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UNIVERSIDAD CENTRAL DEL ECUADOR FACULTAD DE CIENCIAS PSICOLÓGICAS

CARRERA DE LICENCIATURA EN PSICOLOGÍA


Dr. Frank Bolívar Viteri Bazante Ph.D.
COMPENDIO DE EPISTEMOLOGÍA CENTRADA EN EL SUJETO. QUITO – ECUADOR.

Sócrates1
La filosofía socrática
Toda la actividad de Sócrates como educador de jóvenes, y su pensamiento ético y político, se comprenden
sólo desde su peculiar visión sobre qué es el hombre, cuáles son su naturaleza y fin. Que su modo de
comportarse y de educar fuese radicalmente distinto del de los sofistas, se debía precisamente a que Sócrates
tenía una nueva concepción de lo que el hombre es. En él no se da todavía una antropología desarrollada, pero
aparece por primera vez uno de los elementos fundamentales de ella: la noción de alma.

El alma
En su estudio sobre Sócrates y el nacimiento de la concepción occidental del alma, Sarri ha señalado que
quien hoy día acepta o niega esta noción, entiende por ‘alma’ un principio vital que es al mismo tiempo
nuestra conciencia personal y origen de nuestro pensamiento; una sustancia espiritual que se contrapone al
cuerpo (dimensión ontológica), que permanece después de la muerte y que merece un premio o castigo,
según se haya comportado en vida (dimensión escatológica) [Sarri 1997: 7-8].
Este concepto de alma, difundido después por el cristianismo, tiene su origen en el mundo griego. Las diversas
dimensiones que lo componen fueron apareciendo poco a poco, desde Homero hasta Aristóteles. La tesis de
Sarri, que refleja las precedentes investigaciones de Burnet y Taylor, es que el punto de inflexión en el
desarrollo de esa noción es el pensamiento de Sócrates.
En su origen, la expresión existía con un significado bastante diverso: era algo que puede abandonar el cuerpo
temporalmente (como en el caso del desmayo), no tiene consistencia y no es el sujeto de la inteligencia [Burnet
1990: 29-30].
Más tarde, gracias al orfismo y a las investigaciones naturalistas de los filósofos jónicos, el concepto de alma
recibe importantes modificaciones. El orfismo, en efecto, insiste en la necesidad de purificar el alma. Pero
para ellos el alma no era, como para nosotros, algo que se identifica con la personalidad y el yo, sino «un
extraño del otro mundo que habita en nosotros por cierto tiempo» [Burnet 1990: 48-49], que nada tiene que
ver con el carácter propio del individuo. Por tanto, cuando hablan de purificación, dan a esta expresión un
sentido peculiar: cada alma es un dios caído, que a través de la purificación puede volver a ocupar el lugar
que le corresponde [Burnet 1990: 35]. Y al hablar de inmortalidad no se refieren a una inmortalidad personal,
sino a algo que está en el hombre mientras éste vive [Sarri 1997: 258].
Por su parte, las escuelas jónicas identifican por primera vez el alma con la conciencia, y la asocian con la
inteligencia. Pero estas doctrinas, que por otra parte no habían penetrado en la cultura ateniense, no se interesan
por el carácter individual del alma y no sacan las consecuencias éticas, sino que simplemente la consideran,
desde una perspectiva cosmológica, como una porción de aire [Burnet 1990: 37].
Burnet y Taylor habían señalado ya que la doctrina del alma era de Sócrates, usando el criterio explicado: al
estudiar primero qué se entendía por alma antes de Sócrates, muestran que nadie la había identificado con la
conciencia personal ni la había hecho sujeto de la inteligencia y la voluntad. Al analizar después las doctrinas
que aparecen en sus principales discípulos (Platón, Jenofonte, Isócrates y los llamados socráticos menores),
se comprueba en cambio que ésta es ya una doctrina pacíficamente asumida por ellos, y, por tanto, que ha de
tener su origen en el pensamiento de Sócrates.
No hay que pensar, de todos modos, que en Sócrates se da una plena identificación del hombre con el alma,
con el consiguiente menosprecio del cuerpo y el deseo de separarse de él (purificarse). Tal identificación y las
consecuencias que de ella derivan, serán más bien doctrinas platónicas, fundadas sobre una concepción
metafísica del alma, que faltaba en Sócrates. Por ello, en este caso el mejor testimonio es Jenofonte, que
manifiesta con claridad el modo moderado en que Sócrates se ocupaba también de su cuerpo, y enseñaba a
otros a hacerlo: «nunca descuidó su cuerpo, y reprochaba su descuido a los que se abandonaban» [Recuerdos I,
2, 4]; y en otro lugar concreta mejor este cuidado:
Insistía mucho a sus seguidores en el cuidado de la salud, haciéndoles aprender de los
entendidos cuanto era posible, prestando cada uno atención a sí mismo durante toda su vida

1
PÉREZ DE LABORDA, M., Sócrates, en FERNÁNDEZ LABASTIDA, F. – MERCADO, J. A. (editores), Philosophica: Enciclopedia
filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2006/voces/socrates/Socrates.html
sobre qué alimento, qué bebida, qué clase de trabajo le convenía, y qué uso debía hacer de ello
para conservarse sano [Recuerdos IV, 7, 9].
Este pasaje podría hacernos pensar que Sócrates era un hedonista, siempre preocupado en sus placeres. Pero
debemos recordar que él afirma la superioridad del alma respecto al cuerpo; una tesis probablemente no
demostrada por Sócrates, sino asumida como algo evidente [Jaeger 1990: 416], pero que tiene como
consecuencia inmediata que es más necesario cuidar el alma que cuidar el cuerpo. La gran originalidad de
Sócrates está, en efecto, en «combinar la doctrina órfica de la purificación del alma caída con la teoría
científica del alma como la conciencia vigilante» [Burnet 1990: 46]. La noción de purificación, por tanto, no
era ya entendida como el cuidado que los órficos «reclamaban para el dios caído que los hombres albergan en
su interior» [Burnet 1990: 46], sino del alma individual propia de cada hombre.
Las reflexiones socráticas acerca del alma tuvieron una extraordinaria importancia en la historia de la filosofía,
a pesar de que Sócrates mismo no había considerado todas sus exigencias e implicaciones, pues estaba
interesado sobre todo en sus consecuencias éticas. La tarea de fundar la noción de alma sobre bases
metafísicas, determinando qué es (si es una substancia, si es separable del cuerpo), será emprendida por Platón,
y encontrará en Aristóteles su respuesta más completa, cuando dice que el alma es la forma sustancial del
cuerpo. En Sócrates tampoco aparece claramente expuesta lo que Sarri llama la dimensión escatológica de la
concepción del alma, que tiene origen en las doctrinas órficas. En particular, es difícil saber si creía que la
inmortalidad del alma se podía demostrar.
Sería ciertamente extraño que quien habla del alma como lo hace Sócrates no creyese en su inmortalidad, pues
nuestro concepto de alma (que tiene en él su origen) parece ser incompatible con el no ser inmortal. Pero los
dos pasajes claves de los diálogos platónicos plantean serias dudas al respecto. Por un lado, en
la Apología Sócrates parece dudar de qué sucede después de la muerte:
La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de
nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de
morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar [Apología 40c].
Por otra parte, nos crea cierta perplejidad el diálogo Fedón, escrito por Platón en su madurez, narrando las
últimas horas de la vida de Sócrates. Cuando afronta el argumento de la inmortalidad del alma (el más
apropiado para quien está esperando la muerte), Platón ofrece una prueba que está fundada en una doctrina
del propio Platón: la Teoría de las Ideas. La conclusión que surge espontánea es que Platón no conocía ninguna
prueba socrática de la inmortalidad del alma, o al menos que no conocía una que fuera suficientemente
satisfactoria.
Pero todo parece indicar que Sócrates, aunque no pudiese dar una prueba racional que fuese convincente a los
ojos de Platón, creía que el alma es inmortal; o, como dice Reale, que esperaba que lo fuese [Reale 2001:
214]. El pasaje de la Apología mencionado no es una prueba contraria, pues allí trata sólo de argumentar
dialécticamente, mostrando que, en ambos casos, la muerte sería una ganancia, y no tiene por tanto que
temerla. Tampoco lo es el que en su defensa no trate de probar la inmortalidad del alma, pues claramente no
era ése el lugar para hacer una reflexión mostrando sus propias opiniones (los miembros del tribunal eran
personas normales, que no hubieran apreciado disquisiciones filosóficas).
De todos modos, si hubiera tenido ocasión de presentar su pensamiento, probablemente hubiera recordado las
muchas cosas bellas (mezcladas con otras no admisibles) que son recogidas en las religiones tradicionales; y
hubiera reconocido que no sabe «suficientemente sobre las cosas del Hades» [Apología 29b], sin por ello
querer decir que no tuviera razones, e incluso buenas razones, para pensar que el alma es inmortal.

