ideas se describen como poseedoras de rasgos que no tienen nada que ver con un
lugar físico (carecen de figura y de color, son intangibles, etc.). En consecuencia, lo supraceleste constituye la
imagen del mundo no espacial de lo inteligible (perteneciente al género del ser suprafísico). Platón subraya
con precisión que este lugar supraceleste y las ideas que en él se encuentran «sólo son captados por la parte
más elevada del alma», es decir, por la inteligencia y sólo por ésta. En definitiva, lo supraceleste es la meta a
la que conduce la segunda navegación.
A modo de conclusión, mediante su teoría de las ideas Platón ha pretendido afirmar lo siguiente: Lo sensible
sólo se explica apelando a la dimensión de lo suprasensible, y lo relativo exige recurrir a lo absoluto, lo móvil
a lo inmóvil, y lo corruptible a lo eterno.
Hemos hablado hasta ahora del mundo de lo inteligible, de su estructura y del modo en que se refleja sobre lo
sensible. Nos queda por examinar la forma en que el hombre puede acceder cognoscitivamente a lo inteligible.
De alguna manera, todos los filósofos precedentes habían discutido el problema del conocimiento, pero no
puede afirmarse que algunos de ellos lo hayan planteado de forma específica y definitiva. Platón es el primero
que lo expone en toda su claridad, gracias a los avances vinculados estructuralmente con el gran
descubrimiento del mundo inteligible, aunque, como es obvio, las soluciones que proponen siguen siendo en
gran medida aporéticas. En el Menón se halla la primera respuesta al problema del conocimiento. Los erísticos
habían tratado de bloquear la cuestión de una forma capciosa, afirmando que la investigación y el
conocimiento son algo imposible. No se puede buscar ni conocer aquello que todavía no se conoce, porque
aun en el caso de que fuese hallado no podría ser reconocido, al carecer del instrumento necesario para efectuar
el reconocimiento. Tampoco es posible buscar aquello que ya se conoce, precisamente porque ya es conocido.
Precisamente para superar tal aporía, Platón halla un camino novísimo: el conocimiento es anamnesis, esto es
una forma de recuerdo, un reemerger de algo que existe desde siempre, en la interioridad de nuestra alma.
El Menón enuncia la doctrina desde un doble punto de vista: mítico y dialéctico. Es preciso examinar a ambos,
para no arriesgarse a traicionar el pensamiento platónico.
El primer punto de vista, de carácter mítico-religioso, se relaciona con las doctrinas órfico-pitagóricas, según
las cuales—como ya es sabido— el alma es inmortal y renace en diversas ocasiones.
Por lo tanto el alma ha contemplado y ha conocido toda la realidad, la realidad del más allá y la realidad de
este mundo. Debido a ello, concluye Platón, es fácil de comprender cómo puede conocer y aprender el alma.
Lo único que debe hacer es extraer de sí misma la verdad que posee substancialmente y que posee desde
siempre: «extraer de sí misma» es un recordar. Sin embargo, inmediatamente después, en el mismo Menón,
las partes se invierten de modo absoluto: lo que era conclusión se convierte en interpretación filosófica de un
dato de hecho, experimentado y comprobado. En cambio, lo que antes era suposición mitológica con funciones
de fundamento se transforma en conclusión. Después de la exposición mitológica, Platón realiza un
experimento mayéutico. Interroga a un esclavo, que no sabe geometría, y consigue que solucione —
limitándose a interrogarle socráticamente— un complejo problema geométrico (que implica, en esencia, el
conocimiento del teorema de Pitágoras).
En consecuencia argumenta entonces Platón, puesto que el esclavo no había aprendido geometría con
anterioridad y puesto que ninguno le había transmitido la solución, dado que él la ha obtenido por su cuenta,
no cabe concluir más que la ha extraído del interior de sí mismo, de su propia alma. En otras palabras, que se
ha acordado de ella. Aquí, como resulta evidente, la base de la argumentación no es un mito, sino una
constatación de hecho: el esclavo, como cualquier otro hombre, puede extraer y obtener de sí mismo verdades
que antes no conocía y que nadie le ha enseñado. Los estudiosos han escrito a menudo que la doctrina de la
anamnesis surgió en Platón debido a influjos órfico-pitagóricos. Sin embargo, una vez expuesto lo anterior, se
aprecia con claridad que en la génesis de esta doctrina tuvo un peso similar, por lo menos, la mayéutica
socrática. Es evidente que para lograr que surja mayéuticamente la verdad desde el alma, dicha verdad debe
permanecer en el alma. La doctrina de la anamnesis viene a presentarse, por tanto, no sólo como corolario de
la doctrina órfico-pitagórica de la metempsicosis, sino también como una justificación y una aseveración de
la posibilidad misma de la mayéutica socrática. Una comprobación ulterior de la anamnesis nos la proporciona
Platón en el Fedón, en referencia sobre todo a los conocimientos matemáticos (de enorme importancia para
determinar el descubrimiento de lo inteligible).