El diálogo como modo de filosofar


Una de las acusaciones más antiguas contra Sócrates lo presenta como uno más entre los sofistas: Sócrates,
según dice Aristófanes, enseña a «sostener ideas contrarias a las justas, [y hace] capaz de vencer a todos los
que en su camino se crucen, aunque argumente con bellaquerías» [Las Nubes 1315-20]. Años después,
Sócrates comenzará su Apología señalando que le había producido extrañeza que el discurso de acusación
hubiese precavido a los miembros del tribunal del peligro de ser engañados por la habilidad retórica de
Sócrates, e indicando que una de las acusaciones contra él, que no estaba presente en la formulación oficial,
era que enseña a «hacer más fuerte el argumento más débil» [Apología 18b]. Tantos años después de Las
Nubes, muchos seguían confundiendo a Sócrates con los sofistas.
Es verdad que, como ellos, también Sócrates daba gran importancia al conocimiento de las grandes
capacidades del lenguaje; y que también por fuera se parecían: conversaba frecuentemente con algunos de
ellos, tocaba temas similares (la virtud, la ley) y reunía en torno a sí muchos jóvenes, de cuya formación se
preocupaba. Pero quien se fijaba bien podía entrever la radical diferencia que había entre ellos. Una señal, que
Sócrates hace presente en su defensa, es que él no cobraba dinero a cambio de las enseñanzas [Apología 31b-
c].
La sofística es ciertamente un movimiento muy amplio, que resulta difícil caracterizar en pocos rasgos. Pero
cuando se habla de ella en contraposición a Sócrates, se pueden considerar como rasgos propios el relativismo
y escepticismo, y una desmesuraba preocupación por aprender a engañar o a convencer. Lo que intentaba
Sócrates con sus conversaciones era algo bien diverso.
Por lo que sabemos, Sócrates era una persona de gran inteligencia y de extraordinaria capacidad de reflexión
(son paradigmáticos al respecto los dos episodios narrados por Platón en el Banquete, 175a-b y 220c-d); y era
también grande su amor al diálogo, como el mismo Platón nos cuenta: no le gustaba dejar a mitad sus
conversaciones [Protágoras 314c], hacía todo lo posible por intentar hablar con interlocutores interesantes;
no le gustaba salir de la ciudad, porque más que de los campos y de los árboles, era de los hombres de quienes
creía poder aprender [Fedro230d]. El Sócrates platónico llega incluso a definirse como un «maniático de
escuchar discursos» [Fedro 228b].
El diálogo no es considerado por él simplemente como el mejor modo de convencer a otros: como veremos,
es a través de él como desarrolla su tarea educativa; y, asimismo, considerar las respuestas a todas las posibles
objeciones (cosa que en cierta medida puede hacerse también en la soledad, sin necesidad de un interlocutor)
es para Sócrates el mejor modo de pensar.
La forma de las conversaciones en las que participaba era bastante peculiar, a juzgar por las que recogen (sin
pretender ser transcripciones literales) sus discípulos Platón y Jenofonte, que reflejan la forma de conversar
del propio Sócrates. En ellas no pretende enseñar, pues Sócrates no se considera alguien a quien los demás
hayan de creer, fuente de un conocimiento definitivo sobre cómo se debe actuar. Él puede sólo ayudar a otros
a descubrir por sí mismos la racionalidad o irracionalidad de un determinado modo de actuar. No podemos
ciertamente negar que Sócrates tuviese previamente una cierta opinión acerca de las cuestiones tratadas (a
pesar de su declaración de no saber nada). Pero está claro que Sócrates cree que manifestar su opinión no es
el mejor modo de ayudar a los demás: es más eficaz que lo descubran por sí mismos, con su colaboración. No
quiere simplemente dar soluciones, prefiere ayudar a encontrarlas.
El diálogo es para ello el método ideal. A través de las preguntas y respuestas se juzgan las propias opiniones,
se plantean dudas, aparecen nuevas cuestiones todavía no tenidas en cuenta, se resuelven objeciones.
Pero no hay que olvidar que el contexto en el que aparece el diálogo es el vivir filosofando, es decir, examinar
la propia alma y las almas de los demás, para ver si poseen las virtudes. Para ello, será necesario saber qué
son éstas, y, por tanto, el objetivo de muchos diálogos será la búsqueda de la definición de una virtud. El
testimonio de Aristóteles es a este respecto muy claro, cuando afirma [Met 1078b 17-32] que Sócrates,
interesándose por las virtudes éticas, buscó sus definiciones para conocer sus esencias, y que el método
socrático para formular tales definiciones consistía en examinar primero los casos particulares, decidiendo
cuándo se puede aplicar la expresión de la que se busca la definición, y posteriormente discernir cuáles son
las propiedades presentes en cada uno de los casos: ése será el modo de dejar de lado las propiedades
accidentales y centrarse sólo en las esenciales [Guthrie 1971: 112-13].
Otro testimonio coherente con el de Aristóteles es Jenofonte. En algunos de sus escritos encontramos a
Sócrates tratando de dar definiciones de virtudes. También subraya la importancia que tenía para Sócrates el
«examinar el concepto de cada cosa» [Recuerdos IV, 6, 1], y pone después algunos ejemplos de cómo con sus
diálogos trataba de formular definiciones.
El testimonio de Platón, por el contrario, parece ser opuesto. Es cierto que el Sócrates de los primeros diálogos
platónicos discute definiciones de algunas virtudes, como el valor (Laques), la piedad (Eutifrón), la amistad
(Lisis), la sensatez (Cármides) o, en general, de la propia virtud (Protágoras). Pero leyendo esos diálogos
platónicos tenemos la sensación de que ninguno «llega al resultado de definir realmente el concepto moral que
en él se investiga» [Jaeger 1990: 444], pues intentan sólo rebatir las definiciones propuestas por los
interlocutores, enseñándoles así que están todavía llenos de ignorancia.
A causa de ello, han sido muchos los estudiosos que han negado las opiniones de Jenofonte y Aristóteles, que
afirman que Sócrates intentaba encontrar definiciones de las virtudes.
Es ciertamente verdad que el método socrático tiene sobre todo una intención ética y pedagógica, y que no
puede sostenerse que Sócrates haya sido el descubridor de la doctrina del concepto (y de la teoría del
conocimiento que exige) o de la teoría lógica de la definición: no tenía los instrumentos gnoseológicos y
lógicos necesarios para formularlas con precisión. Pero es imposible que quien vivió del modo como él lo hizo
no tuviese un cierto conocimiento de qué es vivir una vida moralmente buena y de qué son las virtudes. Por
tanto, a pesar de que su objetivo era más práctico que especulativo [Guthrie 1971: 111], no podemos dudar
que de algún modo intentaba dar una justificación racional, y fundar en la naturaleza humana, las virtudes que
estaban en la base de la convivencia cívica (justicia, fortaleza, valor, templanza, etc.), y que habían perdido
buena parte de su credibilidad como consecuencia de la sofística, que las consideraba meras convenciones.

La educación a través del diálogo


En su monumental obra sobre la educación en el mundo griego, Jaeger sostiene che «Sócrates es el fenómeno
pedagógico más formidable en la historia del Occidente» [Jaeger 1990: 403-4]. De hecho, como hemos visto,
la cuestión pedagógica estuvo ya presente desde Las Nubes de Aristófanes, teniendo también gran importancia
en el proceso a Sócrates.
La acusación oficial había sido muy vaga al respecto, sin explicar en qué modo o a qué jóvenes había
corrompido Sócrates. En realidad, como hace presente Jenofonte, todo parece indicar que tal acusación
pretendía recordar a los miembros del tribunal que
Al menos dos contertulios que tuvo Sócrates, Critias y Alcibíades, hicieron muchísimo daño a
la ciudad. Pues Critias fue el más ladrón y violento de cuantos ocuparon el poder en la
oligarquía, y Alcibíades, por su parte, fue el más disoluto e insolente de los personajes de la
democracia [Recuerdos, I, 2, 12].
Platón y Jenofonte, en sus escritos, tienen especialmente presente la relación de Sócrates con estos dos
personajes. Platón, al final del Banquete hace reconocer a Alcibíades que no ha sabido estar a la altura de la
educación que había recibido de Sócrates [Banquete 216b], lo cual es señal de que, para Platón, Sócrates no
tenía ninguna responsabilidad en las malas acciones cometidas por Alcibíades. También el primer y
segundo Alcibíades (de cuya autenticidad se duda, pero que recogen de todos modos las opiniones de la
Academia), se ocupan de estas cuestiones. Critias, por su parte, aparece en el Cármides platónico teniendo en
alto valor la consideración que otros tienen de él, incapaz de contestar bien a las preguntas que le dirige
Sócrates, y lleno de un orgullo que no le permite reconocer que ha sido confutado.
También Jenofonte se ocupa por extenso de las relaciones de Sócrates con Critias y Alcibíades, afirmando que
se acercaron a Sócrates llevados por su propia ambición [Recuerdos I, 2, 12-16] y que «mientras estuvieron
con Sócrates, Critias y Alcibíades pudieron dominar sus malas pasiones utilizándole como aliado», pero una
vez lejos de él se dejaron arrastrar por ellas [Recuerdos I, 2, 24-25]. Por lo que respecta a su opinión sobre la
influencia que ejercía Sócrates sobre otras personas, basta citar el inicio del cuarto libro de sus Recuerdos:
Tan útil era Sócrates en toda circunstancia y en todos los sentidos, que para cualquier persona
de mediana sensibilidad que lo considerase era evidente que no había nada más provechoso
que unirse a Sócrates y pasar el tiempo con él en cualquier parte y en cualesquiera
circunstancias. Incluso su recuerdo cuando no estaba presente era de gran utilidad a los que
solían estar con él y recibir sus enseñanzas, pues tanto si estaba de broma como si razonaba
con seriedad hacía bien a los que le trataban.
Teniendo tan presente la preocupación de defender a Sócrates de la acusación de corromper a los jóvenes,
Platón y Jenofonte nos han transmitido episodios suficientes para poder hacernos una idea de cómo era
el sistema educativosocrático.
Debemos destacar, en primer lugar, que, siendo su preocupación enseñar a examinar la propia alma, Sócrates
no intenta transmitir a quienes escuchan una serie de conocimientos preestablecidos, sino despertar sus
inquietudes para que se ocupen de las cosas más importantes. Lo que pretende es transmitir sobre todo un
modo de vivir: vivir filosofando. No debemos entender, evidentemente, que intente convertir a todos
en filósofos, en el sentido en que hoy damos a esta expresión. Les quiere sólo convencer, y no es poco, de que
su preocupación más importante debe ser que su alma sea lo mejor posible, es decir, que posean las virtudes
morales de un modo lo más completo posible.
Con la aparición de esta idea, que es consecuencia de la nueva concepción del alma, «se ilumina de un modo
nuevo la misión de toda educación», que «consiste en poner al hombre en condiciones de alcanzar la verdadera
meta de su vida» [Jaeger 1990: 450].
En sus conversaciones, con las que Sócrates realiza su misión, se suelen señalar dos fases. La segunda es la
constructiva, que Platón llama mayéutica, como el arte de las parteras. En ella, son las almas, y no los cuerpos,
los que deben dar a luz [Teeteto 150c-d]: Sócrates ayuda a alumbrar pensamientos, siendo los discípulos
mismos quienes los engendran.
La primera fase tiene como objetivo preparar el terreno: examinando las opiniones del interlocutor, Sócrates
intenta que reconozca que no sabe nada, lo cual es condición necesaria para que pueda aprender.
Desenmascarar la falsa sabiduría es pues uno de los objetivos fundamentales del diálogo, ya que la ignorancia
propia de «los que no saben, pero creen que saben» es para Sócrates «la causa de los males y la verdaderamente
censurable [...] Y cuanto más importantes sean los temas, será tanto más perjudicial y vergonzosa» [Alcibíades
I 118a].
Si tenemos en cuenta ese objetivo, se comprende que Sócrates insista tanto en que nada sabe: de este modo es
más fácil conseguir que quien cree saber algo dé razón de su sabiduría, para hacer partícipes de sus
conocimientos a los demás. Sócrates, con gran paciencia, le hará darse cuenta de que en realidad es incapaz
de resolver las objeciones planteadas por los demás, de modo que, si se trata de un honesto interlocutor, será
fácil que se percate también de que no era verdad que poseía tal sabiduría.
Pero no todos están dispuesto a admitir la propia ignorancia. Quienes se acercan al coloquio llenos de amor
propio, no buscan la verdad sino el mostrar que tienen razón, y son entonces incapaces de aprender. Sócrates
era consciente de que en las conversaciones con estas personas engreídas y soberbias hay que poner gran
cuidado, para que no piensen que uno mismo se mueve por los mismos motivos que ellos, y que pretende sólo
parecer sabio e inteligente. Esta experiencia de Sócrates es bien recogida por Platón en el Gorgias. Al
comenzar una conversación con este sofista, Sócrates le pregunta qué clase de hombre es, para saber cómo se
deberá comportar con él en el diálogo:
Si tú eres del mismo tipo de hombre que yo soy, te interrogaré con gusto; si no, lo dejaré. ¿Qué
clase de hombre soy yo? Soy de aquellos que aceptan gustosamente que se les refute, si no
dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra; pero que prefieren ser
refutados a refutar a otros, pues pienso que lo primero es un bien mayor, por cuanto vale más
librarse del peor de los males que librar a otros; porque creo que no existe mal tan grave como
una opinión errónea sobre el tema que ahora discutimos [Gorgias 458a].
En otros diálogos, Platón intentará recoger las condiciones necesarias en quien desea aprender, con la
contraposición entre dos personajes paradigmáticos: Eutifrón, que no está dispuesto a reconocer su ignorancia,
y Teeteto, paradigma del discípulo amante de la verdad. Las conversaciones que recoge Platón son ciertamente
inventadas por él. Pero no cabe duda que la actitud que encontramos en Teeteto (que aparece en el Teeteto,
el Sofistay el Político) es precisamente la que Sócrates trataba de promover en quienes le escuchaban: ser
consciente de no saberlo todo, estar siempre dispuesto a reconocer sus errores y cambiar las propias opiniones
si hay motivos para ello, y estar contento de que se le corrija.
Si ambos interlocutores obran de este modo, en la conversación se puede reflexionar con serenidad, sin enfados
por parte de ninguno y sin enzarzarse en discusiones inútiles. Sócrates, por ello, trata de crear un clima de
amistad, necesario para que el maestro pueda influir positivamente sobre el discípulo. Sólo así se pueden
suscitar en él las condiciones morales necesarias para preocuparse con decisión de mejorar la propia alma.

Ética
En el Critón, Platón narra un diálogo de Sócrates con su viejo amigo Critón, ambientado después del proceso,
cuando estaba esperando en la cárcel la ejecución de la condena. Allí se cuenta que el amigo había dispuesto
ya todo para que Sócrates pudiese escapar. Cuando lo comunica a éste, comienza un diálogo sobre si sería o
no justo comportarse de esa manera, en el que Sócrates le recuerda que también en esas difíciles circunstancias
deben reflexionar sobre «si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición
de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor»
[Critón 46b]. Y, por tanto, no dejándose convencer por la opinión de la mayoría, deben continuar convencidos
de que «no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien» [Critón 48b].
De acuerdo con estos principios, a la pregunta de si no le da vergüenza haberse dedicado a una ocupación que
le ha procurado la condena a muerte, el Sócrates platónico responde:
No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta
el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas
y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo [Apología 28b].
Sócrates estaba convencido de que el mayor mal que le podía suceder era cometer una injusticia, no en cambio
el padecerla, y de que, por tanto, no valía la pena cometer una para escapar de la muerte.
Su comportamiento en esta ocasión, que dejó a sus discípulos maravillados, se puede sólo comprender
teniendo en cuanto su visión de lo que es el hombre, qué es lo mejor para el alma y qué es la virtud. Estaba
fundado, en definitiva, en una ética filosófica. No se puede negar a algunos sofistas el mérito de haber
planteado ya algunas de las cuestiones propias de la ética filosófica, pero su finalidad era más bien práctica,
es decir, «la formación de hombres de estado y dirigentes de la vida pública» [Jaeger 1990: 425], y el
escepticismo era una consecuencia casi inevitable de sus doctrinas.
La ética de Sócrates gira en torno a su concepción de la virtud. Por un lado, Sócrates afirma que la felicidad
se encuentra en la virtud. Por otra parte, identifica la virtud con el conocimiento y el vicio con la ignorancia
(con la consecuencia de que, entonces, el pecado resulta siempre involuntario). Estas tesis pueden resultar al
lector un poco extrañas, y por ello tendremos que considerar con detenimiento cuáles son los motivos que
llevan a Sócrates a defenderlas, y cuál es el sentido que les da.
Sócrates cree que la felicidad del hombre está en la virtud, y que no la procuran en cambio el placer, la salud,
la fama, las riquezas, ni ninguno de los otros bienes que muchas veces se consideran la clave de la felicidad.
En el Gorgias platónico, por ello, Sócrates defiende «que el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es
feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado» [Gorgias 470e]. Por lo que parece, no es una tesis que haya
sido probada por el mismo Sócrates, aunque estaba convencido de ello, quizá a causa de su experiencia de
sentirse más feliz después de haber obrado bien, y de ver hasta qué punto pueden cerrarse en sí mismas otras
personas, creando alrededor de ellos una especie de infierno, de soledad, envidias, rencillas y egoísmo.
Esta tesis, de todos modos, debía ser completada con una explicación de qué es la virtud. Es especialmente
importante al respecto el testimonio de Aristóteles, que en varios lugares afirma que para Sócrates la virtud es
conocimiento [Etica a Nicómaco 1144b 18-31; Ética Eudemia 1216b 2-8]; pero tenemos confirmación
también en otras fuentes: los diálogos platónicos de juventud, en los que se definen como conocimiento
diversas virtudes (el valor, la piedad, la sensatez), y los Recuerdos de Jenofonte (III, 9).
Otra tesis, paralela a la que define la virtud como conocimiento (y el vicio como ignorancia), es la
involuntariedad del pecado, recordada en innumerables lugares por Platón, y también por Jenofonte
[Recuerdos, III, 9, 4] y Aristóteles [Etica a Nicómaco 1145b 23-27].
Para valorar estas afirmaciones, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que Sócrates no hablaba de cualquier
tipo de conocimiento: Sócrates no estaba pensando en la ciencia teórica, sino más bien en el arte o técnica;
por tanto, se refería a un conocimiento que incluye el dominio práctico, adquirido después de una rígida
disciplina [Guthrie 1971: 136-37]. Evidentemente, el conocimiento en que consiste la virtud será algo
más importante que el conocimiento propio de la técnica: se trata ahora de poseer «la ciencia de lo que es el
hombre, y de lo que es bueno y útil para el hombre» [Reale 2001: 242]; pero en ambos casos se incluye una
dimensión práctica.
Aunque no pensemos en el sabio despistado que vive en las nubes, sino en quien se preocupa de comprender
todas las implicaciones teóricas y prácticas de sus elecciones, las tesis socráticas siguen siendo para nosotros
difícilmente comprensibles. Las indicaciones siguientes, de todos modos, nos servirán al menos para entender
su sentido.
En primer lugar, no podemos olvidar la gran importancia histórica del intento socrático de fundar la virtud no
sobre las costumbres tradicionales, sino sobre sólidas bases racionales [Reale 2001: 241]. Es verdad, como
dice Sócrates, que la razón debe siempre acompañar la virtud, pues para obrar bien es necesario saber qué es
lo que tenemos que hacer. Y es también evidente que quien elige mal se equivoca siempre, al menos en una
cosa: en creer que lo mejor, para él, en este momento y dadas las circunstancias, es elegir lo que elige. Aunque
pudiese decir, en general, que sabe que está obrando mal, es también verdad que en el momento en que obra
así es como si olvidase que esa acción es mala, y se fijase sólo en sus aspectos positivos (el placer, la utilidad,
etc.). Quien dice saber qué es la virtud, pero no la pone en práctica, en un cierto sentido aún no lo sabe: no se
ha percatado todavía de algunas de sus propiedades o de sus implicaciones; por ejemplo, que procura la
felicidad al hombre y, por tanto, que vale la pena vivirla.
En definitiva, en un cierto sentido esta doctrina socrática es un precedente de la afirmación aristotélica de que
el bien es lo que todos desean, pues «la tesis de que nadie yerra voluntariamente lleva ya implícita la premisa
de que la voluntad se encamina hacia el bien como hacia su telos» [Jaeger 1990: 450].
De todos modos, como ha explicado bien Gómez-Lobo, la identificación de virtud y conocimiento no deja
lugar para la incontinencia:
Esto es lógicamente equivalente a negar la akrasia, la “incontinencia”, es decir, hacer lo que
uno sabe que es malo para uno o dejar de hacer aquello que uno sabe que es bueno para uno.
Como en ciertas ocasiones efectivamente hacemos cosas que son malas para nosotros, la
negación de la incontinencia sólo permite atribuir las opciones equivocadas a la ignorancia del
agente. La persona que hace una elección equivocada lo hace porque no sabe que lo que hace
es malo o que lo que deja de hacer es bueno. Desde este punto de vista, el error en la acción se
reduce a un error intelectual [Gómez-Lobo 1999: 32].
Por eso Aristóteles, tras reconocer que Sócrates indagaba bien al relacionar la virtud con la prudencia y la
razón práctica, le critica el no limitarse simplemente a decir que toda virtud va “acompañada de razón”, y
reducir en cambio la virtud al saber qué es lo que debemos hacer [Etica a Nicómaco 1144b 18-31].
A la tesis socrática, por lo que vemos, le faltan algunos elementos importantes, que manifiestan que no había
desarrollado todavía una teoría completa de la acción moral. Le faltaba, por ejemplo, una clara distinción entre
inteligencia teórica e inteligencia práctica, una explicación detallada de la interacción de la inteligencia y la
voluntad en la elección, una diferenciación satisfactoria de las distintas facultades del alma, y en especial del
papel que juegan los apetitos irascible y concupiscible en la elección. En definitiva, para matizar sus
afirmaciones, Sócrates necesitaba profundizar en la articulación de las diversas facultades propias del hombre.
Pero fue ésta una tarea que no pudo acometer, y que quedaría para sus inmediatos discípulos.
Debemos reconocer, sin embargo, que la acusación de intelectualismo y de no dejar espacio a la noción
de incontinencia pierde parte de su fuerza al examinar la insistencia socrática en que el alma ejerza
el dominio sobre el cuerpo. En esta tesis, en efecto, está presente el dominio de la razón sobre los apetitos; y,
por tanto, está también presente la posibilidad de que los apetitos no sean dominados.
Jaeger ha mostrado que la noción de autodominio, moderación o templanza es de origen socrático, pues «se
presenta simultáneamente en dos discípulos de Sócrates, Jenofonte y Platón, quienes la emplean
frecuentemente, y además, de vez en cuando, en Isócrates» [Jaeger 1990: 432]. La necesidad de
tal dominio tiene una especial importancia en Sócrates, pues en su ética no rechaza simplemente todo aquello
que no sea virtud (entendida como conocimiento), sino que admite un cierto lugar también para los bienes
materiales, la preocupación por el cuerpo, los placeres o la amistad. Sólo con Platón y los platónicos aparece
el desprecio del cuerpo, el hablar de la vida corpórea como de una cárcel de la que hay que escapar, y de la
filosofía como un “ejercicio de muerte” (en cuanto el alma comienza ya a separarse del cuerpo, a través de la
purificación). Esta actitud platónica es, usando la expresión de Guthrie, “no-socrática”.
El incontinente es, según el Sócrates de Jenofonte, el que es «esclavo del estómago y del vino y de los placeres
del sexo, de la fatiga o del sueño» [Recuerdos I, 5, 1], que es «incapaz de controlarse a sí mismo» (I, 5, 2),
«que busca por todos los medios hacer lo más agradable» y por tanto no se diferencia «de la más irracional de
las alimañas» (IV, 5, 11). Al destacar así la necesidad de dominar las propias pasiones, y de no caer prisionero
de ellas, la noción de libertad sufre una radical transformación, pasando de ser un concepto político a aplicarse
también en el ámbito moral, para referirse a «la antítesis de aquel que vive esclavo de sus propios apetitos»
[Jaeger 1990: 434].
Quien se deja guiar por los propios placeres será por tanto esclavo de ellos. Pero esto no conlleva que el
hombre justo, que vive armónicamente el dominio sobre su proprio cuerpo, deba renunciar absolutamente al
placer: son aceptables los placeres “verdaderos y puros”, y que sean compatibles con el pensamiento
[Platón, Filebo 63d-e], y no al contrario aquellos que aprisionan al alma en sus pasiones y le quitan la libertad.
En palabras de Jenofonte: «el dominio de uno mismo es el único [...] que nos permite disfrutar dignamente de
los placeres» [Recuerdos IV, 5, 9]; y, según narra, esto fue algo que el mismo Sócrates logró vivir:
Sólo comía lo necesario para comer a gusto y se dirigía a las comidas dispuesto de tal modo
que el apetito le servía de golosina. En cuanto a la bebida, toda le resultaba agradable, porque
no bebía si no tenía sed. Y si alguna vez le invitaban y se mostraba dispuesto a acudir a una
cena, lo que para la mayoría es más difícil, a saber, evitar llenarse hasta la saciedad, él lo resistía
con la mayor facilidad [Recuerdos I, 3, 5-6].
Sócrates era también consciente de que la fuerte intensidad de los placeres sexuales los hacen especialmente
difíciles de dominar, y ayudó a sus discípulos a dominarlos dándoles oportunos consejos. Según cuenta
Jenofonte, a Critobulo aconseja huir precipitadamente ante las situaciones peligrosas, comparando la persona
deseada con una fierecilla más dañina que la tarántula, pues desde lejos «inocula algo que hace enloquecer»
[Recuerdos I, 3, 13]; y le avisa de los peligros de dejarse arrastrar hacia tales impulsos: «¿No serías al punto
esclavo en vez de libre, derrocharías mucho dinero en placeres funestos, no te quedaría tiempo para pensar en
nada noble y hermoso?» [Recuerdos I, 3, 11].
Nuestras fuentes no nos dan muchos más datos acerca del contenido de la ética socrática; por ejemplo, acerca
de las definiciones de cada una de las virtudes. En los diálogos platónicos de juventud, la tarea de Sócrates es
más bien negativa: criticar las definiciones que otros presentan. Y ni Jenofonte ni Aristóteles nos informan de
modo claro acerca de, por ejemplo, qué es lo que el propio Sócrates entendía por justicia, templanza o piedad.
Pero las indicaciones que nos transmiten son suficientes para dar gran valor a su esfuerzo por fundar la ética:
aunque sólo conozcamos algunos aspectos de ella, tenemos la impresión de que Sócrates pone cada elemento
en su lugar. Al mismo tiempo, el equilibrio entre los diversos elementos parece inestable (por carecer de
buenas bases metafísicas), de modo que se comprende que Sócrates haya podido ser acusado de intelectualista,
hedonista o utilitarista, y que los llamados socráticos menores, creyendo todos ellos interpretar bien al maestro,
hayan podido fundar escuelas éticas de tan diversas tendencias.