En resumen, Platón expone la siguiente argumentación. Gracias a los sentidos, constatamos la existencia de
cosas iguales, mayores o menores, cuadradas y circulares, y otras cosas análogas. Mediante una atenta
reflexión, empero, descubrimos que los datos que nos ofrece la experiencia — todos los datos, sin excepción
alguna— jamás se ajustan de un modo exacto a las nociones correspondientes que, no obstante, poseemos de
manera indiscutible. Ninguna cosa sensible es, en ningún caso, perfecta y absolutamente cuadrada o circular,
y sin embargo nosotros poseemos estas nociones de igualdad, de cuadrado y de círculos absolutamente
perfectos. Entonces es preciso concluir que existe un desnivel entre los datos de la experiencia y las nociones
que poseemos nosotros: estas últimas contienen un elemento adicional, en comparación con aquellos datos.
¿De dónde procede este plus? como se ha visto, no procede ni puede proceder estructuralmente de los sentidos,
es decir, desde fuera. No cabe otra conclusión que reconocer que procede de nuestro interior. Sin embargo, no
puede venir de nuestro interior como creación del sujeto pensante: éste no crea dicho plus, lo halla y lo
descubre. Tal plus se impone al sujeto de un modo objetivo, con independencia de cualquier poder que posea
el sujeto mismo, de una manera absoluta.
Por lo tanto, los sentidos sólo nos dan conocimientos imperfectos; aprovechando estos datos, ahondando y
casi replegándose sobre sí misma, adentrándose en su interior, nuestra mente (nuestro intelecto) encuentra los
correspondientes conocimientos perfectos. Y puesto que no los produce, sólo podemos inferir que los halla en
sí misma y los obtiene por sí misma, como si fuesen una posesión originaria, recordándolos. Platón insiste en
el mismo razonamiento a propósito de las diversas nociones estéticas y éticas (hermoso, justo, bueno, santo,
etc.) que, debido a ese plus que poseen con respecto a la experiencia sensorial, no pueden explicarse más que
como una posesión originaria y pura de nuestra alma, es decir, como reminiscencia. Ésta supone, de modo
estructural, una impronta que la Idea deja en el alma, una originaria visión metafísica del mundo ideal que
permanezca siempre, aunque velada, en el alma de cada uno de nosotros. En el Fedro, así como en el Timeo
posterior, Platón mantuvo esta doctrina y la reafirmó una vez más.
Algún estudioso ha reconocido en la reminiscencia de las ideas el primer descubrimiento occidental del a
priori. Una vez aclarado que no se trata de una fórmula platónica, puede utilizarse sin duda tal expresión, a
condición de que por ella no se entienda un a priori de tipo subjetivistakantiano, sino un a priori objetivo.
Las ideas son realidades objetivas absolutas que, mediante la anamnesis, se imponen como objeto de la mente.
Puesto que la mente a través de la reminiscencia capta las ideas pero no las produce, ya que las capta con
independencia de la experiencia (si bien con ayuda de la experiencia, en la medida en que debemos contemplar
las cosas sensibles iguales para recordar lo Igual en sí mismo, y así sucesivamente), es plausible hablar de
descubrimiento del a priori (es decir de la presencia en el hombre de conocimientos puros, con independencia
de la experiencia) o de primera concepción del a priori en la historia de la filosofía occidental.