Platón2
Aristocles, apodado Platón (de platos, anchura) a causa de sus grandes espaldas, nació en Atenas el 427 a.C.
De familia noble, concibió en su juventud el ejercicio de la política como la actividad adecuada a la que dedicar
su vida: su nacimiento, aptitudes personales y la educación recibida le empujaban en esa dirección. «Antaño,
cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan
pronto como fuera dueño de mis actos» (Carta VII, 324 b). Sin embargo, su larga convivencia con Sócrates y,
sobre todo, la injusta condena a muerte de su maestro cambiaron el rumbo de su vida.

El principio platónico del alma3.


Lo supraceleste o el mundo de las ideas.
Estas causas de naturaleza no física, estas realidades inteligibles, fueron denominadas por Platón con el
nombre de «idea» y eidos, que quieren decir «forma». Por lo tanto, las ideas de las que hablaba Platón no son
simples conceptos, es decir, representaciones puramente mentales (el término adquirirá este significado mucho
más tarde), sino que son entidades, substancias. Las ideas, pues, no son simples pensamientos, sino aquello
que piensa el pensamiento una vez que se ha liberado de lo sensible, son el verdadero ser, el ser por excelencia.
En resumen: las ideas platónicas son las esencias de las cosas, esto es, aquello que hace que cada cosa sea lo
que es. Platón utilizó también el término «paradigma», para indicar que las ideas constituyen un modelo
permanente de cada cosa (lo que debe ser cada cosa). Sin embargo, las expresiones más famosas mediante las
cuales Platón ha aludido a las ideas son, sin duda alguna, las fórmulas «en sí», «por sí» e incluso «en sí y para
sí» (lo bello en sí, el bien en sí, etc.), que a menudo se han entendido erróneamente, al transformarse en objeto
de encarnizadas polémicas, que comenzaron apenas Platón acuñó dichas nociones. En realidad, tales
expresiones indican el rasgo de no relatividad y de estabilidad: en una palabra, expresan el carácter de absoluto.
Afirmar que las ideas son «en sí y por sí» significa sostener que, por ejemplo, lo bello o lo verdadero no son
tales de un modo exclusivo con respecto al sujeto individual (como pretendía Protágoras, por ejemplo), y que
no son manipulables de un modo arbitrario por el sujeto, sino que por lo contrario se imponen al sujeto de un
modo absoluto. Afirmar que las ideas son «en sí y por sí» significa que no se dejan arrastrar por la vorágine
del devenir que arrastra las cosas sensibles: las cosas bellas sensibles se vuelven feas, pero esto no implica
que se vuelva fea la causa de lo bello, es decir, la idea de lo bello.

En definitiva: las verdaderas causas de todas las cosas sensibles son mutables por su propia naturaleza, no
pueden cambiar también ellas, o en tal caso no serían las verdaderas causas, no serían las razones últimas y
supremas. El conjunto de las ideas, con los rasgos que acabamos de describir, ha pasado a la historia con el
nombre de «hiperuranio», que se utiliza en el Fedro y que se ha vuelto celebérrimo, si bien no siempre ha sido
entendido de modo correcto. Platón escribe: Este lugar supraceleste (hiperuranio) jamás ha sido cantado ni
será cantado dignamente por los poetas de aquí abajo. Es así, empero, porque hay que tener el coraje de decir
la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad. En realidad, la substancia (la realidad, el ser, es decir, las
ideas) es la que realmente es, carente de color, sin figura e intangible, y que sólo puede ser contemplada por
el timonel del alma, por el intelecto, y es el objeto propio del género de la verdadera ciencia, que ocupa este
lugar. Porque el pensamiento de un dios se nutre de intelecto y de ciencia pura, también el de toda alma que
se proponga acoger todo aquello que le corresponda, una vez que ha atisbado el ser, se regocija por ello y al
contemplar la verdad se alimenta de ésta y se fortalece, hasta el momento en que la rotación circular la vuelve
a conducir al mismo punto. Durante esta evolución contempla la justicia en sí, contempla la sabiduría,
contempla la ciencia, no aquella a la que está vinculado el devenir, ni aquella que es mudable porque se halla
en los distintos objetos que llamamos entes, sino aquella que es realmente ciencia del objeto que es realmente
ser. Y después de haber contemplado del mismo modo las demás entidades reales y de haberse saciado de
ellas, se sumerge otra vez en el interior del cielo y vuelve a casa. Hay que advertir que «lugar hiperuranio»
significa «lugar sobre el cielo» o «sobre el cosmos físico» y, por tanto, se trata de una representación mítica

2
YARZA DE LA SIERRA, Ignacio, Platón, en FERNÁNDEZ LABASTIDA, Francisco – MERCADO, Juan Andrés (editores), Philosophica:
Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2008/voces/platon/Platon.html
3
Kraut, Richard, "Plato", The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Fall 2017 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL =
<https://plato.stanford.edu/archives/fall2017/entries/plato/>.
de una imagen que —si se entienden adecuadamente— indican un lugar que no es en absoluto un lugar. En
realidad, a continuación las ideas se describen como poseedoras de rasgos que no tienen nada que ver con un
lugar físico (carecen de figura y de color, son intangibles, etc.). En consecuencia, lo supraceleste constituye la
imagen del mundo no espacial de lo inteligible (perteneciente al género del ser suprafísico). Platón subraya
con precisión que este lugar supraceleste y las ideas que en él se encuentran «sólo son captados por la parte
más elevada del alma», es decir, por la inteligencia y sólo por ésta. En definitiva, lo supraceleste es la meta a
la que conduce la segunda navegación.

A modo de conclusión, mediante su teoría de las ideas Platón ha pretendido afirmar lo siguiente: Lo sensible
sólo se explica apelando a la dimensión de lo suprasensible, y lo relativo exige recurrir a lo absoluto, lo móvil
a lo inmóvil, y lo corruptible a lo eterno.

La anamnesis y raíz del conocimiento.

Hemos hablado hasta ahora del mundo de lo inteligible, de su estructura y del modo en que se refleja sobre lo
sensible. Nos queda por examinar la forma en que el hombre puede acceder cognoscitivamente a lo inteligible.
De alguna manera, todos los filósofos precedentes habían discutido el problema del conocimiento, pero no
puede afirmarse que algunos de ellos lo hayan planteado de forma específica y definitiva. Platón es el primero
que lo expone en toda su claridad, gracias a los avances vinculados estructuralmente con el gran
descubrimiento del mundo inteligible, aunque, como es obvio, las soluciones que proponen siguen siendo en
gran medida aporéticas. En el Menón se halla la primera respuesta al problema del conocimiento. Los erísticos
habían tratado de bloquear la cuestión de una forma capciosa, afirmando que la investigación y el
conocimiento son algo imposible. No se puede buscar ni conocer aquello que todavía no se conoce, porque
aun en el caso de que fuese hallado no podría ser reconocido, al carecer del instrumento necesario para efectuar
el reconocimiento. Tampoco es posible buscar aquello que ya se conoce, precisamente porque ya es conocido.
Precisamente para superar tal aporía, Platón halla un camino novísimo: el conocimiento es anamnesis, esto es
una forma de recuerdo, un reemerger de algo que existe desde siempre, en la interioridad de nuestra alma.

El Menón enuncia la doctrina desde un doble punto de vista: mítico y dialéctico. Es preciso examinar a ambos,
para no arriesgarse a traicionar el pensamiento platónico.
El primer punto de vista, de carácter mítico-religioso, se relaciona con las doctrinas órfico-pitagóricas, según
las cuales—como ya es sabido— el alma es inmortal y renace en diversas ocasiones.

Por lo tanto el alma ha contemplado y ha conocido toda la realidad, la realidad del más allá y la realidad de
este mundo. Debido a ello, concluye Platón, es fácil de comprender cómo puede conocer y aprender el alma.
Lo único que debe hacer es extraer de sí misma la verdad que posee substancialmente y que posee desde
siempre: «extraer de sí misma» es un recordar. Sin embargo, inmediatamente después, en el mismo Menón,
las partes se invierten de modo absoluto: lo que era conclusión se convierte en interpretación filosófica de un
dato de hecho, experimentado y comprobado. En cambio, lo que antes era suposición mitológica con funciones
de fundamento se transforma en conclusión. Después de la exposición mitológica, Platón realiza un
experimento mayéutico. Interroga a un esclavo, que no sabe geometría, y consigue que solucione —
limitándose a interrogarle socráticamente— un complejo problema geométrico (que implica, en esencia, el
conocimiento del teorema de Pitágoras).

En consecuencia argumenta entonces Platón, puesto que el esclavo no había aprendido geometría con
anterioridad y puesto que ninguno le había transmitido la solución, dado que él la ha obtenido por su cuenta,
no cabe concluir más que la ha extraído del interior de sí mismo, de su propia alma. En otras palabras, que se
ha acordado de ella. Aquí, como resulta evidente, la base de la argumentación no es un mito, sino una
constatación de hecho: el esclavo, como cualquier otro hombre, puede extraer y obtener de sí mismo verdades
que antes no conocía y que nadie le ha enseñado. Los estudiosos han escrito a menudo que la doctrina de la
anamnesis surgió en Platón debido a influjos órfico-pitagóricos. Sin embargo, una vez expuesto lo anterior, se
aprecia con claridad que en la génesis de esta doctrina tuvo un peso similar, por lo menos, la mayéutica
socrática. Es evidente que para lograr que surja mayéuticamente la verdad desde el alma, dicha verdad debe
permanecer en el alma. La doctrina de la anamnesis viene a presentarse, por tanto, no sólo como corolario de
la doctrina órfico-pitagórica de la metempsicosis, sino también como una justificación y una aseveración de
la posibilidad misma de la mayéutica socrática. Una comprobación ulterior de la anamnesis nos la proporciona
Platón en el Fedón, en referencia sobre todo a los conocimientos matemáticos (de enorme importancia para
determinar el descubrimiento de lo inteligible).

En resumen, Platón expone la siguiente argumentación. Gracias a los sentidos, constatamos la existencia de
cosas iguales, mayores o menores, cuadradas y circulares, y otras cosas análogas. Mediante una atenta
reflexión, empero, descubrimos que los datos que nos ofrece la experiencia — todos los datos, sin excepción
alguna— jamás se ajustan de un modo exacto a las nociones correspondientes que, no obstante, poseemos de
manera indiscutible. Ninguna cosa sensible es, en ningún caso, perfecta y absolutamente cuadrada o circular,
y sin embargo nosotros poseemos estas nociones de igualdad, de cuadrado y de círculos absolutamente
perfectos. Entonces es preciso concluir que existe un desnivel entre los datos de la experiencia y las nociones
que poseemos nosotros: estas últimas contienen un elemento adicional, en comparación con aquellos datos.
¿De dónde procede este plus? como se ha visto, no procede ni puede proceder estructuralmente de los sentidos,
es decir, desde fuera. No cabe otra conclusión que reconocer que procede de nuestro interior. Sin embargo, no
puede venir de nuestro interior como creación del sujeto pensante: éste no crea dicho plus, lo halla y lo
descubre. Tal plus se impone al sujeto de un modo objetivo, con independencia de cualquier poder que posea
el sujeto mismo, de una manera absoluta.

Por lo tanto, los sentidos sólo nos dan conocimientos imperfectos; aprovechando estos datos, ahondando y
casi replegándose sobre sí misma, adentrándose en su interior, nuestra mente (nuestro intelecto) encuentra los
correspondientes conocimientos perfectos. Y puesto que no los produce, sólo podemos inferir que los halla en
sí misma y los obtiene por sí misma, como si fuesen una posesión originaria, recordándolos. Platón insiste en
el mismo razonamiento a propósito de las diversas nociones estéticas y éticas (hermoso, justo, bueno, santo,
etc.) que, debido a ese plus que poseen con respecto a la experiencia sensorial, no pueden explicarse más que
como una posesión originaria y pura de nuestra alma, es decir, como reminiscencia. Ésta supone, de modo
estructural, una impronta que la Idea deja en el alma, una originaria visión metafísica del mundo ideal que
permanezca siempre, aunque velada, en el alma de cada uno de nosotros. En el Fedro, así como en el Timeo
posterior, Platón mantuvo esta doctrina y la reafirmó una vez más.

Algún estudioso ha reconocido en la reminiscencia de las ideas el primer descubrimiento occidental del a
priori. Una vez aclarado que no se trata de una fórmula platónica, puede utilizarse sin duda tal expresión, a
condición de que por ella no se entienda un a priori de tipo subjetivistakantiano, sino un a priori objetivo.

Las ideas son realidades objetivas absolutas que, mediante la anamnesis, se imponen como objeto de la mente.
Puesto que la mente a través de la reminiscencia capta las ideas pero no las produce, ya que las capta con
independencia de la experiencia (si bien con ayuda de la experiencia, en la medida en que debemos contemplar
las cosas sensibles iguales para recordar lo Igual en sí mismo, y así sucesivamente), es plausible hablar de
descubrimiento del a priori (es decir de la presencia en el hombre de conocimientos puros, con independencia
de la experiencia) o de primera concepción del a priori en la historia de la filosofía occidental.

Los grados del conocimiento: la opinión y la ciencia.

La anamnesis explica la raíz o la posibilidad del conocimiento, porque explica que el conocer se hace posible
en la medida en que tenemos en nuestra alma una intuición originaria de lo verdadero. Deben determinarse
posteriomente las fases y los modos específicos del conocer, cosa que Platón realizó en la República y en los
diálogos dialécticos. En la República Platón parte desde el principio según el cual el conocimiento es
proporcional al ser, de modo que sólo lo que es máximamente ser resulta perfectamente cognoscible, mientras
que el no-ser es absolutamente incognoscible. Dado que existe una realidad intermedia entre el ser y el no-ser,
esto es, lo sensible —que es una mezcla de ser y no-ser, porque está sujeto al devenir— Platón concluye
entonces que existe un conocimiento intermedio entre ciencia e ignorancia, un conocimiento que no es
conocimiento propiamente dicho y que se llama «opinión» (doxá). No obstante, para Platón la opinión es casi
siempre falaz. También puede ser veraz y correcta, pero jamás puede poseer en su interior la garantía de la
propia corrección. Siempre sigue siendo lábil, al igual que es lábil el mundo sensible al que hace referencia.