La anamnesis explica la raíz o la posibilidad del conocimiento, porque explica que el conocer se hace posible
en la medida en que tenemos en nuestra alma una intuición originaria de lo verdadero. Deben determinarse
posteriomente las fases y los modos específicos del conocer, cosa que Platón realizó en la República y en los
diálogos dialécticos. En la República Platón parte desde el principio según el cual el conocimiento es
proporcional al ser, de modo que sólo lo que es máximamente ser resulta perfectamente cognoscible, mientras
que el no-ser es absolutamente incognoscible. Dado que existe una realidad intermedia entre el ser y el no-ser,
esto es, lo sensible —que es una mezcla de ser y no-ser, porque está sujeto al devenir— Platón concluye
entonces que existe un conocimiento intermedio entre ciencia e ignorancia, un conocimiento que no es
conocimiento propiamente dicho y que se llama «opinión» (doxá). No obstante, para Platón la opinión es casi
siempre falaz. También puede ser veraz y correcta, pero jamás puede poseer en su interior la garantía de la
propia corrección. Siempre sigue siendo lábil, al igual que es lábil el mundo sensible al que hace referencia.
Según afirma Platón en el Menón, para otorgar un fundamento a la opinión sería preciso vincularla con el
conocimiento causal, es decir, consolidarla mediante el conocimiento de la causa (de la idea). Entonces, sin
embargo, dejaría de ser una opinión y se transformaría en ciencia, o episteme. Platón, empero, especifica más
adelante que tanto la opinión (doxa) como la ciencia (episteme) poseen dos grados distintos. La opinión se
divide en la mera imaginación (eikasia) y en creencia (pistis), mientras que la ciencia se divide en
conocimiento medio (dianoia) y en pura intelección (noesis). De acuerdo con el principio antes enunciado,
cada grado y forma de conocimiento posee una forma y un grado correspondientes de realidad y de ser. La
eikasia y la pistis se corresponden con dos grados de lo sensible: la primera se refiere a las sombras y a las
imágenes sensibles de las cosas, y la segunda, a las cosas y a los objetos sensibles en sí mismos. La dianoia
y la noesis hacen referencia a dos grados de lo inteligible o, según algunos expertos, a dos modos de captar lo
inteligible. La dianoia (conocimiento medio, según una traducción bastante oportuna) sigue estando
relacionada con elementos visuales (por ejemplo, las figuras que se dibujan durante las demostraciones
geométricas) y con hipótesis; la noesis es una captación pura de las ideas y del principio supremo y absoluto
del cual dependen todas (es decir, la Idea del Bien).
Mientras tengamos cuerpo, estamos muertos, porque somos fundamentalmente nuestra alma, y el alma
mientras se halle en un cuerpo está como en una tumba y por lo tanto insensibilizada. Nuestra muerte corporal
en cambio es vivir, porque al morir el cuerpo el alma se libera de la cárcel. El cuerpo es la raíz de todo mal,
es origen de amores alocados, pasiones, enemistades, discordias, ignorancia y demencia: precisamente, todo
esto es lo que lleva la muerte al alma. Esta concepción negativa del cuerpo se atenúa en cierta medida en las
últimas obras de Platón, pero jamás desaparece del todo. Una vez dicho esto, es necesario además advertir que
la ética platónica sólo en parte se halla condicionada por este dualismo extremo. De hecho sus teoremas y sus
corolarios de fondo se apoyan más sobre la distinción metafísica de alma (ente afín a lo inteligible) y cuerpo
(ente sensible) que sobre la contraposición mistérico-filosófica entre alma (demonio) y cuerpo (tumba y
cárcel). De esta última proceden las formulaciones extremistas y la paradójica exageración de algunos
principios, que en cualquier caso son válidos en el contexto platónico, incluso en el plano puramente
ontològico. En definitiva, la segunda navegación sigue constituyendo el verdadero fundamento de la ética
platónica.
La primera paradoja ha sido desarrollada sobre todo en el Fedón. El alma debe tratar de huir lo más posible
del cuerpo y por ello el verdadero filósofo desea la muerte, y la verdadera filosofía es un ensayo de muerte.
El sentido de esta paradoja se nos presenta con mucha claridad. La muerte es un episodio que, desde un punto
de vista ontologico, únicamente hace referencia al cuerpo. No sólo no perjudica al alma, sino que le acarrea
un gran beneficio, al permitirle una vida más verdadera, una vida completamente recogida en sí misma, sin
obstáculos ni velos y plenamente unida a lo inteligible. Esto significa que la muerte del cuerpo inaugura la
auténtica vida del alma. Por tanto al invertir la formulación de la paradoja no se cambia su sentido, sino que
se especifica mejor: el filósofo es aquel que desea la vida verdadera (la muerte del cuerpo), y la filosofía es
un ejercitarse en la verdadera vida, la vida en la pura dimensión del espíritu. La huida del cuerpo es el
reencuentro con el espíritu.