Según afirma Platón en el Menón, para otorgar un fundamento a la opinión sería preciso vincularla con el
conocimiento causal, es decir, consolidarla mediante el conocimiento de la causa (de la idea). Entonces, sin
embargo, dejaría de ser una opinión y se transformaría en ciencia, o episteme. Platón, empero, especifica más
adelante que tanto la opinión (doxa) como la ciencia (episteme) poseen dos grados distintos. La opinión se
divide en la mera imaginación (eikasia) y en creencia (pistis), mientras que la ciencia se divide en
conocimiento medio (dianoia) y en pura intelección (noesis). De acuerdo con el principio antes enunciado,
cada grado y forma de conocimiento posee una forma y un grado correspondientes de realidad y de ser. La
eikasia y la pistis se corresponden con dos grados de lo sensible: la primera se refiere a las sombras y a las
imágenes sensibles de las cosas, y la segunda, a las cosas y a los objetos sensibles en sí mismos. La dianoia
y la noesis hacen referencia a dos grados de lo inteligible o, según algunos expertos, a dos modos de captar lo
inteligible. La dianoia (conocimiento medio, según una traducción bastante oportuna) sigue estando
relacionada con elementos visuales (por ejemplo, las figuras que se dibujan durante las demostraciones
geométricas) y con hipótesis; la noesis es una captación pura de las ideas y del principio supremo y absoluto
del cual dependen todas (es decir, la Idea del Bien).

La concepción del hombre.


La concepción dualista del hombre.
En la sección anterior, hemos explicado que la relación entre las ideas y las cosas no es dualista en el sentido
más usual del término, puesto que las ideas constituyen la verdadera causa de las cosas. En cambio la
concepción platónica de las relaciones entre el alma y cuerpo es dualista (en algunos diálogos, en un sentido
total y radical) porque además del elemento metafisico-ontologico se introduce el factor religioso del orfismo,
que transforma la distinción entre el alma (suprasensible) y cuerpo (sensible) en una oposición. Por dicho
motivo, se considera que el cuerpo no es tanto el receptáculo del alma, a quien le debe la vida y sus capacidades
(y en consecuencia, es un instrumento al servicio del alma, como afirmaba Sócrates), sino más bien la tumba
y la cárcel del alma, es decir, un lugar de expiación del alma. Leemos en el Gorgias: «Y yo no me maravillaría
si Eurípides estuviese en lo cierto cuando dice: “¿Quién podría saber si el vivir no es morir, y el morir no es
vivir?”, y que nosotros, en realidad, quizás estamos muertos. Ya he oído decir, por hombres sabios, que
nosotros ahora estamos muertos, y que el cuerpo es una tumba para nosotros.»

Mientras tengamos cuerpo, estamos muertos, porque somos fundamentalmente nuestra alma, y el alma
mientras se halle en un cuerpo está como en una tumba y por lo tanto insensibilizada. Nuestra muerte corporal
en cambio es vivir, porque al morir el cuerpo el alma se libera de la cárcel. El cuerpo es la raíz de todo mal,
es origen de amores alocados, pasiones, enemistades, discordias, ignorancia y demencia: precisamente, todo
esto es lo que lleva la muerte al alma. Esta concepción negativa del cuerpo se atenúa en cierta medida en las
últimas obras de Platón, pero jamás desaparece del todo. Una vez dicho esto, es necesario además advertir que
la ética platónica sólo en parte se halla condicionada por este dualismo extremo. De hecho sus teoremas y sus
corolarios de fondo se apoyan más sobre la distinción metafísica de alma (ente afín a lo inteligible) y cuerpo
(ente sensible) que sobre la contraposición mistérico-filosófica entre alma (demonio) y cuerpo (tumba y
cárcel). De esta última proceden las formulaciones extremistas y la paradójica exageración de algunos
principios, que en cualquier caso son válidos en el contexto platónico, incluso en el plano puramente
ontològico. En definitiva, la segunda navegación sigue constituyendo el verdadero fundamento de la ética
platónica.

Las paradojas de la huida del cuerpo y la huida del mundo y su significado.


Una vez establecido esto, examinamos a continuación las dos paradojas más conocidas de la ética platónica,
que con frecuencia han sido malinterpretadas, porque se ha atendido más a su apariencia externa de orden
mistérico filosófico, que a su substancia metafísica. Nos estamos refiriendo a las dos paradojas de la huida del
cuerpo y de la huida del mundo.

La primera paradoja ha sido desarrollada sobre todo en el Fedón. El alma debe tratar de huir lo más posible
del cuerpo y por ello el verdadero filósofo desea la muerte, y la verdadera filosofía es un ensayo de muerte.
El sentido de esta paradoja se nos presenta con mucha claridad. La muerte es un episodio que, desde un punto
de vista ontologico, únicamente hace referencia al cuerpo. No sólo no perjudica al alma, sino que le acarrea
un gran beneficio, al permitirle una vida más verdadera, una vida completamente recogida en sí misma, sin
obstáculos ni velos y plenamente unida a lo inteligible. Esto significa que la muerte del cuerpo inaugura la
auténtica vida del alma. Por tanto al invertir la formulación de la paradoja no se cambia su sentido, sino que
se especifica mejor: el filósofo es aquel que desea la vida verdadera (la muerte del cuerpo), y la filosofía es
un ejercitarse en la verdadera vida, la vida en la pura dimensión del espíritu. La huida del cuerpo es el
reencuentro con el espíritu.

También se hace evidente el significado de la segunda paradoja, la huida del mundo. Por lo demás Platón nos
lo desvela de modo muy explícito, explicándonos que huir del mundo significa transformarse en virtuoso y
tratar de asemejarse a Dios: «El mal no puede desaparecer, porque siempre tiene que haber algo opuesto y
contrario al bien; tampoco puede hallar cobijo entre los dioses, sino que debe por necesidad merodear sobre
esta tierra y alrededor de nuestra naturaleza mortal. Por esto nos conviene disponernos a huir de aquí con la
máxima celeridad, para subir más arriba.

Y este huir es un asemejarse a Dios en aquello que le es posible a un hombre; y asemejarse a Dios es adquirir
justicia y santidad y, al mismo tiempo, sabiduría.». Como se ve, ambas paradojas tienen idéntico significado:
huir del cuerpo quiere decir huir del mal del cuerpo, a través de la virtud y el conocimiento; huir del mundo
quiere decir huir del mal del mundo, también a través de la virtud y el conocimiento; lograr virtud y
conocimiento quiere decir hacerse semejantes a Dios, que, como se afirma en las Leyes, es medida de todas
las cosas.

La purificación del alma como conocimiento y la dialéctica como conversión.


Sócrates había considerado el cuidado del alma como la suprema obligación moral del hombre. Platón reafirma
el mandamiento socrático, pero le añade un matiz místico, señalando que «cuidado del alma» significa
«purificación del alma». Tal purificación se lleva a cabo cuando el alma transcendiendo los sentidos se
posesiona del puro mundo de lo inteligible y de lo espiritual, uniéndose a él como a algo que le es similar y
connatural. En este caso la purificación —algo muy diferente a las ceremonias órficas de iniciación— coincide
con el proceso de elevación hasta el supremo conocimiento de lo inteligible. Hay que reflexionar precisamente
sobre este valor de purificación que se atribuye a la ciencia y al conocimiento (valor que, en parte, los antiguos
pitagóricos ya habían descubierto), con objeto de comprender las novedades del misticismo platónico. Éste no
consiste en una contemplación estática y alógica, sino en un esfuerzo catártico de búsqueda y de ascenso
progresivo hasta el conocimiento. Por eso se entiende a la perfección que, para Platón, el proceso del
conocimiento racional sea al mismo tiempo un proceso de con-versión moral: en la medida en que el proceso
del conocimiento nos lleva desde lo sensible hasta lo suprasensible, nos lleva desde un mundo hasta otro, nos
conduce desde la falsa dimensión del ser hasta la verdadera.

Por tanto, conociendo es como el alma se cuida, se purifica, se convierte y se eleva. En esto reside la verdadera
virtud. Esta tesis no sólo se expone en el Fedón, sino también en los libros centrales de la República: la
dialéctica es una liberación de las servidumbres y las cadenas de lo sensible, es una conversión desde el devenir
hasta el ser, es una iniciación al Bien supremo. Por lo tanto con toda justicia ha podido escribir W. Jaeger a
este respecto: «Cuando se plantee el problema, no ya del fenómeno de la conversión como tal, sino del origen
de la noción cristiana de conversión, hay que reconocer en Platón al primer autor de este concepto.»

La inmortalidad del alma.


Sócrates consideraba que, para fundar la nueva moral, bastaba con comprender que la esencia del hombre es
su alma (psyche). Por lo tanto no era necesario en su opinión determinar si el alma era o no inmortal; la virtud
tiene su premio en sí misma, al igual que el vicio tiene el castigo en sí mismo. En cambio, el problema de la
inmortalidad se convierte en algo esencial: si al morir el hombre se disuelve totalmente en la nada, no bastaría
con la doctrina de Sócrates para refutar a quienes niegan todo principio moral (como por ejemplo los sofistas
políticos, de los cuales Calicles, personaje del Gorgias, era un representante típico). Además, el
descubrimiento de la metafísica y la aceptación del núcleo esencial del mensaje órfico imponían la cuestión
de la inmortalidad como algo fundamental. Es muy explicable, pues, que Platón haya vuelto en más de una
ocasión sobre este tema: de forma breve en el Menón, luego en el Fedón con tres pruebas sólidas, y más tarde
con nuevas pruebas de refuerzo, en la República y en el Fedro.
Vamos a resumir brevemente la prueba central que se halla en el Fedón. El alma humana —afirma Platón—
es capaz, como acabamos de ver, de conocer las cosas inmutables y eternas. Sin embargo, para poderlas captar,
debe poseer como conditio sine qua non una naturaleza afín a ellas: en caso contrario, aquéllas superarían la
capacidad de esta naturaleza. Y como aquellas cosas son inmutables y eternas, también el alma debe ser
inmutable y eterna.

En los diálogos anteriores al Timeo, las almas parecían carecer de final y de nacimiento. En cambio, en el
Timeo son engendradas por el Demiurgo, con la misma substancia con la que ha sido hecha el alma del mundo
(compuesta de esencia, de identidad y de diversidad).
Por tanto, se originan mediante un nacimiento pero, por peculiar disposición divina, no están sujetas a la
muerte, al igual que no está sujeto a la muerte nada de lo que ha sido producido directamente por el Demiurgo.
Las diversas pruebas que proporciona Platón nos ofrecen un factor común: la existencia y la inmortalidad del
alma únicamente tienen sentido si se admite que hay un ser metaempírico; el alma constituye la dimensión
inteligible y metaempírica —y, por ello, incorruptible— del hombre. Con Platón, el hombre descubre que
posee dos dimensiones. Y tal adquisición será irreversible, porque incluso aquellos que nieguen una de las dos
dimensiones, otorgarán a la dimensión física —la única a la que le conceden existencia— un significado por
completo distinto al que tenía cuando se ignoraba la dimensión espiritual.

La metempsicosis y los destinos del alma después de la muerte.


Platón narra a través de numerosos mitos cuál será el destino del alma después de la muerte del cuerpo,
cuestión que se manifiesta con bastante complejidad. Sería absurdo el pretender que las narraciones míticas
tengan una linealidad lógica, que sólo puede proceder de los discursos dialécticos.
El objetivo de los mitos escatológicos consiste en hacer creer, en formas diversas y mediante diferentes
representaciones alusivas, ciertas verdades profundas a las que no se puede llegar con el puro logos, si bien
éste no las contradice y en parte las rige. Para hacerse una idea precisa acerca de cuál será el destino de las
almas después de la muerte, en primer lugar hay que poner en claro la noción platónica de la metempsicosis.
Como es sabido, la metempsicosis es una doctrina que afirma que el alma se traslada a través de distintos
cuerpos, renaciendo en diversas formas vivientes. Platón recibe esta doctrina desde el orfismo, pero la amplía
en distintos aspectos, presentándola básicamente en dos formas complementarias. La primera forma es la que
se nos presenta en el Fedón con todo detalle. Allí se dice que las almas que han vivido una vida excesivamente
atada a los cuerpos, a las pasiones, a los amores y a los gozos de esos cuerpos, al morir no logran separarse
completamente de lo corpóreo, que se les ha vuelto connatural. Por temor al Hades, esas almas vagan errantes
durante un cierto tiempo alrededor de los sepulcros, como fantasmas, hasta que, atraídas por el deseo de lo
corpóreo, se enlazan nuevamente a otros cuerpos de hombres o incluso de animales, según haya sido la bajeza
de la vida moral que hayan tenido en su existencia anterior. En cambio, las almas que hayan vivido de acuerdo
con la virtud —no la virtud filosófica, sino la corriente— se reencarnarán en animales mansos y sociables, o
incluso en hombres justos.

Según Platón, «a la estirpe de los dioses no puede agregarse quien no haya cultivado la filosofía y no haya
abandonado con toda pureza su cuerpo, sino que solamente se le concede a aquel que ha sido amante del
saber». No obstante en la República Platón menciona un segundo tipo de reencarnación del alma muy distinto
del anterior. Existe un número limitado de almas, de modo que si en el más allá todas recibiesen un premio o
un castigo eternos, llegaría un momento en el que no quedaría ninguna sobre la tierra. Debido a este motivo
evidente, Platón considera que el premio y el castigo ultraterrenos, después de haber vivido en este mundo,
deben tener una duración limitada y un plazo establecido. Puesto que una vida terrenal dura cien años como
máximo, Platón — obviamente influido por la mística pitagórica del número diez— considera que la vida
ultraterrena debe durar diez veces cien años, esto es, mil años (en el caso de las almas que han cometido
crímenes enormes e irredimibles, el castigo continúa más allá del milésimo año). Una vez transcurrido este
ciclo, las almas deben volver a encarnarse.

En el mito del Fedro, si bien con diferencias de modalidad y de ciclos de tiempo, se manifiestan ideas análogas,
de las que se infiere que las almas recaen cíclicamente en los cuerpos y más tarde se elevan al cielo.Nos
encontramos, pues, ante un ciclo individual de reencarnaciones, vinculado a los avatares del individuo, y ante
un ciclo cósmico, que es el ciclo del milenio.

Mitos platónicos
El mito del carro alado (Antropología)4.
En el Fedro Platón propuso otra visión del más allá, aún más complicada. Los motivos hay que atribuirlos
4
Platón Fedro, 246a y ss. Trad. de Emilio Lledó Iñigo. Gredos, MAdrid, 1986. pp.344y ss.
probablemente al hecho de que ninguno de los mitos examinados hasta ahora explica la causa del descenso
de las almas hasta los cuerpos, la vida inicial de las almas y las razones de su afinidad con lo divino.
Originariamente, el alma estaba próxima a los dioses y en compañía de éstos vivía una vida divina. Debido
a una culpa, cayó a un cuerpo sobre la tierra. El alma es como un carro alado tirado por dos caballos y
conducido por un auriga. Los dos caballos de los dioses son igualmente buenos, pero los dos caballos de las
almas humanas pertenecen a razas distintas: uno es bueno, el otro malo, y se hace difícil conducirlos. El
auriga simboliza la razón, los dos caballos representan las partes alógicas del alma, es decir, la concupiscible
y la irascible, sobre las que volveremos más adelante. Algunos creen, sin embargo, que auriga y caballos
simbolizan los tres elementos con que el Demiurgo, según el Timeo, ha forjado el alma. Las almas forman el
séquito de los dioses, volando por los caminos celestiales, y su meta consiste en llegar periódicamente junto
con los dioses hasta la cumbre del cielo, para contemplar lo que está más allá del cielo: lo supraceleste (el
mundo de las ideas) o, como dice también Platón, la Llanura de la verdad. No obstante, a diferencia de lo
que sucede con los dioses, para nuestras almas resulta una empresa ardua el llegar a contemplar el Ser que
está más allá del cielo y el lograr apacentarse en la Llanura de la verdad, sobre todo por causa del caballo
de raza malvada, que tira hacia abajo. Por ello, ocurre que algunas almas llegan a contemplar el Ser, o por
lo menos una parte de él, y debido a esto continúan viviendo junto con los dioses. En cambio, otras almas no
llegan a alcanzar la Llanura de la verdad: se amontonan, se apiñan y, sin lograr ascender por la cuesta que
conduce hasta la cumbre del cielo, chocan entre sí y se pisotean. Se inicia una riña, en la que se rompen las
alas, y al perder su capacidad de sustentación, estas almas caen a la tierra.
Mientras el alma logra contemplar el Ser y verse apacentada en la Llanura de la verdad, no cae a la tierra y,
ciclo tras ciclo, continúa viviendo en compañía de los dioses y de los demonios. La vida humana a la que da
origen el alma al caer, resulta moralmente más perfecta en la medida en que haya contemplado más la verdad
en lo supraceleste y será menos perfecta moralmente si es que ha contemplado menos. Al morir el cuerpo, es
juzgada el alma, y durante un milenio —como sabemos a través de la República— gozará de su premio o
sufrirá penas, de acuerdo con los méritos o deméritos de su vida terrena. Después del milésimo año, volverá
a reencarnarse. Con respecto a la República, sin embargo, en el Fedro aparece una novedad ulterior. Pasados
diez mil años, todas las almas recuperan sus alas y regresan a la compañía de los dioses. Aquellas almas que
durante tres vidas consecutivas hayan vivido de acuerdo con la filosofía, constituyen una excepción y
disfrutan de una suerte privilegiada: recuperar las alas después de tres mil años. Por lo tanto, no hay duda
de que en el Fedro el lugar en que las almas viven junto con los dioses (y al que retornan a los diez mil años)
y el lugar en el que gozan del premio milenario, después de cada existencia vivida, son dos sitios distintos.

Mito de la caverna5 (Conocimiento)