También se hace evidente el significado de la segunda paradoja, la huida del mundo. Por lo demás Platón nos
lo desvela de modo muy explícito, explicándonos que huir del mundo significa transformarse en virtuoso y
tratar de asemejarse a Dios: «El mal no puede desaparecer, porque siempre tiene que haber algo opuesto y
contrario al bien; tampoco puede hallar cobijo entre los dioses, sino que debe por necesidad merodear sobre
esta tierra y alrededor de nuestra naturaleza mortal. Por esto nos conviene disponernos a huir de aquí con la
máxima celeridad, para subir más arriba.
Y este huir es un asemejarse a Dios en aquello que le es posible a un hombre; y asemejarse a Dios es adquirir
justicia y santidad y, al mismo tiempo, sabiduría.». Como se ve, ambas paradojas tienen idéntico significado:
huir del cuerpo quiere decir huir del mal del cuerpo, a través de la virtud y el conocimiento; huir del mundo
quiere decir huir del mal del mundo, también a través de la virtud y el conocimiento; lograr virtud y
conocimiento quiere decir hacerse semejantes a Dios, que, como se afirma en las Leyes, es medida de todas
las cosas.
Por tanto, conociendo es como el alma se cuida, se purifica, se convierte y se eleva. En esto reside la verdadera
virtud. Esta tesis no sólo se expone en el Fedón, sino también en los libros centrales de la República: la
dialéctica es una liberación de las servidumbres y las cadenas de lo sensible, es una conversión desde el devenir
hasta el ser, es una iniciación al Bien supremo. Por lo tanto con toda justicia ha podido escribir W. Jaeger a
este respecto: «Cuando se plantee el problema, no ya del fenómeno de la conversión como tal, sino del origen
de la noción cristiana de conversión, hay que reconocer en Platón al primer autor de este concepto.»
En los diálogos anteriores al Timeo, las almas parecían carecer de final y de nacimiento. En cambio, en el
Timeo son engendradas por el Demiurgo, con la misma substancia con la que ha sido hecha el alma del mundo
(compuesta de esencia, de identidad y de diversidad).
Por tanto, se originan mediante un nacimiento pero, por peculiar disposición divina, no están sujetas a la
muerte, al igual que no está sujeto a la muerte nada de lo que ha sido producido directamente por el Demiurgo.
Las diversas pruebas que proporciona Platón nos ofrecen un factor común: la existencia y la inmortalidad del
alma únicamente tienen sentido si se admite que hay un ser metaempírico; el alma constituye la dimensión
inteligible y metaempírica —y, por ello, incorruptible— del hombre. Con Platón, el hombre descubre que
posee dos dimensiones. Y tal adquisición será irreversible, porque incluso aquellos que nieguen una de las dos
dimensiones, otorgarán a la dimensión física —la única a la que le conceden existencia— un significado por
completo distinto al que tenía cuando se ignoraba la dimensión espiritual.
Según Platón, «a la estirpe de los dioses no puede agregarse quien no haya cultivado la filosofía y no haya
abandonado con toda pureza su cuerpo, sino que solamente se le concede a aquel que ha sido amante del
saber». No obstante en la República Platón menciona un segundo tipo de reencarnación del alma muy distinto
del anterior. Existe un número limitado de almas, de modo que si en el más allá todas recibiesen un premio o
un castigo eternos, llegaría un momento en el que no quedaría ninguna sobre la tierra. Debido a este motivo
evidente, Platón considera que el premio y el castigo ultraterrenos, después de haber vivido en este mundo,
deben tener una duración limitada y un plazo establecido. Puesto que una vida terrenal dura cien años como
máximo, Platón — obviamente influido por la mística pitagórica del número diez— considera que la vida
ultraterrena debe durar diez veces cien años, esto es, mil años (en el caso de las almas que han cometido
crímenes enormes e irredimibles, el castigo continúa más allá del milésimo año). Una vez transcurrido este
ciclo, las almas deben volver a encarnarse.