Después de eso -proseguí- compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación
con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que
tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ellas están desde niños con las piernas y el cuello
encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les
impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de
ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido
de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del
biombo, los muñecos.
-Me lo imagino...
-Imagínate ahora que, del otro lado del tabique , pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas
de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos
hablan y otros callan.
-Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.
-Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, unos de los otros, otra
cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?
-Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
-¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?
-Indudablemente.
-Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿note parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan
y que ellos ven? (1)
5
Libro VII de la República. Ed. Gredos, páginas 338-348. Madrid, 1.986
-Necesariamente.
-Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y algunos de los que pasan del otro
lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante
de ellos?
-¡Por Zeus que sí!
-¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales
transportados?
-Es de toda necesidad.
-Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, ¿qué pasaría
si naturalmente(2) les ocurriese que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el
cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz
de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes? ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que
lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas
más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del
tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y
que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?
-Mucho más verdaderas.
-Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia
aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le
muestran?
-Así es.
-Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la
luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de
fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?
-Por cierto, al menos inmediatamente.
-Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con
mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua,
luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el
cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.
-Sin duda.
-Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son
extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.
-Necesariamente.
-Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que
gobierna todo el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.
-Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.
-Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de
cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?
-Por cierto.
-Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con
mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se
acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese
capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más
honrados y poderosos entre aquellos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y "preferiría
ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre”(3) o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a
su anterior modo de opinar y a aquella vida?
-Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.
-Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos
por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
-Sin duda.
-Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han
conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese
estado y, se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que,
por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar
hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus
manos y matarlo?
-Seguramente.
-Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho,
comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que
hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba
con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y
que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo
que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibido, ha de
concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y
al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que
es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
-Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.
-Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén
dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual
es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.
-Muy natural.
-Tampoco seria extraño que alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se
comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en
forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a
disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del
modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia en sí.
-De ninguna manera sería extraño.
-Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de
perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de las tiniebla a la luz; y al considerar que
esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la ve perturbada e incapacitada
de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es que al salir de una vida luminosa ve
confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es
obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede;
mientras en el otro se apiadará, y, si se quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga
sobre el alma que desciende desde la luz.
-Lo que dices es razonable.
-Debemos considerar entonces, si esto es verdad, que la educación no es como la proclaman algunos. Afirman
que, cuando la ciencia no está en el alma, ellos la ponen, como si se pusiera la vista en ojos ciegos.
-Afirman eso, en efecto.
-Pues bien, el presente argumento indica que en el alma de cada uno hay el poder de aprender y el órgano
para ello, y que, así como el ojo no puede volverse hacia la luz y dejar las tinieblas si no gira todo el cuerpo,
del mismo modo hay que volverse desde lo que tiene génesis con toda el alma, hasta que llegue a ser capaz
de soportar la contemplación de lo que es, y lo más luminoso de lo que es, que es lo que llamamos el Bien.
¿No es así?
-Sí.
-Por consiguiente, la educación sería el arte de volver este órgano del alma del modo más fácil y eficaz en
que puede ser vuelto, mas no como si le infundiera la vista, puesto que ya la posee, sino, en caso de que se lo
haya girado incorrectamente y no mire adonde debe, posibilitando la corrección.
-Así parece, en efecto.
-Ciertamente, las otras denominadas "excelencias" del alma parecen estar cerca de las del cuerpo, ya que, si
no se hallan presentes previamente, pueden después ser implantadas por el hábito y el ejercicio: pero la
excelencia del comprender da la impresión de corresponder más bien a algo más divino, que nunca pierde su
poder, y que según hacia dónde sea dirigida es útil y provechosa, o bien inútil y perjudicial. ¿O acaso no te
has percatado de que esos que son considerados malvados, aunque en realidad son astutos, poseen un alma
que mira penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige, porque no tiene la vista débil
sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agudamente mira, tanto más mal produce?
-¡Claro que sí!
-No obstante, si desde la infancia se trabajara podando en tal naturaleza lo que, con su peso plomífero y su
afinidad con lo que tiene génesis y adherido por medio de la glotonería, lujuria y placeres de esa índole,
inclina hacia abajo la vista del alma; entonces, desembarazada ésta de ese peso, se volvería hacia lo
verdadero, y con este mismo poder en los mismos hombres vería del modo penetrante con que ve las cosas a
las cuales está ahora vuelta.
-Es probable.
-¿Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin educación ni
experiencia de la verdad puedan gobernar adecuadamente alguna vez el Estado, ni tampoco aquellos a los
que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por no tener a la vista en la vida la única
meta(4) a que es necesario apuntar al hacer cuanto se hace privada o públicamente, los segundos por no
querer actuar, considerándose como si ya en vida estuviesen residiendo en la Isla de los Bienaventurados?(5)
-Verdad.
-Por cierto que es una tarea de nosotros, los fundadores de este Estado, la de obligar a los hombres de
naturaleza mejor dotada a emprender el estudio que hemos dicho antes que era el supremo contemplar el
Bien y llevar a cabo aquel ascenso y, tras haber ascendido y contemplado suficientemente, no permitirles lo
que ahora se les permite.
-¿A qué te refieres?
-Quedarse allí y no estar dispuesto a descender junto a aquellos prisioneros, ni participar en sus trabajos y
recompensas, sean éstas insignificantes o valiosas.
-Pero entonces -dijo Glaucón- ¿seremos injustos con ellos y les haremos vivir mal cuando pueden hacerlo
mejor?
-Te olvidas nuevamente(6), amigo mío, que nuestra ley no tiende a que una sola clase lo pase
excepcionalmente bien en el Estado, sino que se las compone para que esto suceda en todo el Estado,
armonizándose los ciudadanos por la persuasión o por la fuerza, haciendo que unos a otros se presten los
beneficios que cada uno sea capaz de prestar a la comunidad. Porque si se forja a tales hombres en el Estado,
no es para permitir que cada uno se vuelva hacia donde le da la gana, sino para utilizarlos para la
consolidación del Estado.
-Es verdad; lo había olvidado, en efecto.
-Observa ahora, Glaucón, que no seremos injustos con los filósofos que han surgido entre nosotros, sino que
les hablaremos en justicia, al forzarlos a ocuparse y cuidar de los demás. Les diremos, en efecto, que es
natural que los que han llegado a ser filósofos en otros Estados no participen en los trabajos de éstos, porque
se han criado por sí solos, al margen de la voluntad del régimen político respectivo; y aquel que se ha criado
solo y sin deber alimento a nadie, en buena justicia no tiene por qué poner celo en compensar su crianza a
nadie. "Pero a vosotros os hemos formado tanto para vosotros mismos como para el resto del Estado, para
ser conductores y reyes de los enjambres, os hemos educado mejor y más completamente que a los otros, y
más capaces de participar tanto en filosofía como en la política. Cada uno a su turno, por consiguiente, debéis
descender hacia la morada común de los demás y habituaros a contemplar las tinieblas; pues, una vez
habituados, veréis mil veces mejor las cosas de allí y conoceréis cada una de las imágenes y de qué son
imágenes, ya que vosotros habréis visto antes la verdad en lo que concierne a las cosas bellas, justas y buenas.
Y así el Estado habitará en la vigilia para nosotros y para vosotros, no en el sueño, como pasa actualmente
en la mayoría de los Estados, donde compiten entre sí como entre sombras y disputan en torno al gobierno,
como si fuera algo de gran valor. Pero lo cierto es que el Estado en el que menos anhelan gobernar quienes
han de hacerlo es forzosamente el mejor y el más alejado de disensiones, y lo contrario cabe decir del que
tenga los gobernantes contrarios a esto".
-Es muy cierto.
-¿Y piensas que los que hemos formado, al oír esto, se negarán y no estarán dispuestos a compartir los
trabajos del Estado, cada uno en su turno, quedándose a residir la mayor parte del tiempo unos con otros en
el ámbito de lo puro?
-Imposible, pues estamos ordenando a los justos cosas justas. Pero además cada uno ha de gobernar por una
imposición, al revés de lo que sucede a los que gobiernan ahora en cada Estado.
-Así es, amigo mío: Si has hallado para los que van a gobernar un modo de vida mejor que el gobernar,
podrás contar con un Estado bien gobernado; pues sólo en él gobiernan los que son realmente ricos, no en
oro, sino en la riqueza que hace la felicidad: una vida virtuosa y sabia. No, en cambio, donde los pordioseros
y necesitados de bienes privados marchan sobre los asuntos públicos, convencidos de que allí han de
apoderarse del bien; pues cuando el gobierno se convierte en objeto de disputas, semejante guerra doméstica
e intestina acaba con ellos y con el resto del Estado.
-No hay cosa más cierta.
-¿Y sabes acaso de algún otro modo de vida, que el de la verdadera filosofía, que lleve a despreciar el mando
político?
-No, por Zeus.
-Es necesario entonces que no tenga acceso al gobierno los que están enamorados de éste; si no, habrá
adversario que los combata.
-Sin duda.
-En tal caso, ¿impondrás la vigilancia del Estado a otros que a quienes, además de ser los más inteligentes
en lo que concierne al gobierno del Estado, prefieren otros honores y un modo de vida mejor que el del
gobernante del Estado?
-No, a ningún otro.
-¿Quieres ahora que examinemos de qué modo se formarán tales hombres, y cómo se los ascenderá hacia la
luz, tal como dicen que algunos han ascendido desde el Hades hasta los dioses?
-¿Cómo no habría de quererlo?
-Pero esto, me parece, no es como un voleo de concha (7), sino un volverse del alma desde un día nocturno
hasta uno verdadero; o sea, de un camino de ascenso hacia lo que es, camino al que correctamente llamamos
“filosofía”.
-Efectivamente
-Habrá entonces que examinar qué estudios tienen este poder.
-Claro está.
-¿Y qué estudio, Glaucón, será el que arranque al alma desde lo que deviene hacia lo que es? Al decirlo,
pienso a la vez esto: ¿no hemos dicho que tales hombres debían haberse ejercitado ya en la guerra?
-Lo hemos dicho, en efecto.
-Por consiguiente, el estudio que buscamos debe añadir otra cosa a ésta.
-¿Cuál?
-No ser inútil a los hombres que combaten.
-Así debe ser, si es que eso es posible.

Mito del nacimiento del amor6


Platón cuenta, en su dialogo titulado "El Banquete", como una panda de amigos, durante un banquete bien
provisto de vino y alegría, comenzaron a discutir sobre ese tremendo demonio que es el amor. De todo lo que
allí contaron os extraigo el cuento que Socratés contó sobre el nacimiento de Eros, el dios del Amor...
"(...) Cuando nació Afrodita (diosa de la belleza), los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba
también Poros (dios de la abundancia), el hijo de Metis (diosa de la prudencia). Después que terminaron de
comer, vino a mendigar Penía (diosa de la pobreza), como era de esperar en una ocasión festiva, y se quedó
cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no había vino-, entró en el jardín de
Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia
de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acostó a su lado y concibió a Eros. Por esta razón es Eros, por una
parte, acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y es por
naturaleza un amante de lo bello. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes
características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría,
es,más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto,se acuesta a la
intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por
tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al
acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, buen cazador, siempre urdiendo alguna trama,
ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable
mago, hechicero y hábil con las palabras. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo
día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo
gracias a la naturaleza de su padre. Más lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni
está falto de recursos ni es rico, y está, además,en el medio de la sabiduría y la ignorancia (...)"

6
Platón, (1989). El banquete. Introducción de Carlos García Gual; traducción y notas de Fernando García Romero. Alianza
Editorial. Madrid.

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