En el mito del Fedro, si bien con diferencias de modalidad y de ciclos de tiempo, se manifiestan ideas análogas,
de las que se infiere que las almas recaen cíclicamente en los cuerpos y más tarde se elevan al cielo.Nos
encontramos, pues, ante un ciclo individual de reencarnaciones, vinculado a los avatares del individuo, y ante
un ciclo cósmico, que es el ciclo del milenio.
Mitos platónicos
El mito del carro alado (Antropología)4.
En el Fedro Platón propuso otra visión del más allá, aún más complicada. Los motivos hay que atribuirlos
4
Platón Fedro, 246a y ss. Trad. de Emilio Lledó Iñigo. Gredos, MAdrid, 1986. pp.344y ss.
probablemente al hecho de que ninguno de los mitos examinados hasta ahora explica la causa del descenso
de las almas hasta los cuerpos, la vida inicial de las almas y las razones de su afinidad con lo divino.
Originariamente, el alma estaba próxima a los dioses y en compañía de éstos vivía una vida divina. Debido
a una culpa, cayó a un cuerpo sobre la tierra. El alma es como un carro alado tirado por dos caballos y
conducido por un auriga. Los dos caballos de los dioses son igualmente buenos, pero los dos caballos de las
almas humanas pertenecen a razas distintas: uno es bueno, el otro malo, y se hace difícil conducirlos. El
auriga simboliza la razón, los dos caballos representan las partes alógicas del alma, es decir, la concupiscible
y la irascible, sobre las que volveremos más adelante. Algunos creen, sin embargo, que auriga y caballos
simbolizan los tres elementos con que el Demiurgo, según el Timeo, ha forjado el alma. Las almas forman el
séquito de los dioses, volando por los caminos celestiales, y su meta consiste en llegar periódicamente junto
con los dioses hasta la cumbre del cielo, para contemplar lo que está más allá del cielo: lo supraceleste (el
mundo de las ideas) o, como dice también Platón, la Llanura de la verdad. No obstante, a diferencia de lo
que sucede con los dioses, para nuestras almas resulta una empresa ardua el llegar a contemplar el Ser que
está más allá del cielo y el lograr apacentarse en la Llanura de la verdad, sobre todo por causa del caballo
de raza malvada, que tira hacia abajo. Por ello, ocurre que algunas almas llegan a contemplar el Ser, o por
lo menos una parte de él, y debido a esto continúan viviendo junto con los dioses. En cambio, otras almas no
llegan a alcanzar la Llanura de la verdad: se amontonan, se apiñan y, sin lograr ascender por la cuesta que
conduce hasta la cumbre del cielo, chocan entre sí y se pisotean. Se inicia una riña, en la que se rompen las
alas, y al perder su capacidad de sustentación, estas almas caen a la tierra.
Mientras el alma logra contemplar el Ser y verse apacentada en la Llanura de la verdad, no cae a la tierra y,
ciclo tras ciclo, continúa viviendo en compañía de los dioses y de los demonios. La vida humana a la que da
origen el alma al caer, resulta moralmente más perfecta en la medida en que haya contemplado más la verdad
en lo supraceleste y será menos perfecta moralmente si es que ha contemplado menos. Al morir el cuerpo, es
juzgada el alma, y durante un milenio —como sabemos a través de la República— gozará de su premio o
sufrirá penas, de acuerdo con los méritos o deméritos de su vida terrena. Después del milésimo año, volverá
a reencarnarse. Con respecto a la República, sin embargo, en el Fedro aparece una novedad ulterior. Pasados
diez mil años, todas las almas recuperan sus alas y regresan a la compañía de los dioses. Aquellas almas que
durante tres vidas consecutivas hayan vivido de acuerdo con la filosofía, constituyen una excepción y
disfrutan de una suerte privilegiada: recuperar las alas después de tres mil años. Por lo tanto, no hay duda
de que en el Fedro el lugar en que las almas viven junto con los dioses (y al que retornan a los diez mil años)
y el lugar en el que gozan del premio milenario, después de cada existencia vivida, son dos sitios distintos.
6
Platón, (1989). El banquete. Introducción de Carlos García Gual; traducción y notas de Fernando García Romero. Alianza
Editorial. Madrid.